Los motivos del chiste

Los motivos del chiste. El chiste como proceso social. Podría parecer superfluo referirse a los motivos del chiste, puesto que es preciso reconocer en el propósito de ganar placer el motivo suficiente del trabajo del chiste. Sin embargo, por una parte no está excluido que otros motivos participen en su producción y, además, con relación a ciertas notorias experiencias es inexcusable plantear el tema del condicionamiento subjetivo del chiste. Sobre todo dos hechos lo vuelven obligatorio. Aunque el trabajo del chiste es un excelente camino para ganar placer desde los procesos psíquicos, harto se ve que no todos los seres humanos son capaces en igual manera de valerse de este medio. El trabajo del chiste no está a disposición de todos, y en generosa medida sólo de poquísimas personas, de las cuales se dice, sin gula rizándolas, que tienen gracia {Witz}. «Gracia» aparece aquí como una particular capacidad, acaso dentro de la línea de las viejas «facultades del alma», y ella parece darse con bastante independencia de las otras: inteligencia, fantasía, memoria, etc. Por lo tanto, en las cabezas graciosas hemos de presuponer particulares disposiciones o condiciones psíquicas que permitan o favorezcan el trabajo del chiste. Me temo que en el sondeo de este tema no habremos de llegar muy lejos. Sólo aquí y allí conseguimos avanzar desde el entendimiento de un chiste hasta la noticia sobre sus condiciones subjetivas en el alma de quien lo hizo. A un azar se debe que justamente el ejemplo con que iniciamos nuestras indagaciones sobre la técnica del chiste nos permita también echar una mirada sobre su condicionamiento subjetivo. Me refiero al chiste de Heine, mencionado asimismo por Heymans y Lipps: « … tomé asiento junto a Salomon Rothschild y él me trató como a uno de los suyos, por entero famillonarmente» («Die Báder von Lucca»). Heine ha puesto esta frase en boca de una persona cómica, Hirsch-Hyacinth, de Hamburgo, agente de lotería, pedicuro y tasador, valet de cámara del noble barón Cristoforo Gumpelino (antes Gumpel). Es evidente que el poeta siente gran complacencia por esta criatura suya, pues le hace llevar la voz cantante y pone en sus labios las manifestaciones más divertidas y francotas; le presta la sabiduría práctica de un Sancho Panza, ni más ni menos. Uno no puede menos que lamentar que Heine, al parecer no proclive a la plasmación dramática, haya abandonado tan pro . nto a ese precioso personaje. En no pocos pasajes se nos antoja que a través de Hirsch-Hyacinth habla el poeta mismo tras una delgada máscara, y enseguida adquirimos la certidumbre de que esa persona no es más que una parodia que Heine hace de sí mismo. Hirsch cuenta las razones por las cuales dejó su nombre anterior y ahora se llama Hyacinth. «Además, tengo la ventaja -prosigue- de que hay ya una «H» en mi sello, y no necesito mandarme a grabar uno nuevo». Pero el propio Heine se había procurado ese ahorro cuando trocó su nombre de pila «Harry» por «Heinrich» al ser bautizado. Ahora bien, cualquiera que esté familiarizado con la biografía del poeta recordará que tenía en Hamburgo, ciudad de la que hace oriundo a Hirsch-Hyacinth, un tío de igual apellido, quien, siendo la persona acaudalada de la familia, desempeñó importantísimo papel en su vida. Y ese tío se llamaba… Salomon, lo mismo que el viejo Rothschild, el que acogió tan «famillonarmente» al pobre Hirsch. Lo que en boca de Hirsch-Hyacinth parecía una mera broma muestra pronto un trasfondo de seria amargura si lo atribuimos al sobrino Harry-Heinrich. Claro que pertenecía a esa familia, y aun sabernos que era su ardiente deseo casarse con una hija de ese tío; pero la prima lo rechazó, y el tío lo trató siempre algo «farnillonarmente», como pariente pobre. Los primos ricos de Hamburgo nunca lo aceptaron del todo; yo me acuerdo del relato de una vieja tía mía, emparentada por matrimonio con la familia Heine: siendo una joven y hermosa señora, se encontró en la mesa familiar, cierto día, vecina de un sujeto que le pareció desagradable y a quien los demás trataban con menosprecio. No se sintió movida a mostrarse afable con él; sólo muchos años después se enteró de que ese primo relegado y desdeñado era el poeta Heinrich Heine. Numerosos testimonios probarían cuánto hubo de sufrir Heine en su juventud, y aun más tarde, por esa desautorización de sus parientes ricos. Entonces, el chiste «famillonarmente» ha crecido en el suelo de esa profunda emoción subjetiva. Acaso en muchos otros chistes del gran satírico se podrían conjeturar parecidas condiciones subjetivas, pero no sé de otro ejemplo en que pudiera iluminárselas de un modo tan convincente; por eso andaríamos descaminados pretendiendo formular algo más preciso acerca de la naturaleza de esas condiciones personales; y por otra parte, no será nuestra primera inclinación reclamar para cada chiste unas condiciones genéticas tan complejas como esas. Tampoco en las producciones chistosas de otros hombres famosos nos resulta más fácil obtener la intelección buscada; tal vez uno reciba la impresión de que las condiciones subjetivas del trabajo del chiste no suelen distar mucho de las que presiden la contracción de una neurosis, por ejemplo si se entera de que Lichtenberg sufría de hipocondría grave y toda clase de rarezas lo aquejaban. La gran mayoría de los chistes, en particular los nuevos, producidos a raíz de las ocasiones del día, circulan anónimamente; podría intrigarnos averiguar a qué clase de gente se reconduce esa producción. Si como médico uno llega a conocer a una de estas personas que, aun no descollando en otros terrenos, poseen en su círculo fama de graciosas y autoras de muchos chistes felices, acaso le sorprenda descubrir que ese talento chistoso es una personalidad escindida y predispuesta a contraer neurosis. Pero la insuficiencia de los documentos nos disuadirá, ciertamente, de postular una constitución psiconeurótica semejante como condición regular o necesaria de la formación del chiste. Un caso más trasparente lo proporcionan otra vez los chistes de judíos creados por los propios judíos, como ya hemos consignado, pues las historias sobre ellos de otro origen casi nunca superan el nivel del chascarrillo o la irrisión brutal. Aquí, como en el chiste «famillonarmente», de Heine, parece destacarse la condición de estar envuelto uno mismo, y el significado de esta última condición residiría en que así la persona halla estorbadas la crítica o agresión directas, que sólo mediante unos rodeos le resultan posibles. Otras condiciones o favorecimientos subjetivos del trabajo del chiste son menos oscuros. El resorte que pulsiona a la producción de chistes inocentes es, no rara vez, el esfuerzo {Drang} ambicioso de hacer gala de espíritu, de ponerse en la escena, pulsión esta que debe ser equiparada a la exhibición en el ámbito sexual. La presencia de numerosas mociones inhibidas cuya sofocación ha acreditado cierto grado de labilidad constituirá la predisposición más favorable para producir el chiste tendencioso. Así, en particular, componentes singulares de la constitución sexual de un individuo pueden entrar como motivos de la formación del chiste. Toda una serie de chistes obscenos permite inferir la existencia en sus autores de una escondida inclinación exhibicionista; las personas que mejor hacen los chistes tendenciosos agresivos son aquellas en cuya sexualidad se registra un poderoso componente sádico, más o menos inhibido en su vida. El otro hecho que nos invita a indagar el condicionamiento subjetivo del chiste es la experiencia, notoria para todos, de que nadie puede contentarse haciendo un chiste para sí solo. Es inseparable del trabajo del chiste el esfuerzo a comunicar este; y ese esfuerzo es incluso tan intenso que hartas veces se realiza superando importantes reparos. También en el caso de lo cómico depara goce la comunicación a otra persona; pero no es imperiosa, uno puede gozar solo de lo cómico dondequiera que lo encuentre. En cambio, se ve precisado a comunicar el chiste; el proceso psíquico de la formación del chiste no parece acabado con la ocurrencia de él; todavía falta algo que mediante la comunicación de la ocurrencia quiere cerrar ese desconocido proceso. A primera vista no colegimos el eventual fundamento de esa pulsión a comunicar el chiste. Pero notamos en este último otra propiedad que vuelve a distinguirlo de lo cómico. Cuando me sale al paso lo cómico, es posible que me provoque franca risa; es verdad que también me alegra si puedo hacer reír a otro comunicándoselo. Pero del chiste que se me ha ocurrido, que yo he hecho, no puedo reír yo mismo, a pesar del inequívoco gusto que siento por él. Quizá mi necesidad de comunicar el chiste a otro se entrame de algún modo con ese efecto de risa denegado a mí, pero manifiesto en el otro. Ahora bien, ¿por qué no río de mi propio chiste? ¿Y cuál es aquí el papel del otro? Consideremos primero la segunda de esas preguntas. En lo cómico intervienen en general dos personas; además de mí yo, la persona en quien yo descubro lo cómico. En los casos en que los que me parecen cómicos son objetos del mundo, ello sólo ocurre por una suerte de personificación, no rara en nuestro representar. Al proceso cómico le bastan esas dos personas: el yo y la persona objeto; puede agregarse una tercera, pero no es necesaria. El chiste como juego con las propias palabras y pensamientos prescinde al comienzo de una persona objeto, pero ya en el estadio previo de la chanza, sí ha logrado salvar juego y disparate del entredicho de la razón, requiere de otra persona a quien poder comunicar su resultado. Ahora bien, esta segunda persona del chiste no corresponde a la persona objeto, sino a la tercera persona, al otro de la comicidad. Pareciera que en la chanza se trasfiriese a la otra persona el decidir si el trabajo del chiste ha cumplido su tarea, como si el yo no se sintiera seguro de su juicio sobre ello. También el chiste inocente, reforzador del pensamiento, requiere del otro para comprobar si ha alcanzado su propósito. Y cuando el chiste se pone al servicio de tendencias desnudadoras u hostiles, puede ser descrito como un proceso psíquico entre tres personas; son las mismas que en la comicidad, pero es diverso el papel de la tercera: el proceso psíquico del chiste se consuma entre la primera (el yo) y la tercera (la persona ajena), y no como en lo cómico entre el yo y la persona objeto. También en la tercera persona del chiste tropieza este último con unas condiciones subjetivas que pueden volver inalcanzable la meta de la excitación de placer. Shakespeare lo advierte (Trabajos de amor perdidos, acto V, escena 2): «A jest’s prosperity lies in the ear Of him that hears it, never in the tongue Of him that makes it… ». Alguien en quien reine un talante ajustado a pensamientos serios no es apto para corroborar que, en efecto, la chanza logró rescatar el placer en la palabra. Para constituirse en la tercera persona de la chanza tiene que encontrarse en un estado de talante alegre o al menos indiferente. Este mismo obstáculo se extiende al chiste inocente y al tendencioso; sin embargo, en este último emerge, como un nuevo obstáculo, la oposición a la tendencia a que el chiste quiere servir. La prontitud a reír de un chiste marcadamente obsceno no puede instalarse si el desnudamiento recae sobre un allegado de la tercera persona, a quien ella respeta; en una reunión de párrocos y pastores, nadie osaría aludir a la comparación que hace Heine de los sacerdotes católicos y protestantes con los empleados de un gran comercio y unos pequeños comerciantes, respectivamente; y ante una platea de amigos devotos de mi oponente, las más chistosas invectivas que yo pudiera aducir contra él no se considerarían chistes, sino invectivas, provocarían indignación, no placer, en el auditorio. Algún grado de complicidad o cierta indiferencia, la ausencia de cualquier factor que pudiera provocar intensos sentimientos hostiles a la tendencia, es condición indispensable para que la tercera persona colabore en el acabamiento del proceso del chiste. Pues bien; cuando no median esos obstáculos para el efecto del chiste, sobreviene el fenómeno sobre el que versa nuestra indagación, o sea que el placer que el chiste ha deparado prueba ser más nítido en la tercera persona que en la autora del chiste. Debemos contentarnos con decir «más nítido» donde nos inclinaríamos a preguntar si el placer del oyente no es más intenso que el del formador del chiste; se entiende, en efecto, que carecemos de elementos para medir y comparar. Ahora bien, vemos que el oyente atestigua su placer mediante una risa explosiva tras haberle contado el chiste la primera persona, casi siempre, con gesto de tensa seriedad. Cuando yo vuelvo a contar un chiste que he escuchado, para no estropear su efecto debo comportarme en su relato exactamente como quien lo hizo. Así, cabe preguntar si desde este condicionamiento de la risa del chiste podemos extraer alguna inferencia retrospectiva sobre el proceso psíquico de su formación. En este punto no puede ser nuestro propósito considerar todo cuanto se ha afirmado y publicado acerca de la naturaleza de la risa. Bastarían para disuadirnos de semejante empresa las palabras con que Dugas, un discípulo de Ribot, encabeza su libro Psychologie du rire (1902, pág.1): «Il n’est pas de fait plus banal et plus étudié que le rire; il n’en est pas qui ait eu te don d’exciter davantage la curiosíté du vulgaire et celle des philosopbes; il n’en est pas sur lequel on aít recueilli plus d’observations et bâti plus de thêories, et avec cela il n’en est pas qui demeure plus inexpliqué. On serait tenté de dire avec les sceptiques qu’íl faut être content de rire et de ne pas chercher à savoir pourquo’I on rit, d’autant que peut-être la réllexion tue le rire, et qu’il serait alors contradictoire qu’elle en découvrit les causes». En cambio, no dejaremos de utilizar para nuestros fines una opinión acerca del mecanismo de la risa que calza excelentemente en el círculo de nuestras ideas. Me refiero al intento de explicación que hace H. Spencer en su ensayo «The Physiology of Laughter» (1860). Según Spencer, la risa es un fenómeno de la descarga de excitación anímica y una prueba de que el uso psíquico de esa excitación ha tropezado repentinamente con un obstáculo. Describe con las siguientes palabras la situación psicológica que desemboca en la risa: «Laughter naturally results only when consciousness is unawares transferred from great things to small -onty when there is that we may call a descending incongruity». En un sentido totalmente similar, ciertos autores franceses (Dugas) caracterizan la risa como una «détente», un fenómeno de distensión, y paréceme que también la fórmula de A. Bain [1865, pág. 250], «Laughter a release from constraint» {«La risa, una liberación del constreñimiento»}, diverge de la concepción de Spencer mucho menos de lo que pretenden hacernos creer ciertos autores. Es cierto que sentimos la necesidad de modificar el pensamiento de Spencer, en’parte concibiendo de manera más precisa las representaciones que contiene y, en parte, cambiándolas. Diríamos que la risa nace cuando un monto de energía psíquica antes empleado en la investidura {Beset-Zung} de cierto camino psíquico ha devenido inaplicable, de suerte que puede experimentar una libre descarga. Tengo en claro cuán «mala apariencia» nos echamos encima con esta formulación, pero, a fin de escudarnos, osaremos citar una acertada frase del escrito de Lipps sobre la comicidad y el humor (1898, pág. 7]), que arroja luz no meramente sobre esos dos temas: «En definitiva, cada problema psicológico nos lleva a adentrarnos tanto en la psicología que, en el fondo, ninguno puede tratarse aislado». Los conceptos de «energía psíquica» y «descarga», y el abordaje de la energía psíquica como una cantidad, se me han convertido en hábitos de pensar desde que comencé a dar razón en términos filosóficos de los hechos de la psicopatología, y ya en La interpretación de los sueños (1900a) intenté, en armonía con Lipps, situar lo «eficaz genuinamente psíquico» en los procesos psíquicos en sí inconcientes, y no en los contenidos de conciencia. Sólo cuando hablo de «investidura de caminos psíquicos» parezco distanciarme de los símiles usuales en Lipps. Las experiencias acerca de la desplazabilidad de la energía psíquica a lo largo de ciertas vías asociativas y acerca de la conservación, indestructible casi, de las huellas de procesos psíquicos me han sugerido, de hecho, ensayar esa figuración {Verbildlichung; también «iIlustración»} de lo desconocido. Para evitar un malentendido debo agregar que no intento proclamar como esos tales caminos a células y haces, ni a los sistemas de neuronas que hoy hacen sus veces, si bien es forzoso que esos caminos sean figurables, de una manera que aún no sabemos indicar, por unos elementos orgánicos del sistema nervioso. Según nuestro supuesto, entonces, en la risa están dadas las condiciones para que experimente libre descarga una suma de energía psíquica hasta ese momento empleada como investidura; ahora bien, es cierto que no toda risa es indicio de placer, pero sí lo es la risa del chiste; esto nos inclinará a referir ese placer a la cancelación de la investidura mantenida hasta el momento. Cuando vemos que el oyente del chiste ríe, mientras que su creador no puede hacerlo, esto importa decirnos que en el oyente es cancelado y descargado un gasto de investidura, mientras que a raíz de la formación del chiste surgen obstáculos sea en la cancelación, sea en la posibilidad de descarga. Difícil sería caracterizar mejor el proceso psíquico del oyente, de la tercera persona del chiste, que destacando que adquiere el placer del chiste con un ínfimo gasto propio. Por así decir, se lo regalan. Las palabras que oye del chiste generan en él de manera necesaria aquella representación o conexión de pensamientos cuya formación, también en su caso, habría tropezado con obstáculos internos igualmente grandes. Habría debido gastar empeño propio para producirlas espontáneamente como primera persona, al menos un gasto psíquico de magnitud correspondiente a la intensidad de la inhibición, sof ocación o represión de ellas. Es este gasto psíquico lo que se ha ahorrado, Según nuestras anteriores elucidaciones, diríamos que su placer está en correspondencia con ese ahorro. Según nuestra intelección del mecanismo de la risa diremos, más bien, que la energía de investidura empleada en la inhibición ha devenido de pronto superflua al producirse la representación prohibida siguiendo el camino de la percepción auditiva, y por eso está pronta a descargarse a través de la risa. En lo esencial ambas figuraciones desembocan en lo mismo, pues el gasto ahorrado corresponde exactamente a la inhibición que ha devenido superflua. Empero, la segunda es más plástica {anschaulich; «más intuible»}, pues nos permite decir que el oyente del chiste ríe con el monto de energía psíquica liberado por la cancelación de la investidura de inhibición; por así decir, ríe ese monto. Si la persona en quien se forma el chiste no puede reír, ello indica, según decíamos, una desviación respecto del proceso que sobreviene a la tercera persona y atañe, ya sea a la cancelación de la investidura inhibidora, ya sea a la posibilidad de descargarla. Pero la primera de esas alternativas es desacertada, como acabamos de verlo. Es que también en la primera persona tiene que haber sido cancelada la investidura de inhibición; de lo contrario no se habría generado ningún chiste, cuya formación debió superar, en efecto, esa resistencia. Y también sería imposible que la primera persona sintiera el placer de chiste, que nos hemos visto precisados a derivar de la cancelación de la inhibición. Entonces sólo nos queda la segunda alternativa, a saber, que la primera persona no puede reír, aunque siente placer, porque le es estorbada la posibilidad de descarga. Ese estorbo en la descarga que es condición del reír puede deberse a que la energía de investidura liberada se aplique enseguida a otro uso endopsíquico. Es bueno que hayamos parado mientes en esta posibilidad; muy pronto nos seguirá interesando. Ahora bien, en la primera persona del chiste puede haberse realizado otra condición que lleve a igual resultado. Acaso no se liberó monto alguno de energía, susceptible de exteriorizarse, a pesar de que en efecto se haya cancelado la investidura de inhibición. Es que en la primera persona del chiste se consuma el trabajo del chiste, al cual por fuerza le corresponderá cierto monto de gasto psíquico nuevo. La primera persona aporta, pues, la fuerza misma que cancela la inhibición; de ahí resulta para ella seguramente una ganancia de placer, hasta muy considerable en el caso del chiste tendencioso, pues el propio placer previo ganado por el trabajo del chiste toma a su cargo la ulterior cancelación de la inhibición; no obstante, en todos los casos el gasto del trabajo del chiste se debita de la ganancia obtenida a raíz de la cancelación de la inhibición, ese mismo gasto que el oyente del chiste no tiene que solventar. En apoyo de esto que decimos se puede aducir todavía que el chiste pierde su efecto reidero aun en la tercera persona tan pronto como se la invita a hacer un gasto de trabajo de pensamiento. Las alusiones del chiste tienen que ser llamativas; las omisiones, fáciles de completar; al despertarse el interés del pensar conciente se imposibilita, por lo general, el efecto del chiste. En esto reside una importante diferencia entre chiste y acertijo. Es posible que la constelación psíquica en el curso del trabajo del chiste no favorezca en modo alguno la libre descarga de lo ganado. Parece que no estamos aquí en condiciones de obtener una intelección más profunda; hemos conseguido esclarecer mejor una de las partes de nuestro problema, a saber, por qué la tercera persona ríe, que la otra, la de averiguar por qué la primera persona no ríe. Comoquiera que fuese, ahora podemos, ateniéndonos a estas intuiciones acerca de las condiciones del reír y del proceso psíquico sobrevenido a la tercera persona, esclarecernos de manera satisfactoria toda una serie de propiedades del chiste bien notorias, pero que no habían sido comprendidas. Para que en la tercera persona se libere un monto de energía de investidura susceptible de descarga tienen que llenarse, o son deseables como favorecedoras, varias condiciones: 1 ) Tiene que ser seguro que la tercera persona efectivamente realiza ese gasto de investidura. 2) Debe impedirse que este, una vez liberado, encuentre otro empleo psíquico en vez de ofrecerse a la descarga motriz. 3) No puede ser sino ventajoso que la investidura por liberar se refuerce antes todavía más en la tercera persona, se la eleve al máximo. A todos estos propósitos sirven ciertos recursos del trabajo del chiste que acaso pudiéramos reunir bajo el título de técnicas secundarias o auxiliares. La primera de esas condiciones define una de las aptitudes de la tercera persona como oyente del chiste. Es imprescindible que posea la suficiente concordancia psíquica con la primera persona como para disponer de las mismas inhibiciones internas que el trabajo del chiste ha superado en esta. Quien esté «sintonizado» en la pulla indecente no podrá derivar placer alguno de unos espirituales chistes desnudadores; no entenderían las agresiones del señor N. personas incultas, habituadas a dar rienda suelta a su placer de insultar. Así, cada chiste requiere su propio público, y reír de los mismos chistes prueba que hay una amplia concordancia psíquica. Por lo demás, hemos arribado aquí a un punto que nos permite colegir con mayor exactitud todavía el proceso en la tercera persona. Esta tiene que poder establecer dentro de sí de una manera habitual la misma inhibición que el chiste ha superado en la primera persona, de suerte que al oír el chiste se le despierte compulsiva o automáticamente el apronte de esa inhibición. Ese apronte inhibitorio, que yo debo aprehender como un gasto efectivo análogo a una movilización en el ejército, es al mismo tiempo discernido como superfluo o como tardío, y así descargado in statu nascendi por la risa. La segunda condición para que se produzca la libre descarga, a saber, que se impida un empleo diverso de la energía liberada, parece con mucho la más importante. Proporciona el esclarecimiento teórico del incierto efecto que producirá el chiste cuando los pensamientos que expresa evoquen en quien lo oye unas representaciones intensamente excitadoras, dependiendo entonces de la armonía o la contradicción entre las tendencias del chiste, por un lado, y la serie de pensamientos que gobierne al oyente, por el otro, que la atención se mantenga en el proceso chistoso o se sustraiga de él. Empero, todavía mayor interés teórico merecen una serie de técnicas auxiliares del chiste que evidentemente sirven al propósito de restar por completo del proceso chistoso la atención del oyente, y hacer que trascurra de una manera automática. Digo adrede «automática» y no «inconsciente», pues esta última designación sería errónea. Aquí sólo se trata de mantener alejado del proceso psíquico que sobreviene cuando se escucha el chiste el plus de investidura de atención; y la utilidad de estas técnicas auxiliares nos da derecho a conjeturar que precisamente la investidura de atención desempeña un considerable papel tanto en la supervisión como en el nuevo empleo de una energía de investidura liberada. En general, no parece fácil evitar el empleo endopsíquico de unas investiduras que se han vuelto prescindibles, pues en los procesos de nuestro pensar nos ejercitamos de continuo en desplazar de un camino a otro tales investiduras, sin perder, por descarga, nada de su energía. El chiste se sirve para ese objeto de los siguientes recursos. En primer lugar, se afana por obtener una expresión lo más breve posible a fin de ofrecer escasos flancos a la atención. En segundo, observa la condición de una fácil inteligibilidad; tan pronto reclamara reflexionar, seleccionar entre varios caminos de pensamiento, por fuerza pondría en peligro su efecto, no sólo por el inevitable gasto cogitativo, sino por el despertar de la atención. Pero además se vale del artificio de distraer esta última ofreciéndole en la expresión del chiste algo que la cautive, de suerte que entretanto pueda consumarse imperturbada la liberación de la investidura inhibidora, y su descarga. Ya las omisiones en el texto del chiste llenan ese propósito; incitan a llenar las lagunas y de esa manera consiguen apartar la atención del proceso del chiste. Aquí, en cierto modo, la técnica del acertijo, que atrae la atención, es puesta al servicio del trabajo del chiste. Más eficaces aún son las formaciones de una fachada, que hemos hallado sobre todo en muchos grupos de chistes tendenciosos. Las fachadas silogísticas cumplen, de manera notable, el fin de retener la atención planteándole una tarea. Apenas empezamos a reflexionar sobre el defecto que pueda tener esa respuesta cuando ya reímos; nuestra atención ha sido tomada por sorpresa, ya se consumó la descarga de la investidura inhibidora liberada. Lo mismo vale para los chistes con fachada cómica, en que la comicidad hace las veces de auxiliar de la técnica del chiste. Una fachada cómica promueve el efecto del chiste en más de una manera; no sólo posibilita el automatismo del proceso chistoso encadenando la atención, sino que le aligera la descarga haciéndola preceder por una descarga de lo cómico. La comicidad produce aquí el mismo efecto que un placer previo sobornador; así comprendemos que muchos chistes puedan renunciar al placer previo producido por los otros recursos del chiste y servirse sólo de lo cómico como placer previo. Entre las técnicas específicas del chiste son en especial el desplazamiento y la figuración por lo absurdo las que, además de su idoneidad en otros aspectos, procuran esa distracción de la atención, deseable para el decurso automático del proceso chistoso. (ver nota) Ya vislumbramos, y luego podremos inteligir mejor, que en esa condición de desvío de la atención hemos descubierto un rasgo nada trivial para el proceso psíquico de quien escucha el chiste. (ver nota) Relacionadas con ese rasgo podemos comprender todavía otras cosas. La primera, cómo es que en el chiste casi nunca sabemos de qué reímos, aunque podamos establecerlo mediante una indagación analítica. Esa risa es, justamente, el resultado de un proceso automático sólo posibilitado por el alejamiento de nuestra atención conciente. La segunda: entendemos ahora la propiedad del chiste de producir su pleno efecto sobre el oyente sólo cuando le resulta nuevo, cuando le sale al paso como una sorpresa. Esta propiedad del chiste, que condiciona su carácter efímero e incita a producir nuevos y nuevos chistes, deriva evidentemente de que es propio de una sorpresa o un asalto imprevisto no prevalecer la segunda vez. Y desde aquí se nos abre el entendimiento del esfuerzo {Drang} que lleva a contar el chiste escuchado a otros que aún no lo conocen. Es probable que la impresión que el chiste produce al recién iniciado devuelva una parte de la posibilidad de goce ausente por la falta de novedad. Y acaso un motivo análogo pulsionó al creador del chiste a comunicarlo a los otros. Como favorecedores -aunque ya no como condiciones- del proceso chistoso cito, en tercer lugar, aquellos recursos técnicos auxiliares del trabajo del chiste cuya finalidad es elevar el monto destinado a descargarse, y de ese modo incrementar su efecto. Es verdad que la mayoría de las veces acrecientan también la atención dedicada al chiste, pero vuelven inocuo su influjo cautivándola al mismo tiempo e inhibiendo su movilidad. Todo cuanto produzca interés y desconcierto operará en ambas direcciones: en especial, lo disparatado, así como la oposición, el «contraste de representación» que muchos autores pretenden convertir en el carácter esencial del chiste, pero en el cual yo no puedo discernir otra cosa que un medio de reforzar su efecto. Todo lo desconcertante convoca en el oyente aquel estado de distribución de la energía que Lipps ha designado «estasis psíquica»; sin duda este autor acierta también cuando supone que el «aligeramiento» resultará tanto más intenso cuanto más elevada sea la estasis previa. Es verdad que esa figuración de Lipps no se refiere de manera expresa al chiste, sino a lo cómico en general; pero puede parecernos harto probable que la descarga en el chiste, que aligera una investidura de inhibición, sea igualmente llevada al máximo por la estasis. Ahora nos percatamos de que la técnica del chiste está comandada en general por dos clases de tendencias: las que posibilitan la formación del chiste en la primera persona, y otras destinadas a garantizarle el máximo efecto de placer posible en la tercera persona. Su rostro de Jano, que asegura su originaria ganancia de placer contra la impugnación de la racionalidad crítica, así como el mecanismo del placer previo, pertenecen a la primera tendencia; la ulterior complicación de la técnica mediante las condiciones expuestas en este capítulo se produce por miramiento a la tercera persona del chiste. Así, el chiste es como un pillastre de dos caras, que sirve al mismo tiempo a dos señores. Todo cuanto en el chiste apunta a la ganancia de placer es atribuible a la tercera persona, como si unos obstáculos interiores insuperables la estorbaran en la primera. Se tiene de este modo la impresión de que esa tercera persona es indispensable para la consumación del proceso chistoso. Ahora bien, mientras que hemos obtenido una visión bastante buena de la naturaleza de ese proceso en la tercera persona, sentimos que todavía permanece envuelto en sombras el proceso correspondiente en la primera. De las dos preguntas: «¿Por qué no podemos reír del chiste hecho por nosotros mismos?» y «¿Por qué nos vemos pulsionados a contar nuestro propio chiste al otro?», a la primera no hemos conseguido aún darle respuesta. Sólo podemos conjeturar que entre esos dos hechos por esclarecer existe un íntimo nexo, y nos vemos precisados a comunicar nuestro chiste al otro porque nosotros mismos no somos capaces de reír por él. Desde nuestras intelecciones sobre las condiciones de la ganancia y descarga de placer en la tercera persona podemos extraer, respecto de la primera, la inferencia retrospectiva de que en ella faltan las condiciones de la descarga, mientras que las de la ganancia de placer acaso se llenen sólo incompletamente. No es entonces desechable la idea de que completamos nuestro placer obteniendo la risa, imposible para nosotros, por el rodeo de la impresión de la persona a quien movemos a reír. Reírnos en cierto modo «par ricochet» {«de rebote»}, como lo expresa Dugas. El reír se cuenta entre las exteriorizaciones en alto grado contagiosas de estados psíquicos; cuando muevo al otro a reír comunicándole mi chiste, en verdad me sirvo de él para despertar mi propia risa, y de hecho se puede observar que quien primero cuenta el chiste con gesto serio, luego acompaña la carcajada del otro con una risa moderada. Entonces, la comunicación de mi chiste al otro acaso sirva a varios propósitos: en primer lugar, proporcionarme la certidumbre objetiva de que el trabajo del chiste fue logrado; en segundo, complementar mi propio placer por el efecto retroactivo de ese otro sobre mí, y en tercero -al repetir un chiste no producido por uno mismo-, remediar el menoscabo que experimenta el placer por la ausencia de novedad. Al concluir estas elucidaciones sobre los procesos psíquicos del chiste en tanto se desenvuelven entre dos personas, podemos arrojar una mirada retrospectiva hacia el factor del ahorro, que desde nuestro primer esclarecimiento sobre la técnica del chiste entrevimos como sustantivo para su concepción psicológica. Ha tiempo que hemos superado la concepción más evidente, pero también la más trivial, de este ahorro, a saber, que con él se trata de evitar un gasto psíquico en general, lo cual se conseguiría por la mayor limitación posible en el uso de palabras y en el establecimiento de nexos en lo pensado. Ya entonces nos dijimos: lo sucinto y lacónico no es todavía chistoso. La brevedad del chiste es una brevedad particular; justamente, «chistosa». Es cierto que la originaria ganancia de placer que procuraba el juego con palabras y pensamientos procedía de un mero ahorro de gasto, pero con el desarrollo del juego hasta el chiste también la tendencia a la economía debió replantear sus metas, pues es claro que frente al gasto gigantesco de nuestra actividad de pensar perdería toda importancia lo que se ahorrara por usar las mismas palabras o evitar una nueva ensambladura de lo pensado. Podemos permitirnos comparar la economía psíquica con una empresa comercial. En esta, mientras el giro de negocios es exiguo, sin duda interesa que en total se gaste poco y los gastos de administración se restrinjan al máximo. La rentabilidad depende todavía del nivel absoluto del gasto. Luego, ya crecida la empresa, cede la significatividad de los gastos de administración; ya no interesa el nivel que alcance el monto del gasto con tal que el giro y las utilidades puedan aumentarse lo bastante. Ocuparse de refrenar el gasto de administrarla sería ocuparse de nimiedades, y aun una directa pérdida. Pero importaría un error suponer que, dada la magnitud absoluta del gasto, ya no queda espacio para la tendencia al ahorro. Ahora la mentalidad ahorrativa del dueño se volcará a los detalles y se sentirá satisfecha si puede proveer con costas menores a una función que antes las demandaba mayores, por pequeño que pudiera parecer ese ahorro en comparación al nivel total del gasto. De manera por entero semejante, también en nuestra complicada empresa psíquica el ahorro en los detalles sigue siendo una fuente de placer, como sucesos cotidianos nos lo pueden demostrar. Quien debía iluminar su habitación con una lámpara de gas y ahora instala luz eléctrica registrará un nítido sentimiento de placer al accionar la perilla, mientras permanezca vivo en él el recuerdo de los complejos manejos que se requerían para encender la lámpara de gas. Así también seguirán siendo una fuente de placer para nosotros los ahorros de gasto de inhibición psíquica que el chiste produce, aunque ellos sean ínfimos en comparación con el gasto psíquico total; en efecto, por ellos se ahorra un cierto gasto que estamos habituados a hacer y que también esta vez nos aprontábamos a realizar. El aspecto de ser esperado el gasto, un gasto para el cual uno se prepara, pasa inequívocamente al primer plano. Un ahorro localizado como el que acabamos de considerar nos deparará ineludiblemente un placer momentáneo, pero no podrá agenciarnos alivio duradero si lo aquí ahorrado puede hallar empleo en otro sitio. Sólo si puede evitarse ese uso en otro lugar, el ahorro especial vuelve a trasmudarse en un alivio general del gasto psíquico. Así, con una mejor intelección de los procesos psíquicos del chiste, el factor del alivio remplaza al del ahorro. Es evidente que es aquel el que proporciona el mayor sentimiento de placer. El proceso sobrevenido en la primera persona del chiste produce placer por cancelación de una inhibición, rebaja del gasto local; sólo que no parece aquietarse hasta alcanzar el alivio general mediante la descarga¡ por la mediación de la tercera persona interpolada.