De la psicosis paranoica: Formación histórica del grupo de las psicosis paranoicas, Lacan

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1. Formación histórica del grupo de las psicosis paranoicas

Tres escuelas, en primer plano, han trabajado, no sin influencias mutuas, en la delimitación del grupo: la francesa, la alemana y la italiana. Nuestra intención no es exponer su labor en una relación histórica que, no pocas veces rehecha sobre prototipos notables, ha encontrado su sitio en otras partes y no interesa a nuestro estudio más que en sus puntos de llegada.

Recordemos que la denominación del grupo se deriva del término paranoia, empleado primero en Alemania

A decir verdad, el término tenía entonces una extensión que hacia que su empleo estuviera singularmente alejado del moderno. Kraepelin en su tratados Bouman (de Utrecht) también en un artículo reciente, y no sin cierta ironía, evocan los tiempos en que entre 70 y 80 % de los casos de asilo se catalogaban como casos de paranoia. Esta extensión se debía a las influencias de Westphal y de Cramer.

La paranoia era entonces, en psiquiatría, el término que tenía «la significación más vasta y la peor definida»; era también la noción más inadecuada desde el punto de vista de la clínica. Con Westphal, acaba por hacerse más o menos sinónimo, no solamente de delirio, sino de trastorno intelectual. Esto nos remonta a una época en que los investigadores se inclinaban a admitir ciertos delirios larvados o «en disolución» (zerfallen) como causas de toda índole de estados singularmente diferentes de un trastorno intelectual primitivo. Kraepelin se ríe de la facilidad con que se solía aplicar el diagnóstico de «viejos paranoico? a casos que respondían a la demencia precoz, a estados de estupor confusional, etc. De hecho, además de la Verrücktheit primaria, Westphal (1876) hacia entrar en la paranoia, bajo las designaciones de Verwirrung y de Verrücktheit aguda, casos de confusión mental aguda, de psicosis tóxicas o de evoluciones demenciales. Ampliaba incluso el marco para meter también una Verrücktheit abortiva cuyos síntomas eran de naturaleza obsesional.

Observemos, sin embargo, que entre los autores anteriores la discusión había tenido ante todo por objeto el mecanismo primitivamente afectivo o primitivamente intelectual del delirio Griesinger (1867) hablaba de una Verrücktheit secundaria, precedida regularmente por un periodo primario de perturbación afectiva con síntomas primero melancólicos y después maníacos. Este punto de doctrina muestra de qué manera se presentaron los hechos a los primeros observadores. A partir de Sander (1868) se admite una «originäre Verrücktheit» de trastorno intelectual primitivo.

Sobre este trastorno intelectual era sobre lo que se apoyaba Cramer en su informe a la Sociedad de Berlín  para proponer una concepción única, que abarcaba la Verrücktheit, el Wahnsinn y la Amentía. Se fundaba en las interferencias clínicas de estas formas y en la ideogénesis viciosa que les es común. La falsedad radical de esta manera de ver ha quedado demostrada por toda la evolución de la psiquiatría, con sus conquistas definitivamente adquiridas: el concepto de confusión mental, preparado por la escuela de Viena y afirmado en Francia por Chaslin continuador a su vez de Delasiauve la noción de las psicosis tóxicas y orgánicas diversas, epilépticas, sifilíticas, involutivas; la creación del vasto marco de la demencia precoz, la cual acarreó la renovación de las concepciones sobre la demencia.

La acmé del periodo de confusión corresponde precisamente al informe de Cramer y a las discusiones que suscitó en las sesiones ulteriores de la Sociedad de Berlín, discusiones en que se enfrentan concepciones y nosologías en una diversidad digna de Babel.

Finalmente vino Kraepelin, diremos, para la claridad de las concepciones alemanas. 11 mismo no llego a definir la paranoia sino en la edición de 1899 de su tratado; hasta entonces se había mantenido muy cerca de las concepciones que coman (eds. de 87, 89 y 93).

En la edición del 99 es donde aparece la definición (no modificada hasta 1915) que limita la paranoia al desarrollo insidioso, bajo la dependencia de causas internas y según una evolución continua, de un sistema delirante duradero e imposible de sacudir y que se instaura con una conservación completa de la claridad y del orden en el pensamiento, el querer y la acción

La índole de la enfermedad, según el método kraepeliniano, se desprende ante todo del estudio de su evolución. Nada, en ésta, debe revelar ulteriormente alguna causa orgánica subyacente, lo cual excluye la evolución demencial. Por otra parte, mediante la exclusión de las paranoias agudas, a las cuales niega Kraepelin toda existencia autónoma, quedan eliminadas del marco de la paranoia todas aquellas formas cuya evolución se demostraría como curable, abortiva o remitente. Sobre este último punto teórico, según veremos luego, Kraepelin hizo algunas precisiones posteriores.

A la descripción kraepeliniana le dedicaremos cierto espacio. Representa, en efecto, la madurez del trabajo de delimitación operado sobre la noción de paranoia. Pero antes tenemos que hacer un resumen de la evolución de las demás escuelas.

El término «paranoia» no fue adoptado sino tardíamente en Francia; la cosa, en cambio, fue- conocida con cierta anticipación. Cramer lo reconoce así en su informe. Está ya visible, con toda nitidez, en el estudio de Laségue sobre el «delirio de las persecuciones, aparecido en 1852.

Tampoco podemos hacer aquí una historia completa de las sucesivas precisiones que se fueron aportando a la entidad. Indiquemos sólo un rasgo común que Kraepelin destaca como característico de los trabajos franceses sobre el tema. Su esfuerzo se ha orientado ante todo «a pintar las particularidades clínicas mediante la descripción más viva posible». El homenaje va dedicado a Laségue (cuyos «perseguidores-perseguidos» corresponden muy de cerca a los «reivindicadores» de la clasificación actual a Falret, a Legrand du Saulle, Y también a los autores contemporáneos.

Estos últimos aislaron formas sintomáticas tan estrechas, que dan la ilusión de estar fundadas sobre mecanismos de la psicología normal: es lo que hicieron Sérieux y Capgras para el delirio de interpretación., y Dupré y Logre para el delirio de imaginación, Los reivindicadores, separados de los interpretadores por Sérieux y Capgras, sin quedar por ello excluidos de las psicosis paranoicas, acabaron por constituir una entidad clínica especial. Se intentó finalmente relacionar ésta, después de haberla asociado bastante extrañamente al delirio de celos y a la erotomanía, con los mecanismos pasionales.

Tales asimilaciones de patogenias sólo fueron posibles gracias al trabajo de disociación clínica que los investigadores precedentes habían aplicado w la entidad antigua de los delirios sistematizados. Esta reducción nosológica previa había sido efectuada mediante la exclusión de los delirios «secundarios», pero sobre todo mediante el aislamiento de las formas alucinatorias. Las especificidades mórbidas de las formas dejadas como residuo por semejante progreso vinieron a ser, a causa de ello, más difíciles de discernir para los investigadores.

Las únicas concepciones que hubieran podido oponerse a su desconocimiento eran las de Magnan. Estas concepciones, como se sabe, no separaban del problema de conjunto de los «delirios de degenerados» las cuestiones de patogenia planteadas por las actuales psicosis paranoicas. Por otra parte, las oponían muy justamente al cuadro del «famoso delirio crónico», el cual respondía a una verdadera neoformación psíquica, que invadía, de acuerdo con un itinerario riguroso, una personalidad previamente sana. Cuando la doctrina de Magnan cayó en olvido, ya nada se oponía a que los investigadores se refirieran a las psicosis paranoicas como al tipo mismo de los delirios de origen psicológico, para poner de relieve, por contraste, los rasgos de «automatismo» de las psicosis alucinatorias.

A partir de entonces, las concepciones de patogenia sobre las psicosis paranoicas debían encontrar su expresión natural en la noción de constitución psicopática, concebida como una disposición determinada de aquellos rasgos psicológicos que constituyen el objeto de estudio del «carácter»‘ y se revelan a la vez como los más accesibles a la observación y los más susceptibles de variaciones normales. Dupré contribuyó a la empresa por la confianza que concedía a la explicación constitucionalista. La última palabra sobre el asunto ha sido dada, con una claridad de afirmación digna de elogio si no de nos muestra concordante en las tres escuelas; H. Claude ha destacado este hecho en un estudio publicado en L´Encéphale en 1925, al oponer, mediante características estructurales comunes, las psicosis paranoicas a las psicosis paranoides. También nosotros, en un artículo de divulgación, hemos presentado una agrupación unitaria de las psicosis paranoicas repartida en tres rubros. la pretendida «constitución paranoica» el delirio de interpretación y los delirios pasionales, Claude y Montassut, en una recensión general publicada en L´Encéphale, insisten, con Peixoto y Moreira en que se reserve el titulo de «paranoia legitima» a los casos que corresponden a la descripción de Kraepelin.

Así, pues, ahora indicaremos los rasgos esenciales 22 de la descripción kraepeliniana.

No se puede negar, en efecto, el extremado rigor nosológico de la obra de Kraepelin. En cierta forma, nosotros contamos con encontrar en ella el centro de gravedad de una noción que el análisis francés, a través de las ramificaciones múltiples que ha elaborado, ha vuelto a veces bastante divergente.

Kraepelin describe dos órdenes de fenómenos en la psicosis: los trastornos elementales y el delirio.

Entre los primeros, está de acuerdo con Sérieux en señalar la ausencia o el carácter completamente episódico de las alucinaciones pero insiste en la frecuencia de las «experiencias visionarias» bajo forma onírica o durante la vigilia, y las describe en unos términos que las hacen responder a los sentimientos de influencia, a las «autorrepresentaciones aperceptivas», a las «inspiraciones», a las intuiciones delirantes que nos hemos enseñado a distinguir.

Muy en el primer plano -y nuestro autor subraya el hecho de que así les devuelve aquello de que equivocadamente se les despoja- coloca las ilusiones de la memoria, a la vez que subraya el papel que éstas tienen en la construcción del delirio.

Luego viene el delirio de relación, bajo el cual describe las subversiones múltiples aportadas por el paciente en la significación de los gestos. las- palabras, los hechos menudos, así como de los espectáculos, formas y símbolos que aprehende en la vida cotidiana. En otras palabras, describe (con menos finura analítica que Sérieux y Capgras, pero con mayor objetividad) el síntoma interpretación.

Da en seguida como síntoma común de la psicosis las «imaginaciones mórbidas». Niega, en efecto, toda realidad clínica al «delirio de imaginación». Según él, la forma sintomática descrita bajo ese nombre por Dupré nunca es pura.

En cuanto al delirio, se elabora de acuerdo con «dos direcciones. opuestas que a menudo se combinan la una con la otra». Son el «delirio de prejuicio en su sentido más general y el delirio de grandeza». Bajo el primer rubro se agrupan el delirio de persecución, el de celos y el de hipocondría. Bajo el segundo, los delirios de los inventores de los interpretadores filiales, de los místicos, de los erotómanos. La vinculación entre todas estas manifestaciones es estrecha; el polimorfismo, frecuente; la asociación bipolar de un grupo con el otro, ordinaria.

El delirio está, por regla, sistematizado. Es «elaborado intelectualmente, coherente en una unidad, sin groseras contradicciones internas» Es, dice Kraepelin, «una verdadera caricatura egocéntrica de su situación en los engranajes de la vida» lo que el enfermo se construye para si mismo en una especie de «visión del mundo». Por último, el delirio es asimilado a la personalidad intelectual, y es tomado incluso como una de sus constantes. Se ponen de relieve otros dos caracteres de la evolución: la aparición progresiva del delirio durante un período de preparación en el cual su lenta invasión se traduce en manifestaciones de duda en oscilaciones de la creencia, y su permanencia. al menos en lo que se refiere a cierto núcleo delirante- Aunque estos rasgos están incluidos en la definición, Kraepelin no se olvida de mencionar los hechos que a ello opone la clínica.

Queda el «delirio de querulancía» de los alemanes, o sea nuestro delirio de reivindicación en la terminología de Sérieux y Capgras. Sabido es que Kraepelin, en su edición de 1915, lo pone aparte de la paranoia para clasificarlo entre las psicosis psicógenas.

Sin embargo, él mismo reconoce los caracteres que lo acercan a la paranoia: La sistematización del delirio, su uniformidad, su carácter inquebrantable, más aún, la limitación del proceso mórbido a ciertos ciclos de representación, la conservación duradera de la personalidad psíquica, la ausencia de manifestación de debilitamiento intelectual»

La vinculación prevalente de este delirio con una ocasión exterior determinada, con cierto prejuicio real o pretendido, es lo que lo hace entrar en el grupo de las psicosis psicógenas, donde lo vemos figurar al lado de la psicosis carceral y de la neurosis de renta, nuestra neurosis traumática.

«La distinción­añade, sin embargo- no tiene ninguna importancia real, pues la paranoia también es de causa psicógena, pero la diferencia consiste en que, en la paranoia, las fuerzas que actúan realmente en la elaboración mórbida de los acontecimientos vitales son puramente endógenas al enfermo, mientras que, en los diversos querulantes, la ocasión exterior da el sustrato decisivo para la aparición del cuadro mórbido.»

Pero, añade, hay que indicar la importancia esencial de la predisposición en la determinación de la querulancia, lo cual lo lleva a concluir que «toda la diferencia consiste en cierto desplazamiento de las condiciones exteriores e interiores».

Fácil es ver, pues, hasta qué punto la delimitación depende aquí de la concepción misma de la enfermedad. Nosotros nos atendremos, de manera provisional, a la unidad entre el delirio de reivindicación y las otras formas de delirio paranoico que reconocen Sérieux y Capgras ellos mismos a pesar de las distinciones esenciales que han aportado con sus trabajos entre los dos tipos de procesos. Nuestra posición definitiva acerca del asunto la reservamos para un apéndice de nuestro estudio.

El dato clínico de la evolución sin demencia, el carácter contingente de los factores orgánicos (reducidos, por lo demás, a trastornos funcionales) que pueden acompañar a la psicosis, y, finalmente, la dificultad teórica de explicar sus particularidades (el delirio parcial) por la alteración de un mecanismo simple, intelectual o afectivo, todos estos elementos, y otros todavía más positivos, hacen que la opinión corriente de los psiquiatras, como se sabe, atribuya la génesis de la enfermedad a un trastorno evolutivo de la personalidad.

La noción de personalidad es compleja. La psicología científica se ha esforzado por despegarla completamente de sus orígenes metafísicos, pero, como suele suceder en casos análogos, ha llegado a definiciones bastante divergentes entre si. Lo que la psiquiatría tiene que tomar en cuenta son, en primerisimo lugar, certidumbres clínicas globales, más seguras, pero también más confusas que las definiciones analíticas; la psiquiatría, además, pone de relieve ciertos vínculos de una importancia capital entre los diversos puntos de vista de la psicología. El uso que hace de la noción no es, sin embargo, unívoco entre los distintos autores, lo cual enturbia los datos ciertos y permite edificar sobre los dudosos. Por eso, antes. de pasar a la presentación y a la critica de las teorías expresadas, quisiéramos precisar el valor psicológico, en el sentido más general, de un término que, demasiado cargado por las aportaciones así de la observación científica como de las creencias populares, y surgido a la vez de las especulaciones de la metafísica y de la experiencia acumulada en la sabiduría de los pueblos, es sumamente rico, pero se presta a toda clase de confusiones.

I. La personalidad según la experiencia común

La personalidad es, en primer lugar, un hecho de experiencia psicológica ingenua. A cada uno de nosotros se nos muestra como el elemento de síntesis de nuestra experiencia interior- La personalidad no solamente afirma nuestra unidad, sino que también la realiza; lo que hace, para ello, es armonizar nuestras tendencias, es decir, las jerarquiza e imprime un ritmo propio a su acción; pero también escoge entre ellas, adoptando unas y rechazando otras.

Su operación es, pues, compleja. Se presenta ante todo bajo un modo intelectual, el más elevado que existe, o sea el del juicio, el de la afirmación categórica. Pero este juicio no se refiere a una realidad efectuada; se refiere a una realidad intencional. La personalidad no es solamente un hecho dado; orienta al ser hacía cierto acto futuro, compensación o sacrificio, renunciación o ejercicio de su potencia, mediante el cual se conformará a ese juicio que uno ejerce sobre si mismo. En la medida misma en que los dos elementos (el de síntesis y el de intencionalidad) divergen el uno del otro, la personalidad se resuelve en imaginaciones sobre nosotros mismos, en «ideales» más o menos vanos: esa divergencia, que existe siempre en cierta medida, ha sido aislada como una función esencial al hombre, e incluso, para cierta filosofía, a toda vida.,

La manera como la personalidad se las arregla con esa divergencia engendra una serie de diversidades que, como tales, pueden ser la base de una clasificación natural (personalidades verdaderas o falsas, armónicas o románticas etc.).

Pero, por otro lado, en la medida en que esa divergencia se reduce, constituye el fundamento de nuestra continuidad en el tiempo: la personalidad es entonces la garantía que, por encima de las variaciones afectivas, asegura las constancias sentimentales y, por encima de los cambios Se situación, el cumplimiento de las promesas. Es el fundamento de nuestra responsabilidad. En la medida en que esta función de continuidad es suficiente -y la práctica demuestra que la admitimos como tal en una medida amplísima- se nos confiere una responsabilidad personal y nosotros mismos les atribuimos una igual a los demás. La noción de responsabilidad desempeña probablemente un papel primordial en el hecho de que reconocemos la existencia de la personalidad en los otros.

Síntesis, intencionalidad, responsabilidad: tales son los tres atributos que la creencia común reconoce en la personalidad.

a] La personalidad en la metafísica tradicional

De esa primera experiencia es de donde han brotado las concepciones de los metafísicos tradicionales y de los místicos. Como es sabido, éstos dan a la personalidad una existencia sustancial, y oponen al individuo, simple colección de las tendencias y de los caracteres propios de todo ser vivo dado, la persona, dignidad que sólo el hombre posee, y cuyo triple carácter de unidad sustancial, de portador en el psiquismo de una entidad universal (voz aristotélico, razón o naturaleza para los estoicos, alma sometida al orden divino, imperativo categórico, etc.), y de árbitro moral, refleja exactamente las tres propiedades que el conocimiento de la experiencia común nos da acerca de la autonomía personal. No podemos hablar detalladamente acerca de los desarrollos de la metafísica tradicional. Su presentación se sale de nuestro tema, y ni siquiera la hubiéramos abordado si no fuera porque el solo hecho de que haya existido ese desarrollo, y de que sus caracteres hayan estado de tal manera calcados sobre los datos inmediatos de nuestra conciencia, constituye el origen de las dificultades que presenta la depuración científica de la noción.

b] La personalidad en la psicología científica

Las dificultades provienen de dos riesgos. El primero es el de una contaminación subrepticia por implicaciones metafísicas que se encuentran en la naturaleza misma del espíritu: quienes caen de lleno allí son, las más de las veces, aquellos mismos que, diciéndose fieles a los «hechos» y nada más que a los hechos, creen protegerse de la metafísica desconociendo los datos que ella aporta. El segundo riesgo amenaza a aquellos que, persiguiendo con conocimiento de causa la eliminación de todo residuo metafísico. acaban por perder de vista la realidad experimental (la cual queda recubierta por las nociones confusas de la experiencia común) y se ven llevados a reducirla hasta el punto de hacerla irreconocible, o hasta el extremo de rechazarla totalmente; como tales se revelan esas teorías extremas de la psicología científica en las que el sujeto no es ya nada, excepto el lugar de una sucesión de sensaciones, deseos e imágenes.

Las creencias comunes sobre la personalidad, su sustancialización por la metafísica, la imposibilidad de fundar sobre ellas una definición científica rigurosa, he ahí el camino que nuestra presentación acaba de recorrer.

Estas creencias comunes son el fruto de una experiencia ingenua que se formula en un pensamiento espontáneo. En ese terreno no se deja ver todavía una diferenciación clara entre lo que es experimentado subjetivamente y lo que puede ser comprobado objetivamente. A estas dos fuentes de conocimiento vamos a recurrir ahora en busca de, apoyos más firmes para la concepción de la personalidad.

II. Análisis restrospectivo de la personalidad

A decir verdad, la introspección disciplinada no nos da sino perspectivas muy decepcionantes. A la pretendida síntesis de la personalidad, responde con esas sorpresas y esas decepciones que nos aportan sin cesar nuestros pensamientos y nuestros actos por la intervención, imprevista o habitual, de fuerzas interiores que nos resultan unas veces completamente nuevas y otras, en cambio, demasiado conocidas. Las fuerzas son, las más de las veces, de naturaleza afectiva, y su conflicto con nuestra personalidad organizada nos lleva a desaprobarlas, cualquiera que sea, por lo demás, su valor real, perjudicial para nosotros o para los demás, o sujeto a duda, o incluso benéfico.

La introspección no nos da tampoco nada seguro acerca de la función intencional (reguladora o voluntaria) de la personalidad. Al contrario: las informaciones que nos brinda se refieren ante todo a su fracaso constante.

¿No podríamos, por lo menos, colocar este fracaso dentro de la divergencia constante que existe entre el yo real y el ideal que lo orienta? ¿Concederemos a este ideal cierto margen de degradaciones posibles? Pero entonces no será más que una simple creencia. Esta creencia misma, ¿será más o menos coherente con el conjunto de creencias del sujeto? Pero entonces este ideal va a desvanecerse en la simple imaginación de uno mismo, la más fugitiva, la más desprovista de adhesión interior.

¿O, por el contrario, este ideal es más sólido? Entonces es el choque con la realidad lo que va a romperlo. La realidad, para combatirlo, podrá simplemente cubrirse con una máscara intelectual: será un nuevo ideal del yo, que sacará su fuerza de un nuevo humor, o de una nueva motivación afectiva. Pero también estas contradicciones podrán ser de un valor intelectual auténtico, o sea que podrán expresar correctamente la realidad objetiva: es lo que se ve cuando la reflexión metódica sobre las revelaciones afectivas que el sujeto ha experimentado, o cuando una observación científica de lo real o incluso la dialéctica interna de las ideas vienen a sacudir, con el conjunto de las creencias, la imagen que se hace de si misma la personalidad.

¿No se tiene, entonces, la impresión de que lo que se produce son más bien tentativas de síntesis, susceptibles de fracasos y de renovación, y que, más que de una personalidad, habría que hablar de una sucesión de personalidades? ¿No son esas transformaciones mismas lo que, según los casos, llamamos enriquecimiento o abandono de nosotros mismos, progreso o conversión?

¿Qué subsiste aquí de nuestra continuidad? Después de algunas de esas crisis no nos sentimos responsables ya ni de nuestros deseos antiguos, ni de nuestros proyectos pasados, ni de nuestros sueños, ni siquiera de nuestros actos.

Basándose en estos nuevos datos de la introspección, a la crítica psicológica le resulta demasiado fácil concebir la persona como el lazo siempre pronto a romperse, y por lo demás arbitrario, de una sucesión de estados de conciencia, y apoyar en ello su consideración teórica de un yo puramente convencional.

III. Análisis objetivo de la personalidad

Es aquí donde debe intervenir el punto de vista objetivo, devolviendo su peso verdadero a la noción que parece evaporarse.

El punto de vista objetivo verifica en primer lugar el desarrollo de la persona. La personalidad, que se pierde, misteriosa, en la no. che de la primera edad, se afirma en la infancia de acuerdo con un modo de deseos, de necesidades, de creencias que le es propio y que como tal ha sido estudiado. Se alborota en las ensoñaciones y las esperanzas desmesuradas de la adolescencia, en su fermentación intelectual, en su necesidad de absorción total del mundo bajo los modos del gozar, del dominar y del comprender; se tensa en el hombre maduro en una aplicación de sus talentos a lo real, en un ajuste impuesto a los esfuerzos, en una adaptación eficaz al objeto, y puede llegar a su realización más alta en la creación del objeto y el don de si mismo; en el viejo, finalmente, en la medida en que hasta ese momento ha sabido liberarse de las estructuras primitivas, se expresa en una seguridad serena, que domina la involución afectiva.

En este progreso tienen una influencia determinante los acontecimientos, que son los choques y las objeciones de la realidad (de la realidad afectiva y de la realidad objetiva). Pero se trata de una influencia ordenada: ese progreso es un desarrollo, es decir que descansa sobre estructuras reaccionales típicas y que tienen una sucesión fija, común a la normal de los seres humanos. Estas engendran las actitudes, que modelan el sentido según el cual son vividos esos acontecimientos, al mismo tiempo que reciben de ellos determinaciones progresivas o regresivas. Estas estructuras y su sucesión constituyen el fondo regular de las evoluciones atípicas y de las crisis anacrónicas.

Así, pues, encontramos aquí una ley evolutiva en lugar de una síntesis psicológica.

Pero incluso esta última se encuentra hasta cierto punto bajo una forma objetiva. En efecto, esos estados sucesivos de la personalidad no están separados por rupturas puras y simples, sino que tanto su evolución como el paso de uno a otro son comprensibles para nosotros, los observadores. Incluso si, tratándose de alguien ajeno a nosotros, no llegamos a participar de ellos afectivamente (einfühlen), tienen para nosotros un sentido (verstehen), sin que nos sea preciso descubrir en ellos la ley de sucesión causal que nos es necesaria para explicar (erklären) los fenómenos de la naturaleza física.

Este sentido se refiere, por ejemplo, a la concordancia de tal o cual matiz sentimental con tal o cual contenido representativo (de la tristeza con la idea de la pérdida de un ser amado), a la adaptación de una serie de acciones a una meta determinada, a la compensación ideo-afectiva acarreada por cierta constricción de las tendencias.

Este sentido está tal vez tan poco fundado como la interpretación homogénea (participacionista) que da el primitivo al conjunto de los fenómenos naturales. Pero es, desde luego, la común medida de los sentimientos y de los actos humanos.

Estas relaciones de comprensión tienen un valor objetivo innegable: sin la nueva concepción del trastorno mental permitida por ellas, no hubiera podido aislarse esa realidad clínica que es la esquizofrenia. Son esas relaciones, en efecto, las que permiten señalar un orden fragmentario en las reacciones emocionales, las representaciones, los actos y el simbolismo expresivo que se encuentran en el curso de esa dolencia, así como poner de relieve, por ello mismo, su característica principal, que es la discordancia.

Así, pues, los datos objetivos confieren a la personalidad cierta unidad, la de un desarrollo regular y comprensible.

¿Dónde queda su intencionalidad? Evidentemente, de ningún «dato inmediato» se puede deducir la existencia objetiva del acto voluntario y del acto de libertad moral. Además, desde el momento en que se trata de conocimiento científico, el determinismo es una condición a priori y hace que semejante existencia sea contradictoria con su estudio. Pero queda por explicar la existencia fenomenológica de esas funciones intencionales: a saber, por ejemplo, que el sujeto diga «yo» que crea obrar, que prometa y que afirme.

El acto voluntario puede, evidentemente, ser definido por una concatenación causal más compleja que la del acto reflejo.»» La creencia puede ser descrita como un sentimiento vinculado con disposiciones emocionales y activas, de estructura adquirida y elevada.

La imagen ideal del yo que forma parte de nuestra experiencia interior es reducible a complejos afectivos que dependen de la ontogenia del psiquismo (si es que no de su filogenia). Esto explica que pueda ser uno de los polos de una tensión interior del  yo, y esta tensión parece vinculada con ciertas determinaciones del fenómeno mismo de la consciencia.

Estos fenómenos intencionales se manifiestan, pues, ante todo como una organización de reacciones psico-vitales. Son el fruto de una educación en la cual se traduce todo el desarrollo personal. Por otra parte, estos fenómenos recaen bajo las relaciones de comprensión de manera mucho más inmediata que las reacciones elementales que nos es preciso desprender de ellos mediante el análisis. Se revelan, así, conformes a la primera definición que nos ha permitido nuestro ensayo de objetivación de la personalidad.

Pero estas funciones intencionales afirman, por su naturaleza misma, sus contenidos como objetos: así es como lo expresaban espontáneamente aquellas creencias mismas sobre la personalidad de las cuales partió nuestro análisis. Hemos disuelto tales creencias para encontrarnos, a fin de cuentas, con que esas funciones tienen propiedades objetivas. Este progreso es de índole dialéctica, y por lo tanto tiene que ver con los problemas generales del conocimiento. Su base es la función identificadora del espíritu y allí estamos ante un campo de estudio que se aparta de nuestro tema.» Queremos únicamente hacer notar que los progresos de la personalidad misma pueden estar condicionados por el progreso dialéctico del pensamiento, como vemos que ocurre, por ejemplo, por la vía de la reflexión, en el hombre adulto y que sabe meditar. Digamos, pues, que este carácter de progresividad dialéctica (virtual por lo menos) debe ser exigible de las formas acabadas de la personalidad.

En cuanto a la noción de responsabilidad personal, ¿no parece disolverse en este análisis? ¿0 acaso conserva algún contenido objetivo? Volvamos a la experiencia; busquémosla en las acepciones comunes del lenguaje. ¿Qué es lo que se entiende cuando se dice que determinado individuo «tiene personalidad? ¿Acaso esta fórmula no significa ante todo la autonomía de la conducta en cuanto a las influencias accidentales, y al mismo tiempo su valor ejemplar, o sea moral? Esta indicación del lenguaje se funda en lo real.

La tarea de cada día, y la parte más preciosa de la experiencia de los seres humanos, consiste en enseriarse a distinguir, bajo las promesas que formulan, las promesas que van a cumplir. Éstas, totalmente distintas a menudo de aquéllas, son la realidad personal que un ojo avezado reconoce, y a la cual cada quien rinde homenaje al ufanarse de reconocerla.

Pero bajo ese crédito moral, bajo ese valor representativo que concedemos al individuo, hay ciertamente una garantía y, por así decir, un valor-oro. Este valor, más que percibirlo, lo sentimos en los demás, bajo la forma de esas resistencias «morales» que, en nosotros, imponen limites a las influencias de lo real. Nosotros, por lo demás, experimentamos esas resistencias bajo una forma ambivalente, sea que nos protejan contra la emoción que se apodera de nosotros o contra la realidad que nos presiona, sea que se opongan a que nos conformemos a tal o cual idea, a que nos sometamos a tal o cual disciplina, por normativos que ese ideal o esa disciplina puedan parecernos. Piedras de tropiezo de la personalidad, fuentes de conversiones y de crisis, son, además, la base de una síntesis más sólida. Es por eso por lo que nuestros actos nos pertenecen y nos «siguen».

Los demás nos tienen a nosotros por legítimamente responsables de esos actos, puesto que esta aparente autonomía del individuo es esencialmente relativa al grupo, sea que se apoye claramente sobre el juicio que tienen o tendrán de nosotros los demás, sea que descanse sobre el modo de pensamiento prelógico de la participación ~24 que ha amasado los orígenes de la raza humana y que, permaneciendo inscrito en los mecanismos afectivos de esas resistencias morales, conserva en ellos la huella de intereses ancestrales.

Esta génesis social de la personalidad explica el carácter de Í alta tensión que en el desarrollo personal adquieren las relaciones humanas y las situaciones vitales que a ellas se refieren. Es ella, muy probablemente, la que da la clave de la verdadera naturaleza de las relaciones de comprensión.

Tal nos parece el orden en que se impone a todo estudio psicoclínico la realidad de la personalidad. Ninguna teoría que descuide o prefiera una de sus estructuras objetivas será suficiente.

IV. Definición objetiva de los fenómenos de la personalidad

Así, pues, toda manifestación humana, para que la conectemos con la personalidad, deberá implicar:

1] un desarrollo biográfico, que definimos objetivamente por una evolución típica y por las relaciones de comprensión que en él se leen. Desde el punto de vista del sujeto, se traduce en los modos objetivos bajo los cuales vive su historia (Erlebnis);

2] una concepción de sí mismo, que definimos objetivamente por actitudes vitales y por el progreso dialéctico que en ellas se puede detectar. Desde el punto de vista del sujeto, se traduce en las imágenes más o menos «ideales » de si mismo que hace añorar a la consciencia;

3] una cierta tensión de relaciones sociales, que definimos objetivamente por la autonomía pragmática de la conducta y los lazos de participación ética que en ella se reconocen. Desde el punto de vista del sujeto, se traduce en el valor representativo de que él se siente afectado con respecto a los demás.

V. Posición de nuestra definición
con respecto a las escuelas de la psicología científica

Pongamos de relieve el hecho de que., en virtud de tal conjunto de funciones, nuestra definición no se confunde con las usadas en diversas escuelas de la psicología científica.

La nuestra no se funda, en efecto,

* ni sobre el sentimiento de la síntesis personal, tal como se le ve perturbado en los trastornos subjetivos de despersonalización, sentimiento que depende de mecanismos psico-orgánicos más estrechos,

* ni sobre la unidad psicológica que da la consciencia individual, unidad que es desbordada, y en no pequeña medida, por los mecanismos de la personalidad.

* ni sobre la extensión de los fenómenos de la memoria, extensión demasiado vasta o demasiado reducida, según que lo que se esté designando con la palabra «memoria» sea una propiedad biológica sumamente general o los solos hechos de la rememoración .

VI. Definición de la psicogenia en psicopatología

La personalidad así definida funciona sobre mecanismos de naturaleza orgánica (repitamos que distan mucho de ser todos ellos conscientes). No es otra cosa que una organización de esos mecanismos, de acuerdo con los diversos modos de coherencia que acabamos de definir. Esta organización da su sentido a aquello que se puede llamar la psicogenia de un síntoma.

Es psicógeno un síntoma -físico o mental- cuyas causas se expresan en función de los mecanismos complejos de la personalidad, cuya manifestación los refleja y cuyo tratamiento puede depender de ellos.

Tal es el caso:

* cuando el acontecimiento causal no es determinante sino en función de la historia vivida del sujeto, de su concepción de si mismo y de su situación vital con respecto a la sociedad;

* cuando el síntoma refleja en su forma un acontecimiento o, un estado de la historia psíquica, cuando expresa los contenidos posibles de la imaginación, del deseo o del querer del sujeto, cuando tiene un valor demostrativo que apunta a otra persona;

* cuando el tratamiento puede depender de una modificación de la situación vital correspondiente, sea que esta modificación se produzca en los hechos mismos, en la reacción afectiva del sujeto frente a ellos o en la representación objetiva que de ellos tiene.

El síntoma de que se trata no deja por ello de descansar sobre bases orgánicas, fisiológicas siempre, patológicas las más de las veces, en algunas ocasiones sobre lesiones notables.

Una cosa, sin embargo, es estudiar su causalidad orgánica, lesiona o funcional, y otra cosa estudiar su causalidad psicógena.

Sobre tales premisas es como habrá de juzgarse, por ejemplo, el valor psicógeno de una neurosis de renta o de una psicosis carceral, y como habrá de determinarse la parte que corresponde al factor orgánico.

Por lo que se refiere al peritaje, que es el criterio práctico de la ciencia del psiquiatra, es sobre esas bases sobre lo que se fundan, más o menos implícitamente, las evaluaciones de responsabilidad, según nos las pide la ley. No podemos insistir acerca de este particular, y sólo lo abordaremos en la medida en que se relacione con nuestro propio asunto. Pero basta algo de reflexión para convencerse de ello.

Así, pues, en cada entidad psicopatológica habrá que distinguir entre mecanismos orgánicos y mecanismos psicógenos. A menudo no podremos precisar igualmente los unos y los otros.

Para fijar las ideas, comparemos los casos:

1] en que un trastorno orgánico evidente (lesión destructiva de la corteza cerebral) causa un trastorno psíquico grave sin alteración notable de la personalidad (amnesia afásica) o destruyéndola (demencia);

2] en que un trastorno orgánico no detectado causa un trastorno psíquico grave sin alteración notable de la personalidad (alucinosis) o perturbándola profundamente (esquizofrenia);

3] en que un trastorno orgánico a veces mínimo (¿emotividad? ¿hipomanía?), sin acarrear ningún trastorno psíquico grave (funciones afectivas, perceptivas e intelectuales conservadas), altera toda la personalidad (delirio de querulancia).

¿Qué parte atribuir, en los dos últimos casos, a los mecanismos de la personalidad? He ahí una pregunta que da su sentido y su valor a las investigaciones psicógenas.

No por ello es menos merecedora de estudio la estructura de los fenómenos originados por la espina orgánica.

Por lo demás, apenas será necesario subrayar lo mucho que el conjunto de estas consideraciones se aleja del falso paralelismo psicofísico según Taine.

VII. Fecundidad de las investigaciones psicógenas

De hecho, estas investigaciones han demostrado ser fecundas en psicología. Han conducido al estudio de las formas ontogenéticas y filogenéticas de los mecanismos que llamamos personales, de las ,diversas degradaciones de esos mecanismos, de las perversiones instintivas, de su significación y de su vínculo con las neurosis. Han agrandado considerablemente el alcance que, en el organismo individual y en el grupo social, tienen los mecanismos de la personalidad. La masa de hechos nuevos que en tal sentido aporta la técnica psicoanalítica no permite saber hasta dónde llegará esta ex. tensión, la cual pide una delimitación crítica.

¿Puede fundarse sobre estas investigaciones, ya ahora, un sistema de la personalidad que esté de acuerdo con la complejidad de los hechos? Hace falta ordenar un número inmenso de tales hechos, sin descuidar ninguna de sus variadisimas fuentes, desde la patología hasta la sociología, desde las producciones intelectuales de todas las épocas hasta los datos de la psicología práctica.

No obstante, muchos autores se han arriesgado a hacerlo. Ellos han esbozado las líneas generales de una ciencia nueva a la cual se le plantea ante todo el problema de las diferencias individuales de la personalidad: es la caracterología.

Esta ciencia, en su alcance general, tropieza con gravísimas dificultades. La menor de ellas no es ciertamente la de distinguir, entre la gran riqueza de términos que ofrece el lenguaje para designar las particularidades personales (4000 palabras en alemán, según Mages), aquellos que la realidad ordenaría elegir como caracteres esenciales, determinantes, de aquellos que no son más que accesorios y dependientes.

La multiplicidad de los sistemas caracterológicos es, por lo demás, significativa de su valor problemático.

No obstante, algunos de ellos pueden considerarse como esquemas generales válidos para poner orden en las investigaciones, e interesantes para la práctica clínica y la psicoterapia.

VIII. Valor problemático de los sistemas caracterológicos y de la doctrina constitucionalista

Se pueden proponer en primer lugar ciertas condiciones generalísimas con las cuales debe cumplir todo sistema de la personalidad para ser aceptable.

Todo sistema de la personalidad tiene que ser estructural, con lo cual queremos decir que en él la personalidad debe estar compuesta a partir de elementos, que son primitivos con respecto a su desarrollo, o sea á partir de relaciones orgánicas relativamente sencillas, cuyo registro variará en calidad, en amplitud, etc., y su alcance. en dirección, en intensidad, etc., según los individuos.

Aquí, en efecto, una experiencia psicológica somera y los estudios más profundos estarán de acuerdo en reconocer que los tipos diferenciables de personalidad están lejos de abarcar en los mismos individuos las diversidades comprobables de las dotes innatas, de los talentos, de los temperamentos, y distan mucho más aún de responder a las variaciones cuantificables de las propiedades orgánicas primarias, por ejemplo de la agudeza sensorial o de la reacción emotiva .

Sin duda, la economía de la realización personal depende en último análisis de cierto equilibrio de esas dotes innatas, pero el valor constructivo del desarrollo, las necesidades bipolares de la acción y las condiciones formales de la expresión hacen que las variaciones de esa economía no sean ni correlativas a las variaciones de los elementos, ni continuas como la mayor parte de estos últimos.

Bajo reserva de la crítica experimental, podremos sacar de esas investigaciones algunos apoyos para nuestro problema particular, que no atañe a la personalidad sino desde un ángulo relativo, que es el de su papel propio en las psicosis paranoicas.

Pero si es tentador buscar, como se ha hecho, alguna relación entre la psicosis y un tipo de personalidad definida (la constitución paranoica por ejemplo), no deberemos olvidar el valor sumamente problemático de esas definiciones caracterológicas.

El problema que se plantea aquí es el mismo que se le ha presentado a cada una de las ciencias naturales en sus comienzos, y que se le sigue presentando a cada instante. Es el problema de la jerarquía de los caracteres, a saber: decidir cuál es el carácter determinante para la estructura, distinguiéndolo de los que no corresponden más que a una variación sin repercusiones sobre el conjunto. Pero, más aún, es el problema de la identificación del carácter: en efecto, lo que en un principio se toma por una identidad de carácter puede no ser más que una homología formal entre aspectos vecinos que traducen una estructura del todo diferente: tales son, en botánica, los radios de las flores compuestas, que pueden representar, según los casos, los pétalos de la flor simple o sus hojas de envoltura.- Un mismo carácter estructural, por el contrario, puede presentarse -y ahí, está, para demostrarlo, todo el estudio de la morfología- bajo aspectos muy diferentes.

Este es, en suma, el problema que pretende resolver en psicopatología la doctrina de las constituciones.

La doctrina constitucionalista se basa en el hecho incontestable de las diferencias innatas,» en cuanto a las propiedades biopsicoló-gicas, entre los individuos, así como en el hecho, no menos cierto, de que tales diferencias son a veces hereditarias, y pretende que estos datos característicos tienen un valor clasificador de las diferencias individuales y son determinantes de la organización de la personalidad.

No es aquí el lugar para hacer la critica de la doctrina constitucionalista.

Presentemos simplemente dos puntos de método. No deberá, a prior¡, admitirse sino en último análisis el carácter innato de una propiedad llamada constitucional, cuando se trata de una función cuyo desarrollo está ligado a la historia del individuo, a las experiencias que en ella se inscriben, a la educación que ha tenido.

Por esa razón nos parece eminentemente discutible que los factores de la personalidad innata se expresen en funciones tan complejas como bondad, sociabilidad, avidez, actividad, etc. Con mucha mayor razón nos opondremos a la idea de fundar no ya una constitución, sino incluso (corno intentan algunos) toda una patología, sobre una entidad tal como la «pérdida de contacto vital con la realidad» que tiene que ver con una noción metafísica muy elaborada, y que en el hecho clínico no puede relacionarse con nada preciso, a no ser con un progreso de la personalidad de orden igualmente complejo.

Por otra parte, es bien conocido el carácter problemático de los hechos de herencia psicológica. Es en esta materia donde se muestra al máximo la dificultad de distinguir entre lo que es propiamente hereditario y lo que es influencia del medio, o, según los términos de Thonison, entre nature y nurture.

IX. Personalidad y constitución

Hay, sin embargo, el hecho de ciertos complejos clínicos que se imponen a la atención, en el orden de las fijaciones instintivas, de los temperamentos y también de los caracteres. Tal es -para poner como ejemplo el tema mismo que nos interesa- la constitución paranoica, a saber, el complejo: orgullo, desconfianza, falsedad de juicio, inadaptabilidad social. Todos los esfuerzos, no estará de más observarlo, se han enderezado a deducir estas manifestaciones complejas de una propiedad psíquica simple, que tenga alguna verosimilitud de innatidad. la psicorrigidez, por ejemplo.

Estudiaremos la relación de estas supuestas constantes caracterológicas con la génesis de las psicosis paranoicas.

Pero debemos plantear sobre este punto las observaciones preliminares que se desprenden de la materia del presente capitulo.

Es posible que no se le reconozca a la psicosis ningún lazo unívoco con una disposición caracterológica definible, y que sin embargo predominen en su determinismo los mecanismos de la personalidad, a saber: desarrollo, experiencias y tendencias de orden personal.

De manera inversa, la existencia de una correlación de la psicosis con determinada predisposición constitucional no demuestra por sí misma una determinación psicógena. La constitución, en efecto, puede no traducir sino una fragilidad orgánica con respecto a una causa patógena exterior a la personalidad, es decir, con respecto a cierto proceso psíquico, para emplear el concepto general elaborado por Jaspers, y sobre el cual volveremos más tarde.

Determinar, por una parte, en qué medida las psicosis paranoicas en su evolución y su semiología ponen en juego la personalidad, relacionar, por otra parte, la psicosis paranoica con una predisposición constitucional caracterológicamente definible, son dos problemas diferentes.

Los problemas de la relación de la psicosis con la personalidad y con la constitución no se confunden.

Veamos qué posiciones han tomado en cuanto a estos problemas los diferentes autores.