Seminario 10: Clase 18, del 15 de Mayo de 1963

Si partimos de la función del objeto en la teoría freudiana, objeto oral, objeto anal, objeto fálico — como saben, pongo en duda que el objeto genital sea homogéneo a la serie— todo lo que ya he bosquejado, tanto en mi enseñanza anterior como, más especialmente, en la del año último, les indica que ese objeto definido en su función por su lugar como a, el resto de la dialéctica del sujeto con el Otro, que la lista de esos objetos debe ser completada. En cuanto al a, objeto que funciona como resto de dicha dialéctica, ciertamente tenemos que definirlo en el campo del deseo en otros niveles, de los que ya les indiqué lo bastante como para que sientan, si quieren, que groseramente es cierto corte que sobreviene en el campo del ojo y del que es función el deseo fijado a la imagen. Otra cosa, más adelante de lo que ya conocemos y donde encontraremos el carácter de certeza fundamental indicado ya por la filosofía tradicional y articulado por Kant bajo la forma de la conciencia, es que este modo de abordaje con la forma del a nos permitirá situar en su lugar lo que hasta aquí se presentó como enigmático bajo la forma de cierto imperativo llamado categórico.

Elegí el camino por el que procedemos, que revivifica toda esta dialéctica a través del abordaje que nos es propio, a saber, el deseo, elegir el camino por el que procedemos este año, la angustia, porque es el único que nos permite introducir una nueva claridad en cuanto a la función del objeto con relación al deseo. ¿Cómo es que — esto quiso presentificar ante ustedes mi lección de la vez pasada— cómo es que todo un campo de la experiencia humana, experiencia que se propone como la de una forma, una especie de salvación, la experiencia búdica, pudo plantear en su principio que el deseo es ilusión? ¿Qué quiere decir esto? Es fácil sonreír ante la rapidez de la aserción de que todo es nada. Así mismo, les dije, no se trata de esto en el budismo.

Pero si también por nuestra experiencia puede tener un sentido de aserción de que el deseo no es más que ilusión, se trata de saber por dónde puede introducirse el sentido y, para decirlo de una vez, dónde está el señuelo.

Les enseño a localizar, a enlazar el deseo con la función del corte, a ponerlo en cierta relación con la función del resto. Ese resto lo sostiene, lo anima, y aprendemos a localizarlo en la función analítica del objeto parcial.

Sin embargo, otra cosa es la falta a la que está enlazada la satisfacción. Esa distancia del lugar de la falta en su relación con el deseo como estructurado por el fantasma, por la vacilación del sujeto en su relación con el objeto parcial, esa no coincidencia de la falta de que se trata con la función del deseo por así decir, en acto, esto es lo que crea la angustia, y sólo la angustia encuentra apuntar a la verdad de esa falta. Es por eso que en cada nivel, en cada etapa de la estructuración del deseo, si queremos comprender de qué se trata en la función del deseo, debemos localizar lo que llamaré el punto de angustia.

Esto nos hará volver atrás y, por un movimiento comandado por toda nuestra experiencia, ya que es como si, habiéndose llegado con la experiencia de Freud a toparse con un callejón sin salida, al que promuevo como sólo aparente y hasta ahora nunca franqueado, el del complejo de castración, es como si este dique aún por explicar, lo que quizás nos permite concluir hoy con cierta afirmación relativa al significado de ese toparse de Freud con el complejo de castración, por el momento recordemos su consecuencia en la teoría analítica algo como un reflujo, como un retorno que lleva a la teoría a buscar en última instancia el funcionamiento más radical de la pulsión en el nivel, oral.

Es singular que un análisis, una apreciación que inauguralmente fue la de la función, nodal en toda la formación del deseo de lo propiamente sexual, se haya encaminado, cada vez más en el curso de su evolución histórica, a buscar el origen de todos los accidentes, de todas las anomalías, de todas las aberturas (beances) que pueden producirse a nivel, de la estructuración del deseo en algo de lo que no es decirlo todo decir que es cronológica mente original, la pulsión oral, sino de lo que todavía hay que justificar que sea estructuralmente original; es a ella donde, al fin de cuentas, debemos llevar el origen y la etiología de todos los obstáculos con que tenemos que vérnoslas.

Asimismo, he abordado ya lo que creo debe reabrir para nosotros el problema de tal reducción a la pulsión oral, mostrando la manera en que actualmente funciona, a saber, como un modo metafórico de abordar lo que sucede a nivel del objeto fálico, una metáfora que permita eludir lo que hay de callejón sin salida creado por el hecho de que nunca fue resuelto por Freud en el último término de lo que es el funcionamiento del complejo de castración, eso que en cierto modo lo vela y permite hablar de él sin encontrarse con el callejón sin salida

Pero si la metáfora es exacta, debemos ver en su mismo nivel el anticipo de lo que está en juego, de aquello por lo cual ella no es aquí más que metáfora; por eso fue en el nivel, de la pulsión oral que ya una vez intenté retomar la función relativa del corte del objeto, del lugar de la satisfacción y del de la angustia, para dar el paso que ahora se nos propone, aquél al que los conduje la vez pasada, es decir, el punto de articulación entre el a funcionando como – φ [menos phi] es decir, el complejo de castración, y el nivel que llamaremos visual o espacial, según la cara por donde lo consideremos, y que es, hablando con propiedad, aquél donde podemos ver mejor qué quiere decir el señuelo del deseo .Para poder hacer funcionar ese paso que es nuestra finalidad de hoy, debemos trasladarnos por un momento hacia atrás, volver al análisis de la pulsión oral y preguntarnos, precisar bien dónde esta, en este nivel, la función del corte. El lactante y el pecho: alrededor de esto han venido a confrontarse para nosotros todas las nubes de la dramaturgia del análisis, el origen de las primeras pulsiones agresivas, su reflexión, y hasta su retorsión, la fuente de las cojeras más fundamentales en el desarrollo libidinal del sujeto. Retomemos, pues, esa temática que —no conviene olvidarlo— está fundada sobre un acto original, esencial para la subsistencia biológica del sujeto en el orden de los mamíferos: el de la succión.

¿Qué hay, qué funciona en la succión? Aparentemente, los labios, los labios donde encontramos el funcionamiento de lo que se nos presentó como esencial en la estructura de la erogeneidad: la función de un borde. El hecho de que el labio presente el aspecto de algo que en cierto modo es la imagen misma del borde, del corte, debe indicarnos, después de haber intentado el año pasado, en la topología, figurar, definir a, debe hacernos sentir que nos hallamos sobre un terreno firme. También está claro que el labio, él mismo encarnación, por así decir, de un corte, singularmente nos sugiere que en un nivel muy diferente, en el nivel, de la articulación significante, en el nivel, de los fonemas más fundamentales, más ligados al corte, los elementos consonánticos del fonema, habrá suspensión de un corte, para su «stock» más basal esencialmente modulados a nivel, de los labios.

Si disponemos de tiempo tal vez vuelva a lo que ya indiqué varias veces acerca del problema de las palabras fundamentales y su aparente especificidad,— «mamá» y «papá». Se trata de articulaciones, en todo caso, labiales, aunque algo pueda poner en duda su repartición, aparente mente específica, aparentemente general si no universal.

Que por otra parte el labio sea el lugar donde simbólicamente puede ser tomada, bajo forma de ritual, la función del corte, que el labio sea algo que, a nivel de los ritos de iniciación, pueda ser agujereado, desplegado, triturado de mil maneras, también esto nos indica que nos hallamos dentro de un campo vivo y reconocido desde hace mucho tiempo en las praxis humanas.

¿Es esto todo? Detrás del labio hay algo que Homero llama el recinto de los dientes y de la mordedura. Alrededor de esto hacemos jugar, en nuestra manera de actuar con la dialéctica de la pulsión oral, su temática agresiva, la aislación fantasmática de la extremidad del pecho, el pezón, esa virtual mordedura implicada por la existencia de una dentición llamada lactal, y alrededor de esto hemos hecho girar la posibilidad del fantasma, de la extremidad del pecho como aislada, algo que se presenta ya como un objeto no solamente parcial sino secciónado. Por aquí se introducen en los primeros fantasmas que me permiten concebir la función del despedazamiento como inaugurante, y en verdad, con esto nos hemos contentado hasta ahora.

¿Estamos diciendo que podemos mantener esa posición? Ustedes lo saben, porque ya en mi seminario, si no recuerdo mal , del 6 de Marzo, acentué de qué modo toda la dialéctica llamada del destete, de la separación, debía ser retomada en función de lo que en nuestra experiencia nos permitió ampliarla y se nos presento como sus resonancias, sus repercusiones naturales, a saber, el destete y la separación primordial, o sea la del nacimiento Y la del nacimiento, si examinamos la cosa con mayor atención, si ponemos en ella un poco más de fisiología, está destinada a esclarecernos.

El corte, les dije, está en otra parte que allí donde lo ponemos. No está condicionado por la agresión sobre el cuerpo materno. Como el análisis nos enseña, si sostenemos —y con motivo—, si hemos reconocido en nuestra experiencia que hay analogía entre el destete oral y el destete del nacimiento, el corte es interior a la unidad individual, primordial, tal como se presenta a nivel del nacimiento, donde el corte se cumple entre lo que va a convertirse en el individuo echado al mundo exterior, y sus envolturas; las envolturas forman parte de él mismo, en su condición de elementos del huevo son homogéneas a lo que se produjo en el desarrollo ovular, son prolongamiento directo de su ectodermo y de su endodermo, forman parte de él mismo; la separación se cumple en el interior de la unidad que es el huevo.

Ahora bien, lo que aquí quiero poner de relieve tiene que ver con la especificidad, en la estructura orgahímica, de la organización llamada mamífera. Lo que para la casi totalidad de los mamíferos específica el desarrollo; —del huevo es la existencia de la placenta, e incluso de una placenta completamente especial   la llamada corio-alantoidea, por la cual bajo toda una cara de su desarrollo; el huevo, en su posición intrauterina, se presenta en una relación semiparasitaria con el organismo de la madre.

En el estudio del conjunto de la organización mamífera, algo es para nosotros subjetivo, indicativo, y se da en cierto nivel, de la aparición de esta estructura orgásmica, especialmente el de dos órdenes considerados, por así decir, como los más primitivos del conjunto de los mamíferos, especialmente el de los monotremas y el de los marsupiales. En cuanto a los marsupiales, tenemos la noción de la existencia de otro tipo de placenta, no corio-alantoidea sino corio-vitelina. No nos detenemos en este matiz; pero en cuanto a los monotremas, pienso que desde la infancia conservan ustedes su imagen bajo la forma de esos animales que en el petit Larousse hormiguean en manadas, como apiñándose ante la puerta de una nueva arca de Noe, es decir que hay dos, y a veces sólo uno por especie; tienen ustedes la imagen del ornitorrinco, y también de lo que llaman el tipo equina. Se trata de mamíferos. Mamíferos entre los cuales el huevo, aunque puesto en un útero, no tiene ninguna relación placentaria con el organismo materno. Sin embargo, la mama ya existe, la mama en su relación esencial, como aquello que define la relación del vástago con la madre; la mama ya existe a nivel, del monotrema, del ornitorrinco, y en este nivel, permite ver mejor cuál es su función original. Para aclarar de inmediato qué quiero decir aquí, diré que la mama se presenta como algo intermedio, y que es entre la mama y el organismo materno donde nos es preciso entender que reside el corte. Incluso antes de que la placenta nos manifieste que la relación nutricia, en cierto nivel del organismo vivo, se prolonga más allá de la función del huevo que, cargado con todo el caudal permitido por su desarrollo, hará reunirse al hijo con sus genitores en una experiencia común de búsqueda de alimento, tenemos esa función de relación que llamé parasitaria, esa función ambigüa donde interviene el órgano ampoceptor; la relación del niño, dicho de otro modo, con la mama es homológica — y lo que nos permite decirlo es que dicha relación es más primitiva que la aparición de la placenta— es homológica a eso por lo cual de un lado están el niño y la mama y que la mama esté en cierto modo adherida a la madre, implantada sobre ella; esto es lo que permite a la mama funcionar estructuralmente a nivel del a.

Si el a es verdaderamente el pequeño a, es por ser algo de lo que el niño está separado de una manera en cierto modo interna a la esfera de su existencia propia.

Van a ver qué resulta como consecuencia: el vínculo de la pulsión oral se efectúa con ese objeto amboceptor. Lo que constituye el objeto de la pulsión oral es lo que habitualmente llamamos el objeto parcial, el pecho de la madre. ¿Dónde se encuentra, en este nivel, lo que antes denominé punto de angustia? Precisamente, más allá de esa esfera n Porque el punto de angustia está en el nivel de la madre. La angustia de la falta de la madre en el niño es la angustia del agotamiento del pecho. El punto de angustia no se confunde con el lugar de la relación con el objeto del deseo.

La cosa queda singularmente figurada por esos animales que de una manera por completo inesperada hice surgir bajo el aspecto de los representantes del orden de los monotremas. Es como si esta imagen de organización biológica hubiera sido fabricada por algún creador previsor para manifestarnos la verdadera relación que existe a nivel de la pulsión oral con ese objeto privilegiado que es la mama. Porque, lo sepan ustedes o no, después de su nacimiento el pequeño ornitorrinco habita por cierto tiempo fuera de la cloaca, en un lugar situado sobre  el vientre de la madre que se llama incubatorium. En ese momento todavía está dentro de las envolturas, que son las envolturas de una suerte de huevo duro de donde él sale, y lo hace con ayuda de un diente llamado diente de eclosión, duplicado — pues hay que ser precisos de algo que se sitúa a nivel de su labio superior y que se llama carúncula.

Estos órganos no son específicos de este animal. Existen ya antes de la aparición de los mamíferos; estos órganos que permiten a un feto salir del huevo existen ya a nivel de la serpiente, donde son especializados; si no recuerdo mal, las serpientes sólo tienen el diente de eclosión mientras que otras variedades, reptiles para ser más exactos —no son serpientes— , especialmente las tortugas y los cocodrilos, sólo tienen la carúncula.

Lo importante es esto: parecería que la mama, la mama de la madre del ornitorrinco, tuviera necesidad de la estimulación de esa punta inclusive armada que presenta el hocico del pequeño ornitorrinco para desencadenar, por así decir, su organización y su función, y que durante unos ocho días fuera preciso que ese pequeño ornitorrinco se dedique al desencadenamiento de lo que parece mucho más suspendido de su presencia, de su actividad, que de algo que reside también en el organismo de la madre, y además curiosamente nos da la imagen de una relación en cierto modo invertida con la de la protuberancia mamaria, ya que las mamas del ornitorrinco son mamas en cierto modo en hueco, donde el pico del pequeño se inserta. Aquí estarían aproximadamente los elementos glandulares, los lóbulos productores de leche. Aquí viene a alojarse ese hocico ya armado, que aún no se ha endurecido con la forma de un pico como sucederá después.

Por lo tanto, la existencia de la distinción de dos puntos originales en la organización mamífera, la relación con la mama como tal resultará estructurante para la subsistencia, el sostén de la relación con el deseo por el mantenimiento de la mama especialmente como objeto que ulteriormente pasará a ser el objeto fantasmático, y por otro lado la situación en otra parte en el Otro, a nivel de la madre y en cierto modo no coincidente, deportado, del punto de angustia como aquél donde el sujeto tiene relación con aquello de que se trata, con su falta, con aquello de lo cual está suspendido.

La existencia del organismo de la madre, es esto lo que nos está permitido estructurar de una manera más articulada por la sola consideración de una fisiología que nos muestra que el a es un objeto separado del organismo del niño, que la relación con la madre es, en ese nivel una relación sin duda esencial, que con respecto a esa totalidad organismica donde el a se separa, se aísla y es desconocido además como tal, como aislado de ese organismo, esa relación con la madre, la relación de falta se sitúa más allá del lugar donde se ha jugado la distinción del objeto parcial como algo que funciona en la relación del deseo.

Por supuesto, la relación es aún más compleja, y en la función de la succión, la existencia al lado de los labios de ese órgano enigmático y desde hace mucho tiempo localizado como tal —recuerden la fábula de Esopo que es la lengua, nos permite igualmente hacer intervenir en este nivel algo que en las subyacencias de nuestro análisis está allí para alimentar  la homología con la función fálica y su disimetría singular, aquélla sobre la cual volveremos enseguida: que la lengua juega a la vez en la succión el rol esencial de funcionar por lo que podemos llamar aspiración, sostén de un vacío, cuya potencia de llamado es esencialmente lo que permite a la función ser efectiva, y por otra parte el de ser algo que nos ofrece la imagen de la salida de eso más íntimo, ese secreto de la succión, nos ofrece bajo una primera forma. eso que quedará — ya lo señalé— en estado de fantasma, en el fondo, todo lo que podemos articular alrededor de la función fálica, a saber, el darse vuelta del guante, la posibilidad de una reversión de lo que está en lo más profundo del secreto del interior.

Que el punto de angustia esté más allá del lugar donde juega la función, más allá del lugar donde se afirma el fantasma en su relación esencial con el objeto parcial, esto se manifiesta en ese prolongamiento del fantasma, que hace imagen, que siempre permanece más o menos subyacente al crédito que damos a cierto modo de la relación oral, aquel que se expresa bajo la imagen de la función llamada del vampirismo.

Es verdad que el niño, si en tal modo de su relación con la madre es un pequeño vampiro, si se propone como organismo suspendido por un tiempo en posición parasitaria, no es menos cierto sin embargo que tampoco es ese vampiro, a saber, que en ningún momento será ni con sus dientes, ni a la fuente que irá a buscar en la madre la fuente viva y cálida de su alimento.

Sin embargo, la imagen del vampiro, por mítica que sea, nos revela, por el aura de angustia que la rodea, la verdad de esa relación más allá que se perfila en la relación del mensaje, aquélla que le da su acento más profundo, el que agrega la dimensión de una posibilidad de la falta realizada más allá de los temores virtuales que la angustia encubre: el agotamiento del pecho. Lo que pone en tela de juicio como tal a la función de la madre es una relación que se distingue, en la medida en que se perfila en la imagen del vampirismo, como una relación angustiante. Distinción, pues, lo destaco, de la realidad del funcionamiento organtsmico con lo que de él se esboza más allá; he aquí lo que nos permite distinguir el punto de angustia del punto de deseo. Lo que nos muestra que a nivel de la pulsión oral, el punto de angustia está en el nivel del Otro; allí es donde lo experimentamos.

Freud nos dice: «La anatomía es el destino», Saben ustedes que en ciertos momentos pude alzarme contra esta fórmula por lo que puede tener de incompleto. Pero como ven, se torna verdadera si damos al término «anatomía» su sentido estricto y, por así decir, etimológico, el que pone de relieve —anatomía— la función del corte, por la cual todo lo que conocemos de la anatomía está ligado a la vivisección. En la medida en que tal despedazamiento es concebible, ese corte del cuerpo propio que allí es lugar de los momentos elegidos de funcionamiento, en esta medida el destino, es decir, la relación del hombre con la función llamada deseo, cobra toda su animación.

La «separtición» («sépartition») fundamental, no sepa ración sino partición en el interior, he aquí lo que se encuentra, desde el origen y desde el nivel de la pulsión oral, inscripto en lo que será estructuración del deseo. De allí el asombro desde el momento en que hemos estado en ese nivel para encontrar alguna imagen más accesible a lo que hasta hoy resultó para nosotros una paradoja, a saber: que en el funcionamiento fálico, en el que está ligado a la cópula, también se trata de la imagen de un corte, de una separación, de lo que impropiamente —ya que lo que funciona es una imagen de eviración— llamamos castración. Sin duda no es casual ni desacertado que hayamos buscado en fantasmas muy antiguos la justificación de lo que no sabíamos muy bien cómo justificar a nivel de la fase fálica; conviene señalar, sin embargo, que en este nivel se ha producido algo que nos permitirá ubicarnos en toda la dialéctica ulterior.

En efecto, tal como acabo de enunciarla, ¿cómo ha tenido lugar la repartición (répartition), en el nivel topológico que les he enseñado a distinguir, del deseo, de su función y de la angustia? El punto de angustia está a nivel del Otro, a nivel del cuerpo de
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la madre. El funcionamiento del deseo, vale decir, del fantasma, de la vacilación que une estrechamente al sujeto con a, aquello por lo cual el  sujeto se encuentra esencialmente suspendido de a, identificadocon a, resto siempre elidido, siempre escondido que nos es preciso descubrir, subyacente a toda relación del sujeto con un objeto cualquiera, lo ven aquí; y para. Llamar arbitrariamente S al nivel del sujeto, lo que en mi esquema del florero reflejado en el espejo del Otro se encuentra de este lado de ese espejo, he aquí dónde se
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encuentran las relaciones: a nivel de la pulsión oral. El corte, ya lo dije, es interno al campo del sujeto; el deseo funciona —aquí reaparece la noción freudiana de auto-erotismo— en el interior de un mundo que, aunque estallado, lleva la huella de su primer clausura en el interior de lo que queda, imaginario, virtual, de la envoltura del huevo.

¿Que habrá en el nivel en que se produce el complejo de castración? En este nivel asistimos a un verdadero trastocamiento del punto de deseo y del lugar de la angustia.

Si algo es promovido por el modo sin duda todavía imperfecto, pero cargado con todo el relieve de una penosa conquista, hecha paso a paso, esto desde el origen del descubrimiento freudiano que la revelo en la estructura, es la relación estrecha de la castración, del vinculo con el objeto en la relación fálica, como continente implícito de la privación del órgano.

Si no hubiera Otro —y poco importa que a ese otro lo llamemos madre castradora o padre de la interdicción original — no habría castración.

La relación esencial de esa castración, en lo sucesivo, con todo el funcionamiento copulatorio nos incitó —al fin de cuentas según indicación del propio Freud, quien nos dice que en ese nivel sin que nada lo justifique sin embargo, es con cierta roca biológica que nos topamos— nos incitó a articular como yacente en una particularidad de la función del órgano copulatorio en determinado nivel biológico — se los hice observar: en otros niveles, en otros órdenes, en otras ramas animales el órgano copulatorio es un gancho, un órgano de fijación, y de la manera más sumariamente analógica puede ser llamado órgano macho—, nos indica claramente que conviene distinguir el funcionamiento particular, a nivel de organizaciones animales llamadas superiores, de ese órgano copulatorio; es esencial no confundir sus avatares, en especial el mecanismo de la tumescencia y de la detumescencia, con algo que, por si sea esencial para el orgasmo.

Sin duda alguna nos hallamos, por así decir, en lo que puede llamarse la imitación de la experiencia. Ya les dije que no trataremos de concebir lo que puede ser el orgasmo en una relación copulatoria estructurada de otro modo. Por lo demás, hay suficientes espectáculos naturales impresionantes: basta con pasearse una tarde al borde de un estanque para ver volar, estrechamente anudadas, a dos libélulas; y este único espectáculo mucho puede decir acerca de lo que podemos concebir como un «largo-orgasmo», si me permiten formar una palabra insertando un guión. Y además, no por nada evoqué la imagen aquí fantasmática del vampiro, que no es soñada ni concebida de otro modo por la imaginación humana que como ese modo de fusión o de sustracción primera en la fuente misma de la vida, donde el sujeto agresor puede encontrar la fuente de su goce. Seguramente, la propia existencia del mecanismo de la detumescencia en la cópula de los organismos más análogos al organismo humano, basta ya por si sola para marcar el vinculo del orgasmo con algo que verdaderamente se presenta como la primera imagen, él es bozo de lo que podemos denominar el corte, separación, repliegue, afanisis, desaparición en determinado momento de la función del órgano.

Pero entonces, si tomamos las cosas por este sesgo, reconoceremos que el homólogo del punto de angustia en esta ocasión se halla en una posición estrictamente invertida con respecto a aquélla donde se hallaría nivel de la pulsión oral: el homólogo del punto de angustia es el orgasmo mismo como experiencia subjetiva. Y esto nos permite justificar lo que la clínica nos muestra con frecuencia, a saber, la suerte de equivalencia funda mental que hay entre el orgasmo y al menos ciertas formas de la angustia. La posibilidad de producción de un orgasmo en la cúspide de una situación angustiante, la erotización —se nos dice por todas partes—, la erotización eventual de una situación angustiante buscada como tal e, inversamente, un modo de poner en claro lo que constituye, si creemos en el testimonio humano universalmente renovado — vale la pena apuntar que alguien, y alguien del nivel de Freud, ose escribirlo— la atestación del hecho de que no hay nada que al fin de cuentas sea, represente para el ser humano mayor satisfacción que el orgasmo mismo, una satisfacción que seguramente rebasa, para poder ser así articulada, no solamente sopesada sino puesta en función de primacía y de precedencia con relación a todo lo que al hombre le puede ser dado experimentar. Si la función del orgasmo puede alcanzar esa eminencia, ¿no será porque en el fondo del orgasmo realizado hay algo que llamé la certeza ligada a la angustia?, ¿no será porque en la medida en que constituye la realización misma de lo que la angustia indica como localización, como dirección del lugar de la certeza, que el orgasmo de todas las angustias, es la única que realmente se completa? Asimismo, por eso la posibilidad de alcanzar el orgasmo no es tan común, y si se nos permite indicar su eventual función en el sexo donde justamente sólo hay realidad fálica bajo la forma de una sombra, es también en ese mismo sexo que el orgasmo nos resulta lo más enigmático, lo mismo cerrado, quizás hasta ahora, en su última esencia, nunca auténticamente situado.

¿Qué nos indica ese paralelo, esa simetría, esa reversión establecida en la relación del punto de angustia y del punto de deseo. sino que en ninguno de los dos casos coinciden? Y aquí sin duda, debemos ver la fuente del enigma que nos legó la experiencia freudiana.

En toda la medida en que la situación del deseo. Virtualmente implicada en nuestra experiencia, cuya trama entera —por así decir— no está sin embargo verdaderamente articulada en Freud, el fin del análisis se topa con algo que hace tomar la forma del signo implicado en la relación fálica, el φ [phi], en tanto que funciona estructuralmente como -φ [menos phi], que le hace tomar esta forma al ser el correlato esencial de la satisfacción.

Si al final del análisis freudiano el paciente, sea varón o mujer, nos reclama el falo que le debemos, es en función de ese algo insuficiente por lo cual la relación del deseo con el objeto que es fundamental, no es distinguida en cada nivel de aquello de que se trata como falta constituyente de la satisfacción.

El deseo es ilusorio ¿Por que? Porque siempre se dirige a otra parte, a un resto constituido por la relación del sujeto con el otro que viene a sustituirlo.

Pero esto deja abierto el lugar donde puede ser halla do lo que designamos con el nombre de certeza. Ningún falo de manera fija, ningún falo omnipotente puede cerrar por naturaleza la dialéctica de la relación del sujeto con el Otro y con lo real por algo cualquiera que sea de un orden apaciguante. ¿Equivale esto a decir que si aquí tocamos la función estructurante del señuelo debiéramos atenernos a ella, confesar que nuestra impotencia, nuestro límite es el punto en que se quiebra la distinción del análisis finito con el análisis indefinido? Creo que no hay nada de esto. Y aquí interviene lo que está oculto en el nervio más secreto de lo que anticipé hace largo tiempo ante ustedes bajo las especies del estadio del espejo, y lo que nos obliga a ordenar en la misma relación, deseo, objeto y punto de angustia, aquello de que se trata cuando interviene ese nuevo objeto a del que la última lección era la introducción, la puesta en juego, a saber: el ojo.

Ciertamente, dicho objeto parcial no es nuevo en el análisis, y aquí no tendré más que evocar el artículo del autor más clásico, el más universalmente aceptado en el análisis, para llamarlo por su nombre el señor Fenichel, sobre el tema de las relaciones de la función escoptofílica con la identificación e incluso las homologías que va a descubrir entre las relaciones de esa función con la relación oral.

Sin embargo, todo lo que se dijo sobre este tema puede parecer, y con motivo, insuficiente  El ojo no es un asunto que sólo nos remita al origen de los mamíferos, ni al de los vertebrados, ni al de los cordados; el ojo aparece en la escala animal de una manera extraordinariamente diferenciada, y en toda su apariencia anatómica semejante esencialmente a aquél del que somos portadores, a nivel de organismos que no tienen nada de común con nosotros.

No hay necesidad —lo repetí muchas veces, y con imagenes que intenté hacer funcionales— de recordar que el ojo existe a nivel de la mantis religiosa, pero también a nivel del pulpo. Quiero decir el ojo con una particularidad de la que desde el principio debemos introducir este señalamiento: que es un órgano siempre doble, y que funciona en general en dependencia de un quiasma, es decir que está ligado al nudo entrecruzado que liga dos partes que llamemos «simétricas» del cuerpo.

La relación del ojo con una simetría al menos aparente —pues ningún organismo es íntegramente simétrico— es algo que para nosotros debe entrar eminentemente en consideración. Si hay algo que mis reflexiones de la vez pasada, recuérdenlas, a saber, la función radical del espejismo incluida desde el primer funcionamiento del ojo, el hecho de que el ojo es ya espejo e implica ya en cierto modo su estructura, el fundamento, por así decir, «estético trascendental» de un espacio constituido, debe ceder el sitio a esto: que cuando hablamos de esa estructura trascendental del espacio como de un dato irreductible de la aprehensión estética de cierto campo del mundo, esa estructura no excluye más que una cosa: la de la función del ojo mismo, de lo que él es. Se trata de encontrar las huellas de dicha función excluida que ya se indica lo suficiente para nosotros como homóloga de la función del a en la fenomenología de la visión misma. Aquí no podemos proceder sino por puntuación, indicación, observación.  

Seguramente desde hace largo tiempo todos aquéllos, en especial los místicos, que se dedicaron a lo que podrá llamar el realismo del deseo, para quienes toda tentativa de alcanzar lo esencial se mostró superando ese algo de enviscante que hay en una apariencia que nunca se concibe sino como apariencia visual, nos pusieron en el camino de algo que también atestiguan toda clase de fenómenos naturales, a saber éste que, fuera de un registro tal, permanece enigmático, a saber, las apariencias llamadas miméticas que se manifiestan en la escala animal exactamente al mismo nivel en el mismo punto en que aparece el ojo, En el nivel de los insectos, donde puede sorprendernos — por qué no— que un par de ojos es té hecho como el nuestro, en ese mismo nivel aparece la existencia de una doble mancha sobre la que los fisiólogos, evolucionistas o no, se rompen la cabeza preguntándose que cosa puede condicionar algo cuyo funcionamiento sobre el otro animal, de rapiña o no, es, en todo caso, el de una fascinación.

El vínculo del par de ojos y, si así lo quieren, de la mirada con un elemento de fascinación en sí mismo enigmático, con ese punto intermedio donde toda subsistencia subjetiva parece perderse y absorberse, salir del mundo, esto es lo que llamamos fascinación en la función de la mirada. He aquí el punto, por así decir, de irradiación que nos permite cuestionar de una manera más apropiada lo que nos revela en la función del deseo el campo de la visión. También es llamativo que en la tentativa de aprehender, de razonar, de logicizar el misterio del ojo —y esto a nivel de todos aquellos que se aplicaron a esta forma de captura capital del deseo humano—, el fantasma del tercer ojo se manifieste por doquier. No tengo necesidad de decirles que sobre las imagenes de Buda de que me valí la vez pasada, el tercer ojo de alguna manera siempre está indicado. ¿Tengo necesidad de recordarles que ese tercer ojo, promulgado, promovido, articulado en la más antigua tradición mágico-religiosa, vuelve a cobrar actualidad hasta en el nivel de Descartes?. Este, cosa curiosa, sólo va a encontrar su sustrato en un órgano regresivo, rudimentario, el de la epífisis, — del que tal vez puede decirse que en un punto de la escala animal, aparece algo, se realiza algo que llevaría la huella de una antigua emergencia. Pero después de todo no hay aquí más que ensueño. No tenemos ningún testimonio, fósil o de otra índole, de la existencia de una emergencia de ese aparato llamado tercer ojo. En este modo de abordaje de la función del objeto parcial que es el ojo, en este nuevo campo de su relación con el deseo, lo que aparece como correlativo del pequeño a, función del objeto del fantasma, es algo que podemos llamar un punto cero cuyo despliegue por todo el campo de la visión da a ese campo, fuente para nosotros de una suerte de apaciguamiento traducido desde hace mucho, desde siempre con el término contemplación, suspensión del desgarramiento del deseo, frágil suspensión por cierto, tan frágil como un telón siempre pronto a replegarse para desenmascarar el misterio que oculta, ese punto cero hacia el cual la imagen búdica parece llevarnos en la medida misma en que sus párpados bajos nos preservan de la fascinación de la mirada sin dejar de indicárnosla, esa figura que en lo visible está enteramente vuelta hacia lo invisible pero que nos lo ahorrafigura esas figura, para decirlo de una vez, que toma aquí el punto de angustia  integro a su cargo, tampoco es por nada que ella anule aparentemente el misterio de la castración.  

Esto es lo que quise indicarles la vez pasada con mis señalamientos y mi pequeña encuesta sobre la aparente ambigüedad psicológica de esas figuras. ¿Implica esto que de alguna manera haya posibilidad de confiarse, de asegurarse en una suerte de campo que fue llamado apoliniano, véanlo también noético, contemplativo, donde el deseo podría soportarse de una suerte de anulación puntiforme de su punto central, de una identificación de a con ese punto cero entre los dos ojos que es el único lugar de in quietud que queda, en nuestra relación con el mundo, cuando ese mundo es un mundo espacial?. Seguramente no, ya que queda justamente ese punto cero que nos impide hallar en la fórmula del deseo-ilusión el último término de la experiencia.

Aquí el punto de deseo, y el punto de angustia coinciden, pero no se confunden, incluso dejan abierto para nosotros ese «sin embargo» sobre el cual se reanuda eterna mente la dialéctica de nuestra aprehensión del mundo.

Siempre la vemos resurgir en nuestro  pacientes. Y sin embargo —he averiguado cómo se dice sin embargo» en he breo, los divertirá— y sin embargo ese deseo que aquí se resume en la nulificación de su objeto central no es sin ese otro objeto que llama la angustia: no es sin objeto. No por nada en este «no … sin» les he dado  la a fórmula, la articulación esencial de la identificación con el deseo. Es más allá de «no es sin objeto» que se plantea para nosotros la cuestión de saber dónde puede ser franqueado el callejón sin salida del complejo de castración. Abordaremos esto la vez que viene.