¿Qué es la ciencia?: La respuesta de la teoría del cierre categorial

III. La respuesta de la teoría del cierre categorial. Líneas generales del materialismo gnoseológico.

1. La concepción de la ciencia característica del materialismo gnoseológico es de índole constructivista, y en esto se asemeja el materialismo al teoreticismo y al adecuacionismo. Pero mientras que el teoreticismo o el adecuacionismo circunscriben la constructividad al ámbito de las formas (=1), separadas de la materia, es decir, ven a las ciencias como construcciones llevadas a cabo con palabras, con conceptos, o con proposiciones «sobre las cosas» (ya sea suponiendo que las re producen o re presentan isomórficamente, ya sea sin exigir la necesidad de un tal isomorfismo), el materialismo gnoseológico ve a las ciencias como construcciones «con las cosas mismas» (por la intrincación entre las ciencias y las técnicas o tecnologías). La ciencia química, por ejemplo, no podrá circunscribirse al terreno de las «construcciones con fórmulas», que llenan los tratados de química, como tampoco la música podría considerarse circunscrita a las partituras. La música debe sonar, pues sólo tiene realidad en un medio sonoro; de la misma manera a como la química sólo puede considerarse existente en un medio en el que puedan tener lugar reacciones entre sustancias. Precisamente por ello tiene poco sentido decir que «la Química es falsable»: el proceso de oxidación del agua por la clorofila que conduce al anhídrido carbónico no es falsable, aunque él sea reducible por la hidrogenación que lleva a la configuración de los azúcares. Por lo demás, el construccionismo de la teoría del cierre categorial podría considerarse como una versión límite del principio del Verum factum, un límite que no fue alcanzado, ni con mucho, por el construccionismo kantiano, o por el neokantismo, puesto que estos se mantuvieron en el terreno de las construcciones conceptuales (construcciones que pretendían llevarse a cabo antes por «operaciones mentales» que por «operaciones manuales»). Por ello el alcance del construccionismo científico, en la filosofía kantiana, había de ser reducido al ámbito de los fenómenos, dejando de lado a las esencias, confusamente incluidas en la cosa en sí. Desde este punto de vista, no deja de tener un profundo significado el hecho de que entre los escasísimos pensadores que, frente a Kant, se atrevieron a ver en las construcciones científicas efectivas algo más que meras reproducciones conceptuales o fenoménicas de la realidad, fuera precisamente Federico Engels uno de los que más se destacaron. He aquí un texto suyo muy significativo, tomado de su escrito Del socialismo utópico al socialismo científico:
«¼desde el momento en que conocemos todas las propiedades de una cosa [su esencia, diremos nosotros], conocemos también la cosa misma; sólo queda en pie el hecho de que esta cosa existe fuera de nosotros, y en cuanto nuestros sentidos nos suministraron este hecho, hemos aprehendido hasta el último residuo de la cosa en sí, la famosa e incognoscible Ding an sich de Kant. Hoy sólo podemos añadir a eso que, en tiempos de Kant, el conocimiento que se tenía de las cosas naturales era lo bastante fragmentario para poder sospechar detrás de cada una de ellas una misteriosa ‘cosa en sí’. Pero, de entonces acá, estas cosas inaprehensibles han sido aprehendidas, analizadas y, más todavía, reproducidas una tras otra por los gigantescos progresos de la ciencia. Y, desde el momento en que podemos producir una cosa, no hay razón ninguna para considerarla incognoscible. Para la química de la primera mitad de nuestro siglo, las sustancias orgánicas eran cosas misteriosas. Hoy, aprendemos ya a fabricarlas una tras otra, a base de los elementos químicos y sin ayuda de procesos orgánicos.»

En realidad, una ciencia positiva es un conjunto muy heterogéneo constituido por los «materiales» más diversos: observaciones, definiciones, proposiciones, clasificaciones, registros gráficos, libros, revistas, congresos, aparatos, laboratorios y laborantes, científicos, sujetos operatorios. Todos estos materiales hay que suponerlos dados como partes o contenidos del cuerpo científico. Un cuerpo científico puede ser enfrentado a otros cuerpos científicos y también a otros materiales y saberes que no están organizados científicamente. El alcance filosófico que cabe asignar a esta circunstancia (la de que una ciencia no sólo se opone a otros saberes no científicos, sino también a otras ciencias) es muy grande: si un cuerpo científico no tuviera, fuera de su campo, a otros cuerpos científicos, sino sólo a otros campos o saberes no científicos, podría pensarse como virtualmente infinito, puesto que los campos de su entorno se le presentarán siempre como «espacios colonizables» en un futuro más o menos lejano. Pero cuando un cuerpo científico (siempre que tengamos en cuenta que la «morfología del mundo» pertenece a este cuerpo) reconoce, frente a él, la realidad de otros cuerpos científicos, es porque ha renunciado a reabsorberlos; este es el modo por el cual constatará su propia finitud, en tanto que admite la realidad de otros cuerpos científicos que se mantienen en el ámbito de una esfera categorial irreducible a la propia.
2. Cuando partimos de la heterogeneidad de las partes que constituyen el cuerpo de una ciencia es obvio que el primer problema gnoseológico que, de un modo muy general, se nos habrá de plantear es el problema del tipo de unidad que enlaza a esas partes. Cabrá distinguir, entre otros, dos tipos de respuestas extremas a este problema generalísimo: el primer tipo es el de las respuestas de naturaleza subjetualista o «mentalista» (acaso espiritualista, o incluso idealista); el segundo tipo es el de las respuestas de naturaleza materialista u objetualista .
Consideremos, ante todo, las respuestas del primer tipo. La concepción subjetualista de las ciencias suele ir asociada a una concepción, también subjetual, de la racionalidad, del logos. Una concepción para la cual la razón se manifiesta como una «facultad intelectual» (mental o cerebral) que, a lo sumo, se reflejará en el lenguaje articulado, en el diálogo¼ Está muy extendida, en nuestros días —Habermas, Rawls, Appel—, una idea pacifista (no violenta) que podría considerarse como propia de la fase del «capitalismo triunfante» que tiende a identificar la racionalidad con el diálogo (verbal o escrito, telefónico o telemático) entre los individuos o grupos enfrentados, considerando, por tanto, como «irracional», toda conducta no verbal (sea gestual, sea manual), que incluya algún tipo de manipulación violenta. Se instituye así una idea de racionalidad metafísica que resulta estar muy cercana de la racionalidad que se atribuye a la de las sociedades angélicas. Pero la racionalidad efectiva es la racionalidad humana, propia de los sujetos corpóreos, dotados no sólo de laringe o de oído, sino de manos, de conducta operatoria, una conducta que implica la intervención de los músculos estriados; pero es totalmente gratuita la pretensión de reducir la razón a la laringe (si no ya a la «mente»): si me encuentro delante de un individuo en el mismo momento en el que se dispone a asestar una puñalada a un tercero, lo «racional» no será dirigirle una interpelación filosófica sobre la naturaleza del homicidio, sobre su ética o su estética, sino dar un empujón violento al agresor a fin de desviar su puñal de la trayectoria iniciada y que suponemos fatal de no ser interrumpida. Es igualmente gratuito y puramente ideológico tratar de circunscribir la «racionalidad» del conocimiento científico al terreno de los lenguajes científicos, menos aun al terreno del «pensamiento puro», como si esto fuera siquiera posible. La racionalidad científica incluye, desde luego, la utilización de lenguajes científicos, y no sólo en función comunicativa (de intercomunicación de los sujetos operatorios que intervienen en las construcciones científicas), sino también en función de los propios contenidos representativos de los lenguajes gráficos; pero no excluye la utilización de operaciones no lingüísticas tales como desgarrar (o disecar) un tejido orgánico en un laboratorio de fisiología, mantener encadenado (con violencia) a un perro o prisionera a un paloma en la caja de Skinner, o desencadenar una reacción nuclear controlada, aunque de consecuencias en gran medida imprevisibles.
Las respuestas de este primer tipo se basan, en todo caso, en poner como núcleo de cualquier cuerpo científico dado, al conjunto de los pensamientos o de las proposiciones fundamentales que, en torno a un campo dado, habrán sido formuladas por los científicos, en tanto los pensamientos o proposiciones fundamentales de ese conjunto mantienen una unidad lógica sistemática entre sus partes. Cabría decir que, para este primer tipo de respuestas, el núcleo de las ciencias reside en la mente o en cerebro de los sujetos, de los científicos. A lo sumo, el núcleo de la ciencia se hará residir en las «comunidades científicas». La ciencia es conocimiento (si bien el «conocimiento» es una idea que sólo tiene sentido en cuanto es actividad o estado de un sujeto individual). Es obvio que las concepciones subjetualistas de la ciencia no tienen por qué ignorar los componentes objetuales de los cuerpos científicos (tales como objetos, aparatos, libros, laboratorios); sólo que todos estos contenidos serán interpretados como «instrumentos», «referencias» o «soportes» (una metáfora ininteligible, salvo que se hipostatize el contenido mental cognoscitivo) del conocimiento subjetivo. Por ejemplo, un microscopio será interpretado como un instrumento capaz de ampliar la capacidad resolutiva del ojo, como una prolongación del ojo; lo que nos permitirá hablar de «interpretación reduccionista» del aparato respecto del sujeto que lo utiliza. Sobre todo, la decisión de situar el núcleo subjetual (mental, cerebral) de las ciencias en el ámbito del sujeto conllevará la segregación del cuerpo de la ciencia respecto de los contenidos del campo (de los objetos); en el límite se concluirá que una ciencia podrá subsistir aun cuando los objetos a los que intencionalmente van referidas sus proposiciones hayan desaparecido. «Aunque ningún triángulo existiera sería siempre verdad que la suma de los ángulos de un triángulo euclidiano es igual a dos ángulos rectos», decía Maritain; aunque se aniquilase el sistema solar las leyes de Kepler seguirían siendo válidas como leyes de la Naturaleza.
Consideremos ahora las respuestas del segundo tipo, las respuestas materialistas. Como tales, interpretaremos a todas aquellas que tiendan a incluir en los cuerpos científicos a la muchedumbre de sus componentes no subjetuales, en tanto que componentes, en principio, del mismo rango, si no más elevado, que los componentes subjetuales. Por ejemplo, un microscopio no desempeñará ahora tanto el papel de simple «auxiliar» del ojo del científico, cuanto el papel de un operador objetivo, puesto que transforma unas configuraciones dadas en el campo en otras distintas; una balanza no será un «instrumento de comparación al servicio del sujeto», sino un relator interpuesto él mismo entre contenidos del campo. Tampoco los libros (por ejemplo, la tabla numérica o la curva representada en una de sus páginas) serán interpretados como meras «expresiones» de conceptos mentales, como ayudas de la memoria, &c., sino como contenidos objetivos o conceptuales ellos mismos, o, a lo sumo, antes como representaciones de objetos que de conceptos. El materialismo gnoseológico tiene, sin embargo, que dar un paso más, a saber, el paso que consiste en incorporar a los propios «objetos reales» en el cuerpo de la ciencia. Como si dijéramos: son los propios astros reales (y no sus nombres, imágenes o conceptos), en sus relaciones mutuas, los que forman parte, de algún modo, de la Astronomía; son los electrones, los protones y los neutrones (y no sus símbolos, o sus funciones de onda) —en tanto, es cierto, están controlados por los físicos en aparatos diversos (tubos de vacío, ciclotrones, &c.)— los que forman parte de la Física nuclear. Sólo así, el materialismo gnoseológico podrá liberarse de la concepción de la ciencia como re-presentación especulativa de la realidad y de la concepción de la verdad, en el mejor caso, como adecuación, isomórfica o no isomórfica, de la ciencia a la realidad. Por lo demás, la decisión de incorporar la realidad misma de los objetos, en ciertas condiciones, a los campos de las ciencias, como constitutivos internos de las ciencias mismas, sólo puede parecer una audacia cuando nos mantenemos en el plano abstracto de la representación. No lo es cuando pasamos al plano del «ejercicio». ¿Acaso la ciencia química no incluye internamente, más allá de los libros de Química, a los laboratorios, y, en ellos, a los reactivos y a los elementos químicos estandarizados? ¿Acaso la ciencia geométrica no incluye en su ámbito a los modelos de superficies, a las reglas y a los compases? ¿Acaso la Física no cuenta como contenidos internos suyos a las balanzas de Cavendish, a los planos inclinados, a las cámaras de Wilson o a los pirómetros ópticos? Estos contenidos, productos de la industria humana, son también resultados y contenidos de las ciencias correspondientes, y sólo la continuada presión de la antigua concepción metafísica (que sustancializa los símbolos y los pensamientos, y que se mantiene viva en el mismo positivismo) puede hacer creer que la ciencia conocimiento se ha replegado al lenguaje (a los libros, incluso a la mente, a los pensamientos), y aun concluir que la ciencia conocimiento subsistiría incluso si el mundo real desapareciera.
Las ciencias positivas, en cuanto cuerpos científicos, son, según esto, entidades objetivas supraindividuales, en un sentido no muy diferente a como también decimos que es objetiva una sinfonía que está sonando en la sala de conciertos y que en modo alguno puede reducirse a las sensaciones o sentimientos de quienes la escuchan. Más aún, los sentimientos producidos por la sinfonía pueden ser irrelevantes, y aun ridículos, considerados desde el punto de vista de la estructura musical: quien resume la «impresión subjetiva» recibida en el concierto diciendo que «es relajante» está reduciendo en realidad la sinfonía a la condición de sedante farmacológico, cuya eficacia podía ser mucho mayor. Mutatis mutandis: tampoco una ciencia puede ser reducida a los «actos de conocimiento» de los científicos que la cultivan, ni siquiera a la conjunción de los actos de conocimiento de todos los miembros de la comunidad científica correspondiente. Las ciencias son instituciones suprasubjetivas (tampoco meramente sociales), que están incluso por encima de la voluntad de los científicos y que pueden anteceder incluso a los investigadores que se han educado en ellas.
3. El análisis de las ciencias, en cuanto cuerpos científicos, comporta su descomposición en partes y a una escala tal que se haga posible la recomposición de esas partes según una forma que tenga que ver con la verdad científica.
Pero las partes de un cuerpo científico, como las partes de cualquier entidad totalizada, podrán trazarse según dos escalas, en principio bien diferenciadas: la escala de las partes formales y la escala de las partes materiales. Partes formales, en general, son las partes que conservan (o presuponen) la forma del todo al que pertenecen, no ya porque se asemejen necesariamente a él (o lo reproduzcan, al modo de fractales) sino porque están determinadas por él y, a su vez, lo determinan: los fragmentos de un jarrón son partes formales si, a partir de ellos, el jarrón puede ser reconstruido. Pero si el jarrón, al caer, se pulveriza, entonces las partes (supongamos: las moléculas), aunque integrantes efectivamente del todo, ya no conservarán la forma del jarrón, que debería ser moldeado de nuevo en un proyecto de reconstrucción. Las partes materiales son, según esto, partes genéricas.
Un cuerpo científico puede ser descompuesto, sin duda, a escala de partes materiales; unas partes materiales que estarán dadas, a su vez, a diferente nivel. Así, podremos descomponer el cuerpo científico en el conjunto de proposiciones contenidas en sus discursos, a título de proposiciones gramaticales; como también podríamos descomponerlo en el conjunto de sus aparatos, a título de invenciones o de ingenios tecnológicos, semejantes a otros no científicos; o bien en el conjunto de sujetos operatorios (considerados a título de trabajadores, con todo lo que esto comporta: relaciones laborales, sindicación¼); &c. Importa hacer constar que el análisis lógico formal de las ciencias, pese a las pretensiones de las que suele ir éste acompañado, se mantiene en la escala genérica de una estructura de partes materiales; otro tanto se diga del análisis sociológico de los cuerpos científicos, del análisis informático, &c.
¿Sería posible determinar cual sea la escala de las partes formales mínimas de una ciencia, la escala de sus átomos o, si se prefiere, de sus «moléculas gnoseológicas»? Nos limitaremos a señalar aquí el concepto de teorema, entendido como la unidad mínima de una teoría científica. «Unidad mínima» no significa, sin embargo, que ella pueda darse aisladamente, como una sustancia. Que un átomo de hidrógeno no se de aislado no quiere decir que no sea una unidad elemental en la tabla de los elementos químicos.
4. El cuerpo de una ciencia, como todo cuerpo efectivo, es una totalidad atributiva de partes materiales y de partes formales. La heterogeneidad de estas partes impone, ante todo, una clasificación de las mismas, y es evidente que los criterios de clasificación no son neutrales, es decir, independientes de la concepción de la ciencia desde la que procedamos. Recíprocamente, una concepción de la ciencia determinada orientará la búsqueda hacia una dirección más o menos precisa de los criterios de clasificación de las partes de los cuerpos científicos. Por ejemplo, la concepción adecuacionista de la ciencia propiciará la clasificación de las partes de los cuerpos científicos según dos grandes rúbricas, a saber, la de los «contenidos formales (o materiales) subjetuales» (propios e instrumentales) y las de los «contenidos materiales objetuales» (hechos, &c.). Estos criterios así expuestos resultan ser muy próximos a los criterios epistemológicos, en tanto oponen el sujeto (y sus actos de conocimiento) y el objeto. La ciencia será entendida entonces como el conocimiento (verdadero) que el sujeto logra alcanzar de la realidad, del objeto. Objeto que, a su vez, corresponderá a múltiples contenidos (no hay ciencia de objetos «simples») reclasificados a su vez en función del mismo criterio; contenidos susceptibles de ser considerados como partes de la realidad, en sí misma considerada (o, al menos, en cuanto puede ser conocida al margen de la ciencia de referencia, es decir, prácticamente, en cuanto puede caer también bajo el cono de luz de otras ciencias positivas) y contenidos que no son susceptibles de ser considerados como partes de una realidad independiente, puesto que se supondrá que resultan como tales al ser iluminados por los focos que enciende el sujeto que los contempla. En suma, habría que distinguir el objeto material de una ciencia (que otros llamarán «objeto de conocimiento») y su objeto formal (u «objeto conocido»). Objeto formal que, a su vez, y siempre por reaplicación del mismo criterio (la oposición sujeto/objeto), se «desdoblará» como objeto formal quod y objeto formal quo.
Pero, desde una perspectiva materialista, las clasificaciones binarias tales como las propuestas por el adecuacionismo (y, en lo fundamental, compartidas por el descripcionismo o por el teoreticismo: «capa lingüística» y «capa de referenciales», «lenguaje teórico» y «lenguaje observacional», &c.) resultarán ser muy sospechosas, no sólo en el ámbito de algunas ciencias particulares (¿cómo distinguir en el hipercubo el «objeto conocido» y el «objeto de conocimiento»?) sino en relación a cualquier ciencia, en general (¿acaso las trayectorias elípticas keplerianas son trayectorias objetivas materiales, es decir, objetos materiales de la Astronomía, independientes y previos a esta ciencia, o bien han de entenderse como trayectorias formales, sin perjuicio de que sean objetivas, es decir, no meros «pensamientos subjetivos» de Kepler o de sus discípulos, aunque no sea más que porque se nos ofrecen dibujadas en la página de un libro?)
Aun reconociendo la imposibilidad de prescindir de la polarización de los contenidos del cuerpo de la ciencia o bien hacia el sujeto (S) o bien hacia el objeto (O), lo cierto es que estos dos polos no son suficientes para englobar la totalidad de los contenidos de referencia; ni siquiera para delimitar el terreno interno dentro del cual suponemos que se mueve cada una de las ciencias positivas, a saber, el terreno que (considerado desde los polos epistemológicos) se presenta como un intermedio (si bien, cuando nos situemos en este mismo punto intermedio, serán los polos sujeto y objeto los que se nos mostrarán como simples «puntos de fuga»). Un terreno intermedio que designaremos por s, en función del papel simbólico o signitivo que asignaremos a sus contenidos, siempre que no se reduzca este papel simbólico o signitivo al que es propio de los símbolos o signos lingüísticos, o algebraicos. En efecto, el destello registrado en el firmamento por el astrónomo es tanto un signo como un hecho. En realidad, los «hechos» sólo cuando se incorporan a un «contexto determinado», por tanto, sólo cuando comienzan a funcionar como signos dentro de ese contexto, alcanzan un significado gnoseológico. Una balanza es también un «aparato simbólico» sin necesidad de ser una frase.
Los contenidos del cuerpo de una ciencia quedarán clasificados, según estos criterios, en tres rúbricas: contenidos ordenados en la dirección subjetual (los múltiples sujetos operatorios, los científicos, las comunidades científicas), contenidos ordenados en la dirección objetual (también múltiples, puesto que la ciencia no tiene un objeto, sino un campo) y contenidos signitivos o simbólicos. Sobre todo: el cuerpo de una ciencia, en lugar de mostrársenos «descompuesto» en dos mitades (la parte subjetual y la parte objetual) se nos dará como si estuviese inmerso en el espacio tridimensional que llamamos espacio gnoseológico y que (cuando nos situamos in medias res, en la ciencia misma) ya no podrá construirse sobre una supuesta distinción previa entre el sujeto y el objeto.
Consideraremos a los cuerpos de las ciencias, para su análisis, como inmersos en un espacio gnoseológico organizado en torno a tres «ejes», denominados eje sintáctico, eje semántico y eje pragmático. Estas tres dimensiones del espacio gnoseológico son dimensiones genéricas, no específicas de los cuerpos científicos, puesto que estos cuerpos las comparten con otros «cuerpos» configurados históricamente. Nosotros hemos tomado como prototipo de todos estos cuerpos a los lenguajes articulados, porque también estos lenguajes constituyen una realidad objetiva: la realidad que los lingüistas llaman expresión (tanto cuando es considerada en su forma, como cuando es considerada en su contenido). Desde esta realidad se nos abre no sólo la dirección que procede de los sujetos hablantes (de su habla) sino también la dirección que lleva a los objetos en sí mismos (a los contenidos, para decirlo con Hjelmslev, tanto si se consideran según su materia —que corresponde al objeto material— o como si se consideran según la forma del contenido —que corresponde al objeto formal—). Sin embargo ello no nos autoriza a considerar al espacio gnoseológico como una variedad del espacio lingüístico, puesto que, como hemos dicho, el cuerpo de una ciencia tiene contenidos no lingüísticos. Tampoco, por supuesto, recíprocamente. Baste decir que el espacio lingüístico intersecta ampliamente, en cuanto a sus dimensiones genéricas, con el espacio gnoseológico. Y esto hace posible que tomemos como hilo conductor para nuestro análisis de los cuerpos científicos a ciertos análisis del lenguaje articulado, a saber, a aquellos que se llevan a efecto a escala coordinable con la del espacio gnoseológico, como es el caso de los análisis, por lo demás ya clásicos, de K. Bühler o de Ch. Morris.
Por otra parte es obvio que si nos mantuviésemos en la perspectiva genérica no sería posible alcanzar configuraciones formales o partes formales, en el sentido gnoseológico, de los cuerpos científicos. Pero siempre será posible, una vez presentadas las líneas principales del análisis genérico de las dimensiones del espacio lingüístico, subdividirlas de suerte que la escala vuelva a recuperar su sentido gnoseológico, es decir, una vez que podamos percibir el significado gnoseológico de las dimensiones lingüísticas. Cuando, por ejemplo, hablemos de las figuras sintácticas de las ciencias no nos circunscribiremos únicamente a las figuras de la sintaxis de los símbolos de los lenguajes científicos, sino también a la sintaxis entre los propios objetos asociados a esos lenguajes, como pudieran serlo los elementos químicos o los astros. Nadie podrá acusarnos de innovación gratuita en este modo de utilizar la palabra «sintaxis», porque nada menos que Tolomeo la utilizó en su obra Megale syntaxis.
Bühler estableció una ya clásica tripartición de estas dimensiones, según las tres relaciones que serían constitutivas de cada signo lingüístico, a la manera como los lados son constitutivos del triángulo: la relación del signo al objeto significado (de donde la función re presentativa, de Vorstellung o Darstellung), la relación del signo al sujeto que lo utiliza (en donde Bühler ponía la función expresiva o de Ausdruck) y la relación del signo a los sujetos que escuchan o interpretan al sujeto que habla (función apelativa o Appelt; dimensión que subsume aquellas funciones del lenguaje que los «analistas» anglosajones, con J.L. Austin, llaman «actos perlocucionarios» —cuando la locución ha ejercido efecto constatable en la conducta del oyente— y «actos ilocucionarios» —cuando el acto locucionario tiene la intención de causar efectos en el oyente, aunque no los cause de hecho ). Morris, por su parte, distingue en los símbolos lingüísticos un contexto semántico (el de la relación de los signos con los significados), un contexto pragmático (el de la relación de los signos con los sujetos que los utilizan) y un contexto sintáctico (el de la relación de unos signos con otros signos). Si coordinamos el «organon» de Bühler con el de Morris, advertiremos, desde luego, que la función representativa de Bühler se corresponde con la dimensión semántica de Morris; las funciones expresiva y apelativa de Bühler constituyen una subdivisión de la dimensión pragmática de Morris (según que el sujeto considerado sea el oyente o el propio hablante). La dimensión sintáctica de Morris carece de correlato en el triángulo de Bühler; pero sería innecesario desechar este triángulo, transformándolo en un cuadrilátero capaz de acoger, como una cuarta función del signo, a esa «dimensión sintáctica»: es preferible presuponer que el triángulo de Bühler representa el signo de un modo abstracto sustancialista; por lo que, dado que el signo implica siempre multiplicidad de signos, no hará falta «agregar ningún lado al triángulo», sino, simplemente, agregar a cada triángulo otros triángulos, coordinando la función sintáctica de Morris con las obligadas interconexiones entre los propios triángulos de Bühler.
5. Considerando, en resolución, a los cuerpos de las ciencias como «configuraciones complejas» que flotan en un espacio gnoseológico tridimensional, similar al que hemos tomado como hilo conductor, podemos proceder al análisis de cada uno de sus ejes dividiendo cada uno de ellos en tres sectores, a los que cabría poner en correspondencia con determinadas figuras de las ciencias, o de los cuerpos científicos. La razón de que sean tres las grandes figuras gnoseológicas determinadas en cada eje deriva del procedimiento lógico utilizado en la división. Un procedimiento, sin duda, artificioso, pero no por ello externo, puesto que se basa en considerar a las relaciones entre las partes dadas en cada eje (por ejemplo, si sj) como un producto relativo de las relaciones de esas partes con las de los otros ejes (véase TCC 1:114).
6. Definiremos brevemente las figuras del eje sintáctico (los términos, las relaciones y las operaciones), teniendo en cuenta que los términos y las relaciones son contenidos intencionalmente objetuales, mientras que las operaciones son, desde luego, contenidos subjetuales, si admitimos que sólo los sujetos (humanos y acaso también animales) pueden operar (no cabe atribuir operaciones, sin zoologismo, a las moléculas de una reacción, a los astros interactuantes o a los árboles de un bosque).
Términos de un cuerpo científico son las partes objetuales (no proposicionales) constitutivas de su campo. Los términos pueden ser simples (elementos) o complejos. El hidrógeno o el carbono son términos elementales del campo de la Química clásica, sin perjuicio de que, a su vez, puedan ser presentados como términos complejos de la Química física; el metano CH4 es un término complejo de ese mismo campo. Ninguna ciencia puede considerarse constituida en torno a un único término o en torno a un único objeto (como la «materia», la «vida», el «ego»). En este sentido decimos que una ciencia no tiene objeto sino campo: la Química clásica no tiene como objeto a la materia sino, por ejemplo, al hidrógeno, al carbono o al metano; ni tampoco diremos que la Biología tiene a la vida como objeto, sino que tiene un campo en el que figuran términos tales como células, mitocondrias, aves o mamíferos. El campo de una ciencia consta de múltiples términos, en número indefinido, aunque sus términos elementales puedan estar definidos (por ejemplo, el número de elementos químicos de la tabla periódica no puede rebasar el número 173); y estos términos han de pertenecer a clases diferentes (de otro modo: los términos de un campo científico han de darse «enclasados» a fin de que puedan ser definidas operaciones entre ellos). No cabe, según esto, reconocer como ciencia a una Teología definida como «ciencia de Dios», ni a una Psicología definida como «ciencia del Alma».
Operaciones de un cuerpo científico son las transformaciones que uno o varios objetos del campo experimentan en cuanto son determinadas, por composición o división, por un sujeto operatorio. Un sujeto operatorio que ha de ser entendido necesariamente, no ya como una mente (un «entendimiento agente» aristotélico, un «ego cartesiano» o una «conciencia kantiana») sino como un sujeto corpóreo, dotado de manos, de laringe, &c., es decir, de músculos estriados capaces de «manipular» objetos o sonidos, separándolos (análisis) o juntándolos (síntesis). En este sentido las operaciones gnoseológicas podrán ser entendidas por sinécdoque como operaciones manuales («quirúrgicas»). Y en este sentido también cabría decir que el habla, en sentido fonético, implica operaciones, es decir, separaciones o aproximaciones de los órganos de la fonación. En este contexto puede ser conveniente llamar la atención sobre la circunstancia de que entre los significados centrales del término «logos» se encuentran aquellos que aluden a la idea de «ensamblaje» de términos pertenecientes a clases distintas: mimbres para construir cestos, o piedras para construir una casa. Según esto, diremos que una cesta o una casa, tanto como un discurso con palabras, tienen «logos», es decir, lógica material operatoria (la llamada «lógica formal» sería sólo un caso particular de esa lógica material, a saber, el de la lógica que opera con símbolos tipográficos, determinados según relaciones características). Muchos contenidos de los cuerpos científicos, tales como un microscopio o un telescopio, pueden ser reducidos a la figura de los operadores.
Relaciones científicas son las que se establecen entre los términos del campo de un modo característico. Estas relaciones van siempre asociadas a proposiciones, al menos cuando interpretamos la relación como predicado y no como cópula, al modo de Kant. En efecto: en el juicio «5+7=12», Kant interpretó «12» como predicado de una proposición cuyo sujeto fuera «5+7». Ahora bien, desde una perspectiva gnoseológica, tanto «5» como «7» y como «12» son términos, por lo que la proposición se hará consistir en la interposición de una relación —en este caso, un predicado de igualdad— entre el resultado «12» de la operación adición aplicada a dos términos del campo de la aritmética, «7» y «5». Por lo demás, como «soportes» de las relaciones entre los términos de un campo no consideraremos únicamente a símbolos lingüísticos o algebraicos, sino también a objetos físicos de otro orden, como puedan serlo las balanzas o los termómetros.
7. Consideremos ahora a las figuras del eje semántico: referenciales, fenómenos y esencias. Diremos, ante todo, que los términos, relaciones y operaciones de una ciencia deben tener referenciales fisicalistas.
Referenciales son, en efecto, los contenidos fisicalistas (corpóreos, tridimensionales) de los cuerpos científicos: las disoluciones tituladas que figuran en un laboratorio de química, los cristales de una sala de geología, las proteínas problema y las proteínas de control utilizadas en bioquímica en un proceso de electroforesis, las letras de un tratado de algebra o la Luna, en tanto que aparece inmersa en la retícula o en la pantalla de un telescopio que la relaciona con otros cuerpos celestes.
La necesidad de referenciales para el desarrollo de las ciencias no la derivamos tanto de postulados ontológicos corporeistas («sólo existen los objetos corpóreos») cuanto de principios estrictamente gnoseológicos: las ciencias son construcciones operatorias y las operaciones sólo son posibles con objetos corpóreos. Una ciencia sin referenciales fisicalistas (una «ciencia de la mente», o una «ciencia de Dios») es tanto como una música sin sonidos; y una música silenciosa es como un círculo cuadrado (si la obra de John Cage 37’46.776", para un percusionista, se considera como una obra musical, se debe a que está enmarcada en un contexto de figuras corpóreas relacionadas con la música).
En cualquier caso, al postular la necesidad de referenciales no queremos decir que todos los términos, relaciones y operaciones de las ciencias deban ser fisicalistas y no precisamente porque presupongamos que, «además» de los referenciales corpóreos, los cuerpos de las ciencias contienen entidades meta físicas o espirituales. Ocurre simplemente que el análisis o el desarrollo de los propios contenidos corpóreos arroja, en el campo de las ciencias, contenidos in corpóreos (sin perjuicio de que tales contenidos sigan siendo materiales): las relaciones de distancia entre dos cuerpos no es un cuerpo; un cubo es un cuerpo pero sus caras no lo son (no son tridimensionales) ni menos aun sus aristas o sus vértices. Tampoco es un cuerpo el hipercubo, construido a partir del cubo: sin embargo, caras, aristas, vértices o hipercubos son términos de la Geometría. Tampoco son cuerpos las aceleraciones del movimiento de un cuerpo y, sin embargo, son contenidos de la Física.
¿Qué entenderemos por fenómenos y por que decimos que los campos de las ciencias, considerados en el eje semántico, se componen ante todo de fenómenos?
Los contenidos científicos objetuales, a saber, los términos y las relaciones, se nos dan, en determinados momentos (y no sólo en los primeros) del proceso científico, como fenómenos. Pero los fenómenos no son entendidos aquí tanto en el contexto ontológico en el que los entendió Kant (al oponer fenómenos a noúmenos) sino desde un contexto gnoseológico, más acorde con la tradición platónica, desde la cual los fenómenos se oponen a las esencias o estructuras esenciales. Por ello, no diremos, con el lenguaje del idealismo kantiano, que las ciencias se mantienen en el ámbito de los fenómenos, sino que diremos, al modo materialista, que las ciencias rebasan los fenómenos cuando logran determinar estructuras esenciales. Y, sin embargo, estas estructuras esenciales sólo pueden ser determinadas a partir de los fenómenos que, por consiguiente, no sólo habrá que considerar como contenidos de los «contextos de descubrimiento» sino también como contenidos de los «contextos de justificación». Las rayas coloreadas que forman el espectro de un elemento químico son, desde luego, fenómenos; y también son fenómenos (es decir, relaciones entre fenómenos) las medidas empíricas de sus longitudes de onda (por ejemplo, es un contenido fenoménico la medida de la raya roja Ha del espectro del Hidrógeno, cuya longitud es de 6.563 Angström). Incluso son estructuras fenoménicas, es decir, no esenciales, las relaciones contenidas en la fórmula empírica de las longitudes de onda del espectro óptico dadas en la formula l=3646,13´(n²/n² 2²). Desde el punto de vista gnoseológico los fenómenos no son tampoco esos contenidos absolutos dados a la conciencia fenomenológica de los que habló E. Husserl. Los fenómenos son contenidos apotéticos, dotados de una morfología «organoléptica» característica, que constituye el mundo entorno de los animales y del hombre. Los fenómenos son los marcos a través de los cuales se nos ofrecen los referenciales intersubjetivos de los que hemos hablado antes.
Como contenidos apotéticos los fenómenos, sin perjuicio de su objetividad, se presentan diversificadamente a los animales y a los diversos hombres (la Luna, vista desde el observatorio S1 es un fenómeno distinto del fenómeno Luna que se aparece al observatorio S2). La razón gnoseológica que da cuenta, desde la teoría del cierre categorial, de la exigencia de un nivel fenoménico en los campos de las ciencias (incluidas las matemáticas, que también tratan con fenómenos tales como «redondeles» empíricos y con «docenas» concretas, y no sólo con circunferencias o conjuntos) hay que ponerla en la misma naturaleza operatoria de las construcciones científicas. Porque si las operaciones son operaciones manuales, o vocales, y no mentales, es decir, transformaciones que consisten en aproximar y separar objetos corpóreos (operaciones de síntesis y de análisis) solamente si el sujeto está situado ante objetos apotéticos podrá operar con ellos, aproximándolos o separándolos. Pero los objetos apotéticos son precisamente los fenómenos, así como recíprocamente: la Luna que percibimos «ahí», a distancia (una distancia susceptible de ser medida en kilómetros), es un fenómeno precisamente porque se nos aparece ahí, es decir, porque ponemos entre paréntesis o abstraemos los procesos electromagnéticos y gravitatorios que han de tener lugar para que ella pueda actuar y hacerse presente en nuestras retinas y en nuestros cuerpos; por esa misma razón podremos «operar» con ella, en cuanto fenómeno, aproximando o separando su «imagen» respecto de las estrellas fijas, estableciendo los valores de sus paralajes, &c.
Ahora bien, una ciencia no puede reducirse a su trato con los fenómenos, por refinado y útil que pueda resultar ese trato. Una ciencia sólo comienza a ser tal cuando logra establecer estructuras esenciales «neutralizando» las operaciones ejercidas sobre los fenómenos, y abriendo paso, a su vez, a operaciones de orden más complejo. Los fenómenos del espectro del átomo de hidrógeno sólo comenzarán a formar parte de una auténtica ciencia física cuando puedan ser considerados desde las estructuras esenciales establecidas por la teoría del átomo de hidrógeno de Bohr y las teorías sucesoras. Sólo entonces podremos advertir el verdadero alcance de la ciencia moderna: mientras que el trato con los fenómenos, por refinado que sea, nos mantiene en el frágil terreno de un mundo cuyas líneas morfológicas dependen enteramente de las contingencias de nuestros neuronotransmisores, de nuestra subjetividad práctica inmediata, el regressus hacia las esencias que puedan constituirse en el flujo mismo de los fenómenos, nos abre el único camino posible hacia la constitución de nuestro mundo real objetivo, de nuestro universo. Las esencias no forman parte, por tanto, de un mundo transfísico, o de un «tercer mundo», para decirlo con Popper, puesto que no son otra cosa sino relaciones del tercer género de materialidad entre los fenómenos constitutivos del único mundo en el que vivimos y actuamos, de nuestro mundo (la esencia del NaCl, que se nos da en el fenómeno de un cuerpo blanco, salado, &c., tiene que ver con la estructura de los enlaces iónicos de sus átomos cristalizados). Esta es la razón por la cual las ciencias positivas contribuyen fundamentalmente a la constitución del «estado del mundo» de nuestro presente.
8. Normas, dialogismos y autologismos son las figuras gnoseológicas que hemos determinado en el eje pragmático.
La delimitación de estas figuras pragmáticas en los cuerpos de las más diversas ciencias positivas es, por parte de la teoría del cierre categorial, el modo más paladino de reconocer la presencia de los sujetos operatorios en el proceso de construcción y re construcción permanente de estas ciencias. Y de reconocer esta presencia, no ya de un modo empírico o, si se prefiere, psicológico o sociológico —lo que sería innecesario, por trivial— sino de un modo gnoseológico. Por decirlo así, se trata de «reconocer» la presencia de figuras del sujeto operatorio en el cuerpo de la ciencia, pero desde ese cuerpo (en contextos de justificación y no sólo en contextos de descubrimiento); un cuerpo (y esta es la dificultad) en el que la teoría del cierre categorial supone que tiene lugar precisamente la neutralización de las operaciones del sujeto, al menos en las ciencias de construcción científica más plena. ¿De qué modos pueden jugar los sujetos operatorios —cuya sustancia es necesariamente psicológica y sociológica— en la estructura misma de los cuerpos científicos, incluso en los supuestos en los que se haya producido su neutralización?
Ante todo, según el modo de las normas, entendidas como normas que las propias construcciones científicas imponen a los sujetos operatorios, en tanto que artífices de las construcciones y de las reconstrucciones de las mismas. Identificamos estas normas pragmáticas con las llamadas «leyes» o «reglas» de la Lógica formal. Son estas normas lógico formales las que permiten, por ejemplo, establecer las consecuencias que se derivan de determinadas relaciones establecidas. Relaciones que, desconectadas de tales consecuencias, carecerían de significado científico. Conviene advertir que las normas lógicas siguen actuando en las situaciones «dialécticas» que se producirán en los casos en que las consecuencias sean inaceptables, por estar en contradicción con otros contenidos o por cualquier otro motivo. Las normas gnoseológicas de las que hablamos son normas impuestas por los mismos procesos de construcción objetiva científica; pero tales normas no tendrían por qué actuar únicamente a través de los objetos individuales, puesto que su presión puede también ejercerse a través de grupos o comunidades científicas. Las normas que gobiernan (sin necesidad de ser explícitamente promulgadas) a las comunidades científicas son por otra parte muy heterogéneas; muchas de ellas son cambiantes y proceden de mecanismos «morales» (sectarismos, nacionalismos, &c.). Esto no excluye la posibilidad de que algunas normas por las que se rigen de hecho las comunidades científicas sean concreción de normas gnoseológicas, y en est sentido, el avance científico podría entenderse como un producto del «cierre intelectual y social» determinado por las normas más estrictas. Tal sería el caso, en principio, de ciertas normas consideradas por los sociólogos funcionalistas (principalmente después del enfoque que Robert Merton dio a estas cuestiones), las «normas mertonianas», tales como «comunalidad», «respeto a las propuestas individuales», «escepticismo organizado»¼; aunque se discute mucho si tales normas funcionan de hecho (caso Vehinovski, autor del libro Mundos en colisión, de 1950, o el caso Arp, Controversias cosmológicas, de 1990) y, en el supuesto de que funcionen, si no son antes una barrera al desarrollo de la ciencia que una condición para un desarrollo que se vería favorecido por otras circunstancias que tienen poco que ver con las normas (por ejemplo, la propagación de «paradigmas fértiles», en el sentido de Thomas S. Kuhn, G. Holton, Michael Mulkay, &c.).
Los dialogismos son figuras pragmáticas que resulta imprescindible reconocer en todo cuerpo científico desde el momento en que se tiene presente su carácter suprasubjetivo. No cabe admitir la posibilidad de que una ciencia positiva fuese coordinable con un sujeto operatorio único. Y no sólo por la incapacidad (psicológica) que un sujeto concreto tiene para «abarcar» la totalidad de un cuerpo científico, sino, sobre todo, porque la estructura gnoseológica de una ciencia implica, como hemos dicho, multiplicidad de fenómenos que se diversifican precisamente en función de los sujetos operatorios y de los grupos de sujetos; sin contar con la circunstancia de que la escala ontológica en la que se despliegan los contenidos objetivos de un campo científico suele envolver a la escala (temporal, por ejemplo) en la que actúan los sujetos operatorios: las diversas trayectorias elípticas del cometa visto en 1682 y que Halley, aplicando en 1705 la teoría de la gravitación de Newton, predijo que volvería a aparecer 76 años más tarde, constituye un contenido de la Astronomía que ningún astrónomo individual, ni los astrónomos de una generación, podrían haber establecido. Es necesaria la «comunicación interpersonal», a través de las generaciones, para llegar a la conclusión de que el cometa Halley de 1682 es el mismo que había sido visto por los astrólogos chinos en el 613 antes de Cristo, o el que se observó en 1910 o en 1986. Los contenidos gnoseológicos de conceptos empíricos recortados en el plano sociológico, tales como «comunidad científica», «enseñanza» o «debate científico» podrán ser reformulados a través de la figura de los dialogismos. Y esto significa, por otra parte, que las comunidades científicas, por ejemplo, están regidas también por normas sociológicas (morales), que no siempre tienen por qué tener un significado gnoseológico específico: la sociología de la ciencia encuentra aquí su campo de investigación crítica propio.
La figura de los autologismos pretende, en cambio, reexponer el contenido gnoseológico de situaciones empíricas (definidas en el terreno de la Psicología) a las que nos referimos al hablar de «evidencias», «certezas», «memoria», «reflexión», «duda» o incluso cogito ergo sum cartesiano. ¿Hasta qué punto se requiere apelar a la presencia autológica del sujeto (de un sujeto que concatena estados suyos diferentes) para dar cuenta de la constitución de determinadas líneas objetivas que han pasado a formar parte del cuerpo de una ciencia? En enero de 1896 a Antoine Henri Becquerel se le ocurrió buscar alguna sustancia distinta del vidrio (como pudiera serlo una sal de uranio, concretamente el sulfato doble de uranio) capaz de emitir radiaciones similares a los Rayos X recién descubiertos en el tubo de vacío, radiaciones que se manifestaban al hacerse fluorescentes por los rayos catódicos o por los rayos solares. Expuso al Sol unas láminas de sulfato de uranio y debajo de ellas una placa fotográfica y, efectivamente, al revelarlas, aparecían las manchas oscuras correspondientes a las laminillas fosforescentes. Decide repetir la experiencia, pero el cielo estaba nublado y Becquerel guardó la caja, con sulfato de uranio sobre la placa fotográfica, en un cajón. A los tres días apareció el Sol: Becquerel podía volver a exponer al Sol su dispositivo. Pero se le ocurrió, recordando la experiencia previa, aunque variándola, revelar la placa que había estado tres días a la sombra de su cajón, antes de exponerla al Sol. Resultó que la placa había sido impresionada por el sulfato de uranio, sin necesidad del Sol, es decir, resultó que el uranio era, por sí mismo, radioactivo, sin necesidad de ser excitado por el Sol o por los rayos catódicos. Los recuerdos de Becquerel no sólo alcanzaron un valor biográfico (cuanto al funcionamiento de su «memoria episódica»: la caja metida en la sombra, la mesa, &c.) sino que también desempeñaron una función gnoseológica en el descubrimiento de la radioactividad. Y es en el contexto de tales funciones como los recuerdos psicológicos (por ejemplo) pueden comenzar a desempeñar el papel que corresponde a los autologismos.
9. De las nueve figuras delimitadas en nuestro espacio gnoseológico sólo cuatro pueden considerarse como aspirantes a una pretensión de objetividad material segregable del sujeto: son los términos y las relaciones (del eje sintáctico) así como las esencias y los referenciales (del eje semántico). Las cinco figuras restantes (operaciones, fenómenos, y las tres pragmáticas: autologismos, dialogismos y normas) son indisociables de la perspectiva subjetual. En cualquier caso, la objetividad reclamada por una construcción científica no tendrá por qué ser entendida como el resultado de un «transcender más allá del horizonte del sujeto»; basta entenderla como una «neutralización» o «segregación lógica» de los componentes del sujeto. Unos componentes que se reconocen, sin embargo, como ineludibles en el proceso de constitución del cuerpo científico.
La teoría del cierre categorial apela, como única posibilidad abierta para lograr esta constitución objetiva, a los procesos de construcción cerrada en virtud de los cuales unos objetos, que mantienen relaciones dadas entre sí, compuestos o divididos con otros de clases diferentes, puedan llegar a determinar terceros objetos capaces de mantengan relaciones del mismo género con los objetos a partir de los cuales se originaron. La construcción se llama «cerrada», por tanto, en sentido similar al que un álgebra o una aritmética dan a sus operaciones cerradas (la operación aritmética «5+7» es cerrada en el campo de los numeros naturales porque su resultado es un término de ese mismo campo, a saber, el «12»; un término recombinable, además, en este caso, con los anteriores, según operaciones también cerradas en N: «12+5», «12+7»). Ahora bien, una operación cerrada (respecto de una única clase dada, tal como la clase N de los números naturales) aunque pueda dar lugar a «cierres tecnológicos», no por ello tiene que abrir el paso, por sí misma, a un cierre categorial, ni, por tanto, desencadenar la construcción de un teorema. Un cierre categorial va referido a campos cuyos términos están organizados, según hemos dicho, en más de una clase, y asociados a operaciones diferentes. Por ello un cierre categorial implica un sistema de operaciones entretejidas: por ejemplo, y aun sin movernos del campo N, si en este campo determinamos clases de términos n, como puedan serlo la clase de los números impares y la clase de los números cuadrados, asociados a la serie natural mediante las operaciones respectivas de adición (n+2) y producto (n´n), podremos ya establecer teoremas resultantes de determinadas composiciones cerradas entre esas dos clases de cardinal infinito, por ejemplo, el que establece la identidad sintética entre la suma de k términos sucesivos de la primera clase y el término k correspondiente de la segunda. La diferencia entre un cierre operatorio y el cierre de un sistema de operaciones no estriba en que el primero nos conduzca a identidades analíticas y el segundo a identidades sintéticas. La relación «7+5=12» no es analítica, por la sencilla razón de que no existen las identidades analíticas; pero tampoco es sintética, en el sentido que dio Kant a este concepto, según hemos dicho. La indistinción entre estos dos tipos de cierre nos llevaría a confundir las proposiciones necesarias y universales (a priori) que, sin embargo, no son generadoras de teoremas científicos, con las proposiciones que generan teoremas científicos. La proposición «5+7=12» es universal a todas las quintuplas, septuplas y docenas que puedan formarse, y es necesaria. Según esto, las proposiciones sintéticas y a priori pueden ser unioperatorias —y corresponden a las que algunos llaman analíticas— y pueden ser multioperatorias. Estas son las que tienen que ver con el cierre categorial. Si sumo un cuadrado de 3´3=9 cm² con otro de 4+4=16 cm² obtendré un cuadrado de 5´5=25 cm². La operación es geométricamente cerrada, en el ámbito de la clase de las figuras cuadradas. Pero este cierre es unioperatorio (analítico), como lo era, en aritmética, la proposición «7+5=12». Ahora bien, si los cuadrados sumandos y el cuadrado suma se consideran como términos de clases geométricamente diferentes, definidas en torno a un contexto determinante (la clase de los catetos de 3 y 4 cms y la clase de las hipotenusas de 5 cms de los triángulos rectángulos) entonces la construcción nos pondrá delante de una situación mucho más compleja. Si se logra establecer el cierre del sistema de las operaciones implicadas, podremos construir la identidad sintética que conocemos como teorema de Pitágoras.
Una construcción cerrada se llamará categorial en la medida en que, por su mediación, una multiplicidad de términos materiales (seleccionados entre las diferentes clases del campo que sean dadas a partir de configuraciones o contextos determinantes constituidos por tales términos) se concatenen en la forma de un cierto círculo procesual que ira dibujándose en el campo correspondiente (por ejemplo, un campo aritmético) y no en otro (por ejemplo, en un campo biológico). En el campo de referencia se establecen también relaciones precisas y específicas. Hay que suponer, por tanto, que las categorías no están dadas previamente a los procesos de construcción cerrada, sino que son precisamente los procesos de cierre aquellos que, entretejiendo los diversos contextos determinantes, pueden comenzar a delimitar una categoría material, de la que se irán segregando otras. Escribo en la pizarra el teorema de Pitágoras, siguiendo la proposición 47 del libro I de Euclides; me valgo de un lápiz cargado con tinta grasienta, y, con él, dibujo figuras, líneas auxiliares, letras, hasta «cerrar» la construcción. Por muy refinado que sea el análisis químico al que pueda someter la tinta de mi lapicero, no por ello podré pensar que he avanzado ni un milímetro en la demostración geométrica: las relaciones geométricas demostradas en el teorema de Pitágoras forman parte de una categoría distinta e irreductible a la categoría en la que se establecen las relaciones químicas.
Cuando el proceso constructivo (objetual y proposicional) va propagándose en un campo dado de modo cerrado, irá también segregando a todos los contenidos no formales de ese campo. Estos contenidos quedarán, no ya tanto expulsados, pero sí marginados del proceso del cierre. La rotación de un triángulo rectángulo sobre uno de sus catetos, considerada como generadora de una superficie cónica, segregará una muchedumbre de contenidos (pesos, colores, sabores, sustancias químicas, velocidades, tiempos¼) que, sin embargo, no podrán ser expulsados del campo material; aunque tampoco podrán ser incorporados al proceso de construcción geométrica de la figura. Carece de sentido preguntar: «¿qué color, o qué peso, tendrá el cono de revolución resultante?», o bien, «¿cuánto tiempo debe invertirse en la rotación para que ésta configure la superficie cónica?».
La «propagación» de los núcleos de cristalización y el entretejimiento de los mismos, irá conformando un campo de contenidos cuya concatenación delimitará la inmanencia característica del campo. Sus límites sólo podrán ser trazados «desde dentro», como resultado de la misma mutua trabazón de las partes (fuera quedarán las partes no trabadas). La misma trabazón determinará la escala de los términos unidades que efectivamente resulten haber funcionado como tales en el proceso de construcción. Los términos unidades no están dados previamente a los procesos de construcción, pero no por ello, cuando se dibujan, se muestran con un contorno menos acusado. Los puntos no son términos previamente dados al proceso de construcción geométrica; se dan, por ejemplo, en el momento de la intersección de las rectas, pero no por ello dejan de ser términos efectivos de la Geometría. Los elementos químicos no están dados previamente a los procesos del análisis o de la síntesis química (lo que previamente estaba dado era, por ejemplo, la «tierra», el «agua», el «fuego» o el «aire»); pero no por ello, los elementos químicos, que no tienen propiamente existencia «sustantiva», dejan de ser tales elementos . Es obvio que la «propagación» de un proceso de cierre depende de la estructura del campo. Será preciso analizar tales estructuras: los sistemas «holoméricos» ofrecerán virtualidades gnoseológicas diferentes de los sistemas no holoméricos (un sistema de condensadores asociados en batería es un sistema holomérico en el cual el todo —respecto a su capacidad de carga— es mayor que la de cada una de las partes; un sistema de condensadores asociados en serie es también un sistema holomérico, si bien la capacidad del todo —del sistema— es menor que la suma de las capacidades de las partes).
Los «espacios de inmanencia» que los procesos de construcción cerrada, objetual y proposicional, van conformando, no pueden tener límites precisos preestablecidos. No por ello el cierre de los mismos (y la inmanencia que de él resulta) habrá de ser menos firme. En cualquier caso, el cierre (la inmanencia) de un campo no es una clausura, sino, por el contrario, la condición para que un campo se nos abra plenamente —y, a veces, de un modo ilimitado— ante nuestros propósitos racionalizadores. El cierre químico —el de la Química clásica—, representado por la tabla periódica, excluye cualquier vacua pretensión de proseguir el descubrimiento de nuevos elementos de modo indefinido. Sabemos que por encima de un determinado número, que se estima en 173, es imposible encontrar nuevos elementos; pero el cierre del campo que contiene a los elementos químicos, lejos de constituir una traba para el desarrollo de la Química, constituye el principio de la soberanía de la misma Química en su campo. Compuestos químicos nuevos, que ni siquiera se han dado en la Naturaleza, pueden comenzar a aparecer en la industria. Cierre no es clausura.
Podemos poner en correspondencia los «espacios de inmanencia» delimitados por un cierre con las categorías, tal como han sido consideradas por la tradición filosófica, desde Aristóteles. En efecto, la inmanencia del cierre proposicional se constituye en un acto de predicación —categorein—; además, según los tipos de esa predicación, así los tipos de inmanencia; y también cabría aducir que las propias categorías —aristotélicas o porfirianas— se mantienen cuanto a sus contenidos, a una escala similar a la de los «espacios de inmanencia» de que venimos hablando. ¿No serán suficientes estas precisiones para declarar la conveniencia de considerar a los cierres de esos «espacios de inmanencia» como cierres constitutivos de categorías, como cierres categoriales?
Si reconocemos esta suficiencia, el proyecto de coordinación entre las categorías y las unidades científicas, parece cobrar sentido. La tradición aristotélica puso en marcha este propósito partiendo de las categorías; sus resultados son inadmisibles en nuestros días («tantas ciencias como categorías»: si, por ejemplo, se establecen diez categorías, habría que postular una ciencia de la sustancia —o Metafísica—, otra de la cantidad —o Matemática—, otra de la cualidad, &c.). Pero el proyecto podría repetirse, aunque en sentido opuesto, es decir, partiendo de la ciencia («tantas categorías como ciencias»). Las ciencias —y no los juicios— serían los hilos conductores capaces de guiarnos en la determinación de los campos categoriales. Hablaremos así de categorías mecánicas, de categorías químicas, de categorías biológicas. En cualquier caso las categorías no son internamente homogéneas: un campo categorial no es un espacio uniforme, sino «arracimado»; será preciso, por tanto, en cada categoría, reconocer categorías subalternas o subcategorías de diverso rango.
10. Un campo categorial podría compararse a un mar sin orillas en el que fueran formándose vórtices diferentes (los contextos determinantes, los cierres de teoremas elementales) que irán propagándose y, por tanto, confluyendo con otros vórtices, más o menos distantes, que se habrán formado en el mismo medio. El campo categorial de una ciencia no es, por esto, y según lo que hemos dicho, uniforme y llano, sino «rugoso», con fracturas, anómalo; sobre todo, su unidad no puede darse por establecida antes de que tengan lugar los cursos de construcción y, con ellos, las líneas o principios por los cuales estos cursos se guían.
Pero los contextos determinantes son armaduras o configuraciones que han de ser dadas en el campo semántico. Asimismo, los principios pueden atravesar a muy diversas configuraciones, cubriéndolas a todas ellas. Por ello la mejor manera de alcanzar perspectivas capaces de envolver, aunque sea oblicuamente, a las configuraciones dadas en el eje semántico, pasará por el regressus a los ejes sintáctico y pragmático del espacio gnoseológico (en la medida en que ellos se crucen con el eje semántico). Distinguiremos, de esta manera, los principios sintácticos (principios diferenciados en el eje semántico, cuando se le considera desde el eje sintáctico) de los principios pragmáticos (principios diferenciados, en el eje semántico, cuando se le considera desde el eje pragmático).
Desde la perspectiva del eje sintáctico, los principios dados en el eje semántico podrán distinguirse como principios de los términos, principios de las relaciones y principios de las operaciones.
Los principios de los términos son los mismos términos «primitivos» del campo en tanto están enclasados y protocolizados. Los «principios de los términos» no son meramente conceptos o definiciones nominales o símbolos algebraicos, sino los términos mismos (los reactivos «titulados» de un laboratorio químico, los fenómenos ópticos analizados y «coordenados» que se registran en el radiotelescopio, en cuanto principios de la Astronomía). Los principios, en efecto, no tienen por qué presuponerse como si estuvieran dados de modo previo a la ciencia. Ellos son algo interno y dado en el campo de la ciencia, in medias res. De este modo el término «principio» alcanzará un sentido similar al que tiene en Medicina, por ejemplo, donde se habla de un «principio activo» («el ACTH es el principio activo de muchos fármacos destinados al tratamiento de la enfermedad de Addison»); un principio que, por sí sólo, no actuaría ni podría ser administrado. Un esquema material de identidad, en torno al cual cristalice un contexto determinante, será también un principio (por ejemplo, la circunferencia podrá considerarse como un principio de la Geometría).
Los principios de las relaciones podrían coordinarse con los axiomas de Euclides, y los principios de las operaciones con sus postulados. Habría una cierta base para reinterpretar con sentido gnoseológico (no meramente epistemológico) la distinción tradicional entre axiomas y postulados.
Esta concepción gnoseológica de los principios nos permite plantear cuestiones inabordables —o ni siquiera planteadas— por otras teorías de la ciencia, como la siguiente: «¿por qué el sistema de Newton tiene tres axiomas?» Esta cuestión, que está, sin duda, referida a los principios de las relaciones, podría sustanciarse, una vez fijados determinados resultados, como cuestión que tiene que ver con el análisis de los principios de los términos del sistema newtoniano. Supuesto que los términos del campo de la Mecánica pertenezcan a tres clases L, M, T, serían precisos tres principios de relaciones para fijar la conexión de los pares {L, M}, {L, T} y {M, T}.
Los postulados serán interpretados, principalmente, como «principios de cierre». Esto nos permitirá reinterpretar algunos principios (a pesar de que su formulación pueda sugerir incluso una intencionalidad metafísica) como principios de cierre. El «principio de Lavoisier», lejos de ser un principio cosmológico, cuasimetafísico («la materia no se crea ni se destruye»), sería un «principio de cierre» de la Química clásica («la masa, determinada por la balanza, ha de ser la misma antes y después de la reacción»).
Desde la perspectiva del eje pragmático habrá que distinguir principios que, aun proyectados en el eje semántico, puedan decirse principios de los autologismos (en cada categoría), principios de los dialogismos y principios normativos. Por ejemplo, la sustituibilidad entre los sujetos operatorios (sustituibilidad que tiene definiciones diferentes en Física, en Biología o en Ciencias Históricas), es un principio dialógico; los principios de la Lógica formal (no contradicción, tercio excluido, &c.), que también hay que aplicar a cada categoría (por ejemplo, el principio lógico «dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí», en el campo termodinámico, cuando se aplica a las temperaturas, equivale a la definición del termómetro), serían principios pragmáticos normativos.