«Psychopathische Personen auf der Bühne»

«Psychopathische Personen auf der Bühne»

Si el fin del drama consiste en provocar «terror y piedad», en producir una «purificación {purga} de los afectos», como se supone desde Aristóteles, ese mismo propósito puede describirse con algo más de detalle diciendo que se trata de abrir fuentes de placer o de goce en nuestra vida afectiva (tal como a raíz de lo cómico, del chiste, etc., se las abre en el trabajo de nuestra inteligencia, el mismo que había vuelto inaccesibles muchas de esas fuentes). A este fin cabe mencionar en primera línea, no cabe duda, el desahogo de los afectos del espectador. Y el goce que de ahí resulta responde, por una parte, al alivio que proporciona una amplia descarga, y por la otra, acaso, a la coexcitación sexual que, según cabe suponer, se obtiene como ganancia colateral a raíz de todo desarrollo afectivo y brinda al hombre el sentimiento, que tanto anhela tener, de una tensión creciente que eleva su nivel psíquico. Ser espectador participante del juego dramático significa para el adulto lo que el juego para el niño, quien satisface de ese modo la expectativa, que preside sus tanteos, de igualarse al adulto. El espectador vivencia demasiado poco; se siente como «un mísero desecho a quien no puede pasarle nada»; ha tiempo ahogó su orgullo, que situaba su yo en el centro de la fábrica del universo; mejor dicho, se vio obligado a desplazarlo: querría sentir, obrar y crearlo todo a su albedrío; en suma, ser un héroe. Y el autor- actor del drama se lo posibilitan, permitiéndole la identificación con un héroe. Y al hacerlo le ahorran también algo que el espectador sabe: esa promoción de su persona al heroísmo no sería posible sin dolores, sin penas, sin graves tribulaciones que casi le cancelarían el goce; bien sabe que sólo posee una vida, que podría perder en uno de esos combates contra la adversidad. Por eso la premisa de su goce es la ilusión; o sea: el penar es amortiguado por la certeza de que, en primer lugar, es otro el que ahí, en la escena, actúa y pena, y en segundo lugar, se trata sólo de un juego teatraf que no puede hacer peligrar su seguridad personal. En tales circunstancias puede gozarse como «grande», entregarse sin temor a mociones sofocadas, coino lo son sus ansias de libertad en lo religioso, lo político, lo social y lo sexual, y desahogarse en todas direcciones dentro de cada una de las grandiosas escenas de esa vida que ahí se figura. Pero estas son condiciones del goce comunes a múltiples formas de la creación literaria. La poesía lírica contribuye sobre todo a desahogar una sensibilidad intensa y varia, como también lo hace la danza; la épica está destinada principalmente a posibilitar el goce de la gran personalidad heroica en su triunfo, mientras que el drama desciende hasta lo hondo de las posibilidades afectivas, plasma para el goce los propios presagios de desdichas y por eso muestra al héroe derrotado en su lucha, con una complacencia casi masoquista. Podría caracterizarse sin más al drama por esta relación con el penar y la desdicha, sea que, como en la comedia, despierte sólo la inquietud y después la calme, o que, como en la tragedia, concrete el penar mismo. El hecho de que el drama naciese de ritos sacrificiales (el macho cabrío y el chivo emisario) en el culto de los dioses, no puede dejar de tener alguna relación con este sentido suyo(313); apacigua de algún modo la incipiente revuelta contra el orden divino del mundo, que ha instaurado el sufrimiento. Los héroes son, sobre todo, rebeldes sublevados contra Dios o, contra alguna divinidad, y el sentimiento de la propia miseria que asalta al más débil frente a la potencia divina está destinado a experimentarse con placer, tanto por vía de una satisfacción masoquista cuanto por el goce directo de una personalidad cuya grandeza es, empero, destacada. He ahí, pues, el prometeísmo de los seres humanos; pero un prometeísmo empequeñecido, dispuesto a dejarse calmar temporariamente por una satisfacción momentánea. Por tanto, tema del drama son todas las variedades de sufrimiento; el espectador tiene que extraer de ellas un placer, y de ahí resulta la primera condición de la creación artística: no debe hacer sufrir al espectador, ha de saber compensar la piedad que excita mediante las satisfacciones que de ahí pueden extraerse. Una regla que infringen con particular frecuencia autores recientes. Pero este sufrir se restringe muy pronto a lo anímico, pues, en cuanto a sufrir físicamente, no lo quiere quien sabe cuán rápido la sensibilidad corporal así alterada pone fin a todo goce del alma. Quien está enfermo tiene un solo deseo: sanar, abandonar su estado; que vengan el médico y el medicamento para hacer cesar la inhibición del juego de la fantasía, que nos ha malcriado al punto de hacernos extraer un goce de nuestro propio sufrimiento. Si el espectador se pone en el lugar del que sufre un achaque físico, no encuentra ni goce ni productividad psíquica en su interior; por eso el individuo corporalmente enfermo es posible en la escena sólo como requisito {dramático}, nunca como héroe, a menos que determinados aspectos físicos de su condición de enfermo posibiliten el trabajo psíquico (p. ej., el desamparo del enfermo en Filoctetes o la desesperanza en las piezas en que aparecen tísicos). Pero los seres humanos conocen las penas del alma esencialmente en conexión con las circunstancias que las provocan. Por eso el drama precisa de una acción que engendre esas penas, y empieza introduciéndonos en ella. No son sino excepciones aparentes muchas piezas que nos presentan penas anímicas ya provocadas, como Ayax o Filocietes. En efecto, en el drama griego, por ser notorio su asunto, el telón se levantaba, podría decirse, en mitad de la pieza. Y bien; es fácil exponer exhaustivamente las condiciones de esta acción: tiene que poner en juego un conflicto, incluir un esfuerzo de la voluntad y una situación adversa. La lucha contra los dioses significó el primer cumplimiento de esta condición, y el más grandioso. Dijimos ya que esta es una tragedia sublevada: autor y espectadores toman partido por los rebeldes. Pero después, a medida que se descreía de los dioses, ganaba en importancia el orden humano, al que una penetración creciente hacía más y más responsable del sufrimiento. Así, la próxima lucha es la del héroe contra ia comunidad humana, social: la tragedia burguesa {tragedia de la sociedad civil}. Otro cumplimiento [de la condición mencionada] es la lucha entre seres humanos, la tragedia de caracteres, que posee todas las excitaciones del agon [agwu , conflicto] y se juega con ventaja entre personalidades sobresalientes, no restringidas por las instituciones humanas; tienen que presentar por ello más de un héroe. Son desde luego admisibles las combinaciones entre estos dos últimos casos: la lucha del héroe contra instituciones encarnadas en caracteres fuertes. A la tragedia de caracteres pura le falta la rebeldía como fuente de goce; pero esta última reaparece, y con potencia no menor que en los dramas reales de los clásicos griegos, en las piezas sociales, por ejemplo en lbsen. Si el drama religioso, el social y el de caracteres se distinguen esencialmente por la liza en que se despliega la acción generadora del sufrimiento, ahora el drama nos lleva a una nueva liza, que lo convierte en totalmente psicológico. Es en el alma misma del héroe donde se libra la lucha engendradora del sufrimiento; son mociones encontradas las que se combaten, en una lid que no culmina con la derrota del héroe, sino con la de una de tales mociones. Tiene que terminar con la renuncia a una de ellas. Son posibles, desde luego, todas las combinaciones entre esta condición y las que presiden al drama social y al de caracteres: en tales casos, es la institución misma la que provoca el conflicto interior. Aquí tienen cabida las tragedias de amor; en efecto, la sofocación del amor por la cultura social, por instituciones humanas, o el conflicto -notorio en la ópera- entre «amor y deber», constituyen el punto de arranque de situaciones conflictivas susceptibles de variación infinita. Tan infinita como la de los sueños diurnos eróticos de los seres humanos. Ahora bien, la serie de las posibilidades se amplía, y el drama psicológico se vuelve psicopatológico, cuando la fuente del sufrimiento en que debemos participar y del que extraeríamos placer no es ya el conflicto entre dos mociones dotadas de un grado de conciencia aproximadamente igual, sino entre una moción conciente y una reprimida. Condición del goce es, aquí, que el espectador sea también un neurótico. Sólo a él, en efecto, puede depararle placer y no mera repugnancia la revelación, la admisión en cierto modo conciente de la moción reprimida; en el no neurótico, ella tropezará meramente con una repugnancia, y lo predispondrá a repetir el acto de la represión. En él, en efecto, este último se logró con éxito: de un golpe, mediante un gasto único de represión, la moción reprimida quedó plenamente neutralizada. En cambio, en el neurótico la represión siempre está en trance de fracasar; es lábil y requiere un gasto siempre renovado, gasto que justamente le es ahorrado por aquella admisión. Sólo en él persiste una lucha como la que puede ser asunto de esta clase de drama; pero ni siquiera en él provocará el autor solamente un goce por liberación, sino también una resistencia. El primero de estos dramas modernos es Hamlet. He aquí su iema: Un hombre hasta entonces normal se vuelve neurótico por la índole particular de la tarea que se le encomienda; un neurótico en quien una moción hasta entonces reprimida con éxito procura imponerse. HamIet se singulariza por tres características que parecen importantes para el problema que tratamos: 1) El héroe no es un psicópata, sino que se vuelve tal en la acción considerada. 2) La moción reprimida se cuenta entre aquellas que lo están en todos, nosotros por igual; siendo su represión uno de los fundamentos de nuestro desarrollo personal, lo que la situación pone en entredicho es esa represión misma. Estas dos condiciones nos facilitan reencontrarnos en el héroe; somos susceptibles del mismo conflicto que él, pues «quien en ciertas circunstancias no pierde su entendimiento, es que no tiene ninguno que perder». 3) Pero parece condición de la plasmación artística que a esa moción que pugna por llegar a la conciencia, pese a ser ciertamente notoria, no se la llame por su nombre; así el proceso se consuma de nuevo en el espectador cuya atención ha sido distraída, y él es presa de sentimientos, en vez de darse cuenta de lo que ocurre. De ese modo se ahorra, sin duda, una cuota de resistencia como la que vemos en el trabajo analítico, donde los retoños de lo reprimido, por provocar una resistencia menor, llegan a la conciencia, lo cual es rehusado a lo reprimido mismo. Y en HamIet, en verdad, el conflicto está tan oculto que yo pude colegirlo apenas. Es posible que, por no tener en cuenta estas tres condiciones, muchas otras figuras psicopáticas se hayan vuelto tan inservibles para la escena como lo son para la vida. En efecto, nosotros no podemos penetrar en el conflicto del neurótico cuando él ya lo lleva acabado dentro. A la inversa: cuando conocemos ese conflicto, olvidamos que es un enfermo, del mismo modo como él, al tomar conocimiento de su conflicto, deja de estar enfermo. La tarea del autor sería ponernos en el lugar de la enfermedad misma, y el mejor modo de conseguirlo es que sigamos su curso junto con el que enferma. Ello es particularmente necesario en los casos en que la represión no está ya dentro de nosotros, y por tanto es preciso producirla primero; esto implica dar un paso más allá de HamIet en cuanto al uso de la neurosis en la escena. Toda vez que nos topemos con una neurosis ajena y acabada, llamaremos al médico (como en la vida real) y juzgaremos que el personaje es inapto para una escenificación teatral. Este defecto parece aquejar a Die Andere, de Bahr; además de otro, que estriba en esto: no nos resulta posible el convencimiento simpatético de que hay un solo hombre dotado del privilegio de satisfacer plenamente a la muchacha. No podemos ponernos en el lugar de esta. Y a ello se añade un tercer defecto: no se nos deja nada para descubrir por nuestra cuenta, y nace en nosotros una resistencia total a este condicionamiento del amor, que nos disgusta. De las tres condiciones formales que valen para el caso, la más importante me parece la distracción de la atención. En general podría decirse, tal vez, que la labilidad neurótica del público y el arte del autor para sortear resistencias y procurar un placer previo son lo único que marca límites al empleo de caracteres anormales.