Seminario 1: Clase 22, El concepto del análisis, 7 de Julio de 1954

Su pregunta me agrada mucho. Quizá me permitirá dar a nuestro último encuentro del año el clima que prefiero, familiar más que magistral.

1)
Leclaire, usted seguramente tiene también algo que preguntar. La última vez, después del seminario, me dijo algo que se parecía mucho a una pregunta: Me hubiese gustado que hablase de la transferencia a pesar de todo.

Son ustedes duros, a pesar de todo: sólo les hablo de ella, y no están satisfechos. Existen razones profundas que explican que siempre queden insatisfechos respecto al tema de la transferencia. No obstante, hoy intentaremos tratarlo nuevamente.

Si quisiera expresar los tres tiempos de la estructuración de la palabra en la búsqueda de la verdad tomando como modelo uno de esos cuadros alegóricos que florecían en la época romántica tales como la virtud persiguiendo al crimen, ayudada por el remordimiento, diría: El error huyendo del engaño y alcanzado por la equivocación. Espero que perciban que esto pinta la transferencia tal como intento hacérsela captar en esos momentos de suspensión que conoce la confesión de la palabra.

DR. LECLAIRE: Sí.

¿En suma, qué es lo que le deja insatisfecho? ¿Tal vez la articulación de lo que expongo con la concepción habitual de la transferencia ?

DR. LECLAIRE: Cuando examinamos lo que se ha escrito sobre la transferencia, tenemos la impresión de que el fenómeno de la transferencia entra en la categoría de las manifestaciones de orden afectivo, de las emociones; en oposición a otras manifestaciones de orden intelectual, como, por ejemplo, los procedimientos que apuntan a la comprensión. Por lo tanto, siempre resulta incómodo intentar dar cuenta, en términos corrientes y habituales, de su perspectiva acerca de la transferencia. Las definiciones de transferencia hablan siempre de emoción, de sentimiento de fenómeno afectivo; esto se opone categóricamente a todo lo que en un análisis puede llamarse intelectual.

Si… Vea, existen dos modos de aplicación de una disciplina que se estructura a través de una enseñanza. Está lo que usted oye, y luego lo que usted hace con lo que oye. Estos dos planos no se recubren, pero pueden coincidir en ciertos signos secundarios. Veo desde este ángulo lo que puede tener de fecundo toda acción verdaderamente didáctica. Transmitir conceptos no es tanto lo que está aquí en juego sino explicárselos, pasándoles en consecuencia el relevo y la carga de cumplir con ellos. Pero hay algo aún más imperativo: señalarles los conceptos de los que nunca hay que servirse.

Si hay algo de este orden en lo que aquí enseño es lo siguiente: les ruego a cada uno de ustedes que, en el interior de su propia investigación de la verdad, renuncien radicalmente-  aunque sólo fuese a título provisional para ver qué se gana dejándola de lado- a utilizar una oposición como la de afectivo e intelectual.

No deja de ser tentador adherir a esta consigna durante cierto tiempo, ya que es evidente que al utilizar esta oposición sólo se desemboca en una serie de callejones sin salida. Esta oposición es de las más contrarias a la experiencia analítica, y de las que más oscurecen su comprensión.

Me piden que rinda cuentas de lo que enseño, y de las objeciones que esta enseñanza puede encontrar. Les enseño el sentido y la función de la acción de la palabra, en tanto ella es el elemento de la interpretación. Ella es el médium fundador de la relación intersubjetiva y retroactivamente modifica a ambos sujetos. Es la palabra la que, literalmente, crea lo que los instaura en esa dimensión del ser que intento hacerles percibir.

No se trata aquí de una dimensión intelectual. Si en algún sitio se sitúa lo intelectual, es a nivel de los fenómenos del ego, en la proyección imaginaria del ego, pseudoneutralizada – pseudo en el sentido de mentira- que el análisis denunció como fenómeno de defensa y resistencia.

Podremos avanzar mucho si me siguen. La cuestión no es saber hasta dónde se puede llegar, la cuestión es saber si alguien nos seguirá. En efecto, éste es un elemento discriminativo de lo que se puede llamar la realidad. Con el pasar del tiempo, a través de la historia humana, asistimos a progresos que sería erróneo considerar progresos de las circunvoluciones. Son progresos del orden simbólico. Vean la historia de una ciencia como las matemáticas. Durante siglos se estancó en torno a problemas que ahora son evidentes para niños de diez años. Y, sin embargo, alrededor de ellos se movilizaban cerebros potentes. Hemos estado parados diez siglos de más ante la ecuación de segundo grado. Los griegos hubieran podido encontrarla ya que encontraron cosas más difíciles en los problemas de máximo y mínimo. El progreso matemático no es el progreso de la potencia del pensamiento del ser humano. A partir del momento en que un señor inventa un signo así  (simb. raíz cuadrada) o así, (simb. integral de:), se produce entonces algo bueno. Así son las matemáticas.

Estamos en una posición de naturaleza diferente, más difícil. Porque nos enfrentamos a un símbolo extremadamente polivalente. Pero sólo habremos dado un paso adelante cuando lleguemos a formular adecuadamente los símbolos de nuestra acción. Ese paso adelante, como todo paso adelante, es también un paso retroactivo. En consecuencia, diré que estamos así elaborando, en la medida en que ustedes me siguen, un psicoanálisis. Nuestro paso adelante en el campo del psicoanálisis es, al mismo tiempo, un retorno a la aspiración de su origen.

¿De qué se trata entonces? De una comprensión más auténtica del fenómeno de la transferencia.

DR. LECLAIRE: No había terminado del todo. Si formulo esta pregunta es porque, entre nosotros, siempre queda un poco en el trasfondo. Es evidente que en el grupo que formamos, los términos afectivo e intelectual están ya fuera de lugar.

Desde luego que deben estar fuera de lugar. ¿Para qué pueden servirnos?

DR. LECLAIRE: Es algo, justamente, que ha quedado siempre en suspenso desde Roma.

Creo que en ese famoso discurso de Roma, no los empleé ni una sola vez, salvo para eliminar el término intelectualizado.

DR. LECLAIRE: Precisamente, lo que había chocado era esa ausencia y esos ataques directos contra el término afectivo.

Creo que es un término que de una vez por todas debemos tachar.

DR. LECLAIRE: Formulando esta pregunta quería liquidar algo que había quedado en suspenso. La última vez, al hablar de la transferencia usted introdujo tres pasiones fundamentales, y entre ellas la ignorancia. A ella quería llegar.

2)
La vez pasada quise introducir, como tercera dimensión, el espacio, o más bien el volumen, de las relaciones humanas en la relación simbólica. Es con toda intención que recientemente, la vez pasada, hablé de estas aristas pasionales. Como señaló muy claramente en su pregunta la Sra. Aubry, son puntos de unión, puntos de ruptura, crestas que se sitúan entre las diferentes áreas en que se extiende la relación interhumana: lo real, lo simbólico, lo imaginario.

El amor se distingue del deseo, considerado como la relación límite que se establece entre todo organismo y el objeto que lo satisface. Pues su objetivo no es la satisfacción, sino ser. Por eso, sólo podemos hablar de amor allí donde existe relación simbólica como tal.

Aprendan a distinguir ahora el amor como pasión imaginaria del don activo que él constituye en el plano simbólico. El amor, el amor de quien desea ser amado, es esencialmente una tentativa de capturar al otro en sí mismo, de capturarlo en sí mismo como objeto. La primera vez que hablé extensamente del amor narcisista fue- recuerden- en la prolongación misma de la dialéctica de la perversión.

El deseo de ser amado, es el deseo de que el objeto amante sea tomado como tal,  englutido, sojuzgado en la particularidad absoluta de sí mismo como objeto. A quien aspira ser amado muy poco le satisface- ya se sabe- ser amado por su bien. Su exigencia es ser amado hasta el punto máximo que puede alcanzar la completa subversión del sujeto en una particularidad, y en lo que esa particularidad tiene de más opaco, de más impensable. Se quiere ser amado por todo, no sólo por su yo- como dice Descartes- sino por su color de cabello, por sus manías, por sus debilidades, por todo.

Por eso mismo, pero inversa y diría correlativamente, amar es amar un ser más allá de lo que parece ser. El don activo del amor apunta hacia el otro, no en su especificidad, sino en su ser.

O. MANNONI: Pascal era quien decía eso, no Descartes.

Hay en Descartes un pasaje acerca de la depuración progresiva del yo más allá de todas las cualidades particulares. Pero, no está usted equivocado en tanto Pascal intenta llevarnos más allá de la criatura.

O. MANNONI: Lo dijo tal cual.

Sí, pero fue en un movimiento de rechazo.

El amor, no ya como pasión, sino como don activo, apunta siempre más allá del cautiverio imaginario, al ser del sujeto amado, a su particularidad. Por ser así puede aceptar en forma extrema sus debilidades y rodeos, hasta puede admitir sus errores, pero se detiene en un punto, punto que sólo puede situarse a partir del ser: cuando el ser amado lleva demasiado lejos la traición a sí mismo y persevera en su engaño, el amor se queda en el camino.

No haré el desarrollo completo de esta fenomenología, fácilmente detectable en la experiencia. Me contento con señalar que el amor- en tanto es una de las tres líneas divisorias en las que el sujeto se compromete cuando se realiza simbólicamente en la palabra- se dirige hacia el ser del otro. Sin la palabra, en tanto ella afirma el ser, sólo hay Verliebtheit, fascinación imaginaria, pero no amor. Hay amor padecido, pero no don activo del amor.

Con el odio sucede lo mismo. Existe una dimensión imaginaria del odio pues la destrucción del otro es un polo de la estructura misma de la relación intersubjetiva. Ya les señalé que se trata de lo que Hegel reconoce como el callejón sin salida de la coexistencia de dos conciencias, a partir del cual deduce su mito de la lucha por puro prestigio. También en este caso, la dimensión imaginaria está enmarcada por la relación simbólica y, en consecuencia, el odio no se satisface con la desaparición del adversario. Si el amor aspira al desarrollo del ser del otro, el odio aspira a lo contrario: a su envilecimiento, su pérdida, su desviación, su delirio, su negación total, su subversión. En este sentido el odio, como el amor, es una carrera sin fin.

Tal vez sea más difícil hacerles entender esto último porque, por razones que quizá no son tan agradables como podríamos creer, conocemos menos hoy el sentimiento de odio que en las épocas en que el hombre estaba más abierto a su destino.

Es cierto que hemos presenciado, no hace mucho, manifestaciones de este género que estaban bastante bien. No obstante, hoy, los sujetos no tienen que asumir la vivencia del odio en lo que éste puede tener de más ardiente. ¿Por qué? Porque ya de sobra somos una civilización del odio. ¿Acaso no está ya bien desbrozada entre nosotros la pista de la carrera de la destrucción? El odio en nuestro discurso cotidiano se reviste de muchos pretextos, encuentra racionalizaciones sumamente fáciles Tal vez sea este estado de floculación difusa del odio el que satura, en nosotros, la llamada a la destrucción del ser. Como si la objetivación del ser humano en nuestra civilización correspondiera exactamente a lo que- en la estructura del ego- es el polo del odio.

O. MANNONI: El moralismo occidental.

Exactamente. El odio encuentra allí los objetos cotidianos con los que nutrirse. Pero, sería un error pensar que este odio está ausente en las guerras, donde algunos sujetos privilegiados lo realizan plenamente.

Tengan claro que cuando hablo de amor y odio designo las vías de la realización del ser; no la realización del ser, únicamente sus vías.

Y sin embargo, cuando el sujeto se compromete en la búsqueda de la verdad como tal es porque se sitúa en la dimensión de la ignorancia; poco importa que lo sepa o no. Es éste uno de esos elementos que los analistas llaman readiness to the transference, disposición a la transferencia. Existe en el paciente disposición a la transferencia por el sólo hecho de colocarse en la posición de confesarse en la palabra, y buscar su verdad hasta su extremo, en el extremo que está ahí, en el analista. Conviene también considerar la ignorancia en el analista.

El analista no debe desconocer lo que llamaré el poder de accesión al ser de la dimensión de la ignorancia, puesto que debe responder a aquel que, en todo su discurso, lo interroga en esa dimensión. No tiene que guiar al sujeto hacia un Wissen, un saber, sino hacia las vías de acceso a ese saber. Debe comprometer al sujeto en una operación dialéctica, no decirle que se engaña pues, forzosamente, él está en el error, sino mostrarle que habla mal, es decir que habla sin saber, como un ignorante, pues las que cuentan son las vías de su error.

El psicoanálisis es una dialéctica, y lo que Montaigne llama – en su libro III, capítulo VIII- un arte de conferir. El arte de Sócrates en el Menón, consiste en enseñar al esclavo a dar su verdadero sentido a su propia palabra. Este arte es el mismo en Hegel. En otros términos, la posición del analista debe ser la de una ignorantia docta, que no quiere decir sabia, sino formal y que puede ser formadora para el sujeto.

Grande es la tentación, porque está en el clima de nuestra época, de esta época de odio, de transformar la ignorantia docta en lo que he llamado, y no es nuevo, ignorantia docens. Apenas cree el psicoanalista saber algo, de psicología por ejemplo, comienza ya su perdición, por la sencilla razón de que en psicología, nadie sabe gran cosa, salvo que la psicología misma es un error de perspectiva sobre el ser humano.

Tengo que tomar ejemplos banales para hacerles entender lo que es la realización del ser del hombre porque, aunque no quieran, lo sitúan en una perspectiva errónea, la de un falso saber.

De todos modos deben darse cuenta que, cuando el hombre dice yo soy o yo seré, incluso yo habré sido, o bien, yo quiero ser, siempre se produce un salto, una hiancia. Es tan extravagante decir, en relación a la realidad, yo soy psicoanalista como yo soy rey. Ambas afirmaciones son totalmente válidas y, sin embargo, nada las legitima en el orden de lo que podemos llamar la medida de las capacidades. Las legitimaciones simbólicas en función de las cuales un hombre asume lo que otros le confieren escapan por entero al registro de la habilitación de capacidades.

Cuando un hombre se niega a ser rey, esta negativa no tiene el mismo valor que cuando acepta serlo. Por el hecho mismo de rehusar, no es ya rey. Es un pequeño burgués; tomen, por ejemplo, el caso del Duque de Windsor. El hombre que estando a punto de ser investido con la dignificación de la corona dice: Quiero vivir con la mujer que amo; permanece, en consecuencia, más acá del registro de ser rey. Pero cuando el hombre dice- y diciéndolo lo es, en función de un cierto sistema de relaciones simbólicas– cuando dice Yo soy rey, este dicho no es simplemente la aceptación de una función. En un instante cambia todo el sentido de sus calificaciones psicológicas. Sus pasiones, sus designios, incluso sus tonterías, adquieren un sentido totalmente diferente. Por el mero hecho de ser rey todas estas funciones se vuelven funciones reales. En el registro de la realeza, su inteligencia se convierte en algo distinto; hasta sus incapacidades empiezan a polarizar, a estructurar a su alrededor toda una serie de destinos que serán profundamente modificados por el hecho de que la autoridad real sea ejercida de tal o cual modo por el personaje con ella investido.

Esto lo encontramos en menor escala todos los días: un señor de cualidades mediocres, que presenta todo tipo de inconvenientes cuando ocupa un cargo inferior, es elevado por una investidura de algún modo soberana, por más limitado que sea el dominio donde esto suceda, y cambia totalmente. No tienen más que observarlo cotidianamente, el alcance de sus fuerzas y debilidades se transforma, y la relación entre ambas puede llegar a invertirse.

Esto también puede percibirse, de modo difuso, no reconocido, en las habilitaciones, en los exámenes. ¿Por qué a pesar del tiempo que hace que nos hemos convertido en grandes psicólogos, no hemos reducido las diversas pruebas- que antaño tenían un valor de iniciación- : licenciaturas, agregadurías, etc.? ¿Si de verdad hubiéramos abolido ese valor, por qué entonces no reducir la investidura a la totalidad de la experiencia acumulada, de las notas obtenidas durante el año, o incluso a un conjunto de tests o pruebas que medirían las capacidades del sujeto? ¿Por qué conservar en estos exámenes váyase a saber qué dimensión arcaica? Nos rebelamos ante estos elementos de casualidad y favor como quienes golpean las murallas de la prisión que ellos mismos construyeron. La verdad sencillamente es que un concurso, en tanto reviste al sujeto de una calificación simbólica, no puede tener una estructura totalmente racionalizada, y no puede inscribirse simplemente en el registro de la suma de cantidades.

Enfrentados con este problema, nos creemos muy astutos y nos decimos: Pero claro, hagamos un gran artículo psicoanalítico para mostrar el carácter de iniciación de los exámenes.

Este carácter es evidente. Felizmente lo detectamos. Pero, desgraciadamente, el psicoanálisis no siempre lo explica muy bien. Realiza un descubrimiento parcial que explica en términos de omnipotencia del pensamiento, de pensamiento mágico, cuando lo fundamental es en realidad la dimensión del símbolo.

3)
¿Quién tiene otras preguntas?

DR. BEJARANO:-Pienso en un ejemplo concreto. Tendría que intentar mostrarnos, en el caso Dora, cómo se siguen los diferentes registros.

En el caso de Dora, quedamos en la antesala de todo esto; sin embargo, se los puedo situar un poco aportándoles una respuesta conclusiva sobre la cuestión de la transferencia en su conjunto.

La experiencia analítica es instaurada por los primeros descubrimientos de Freud sobre el trípode: sueño, lapsus, agudeza. El síntoma es un cuarto elemento; puede servir, no de verbum, pues no está hecho con fonemas, pero sí de signum en base al organismo, recuerden las diferentes esferas distinguidas en el texto de Agustín. Es en esta experiencia y con retraso respecto a su instauración- Freud mismo reconoce haberse asustado- donde aísla el fenómeno de la transferencia. Al no estar reconocida la transferencia funcionó como obstáculo al tratamiento. Una vez reconocida se convierte en su mejor apoyo.

Pero incluso antes de percatarse de la existencia de la transferencia Freud ya la había designado. En efecto, como ya les dije, en la Tramdeutung encontramos una definición de la Ubertragung en función del doble nivel de la palabra. Existen partes del discurso descargadas de significaciónes que otra significación, la significación inconsciente, atrapa por detrás. Freud lo muestra a propósito del sueño, y yo se los ilustré a partir de esos lapsus ejemplares por su claridad.

Por desgracia, este año hablé poco del lapsus. Se trata de una dimensión fundamental, pues es el aspecto radical del sin sentido que presenta todo sentido. Hay un punto donde el sentido emerge y es creado. Pero precisamente en ese punto, el hombre muy bien puede sentir que el sentido, al mismo tiempo, está aniquilado, que es creado justamente por estar aniquilado. ¿Qué es la agudeza, sino la irrupción calculada del sin sentido en un discurso que parece tener sentido?

O. MANNONI:-Es el punto umbilical de la palabra.

Exactamente. El sueño tiene un ombligo muy confuso. El ombligo de la agudeza es perfectamente agudo: el Witz. Su esencia más radical está expresada en el no-sentido.

Pues bien, nos damos cuenta que esa transferencia es nuestro sostén.

Les he señalado tres direcciónes en las que diferentes autores comprenden la transferencia. Esta tripartición, únicamente didáctica, debe permitir que ustedes se sitúen entre las tendencias actuales del psicoanálisis, que no son nada brillantes.

Hay quienes quieren comprender el fenómeno de la transferencia en relación a lo real, es decir en tanto fenómeno actual. Otros creen hacer algo importante diciendo que todo análisis debe ser referido al hic et nunc. Creen haber encontrado con esto algo deslumbrante, haber realizado un paso audaz. Esriel escribe cosas conmovedoras sobre este tema, que sólo abren puertas ya abiertas: la transferencia está ahí, se trata simplemente de saber qué es. Si consideramos la transferencia en el plano real, obtenemos lo siguiente: es un real que no es real sino ilusorio. Lo real es que el sujeto está aquí, hablando de sus líos con el tendero. Lo ilusorio es que al protestar contra el tendero es a mí a quien le echa la bronca, éste es un ejemplo de Esriel. Concluye pues, que se trata de demostrarle. al sujeto que no tiene motivo alguno para reñirme en lugar del tendero.

Así, partiendo de las emociones, de lo afectivo, de la abreacción, y de otros términos que designan cierto número de fenómenos fragmentarios que ocurren efectivamente en el análisis, no se evita el caer, dénse cuenta, en algo esencialmente intelectual. Proceder sobre esta base conduce, a fin de cuentas, a una práctica equivalente a las primeras formas de adoctrinamiento que tanto nos escandalizan en la conducta de Freud con sus primeros casos. Habría que enseñar al sujeto cómo comportarse en lo real, mostrarle que no está en lo que hay que estar. Si esto no es educación y adoctrinamiento, me pregunto entonces qué es. En todo caso, es un modo harto superficial de abordar el fenómeno.

Hay otra forma de abordar el problema de la transferencia: hacerlo a partir de ese nivel de lo imaginario cuya importancia no dejamos de subrayar aquí. El desarrollo relativamente reciente de la etología animal nos permite darle una estructuración más clara que la que le daba Freud. Pero esta dimensión – imaginare- fue nombrada efectivamente como tal en el texto de Freud. ¿Cómo podría haberlo evitado? Ya lo vieron este año en Introducción al narcisismo: la relación del ser viviente con los objetos que desea se articula con condiciones de Gestalt que sitúan como tal a la función de lo imaginario.

La teoría analítica no desconoce la función de lo imaginario; pero introducirla tan sólo para tratar la transferencia equivale a ponerse orejeras, pues la encontramos en todas partes y, particularmente, cuando se trata de la identificación. Pero tampoco hay que emplearla a tontas y a locas.

Observemos, en este sentido, que la función de lo imaginario está presente en el comportamiento de toda pareja animal

En todas las acciones vinculadas al apareamiento de los individuos capturados en el ciclo del comportamiento sexual surge una dimensión de pavoneo. Durante el pavoneo sexual, cada individuo está capturado en una situación dual, en la que se establece, a través de la intervención de la relación imaginaria una identificación, sin duda momentánea, pues está vinculada al ciclo instintual.

Asimismo, durante la lucha entre los machos, podemos ver a los sujetos convenir en una lucha imaginaria. Existe allí, entre los adversarios, una regulación a distancia que transforma la lucha en danza. Y, en determinado momento, como sucede en el pareo, los papeles están elegidos, la dominación de uno sobre otro es reconocida, sin que sea preciso llegar, no diré a las manos, pero sí a las uñas, a los dientes, a los pinchos. Uno de los miembros de la pareja adopta la actitud pasiva y se somete a la preponderancia del adversario. Uno esquiva al otro, adopta uno de los papeles y manifiestamente lo hacen en función del otro, es decir, en función de lo que el otro ha alegado en el plano de la Gestalt. Los adversarios evitan una lucha real que conduciría a la destrucción de uno de ellos y transponen el conflicto al plano de lo imaginario. Cada uno se localiza en la imagen del otro, y se lleva a cabo una regulación que distribuye los papeles dentro del conjunto de la situación, la cual es diádica.

En el hombre, lo imaginario está reducido, especializado, centrado en la imagen especular, que constituye a la vez los callejones sin salida y la función de la relación imaginaria.

La imagen del yo -por el sólo hecho de ser imagen, el yo es yo ideal- resume toda la relación imaginaria en el hombre. Por producirse en un momento en que las funciones no están aún plenamente desarrolladas, adquiere un valor saludable, que la asunción jubilatoria del fenómeno del espejo expresa suficientemente; sin embargo, no por ello deja de estar en relación con la prematuración vital y, en consecuencia, con un déficit originario, con una hiancia a la que su estructura queda ligada.

Esta imagen de sí, el sujeto volverá a encontrarla constantemente como marco de sus categorías, de su aprehensión del mundo: como objeto, y esto, teniendo como intermediario al otro. Es en el otro siempre donde volverá a encontrar a su yo ideal, a partir de allí se desarrolla la dialéctica de sus relaciones con el otro.

Si el otro satura, colma esa imagen, se convierte en objeto de una carga narcisista que es la de la Verliebtheit. Recuerden a Werther encontrando a Carlota en el momento en que ella sostiene en sus brazos a un niño; ella justo coincide con la imago narcisista del joven héroe de la novela. Por el contrario, y siguiendo la misma línea, si el otro aparece frustrando al sujeto en su ideal y en su propia imagen, genera la tensión destructiva máxima. Por un pelo, la relación imaginaria con el otro vira en un sentido o en otro; es ésta la clave de los problemas que Freud plantea en lo que concierne a la súbita transformación entre amor y odio en la Verliebtheit.

Este fenómeno de carga imaginaria juega el papel de pivote en la transferencia.

La transferencia, si bien es cierto que se establece en y por la dimensión de la palabra, sólo aporta la revelación de esa relación imaginaria cuando alcanza ciertos puntos cruciales del encuentro hablado con el otro, en este caso el analista. Desembarazado el discurso mediante la regla llamada fundamental de parte de sus convenciones, comienza a jugar más o menos libremente respecto al discurso corriente, y abre al sujeto la vía de esa fecunda equivocación en Ia que la palabra verídica confluye con el discurso del error. Pero, también cuando la palabra huye la revelación, la equivocación fecunda, y se desarrolla en el engaño- dimensión esencial que precisamente nos impide eliminar al sujeto como tal de nuestra experiencia, y reducirla a términos objetales- se descubren esos puntos que, en la historia del sujeto, no fueron integrados, asumidos, sino reprimidos.

El sujeto desarrolla en el discurso analítico su verdad, su integración, su historia. Pero en esa historia hay huecos: allí donde se produjo lo que fue verworfen o verdankt. Verdankt, es decir que en un momento accedió al discurso y luego fue rechazado. Verworfen, es decir, un rechazo originario. No quiero, por el momento, extenderme en esta distinción.
Seminario 1, clase 22
El fenómeno de la transferencia encuentra la cristalización imaginaria. Gira en torno a ella y con ella debe reunirse.

En O, coloco la noción del yo (moi) inconsciente del sujeto. Este inconsciente está constituido por lo que el sujeto esencialmente desconoce de su imagen estructurante, de la imagen de su yo, es decir, las capturas por las fijaciones imaginarias que fueron inasimilables en el desarrollo simbólico de su historia esto significa que eran traumáticos.

¿De qué se trata en el análisis? Se trata de que el sujeto pueda totalizar los diversos accidentes cuya memoria está conservada en O en forma tal que su acceso le está cerrado. Ella sólo se abre por la verbalización, es decir por la mediación del otro, o sea por el analista. A través de la asunción hablada de su historia, el sujeto se compromete en la vía de realización de su imaginario truncado.

A medida que el sujeto lo asume en el discurso, se produce ese complemento de lo imaginario que se realiza en el otro, en la medida en que se lo hace oír al otro.

Lo que está en O pasa a O’. Todo lo proferido desde A, del lado del sujeto, se escucha en B, del lado del analista.

El analista lo escucha, pero a la vuelta también lo oye el sujeto. El eco de su discurso es simétrico al carácter especular de la imagen. Esta dialéctica giratoria, que les represento en el esquema por una espiral, ciñe cada vez más cerca a O y O’. El progreso del sujeto en su ser debe finalmente llevarlo a O, pasando por una serie de puntos que se reparten entre A y O.

En esta línea, el sujeto pone una y otra vez sus manos a la obra, y confesando en primera persona su historia, progresa en el orden de las relaciones simbólicas fundamentales donde tiene que encontrar el tiempo, resolviendo las detenciones y las inhibiciones que constituyen el superyó. Precisa tiempo.

Si los ecos del discurso se aproximan con excesiva rapidez al punto O’- es decir, si la transferencia se hace demasiado intensa- se produce un fenómeno crítico que evoca la resistencia; la resistencia en la forma más aguda en que es posible verla manifestarse: el silencio. Pueden darse cuenta ¿no es cierto? que, como dice Freud, la transferencia se convierte en un obstáculo cuando es excesiva.

También es preciso decir que, si este momento se produce oportunamente, el silencio adquiere su pleno valor en tanto silencio: no es simplemente negativo, sino que vale como más allá de la palabra. Algunos momentos de silencio, en la transferencia, representan la aprehensión más aguda de la presencia del otro como tal.

Una última observación. ¿Dónde situar al sujeto en tanto éste se distingue del punto O? Está necesariamente en algún sitio entre A y O- más cerca de O que de cualquier otro punto- digamos, ya volveremos a él, en C.

Cuando a causa de las vacaciones me abandonen, vacaciones que deseo les sean agradables, les ruego que relean a la luz de estas reflexiones los preciosos textos técnicos de Freud. Reléanlos, y verán hasta qué punto adquirirán, para ustedes, un nuevo sentido, un sentido más vivaz. Se darán cuenta que las aparentes contradicciónes en relación a la transferencia, a la vez resistencia y motor del análisis, sólo se comprenden en la dialéctica de lo imaginario y lo simbólico.

Algunos analistas, no carentes de mérito, expusieron que la técnica más moderna del análisis, la que se adorna con el título de análisis de las resistencias, consiste en aislar en el yo del sujeto -single-out, la expresión es de Bergler- ciertos patterns que se presentan en relación al análisis como mecanismos de defensa. Se trata de una perversión radical de la noción de defensa tal como la introdujo Freud en sus primeros escritos, y tal como volvió a introducirla en Inhibición, síntoma y angustia, uno de los artículos más difíciles y que generó mayores malentendidos.

Esto sí que es una operación intelectual. Puesto que ya no se trata de analizar el carácter simbólico de las defensas, sino de levantarlas, pues ellas serían un obstáculo para alcanzar un más allá, un más allá que no es nada, que simplemente es un más allá, poco importa entonces lo que en él se coloca. Lean a Fenictel, verán que según él todo puede ser considerado desde el ángulo de la defensa. ¿El sujeto les expresa tendencias cuyo carácter sexual o agresivo reconoce totalmente? A partir del sólo hecho de que las narre pueden ustedes perfectamente comenzar a buscar algo mucho más neutro. Si calificamos de defensa todo lo que se presenta de entrada, entonces legítimamente todo puede ser considerado como una máscara tras la cual se esconde otra cosa. La célebre broma de Jean Cocteau juega con esta inversión sistemática: ¿si podemos decirle a alguien que sueña con un paraguas por motivos sexuales, por qué no decirle que si sueña con un águila precipitándose sobre él para agredirlo es porque olvidó su paraguas?

Cuando se centra la intervención analítica en el levantamiento de los patterns que ocultarían ese más allá, el analista no tiene otra guía sino su propia concepción del comportamiento del sujeto. Intenta normalizarlo en función de una norma coherente con su propio ego. Esto entonces siempre será el modelado de un ego por otro ego, por lo tanto por un ego superior; pues como todos sabemos el i del analista no es un ego cualquiera.

Lean a Nunberg. ¿Cuál es para él el resorte esencial del tratamiento? La buena voluntad del ego del sujeto que debe convertirse en aliado del analista. Qué quiere decir esto sino que el nuevo ego del sujeto es el ego del analista. Y el Sr. Hoffer llega y nos dice que el fin normal de todo tratamiento es la identificación con el ego del analista.

De este fin, que no es más que la asunción hablada del yo, la reintegración no del yo ideal, sino del ideal del yo, Balint nos brinda una descripción conmovedora. El sujeto entra en un estado semimaníaco, en una especie de sublime desprendimiento, de libertad de una imagen narcisista a través del mundo; es preciso darle cierto tiempo para que se reponga y vuelva a encontrar sólo las vías del sentido común.

No todo en esta concepción es falso puesto que, en efecto, en un análisis existe un factor tiempo. Por otra parte, es lo que siempre se ha dicho, aunque de modo indudablemente confuso. No hay analista que deje de percibirlo en su experiencia: hay cierto despliegue del tiempo- para- comprender. Quienes asistieron a mi comentario sobre El hombre de los lobos percibiran algunas referencias a este problema. Pero, este tiempo- para- comprender también está en los Escritos Técnicos de Freud a propósito de la Ducharbeiten.

¿Es esto acaso algo del orden de una usura psicológica? ¿O más bien, como dije en lo que escribí acerca de la palabra vacía y la palabra plena, es algo del orden del discurso, del discurso como trabajo? Sí, sin duda alguna. Es preciso que el discurso prosiga un tiempo suficiente como para comprometerse enteramente en la construcción del ego. A partir de ese momento, puede culminar de golpe en aquel para quien se edificó: es decir, el amo. Al mismo tiempo, su propio valor se degrada, y ya no aparece sino como trabajo.

¿A qué nos conduce esto sino a plantear nuevamente que el concepto es el tiempo? En este sentido, podemos decir que la transferencia es el concepto mismo del análisis porque es el tiempo del análisis.

El análisis llamado análisis de las resistencias está siempre demasiado apurado por develar al sujeto los patterns del ego, sus defensas, sus madrigueras y, en consecuencia, lo muestra la experiencia y Freud lo enseña en un pasaje preciso de los Escritos Técnicos: no permite que el sujeto avance ni siquiera un paso. Freud dice que, en este caso, es preciso esperar.

Es preciso esperar. Es preciso esperar el tiempo necesario para que el sujeto realice la dimensión en cuestión en el plano del símbolo, es decir, desprenda de lo vivido en análisis- de esa persecución, de esa pelea, de esa opresión que realiza el análisis de las resistencias- la duración propia de algunos automatismos de repetición, lo cual les brinda, de algún modo, valor simbólico.

O. MANNONI:-Pienso que éste es un problema concreto. Por ejemplo, hay obsesivos para quienes toda su vida es una espera. Hacen del análisis una espera más. Es justamente lo que quisiera comprender: ¿por qué esa espera del análisis reproduce en cierto modo la espera de la vida y la modifica?

Perfectamente, y esto es lo que me preguntaron a propósito del caso Dora. El año pasado, desarrollé la dialéctica del Hombre de las ratas en torno a la relación amo y esclavo. ¿Qué espera el obsesivo? La muerte del amo. ¿De qué le sirve esta espera? Se interpone entre él y la muerte. Cuando el amo muera todo empezará. Vuelven a encontrar en todas sus formas esta estructura.

Por otra parte, el esclavo tiene razón; tiene todo derecho a jugar con esta espera. Citando una salida que se atribuye a Tristan Bernard, el día que fue detenido para ser llevado al campo de Dantzig: Hasta ahora vivimos en la angustia, ahora viviremos en la esperanza.

El amo- digámoslo- está en una relación mucho más abrupta con la muerte. El amo en estado puro está en una posición desesperada: nada tiene que esperar sino su propia muerte, pues nada puede esperar de la muerte del esclavo, excepto ciertos inconvenientes. En cambio, el esclavo tiene mucho que esperar de la muerte del amo. Más allá de la muerte del amo, será preciso que afronte la muerte como todo ser plenamente realizado, y que asuma, en el sentido heideggeriano, su ser-para-la-muerte. Precisamente el obsesivo no asume su ser-para-la muerte, está en suspenso. Esto es lo que hay que mostrarle. Esta es la función de la imagen del amo como tal.

O. MANNONI:-… que es el analista.

…que se encarna en el analista. Sólo después de haber intentado unas cuentas salidas imaginarias fuera de la prisión del amo, de acuerdo a ciertas escansiones, a cierto timing, sólo entonces podrá el obsesivo realizar el concepto de sus obsesiones, es decir, lo que ellas significan.

En cada obsesión hay, necesariamente, cierta cantidad de escansiones temporales, e incluso de signos numéricos. Ya abordé este tema en el artículo sobre el Tiempo lógico. El sujeto pensando el pensamiento del otro, ve en el otro la imagen y el esbozo de sus propios movimientos. Ahora bien, cada vez que el otro es exactamente el mismo que el sujeto, no hay más amo que el amo absoluto, la muerte. Pero el esclavo necesita cierto tiempo para percibirlo.

Ya que está demasiado contento con ser esclavo, como todo el mundo.

Jacques Lacan hace distribuir figuritas de elefantes.

Final del Seminario 1