Historiales clínicos (Breuer y Freud): Miss Lucy R. (30 años) (Freud)

Miss Lucy R. (30 años). (Freud)

A fines de 1892, un colega de mi amistad me derivó una joven dama a quien él trataba a causa de una rinitis infecciosa de recurrencia crónica. Como después se averiguó, una caries del etmoides era la causa de la rebeldía de su afección. Pero últimamente la paciente había acudido a él por unos síntomas que el versado médico ya no podía atribuir a una afección local. Había perdido por completo la percepción olfativa, y una o dos sensaciones olfatorias que sentía muy penosas la perseguían casi de continuo. Además, andaba abatida, fatigada, se quejaba, de pesadez de cabeza, falta de apetito y una disminución en su capacidad de rendimiento. La joven dama, que vivía en los alrededores de Viena como gobernanta en casa de un director de fábrica, me visitó de tiempo en tiempo en mi consultorio. Era inglesa, de constitución delicada, pigmentación escasa, sana hasta la afección de la nariz. Sus primeras comunicaciones corroboraron las indicaciones del médico. Sufría de desazón ~ fatiga, la perseguían sensaciones olfatorias subjetivas; en materia de síntomas histéricos, mostraba una analgesia general bastante nítida a pesar de conservar intacta la sensibilidad táctil; el campo visual (a un examen grueso, realizado con la mano) no evidenciaba limitación. La parte interior de la nariz era enteramente análgica y carente de reflejos. Sentía ahí los contactos, pero la percepción de este órgano sensorial estaba por completo cancelada para estímulos específicos así como para otros (amoníaco, ácido acético). El catarro nasal purulento se encontraba justamente en una fase de mejoría. En el primer empeño de entender el caso clínico no se podía menos que sujetar las sensaciones olfatorias subjetivas, como alucinaciones recurrentes, a la interpretación de que eran unos síntomas histéricos permanentes. La desazón era acaso el afecto correspondiente al trauma, y debía de ser posible hallar una vivencia en la cual estos olores, ahora devenidos subjetivos, hubieran sido objetivos; esa vivencia tenía que ser el trauma, y las sensaciones olfatorias se repetirían como un símbolo de él en el recuerdo. Quizás era más correcto considerar las alucinaciones olfatorias que se repetían, junto con la desazón concomitante, como un equivalente del ataque histérico; es que la naturaleza de unas alucinaciones recurrentes las vuelve ineptas para el papel de síntomas permanentes. En realidad, ello no interesaba en este caso de rudimentarios contornos; pero sí se requería imprescindiblemente que las sensaciones olfatorias subjetivas mostraran una especialización tal que pudiera corresponder a su origen en un objeto real perfectamente determinado. Esta expectativa se cumplió pronto. A mi pregunta sobre la clase de olor que más la perseguía, recibí esta respuesta: «Como de pastelillos quemados». Sólo me hizo falta suponer, entonces, que en la vivencia de eficacia traumática realmente había intervenido el olor de pastelillos quemados. Por cierto es bastante insólito que se escojan sensaciones olfatorias para símbolos mnémicos de traumas, pero no resulta difícil indicar un fundamento para esa elección. Como la enferma estaba aquejada de rinitis purulenta, la nariz y sus percepciones pasaron al primer plano de su atención. Acerca de las circunstancias de vida de la enferma, yo sabía sólo que en el hogar cuyos dos hijos estaban a su cargo faltaba la madre, fallecida hacía algunos años de grave enfermedad. Me resolví entonces a hacer, del olor a «pastelillos quemados» el punto de partida del análisis. Contaré la historia de este último como habría podido producirse en circunstancias favorables; de hecho, lo que habría debido ocupar una sesión se extendió a varias, pues la enferma únicamente podía visitarme en las horas de consultorio, cuando yo podía consagrarle poco tiempo, y una sola de esas pláticas abarcaba más de una semana, pues sus obligaciones no le permitían hacer con mucha frecuencia el largo viaje desde la fábrica. Por eso interrumpíamos en mitad de la conversación para retomar el hilo en el mismo lugar la vez siguiente. Miss Lucy R. no cayó sonámbula cuando intenté hipnotizarla. Renuncié entonces al sonambulismo e hice todo el análisis con ella en un estado que se distinguiría apenas del normal Debo manifestarme con más detalle acerca de este punto de mi técnica. Cuando en 1889 visité la clínica de Nancy, escuché decir al decano de la hipnosis, el doctor Liébeault: «¡Ah! Sí poseyéramos los medios para poner en estado de sonambulismo a todas las personas, la terapia hipnótica sería la más poderosa». En la clínica de Bernheim, parecía casi como si realmente existiera un arte de esa índole y se lo pudiera aprender de él, Pero al intentar practicarlo con mis propios enfermos, noté que por lo menos mis fuerzas en este terreno se movían dentro de estrechos límites, y que sí un paciente no caía sonámbulo después de uno a tres intentos, yo no poseía medio alguno para conseguirlo. Además, en mi experiencia el porcentaje de quienes alcanzaban el sonambulismo era mucho menor que el indicado por Bernheim. Así me encontré frente a la opción de abandonar el método catártico en la mayoría de los casos que podían ser aptos para él, o intentar aplicarlo fuera del sonambulismo allí donde el influjo hipnótico era leve o aun dudoso. Me pareció indiferente qué grado de hipnosis -según una es-cala construida ad hoc- correspondiera a ese estado no sonámbulo; en efecto, cada línea de sugestionabilidad es de todo punto independiente de las otras, y la posibilidad de provocar catalepsia, movimientos automáticos, etc., nada presuponía en favor de que resultara más fácil despertar recuerdos olvidados como los que me hacían falta. Así, pronto me deshabitué a emprender aquellos ensayos destinados a determinar el grado de la hipnosis, pues en toda una serie de casos ponían en movimiento la resistencia de los enfermos y me arruinaban la confianza de que yo necesitaba para el trabajo psíquico más importante. Además, a poco andar me cansó escuchar una y otra vez, tras el aseguramiento y la orden: «Usted se dormirá; ¡duérmase!», esta respuesta en los grados más leves de hipnosis: «Pero, doctor, si no me duermo»; y verme obligado luego a aducir este espinoso distingo: «No me refiero al sueño corriente, sino a la hipnosis. Vea usted: está hipnotizado, no puede abrir los ojos, etc. Por otra parte, no necesito que se duerma», y otras cosas de este tenor. Estoy convencido, claro está, de que muchos de mis colegas en la psicoterapia saben salir del paso de estas dificultades con más habilidad que yo; pueden entonces proceder de otro modo. Pero, a mi criterio, si uno sabe que tan a menudo el uso de cierta palabra puede depararle perplejidad, hará bien en dejar de lado la palabra y la perplejidad. Entonces, cuando al primer intento no se obtenía sonambulismo o un grado de hipnosis con alteración corporal manifiesta, abandonaba en lo aparente la hipnosis, sólo demandaba «concentración» y, para conseguir esta, ordenaba acostarse de espaldas y cerrar voluntariamente los ojos. Acaso con ello se alcanzaban grados de hipnosis todo lo profundos que podían lograrse, y con poco trabajo. Pero al renunciar al sonambulismo me perdía quizás una condición previa sin la cual el método catártico parecía inaplicable. Ella consistía en que en el estado de conciencia alterado los enfermos disponían de unos recuerdos y discernían unos nexos que presuntamente no estaban presentes en su estado de conciencia normal. Toda vez que faltara el ensanchamiento sonámbulo de la memoria, debía de estar ausente también la posibilidad de establecer una destinación causal que el enfermo no ofrecería al médico como algo que le fuera notorio y familiar; y justamente los recuerdos patógenos están «ausentes de la memoria de los enfermos en su estado psíquico habitual, o están ahí presentes sólo de una manera en extremo sumaria» («Comunicación preliminar») De esta nueva perplejidad me sacó el recordar que le había visto al propio Bernheim producir la prueba de que los recuerdos del sonambulismo sólo en apariencia están olvidados en el estado de vigilia y se los puede volver a convocar por medio de una leve admonición, enlazada con un artificio destinado a marcar un estado de conciencia otro. Por ejemplo, había impartido a una sonámbula la alucinación negativa de que él ya no estaba presente, y después intentó hacérsele notar por los más diversos medios y desconsiderados ataques. No lo consiguió. Ya despierta la enferma, le exigió saber qué había emprendido con ella mientras creía que él no estaba ahí. Respondió, asombrada, que nada sabía, pero él no cedió, le aseguró que se acordaría de todo, le puso la mano sobre la frente para que recordase, y hete ahí que al fin ella contó todo lo que supuestamente no había percibido en el estado sonámbulo y de lo cual supuestamente nada sabría en el estado de vigilia. Ese experimento asombroso e instructivo me sirvió de modelo. Me resolví a partir de la premisa de que también mis pacientes sabían todo aquello que pudiera tener una significatividad patógena, y que sólo era cuestión de constreñirlos a comunicarlo. Así, cuando llegaba a un punto en que a la pregunta: «¿Desde cuándo tiene usted este síntoma? » o « ¿A qué se debe eso? », recibía por respuesta: «Realmente no lo sé», procedía de la siguiente manera: Ponía la mano sobre la frente del enfermo, o tomaba su cabeza entre mis manos, y le decía: «Ahora, bajo la presión de mi mano, se le ocurrirá. En el instante en que cese la presión, usted verá ante sí algo, o algo se le pasará por la mente como súbita ocurrencia, y debe capturarlo. Es lo que buscamos. Pues bien; ¿qué ha visto o qué se le ha ocurrido? ». La primera vez que apliqué este procedimiento (no fue con Miss Lucy R.), yo mismo quedé asombrado de que me brindara justamente lo que me hacía falta, y puedo decir que desde entonces apenas si alguna vez me dejó en la estacada; siempre me indicó el camino que mí exploración debía seguir; además, me posibilitó llevar adelante, sin sonambulismo, todos los análisis de esa índole. Poco a poco me volví tan osado que a los pacientes cuya respuesta era: «No veo nada» o «No se me ha ocurrido nada», les declaraba: «No es posible. Sin duda que usted se ha enterado de lo correcto, sólo que no creyó que fuera eso, y lo desestimó. Repetiré el procedimiento todas las veces que usted quiera, siempre verá lo mismo». Resultaba siempre que yo tenía razón; los enfermos todavía no habían aprendido a dejar reposar su crítica, habían desestimado el recuerdo añorante o la ocurrencia porque los consideraron inservibles, una perturbación entremetida, y después que la comunicaron se vio en todos los casos que era lo correcto. A veces recibía también por respuesta, tras arrancar la comunicación a la tercera o cuarta presión: «Sí, ya lo supe desde la primera vez, pero justamente a eso no he querido decirlo», o «Esperaba que no fuera eso». Esta manera de ensanchar la conciencia presuntamente estrechada era trabajosa, al menos mucho más que la exploración en el sonambulismo. Pero me permitió independizarme de este último y me procuró una intelección acerca de los motivos que son con frecuencia decisivos para el «olvido» de recuerdos. Puedo aseverar que ese olvido es a menudo deliberado, deseado. Y siempre, sólo en apariencia es logrado. Me pareció quizá todavía más asombroso que mediante un procedimiento similar uno pudiera reproducir cifras y fechas supuestamente olvidadas desde mucho tiempo atrás, demostrándose de tal modo una insospechada fidelidad de la memoria. El hecho de que en la busca de cifras y fechas se tenga una opción muy limitada permite recurrir a la tesis con que nos ha familiarizado la doctrina sobre la afasia, a saber, que reconocer es para la memoria una operación menor que acordarse espontáneamente. Así, al paciente que no puede recordar el año, mes y día en que ocurrió cierto suceso, uno le dice los años que pueden haber sido, los nombres de los doce meses y las cifras de los treinta y un días del mes, y le asegura que ante la cifra o el nombre correctos los ojos se le abrirán solos, o que sentirá cuál es el número correcto. En la enorme mayoría de los casos los enfermos realmente se deciden por una fecha determinada, y con harta frecuencia (así, en la señora Cäcilie M.) se puede demostrar que la fecha era la correcta por anotaciones hechas en la época en cuestión. En otras ocasiones y diferentes enfermos, la trama de los hechos recordados permitió colegir que la fecha así hallada era inobjetable. Por ejemplo, la enferma apuntaba, después que uno le había presentado la fecha obtenida mediante ese «recuento»: «Es el cumpleaños de mi padre», y luego proseguía: «Claro, como era el cumpleaños de mi padre, yo esperé el suceso del que hablábamos». Aquí sólo puedo rozar este tema. La conclusión que extraje de todas esas experiencias fue que las vivencias de importancia patógena, con todas sus circunstancias accesorias, son conservadas fielmente por la memoria aun donde parecen olvidadas, donde al enfermo le falta la capacidad para acordarse de ellas. Tras esta larga pero indispensable digresión vuelvo a la historia de Miss Lucy R. Como dije, en el intento de hipnosis no cayó en sonambulismo, sino que yacía meramente en calma, en algún grado de influjo más leve, los ojos de continuo cerrados, el gesto algo rígido, sin mover los miembros. Le pregunté si recordaba la ocasión en que se había generado la sensación olfatoria de los pastelillos quemados. -« ¡Oh, sí! Lo sé con toda precisión. Fue hace unos dos meses, dos días antes de mi cumpleaños. Estaba con los niños en el aula, y jugaba con ellos (eran dos niñas) a cocinar; de pronto traen una carta que acababa de entregar el cartero. Por el sello postal y la letra manuscrita en el sobre discierno que la carta es de mi madre, desde Glasgow; quise abrirla y leerla. Entonces las niñas se abalanzan sobre mí, me arrebatan la carta de la mano y exclaman: » ¡No, no puedes leerla ahora, es sin duda para tu cumpleaños, nosotras te la guardaremos!». Mientras las niñas jugaban así conmigo, se difundió de pronto un intenso olor. Las niñas habían abandonado los pastelillos que cocinaban, y se habían quemado. Desde entonces me persigue ese olor, en verdad está siempre ahí y se vuelve más fuerte cuando estoy emocionada». -«¿Ve usted nítidamente ante sí esa escena?». – «De manera palpable, tal como la he vivenciado». – «¿Qué pudo en ella haberla emocionado tanto?». – «Me tocó la ternura que las niñas me demostraban». – «¿No eran siempre tan tiernas?». – «Sí, pero yo acababa de recibir la carta de mi madre». – «No comprendo en qué sentido la ternura de las niñas y la carta de la madre formarían ese contraste al que usted, empero, parece apuntar». – «Es que yo tenía el pro. pósito de viajar para visitar a mi madre, y me pesaba muchísimo abandonar a estas queridas niñas». – «¿Qué ocurría con su madre? ¿Acaso vive sola y la llamó a usted a su lado? ¿O estaba enferma y usted esperaba noticias de ella?». -«No, ella tiene mala salud pero no está justamente enferma, y tiene una dama de compañía». – «Entonces, ¿por qué abandonaría usted a las niñas?». – «No se aguantaba más en la casa. El ama de llaves, la cocinera y la institutriz parecen haber creído que me ensoberbecía en mi puesto; se han unido en una pequeña intriga contra mí: le murmuraron todo lo que pudieron sobre mí al abuelo (de las niñas), y yo no encontré en los dos señores el apoyo que había esperado cuando llevé a ellos mi queja. Por eso anuncié mi renuncia al señor director (el padre de las niñas); él respondió muy amistosamente que debía tomarme dos semanas para reflexionar antes de comunicarle mi decisión definitiva. En ese período de vacilación me encontraba yo entonces; yo creía que abandonaría la casa. He permanecido en ella después». – «Pero, ¿hay algo en particular que la ate a las niñas, además de la ternura que le muestran? ». – «Sí; había prometido en su lecho de muerte a la madre de ellas, que era parienta lejana de la mía, ocuparme con todas mis fuerzas de las pequeñas, no abandonarlas, y sustituirles la madre. De haber dado preaviso habría roto esa promesa». Así parecía completo el análisis de la sensación olfatoria subjetiva; de hecho, esta había sido objetiva en su momento, y además asociada íntimamente con una vivencia, una pequeña escena, en que libraron batalla encontrados afectos: la lástima por abandonar a las niñas y las afrentas que empero la empujaban a tomar esa decisión. Es comprensible que la carta de la madre, puesto que ella pensaba irse de aquí a casa de su madre, le recordara los motivos de esta decisión. El conflicto de los afectos había elevado ese factor a la condición de trauma, y como símbolo de este permaneció la sensación olfatoria que se había conectado con él. No obstante, todavía hacía falta explicar que entre todas las percepciones sensoriales de aquella escena hubiera escogido como símbolo justamente un olor. Pero yo ya estaba preparado para utilizar en esa explicación la enfermedad crónica de su nariz. Por otra parte, ante mi pregunta directa ella indicó que en ese tiempo padecía otra vez un resfriado tan violento que apenas conservaba olfato. Sin embargo, en su excitación percibió el olor de los pastelillos quemados, que se impuso sobre la anosmia de fundamento orgánico. No me contenté con el esclarecimiento así obtenido. Todo sonaba muy verosímil, pero me faltaba algo, una razón aceptable para que esa serie de excitaciones y esa querella de los afectos tuviera que llevar justamente a la histeria. ¿Por qué no había permanecido todo en el terreno de la vida anímica normal? Con otras palabras, ¿qué justificaba la conversión ahí presente? ¿Por qué no se acordaba de continuo de la escena misma en vez de recordar la sensación enlazada a ella, a la cual privilegiaba como símbolo del recuerdo? Tales preguntas habrían sido impertinentes y ociosas si se tratara de una histérica de antigua data, en quien aquel mecanismo de la conversión fuera habitual. Pero esta muchacha sólo había adquirido histeria como consecuencia de ese trauma o, al menos, como consecuencia de esa pequeña historia de padecimiento. Por el análisis de casos parecidos, yo sabía ya que si una histeria es de nueva adquisición hay una condición psíquica indispensable para ello: que una representación sea reprimida {desalojada} deliberadamente de la conciencia, excluida del procesamiento asociativo. En esta represión deliberada veo también el fundamento para la conversión de la suma de excitación, sea ella total o parcial, La suma de excitación no destinada a entrar en asociación psíquica halla, tanto más, la vía falsa hacia una inervación corporal. En cuanto al fundamento de la represión misma, sólo podía ser una sensación de displacer, la inconciliabilidad {Unverträglichkeit} de la idea por reprimir con la masa de- representaciones dominante en el yo. Ahora bien, la representación reprimida se venga volviéndose patógena. Entonces, del hecho de que Miss Lucy R. hubiera caído presa de la conversión histérica en aquel momento yo extraje la conclusión de que entre las premisas de ese trauma tenía que haber una que ella deliberadamente quisiera dejar en la oscuridad, que se empeñara por olvidar. Si uno compaginaba la ternura hacia las niñas y la animadversión hacia las otras personas de la casa, esto sólo admitía una interpretación. Tuve la osadía de comunicársela a la paciente. Le dije: «No creo que esas sean todas las razones de su sentimiento hacia las dos niñas; más bien conjeturo que usted está enamorada de su patrón, el director, acaso sin saberlo usted misma; creo que alimenta en su alma la esperanza de ocupar de hecho el lugar de la madre, y que a eso se debe, además, que se haya vuelto tan suspicaz hacia el personal de servicio, con el cual ha convivido en paz durante tanto tiempo. Usted tiene miedo de que noten algo de su esperanza y se le mofen por ello». He aquí su respuesta, con su modo lacónico: «Sí, creo que es así». – «Pero si usted sabía que amaba al director, ¿por qué no me lo dijo?». – «Es que yo no lo sabía o, mejor, no quería saberlo; quería quitármelo de la cabeza, no pensar nunca más en ello, y aun creo que en los últimos tiempos lo había conseguido» – «¿Por qué no quería confesarse usted esa inclinación? ¿Le daba vergüenza amar a un hombre? ». – « ¡Oh, no! No soy una irracional mojigata, una no es responsable de sus sentimientos. Pero ello me resultaba penoso sólo porque él es el patrón a cuyo servicio estoy, en cuya casa vivo, y respecto de quien yo no siento en mi interior, como hacia otro cualquiera, una independencia total. Y porque yo soy una muchacha pobre y él es un hombre rico de buena familia; se me reirían sí vislumbraran algo de esto». Ahora no encuentro en ella resistencia alguna para iluminar la génesis de esa inclinación. Cuenta que durante los primeros años vivió despreocupada en la casa y desempeñaba sus deberes sin caer en unos deseos incumplibles. Pero cierta vez ese señor serio, recargado de ocupaciones, de ordinario reservado hacía ella, le inició plática acerca de los reclamos de la educación infantil. Se puso más suave y simpático que lo habitual, le dijo cuánto esperaba de ella para el cuidado de sus hijas huérfanas, y en eso la miraba de una manera particular. ( … ) En ese momento ella empezó a amarlo y de muy buena gana se entregó a la alentadora esperanza que había sacado de aquella plática. Sólo cuando luego no hubo nada más, cuando ella aguardó perseverante y no llegó ninguna segunda sesión de cambio familiar de ideas, se resolvió a quitarse la cosa de la mente. Me da toda la razón en cuanto a que aquella mirada que él le arrojó en la plática iba consagrada a la memoria de su esposa muerta, y también tiene bien en claro que su inclinación carece de toda perspectiva. De esta conversación yo esperaba un cambio radical de su estado, que por el momento no se produjo. Siguió oprimida y desazonada; una cura hidropática que le hice tomar al mismo tiempo la reanimó un poco por las mañanas; el olor a pastelillos quemados no había desaparecido del todo, pero sí se había vuelto más raro y débil; como ella decía, sólo le llegaba estando muy emocionada.