Meine Ansichten über die Rolle der Sexualität in der Ätiologie der Neurosen

«Meine Ansichten über die Rolle der Sexualität in der Ätiologie der Neurosen»

Opino que el mejor modo de apreciar mi teoría sobre la importancia etiológica del factor sexual para las neurosis es seguir su desarrollo. En efecto, de ningún modo me empeñaré en desmentir que ha tenido un desarrollo y se ha modificado en su curso. Los colegas podrían ver en esta confesión la prueba de que esta teoría no es otra cosa que la sedimentación de unas experiencias continuadas y ahondadas. Por el contrario, lo nacido de la especulación fácilmente puede emerger completo de un solo golpe y mantenerse después inmutable. En su origen la teoría estuvo referida meramente a los cuadros patológicos que se reúnen bajo el nombre de «neurastenia», entre los cuales me llamaron la atención dos tipos, que a veces se presentan puros; los designé «neurastenia propiamente dicha» y «neurosis de angustia». Desde siempre se sabía que factores sexuales podían desempeñar un papel en la causación de estas formas, pero no se los hallaba activos en todos los casos ni se había pensado en otorgarles preeminencia respecto de otras influencias etiológicas. Primero me sorprendió la frecuencia con que los neuróticos presentaban gruesas perturbaciones en su vita sexualis. Y mientras más me afanaba en investigar esas perturbaciones -y al hacerlo advertía que los seres humanos, todos los seres humanos, ocultan la verdad en asuntos sexuales-, más habilidad adquiría para llevar adelante el examen a pesar de una inicial negación, y con igual regularidad descubría factores patógenos de esa clase provenientes de la vida sexual, hasta que me pareció que faltaba poco para establecer su universalidad. Ahora bien, era preciso aceptar de antemano que tales irregularidades sexuales ocurrían con parecida frecuencia en nuestra sociedad bajo la presión de las condiciones imperantes; y, por añadidura, resultaba dudoso el grado de desviación respecto de la función sexual normal que era lícito considerar patógeno. Por eso atribuí menor valor a la comprobación regular de patologías sexuales que a una segunda experiencia que me pareció más unívoca. Se vio que la forma de contracción de la enfermedad -una neurastenia o una neurosis de angustia- evidenciaba un vínculo constante con el tipo de deterioro sexual. En los casos típicos de la neurastenia se trataba, por lo general, de masturbación o poluciones frecuentes; y en la neurosis de angustia podían pesquisarse factores como el coitus interruptus, la «excitación frustránea» y otros, que parecían tener en común la insuficiente descarga de la libido producida. Sólo tras esta experiencia, fácil de hacer y corroborable cuantas veces se quisiera, tuve la osadía de reclamar para las influencias sexuales una posición privilegiada dentro de la etiología de las neurosis. A esto vino a sumarse el hecho de que también en las formas mixtas, tan frecuentes, de neurastenia y neurosis de angustia podía demostrarse la presencia de las etiologías supuestas para cada una de ellas; y además, una bipartición así en la forma de manifestación de la neurosis parecía concordar bien con el carácter polar de la sexualidad (lo masculino y lo femenino). Hacia la misma época en que yo atribuía a la sexualidad esa importancia para la génesis de las neurosis simples, seguía rindiendo tributo, en relación con las psiconeurosis (histeria y representaciones obsesivas), a una teoría puramente psicológica en que el factor sexual no contaba más que como una de las tantas fuentes emocionales. junto con Josef Breuer, y tras la huella de observaciones que él había hecho un decenio antes en una enferma histérica, yo había estudiado el mecanismo de la génesis de síntomas histéricos por medio de la suscitación de recuerdos en estados hipnóticos. Así llegamos a conclusiones que permitían echar los puentes desde la histeria traumática de Charcot hasta la histeria común, no traumática (Breuer y Freud, 1895). He aquí la concepción que nos habíamos formado: los síntomas histéricos eran efectos persistentes de traumas psíquicos; particulares condiciones impidieron la elaboración conciente de las masas de afecto que les correspondían, y por eso ellas se facilitaron una vía anormal en la inervación corporal. Las expresiones «afecto estrangulado», «conversión» y «abreacción» resumen las notas distintivas de esta concepción. Ahora bien, los vínculos entre las psiconeurosis y las neurosis simples eran tan estrechos que las personas no ejercitadas erraban fácilmente el distingo diagnóstico; entonces, el conocimiento adquirido para uno de los campos no podía dejar de aplicarse también al otro. Y por otra parte, aun prescindiendo de esta consideración, la propia profundización en el mecanismo psíquico de los síntomas histéricos llevó al mismo resultado. En efecto, si, por aplicación de] procedimiento «catártico» introducido por Breuer y por mí, se rastreaban cada vez más lejos los traumas psíquicos de que derivaban los síntomas histéricos, al final se llegaba a vivencias que pertenecían a la infancia del enfermo y concernían a su vida sexual. Y ello aun en los casos en que una emoción trivial de naturaleza no sexual había ocasionado el estallido de la enfermedad. Sin tomar en cuenta estos traumas sexuales de la infancia no era posible esclarecer los síntomas, cuya determinación ellos hacían comprensible, ni prevenir su reaparición. Así parecía establecida fuera de toda duda la incomparable importancia de las vivencias sexuales para la etiología de las psiconeurosis, y este hecho ha seguido siendo hasta hoy uno de los pilares fundamentales de la teoría. Esta última suena, es cierto, bastante extraña si la formulamos diciendo que la causa de la neurosis histérica, que se arrastra toda la vida, reside en vivencias de la primera infancia, casi siempre ínfimas en sí mismas. Pero si se considera el desarrollo histórico de la doctrina, su contenido principal radica en esta tesis: La histeria es la expresión de un comportamiento particular de la función sexual del individuo, y ese comportamiento ya estuvo marcado de manera decisiva por las influencias y vivencias que se recibieron en la infancia. Es verdad que así perdemos una paradoja, pero ganamos un motivo para dirigir nuestra atención a las secuelas de las impresiones infantiles, importantes en grado sumo, aunque hasta hoy enojosamente descuidadas. Me reservo pira más adelante indagar más a fondo si es lícito ver en las vivencias sexuales infantiles la etiología de la histeria (y de la neurosis obsesiva); ahora vuelvo a la forma que adoptó la teoría en algunas publicaciones breves y provisionales de los años 1895 y 1896 (Freud, 1896b y 1896c). En esa época, el hecho de destacar los factores etiológicos así supuestos permitió contraponer las neurosis comunes, en cuanto su contracción respondía a una etiología actual, a las psiconeurosis, cuya etiología debía buscarse sobre todo en las vivencias sexuales de un tiempo anterior. La doctrina culminó con esta tesis: Dada una vita sexualis normal, la neurosis es imposible. Si bien hoy sigo considerando que esta tesis no es incorrecta, no puede asombrar que en diez años de continuado empeño por conocer estas relaciones haya superado en buena medida mi punto de vista de entonces, y me crea en condiciones de corregir, con una experiencia más profundizada, el carácter incompleto, los desplazamientos y los malentendidos de que adolecía la doctrina en aquella época. El material todavía limitado de entonces me había aportado, por azar, un número desproporcionadamente grande de casos en que la seducción por adultos u otros niños mayores desempeñaba el papel principal en la historia infantil. Sobrestimé la frecuencia de estos sucesos (los cuales, por otra parte, no pueden ponerse en duda), tanto más cuanto que a la sazón yo no sabía distinguir con certeza entre los espejismos mnémicos de los histéricos acerca de su infancia y las huellas de los hechos reales; desde entonces he aprendido, en cambio, a resolver muchas fantasías de seducción considerándolas como unos intentos por defenderse del recuerdo de la propia práctica sexual (masturbación infantil). Al obtenerse este esclarecimiento, cayó por tierra la insistencia en el elemento «traumático»; quedó en pie la siguiente intelección: La práctica sexual infantil (sea espontánea o provocada) marca la dirección que seguirá la vida sexual tras la madurez. Este esclarecimiento, que corregía por cierto el más importante de mis errores iniciales, no podía menos que alterar también la concepción del mecanismo de los síntomas histéricos. Ya no aparecían más como retoños directos de los recuerdos reprimidos de vivencias sexuales infantiles, sino que entre los síntomas y las impresiones infantiles se intercalaban las fantasías (invenciones de recuerdos) de los enfermos,. casi siempre producidas en los años de la pubertad. Estas se construían, por un lado, a partir de los recuerdos infantiles, rebasándolos, y por el otro se trasponían directamente en los síntomas. Sólo al introducirse el elemento de las fantasías histéricas se hicieron trasparentes la ensambladura de la neurosis y su vínculo con la vida de los enfermos; y se obtuvo también una analogía realmente sorprendente entre estas fantasías inconcientes de los histéricos y las invenciones que en la paranoia devenían concientes en calidad de delirio. Tras esta enmienda, los «traumas sexuales infantiles» fueron sustituidos en cierto sentido por el «infantilismo de la sexualidad». No estaba lejos un segundo retoque de la teoría originaria. Al caer por tierra la supuesta frecuencia de la seducción en la niñez, corrió la misma suerte la exagerada insistencia en los influjos accidentales que afectaban la sexualidad. Aun sin desconocer los factores constitucionales y hereditarios, yo había pretendido atribuir a aquellos el papel principal en la causación de la enfermedad. Hasta había esperado resolver el problema de la elección de neurosis (la decisión acerca de la forma de psiconeurosis que contraería el enfermo) por las particularidades de las vivencias sexuales infantiles. Y, si bien con reservas, creía entonces que la conducta pasiva frente a esas escenas proporcionaba la disposición específica a la histeria, mientras que la conducta activa daba por resultado la de la neurosis obsesiva. Más tarde debí renunciar totalmente a esta concepción, y ello a pesar de que muchas circunstancias fácticas ordenaban conservar de un modo u otro esa entrevista conexión entre pasividad e histeria, actividad y neurosis obsesiva. Al ceder terreno los influjos accidentales del vivenciar, los factores de la constitución y de la herencia reafirmaron su primacía. Pero con una diferencia respecto de la concepción dominante: en mi doctrina, la «constitución sexual» remplazó a la disposición neuropática general. En mis Tres ensayos de teoría sexual (1905d), aparecidos hace poco, intenté describir los múltiples aspectos de esta constitución sexual, así como la composición interna de la pulsión sexual misma, las diversas fuentes orgánicas que contribuyen a originaría. Todavía dentro del contexto de la concepción modificada acerca de los «traumas sexuales infantiles», la teoría se desarrolló en una dirección ya consignada en las publicaciones de los años 1894 hasta 1896. En esa época, y aun antes de adjudicar a la sexualidad la posición debida dentro de la etiología, yo había indicado que la eficacia patógena de una vivencia estaba sujeta a una condición: tenía que resultarle intolerable al yo, y provocar en él un esfuerzo defensivo (Freud, 1894a); y había remitido a esta defensa la escisión psíquica -o, tal como se decía por aquel entonces, la escisión de conciencia- de la histeria. Si la defensa prevalecía, la vivencia intolerable era arrojada de la conciencia y del recuerdo del yo junto con sus secuelas afectivas; pero en ciertas circunstancias, lo arrojado desplegaba su eficacia como algo ahora inconciente y regresaba a la conciencia por medio de los síntomas y de los afectos adheridos a ellos. De tal suerte, la contracción de la enfermedad correspondía a un fracaso de la defensa. Esta concepción tenía el mérito de penetrar en el juego de las fuerzas psíquicas y de aproximar así los procesos anímicos de la histeria a los normales, en vez de situar lo característico de la neurosis en una perturbación enigmática y no susceptible de ulterior análisis. Averiguaciones posteriores practicadas en personas que habían permanecido normales brindaron un resultado inesperado: sus historias sexuales infantiles no se debían distinguir esencialmente de la vida infantil de los neuróticos y, en especial, el papel de la seducción era el mismo en ellas. Entonces los influjos accidentales retrocedieron todavía más frente a los de la «represión» (como empecé a decir en lugar de «defensa»). Por tanto, no importaban las excitaciones sexuales que un individuo hubiera experimentado en su infancia, sino, sobre todo, su reacción frente a estas vivencias: si había respondido o no con la «represión» a esas impresiones. Respecto de la práctica sexual espontánea de la niñez, se demostraba que a menudo era interrumpida en el curso del desarrollo por un acto de represión. Así, el individuo neurótico genésicamente maduro traía consigo de su infancia, por regla general, una cuota de «represión sexual» que se exteriorizaba a raíz de los reclamos de la vida real; y los psicoanálisis de histéricos mostraban que contraían su enfermedad como resultado del conflicto entre la libido y la represión sexual, y que sus síntomas tenían el valor de compromisos entre ambas corrientes anímicas. Sin un examen detallado de mis concepciones acerca de la represión, no podría seguir esclareciendo esta parte de la teoría. Baste remitir aquí a mis Tres ensayos de teoría sexual ( 1905d), donde intenté arrojar alguna luz, siquiera tenue, sobre la naturaleza de la sexualidad. Allí puntualicé que la disposición sexual constitucional del niño es enormemente más variada de lo que podría creerse; merece ser llamada «perversa polimorfa», y el comportamiento de la función se. xual llamada normal surge de esa disposición, por represión de ciertos componentes. Mediante la referencia a los caracteres infantiles de la sexualidad pude establecer un enlace simple entre salud, perversión y neurosis. La norma resultó ser el fruto de la represión de ciertas pulsiones parciales y ciertos componentes de las disposiciones {constitucionales} infantiles, y de la subordinación de los restantes bajo el primado de las zonas genitales y al servicio de la función de la reproducción; las perversiones correspondían a perturbaciones de esta síntesis por obra del desarrollo hiperpotente, como compulsivo, de algunas de estas pulsiones parciales; y en cuanto a la neurosis, la reconduje a una represión excesiva de las aspiraciones libidinosas. Ahora bien: como casi todas las pulsiones perversas de la disposición infantil eran, según podía comprobarse, fuerzas formadoras de síntomas en el caso de la neurosis, pero en esta se encontraban en el estado de la represión {desalojo}, pude caracterizar la neurosis como el «negativo» de la perversión. Juzgo valioso destacar que en mis concepciones acerca de la etiología de las psiconeurosis hubo dos puntos de vista que yo nunca desmentí y que no abandoné pese a todas las mudanzas: la importancia atribuida a la sexualidad y al infantilismo. En otros aspectos, en lugar de los influjos accidenta les postulé factores constitucionales, y la «defensa», entendida en términos puramente psicológicos, fue remplazada por la «represión sexual» orgánica. Ahora bien, si alguien preguntara dónde se hallaría una prueba concluyente de la presunta importancia etiológica de los factores sexuales en el caso de las psiconeurosis, puesto que se las ve estallar a raíz de movimientos triviales del ánimo y aun de ocasiones somáticas, y puesto que es preciso renunciar a una etiología específica en la forma de vivencias infantiles particulares, yo nombraría a la exploración psicoanalítica de los neuróticos como la fuente de la que proviene el convencimiento que así se impugna. Si uno se sirve de este insustituible método de indagación, se entera de que los síntomas figuran la práctica sexual de los enfermos, sea en su integridad, sea una práctica parcial, que procede de las fuentes de unas pulsiones parciales, normales o perversas, de la sexualidad. No sólo una buena parte de la sintomatología histérica brota directamente de las exteriorizaciones de un estado de excitación sexual; no sólo una serie de zonas erógenas se elevan en la neurosis, por refuerzo de propiedades infantiles, hasta la significación de genitales: aun los síntomas más complejos se revelan como las figuraciones «convertidas» klkonvertierenl, de fantasías que tienen por contenido una tuación sexual. Quien aprende a interpretar el lenguaje de la histeria puede percibir que la neurosis no trata sino de la sexualidad reprimida de los enfermos. Basta para ello con que la función sexual se comprenda en su alcance justo, el delimitado por la disposición infantil. Donde en la causación de la enfermedad es preciso incluir una emoción trivial, el análisis demuestra por regla general que los infaltables componentes sexuales de la vivencia traumática ejercieron el efecto patógeno. Hemos pasado inadvertidamente del problema de la causación de las psiconeurosis al de su naturaleza. Si uno quiere dar razón de lo aprendido mediante el psicoanálisis, no puede decir sino esto: La naturaleza de estas enfermedades reside en perturbaciones de los procesos sexuales, vale decir, aquellos procesos orgánicos que signan la formación y el empleo de la libido genésica. Y es casi inevitable imaginar estos procesos como de naturaleza química en último análisis, de suerte que sería lícito individualizar en las llamadas neurosis actuales(309) los efectos somáticos, y en las psiconeurosis -además de ellos-, los efectos psíquicos de las perturbaciones del metabolismo sexual. Desde el punto de vista clínico se impone sin más la semejanza de las neurosis con los fenómenos producidos a raíz de la intoxicación con ciertos alcaloides y la abstinencia de ellos, con la enfermedad de Basedow y la de Addison; y así como estas dos últimas patologías ya no pueden calificarse de «enfermedades nerviosas», muy pronto las «neurosis» propiamente dichas, a pesar del nombre que se les ha dado, tendrán que ser eliminadas de esta clase. Por tanto, pertenece a la etiología de las neurosis todo lo que puede dañar los procesos que sirven a la función sexual. Vale decir, en primer lugar, las patologías que conciernen a la función sexual misma, en la medida en que se las suponga perjudiciales para la constitución sexual, mudable con la cultura y la educación. En segundo lugar se cuentan todas las patologías y traumas de otra índole, que, deteriorando todo el organismo, son capaces de dañar secundariamente sus procesos sexuales. Pero no debe olvidarse que en las neurosis el problema etiológico no es menos complicado que en el caso de cualquier otra causación patógena. Casi nunca basta con una única influencia patógena; en la mayoría de los casos se requiere una multiplicidad de factores etiológic os que se apoyen unos a otros, y que, por ende, no es lícito oponer entre sí. A cambio de ello, la condición de neurótico, como estado, no puede distinguirse tajantemente de la salud. La contracción de la enfermedad es el resultado de una sumación, y esa suma de condiciones etiológicas puede ser completada desde cualquier lado. Buscar la etiología de las neurosis exclusivamente en la herencia o en la constitución importaría incurrir en una unilateralidad apenas menor que la de pretender el carácter de etiología única para la! influencias accidentales que la sexualidad experimenta en la vida del individuo. Ello contradiría el esclarecimiento obtenido, a saber, que la naturaleza de estos procesos patológicos sólo ha de situarse en una perturbación de los procesos sexuales que ocurren en el interior del organismo. Viena, junio de 1905