El malestar en la cultura VIII (1929)

El malestar en la cultura VIII

Llegado al final de semejante camino, el autor tiene que pedir disculpas a sus lectores por no
haber sido para ellos un diestro guía y ahorrarles la vivencia de trayectos yermos y trabajosas
sendas. No hay ninguna duda de que se podría haberlo hecho mejor. Ensayaré, con
posterioridad, algún resarcimiento.
En primer lugar, conjeturo en los lectores la impresión de que las elucidaciones sobre el
sentimiento de culpa hacen saltar los marcos de este ensayo, al apropiarse de un espacio

El malestar en la cultura VIII

Llegado al final de semejante camino, el autor tiene que pedir disculpas a sus lectores por no
haber sido para ellos un diestro guía y ahorrarles la vivencia de trayectos yermos y trabajosas
sendas. No hay ninguna duda de que se podría haberlo hecho mejor. Ensayaré, con
posterioridad, algún resarcimiento.
En primer lugar, conjeturo en los lectores la impresión de que las elucidaciones sobre el
sentimiento de culpa hacen saltar los marcos de este ensayo, al apropiarse de un espacio
excesivo y marginar su restante contenido, con el que no siempre mantienen un nexo estrecho.
Acaso haya perjudicado el edificio del ensayo, pero ello responde enteramente al propósito de
situar al sentimiento de culpa como el problema más importante del desarrollo cultural, y
mostrar que el precio del progreso cultural debe pagarse con el déficit de dicha provocado por la
elevación del sentimiento de culpa (ver nota(104)). Lo que sigue sonando extraño aún en ese
enunciado, que es el resultado final de nuestra indagación, probablemente se reconduzca al
nexo del sentimiento de culpa con la conciencia {Bewusstsein}, nexo curiosísimo e
incomprensible aún. En los casos de arrepentimiento comunes, que consideramos normales,
se hace perceptible a la conciencia con bastante nitidez; por cierto, estamos habituados a decir
«conciencia de culpa» en vez de sentimiento de culpa. El estudio de las neurosis, al que
debemos las más valiosas indicaciones para la comprensión de lo normal, nos ofrece
constelaciones contradictorias. En una de esas afecciones, la neurosis obsesiva, el sentimiento
de culpa se impone expreso a la conciencia, gobierna el cuadro patológico así como la vida de
los enfermos, y apenas si admite otros elementos junto a sí. Pero en la mayoría de los otros
casos y formas de neurosis permanece por entero inconciente, sin que por ello los efectos que
exterioriza sean desdeñables. Los enfermos no nos creen cuando les atribuimos un
«sentimiento inconsciente de culpa»; para que nos comprendan por lo menos a medias, les
hablamos de una necesidad inconciente de castigo en que se exterioriza el sentimiento de
culpa. Pero no hay que sobrestimar los vínculos con la forma de neurosis: también en la
neurosis obsesiva hay tipos de enfermos que no perciben su sentimiento de culpa o sólo lo
sienten como un malestar torturante, una suerte de angustia, tras serles impedida la ejecución
de ciertas acciones. Algún día comprenderemos estas cosas, que todavía se nos escapan.
Acaso venga a cuento aquí la puntualizarían de que el sentimiento de culpa no es en el fondo
sino una variedad tópica de la angustia, y que en sus fases más tardías coincide enteramente
con la angustia frente al superyó. Ahora bien, la angustia muestra las mismas extraordinarias
variaciones en su nexo con la conciencia. De algún modo ella se encuentra tras todos los
síntomas, pero ora reclama ruidosamente a la conciencia, ora se esconde de manera tan
perfecta que nos vemos precisados a hablar de una angustia inconciente o -por un prurito
psicológico, puesto que la angustia, en principio, es sólo una sensación (ver nota(105))- de
posibilidades de angustia. A causa de lo dicho, es harto concebible que tampoco la conciencia
de culpa producida por la cultura se discierna como tal, que permanezca en gran parte
inconciente o salga a la luz como un malestar, un descontento para el cual se buscan otras
motivaciones.
Las religiones, por lo menos, no han ignorado el papel del sentimiento de culpa en la cultura. Y
en efecto sustentan la pretensión -cosa que yo no había apreciado en otro trabajo (ver
nota(106))- de redimir a la humanidad de este sentimiento de culpa, que ellas llaman pecado. A
partir del modo en que en el cristianismo se gana esa salvación (a saber: la ofrenda que de su
vida hace un individuo, quien, con ella, toma sobre sí una culpa común a todos), hemos extraído
una inferencia acerca de cuál puede haber sido la ocasión primera en que se adquirió esa culpa
primordial con que al mismo tiempo comenzó la cultura (ver nota(107)).
Puede que no sea muy importante, pero acaso no resultará superfluo elucidar el significado de
algunos términos como «superyó», «conciencia moral», «sentimiento de culpa», «necesidad de
castigo», «arrepentimiento», términos que quizás hemos usado a menudo de una manera
excesivamente laxa, intercambiándolos. Todos se refieren a la misma constelación, pero
designan aspectos diversos de ella. El superyó es una instancia por nosotros descubierta; la
conciencia moral, una función que le atribuimos junto a otras: la de vigilar y enjuiciar las
acciones y los propósitos del yo; ejerce una actividad censora. El sentimiento de culpa, la
dureza del superyó, es entonces lo mismo que la severidad de la conciencia moral; es la
percepción, deparada al yo, de ser vigilado de esa manera, la apreciación de la tensión entre
sus aspiraciones y los reclamos del superyó. Y la angustia frente a esa instancia crítica
(angustia que está en la base de todo el vínculo), o sea la necesidad de castigo, es una
exteriorización pulsional del yo que ha devenido masoquista bajo el influjo del superyó sádico,
vale decir, que emplea un fragmento de la pulsión de destrucción interior, preexistente en él, en
una ligazón erótica con el superyó. No debiera hablarse de conciencia moral antes del momento
en que pueda registrarse la presencia de un superyó; en cuanto a la conciencia de culpa, es
preciso admitir que existe antes que el superyó, y por tanto antes que la conciencia moral. Es,
entonces, la expresión inmediata de la angustia frente a la autoridad externa, el reconocimiento
de la tensión entre el yo y esta última, el retoño directo del conflicto entre la necesidad de su
amor y el esfuerzo a la satisfacción pulsional, producto de cuya inhibición es la inclinación a
agredir. La presencia superpuesta de estos dos estratos del sentimiento de culpa -por angustia
frente a la autoridad externa, y por angustia frente a la interna- nos ha estorbado muchas veces
ver los nexos de la conciencia moral. El arrepentimiento es una designación genérica de la
reacción del yo en un caso particular del sentimiento de culpa; contiene -muy poco trasformadoel
material de sensaciones de la angustia operante detrás, es él mismo un castigo y puede
incluir la necesidad de castigo; por tanto, también él puede ser más antiguo que la conciencia
moral.
Tampoco será perjudicial que presentemos de nuevo las contradicciones que por un
momento nos sumieron en perplejidad en el curso de nuestra indagación. El sentimiento de
culpa debía ser en un caso la consecuencia de agresiones suspendidas, pero en el otro, y
justamente en su comienzo histórico, el parricidio, la consecuencia de una agresión ejecutada.
Hallamos una vía para escapar de esta dificultad. Es que la institución de la autoridad interna, el
superyó, alteró radicalmente la constelación. Antes, el sentimiento de culpa coincidía con el
arrepentimiento; a raíz de ello apuntamos que la designación «arrepentimiento» ha de
reservarse para la reacción tras la ejecución efectiva de la agresión. A partir de entonces, perdió
su fuerza la diferencia entre agresión consumada y mera intención, y ello por la omnisapiencia
del superyó; ahora podía producir un sentimiento de culpa tanto una acción violenta
efectivamente ejecutada -como todo el mundo sabe- cuanto una que se quedara en la mera
intención -como lo ha discernido el psicoanálisis-. A pesar del cambio de la situación
psicológica, el conflicto de ambivalencia entre las dos pulsiones primordiales deja como secuela
el mismo efecto. Es tentador buscar aquí la solución del enigma planteado por el variable
vínculo del sentimiento de culpa con la conciencia. El sentimiento de culpa por arrepentimiento
de la mala acción debería de ser siempre conciente; en cambio, el producido por percepción del
impulso malo podría permanecer inconciente. Sólo que la situación no es tan simple; la neurosis
obsesiva lo contradice enérgicamente.
La segunda contradicción era que la energía agresiva de que concebimos dotado al superyó
constituía, de acuerdo con una concepción, la mera continuación de la energía punitoria de la
autoridad externa, conservada para la vida anímica; mientras que otra concepción opinaba que
ella era más bien la agresión propia, enconada contra esa autoridad inhibidora y que no había
llegado a emplearse. La primera doctrina parecía adecuarse más a la historia objetiva
{Geschichte}, y la segunda, a la teoría del sentimiento de culpa. Una reflexión más detenida
terminó por borrar casi esa oposición que parecía inconciliable; resultó que lo esencial y lo
común a ambas era que se trataba de una agresión desplazada {descentrada} hacia el interior.
Y la observación clínica permite también distinguir en la realidad efectiva dos fuentes para la
agresión atribuida al superyó; en general cooperan, pero en casos singulares una u otra de ellas
ejerce el efecto más intenso.
Creo que este es el lugar adecuado para sustentar con firmeza una concepción que hasta
aquí había recomendado como supuesto provisional. En la bibliografía analítica más reciente se
nota cierta preferencia por la doctrina de que cualquier clase de frustración, cualquier estorbo de
una satisfacción pulsional, tiene o podría tener como consecuencia un aumento del sentimiento
de culpa (ver nota(108)). Creo que uno se procura un gran alivio teórico suponiendo que ello es
válido sólo para las pulsiones agresivas, y no se hallará mucho que contradiga esta hipótesis.
Pero, ¿cómo explicar dinámica y económicamente que en lugar de una demanda erótica
incumplida sobrevenga un aumento del sentimiento de culpa? Pues bien; ello sólo parece
posible por este rodeo: que el impedimento de la satisfacción erótica provoque una inclinación
agresiva hacia la persona que estorbó aquella, y que esta agresión misma tenga que ser a su
vez sofocada. En tal caso, es sólo la agresión la que se trasmuda en sentimiento de culpa al
ser sofocada y endosada al superyó. Estoy convencido de que podremos exponer muchos
procesos de manera más simple y trasparente si limitamos a las pulsiones agresivas el
descubrimiento del psicoanálisis sobre la derivación del sentimiento de culpa. El material clínico
no nos da una respuesta unívoca a este punto porque, según nuestra premisa, las dos
variedades de pulsión difícilmente aparezcan alguna vez puras, aisladas una de la otra; sin
embargo, la apreciación de casos extremos tal vez habrá de señalar en la dirección que espero.
Estoy tentado de extraer un primer beneficio de esta concepción más rigurosa, aplicándola al
proceso de la represión. Según hemos aprendido, los síntomas de las neurosis son
esencialmente satisfacciones sustitutivas de deseos sexuales incumplidos. En el curso del
trabajo analítico nos hemos enterado, para nuestra sorpresa, de que acaso toda neurosis
esconde un monto de sentimiento de culpa inconciente, que a su vez consolida los síntomas
por su aplicación en el castigo. Entonces nos tienta formular este enunciado: Cuando una
aspiración pulsional sucumbe a la represión, sus componentes libidinosos son traspuestos en
síntomas, y sus componentes agresivos, en sentimiento de culpa. Este enunciado merecería
nuestro interés aunque sólo fuera correcto en una aproximación global.
Por otra parte, muchos lectores de este ensayo acaso tengan la impresión de haber oído
demasiadas veces la fórmula de la lucha entre Eros y pulsión de muerte. Se les dijo que
caracterizaba al proceso cultural que abarca a la humanidad toda, pero se la refirió también al
desarrollo del individuo y, además, estaría destinada a revelar el secreto de la vida orgánica en
general. Parece indispensable indagar los vínculos recíprocos entre esos tres procesos. Ahora
bien, el retorno de esa fórmula, idéntica, se justifica por esta consideración: tanto el proceso
cultural de la humanidad como el desarrollo del individuo son sin duda procesos vitales, vale
decir, no pueden menos que compartir el carácter más universal de la vida. Y justamente por
ello, la prueba de ese rasgo universal no ayuda en nada a diferenciarlos, a menos que se lo
acote mediante condiciones particulares. Entonces sólo puede tranquilizarnos el enunciado de
que el proceso cultural es la modificación que el proceso vital experimentó bajo el influjo de una
tarea planteada por Eros e incitada por Ananké, el apremio objetivo {real}; y esa tarea es la
reunión de seres humanos aislados en una comunidad atada libidinosamente. Pero si ahora
consideramos el nexo entre el proceso cultural de la humanidad y el proceso de desarrollo o de
educación del individuo, no vacilaremos mucho en decidirnos a atribuirles una naturaleza muy
semejante, si es que no se trata de un mismo proceso que envuelve a objetos de diversa clase.
El proceso cultural de la humanidad es, desde luego, una abstracción de orden más elevado
que el desarrollo del individuo; por eso resulta más difícil de aprehender intuitivamente, y la
pesquisa de analogías no debe extremarse compulsivamente. Pero dada la homogeneidad de la
meta -la introducción de un individuo en una masa humana, en un caso, y la producción de una
unidad de masa a partir de muchos individuos, en el otro-, no puede sorprender la semejanza
entre los medios empleados para alcanzarla, así como entre los fenómenos sobrevinientes.
Debido a su extraordinaria importancia, no es lícito descuidar por más tiempo un rasgo que
diferencia a ambos procesos. En el del desarrollo del individuo, se establece como meta
principal el programa del principio de placer: conseguir una satisfacción dichosa; en cuanto a la
integración en una comunidad humana, o la adaptación a ella, aparece como una condición
difícilmente evitable y que debe ser cumplida en el camino que lleva al logro de la meta de dicha.
Si pudiera prescindirse de esa condición, acaso todo andaría mejor. Expresado de otro modo: el
desarrollo índividual se nos aparece como un producto de la interferencia entre dos
aspiraciones: el afán por alcanzar dicha, que solemos llamar «egoísta», y el de reunirse con los
demás en la comunidad, que denominamos «altruista». Esas dos designaciones no van mucho
más allá de la superficie. Según dijimos, en el desarrollo individual el acento principal recae, las
más de las veces, sobre la aspiración egoísta o de dicha; la otra, que se diría «cultural», se
contenta por lo regular con el papel de una limitación. Diversamente ocurre en el proceso
cultural; aquí lo principal es, con mucho, producir una unidad a partir de los individuos humanos;
y si bien subsiste la meta de la felicidad, ha sido esforzada al trasfondo; y aun parece, casi, que
la creación de una gran comunidad humana se lograría mejor si no hiciera falta preocuparse por
la dicha de los individuos. El proceso de desarrollo del individuo puede tener, pues, sus rasgos
particulares, que no se reencuentren en el proceso cultural de la humanidad; sólo en la medida
en que aquel primer proceso tiene por meta acoplarse a la comunidad coincidirá con el
segundo.
Así como el planeta gira en torno de su cuerpo central al par que rota sobre su eje, el individuo
participa en la vía de desarrollo de la humanidad en tanto anda por su propio camino vital. Pero
ante nuestro ojo desnudo, el juego de fuerzas que tiene por teatro los cielos nos parece
petrificado en un orden eternamente igual; en cambio, en el acontecer orgánico vemos todavía
cómo las fuerzas luchan entre sí y los resultados del conflicto varían de manera permanente.
Así, las dos aspiraciones, de dicha individual y de acoplamiento a la comunidad, tienen que
luchar entre sí en cada individuo; y los dos procesos, el desarrollo del individuo y el de la cultura,
por fuerza entablan hostilidades recíprocas y se disputan el terreno. Pero esta lucha entre
individuo y comunidad no es un retoño de la oposición, que probablemente sea inconciliable,
entre las pulsiones primordiales, Eros y Muerte; implica una querella doméstica de la libido,
comparable a la disputa en torno de su distribución entre el yo y los objetos, y admite un arreglo
definitivo en el individuo, como esperamos lo admita también en el futuro de la cultura, por más
que en el presente dificulte tantísimo la vida de aquel.
La analogía entre el proceso cultural y la vía evolutiva del individuo puede ampliarse en un
aspecto sustantivo. Es lícito aseverar, en efecto, que también la comunidad plasma un superyó,
bajo cuyo influjo se consuma el desarrollo de la cultura, Para un conocedor de las culturas
humanas sería acaso una seductora tarea estudiar esta equiparación en sus detalles. Me
limitaré a destacar algunos puntos llamativos. El superyó de una época cultural tiene un origen
semejante al de un individuo: reposa en la impresión que han dejado tras sí grandes
personalidades conductoras, hombres de fuerza espiritual avasalladora, o tales que en ellos una
de las aspiraciones humanas se ha plasmado de la manera más intensa y pura, y por eso
también, a menudo, más unilateral. La analogía en numerosos casos va más allá todavía, pues
esas personas -con harta frecuencia, aunque no siempre- han sido en vida escarnecidas,
maltratadas y aun cruelmente eliminadas por los demás: tal y como el padre primordial sólo
mucho tiempo después de su asesinato violento ascendió a la divinidad. Justamente la persona
de Jesucristo es el ejemplo más conmovedor de este encadenamiento del destino -si es que no
pertenece al mito, que la habría llamado a la vida en oscura memoria de aquel proceso
primordial-. Otro punto de concordancia es que el superyó de la cultura, en un todo como el del
individuo, plantea severas exigencias ideales cuyo incumplimiento es castigado mediante una
«angustia de la conciencia moral». Más aún: se produce aquí el hecho asombroso de que los
procesos anímicos correspondientes nos resultan más familiares y accesibles a la conciencia
vistos del lado de la masa que del lado del individuo. En este último, sólo las agresiones del
superyó en caso de tensión se vuelven audibles como reproches, mientras que las exigencias
mismas a menudo permanecen inconcientes en el trasfondo. Si se las lleva al conocimiento
conciente, se demuestra que coinciden con los preceptos del superyó de la cultura respectiva.
En este punto los dos procesos, el del desarrollo cultural de la multitud y el propio del individuo,
suelen ir pegados, por así decir. Por eso numerosas exteriorizaciones y propiedades del
superyó pueden discernirse con mayor facilidad en su comportamiento dentro de la comunidad
cultural que en el individuo.
El superyó de la cultura ha plasmado sus ideales y plantea sus reclamos. Entre estos, los que
atañen a los vínculos recíprocos entre los seres humanos se resumen bajo el nombre de ética.
En todos los tiempos se atribuyó el máximo valor a esta ética, como si se esperara justamente
de ella unos logros de particular importancia. Y en efecto, la ética se dirige a aquel punto que
fácilmente se reconoce como la desolladura de toda cultura. La ética ha de concebirse
entonces como un ensayo terapéutico, como un empeño de alcanzar por mandamiento del
superyó lo que hasta ese momento el restante trabajo cultural no había conseguido. Ya
sabemos que, por esa razón, el problema es aquí cómo desarraigar el máximo obstáculo que
se opone a la cultura: la inclinación constitucional de los seres humanos a agredirse unos a
otros; y por eso mismo nos resulta de particular interés el mandamiento cultural acaso más
reciente del superyó: «Ama a tu prójimo como a ti mismo». En la investigación y la terapia de las
neurosis llegamos a hacer dos reproches al superyó del individuo: con la severidad de sus
mandamientos y prohibiciones se cuida muy poco de la dicha de este, pues no tiene
suficientemente en cuenta las resistencias a su obediencia, a saber, la intensidad de las
pulsiones del ello y las dificultades del mundo circundante objetivo {real}. Por eso en la tarea
terapéutica nos vemos precisados muy a menudo a combatir al superyó y a rebajar sus
exigencias. Objeciones en un todo semejantes podemos dirigir a los reclamos éticos del
superyó de la cultura. Tampoco se cuida lo bastante de los hechos de la constitución anímica
de los seres humanos, proclama un mandamiento y no pregunta sí podrán obedecerlo. Antes
bien, supone que al yo del ser humano le es psicológicamente posible todo lo que se le ordene,
pues tendría un gobierno irrestricto sobre su ello. Ese es un error, y ni siquiera en los hombres
llamados normales el gobierno sobre el ello puede llevarse más allá de ciertos límites. Sí se
exige más, se produce en el individuo rebelión o neurosis, o se lo hace desdichado. El
mandamiento «Ama a tu prójimo como a ti mismo» es la más fuerte defensa en contra de la
agresión humana, y un destacado ejemplo del proceder apsicológico del superyó de la cultura.
El mandato es incumplible; una inflación tan grandiosa del amor no puede tener otro efecto que
rebajar su valor, no el de eliminar el apremio. La cultura descuida todo eso; sólo amonesta:
mientras más difícil la obediencia al precepto, más meritorio es obedecerlo. Pero en la cultura
de nuestros días, quien lo hace suyo se pone en desventaja respecto de quienes lo ignoran.
¡Qué poderosa debe de ser la agresión como obstáculo de la cultura si la defensa contra ella
puede volverlo a uno tan desdichado como la agresión misma! La ética llamada «natural» no
tiene nada para ofrecer aquí, como no sea la satisfacción narcisista de tener derecho a
considerarse mejor que los demás. En cuanto a la que se apuntala en la religión, hace intervenir
en este punto sus promesas de un más allá mejor. Yo opino que mientras la virtud no sea
recompensada ya sobre la Tierra, en vano se predicará la ética. Paréceme también indudable
que un cambio real en las relaciones de los seres humanos con la propiedad aportaría aquímás
socorro que cualquier mandamiento ético; empero, en los socialistas, esta intelección es
enturbiada por un nuevo equívoco idealista acerca de la naturaleza humana, y así pierde su
valor de aplicación.
El modo de abordaje que se propone estudiar el papel de un superyó en las manifestaciones del
desarrollo cultural promete todavía, creo, otros conocimientos. Me apresuro a concluir; pero me
resulta difícil esquivar una cuestión. Si el desarrollo cultural presenta tan amplía semejanza con
el del individuo y trabaja con los mismos medios, ¿no se está justificado en diagnosticar que
muchas culturas -o épocas culturales-, y aun posiblemente la humanidad toda, han devenido
«neuróticas» bajo el influjo de las aspiraciones culturales? (Ver nota(109)) A la descomposición
analítica de estas neurosis podrían seguir propuestas terapéuticas merecedoras de un gran
interés práctico. Yo no sabría decir si semejante ensayo de trasferir el psicoanálisis a la
comunidad de cultura es disparatado o está condenado a la esterilidad. Pero habría que ser
muy precavido, no olvidar que a pesar de todo se trata de meras analogías, y que no sólo en el
caso de los seres humanos, sino también en el de los conceptos, es peligroso arrancarlos de la
esfera en que han nacido y se han desarrollado. Además, el diagnóstico de las neurosis de la
comunidad choca con una dificultad particular. En la neurosis individual, nos sirve de punto de
apoyo inmediato el contraste que separa al enfermo de su contorno, aceptado como «normal».
En una masa afectada de manera homogénea falta ese trasfondo; habría que buscarlo en otra
parte. Y por lo que atañe a la aplicación terapéutica de esta intelección, ¿de qué valdría el
análisis más certero de la neurosis social, sí nadie posee la autoridad para imponer a la masa la
terapia? A pesar de todos estos obstáculos, es lícito esperar que un día alguien emprenda la
aventura de semejante patología de las comunidades culturales.
Por muy diversos motivos, me es ajeno el propósito de hacer una valoración de la cultura
humana. Me he empeñado en apartar de mí el prejuicio entusiasta de que nuestra cultura sería
lo más precioso que poseemos o pudiéramos adquirir, y que su camino nos conduciría
necesariamente a alturas de insospechada perfección. Puedo al menos escuchar sin
indignarme al crítico que opina que si uno tiene presentes las metas de la aspiración cultural y
los medios que emplea, debería llegar a la conclusión de que no merecen la fatiga que cuestan
y su resultado sólo puede ser un estado insoportable para el individuo. Mi neutralidad se ve
facilitada por el hecho de que yo sé muy poco de todas esas cosas, y con certeza sólo esto:
que los juicios de valor de los seres humanos derivan enteramente de sus deseos de dicha, y
por tanto son un ensayo de apoyar sus ilusiones mediante argumentos. Yo comprendería muy
bien que alguien destacara el carácter compulsivo de la cultura humana y dijera, por ejemplo,
que la inclinación a limitar la vida sexual o la de imponer el ideal de humanidad a expensas de la
selección natural son orientaciones evolutivas que no pueden evitarse ni desviarse, y frente a
las cuales lo mejor es inclinarse como si se tratara de procesos necesarios de la naturaleza.
Conozco también la objeción a ello: aspiraciones que se tenía por incoercibles han sido dejadas
a menudo de lado en el curso de la historia de la humanidad, sustituyéndoselas por otras. Así,
se me va el ánimo de presentarme ante mis prójimos como un profeta, y me someto a su
reproche de que no sé aportarles ningún consuelo -pues eso es lo que en el fondo piden todos,
el revolucionario más cerril con no menor pasión que el más cabal beato-.
He aquí, a mi entender, la cuestión decisiva para el destino de la especie humana: si su
desarrollo cultural logrará, y en caso afirmativo en qué medida, dominar la perturbación de la
convivencia que proviene de la humana pulsión de agresión y de autoaniquilamiento. Nuestra
época merece quizás un particular interés justamente en relación con esto. Hoy los seres
humanos han llevado tan adelante su dominio sobre las fuerzas de la naturaleza que con su
auxilio les resultará fácil exterminarse unos a otros, hasta el último hombre. Ellos lo saben; de
ahí buena parte de la inquietud contemporánea, de su infelicidad, de su talante angustiado. Y
ahora cabe esperar que el otro de los dos «poderes celestiales», el Eros eterno, haga un
esfuerzo para afianzarse en la lucha contra su enemigo igualmente inmortal. ¿Pero quién puede
prever el desenlace? (Ver nota(110))

Obras de S. Freud: El malestar en la cultura (1930), Capítulo VII

El malestar en la cultura

VII

El malestar en la cultura

VII

¿Por qué nuestros parientes, los animales, no exhiben una lucha cultural semejante? Pues no lo sabemos. Muy probablemente, algunos de ellos, como las abejas, hormigas, termitas, han bregado durante miles de siglos hasta hallar esas instituciones estatales, esa distribución de las funciones, esa limitación de los individuos que hoy admiramos en ellos. Es característico de
nuestra situación presente que nuestro sentimiento nos diga que no nos consideraríamos
dichosos en ninguno de esos Estados animales y en ninguno de los papeles que en ellos se
asigna al individuo. En otras especies acaso se haya llegado a un equilibrio temporario entre los
influjos del mundo circundante {Umwelt} y las pulsiones que libran combate en el interior de
ellas, y, de esta manera, a una detención del desarrollo. En el caso de los hombres
primordiales, probablemente un nuevo embate de la libido provocó de contragolpe una renovada
renuencia de la pulsión de destrucción. Pero no hay que preguntar demasiado acerca de cosas
que todavía no tienen respuesta.
Nos acude otra pregunta más cercana. ¿De qué medios se vale la cultura para inhibir, para
volver inofensiva, acaso para erradicar la agresión contrariante? Ya hemos tomado,
conocimiento de algunos de esos métodos, pero al parecer no de los más importantes.
Podemos estudiarlos en la historia evolutiva del individuo. ¿Qué le pasa para que se vuelva
inocuo su gusto por la agresión? Algo muy asombroso que no habíamos colegido, aunque es
obvio. La agresión es introyectada, interiorizada, pero en verdad reenviada a su punto de partida;
vale decir: vuelta hacia el yo propio. Ahí es recogida por una parte del yo, que se contrapone al
resto como superyó y entonces, como «conciencia moral», está pronta a ejercer contra el yo la
misma severidad agresiva que el yo habría satisfecho de buena gana en otros individuos, ajenos
a él. Llamamos «conciencia de culpa» a la tensión entre el superyó que se ha vuelto severo y el
yo que le está sometido. Se exterioriza como necesidad de castigo (1). Por consiguiente, la
cultura yugula el peligroso gusto agresivo del individuo debilitándolo, desarmándolo, y vigilándolo mediante una instancia situada en su interior, como si fuera una guarnición militar en la ciudad conquistada.
Las ideas que el analista se forma acerca de la génesis del sentimiento de culpa no son las
corrientes entre los psicólogos; es verdad que tampoco a él le resulta fácil dar razón de dicha
génesis. En primer lugar, si se pregunta cómo alguien puede llegar a tener un sentimiento de culpa, se recibe una respuesta que no admite contradicción: uno se siente culpable (los creyentes dicen: en pecado) cuando ha hecho algo que discierne como «malo». Pero
enseguida se advierte lo poco que ayuda semejante respuesta. Acaso, tras vacilar un tanto, se
agregue que puede considerarse culpable también quien no ha hecho nada malo, pero discierne
en sí el mero propósito de obrar de ese modo; y entonces se preguntará por qué el propósito se
considera aquí equivalente a la ejecución. No obstante, ambos casos presuponen que ya se
haya discernido al mal como reprobable, como algo que no debe ejecutarse. ¿Cómo se llega a
esa resolución? Es lícito desautorizar la existencia de una capacidad originaria, por así decir
natural, de diferenciar el bien del mal. Evidentemente, malo no es lo dañino o perjudicial para el
yo; al contrario, puede serlo también lo que anhela y le depara contento. Entonces, aquí se
manifiesta una influencia ajena; ella determina lo que debe llamarse malo y bueno. Librado a la
espontaneidad de su sentir, el hombre no habría seguido ese camino; por tanto, ha de tener un
motivo para someterse a ese influjo ajeno. Se lo descubre fácilmente en su desvalimiento y
dependencia de otros; su mejor designación sería: angustia frente a la pérdida de amor. Si
pierde el amor del otro, de quien depende, queda también desprotegido frente a diversas clases
de peligros, y sobre todo frente al peligro de que este ser hiperpotente le muestre su
superioridad en la forma del castigo. Por consiguiente, lo malo es, en un comienzo, aquello por
lo cual uno es amenazado con la pérdida de amor; y es preciso evitarlo por la angustia frente a
esa pérdida. De acuerdo con ello, importa poco que ya se haya hecho lo malo, o sólo se lo
quiera hacer; en ambos casos, el peligro se cierne solamente cuando la autoridad lo descubre,
y ella se comportaría de manera semejante en los dos.
Suele llamarse a este estado «mala conciencia», pero en verdad no merece tal nombre, pues
es manifiesto que en ese grado la conciencia de culpa no es sino angustia frente a la pérdida de
amor, angustia «social». En el niño pequeño la situación nunca puede ser otra; pero es también
la de muchos adultos, apenas modificada por el hecho de que la comunidad humana global
remplaza en ellos al padre o a ambos progenitores. Por eso se permiten habitualmente ejecutar
lo malo que les promete cosas agradables cuando están seguros de que la autoridad no se
enterará o no podrá hacerles nada, y su angustia se dirige sólo a la posibilidad de ser
descubiertos (2). Este es el estado de cosas con que, en general, debe contar la
sociedad de nuestros días.
Sólo sobreviene un cambio importante cuando la autoridad es interiorizada por la instauración
de un superyó. Con ello los fenómenos de la conciencia moral son elevados a un nuevo grado
{estadio}; en el fondo, únicamente entonces corresponde hablar de conciencia moral y
sentimiento de culpa (3). En ese momento desaparece la angustia frente a la
posibilidad de ser descubierto, y también, por completo, el distingo entre hacer el mal y quererlo;
en efecto, ante el superyó nada puede ocultarse, ni siquiera los pensamientos. La situación
parece haber dejado de ser seria en lo objetivo {real}, pues se creería que el superyó no tiene
motivo alguno para maltratar al yo, con quien se encuentra en íntima copertenencia. Pero el
influjo del proceso genético, que deja sobrevivir a lo pasado y superado, se exterioriza en el
hecho de que en el fondo las cosas quedan como al principio. El superyó pena al yo pecador
con los mismos sentimientos de angustia, y acecha oportunidades de hacerlo castigar por el
mundo exterior.
En este segundo grado de su desarrollo, la conciencia moral presenta una peculiaridad que era
ajena al primero y ya no es fácil de explicar (4): se comporta con severidad y
desconfianza tanto mayores cuanto más virtuoso es el individuo, de suerte que en definitiva
justamente aquellos que se han acercado más a la santidad (5) son los que más acerbamente
se reprochan su condición pecaminosa. Así la virtud pierde una parte de la recompensa que se
le promete; el yo obediente y austero no goza de la confianza de su mentor y, a lo que. parece,
se esfuerza en vano por granjeársela. En este punto se estará dispuesto a objetar: he ahí unas
dificultades amañadas de manera artificial. Se dirá que una conciencia moral más severa y
vigilante es el rasgo característico del hombre virtuoso, y que si los santos se proclaman
pecadores no lo harían sin razón, considerando las tentaciones de satisfacción pulsional a que
están expuestos en medida particularmente elevada, puesto que, como bien se sabe, una
denegación continuada tiene por efecto aumentar las tentaciones, que, cuando se las satisface
de tiempo en tiempo, ceden al menos provisionalmente. Otro hecho que pertenece también al
ámbito de problemas -tan rico- de la ética es que la mala fortuna, vale decir, una frustración
exterior, promueve en muy grande medida el poder de la conciencia moral dentro del superyó.
Mientras al individuo le va bien, su conciencia moral es clemente y permite al yo emprender toda
clase de cosas; cuando lo abruma la desdicha, el individuo se mete dentro de sí, discierne su
pecaminosidad, aumenta las exigencias de su conciencia moral, se impone abstinencias y se
castiga mediante penitencias (6). Pueblos enteros se han comportado y se siguen
comportando de ese modo. Pero esto se explica cómodamente a partir del grado infantil,
originario, de la conciencia moral, grado que, por consiguiente, no es abandonado tras la
introyección en el superyó, sino que persiste junto a ella y tras ella. El destino es visto como
sustituto de la instancia parental; si se es desdichado, ello significa que ya no se es amado por
esos poderes supremos y, bajo la amenaza de esta pérdida de amor, uno se inclina de nuevo
ante la subrogación de los progenitores en el superyó, que en la época dichosa se pretendió
descuidar. Esto es particularmente nítido si en sentido estrictamente religioso se discierne en el
destino sólo la expresión de la voluntad divina. El pueblo de Israel se había considerado hijo
predilecto de Dios, y cuando el gran Padre permitió que se abatiera sobre su pueblo desdicha
tras desdicha, él no se apartó de aquel vínculo ni dudó del poder y la justicia de Dios, sino que
produjo los profetas, que le pusieron por delante su pecaminosidad, y a partir de su conciencia
de culpa creó los severísimos preceptos de su religión sacerdotal (7). ¡Qué distinto
se comportan los primitivos! Cuando les sobreviene una desdicha, no se atribuyen la culpa: la
imputan al fetiche, que manifiestamente no hizo lo debido, y lo aporrean en vez de castigarse a
sí mismos.
Entonces, hemos tomado noticia de dos diversos orígenes del sentimiento de culpa: la
angustia frente a la autoridad y  más tarde, la angustia frente al superyó. La primera compele a
renunciar a satisfacciones pulsionales; la segunda esfuerza, además, a la punición, puesto que
no se puede ocultar ante el superyó la persistencia de los deseos prohibidos. Nos hemos
enterado además del modo en que se puede comprender la severidad del superyó, vale decir, el
reclamo de la conciencia moral. Simplemente, es continuación de la severidad de la autoridad
externa, relevada y en parte sustituida por ella. Ahora vemos el nexo entre la renuncia de lo
pulsional y la conciencia moral. Originariamente, en efecto, la renuncia de lo pulsional es la
consecuencia de la angustia frente a la autoridad externa; se renuncia a satisfacciones para no
perder su amor. Una vez operada esa renuncia, se está, por así decir, a mano con ella; no
debería quedar pendiente, se supone, sentimiento de culpa alguno. Es diverso lo que ocurre en el caso de la angustia frente al superyó. Aquí la renuncia de lo pulsional no es suficiente, pues el deseo persiste y no puede esconderse ante el superyó. Por tanto, pese a la renuncia consumada sobrevendrá un sentimiento de culpa, y es esta una gran desventaja económica de la implantación del superyó o, lo que es lo mismo, de la formación de la conciencia moral. Ahora la renuncia de lo pulsional ya no tiene un efecto satisfactorio pleno; la abstención virtuosa ya no es recompensada por la seguridad del amor; una desdicha que amenazaba desde afuera -pérdida de amor y castigo de parte de la autoridad externa- se ha trocado en una desdicha interior permanente, la tensión de la conciencia de culpa.
Estas constelaciones son tan enmarañadas y al mismo tiempo tan importantes que, a riesgo
de repetirme, quiero abordarlas todavía desde otro ángulo. La secuencia temporal sería,
entonces: primero, renuncia de lo pulsional como resultado de la angustia frente a la agresión
de la autoridad externa -pues en eso desemboca la angustia frente a la pérdida del amor, ya que
el amor protege de esa agresión punitiva-; después, instauración de la autoridad interna,
renuncia de lo pulsional a consecuencia de la angustia frente a ella, angustia de la conciencia
moral (8). En el segundo caso, hay igualación entre la mala acción y el propósito
malo; de ahí la conciencia de culpa, la necesidad de castigo. La agresión de la conciencia moral
conserva la agresión de la autoridad. Hasta allí todo se ha vuelto claro; pero, ¿dónde resta
espacio para el refuerzo de la conciencia moral bajo la influencia de la desdicha (de la renuncia
impuesta desde afuera), para la extraordinaria severidad que alcanza la conciencia moral en los
mejores y más obedientes? Ya hemos dado explicaciones de ambas particularidades, pero
probablemente quedó la impresión de que ellas no llegaban al fondo, dejaban un resto sin
explicar. Para zanjar la cuestión, en este punto interviene una idea que es exclusiva del
psicoanálisis y ajena al modo de pensar ordinario de los seres humanos. Y ella es de tal índole
que nos permite comprender cómo todo el asunto debía por fuerza presentársenos tan confuso
e impenetrable. Es esta: Al comienzo, la conciencia moral (mejor dicho: la angustia, que más
tarde deviene conciencia moral) es por cierto causa de la renuncia de lo pulsional, pero esa
relación se invierte después. Cada renuncia de lo pulsional deviene ahora una fuente dinámica
de la conciencia moral; cada nueva renuncia aumenta su severidad e intolerancia, y estaríamos
tentados de profesar una tesis paradójica, con que sólo pudiéramos armonizarla mejor con la
historia genética de la conciencia moral tal como ha llegado a sernos notoria; hela aquí: La
conciencia moral es la consecuencia de la renuncia de lo pulsional; de otro modo: La renuncia
de lo pulsional (impuesta a nosotros desde afuera) crea la conciencia moral, que después
reclama más y más renuncias.
En verdad no es tan grande la contradicción de esta tesis respecto de la enunciada génesis de
la conciencia moral, y vemos un camino para amenguarla más. A fin de facilitar la exposición,
tomemos el ejemplo de la pulsión de agresión y supongamos que en estas constelaciones se
trata, siempre de una renuncia a la agresión. Desde luego, sólo está destinado a ser un
supuesto provisional. El efecto que la renuncia de lo pulsional ejerce sobre la conciencia moral
se produce, entonces, del siguiente modo: cada fragmento de agresión de cuya satisfacción
nos abstenemos es asumido por el superyó y acrecienta su agresión (contra el yo). Hay algo
que no armoniza bien con esto, a saber: que la agresión originaria poseída por la conciencia
moral es continuación de la severidad de la autoridad externa, o sea, nada tiene que ver con una
renuncia. Pero eliminamos esta discordancia si suponemos otro origen para esta primera
dotación agresiva del superyó. Respecto de la autoridad que estorba al niño las satisfacciones
primeras, pero que son también las más sustantivas, tiene que haberse desarrollado en él un
alto grado de inclinación agresiva, sin que interese la índole de las resignaciones de pulsión
exigidas. Forzosamente, el niño debió renunciar a la satisfacción de esta agresión vengativa.
Salva esta difícil situación económica por la vía de mecanismos consabidos: acoge dentro de sí
por identificación esa autoridad inatacable, que ahora deviene el superyó y entra en posesión de
toda la agresión que, como hijo, uno de buena gana habría ejercido contra ella. El yo del hijo
tiene que contentarse con el triste papel de la autoridad -del padre- así degradada. Es una
inversión de la situación, como es tan frecuente: «Si yo fuera el padre y tú el hijo, te maltrataría».
El vínculo entre superyó y yo es el retorno, desfigurado por el deseo, de vínculos objetivos (real}
entre el yo todavía no dividido y un objeto exterior. También esto es típico. Ahora bien, la
diferencia esencial consiste en que la severidad originaria propia del superyó no es -o no es
tanto- la que se ha experimentado de parte de ese objeto o la que se le ha atribuido, sino que
subroga la agresión propia contra él. Si esto es correcto, es lícito aseverar que efectivamente la
conciencia moral ha nacido en el comienzo por la sofocación de una agresión y en su periplo
ulterior se refuerza por nuevas sofocaciones de esa índole.
Pero, ¿cuál de estas dos concepciones es la justa? ¿La primera, que nos pareció tan
incuestionable desde el punto de vista genético, o esta de ahora, que redondea la teoría tan
oportunamente? Es evidente -también según el testimonio de la observación directa- que
ambas están justificadas; no se disputan el campo, y aun coinciden en un punto: en efecto, la
agresión vengativa del hijo es co-mandada por la medida de la agresión punitoria que espera del
padre.
Ahora bien, la experiencia enseña que la severidad del superyó desarrollado por un niño en
modo alguno espeja la severidad del trato que ha experimentado (9). Parece
independiente de ella, pues un niño que ha recibido una educación blanda puede adquirir una
conciencia moral muy severa. Empero, sería incorrecto pretender exagerar esa independencia;
no es difícil convencerse de que la severidad de la educación ejerce fuerte influjo también sobre
la formación del superyó infantil. Cabe consignar también que en la formación del superyó y en
la génesis de la conciencia moral cooperan factores constitucionales congénitos, así como
influencias del medio, del contorno objetivo {real}; y esto en modo alguno es sorprendente, sino
la condición etiológica universal de todos los procesos de esta índole (10).
Puede decirse también que si el niño reacciona con una agresión hiperintensa y una
correspondiente severidad del superyó frente a las primeras grandes frustraciones
{denegaciones} pulsionales, en ello obedece a un arquetipo filogenético y sobrepasa la reacción
justificada en lo actual, pues el padre de la prehistoria era por cierto temible y era lícito atribuirle
la medida más extrema de agresión. Así, pasando de la historia evolutiva individual a la
filogenética, se aminora todavía más la diferencia entre las dos concepciones de la génesis de
la conciencia moral. Pero a cambio de ello surge una nueva diferencia sustantiva entre ambos
procesos. No podemos prescindir de la hipótesis de que el sentimiento de culpa de la
humanidad desciende del complejo de Edipo y se adquirió a raíz del parricidio perpetrado por la unión de hermanos (11). Y en ese tiempo no se sofocó una agresión, sino que se la ejecutó: la misma agresión cuya sofocación en el hijo está destinada a ser la fuente del
sentimiento de culpa. No me asombrarla que en este punto un lector prorrumpiera con enojo:
«¡Conque es del todo indiferente que se asesine o no al padre, pues de cualquier modo se
adquirirá un sentimiento de culpa! Cabe permitirse ciertas dudas. O bien es falso que el
sentimiento de culpa provenga de agresiones sofocadas, o toda la historia del parricidio es una
novela y, entre los hombres primordiales, los hijos no mataron a su padre con mayor frecuencia
de lo que suelen hacerlo hoy. Por lo demás, si no se trata de una novela, sino de una historia
verosímil, se estaría frente a un caso en que acontece lo que todo el mundo espera, a saber,
que uno se siente culpable porque ha hecho efectiva y realmente algo que es injustificable. Y de
esto que es asunto de todos los días, el psicoanálisis nos queda debiendo la explicación».
Ello es verdad y debe repararse. Además, no es un gran secreto. Si uno tiene un sentimiento
de culpa tras infringir algo y por eso mismo, más bien debería llamarlo arrepentimiento. Tal sentimiento se refiere sólo a un acto, y desde luego presupone que antes de cometerlo existía ya una conciencia moral, la disposición a sentirse culpable. Un arrepentimiento semejante, entonces, en nada podría ayudarnos a descubrir el origen de la conciencia moral y del
sentimiento de culpa. He aquí el curso que de ordinario siguen estos casos cotidianos: una
necesidad pulsional ha adquirido una potencia suficiente para satisfacerse a pesar de la
conciencia moral, que solamente está limitada en la suya; y luego de que la necesidad logra
eso, su natural debilitamiento permite que se restablezca la anterior relación de fuerzas. Por ello
el psicoanálisis hace bien en excluir de estas elucidaciones el caso de sentimiento de culpa por
arrepentimiento, no importa con cuánta frecuencia se produzca ni cuán grande sea su
significación práctica.
Pero si se hace remontar el humano sentimiento de culpa al asesinato del padre primordial, ¿no
fue ese un claro caso de « arrepentimiento », y no vale para aquel tiempo el presupuesto de una
conciencia moral y un sentimiento de culpa anteriores al acto? ¿De dónde provino el
arrepentimiento? Es evidente que este caso debe esclarecernos el secreto del sentimiento de
culpa y poner término a nuestras perplejidades. Y opino que en efecto lo hará. Ese
arrepentimiento fue el resultado de la originaria ambivalencia de sentimientos hacia el padre; los
hijos lo odiaban, pero también lo amaban; satisfecho el odio tras la agresión, en el
arrepentimiento por el acto salió a la luz el amor; por vía de identificación con el padre, instituyó
el superyó, al que confirió el poder del padre a modo de castigo por la agresión perpetrada
contra él, y además creó las limitaciones destinadas a prevenir una repetición del crimen. Y
como la inclinación a agredir al padre se repitió en las generaciones siguientes, persistió
también el sentimiento de culpa, que recibía un nuevo refuerzo cada vez que una agresión era
sofocada y trasferida al superyó. Ahora, creo, asimos por fin dos cosas con plena claridad: la
participación del amor en la génesis de la conciencia moral, y el carácter fatal e inevitable del
sentimiento de culpa. No es decisivo, efectivamente, que uno mate al padre o se abstenga del
crimen; en ambos casos uno por fuerza se sentirá culpable, pues el sentimiento de culpa es la
expresión del conflicto de ambivalencia, de la lucha eterna entre el Eros y la pulsión de
destrucción o de muerte. Y ese conflicto se entabla toda vez que se plantea al ser humano la
tarea de la convivencia; mientras una comunidad sólo conoce la forma de la familia, aquel tiene
que exteriorizarse en el complejo de Edipo, introducir la conciencia moral, crear el primer
sentimiento de culpa. Si se ensaya una ampliación de esa comunidad, ese mismo conflicto se
prolonga en formas que son dependientes del pasado, se refuerza y trae como consecuencia
un ulterior aumento del sentimiento de culpa. Puesto que la cultura obedece a una impulsión
erótica interior, que ordena a los seres humanos unirse en una masa estrechamente atada, sólo puede alcanzar esta meta por la vía de un refuerzo siempre creciente del sentimiento de culpa.
Lo que había empezado en torno del padre se consuma en torno de la masa. Y si la cultura es
la vía de desarrollo necesaria desde la familia a la humanidad, entonces la elevación del sentimiento de culpa es inescindible de ella, como resultado del conflicto innato de
ambivalencia, como resultado de la eterna lucha entre amor y pugna por la muerte; y lo es,
acaso, hasta cimas que pueden serle difícilmente soportables al individuo. Le viene a uno a la
memoria la sobrecogedora acusación del gran poeta a los «poderes celestiales»:
«Nos ponéis en medio de la vida,
dejáis que la pobre criatura se llene de culpas:
luego a su cargo le dejáis la pena;
pues toda culpa se paga sobre la Tierra».
(12)
Y uno bien puede suspirar por el saber que es dado a ciertos hombres: espigan sin trabajo, del
torbellino de sus propios sentimientos, las intelecciones más hondas hacia las cuales los
demás, nosotros todos, hemos debido abrirnos paso en medio de una incertidumbre torturante
v a través de unos desconcertados tanteos.

Continúa en ¨Obras de S. Freud: El malestar en la cultura (1930), Capítulo VIII¨

Notas:
1- [Cf.. «El problema económico del masoquismo» (1924c), AE, 19, pág. 172.]
2- Piénsese en el famoso «Mandarín» de Rousseau. [El problema planteado por Rousseau. fue enunciado en detalle por Freud en «De guerra y muerte» (1915b), AE, 14, pág. 299.]
3- Todo lector inteligente comprenderá y tendrá en cuenta que en esta exposición panorámica separamos de manera tajante lo que en la realidad efectiva se consuma en transiciones graduales, y que no se trata sólo de la existencia de un superyó, sino de su intensidad relativa y su esfera de influencia. Lo dicho hasta aquí acerca de la conciencia moral y la culpa es de todos conocido y casi indiscutible.
4- [Esta paradoja ya había sido estudiada por Freud con anterioridad, por ejemplo en El yo y el ello (1923b), AE, 19, págs. 54-5, donde se suministran otras referencias.]
5- [«Heiligkeit»; este término fue objeto de consideraciones en otros trabajos de Freud; cf. «La moral sexual «cultural» y la nerviosidad moderna» (1908d), AE, 9, pág. 187, y Moisés y la religión monoteísta (1939a), AE, 23, págs. 116-8.]
6- De esta intensificación de la moral por el infortunio trata Mark Twain en un precioso cuento, The First Melon I ever Stole {El primer melón que robé}. Por azar, ese primer melón no estaba maduro. Escuché al propio Twain contarlo en una conferencia. Tras enunciar su título, interrumpió el relato y se preguntó, como dudando: «Was it the first?» {«¿Fue el primero?»}. Todo estaba dicho. El primero no había sido el único. [Esta última oración fue agregada en 1931. En una carta dirigida a Fliess el 9 de febrero de 1898, Freud le informaba que había asistido a una conferencia de Mark Twain días atrás (Freud, 1950a, Carta 83).]
7- [En Moisés y la religión monoteísta (Freud, 1939a) se hacen consideraciones mucho más extensas sobre la relación del pueblo de Israel con su Dios.]
8- [Este tema ya había sido tocado en Inhibición, síntoma y angustia (1926d), AE, 20, pág. 122.]
9- Como lo han destacado correctamente Melanie Klein y otros autores ingleses.
10- Franz Alexander, en su Psychoanalyse der Gesamtpersoinlichkeit (1927), ha formulado acertados juicios -retornando el estudio de Aichhorn sobre la juventud desamparada [1925]- con respecto a los dos tipos principales de métodos patógenos de educación: la severidad excesiva y el consentimiento. El padre «desmedidamente blando e indulgente» ocasionará en el niño la formación de un superyó hipersevero, porque ese niño, bajo la impresión del amor que recibe, no tiene otra salida para su agresión que volverla hacia adentro. En el niño desamparado, educado sin amor, falta la tensión entre el yo y el superyó, y toda su agresión puede dirigirse hacia afuera. Por lo tanto, si se prescinde de un factor constitucional que cabe admitir, es lícito afirmar que la conciencia moral severa es engendrada por la cooperación de dos influjos vitales: la frustración pulsional, que desencadena la agresión, y la experiencia de amor, que vuelve esa agresión hacia adentro y la trasfiere al superyó.
11- [Tótem y tabú (1912-13), AE, 13, pág. 145.]
12- Una de las canciones del arpista en Wilhelm Meister, de Goethe. [Los dos primeros versos fueron citados por Freud como asociación ante un fragmento de uno de sus propios sueños en Sobre el sueño (1901a), AE, 5, págs. 621 y 623.]

Obras de S. Freud: El malestar en la cultura (1930), Cpítulo VI

El malestar en la cultura

VI

El malestar en la cultura

VI

En ninguno de mis trabajos he tenido como en este la sensación de exponer cosas
archisabidas, gastar papel y tinta, y hacer trabajar al tipógrafo y al impresor meramente para
referir cosas triviales. Por eso cojo al vuelo lo que al parecer ha resultado, a saber, que el
reconocimiento de una pulsión de agresión especial, autónoma, implicaría una modificación de la doctrina psicoanalítica de las pulsiones.
Se demostrará que no hay tal, que tan sólo se trata de dar mayor relieve a un giro consumado
hace mucho tiempo y perseguirlo en sus consecuencias. El conjunto de la teoría analítica ha
progresado lentamente; pero de todas sus piezas, la doctrina de las pulsiones es aquella donde
más trabajosos resultaron los tanteos de avance (1). Empero, era tan indispensable
para el todo, que se debía poner algo en el lugar correspondiente. En el completo desconcierto
de los comienzos, me sirvió como primer punto de apoyo el dicho de Schiller, el filósofo poeta:
«hambre y amor» mantienen cohesionada la fábrica del mundo (2). El hambre podía
considerarse el subrogado de aquellas pulsiones que quieren conservar al individuo, en tanto
que el amor pugna por alcanzar objetos; su función principal, favorecida de todas las maneras
por la naturaleza, es la conservación de la especie. Así, al comienzo se contrapusieron
pulsiones yoicas y pulsiones de objeto. Para designar la energía de estas últimas, y
exclusivamente para ella, yo introduje el nombre de libido (3); de este modo, la oposición corría
entre las pulsiones yoicas y las pulsiones «libidinosas» del amor en sentido lato (4), dirigidas al
objeto. Una de estas pulsiones de objeto, la sádica, se destacaba sin duda por el hecho de que
su meta no era precisamente amorosa, y aun era evidente que en muchos aspectos se
anexaba a las pulsiones yoicas, no podía ocultar su estrecho parentesco con pulsiones de
apoderamiento sin propósito libidinoso. Había ahí algo discordante, pero se lo pasó por alto; y a
pesar de todo era evidente que el sadismo pertenecía a la vida sexual, pues el juego cruel podía
sustituir al tierno. La neurosis se nos presentó como el desenlace de una lucha entre el interés
de la autoconservación y las demandas de la libido: una lucha en que el yo había triunfado, mas
al precio de graves sufrimientos y renuncias.
Todo analista concederá que lo expuesto ni siquiera hoy suena como un error hace tiempo
superado. Sí se volvió indispensable una modificación cuando nuestra investigación avanzó de
lo reprimido a lo represor, de las pulsiones de objeto al yo. En este punto fue decisiva la
introducción del concepto de narcisismo, es decir, la intelección de que el yo mismo es
investido con libido, y aun es su hogar originario y, por así decir, también su cuartel general (5). Esta libido narcisista se vuelca a los objetos, deviniendo de tal modo libido de objeto,
y puede volver a mudarse en libido narcisista. El concepto de narcisismo nos permitió
aprehender analíticamente la neurosis traumática, así como muchas afecciones vecinas a las
psicosis, y estas mismas. No hacía falta abandonar la interpretación de las neurosis de
trasferencia como intentos del yo por defenderse de la sexualidad, pero el concepto de libido
corrió peligro. Puesto que también las pulsiones yoicas eran libidinosas, por un momento
pareció inevitable identificar libido con energía pulsional en general, como ya C. G. Jung había
pretendido hacerlo anteriormente. Empero, en el trasfondo quedaba algo así como una
certidumbre imposible de fundar todavía, y era que las pulsiones no pueden ser todas de la
misma clase. Di el siguiente paso en Más allá del principio de placer (1920g), cuando por
primera vez caí en la cuenta de la compulsión de repetición y del carácter conservador de la
vida pulsional. Partiendo de especulaciones acerca del comienzo de la vida, y de paralelos
biológicos, extraje la conclusión de que además de la pulsión a conservar la sustancia viva y reunirla en unidades cada vez mayores (6), debía de haber otra pulsión, opuesta a
ella, que pugnara por disolver esas unidades y reconducirlas al estado inorgánico inicial. Vale
decir: junto al Eros, una pulsión de muerte; y la acción eficaz conjugada y contrapuesta de ambas permitía explicar los fenómenos de la vida. Ahora bien, no era fácil pesquisar la actividad de esta pulsión de muerte que habíamos supuesto. Las exteriorizaciones del Eros eran harto llamativas y ruidosas; cabía pensar que la pulsión de muerte trabajaba muda dentro del ser vivo en la obra de su disolución, pero desde luego eso no constituía una prueba, Más lejos nos llevó la idea de que una parte de la pulsión se dirigía al mundo exterior, y entonces salía a la luz como pulsión a agredir y destruir. Así la pulsión sería compelida a ponerse al servicio del Eros, en la medida en que el ser vivo aniquilaba a un otro, animado o inanimado, y no a su sí-mismo propio.
A la inversa, si esta agresión hacia afuera era limitada, ello no podía menos que traer por
consecuencia un incremento de la autodestrucción, por lo demás siempre presente. Al mismo
tiempo, a partir de este ejemplo podía colegirse que las dos variedades de pulsiones rara vez
-quizá nunca- aparecían aisladas entre sí, sino que se ligaban en proporciones muy variables,
volviéndose de ese modo irreconocibles para nuestro juicio. En el sadismo, notorio desde hacía
tiempo como pulsión parcial de la sexualidad, se estaba frente a una liga de esta índole,
particularmente fuerte, entre la aspiración de amor y la pulsión de destrucción; y en su
contraparte, el masoquismo, frente a una conexión de la destrucción dirigida hacia adentro con
la sexualidad, conexión en virtud de la cual se volvía hasta llamativa y conspicua esa aspiración
de ordinario no perceptible.
El supuesto de la pulsión de muerte o de destrucción tropezó con resistencia aun dentro, de círculos analíticos; sé que muchas veces se prefiere atribuir todo lo que se encuentra de amenazador y hostil en el amor a una bipolaridad originaría de su naturaleza misma. Al comienzo yo había sustentado sólo de manera tentativa las concepciones aquí desarrolladas
(7), pero en el curso del tiempo han adquirido tal poder sobre mí que ya no puedo
pensar de otro modo. Opino que en lo teórico son incomparablemente más útiles que
cualesquiera otras posibles: traen aparejada esa simplificación sin descuido ni forzamiento de
los hechos a que aspiramos en el trabajo científico, Admito que en el sadismo y el masoquismo
hemos tenido siempre ante nuestros ojos las exteriorizaciones de la pulsión de destrucción,
dirigida hacia afuera y hacia adentro, con fuerte liga de erotismo; pero ya no comprendo que
podamos pasar por alto la ubicuidad de la agresión y destrucción no eróticas, y dejemos de
asignarle la posición que se merece en la interpretación de la vida. (En efecto, la manía de
destrucción dirigida hacia adentro se sustrae casi siempre de la percepción cuando no está
coloreada de erotismo.) Recuerdo mi propia actitud defensiva cuando por primera vez emergió
en la bibliografía psicoanalítica la idea de la pulsión de destrucción, y el largo tiempo que hubo
de pasar hasta que me volviera receptivo para ella (8). Me asombra menos que otros
mostraran -y aun muestren- la misma desautorización. En efecto, a los niñitos no les gusta oír
(9) que se les mencione la inclinación innata del ser humano al «mal.», a la agresión,
la destrucción y, con ellas, también a la crueldad. Es que Dios los ha creado a imagen y
semejanza de su propia perfección, y no se quiere admitir cuán difícil resulta conciliar la
indiscutible existencia del mal -a pesar de las protestas de la Christian Science- con la
omnipotencia o la bondad infinita de Dios. El Diablo sería el mejor expediente para disculpar a
Dios, desempeñaría el mismo papel de deslastre económico que los judíos en el mundo del
ideal ario. Pero, aun así, pueden pedírsele cuentas a Dios por la existencia del Diablo, como por
la del mal, que el Diablo corporiza, En vista de tales dificultades, es aconsejable que cada quien
haga una profunda reverencia, en el lugar oportuno, ante la naturaleza profundamente ética del
ser humano; eso lo ayuda a uno a ser bien visto por todos, y a que le disimulen muchos
pecadillos (10).
El nombre de libido puede aplicarse nuevamente a las exteriorizaciones de fuerza del Eros, a fin de separarlas de la energía de la pulsión de muerte (11). Corresponde admitir que cuando esta última no se trasluce a través de la liga con el Eros, resulta muy difícil de
aprehender; se la colige sólo como un saldo tras el Eros, por así decir, y se nos escapa. En el
sadismo, donde ella tuerce a su favor la meta erótica, aunque satisfaciendo plenamente la
aspiración sexual, obtenemos la más clara intelección de su naturaleza y de su vínculo con el
Eros. Pero aun donde emerge sin propósito sexual, incluso en la más ciega furia destructiva, es
imposible desconocer que su satisfacción se enlaza con un goce narcisista extraordinariamente
elevado, en la medida en que enseña al yo el cumplimiento de sus antiguos deseos de
omnipotencia. Atemperada y domeñada, inhibida en su meta, la pulsión de destrucción, dirigida
a los objetos, se ve forzada a procurar al yo la satisfacción de sus necesidades vitales y el
dominio sobre la naturaleza. Puesto que la hipótesis de esa pulsión descansa esencialmente en razones teóricas, es preciso admitir que no se encuentra del todo a salvo de objeciones teóricas. Pero es así como nos aparece en este momento, dado el estado actual de nuestras intelecciones; la investigación y la reflexión futuras aportarán, a no dudarlo, la claridad decisiva.
Entonces, para todo lo que sigue me sitúo en este punto de vista: la inclinación agresiva es una
disposición pulsional autónoma, originaria, del ser humano. Y retornando el hilo del discurso ,
sostengo que la cultura encuentra en ella su obstáculo más poderoso. En algún momento de esta indagación se nos impuso la idea de que la cultura es un proceso particular que abarca a la humanidad toda en su trascurrir, y seguimos cautivados por esa idea. Ahora agregamos que sería un proceso al servicio del Eros, que quiere reunir a los individuos aislados, luego a las familias, después a etnias, pueblos, naciones, en una gran unidad: la humanidad. Por qué deba acontecer así, no lo sabemos; sería precisamente la obra del Eros (12). Esas
multitudes de seres humanos deben ser ligados libidinosamente entre sí; la necesidad sola, las
ventajas de la comunidad de trabajo, no los mantendrían cohesionados. Ahora bien, a este
programa de la cultura se opone la pulsión agresiva natural de los seres humanos, la hostilidad de uno contra todos y de todos contra uno. Esta pulsión de agresión es el retoño y el principal subrogado de la pulsión de muerte que hemos descubierto junto al Eros, y que comparte con este el gobierno del universo. Y ahora, yo creo, ha dejado de resultarnos oscuro el sentido del desarrollo cultural. Tiene que enseñarnos la lucha entre Eros y Muerte, pulsión de vida y pulsión de destrucción, tal como se consuma en la especie humana. Esta lucha es el contenido esencial de la vida en general, y por eso el desarrollo cultural puede caracterizarse sucintamente como la lucha por la vida de la especie humana (13). ¡Y esta es la gigantomaquia que nuestras niñeras pretenden apaciguar con el «arrorró del cielo (14)»!

Continúa en ¨Obras de S. Freud: El malestar en la cultura (1930), Cpítulo VII¨

Notas:
1- [Se hallará un comentario sobre la historia de la teoría freudiana de las pulsiones en mi «Nota introductoria» a «Pulsiones y destinos de pulsión» (Freud, 1915c), AE, 14, págs. 109 y sigs.]
2- [En «Die WeItweisen».]
3- [En el primero de sus trabajos sobre la neurosis de angustia (1895b), AE, 3, pág. 102.]
4- [Es decir, en el sentido en que Platón empleaba el término. Cf. Psicología de las masas y análisis del yo (1921c), AE, 18, pág. 94.]
5- [Véase al respecto mi «Apéndice B» al final de El yo y el ello (Freud, 1923b), AE, 19, pág. 63.]
6- Es llamativa, y puede convertirse en punto de partida de ulteriores indagaciones, la oposición que de este modo surge entre la tendencia de Eros a la extensión incesante y la universal naturaleza conservadora de las pulsiones.
7- [Cf. Más allá del principio de placer (1920g), AE, 18, pág. 58.]
8- [Véanse los comentarios que hago al respecto en mi «Introducción».]
9- [«Denn die Kindlein, Sie bören es nicht gerne»; cita tomada del poema de Goethe, «Die Ballade vom vertriebenen und heimgekehrten Grafen».]
10- Un efecto particularmente convincente produce la identificación del principio del mal con la pulsión de destrucción en el Mefistófeles de Goethe:

               « . . pues todo lo que nace
               digno es de destruirse; por eso,
               mejor sería que no hubiera nacido;
               así, lo que vosotros llamáis pecado,
               destrucción, lo malo, en suma,
               ese es el elemento a mí adecuado».

El propio Diablo no menciona como su oponente a lo sagrado, al bien, sino a la fuerza de la naturaleza para engendrar, para multiplicar la vida, o sea, al Eros:

               «De la tierra, del aire y de las aguas
               se desprenden miles de gérmenes
               en lo seco y lo húmedo, lo cálido y lo frío,
               y si no me hubiera reservado las llamas,
               nada tendría propiamente para mí».

[Ambos fragmentos pertenecen a Goethe, Fausto, parte I, escena 3. Se hace una alusión circunstancial al segundo de ellos en La interpretación de los sueños (1900a), AE, 4, pág. 100.]
11- Nuestra concepción actual puede enunciarse aproximadamente así: En cada exteriorización pulsional participa la libido, pero no todo en ella es libido.
12- [Cf. Más allá del principio de placer (1920g), passim.]
13- Probablemente agregando esto: tal como debió configurarse a partir de cierto acontecimiento que aún nos resta colegir.
14- [«Eiapopeia vom Himmel»; cita tomada del poema de Heine, DeutschIand, sección I ]

Obras de S. Freud: El malestar en la cultura (1930). Capítulo V

El malestar en la cultura

V

El malestar en la cultura

V

El trabajo psicoanalítico nos ha enseñado que son justamente estas frustraciones
{denegaciones} de la vida sexual lo que los individuos llamados neuróticos no toleran. Ellos se crean, en sus síntomas, satisfacciones sustitutivas, que, empero, los hacen padecer por sí mismas o devienen fuentes de sufrimiento por depararles dificultades con el medio circundante
y la sociedad. Lo segundo se comprende con facilidad; lo primero nos pone frente a un nuevo
enigma. Ahora bien, la cultura exige otros sacrificios, además del de la satisfacción sexual.
Hemos concebido la dificultad del desarrollo cultural como una dificultad universal del
desarrollo; la recondujimos, en efecto, a la inercia de la libido, a su renuencia a abandonar una
posición antigua por una nueva (1). Decimos más o menos lo mismo si derivamos la
oposición entre cultura y sexualidad del hecho de que el amor sexual es una relación entre dos personas en que los terceros huelgan o estorban, mientras que la cultura reposa en vínculos
entre un gran número de seres humanos. En el ápice de una relación amorosa, no subsiste
interés alguno por el mundo circundante; la pareja se basta a sí misma, y ni siquiera precisa del
hijo común para ser dichosa. En ningún otro caso el Eros deja traslucir tan nítidamente el núcleo
de su esencia: el propósito de convertir lo múltiple en uno; pero tan pronto lo ha logrado en el
enamoramiento de dos seres humanos, como lo consigna una frase hecha, no quiere avanzar
más allá.
Muy bien podríamos imaginar una comunidad culta compuesta de tales individuos dobles, que,
libidinalmente saciados en sí mismos, se enlazaran entre ellos a través de la comunidad de
intereses y de trabajo. En tal caso, la cultura no necesitaría sustraer energías a la sexualidad. Pero ese deseable estado no existe ni ha existido nunca; la realidad efectiva nos muestra que la cultura nunca se conforma con las ligazones que se le han concedido hasta un momento dado, que pretende ligar entre sí a los miembros de la comunidad también libidinalmente, que se vale de todos los medios y promueve todos los caminos para establecer fuertes identificaciones entre ellos, moviliza en la máxima proporción una libido de meta inhibida a fin de fortalecer los lazos comunitarios mediante vínculos de amistad. Para cumplir estos propósitos es inevitable limitar la vida sexual. Pero aún no inteligimos la necesidad objetiva que esfuerza a la cultura por este camino y funda su oposición a la sexualidad. Ha de tratarse de un factor perturbador que todavía no hemos descubierto.
Uno de los reclamos ideales (como los hemos llamado) (2) de la sociedad culta
puede ponernos sobre la pista. Dice: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo»; es de difusión
universal, y es por cierto más antiguo que el cristianismo, que lo presenta como su mayor título
de orgullo; pero seguramente no es muy viejo: los seres humanos lo desconocían aun en
épocas históricas. Adoptemos frente a él una actitud ingenua, como si lo escuchásemos por
primera vez. En tal caso, no podremos sofocar un sentimiento de asombro y extrañeza. ¿Por
qué deberíamos hacer eso? ¿De qué nos valdría? Pero, sobre todo, ¿cómo llevarlo a cabo?
¿Cómo sería posible? Mi amor es algo valioso para mí, no puedo desperdiciarlo sin pedir
cuentas. Me impone deberes que tengo que disponerme a cumplir con sacrificios. Si amo a
otro, él debe merecerlo de alguna manera. (Prescindo de los beneficios que pueda brindarme,
así como de su posible valor como objeto sexual para mí; estas dos clases de vínculo no
cuentan para el precepto del amor al prójimo.) Y lo merece sí en aspectos importantes se me
parece tanto que puedo amarme a mí mismo en él; lo merece si sus perfecciones son tanto
mayores que las mías que puedo amarlo como al ideal de mi propia persona; tengo que amarlo
sí es el hijo de mi amigo, pues el dolor del amigo, si a aquel le ocurriese una desgracia, sería
también mí dolor, forzosamente participaría de él. Pero si es un extraño para mí, y no puede
atraerme por algún valor suyo o alguna signficación que haya adquirido para mi vida afectiva,
me será difícil amarlo. Y hasta cometería una injusticia haciéndolo, pues mi amor se aquilata en
la predilección por los míos, a quienes infiero una injusticia si pongo al extraño en un pie de
igualdad con ellos. Pero si debo amarlo con ese amor universal de que hablábamos,
meramente porque también él es un ser de esta Tierra, como el insecto, como la lombriz, como
la víbora, entonces me temo que le corresponderá un pequeño monto de amor, un monto que
no puede ser tan grande como el que el juicio de la razón me autoriza a reservarme a mí
mismo. ¿Por qué, pues, se rodea de tanta solemnidad un precepto cuyo cumplimiento no puede
recomendarse como racional?
Y si considero mejor las cosas, hallo todavía otras dificultades. No es sólo que ese extraño
es, en general, indigno de amor; tengo que confesar honradamente que se hace más acreedor
a mí hostilidad, y aun a mi odio. No parece albergar el mínimo amor hacia mí, no me tiene el
menor miramiento. Si puede extraer una ventaja, no tiene reparo alguno en perjudicarme, y ni
siquiera se pregunta si la magnitud de su beneficio guarda proporción con el daño que me
infiere. Más todavía: ni hace falta que ello le reporte utilidad; con que sólo satisfaga su placer, no
se priva de burlarse de mí, de ultrajarme, calumniarme, exhibirme su poder; y mientras más
seguro se siente él y más desvalido me encuentre yo, con certeza tanto mayor puedo esperar
ese comportamiento suyo hacía mí. Y si se comporta de otro modo; si, siendo un extraño, me
demuestra consideración y respeto, yo estoy dispuesto sin más, sin necesidad de precepto
alguno, a retribuirle con la misma moneda. En efecto; yo no contradiría aquel grandioso
mandamiento si rezara: «Ama a tu prójimo como tu prójimo te ama a ti». Hay un segundo
mandamiento que me parece todavía menos entendible y desata en mí una revuelta mayor.
Dice: «Ama a tus enemigos». Pero si lo pienso bien, no tengo razón para rechazarlo como si
fuera una exigencia más, grave. En el fondo, es lo mismo (3).
En este punto creo escuchar, de una voz grave y digna, la admonición: «Justamente porque
el prójimo no es digno de amor, sino tu enemigo, debes amarlo como a ti mismo».
Comprendo ahora; es un caso semejante al de «Credo quia absurdum (4)» .
Ahora bien, es muy probable que el prójimo, si se lo exhortara a amarme como se ama a sí
mismo, diera idéntica respuesta que yo y me rechazara con iguales fundamentos. No con
idéntico derecho objetivo, según creo yo; pero lo mismo opinará él. Es verdad que entre las
conductas de los seres humanos hay diferencias; la ética las califica de «buenas» y «malas»
con prescindencia de las condiciones en que se produjeron. Hasta tanto no se supriman esas
innegables diferencias, obedecer a los elevados reclamos de la ética importará un perjuicio a los propósitos de la cultura, puesto que lisa y llanamente discierne premios a la maldad. Uno no puede apartar de sí, en este punto, el recuerdo de lo acontecido en el Parlamento francés cuando se trataba la pena de muerte; un orador acababa de abogar apasionadamente en favor de su abolición: una tormenta de aplausos apoyó su discurso, hasta que desde la sala una voz prorrumpió en estas palabras: «Que messieurs les assassins commencent! (5)».
Tras todo esto, es un fragmento de realidad efectiva lo que se pretende desmentir; el ser
humano no es un ser manso, amable, a lo sumo capaz de defenderse si lo atacan, sino que es
lícito atribuir a su dotación pulsional una buena cuota de agresividad. En consecuencia, el
prójimo no es solamente un posible auxiliar y objeto sexual, sino una tentación para satisfacer
en él la agresión, explotar su fuerza de trabajo sin resarcirlo, usarlo sexualmente sin su
consentimiento, desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, infligirle dolores, martirizarlo y
asesinarlo. «Homo homini lupus (6)»: ¿quién, en vista de las experiencias de la vida y de la
historia, osaría poner en entredicho tal apotegma? Esa agresión cruel aguarda por lo general
una provocación, o sirve a un propósito diverso cuya meta también habría podido alcanzarse
con métodos más benignos. Bajo circunstancias propicias, cuando están ausentes las fuerzas
anímicas contrarias que suelen inhibirla, se exterioriza también espontáneamente,
desenmascara a los seres humanos como bestias salvajes que ni siquiera respetan a los
miembros de su propia especie. Quien evoque en su recuerdo el espanto de las invasiones
bárbaras, las incursiones de los hunos, de los llamados mongoles bajo Gengis Khan y
Tamerlán, la conquista de Jerusalén por los piadosos cruzados, y, ayer apenas, los horrores de
la última Guerra Mundial, no podrá menos que inclinarse, desanimado, ante la verdad objetiva de
esta concepción.
La existencia de esta inclinación agresiva que podemos registrar en nosotros mismos y con
derecho presuponemos en los demás es el factor que perturba nuestros vínculos con el prójimo
y que compele a la cultura a realizar su gasto [de energía]. A raíz de esta hostilidad primaria y recíproca de los seres humanos, la sociedad culta se encuentra bajo una permanente amenaza
de disolución. El interés de la comunidad de trabajo no la mantendría cohesionada; en efecto,
las pasiones que vienen de lo pulsional son más fuertes que unos intereses racionales. La
cultura tiene que movilizarlo todo para poner límites a las pulsiones agresivas de los seres humanos, para sofrenar mediante formaciones psíquicas reactivas sus exteriorizaciones. De ahí el recurso a métodos destinados a impulsarlos hacia identificaciones y vínculos amorosos de meta inhibida; de ahí la limitación de la vida sexual y de ahí, también, el mandamiento ideal de amar al prójimo como a sí mismo, que en la realidad efectiva sólo se justifica por el hecho de que nada contraría más a la naturaleza humana originaría. Pero con todos sus empeños, este afán cultural no ha conseguido gran cosa hasta ahora. La cultura espera prevenir los excesos más groseros de la fuerza bruta arrogándose el derecho de ejercer ella misma una violencia sobre los criminales, pero la ley no alcanza a las exteriorizaciones más cautelosas y refinadas de la agresión humana. Cada uno de nosotros termina por aventar como ilusiones las expectativas que alentó en su juventud respecto de los prójimos, y sabe por experiencia propia cuánto más difícil y dolorosa se le volvió la vida por la malevolencia de estos. Por consiguiente, sería injusto reprochar a la cultura su propósito de excluir la lucha y la competencia del quehacer humano. Ellas son sin duda indispensables, pero la condición de oponente no coincide necesariamente con la de enemigo; sólo deviene tal cuando se la toma como pretexto y se hace abuso de ella.
Los comunistas creen haber hallado el camino para la redención del mal. El ser humano es
íntegramente bueno, rebosa de benevolencia hacía sus prójimos, pero la institución de la
propiedad privada ha corrompido su naturaleza. La posesión de bienes privados confiere al
individuo el poder, y con él la tentación, de maltratar a sus semejantes; los desposeídos no
pueden menos que rebelarse contra sus opresores, sus enemigos. Si se cancela la propiedad
privada, si todos los bienes se declaran comunes y se permite participar en su goce a todos los
seres humanos, desaparecerán la malevolencia y la enemistad entre los hombres. Satisfechas
todas las necesidades, nadie tendrá motivos para ver en el otro su enemigo; todos se
someterán de buena voluntad al trabajo necesario. No es de mi incumbencia la crítica
económica al sistema comunista; no puedo indagar si la abolición de la propiedad privada es
oportuna y ventajosa (7). Pero puedo discernir su premisa psicológica como una
vana ilusión. Si se cancela la propiedad privada, se sustrae al humano gusto por la agresión uno
de sus instrumentos; poderoso sin duda, pero no el más poderoso. Es que nada se habrá
modificado en las desigualdades de poder e influencia de que la agresión abusa para cumplir
sus propósitos; y menos aún en su naturaleza misma. La agresión no ha sido creada por la
institución de la propiedad; reinó casi sin limitaciones en épocas primordiales cuando esta era
todavía muy escasa, se la advierte ya en la crianza de los niños cuando la propiedad ni siquiera
ha terminado de abandonar su forma anal primordial, constituye el trasfondo de todos los
vínculos de amor y ternura entre los seres humanos, acaso con la única excepción del que une
a una madre con su hijo varón (8). Si se remueve el título personal sobre los bienes
materiales, resta todavía el privilegio que dimana de las relaciones sexuales, privilegio que por
fuerza será la fuente de la más intensa malquerencia y la hostilidad más violenta entre seres
humanos de iguales derechos en todo lo demás. Y sí también se lo suprimiera por medio de la
total liberación de la vida sexual, eliminando en consecuencia a la familia, célula germinal de la
cultura, ciertamente serían imprevisibles los nuevos caminos que el desarrollo cultural
emprendería; pero hay algo que es lícito esperar: ese rasgo indestructible de la naturaleza
humana lo seguiría adonde fuese.
No es fácil para los seres humanos, evidentemente, renunciar a satisfacer esta su inclinación
agresiva; no se sienten bien en esa renuncia. No debe menospreciarse la ventaja que brinda un
círculo cultural más pequeño: ofrecer un escape a la pulsión en la hostilización a los extraños.
Siempre es posible ligar en el amor a una multitud mayor de seres humanos, con tal que otros
queden fuera para manifestarles la agresión. En una ocasión me ocupé del fenómeno de que
justamente comunidades vecinas, y aun muy próximas en todos los aspectos, se hostilizan y
escarnecen: así, españoles y portugueses, alemanes del Norte y del Sur, ingleses y escoceses,
etc. (9). Le di el nombre de «narcisismo de las pequeñas diferencias», que no aclara
mucho las cosas. Pues bien; ahí se discierne una satisfacción relativamente cómoda e
inofensiva de la inclinación agresiva, por cuyo intermedio se facilita la cohesión de los miembros
de la comunidad. Así, el pueblo judío, disperso por todo el orbe, tiene ganados loables méritos
frente a las culturas de los pueblos que los hospedaron; lástima que todas las matanza, de judíos en la Edad Media no consiguieron hacer gozar a sus compatriotas cristianos de una paz
y una seguridad mayores en esa época. Después que el apóstol Pablo hizo del amor universal
por los hombres el fundamento de su comunidad cristiana, una consecuencia inevitable fue la
intolerancia más extrema del cristianismo hacía quienes permanecían fuera; los romanos, que
no habían fundado sobre el amor su régimen estatal, desconocían la intolerancia religiosa, y eso
que entre ellos la religión era asunto del Estado, a su vez traspasado de religión. Tampoco fue
un azar incomprensible que el sueño de un imperio germánico universal pidiera como
complemento el antisemitismo, y parece explicable que el ensayo de instituir en Rusia una
cultura comunista nueva halle su respaldo psicológico en la persecución al burgués. Uno no
puede menos que preguntarse, con preocupación, qué harán los soviets después que hayan
liquidado a sus burgueses.
Puesto que la cultura impone tantos sacrificios no sólo a la sexualidad, sino a la inclinación agresiva del ser humano, comprendemos mejor que los hombres difícilmente se sientan dichosos dentro de ella. De hecho, al hombre primordial las cosas le iban mejor, pues no conocía limitación alguna de lo pulsional. En compensación, era ínfima su seguridad de gozar mucho tiempo de semejante dicha. El hombre culto ha cambiado un trozo de posibilidad de dicha por un trozo de seguridad. Mas no olvidemos que en la familia primordial sólo el jefe gozaba de esa libertad pulsional; los otros vivían oprimidos como esclavos. Por tanto, en esa
época primordial de la cultura era extrema la oposición entre una minoría que gozaba de sus
ventajas y una mayoría despojada de ellas . En cuanto a los pueblos primitivos que hoy viven, la
averiguación más cuidadosa nos ha enseñado que no es lícito envidiarlos por la libertad de su
vida pulsional; está sometida a limitaciones de otra índole, pero acaso de mayor severidad que
la del hombre culto moderno.
Cuando, con razón, objetamos al estado actual de nuestra cultura lo poco que satisface
nuestras demandas de un régimen de vida que propicie la dicha; cuando, mediante una crítica
despiadada, nos empeñamos en descubrir las raíces de su imperfección, ejercemos nuestro
legítimo derecho y no por ello nos mostramos enemigos de la cultura. Nos es lícito esperar que
poco a poco le introduciremos variantes que satisfagan mejor nuestras necesidades y tomen en
cuenta aquella crítica. Pero acaso llegaremos a familiarizarnos con la idea de que hay
dificultades inherentes a la esencia de la cultura y que ningún ensayo de reforma podrá salvar.
Además de las tareas de la limitación de las pulsiones, para la cual estamos preparados, nos
acecha el peligro de un estado que podríamos denominar «miseria psicológica de la
masa (10)».’ Ese peligro amenaza sobre todo donde la ligazón social se establece
principalmente por identificación recíproca entre los participantes, al par que individualidades
conductoras no alcanzan la significación que les correspondería en la formación de masa (11). La actual situación de la cultura de Estados Unidos proporcionaría una buena
oportunidad para estudiar ese perjuicio cultural temido. Pero resisto a la tentación de emprender la crítica de la cultura de ese país; no quiero dar la impresión de que yo mismo querría servirme de métodos norteamericanos.

Continúa en ¨Obras de S. Freud: El malestar en la cultura (1930). Capítulo VI¨

Notas:
1- [He hecho algunas consideraciones sobre el uso por parte de Freud del concepto de «inercia psíquica», en general, en una nota al pie de «Un caso de paranoia que contradice la teoría psicoanalítica» (1915f), AE, 14, págs. 271-2.]
2- [Cf. cap. III de este trabajo, y también «La moral sexual «cultural» y la nerviosidad moderna» (1908d), AE, 9, pág, 178.]
3- Un gran poeta puede permitirse expresar, al menos en broma, verdades psicológicas muy mal vistas. Así, Heine confiesa: «Yo tengo las intenciones más pacíficas. Mis deseos son: una modesta choza con techo de paja, pero un buen lecho, buena comida, leche y pan muy frescos; frente a la ventana, flores, y algunos hermosos árboles a mí puerta; y si el buen Dios quiere hacerme completamente dichoso, que me dé la alegría de que de esos árboles cuelguen seis o siete de mis enemigos. De todo corazón les perdonaré, muertos, todas las iniquidades que me hicieron en vida… Sí: uno debe perdonar a sus enemigos, pero no antes de que sean ahorcados». (Heine, Gedarken und Einfälle [sección I].)
4- [Cf. El porvenir de una ilusión (1927c), AE, 21, pág. 28. Freud vuelve a ocuparse del mandamiento «Amarás a tu prójimo como a ti mismo»  AE, 21, pág. 138.]
5-  {«¡Que empiecen por hacerlo los señores asesinos!».}
6- [{«El hombre es el lobo del hombre».} Tomado de Plauto, Asinaria, II, IV, 88.]
7- Quien en su juventud conoció por experiencia propia la amarga pobreza, así como la indiferencia y arrogancia de los acaudalados, debiera estar a salvo de la sospecha de ser incomprensivo y no mostrar buena voluntad ante la lucha por establecer la igualdad de riqueza entre los hombres, y lo que de esta deriva. Pero si esa lucha quiere invocar la igualdad de todos los hombres como exigencia abstracta de justicia, está expuesta a la objeción de que la naturaleza, al dotar a los individuos de aptitudes físicas y talentos intelectuales desiguales en extremo, ha establecido injusticias contra las cuales no hay salvación.
8- [Cf. Psicopatología de las masas y análisis del yo (1921c), AE, 18, pág. 96, n. 2. Freud hace un examen un poco más detenido de esto en la 33ª de las Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (1933a), AE, 22, pág, 124]
9- [Cf. Psicología de las masas y análisis del yo (1921c), AE, 18, pág. 96, y «El tabú de la virginidad» (1918a), AE, 11, pág. 195.]
10- [La expresión alemana «psychologisches Elend» parece estar vertiendo la de Janet, «misere psychologique», utilizada por este último para describir la ineptitud para la síntesis mental, ineptitud que según Janet era propia de los neuróticos.]
11- Cf. Psicología de las masas y análisis del yo (1921c).

Obras de S. Freud: El malestar en la cultura (1930). Capítulo IV

El malestar en la cultura

IV

Obras de S. Freud: El malestar en la cultura (1930). Capítulo IV

El malestar en la cultura

IV

Parece una tarea desmedida; uno tiene derecho a confesar su perplejidad. He aquí lo poco
que yo pude colegir.
Después que el hombre primordial hubo descubierto que estaba en su mano -entiéndaselo literalmente- mejorar su suerte sobre la Tierra mediante el trabajo, no pudo serle indiferente que otro trabajara con él o contra él. Así el otro adquirió el valor del colaborador, con quien era útil vivir en común. Aun antes, en su prehistoria antropoide, el hombre había cobrado el hábito de formar familias; es probable que los miembros de la familia fueran sus primeros auxiliares.
Cabe conjeturar que la fundación misma de la familia se enlazó con el hecho de que la
necesidad de satisfacción genital dejó de emerger como un huésped que aparecía de pronto en
casa de alguien, y tras su despedida no daba más noticias de sí; antes bien, se instaló en el
individuo como pensionista. Ello dio al macho un motivo para retener junto a sí a la mujer o, más
en general, a los objetos sexuales; las hembras, que no querían separarse de sus desvalidos
vástagos, se vieron obligadas a permanecer junto al macho, más fuerte, justamente en interés
de aquellos (1). En esta familia primitiva aún echarnos de menos un rasgo esencial
de la cultura; la arbitrariedad y albedrío del jefe y padre era ilimitada. (2) En Tótem y tabú he
intentado mostrar el camino que llevó desde esta familia hasta el siguiente grado de la
convivencia, en la forma de las alianzas de hermanos. Tras vencer al padre, los hijos hicieron la
experiencia de que una unión puede ser más fuerte que el individuo. La cultura totemista
descansa en las limitaciones a que debieron someterse para mantener el nuevo estado. Los preceptos del tabú fueron el primer «derecho». Por consiguiente, la convivencia de los seres humanos tuvo un fundamento doble: la compulsión al trabajo, creada por el apremio exterior, y el poder del amor, pues el varón no quería estar privado de la mujer como objeto sexual, y ella no quería separarse del hijo, carne de su carne. Así, Eros y Ananké pasaron a ser también los progenitores de la cultura humana. El primer resultado de esta fue que una mayor cantidad de seres humanos pudieron permanecer en comunidad. Y como esos dos grandes poderes conjugaban sus efectos para ello, cabía esperar que el desarrollo posterior se consumara sin sobresaltos hacia un dominio cada vez mayor sobre el mundo exterior y hacia la extensión del número de seres humanos abarcados por la comunidad. En verdad no es fácil comprender cómo esta cultura pudo tener sobre sus participantes otros efectos que los propicios para su dicha.
Antes de pasar a indagar el posible origen de la perturbación, y puesto que hemos reconocido
al amor como una de las bases de la cultura, emprenderemos una digresión a fin de salvar una
laguna dejada en una elucidación anterior. Dijimos que la experiencia de que el amor sexual
(genital) asegura al ser humano las más intensas vivencias de satisfacción, y en verdad le
proporciona el modelo de toda dicha, por fuerza debía sugerirle seguir buscando la dicha para
su vida en el ámbito de las relaciones sexuales, situar el erotismo genital en el centro de su
vida. Y en aquel lugar añadimos que por esa vía uno se volvía dependiente, de la manera más
riesgosa, de un fragmento del mundo exterior, a saber, del objeto de amor escogido,
exponiéndose así al máximo padecimiento si se era desdeñado o si se perdía el objeto por
infidelidad o muerte. Por eso los sabios de todos los tiempos desaconsejaron con la mayor
vehemencia este camino de vida; pese a ello, no ha perdido su atracción para buen número de
los mortales.
A una pequeña minoría, su constitución le permite, empero, hallar la dicha por el camino del
amor. Pero ello supone vastas modificaciones anímicas de la función de amor. Estas personas
se independizan de la aquiescencia del objeto desplazando el valor principal, del ser-amado, al
amar ellas mismas; se protegen de su pérdida no dirigiendo su amor a objetos singulares, sino
a todos los hombres en igual medida, y evitan las oscilaciones y desengaños del amor genital
apartándose de su meta sexual, mudando la pulsión en una moción de meta inhibida. El estado
que de esta manera crean -el de un sentir tierno, parejo, imperturbable- ya no presenta mucha
semejanza externa con la vida amorosa genital, variable y tormentosa, de la que deriva. Acaso
quien más avanzó en este aprovechamiento del amor para el sentimiento interior de dicha fue
San Francisco de Asís; en efecto, esto que discernimos como una de las técnicas de
cumplimiento del principio de placer se ha relacionado de múltiples maneras con la religión; se
entramaría con ella en las distintas regiones donde se desdeña la diferenciación entre el yo y los
objetos, y de estos entre sí. Un abordaje ético cuya motivación más profunda habrá de
evidenciársenos luego pretende ver en esta disposición al amor universal hacia los seres
humanos y hacia el mundo todo la actitud suprema hasta la que puede elevarse el hombre. No
queremos dejar de consignar desde ya nuestros dos reparos principales. Nos parece que un
amor que no elige pierde una parte de su propio valor, pues comete una injusticia con el objeto.
Y además: no todos los seres humanos son merecedores de amor.
Aquel amor que fundó a la familia sigue activo en la cultura tanto en su sesgo originario, sin renuncia a la satisfacción sexual directa, como en su modificación, la ternura de meta inhibida.
En ambas formas prosigue su función de ligar entre sí un número mayor de seres humanos, y
más intensamente cuando responde al interés de la comunidad de trabajo. El descuido del
lenguaje en el empleo de la palabra «amor» halla una justificación genética. «Amor» designa el
vínculo entre varón y mujer, que fundaron una familia sobre la base de sus necesidades
genitales; pero también se da ese nombre a los sentimientos positivos entre padres e hijos,
entre los hermanos dentro de la familia, aunque por nuestra parte debemos describir tales
vínculos como amor de meta inhibida, como ternura. Es que el amor de meta inhibida fue en su
origen un amor plenamente sensual, y lo sigue siendo en el inconciente de los seres humanos.
Ambos, el amor plenamente sensual y el de meta inhibida, desbordan la familia y establecen
nuevas ligazones con personas hasta entonces extrañas. El amor genital lleva a la formación de nuevas familias; el de meta inhibida, a «fraternidades» que alcanzan importancia cultural porque escapan a muchas de las limitaciones del amor genital; por ejemplo, a su carácter exclusivo.
Pero en el curso del desarrollo el nexo del amor con la cultura pierde su univocidad. Por una parte, el amor se contrapone a los intereses de la cultura; por la otra, la cultura amenaza al amor con sensibles limitaciones.
Esta discordia parece inevitable; su fundamento no se discierne enseguida. Se exterioriza
primero como un conflicto entre la familia y la comunidad más amplia a que el individuo
pertenece. Ya hemos colegido que uno de los principales afanes de la cultura es aglomerar a los seres humanos en grandes unidades. Ahora bien, la familia no quiere desprenderse del individuo. Cuanto más cohesionados sean sus miembros, tanto más y con mayor frecuencia se inclinarán a segregarse de otros individuos, y más difícil se les hará ingresar en el círculo más vasto de vida. El modo de convivencia más antiguo filogenéticamente, y el único en la infancia, se defiende de ser relevado por los modos de convivencia cultural de adquisición más tardía.
Desasirse de la familia deviene para cada joven una tarea en cuya solución la sociedad suele
apoyarlo mediante ritos de pubertad e iniciación. Se tiene la impresión de que estas dificultades
serían inherentes a todo desarrollo psíquico; más aún: en el fondo, a todo desarrollo orgánico.
Además, las mujeres, las mismas que por los reclamos de su amor habían establecido
inicialmente el fundamento de la cultura, pronto entran en oposición con ella y despliegan su
influjo de retardo y reserva. Ellas subrogan los intereses de la familia y de la vida sexual; el
trabajo de cultura se ha ido convirtiendo cada vez más en asunto de los varones, a quienes
plantea tareas de creciente dificultad, constriñéndolos a sublimaciones pulsionales a cuya altura
las mujeres no han llegado. Puesto que el ser humano no dispone de cantidades ilimitadas de
energía psíquica, tiene que dar trámite a sus tareas mediante una adecuada distribución de la
libido. Lo que usa para fines culturales lo sustrae en buena parte de las mujeres y de la vida
sexual: la permanente convivencia con varones, su dependencia de los vínculos con ellos,
llegan a enajenarlo de sus tareas de esposo y padre. De tal suerte, la mujer se ve empujada a un segundo plano por las exigencias de la cultura y entra en una relación de hostilidad con ella.
De parte de la cultura, la tendencia a limitar la vida sexual no es menos nítida que su otra
tendencia, la de ampliar su círculo. Ya su primera fase, el totemismo, conlleva la prohibición de
la elección incestuosa de objeto, que tal vez constituya la mutilación más tajante que ha
experimentado la vida amorosa de los seres humanos en el curso de las épocas. Por medio del
tabú, de la ley y de las costumbres, se establecen nuevas limitaciones que afectan tanto a los
varones como a las mujeres. No todas las culturas llegan igualmente lejos en esto; la estructura
económica de la sociedad influye también sobre la medida de la libertad sexual restante. Ya
sabemos que la cultura obedece en este punto a la compulsión de la necesidad económica; en
efecto, se ve precisada a sustraer de la sexualidad un gran monto de la energía psíquica que
ella misma gasta. Así, la cultura se comporta respecto de la sexualidad como un pueblo o un
estrato de la población que ha sometido a otro para explotarlo. La angustia ante una eventual
rebelión de los oprimidos impulsa a adoptar severas medidas preventivas. Nuestra cultura de
Europa occidental exhibe un alto nivel dentro de ese desarrollo. Desde el punto de vista
psicológico, se justifica por entero que empiece por proscribir las exteriorizaciones de la vida
sexual infantil, pues el endicamiento de los apetitos sexuales del adulto no tiene perspectiva
alguna de éxito sí no se lo preparó desde la niñez. Pero lo que en modo alguno se justifica es
que la sociedad culta haya llegado incluso a desconocer (letignen} estos fenómenos fácilmente
comprobables, y aun llamativos. La elección de objeto del individuo genitalmente maduro es
circunscrita al sexo contrario; la mayoría de las satisfacciones extragenitales se prohiben como
perversiones. El reclamo de una vida sexual uniforme para todos, que se traduce en esas
prohibiciones, prescinde de las desigualdades en la constitución sexual innata y adquirida de los
seres humanos, segrega a buen número de ellos del goce sexual y de tal modo se convierte en
fuente de grave injusticia. Ahora bien, el resultado de tales medidas limitativas podría ser que los
individuos normales -no impedidos para ello por su constitución- volcaran sin merma todos sus
intereses sexuales por los canales que se dejaron abiertos. Empero, lo único no proscrito, el
amor genital heterosexual, es estorbado también por las limitaciones que imponen la legitimidad
y la monogamia. La cultura de nuestros días deja entender bien a las claras que sólo permitirá las relaciones sexuales sobre la base de una ligazón definitiva e indisoluble entre un hombre y una mujer, que no quiere la sexualidad como fuente autónoma de placer y está dispuesta a tolerarla solamente como la fuente, hasta ahora insustituida, para la multiplicación de los seres humanos.
Desde luego, es este un cuadro extremo. Es notorio que ha demostrado ser irrealizable, aun por
breves períodos. Sólo los débiles han acatado un menoscabo tan grande de su libertad sexual;
las naturalezas más fuertes, únicamente bajo una condición compensadora de que después
hablaremos (3). La sociedad culta se ha visto precisada a aceptar calladamente
muchas trasgresiones que según sus estatutos habría debido perseguir. Empero, no es lícito
extraviar el juicio yéndose al otro lado y suponiendo que esa postura cultural sería inofensiva
porque no consigue todos sus propósitos. La vida sexual del hombre culto ha recibido grave daño, impresiona a veces como una función que se encontrara en proceso involutivo, de igual modo que lo parecen nuestros dientes y nuestros cabellos en su condición de órganos.
Probablemente se tiene derecho a suponer que ha experimentado un sensible retroceso en
cuanto a su valor como fuente de sensaciones de felicidad, o sea, para el cumplimiento de
nuestro fin vital (4). Muchas veces uno cree discernir que no es sólo la presión de la
cultura, sino algo que está en la esencia de la función misma, lo que nos deniega la satisfacción
plena y nos esfuerza por otros caminos. Acaso sea un error; es difícil decidirlo (5).

Continúa en ¨Obras de S. Freud: El malestar en la cultura (1930). Capítulo V¨

Notas:
1- Sin duda que la periodicidad orgánica del proceso sexual se ha conservado, pero su influjo sobre la excitación sexual psíquica se ha trastornado más bien hacia la contraparte {hat sicb eher ins Gegenteil verkehrt}. Esta alteración se conecta de la manera más estrecha con el relegamiento de los estímulos olfatorios mediante los cuales el proceso menstrual producía efectos sobre la psique del macho. Su papel fue asumido por excitaciones visuales, que, al contrario de los estímulos olfatorios intermitentes, podían mantener un efecto continuo. El tabú de la menstruación proviene de esta «represión {suplantación} orgánica», como defensa frente a una fase superada del desarrollo; todas las otras motivaciones son probablemente de naturaleza secundaria. (Cf. C. D. Daly, 1927.) Este proceso se repite en otro nivel cuando los dioses de un período cultural perimido devienen demonios. Ahora bien, el relegamiento de los estímulos olfatorios parece ser, a su vez, consecuencia del extrañamiento del ser humano respecto de la tierra, de la adopción de una postura erecta en la marcha, que vuelve visibles y necesitados de protección los genitales hasta entonces encubiertos y as’ provoca la vergüenza. Por consiguiente, en el comienzo del fatal proceso de la cultura se situaría la postura vertical del ser humano. La cadena se inicia ahí, pasa por la desvalorización de los estímulos olfatorios y el aislamiento en los períodos menstruales, luego se otorga una hipergravitación a los estímulos visuales, al devenir-visibles los genitales; prosigue hacia la continuidad de la excitación sexual, la fundación de la familia y, con ella, llega a los umbrales de la cultura humana. Esta es sólo una especulación teórica, pero lo bastante importante para merecer una comprobación exacta en las condiciones de vida de los animales próximos al hombre.

También en el afán cultural por la limpieza, que halla una justificación con posterioridad {nachtraglich} en miramientos higiénicos, pero que ya se había exteriorizado antes de esa intelección, es inequívoca la presencia de un factor social. La impulsión a la limpieza corresponde al esfuerzo {Drang} por eliminar los excrementos que se han vuelto desagradables para la percepción sensorial. Sabemos que entre los niños pequeños no ocurre lo mismo. Los excrementos no excitan aversión ninguna en el niño, le parecen valiosos como parte desprendida de su cuerpo. La educación presiona aquí con particular energía para apresurar el inminente curso del desarrollo, destinado a restar valor a los excrementos, a volverlos asquerosos, horrorosos y repugnantes.

Tal subversión de los valores {Umwertung} sería imposible si estas sustancias sustraídas del cuerpo no estuvieran condenadas, por sus fuertes olores, a compartir el destino reservado a los estímulos olfatorios tras el alzamiento del ser humano del suelo. Entonces, el erotismo anal fue el primero en sucumbir a la «represión orgánica» que allanó el camino a la cultura. El factor social que veló por la ulterior trasmudación del erotismo anal atestigua su presencia por el hecho de que, pese a todos los progresos del desarrollo, el olor de los propios excrementos apenas si resulta chocante al ser humano, sólo lo son las evacuaciones de otros. El que no es limpio, o sea, el que no oculta sus excrementos, ultraja entonces al otro, no muestra miramiento alguno por él; además, esto mismo es lo que enuncian los insultos más fuertes y usuales. Por otra parte, sería incomprensible que el hombre usara como insulto el nombre de su amigo más fiel en el mundo animal, si el perro no se atrajera su desprecio por dos cualidades: la de ser un animal con un desarrollado sentido del olfato, que no se horroriza frente a los excrementos, y la de no avergonzarse de sus funciones sexuales. [Se hallarán algunos datos sobre la historia de los puntos de vista de Freud acerca de esta cuestión en mi «Introducción » a este trabajo.]
2- [Más a menudo, Freud designa «horda primordial» a lo que aquí denomina «familia primitiva»; esta noción fue tomada en gran medida de Atkinson (1903), quien hablaba de la «familia ciclópea». Cf., por ejemplo, Tótem v tabú (1912-13), AE, 13, págs, 143 y sigs.]
3- [El logro de cierto grado de seguridad.]
4- Entre las obras del fino poeta inglés John Galsworthy, quien hoy goza de universal prestigio, yo aprecié desde temprano una pequeña historia titulada «The Apple-Tree» {El manzano}, que muestra plásticamente cómo en la vida cultural de nuestros días ya no hay espacio para el amor simple y natural entre dos criaturas humanas.
5- Agrego las siguientes puntualizaciones para apoyar la conjetura expresada en el texto: También el ser humano es un animal de indudable disposición bisexual. El in-dividuo {Individuum} corresponde a una fusión de dos mitades simétricas; en opinión de muchos investigadores, una de ellas es puramente masculina, y la otra, femenina. También es posible que cada mitad fuera originariamente hermafrodita. La sexualidad es un hecho biológico que, aunque de extraordinaria significación para la vida anímica, es difícil de asir psicológicamente. Solemos decir: cada ser humano muestra mociones pulsionales, necesidades, propiedades, tanto masculinas cuanto femeninas, pero es la anatomía, y no la psicología, la que puede registrar el carácter de lo masculino y lo femenino. Para la psicología, la oposición sexual se atempera, convirtiéndose en la que media entre actividad y pasividad; y demasiado apresuradamente hacemos coincidir la actividad con lo masculino y la pasividad con lo femenino, cosa que en modo alguno se corrobora sin excepciones en el mundo animal. La doctrina de la bisexualidad sigue siendo todavía muy oscura, y no podemos menos que considerar un serio contratiempo que en el psicoanálisis todavía no haya hallado enlace alguno con la doctrina de las pulsiones. Comoquiera que sea, si admitimos como un hecho que el individuo quiere satisfacer en su vida sexual deseos tanto masculinos cuanto femeninos, estaremos preparados para la posibilidad de que esas exigencias no sean cumplidas por el mismo objeto y se perturben entre sí cuando no se logra mantenerlas separadas y guiar cada moción por una vía particular, adecuada a ella. Otra dificultad deriva de que el vínculo erótico, además de los componentes sádicos que le son propios, con harta frecuencia lleva acoplado un monto de inclinación a la agresión directa. No siempre el objeto de amor mostrará frente a esas complicaciones tanta comprensión y tolerancia como aquella campesina que se quejaba de que su marido ya no la quería, porque llevaba una semana sin zurrarla.

Empero, a un nivel más hondo nos lleva esta conjetura, que retoma las puntualizaciones de la nota de AE, págs. 97-8: con la postura vertical del ser humano y la desvalorización del sentido del olfato, es toda la sexualidad, y no sólo el erotismo anal, la que corre el riesgo de caer víctima de la represión orgánica, de suerte que desde entonces la función sexual va acompañada por una renuencia no fundamentable que estorba una satisfacción plena y esfuerza a apartarse de la meta sexual hacia sublimaciones y desplazamientos libidinales. Sé que Bleuler (1913a) señaló una vez la presencia de una actitud originaria de rechazo frente a la vida sexual, como la indicada. A todos los neuróticos, y a muchos que no lo son, les repugna que «inter urinas et faeces nascimur» {«nacemos entre orina y heces»}. También los genitales producen fuertes sensaciones olfatorias que resultan insoportables a muchas personas, dificultándoles el comercio sexual. Así obtendríamos, como la raíz más profunda de la represión sexual que progresa junto con la cultura, la defensa orgánica de la nueva forma de vida adquirida con la marcha erecta contra la existencia animal anterior, resultado este de la investigación científica que coincide de manera asombrosa con prejuicios triviales formulados a menudo. Empero, por ahora se trata sólo de posibilidades muy inciertas, no refrendadas por la ciencia. Tampoco olvidemos que, a pesar de la innegable desvalorización de los estímulos olfatorios, hay pueblos, incluso en Europa, que aprecian mucho los intensos olores genitales, tan despreciables para nosotros, como medio de estimular la sexualidad, y no quieren renunciar a ellos. (Véanse los relevamientos folklóricos de la «encuesta» de Iwan Bloch, «über den Geruchssinn in der vita sexualis» {Sobre el sentido del olfato en la vida sexual}, en diversas entregas de la revista Anthropophyteia, de F. S. Krauss.)

[Acerca de la dificultad de discernir un significado psicológico de la «masculinidad» y la «feminidad», véase una larga nota agregada por Freud en 1915 a la tercera edición de Tres ensayos de teoría sexual (1905d), AE, 7, págs. 200-1, y su análisis del tema en la 33ª de las Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (1933a), AE, 22, págs. 105 y sigs.  Las notorias consecuencias derivadas de la proximidad entre los órganos sexuales y excretorios fueron señaladas por primera vez en el Manuscrito K enviado a Fliess el 19 de enero de 1896 (Freud, 1950a), AE, 1, págs. 261-2; más tarde hubo frecuentes menciones de este punto; por ejemplo en el caso «Dora» (1905e), AE, 7, pág. 29, y en «Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa» (1912d), AE, 11, págs. 182-3. Cf. también mi «Introducción», AE, pags. 60-1.]

Obras de S. Freud: El malestar en la cultura (1930). Capítulo III

El malestar en la cultura (1930)

III

El malestar en la cultura (1930). Capítulo III – S. Freud

El malestar en la cultura (1930)

III

Hasta ahora, nuestra indagación sobre la felicidad no nos ha enseñado mucho que no sea
consabido. La perspectiva de averiguar algo nuevo no parece muy grande ni aun si la
continuáramos preguntando por qué es tan difícil para los seres humanos conseguir la dicha. Ya
dimos la respuesta cuando señalamos las tres fuentes de que proviene nuestro penar: la
hiperpotencia de la naturaleza, la fragilidad de nuestro cuerpo y la insuficiencia de las normas
que regulan los vínculos recíprocos entre los hombres en la familia, el Estado y la sociedad.
Respecto de las dos primeras, nuestro juicio no puede vacilar mucho; nos vemos constreñidos
a reconocer estas fuentes de sufrimiento y a declararlas inevitables. Nunca dominaremos
completamente la naturaleza; nuestro organismo, él mismo parte de ella, será siempre una
forma perecedera, limitada en su adaptación y operación. Pero este conocimiento no tiene un
efecto paralizante; al contrario, indica el camino a nuestra actividad. Es cierto que no podemos
suprimir todo padecimiento, pero sí mucho de él, y mitigar otra parte; una experiencia milenaria
nos convence de esto. Diversa es nuestra conducta frente a la tercera fuente de sufrimiento, la
social. Lisa y llanamente nos negamos a admitirla, no podemos entender la razón por la cual las
normas que nosotros mismos hemos creado no habrían más bien de protegernos y
beneficiarnos a todos. En verdad, si reparamos en lo mal que conseguimos prevenir las penas
de este origen, nace la sospecha de que también tras esto podría esconderse un bloque de la
naturaleza invencible; esta vez, de nuestra propia complexión psíquica.
Cuando nos ponemos a considerar esta posibilidad, tropezamos con una aseveración tan
asombrosa que nos detendremos en ella. Enuncia que gran parte de la culpa por nuestra
miseria la tiene lo que se llama nuestra cultura; seríamos mucho más felices si la resignáramos y volviéramos a encontrarnos en condiciones primitivas. Digo que es asombrosa porque, comoquiera que se defina el concepto de cultura, es indudable que todo aquello con lo cual intentamos protegernos de la amenaza que acecha desde las fuentes del sufrimiento pertenece, justamente, a esa misma cultura.
¿Por qué camino han llegado tantos seres humanos a este punto de vista de asombrosa hostilidad a la cultura? (1). Opino que un descontento profundo y de larga data con el respectivo estado de la cultura abonó el terreno sobre el cual se levantó después, a raíz de
ciertas circunstancias históricas, un juicio condenatorio. Creo discernir la última y la anteúltima
de estas ocasiones; no soy lo suficientemente sabio para remontar su encadenamiento en la
historia todo lo que sería menester: ya en el triunfo del cristianismo sobre las religiones paganas tiene que haber intervenido un factor así, de hostilidad a la cultura; lo sugiere la desvalorización de la vida terrenal, consumada por la doctrina cristiana. El anteúltimo de los mencionados ocasionamientos se presentó cuando a medida que progresaban los viajes de descubrimiento se entró en contacto con pueblos y etnias primitivos. A raíz de una observación insuficiente y un malentendido en la concepción de sus usos y costumbres, los europeos creyeron que llevaban una vida dichosa, con pocas necesidades, simple, una vida inasequible a los visitantes, de superior cultura. La experiencia posterior ha corregido muchos juicios de esta índole; en numerosos casos, la existencia de cierto grado de vida más fácil, que en verdad se debía a la generosidad de la naturaleza y a la comodidad en la satisfacción de las grandes necesidades, se había atribuido por error a la ausencia de exigencias culturales enmarañadas. En cuanto al último ocasionamiento, es particularmente familiar para nosotros; sobrevino cuando se dilucidó el mecanismo de las neurosis, que amenazan con enterrar el poquito de felicidad del hombre culto. Se descubrió que el ser humano se vuelve neurótico porque no puede soportar la medida de frustración que la sociedad le impone en aras de sus ideales culturales, y de ahí se concluyó que suprimir esas exigencias o disminuirlas en mucho significaría un regreso a posibilidades de dicha.
A esto se suma un factor de desengaño. En el curso de las últimas generaciones, los seres
humanos han hecho extraordinarios progresos en las ciencias naturales y su aplicación técnica,
consolidando su gobierno sobre la naturaleza en una medida antes inimaginable. Los detalles
de estos progresos son notorios; huelga pasarles revista. Los hombres están orgullosos de
estos logros, y tienen derecho a ello. Pero creen haber notado que esta recién conquistada
disposición sobre el espacio y el tiempo, este sometimiento de las fuerzas naturales, no
promueve el cumplimiento de una milenaria añoranza, la de elevar la medida de satisfacción
placentera que esperan de la vida; sienten que no los han hecho más felices. Ahora bien: de
esta comprobación debería inferirse, simplemente, que el poder sobre la naturaleza no es la
única condición de la felicidad humana, como tampoco es la única meta de los afanes de
cultura, y no extraer la conclusión de que los progresos técnicos tienen un valor nulo para
nuestra economía de felicidad. En efecto, objetaríamos: ¿Acaso no significa una ganancia
positiva de placer, un indiscutible aumento en el sentimiento de felicidad, el hecho de que yo,
tantas veces como se me ocurra hacerlo, pueda escuchar la voz de un hijo que vive a cientos
de kilómetros de mi lugar de residencia, o que apenas desembarcado mi amigo yo pueda
averiguar que pasó sin contratiempos un largo y azaroso viaje? ¿No significa nada que la
medicina haya logrado disminuir extraordinariamente la mortalidad de los recién nacidos y el
peligro de infección de las parturientas, a punto tal que se ha prolongado en mucho la duración
media de vida de los hombres civilizados? Y podríamos mencionar todavía una larga serie de
tales beneficios, que debemos a la tan vilipendiada época del progreso técnico y científico. Pero
en este punto se hace oír la voz de la crítica pesimista y advierte que la mayoría de estas
satisfacciones siguieron el modelo de aquel «contento barato» elogiado en cierta anécdota: Uno
se procura ese goce cuando en una helada noche de invierno saca una pierna desnuda fuera de
las cobijas y después la recoge. Si no hubiera ferrocarriles que vencieran las distancias, el hijo
jamás habría abandonado la ciudad paterna, y no haría falta teléfono alguno para escuchar su
voz. De no haberse organizado los viajes trasoceánicos, mi amigo no habría emprendido ese
viaje por mar y yo no necesitaría del telégrafo para calmar mi inquietud por su suerte. ¿Y de qué
nos sirve haber limitado la mortalidad infantil, si justamente eso nos obliga a la máxima reserva
en la concepción de hijos, de suerte que en el conjunto no criamos más niños que en las
épocas anteriores al reinado de la higiene y, por añadidura, nos impone penosas condiciones en
nuestra vida sexual dentro del matrimonio y probablemente contrarresta la beneficiosa selección
natural? Y en definitiva, ¿de qué nos vale una larga vida, si ella es fatigosa, huera de alegrías y
tan afligente que no podemos sino saludar a la muerte como redentora?
Parece establecido que no nos sentimos bien dentro de nuestra cultura actual, pero es difícil formarse un juicio acerca de épocas anteriores para saber si los seres humanos se sintieron
más felices y en qué medida, y si sus condiciones de cultura tuvieron parte en ello. Siempre nos inclinaremos a aprehender la miseria de manera objetiva, vale decir, a situarnos con nuestras exigencias y nuestra sensibilidad en las condiciones de antaño, a fin de examinar qué
hallaríamos en ellas que pudiera producirnos unas sensaciones de felicidad o de displacer. Este
modo de abordaje, que parece objetivo porque prescinde de las variaciones de la sensibilidad
subjetiva, es desde luego el más subjetivo posible, puesto que remplaza todas las
constituciones anímicas desconocidas por la propia. Pero la felicidad es algo enteramente
subjetivo. Podemos retroceder espantados frente a ciertas situaciones, como la del esclavo
galeote de la Antigüedad, el campesino en la Guerra de los Treinta Años, las víctimas de la
Santa Inquisición, el judío que esperaba el pogrom; podemos espantarnos todo lo que
queramos, pero nos resulta imposible una compenetración empática con esas personas,
imposible colegir las alteraciones que el embotamiento originario, la insensibilización progresiva,
el abandono de las expectativas, modos más groseros o más finos de narcosis, han producido
en la receptividad para las sensaciones de placer y displacer. Por otra parte, en el caso de una
posibilidad de sufrimiento extremo, entran en actividad determinados dispositivos anímicos de
protección. Me parece infecundo seguir considerando más este aspecto del problema.
Es tiempo de que abordemos la esencia de esta cultura cuyo valor de felicidad se pone en entredicho. No pediremos una fórmula que exprese esa esencia con pocas palabras; no, al menos, antes de que nuestra indagación nos haya enseñado algo. Bástenos, pues, con repetir que la palabra «cultura» designa toda la suma de operaciones y normas que distancian nuestra vida de la de nuestros antepasados animales, y que sirven a dos fines: la protección del ser humano frente a la naturaleza y la regulación de los vínculos recíprocos entre los hombres (2). A fin de comprender un poco más, buscaremos uno por uno los rasgos de la cultura,
tal como se presentan en las comunidades humanas. Para ello nos dejaremos guiar sin reparos
por el uso língüístico -o, como también se dice, por el sentimiento lingüístico-, confiados en que
de tal modo daremos razón de intelecciones internas que aún no admiten expresión en palabras
abstractas.
El comienzo es fácil: Reconocemos como «culturales» todas las actividades y valores que son útiles para el ser humano en tanto ponen la tierra a su servicio, lo protegen contra la violencia de las fuerzas naturales, etc. Sobre este aspecto de lo cultural hay poquísimas dudas.
Remontémonos lo suficiente en el tiempo: las primeras hazañas culturales fueron el uso de
instrumentos, la domesticación del fuego, la construcción de viviendas. Entre ellas, la
domesticación del fuego sobresale como un logro extraordinario, sin precedentes, (3) con los
otros, el ser humano no hizo sino avanzar por caminos que desde siempre había transitado
siguiendo incitaciones fáciles de colegir. Con ayuda de todas sus herramientas, el hombre
perfecciona sus órganos -los motrices así como los sensoriales- o remueve los límites de su
operación. Los motores ponen a su disposición fuerzas enormes que puede enviar en la
dirección que quiera como a sus músculos; el barco y el avión hacen que ni el agua ni el aire
constituyan obstáculos para su marcha. Con las gafas corrige los defectos de las lentes de sus
ojos; con el largavista atisba lejanos horizontes, con el microscopio vence los límites de lo
visible, que le imponía la estructura de su retina. Mediante la cámara fotográfica ha creado un
instrumento que retiene las impresiones visuales fugitivas, lo mismo que el disco del gramófono
le permite hacer conlas impresiones auditivas, tan pasajeras como aquellas; en el fondo, ambos
son materializaciones de la facultad de recordar, de su memoria, que le ha sido dada. Con
ayuda del teléfono escucha desde distancias que aun los cuentos de hadas respetarían por
inalcanzables; la escritura es originariamente el lenguaje del ausente, la vivienda un sustituto del
seno materno, esa primera morada, siempre añorada probablemente, en la que uno estuvo
seguro y se sentía tan bien.
No sólo parece un cuento de hadas; es directamente el cumplimiento de todos los deseos de
los cuentos -no; de la mayoría de ellos- lo que el hombre ha conseguido mediante su ciencia y
su técnica sobre esta tierra donde emergió al comienzo como un animal endeble y donde cada
individuo de su especie tiene que ingresar de nuevo como un lactante desvalido («oh inch of
nature! (4)»).’Todo este patrimonio puede reclamar él como adquisición cultural. En tiempos remotos se había formado una representación ideal de omnipotencia y omnisapiencia que
encarnó en sus dioses. Les atribuyó todo lo que parecía inasequible a sus deseos -o le era
prohibido-. Es lícito decir, por eso, que tales dioses eran ideales de cultura. Ahora se ha
acercado tanto al logro de ese ideal que casi ha devenido un dios él mismo. Claro que sólo en la
medida en que según el juicio universal de los hombres se suelen alcanzar los ideales. No
completamente: en ciertos puntos en modo alguno, en otros sólo a medias. El hombre se ha
convertido en una suerte de dios prótesis, por así decir, verdaderamente grandioso cuando se
coloca todos sus órganos auxiliares; pero estos no se han integrado con él, y en ocasiones le
dan todavía mucho trabajo. Es cierto que tiene derecho a consolarse pensando que ese
desarrollo no ha concluido en el año 1930 d. C. Epocas futuras traerán consigo nuevos
progresos, acaso de magnitud inimaginable, en este ámbito de la cultura, y no harán sino aumentar la semejanza con un dios. Ahora bien, en interés de nuestra indagación no debernos olvidar que el ser humano de nuestros días no se siente feliz en su semejanza con un dios.
Entonces, reconocemos a un país una cultura elevada cuando hallamos que en él es cultivado y
cuidado con arreglo a fines todo lo que puede ponerse al servicio de la explotación de la tierra
por los seres humanos y de su protección frente a las fuerzas naturales; sintetizando: todo lo
que le es útil. En un país así, se ha regulado el curso de los ríos que amenazaban con
inundaciones, y mediante canales sus aguas han sido dirigidas adonde faltaban. El suelo es
objeto de cuidadoso laboreo, y se lo siembra con los. vegetales que es apto para nutrir; los
tesoros minerales son desentrañados con diligencia, y procesados para convertirlos en los
instrumentos y utensilios requeridos. Los medios de trasporte son abundantes, rápidos y
seguros; los animales salvajes y peligrosos han sido exterminados, y es floreciente la cría de
los animales domésticos. Ahora bien, tenemos aún otras exigencias que plantear a la cultura, y
esperamos hallarlas realizadas de manera excelente en esos mismos países, Como si
quisiéramos desmentir el reclamo que hicimos primero, también saludaremos como cultural
que el cuidado de los seres humanos se dirija a cosas que en modo alguno son útiles, y hasta
parecen inútiles; por ejemplo, que en una ciudad los espacios verdes, necesarios como lugares
de juego y reservorios de aire, tengan canteros de flores, o que las ventanas de las casas estén
adornadas con tiestos floridos. Pronto notamos que lo inútil cuya estima esperamos por la
cultura es la belleza; exigimos que el hombre culto venere la belleza donde la encuentre en la
naturaleza, y que la produzca en las cosas cuando pueda lograrlo con el trabajo de sus manos.
Y nuestras exigencias a la cultura no se agotan en absoluto con eso. Requerimos ver, además,
los signos de la limpieza y el orden. No nos formamos una elevada idea acerca de la cultura de
una ciudad rural inglesa de la época de Shakespeare cuando leemos que ante los portales de
su casa paterna, en Stratford, había un elevado montículo de estiércol. Si en el Bosque de Viena
vemos papeles diseminados, arrojados allí, sentimos disgusto y motejamos el hecho de
«bárbaro» (que es lo opuesto de «cultural»). La suciedad de cualquier tipo nos parece
inconciliable con la cultura; esa misma exigencia de limpieza la extendemos también al cuerpo
humano; con asombro nos enteramos de cuán mal olor solía despedir la persona del Roi
Soleil (5), y meneamos la cabeza cuando en Isola Bella (6) nos muestran la diminuta jofaina de
que se servía Napoleón para su aseo matinal. Más aún: no nos sorprende que alguien presente
directamente al uso del jabón como medida de cultura. Algo parecido ocurre con el orden, que,
como la limpieza, está enteramente referido a la obra del hombre. Pero mientras que no
tenemos derecho a esperar limpieza en la naturaleza, el orden más bien ha sido espiado y
copiado de ella; la observación de las grandes regularidades astronómicas no sólo ha
proporcionado al ser humano el arquetipo del orden, sino los primeros puntos de apoyo para
introducirlo en su vida. El orden es una suerte de compulsión de repetición que, una vez
instituida, decide cuándo, dónde y cómo algo debe ser hecho, ahorrando así vacilación y dudas
en todos los casos idénticos. Es imposible desconocer los beneficios del orden; posibilita al ser
humano el mejor aprovechamiento del espacio y el tiempo, al par que preserva sus fuerzas
psíquicas. Se tendría derecho a esperar que se hubiera establecido desde el comienzo y sin
compulsión en el obrar humano, y es lícito asombrarse de que en modo alguno haya sido así;
en efecto, el hombre posee más bien una inclinación natural al descuido, a la falta de
regularidad y *de puntualidad en su trabajo, y debe ser educado empeñosamente para imitar los
arquetipos celestes.
Es notorio que belleza, limpieza y orden ocupan un lugar particular entre los requisitos de la cultura. Nadie afirmará que poseen igual importancia vital que el dominio sobre las fuerzas naturales y otros factores que aún habremos de considerar; no obstante, nadie los relegará a un segundo plano como cosas accesorias. Ahora bien, que la cultura no está concebida únicamente para lo útil lo muestra ya el ejemplo de la belleza, que no queremos echar de
menos entre los intereses de aquella. La utilidad del orden es evidentísimas; en cuanto a la
limpieza, tengamos en cuenta que también la requiere la higiene, y podemos conjeturar que su
relación con ella no era del todo desconocida ni siquiera en épocas anteriores a la profilaxis
científica. Sin embargo, la utilidad no explica totalmente el afán; algo más ha de estar en juego.
Pero en ningún otro rasgo creemos distinguir mejor la cultura que en la estima y el cuidado dispensados a las actividades psíquicas superiores, las tareas intelectuales, científicas y artísticas, el papel rector atribuido a las ideas en la vida de los hombres. En la cúspide de esas ideas se sitúan los sistemas religiosos, sobre cuyo complejo edificio procuré echar luz en otro trabajo (7); junto a ellos, las especulaciones filosóficas y, por último, lo que puede llamarse formaciones de ideal de los seres humanos: sus representaciones acerca de una perfección posible del individuo, del pueblo, de la humanidad toda, y los requerimientos que se erigen sobre la base de tales representaciones. El hecho de que estas creaciones no sean independientes entre sí, sino que forman más bien un estrecho tejido, dificulta tanto su exposición como el hallazgo de su origen psicológico. Si suponemos, con la máxima generalidad, que el resorte de todas las actividades humanas es alcanzar dos metas confluyentes, la utilidad y la ganancia de placer, debemos considerar que rige también para las manifestaciones culturales aquí
mencionadas, aunque sólo sea fácilmente discernible en el caso de la actividad científica y
artística. Pero no puede ponerse en duda que también las otras responden a intensas
necesidades de los seres humanos -necesidades que, acaso, sólo se han desarrollado en una
minoría. Adviértase que no es lícito dejarse extraviar por juicios de valor acerca de algunos de
estos sistemas religiosos o filosóficos, o de estos ideales; ya se busque en ellos el logro
supremo del espíritu humano o se los deplore como aberraciones, es preciso admitir que su
presencia, y en particular su predominio, indica un elevado nivel de cultura.
Como último rasgo de una cultura, pero sin duda no el menos importante, apreciaremos el
modo en que se reglan los vínculos recíprocos entre los seres humanos: los vínculos sociales,
que ellos entablan como vecinos, como dispensadores de ayuda, como objeto sexual de otra
persona, como miembros de una familia o de un Estado. Es particularmente difícil librarse de
determinadas demandas ideales en estos asuntos, y asir lo que es cultural en ellos. Acaso se
pueda empezar consignando que el elemento cultural está dado con el primer intento de regular
estos vínculos sociales. De faltar ese intento, tales vínculos quedarían sometidos a la
arbitrariedad del individuo, vale decir, el de mayor fuerza física los resolvería en el sentido de
sus intereses y mociones pulsionales. Y nada cambiaría si este individuo se topara con otro aún
más fuerte que él. La convivencia humana sólo se vuelve posible cuando se aglutina una
mayoría más fuerte que los individuos aislados, y cohesionada frente a estos. Ahora el poder de
esta comunidad se contrapone, como «derecho», al poder del individuo, que es condenado
como «violencia bruta». Esta sustitución del poder del individuo por el de la comunidad es el
paso cultural decisivo. Su esencia consiste en que los miembros de la comunidad se limitan en
sus posibilidades de satisfacción, en tanto que el individuo no conocía tal limitación. El siguiente
requisito cultural es, entonces, la justicia, o sea, la seguridad de que el orden jurídico ya
establecido no se quebrantará para favorecer a un individuo. Entiéndase que ello no decide
sobre el valor ético de un derecho semejante. Desde este punto, el desarrollo cultural parece
dirigirse a procurar que ese derecho deje de ser expresión de la voluntad de una comunidad
restringida -casta, estrato de la población, etnia- que respecto de otras masas, acaso más
vastas, volviera a comportarse como lo haría un individuo violento. El resultado último debe ser
un derecho al que todos -al menos todos los capaces de vida comunitaria- hayan contribuido
con el sacrificio de sus pulsiones y en el cual nadie -con la excepción ya mencionada- pueda
resultar víctima de la violencia bruta.
La libertad individual no es un patrimonio de la cultura. Fue máxima antes de toda cultura; es
verdad que en esos tiempos las más de las veces carecía de valor, porque el individuo
difícilmente estaba en condiciones de preservarla. Por obra del desarrollo cultural experimenta
limitaciones, y la justicia exige que nadie escape a ellas. Lo que en una comunidad humana se
agita como esfuerzo libertario puede ser la rebelión contra una injusticia vigente, en cuyo caso
favorecerá un ulterior desarrollo de la cultura, será conciliable con esta. Pero también puede
provenir del resto de la personalidad originaria, un resto no domeñado por la cultura, y
convertirse de ese modo en base para la hostilidad hacia esta última. El esfuerzo libertario se
dirige entonces contra determinadas formas y exigencias de la cultura, o contra ella en general.
No parece posible impulsar a los seres humanos, mediante algún tipo de influjo, a trasmudar su
naturaleza en la de una termita: defenderá siempre su demanda de libertad individual en contra
de la voluntad de la masa. Buena parte de la brega de la humanidad gira en torno de una tarea:
hallar un equilibrio acorde a fines, vale decir, dispensador de felicidad, entre esas demandas
individuales y las exigencias culturales de la masa; y uno de los problemas que atañen a su
destino es saber si mediante determinada configuración cultural ese equilibrio puede alcanzarse
o si el conflicto es insalvable.
Hemos dejado que el sentido común nos indicara los rasgos que en la vida de los seres
humanos han de llamarse culturales; así obtuvimos una impresión nítida del cuadro de conjunto
de la cultura, aunque desde luego no averiguarnos de entrada nada que ya no fuese
universalmente sabido. En nuestra indagación nos guardamos de refirmar el prejuicio según el
cual cultura equivaldría a perfeccionamiento, sería el camino prefijado al ser humano para
alcanzar la perfección. Pero ahora se nos impone un modo de concebir las cosas que acaso
nos lleve a otra parte. El desarrollo cultural nos impresiona como un proceso peculiar que
abarca a la humanidad toda, y en el que muchas cosas nos parecen familiares. Podemos
caracterizarlo por las alteraciones que emprende con las notorias disposiciones pulsionales de
los seres humanos, cuya satisfacción es por cierto la tarea económica de nuestra vida. Algunas
de esas pulsiones son consumidas del siguiente modo: en su remplazo emerge algo que en el
individuo describiríamos como una propiedad de carácter. El ejemplo más notable de este
proceso lo hemos hallado en el erotismo anal de los seres jóvenes. Su originario interés por la
función excretoria, por sus órganos y productos, se trasmuda, en el curso del crecimiento, en el
grupo de propiedades que nos son familiares como parsimonia, sentido del orden y limpieza, y
que, valiosas y bienvenidas en sí y por sí, pueden incrementarse hasta alcanzar un llamativo
predominio, dando entonces por resultado lo que se llama el carácter anal. No conocernos el
modo en que ello acontece; pero no caben dudas en cuanto a la justeza de esta concepción
(8). Ahora bien, hemos hallado que orden y limpieza son exigencias esenciales de la
cultura, aunque su necesidad vital no es evidente, como, tampoco lo es su aptitud para ser fuentes de goce. En este punto debería imponérsenos, por primera vez, la semejanza del proceso de cultura con el del desarrollo libidinal del individuo. Otras pulsiones son movidas a desplazar las condiciones de su satisfacción, a dirigirse por otros caminos, lo cual en la
mayoría de los casos coincide con la sublimación (de las metas pulsionales) que nos es bien
conocida, aunque en otros casos puede separarse de ella. La sublimación de las pulsiones es
un rasgo particularmente destacado del desarrollo cultural; posibilita que actividades psíquicas
superiores -científicas, artísticas, ideológicas- desempeñen un papel tan sustantivo en la vida
cultural. Si uno cede a la primera impresión, está tentado de decir que la sublimación es, en
general, un destino de pulsión forzosamente impuesto por la cultura. Pero será mejor meditarlo
más. Por último y en tercer lugar (9) -y esto parece lo más importante-, no puede soslayarse la
medida en que la cultura se edifica sobre la renuncia de lo pulsional, el alto grado en que se
basa, precisamente, en la no satisfacción (mediante sofocación, represión, ¿o qué otra cosa? )
de poderosas pulsiones. Esta «denegación cultural» gobierna el vasto ámbito de los vínculos
sociales entre los hombres; ya sabemos que esta es la causa de la hostilidad contra la que se
ven precisadas a luchar todas las culturas. También a nuestro trabajo científico planteará serias
demandas: tenemos mucho por esclarecer ahí. No es fácil comprender cómo se vuelve posible
sustraer la satisfacción a una pulsíón, Y en modo alguno deja de tener sus peligros; si uno no es
compensado económicamente, ya puede prepararse para serias perturbaciones.
Pues bien; si queremos saber qué valor puede reclamar nuestra concepción del desarrollo
cultural como un proceso particular comparable a la maduración normal del individuo, es
evidente que debemos acometer otro problema, a saber, preguntarnos por los influjos a que
debe su origen el desarrollo cultural, por el modo de su génesis y lo que comandó su curso (10).

Continúa en ¨El malestar en la cultura  (1930). Capítulo IV¨

Notas:

1- [Freud había tratado esto ya dos años antes, en los primeros capítulos de El porvenir de una ilusión (1927c).]
2- Cf. El porvenir de una ilusión (1927c).
3- Algún material psicoanalítico, incompleto e incapaz de ofrecer indicaciones ciertas, admite al menos una conjetura -que suena fantástica- acerca del origen de esta hazaña de la humanidad. Es como si el hombre primordial soliera, al toparse con el fuego, satisfacer en él un placer infantil extinguiéndolo con su chorro de orina. De atenernos a sagas registradas, no ofrece duda ninguna la concepción fálica originaria de las llamas que se alzan a lo alto en forma de lenguas. La extinción del fuego mediante la orina -que retoman los modernos gigantes Gulliver, en Lilliput, y el Gargantúa de Rabelais era por tanto como un acto sexual con un varón, un goce de la potencia viril en la competencia homosexual. Quien primero renunció a este placer y resguardó el fuego pudo llevarlo consigo y someterlo a su servidumbre. Por haber ahogado el fuego de su propia excitación sexual pudo enfrenar la fuerza natural del fuego. Así, esta gran conquista cultural habría sido el premio por una renuncia de lo pulsional. Y además, es como si la mujer hubiera sido designada guardiana del hogar porque su conformación anatómica no le permitía ceder a esa tentación de placer. Es notable, también, la regularidad con que las experiencias analíticas atestiguan el nexo entre ambición, fuego y erotismo uretral. – [Freud aludió al nexo entre la micción y el fuego ya en el caso «Dora» (1905e), AE, 7, págs. 63-4; el vínculo con la ambición lo estableció algo más tarde. Se encontrará una lista completa de referencias en mi «Nota introductoria» a su último trabajo acerca de este terna, «Sobre la conquista del fuego» (1932a).]
4- [Pese al cuño shakespeareano de esta frase, no procede en realidad de la edición canónica de las obras de Shakespeare. En cambio, en la novela de George Wilkins, The Painful Adventures of Pericles, Prince of Tyre {Las penosas aventuras de Pericles, Príncipe de Tiro}, Pericles exclama frente a su pequeña hija: «Poore inch of Nature!» {« ¡Pequeña pulgada de Naturaleza! »}. Esta obra fue impresa por primera vez en 1608, inmediatamente después de la publicación del drama Pericles, de Shakespeare, en cuya factura se piensa que Wilkins intervino. La imprevista familiaridad de Freud con la frase mencionada se explica porque esta apareció en la discusión que, sobre los orígenes de Pericles, efectuó en su libro acerca de Shakespeare el crítico danés Georg Brandes (1896); en la biblioteca de Freud había un ejemplar de la traducción alemana de este libro. Como informa Ernest Jones (1957), Freud tenía gran admiración por Brandes, cuya obra cito, en «El motivo de la elección del cofre» (1913f), AE, 12, pág. 307,]
5- {El Rey Sol, Luis XIV de Francia.}
6- [Célebre isla del Lago Maggiore, visitada por Napoleón pocos días antes de la batalla de Marengo]
7- [Cf. El porvenir de una ilusión (1.927c).]
8- Cf. mi trabajo «Carácter y erotismo anal» (1908b), así como numerosas contribuciones de Ernest Jones [1918] y otros.
9- [El tipo de carácter y la sublimación son los otros dos factores que, según Freud, participan en el «proceso» cultural.]
10- [Freud vuelve a ocuparse del «proceso» de la cultura en  AE, págs. 117-8 y 135 y sigs. Lo mencionó nuevamente en su carta abierta a Einstein, ¿Por qué la guerra? (1933b).]