Seminario 10: Clase 25, del 3 de Julio de 1963

Hoy concluiré con lo que me había propuesto decirles este año acerca de la angustia. Marcare su límite y su función, indicando con ello dónde entiendo que se continúan las únicas posiciones que nos permitirán redondear lo relativo a nuestro rol de analistas.

Al término de su obra, Freud designó a la angustia como señal.
La designó como señal la situación traumática, señal llama peligro; para Freud, ligada a la función, a la noción — hay que decirlo — no elucidada, de «peligro vital».

Lo que este año habré articulado de original es la precisión sobre dicho peligro. Este peligro es, de acuerdo con la indicación freudiana pero más precisamente articulado, lo que está ligado al carácter de cesión del momento constitutivo del objeto a.

Sobre esta base, y en este punto de nuestra elaboración, ¿de qué cosa debe considerarse que la angustia es señal?. También aquí nuestra articulación será diferente de la de Freud: ese momento, momento de función de la angustia, es anterior a la cesión del objeto. Pues la experiencia nos impide, como la necesidad misma de su articulación obliga a Freud, no situar algo más primitivo que la articulación de la situación de peligro, desde el momento en que la definimos como acabamos de hacerlo: en un nivel, en un momento anterior a dicha cesión del objeto.

En el seminario de hace dos anos ya les había anunciado que la angustia se manifiesta sensiblemente, desde el primer abordaje, como vinculada — y de una manera compleja— con el deseo del Otro. Ya entonces indiqué que la función angustiante del deseo del Otro estaba ligada al hecho de que no se que objeto a soy yo para ese deseo

Hoy acentuaré que esto no se articula en su plenitud, no cobra forma ejemplar sino en lo que designe como el cuarto nivel, carácterístico de la función de la constitución del sujeto en su relación con el Otro en la medida en que podemos articularla como centrada alrededor de la función de la angustia.

Sólo aquí se cumple la plenitud especifica por la cual el deseo humano es función del deseo del Otro. La angustia, les dije, le esta ligada por el hecho de que no se que objeto a soy yo para el deseo del Otro. Pero al fin de cuentas esto no esta ligado sino en un nivel, aquél en el que puedo referirme a la fábula ejemplar donde el Otro sería un radicalmente Otro, esa mantis religiosa de voraz deseo a la cual ningún factor común me une. Muy por el contrario, al Otro humano me liga algo: mi calidad de ser su semejante. Lo que resta del «no se» angustiante es fundamentalmente desconocimiento, desconocimiento en el nivel especial de lo que, en la economía de mi deseo de hombre, es el a.

Por eso, paradójicamente, si la estructura del deseo es para nosotros la más plenamente desarrollada en su alienación fundamental, es en el nivel, cuarto, en el nivel del deseo escópico, donde el objeto a resulta el más oculto y, con el el sujeto se encuentra, en cuanto a la angustia, asegurado al máximo.

Esto hace necesario que busquemos en otra parte y no en este nivel, la huella del a en cuanto al momento de su constitución. El otro, en efecto, si por esencia está siempre allí en su plena realidad, y por lo tanto esa realidad, toda vez que cobra presencia subjetiva, siempre puede manifestarse por alguna de sus aristas, esta claro que el desarrollo no da un acceso igual a esa realidad del otro.

En el primer nivel, dicha realidad del otro es hecha presente, como bien manifiesta la impotencia original del lactante, por la necesidad. Sólo en un segundo tiempo, con la demanda del otro, algo se separa, y nos permite articular de una manera completa la constitución del pequeño a en relación con la función de lugar de la cadena significante, función que yo entiendo del Otro.

Pero hoy no puedo dejar este primer nivel, sin señalar que la angustia aparece antes de toda articulación como tal de la demanda del otro. En particular, les ruego se detengan un instante en la paradoja que une el punto de partida de ese primer efecto de cesión que es el de la angustia que coincide con la emergencia al mundo de aquel que será el sujeto, es el grito, el grito cuya función situé hace mucho tiempo, función como relación, no original sino terminal con lo que debemos considerar el corazón mismo de ese otro, en tanto que en determinado momento se completa para nosotros como el prójimo.

Si el lactante ha cedido aquí algo, nada puede hacer con ese grito que escapa de él, nada lo une a ese grito. Pero con respecto a esa angustia, angustia original, ¿soy acaso el primero? ¿no destacaron los demás autores su carácter, en cierta relación dramática de la emergencia del organismo — humano en este caso— al mundo donde va a vivir?.

¿Podemos no ver en estas múltiples y confusas indicaciones ciertos rasgos contradictorios?. ¿Podemos retener como válida la indicación de Ferenczi de que en la ontogénesis misma hay emergencia de vaya a saber que medio acuoso primitivo que sería el homólogo del medio marino?: es decir, la relación del liquido amniótico con ese agua donde puede operarse el intercambio de lo interior a lo exterior que en el animal que vive en un medio semejante se opera a nivel, de la branquia, y que con respecto al embrión humano jamás funciona. Puesto que todo lo que se nos indica en esta especulación a menudo confusa que es la especulación psicoanalítica, debe ser considerado por nosotros como no desprovisto de sentido, sino en el camino de algo indicativo; puesto que ella salta, se arrastra y algunas veces ilumina, ya que en cierto caso nos valemos de la filogenesis, les ruego que, desde el punto de vista de un intercambio esquematizado en la forma de un organismo que en su límite y sobre este límite presenta cierto numero de puntos elegidos de intercambios, adviertan cuán increíble es esto, en efecto, si es cierto que el esquema vital del intercambio más basal está hecho efectivamente de la función de esa pared, de ese límite, de esa ósmosis entre un medio exterior y un medio interior entre los cuales puede haber un factor común; les ruego considerar lo extraño de ese salto por el cual los seres vivos han salido de su medio primitivo, han pasado al aire, pues, con un órgano del que no podemos sino sorprendernos por su desarrollo de neoformación, por así decir, arbitraria. Es tan extraña la intrusión de ese aparato en el interior del organismo, en toda la adaptación del sistema nervioso que tiene que acomodarse largamente antes de que eso funcione como una buena bomba; es tan extraño el salto que constituye la aparición de dicho órgano, como puede decirse que lo es el hecho de que en un momento de la historia humana se vio respirar a seres humanos en un pulmón de acero o aún irse a lo que impropiamente llaman «el cosmos» con algo alrededor de si que por su función vital no es esencialmente diferente de lo que aquí evoco como reserva de aire.

Si la angustia en cierto modo fue elegida — Freud es quien lo indica— como señal de algo, ¿no debemos reconocer su rasgo esencial en la intrusión radical de algo tan diferente del ser humano vivo, que ha pasado a la atmósfera? Este es el rasgo esencial por el cual el ser vivo humano que emerge al mundo donde debe respirar es, al principio, literalmente asfixiado, sofocado por lo que se llamó el trauma — no hay otro— del nacimiento, que no es separación de la madre sino aspiración en si de un medio básicamente diferente. Por supuesto, no está claro el enlace de ese momento con lo que podemos llamar separación y destete; pero les ruego que reúnan los elementos de vuestra propia experiencia, experiencia de analistas, de observadores del niño, experiencia también de todo lo que debe ser reconstruido, de todo lo que revela ser necesario si queremos dar un sentido al término destete, para advertir que la relación del destete con ese primer momento no es una relación simple, una relación de fenómenos que se recubren,  sino más bien cierta relación de contemporaneidad.

En esencia, no es cierto que el niño sea destetado: él se desteta, el se separa del pecho; después de esa primera experiencia cuyo carácter ya subjetivizado se manifiesta también sensiblemente en el paso por su cara, sólo en esbozo, de los primeros signos de la mímica, de la sorpresa, el niño juega a separarse y a retomar ese pecho; y si no hubiera ya algo bastante activo para que podamos articularlo en el sentido de un deseo de destete, cómo podríamos concebir los hechos muy primitivos, primordiales en su aparición, en su fechamiento, de rechazo del pecho, las formas primeras de la anorexia en las que nuestra experiencia nos enseña a buscar las correlaciones a nivel del gran Otro.

A ese objeto primero que llamamos «pecho», para funcionar auténticamente como lo que está dado que sea en la teoría clásica, a saber, la ruptura del vínculo con el Otro, le falta su plena ligazón con el Otro, y por eso hice tanto hincapíe en que su vínculo está más cerca del primer pequeño sujeto neonatal; el pecho no es del Otro, no es el lazo del Otro que hay que romper, a lo sumo es el primer signo de ese lazo. Por eso tiene relación con la angustia, pero también por eso el es, en suma, la primera forma, y la forma que torna posible la función del objeto transicional.

Además, ¿no es acaso, en este nivel, el único objeto que se ofrece para cumplir tal función? Y si más tarde otro objeto, aquel sobre el cual la última vez insistí largamente, el objeto anal, viene a cumplir de una manera más clara esa función en el momento mismo en que el Otro mismo elabora la suya bajo la forma de la demanda — podemos ver la antigua sabiduría por la cual esas mujeres que velan sobre la llegada al mundo del animal  humano, las comadronas, siempre se detuvieron ante el singular y pequeñisimo objeto que fue, a la aparición del niño, el meconio— , hoy no volveré, pues ya lo hice, sobre la articulación mucho más carácterística que ese objeto, objeto anal, nos permite efectuar de la función del objeto a, el objeto a en tanto que resulta ser el primer soporte, en la relación con el Otro, de la subjetivización, quiero decir aquello en lo cual y por lo cual el sujeto es requerido ante todo por el Otro a manifestarse como sujeto, sujeto de pleno derecho, sujeto que aquí ya tiene que dar lo que es, en tanto que ese pasaje, esa entrada en el mundo de lo que él es no puede efectuarse sino como resto, como irreductible en relación con el sello simbólico que le es impuesto.

Allí el es lo que en primer lugar tiene que dar; y de ese objeto está suspendido como del objeto causal, lo que va a identificarlo primordialmente con el deseo de retener. La primera forma evolutiva del deseo se emparenta de este modo con el orden de la inhibición. Cuando el deseo aparece formado por primera vez, se opone al acto mismo por donde su originalidad de deseo se introduce.

Si en el estado precedente ya estaba claro que es del objeto que está suspendida la primera forma de deseo en tanto que la elaboramos como deseo de separación, para la segunda forma esta claro que la función de causa que doy al objeto se manifiesta en el hecho de que la forma del deseo se vuelve contra la función que introduce al objeto a como tal. Porque es preciso ver que este objeto, como recién recordé, ya esta dado allí, ya está producido, y producido primitivamente, puesto a disposición de esa función determinada con la introducción de la demanda por algo que es anterior; ese objeto ya estaba allí como producto de la angustia.

Aquí no es, por lo tanto, ni el objeto en si ni el sujeto lo que se autonomizaría, como se imagina, en una vaga y confusa prioridad de totalidad aquí interesada, sino desde el comienzo, inicialmente, un objeto elegido por su cualidad de ser especialmente cesible, de ser originalmente un objeto de compra.

Hay que percatarse de que en el punto primitivo de inserción del deseo, ligado a la conjunción en un mismo paréntesis de la a y de la D de la demanda, hay esto de un lado y del otro lado la angustia; y que en el intercambio de las posiciones de la angustia y de lo que para el sujeto tiene que constituirse en su función, que hasta su término será esencialmente la de estar representado por a, aquí se encuentra el nivel, en el que podemos y debemos mantenernos, sostenernos, si queremos atender a lo relativo a nuestra función técnica.

Aquí tenemos, pues, a la angustia como apartada, disimulada en esa relación, que llamamos «ambivalente», del obsesivo, relación que simplificamos, que abreviamos, que inclusive eludimos cuando la limitamos a ser la de la agresividad.

Ese objeto que el obsesivo no puede impedirse retener como el bien que lo hace valer y que además no sino el deyecto, la deyección, he aquí las dos caras por donde ese objeto determina al sujeto mismo como compulsión y como duda. De tal oscilación entre estos dos puntos extremos depende el pasaje, el pasaje momentáneo, posible del sujeto, por ese punto cero donde el sujeto se encuentra, al fin y al cabo, enteramente a merced del otro (aquí en el sentido del pequeño otro).

Y esto explica que en mi segunda lección les haya señalado, oponiendo la estructura de la relación del deseo con el deseo del Otro — en el sentido en que yo la enseño— con la estructura donde él se articula, se define donde se algebriza en la dialéctica hegeliana, que el punto en que ambos se recubren, punto parcial, el mismo que nos permite definir dicha relación como relación de agresividad, es el que definía la fórmula en el punto en que igualamos a cero el momento —lo entiendo en el sentido físico— de ese deseo, es decir, de lo que aquí escribí: d(a); dicho de otro modo, deseo en tanto que de terminado por el primer objeto carácterísticamente cesible. Efectivamente, puede decirse que el sujeto se ve confrontado con lo que se traduce, en la fenomenología hegeliana, por la imposibilidad de coexistencia de las conciencias de si y que no es sino la imposibilidad para el sujeto, a nivel del deseo, de hallar en sí mismo, sujeto, su causa.

Aquí se anuncia ya la coherencia de la función de causa con cierto fantasma carácterístico de un pensamiento en cierto modo forzado por la especulación humana, la noción de causa sui,  donde dicho pensamiento se conforta con la existencia, en alguna parte, de un ser a quien su causa no le sería ajena.

Compensación, fantasma superación arbitraria de esa condición nuestra, la de que, en cuanto a la causa de su deseo el ser humano está ante todo sometido a haberla producido en un peligro que él ignora. A esto está vinculado ese tono supremo y magistral del que resuena y no deja de resonar en el corazón de la escritura sagrada, y a pesar de su aspecto blasfematorio, el texto que debió quedar del Ecleciastés; qué le confiere su tono, su acento, sino esto: «todo es vanidad»; vanidad, lo que así traducimos, en hebreo es (letras hebreas ilegibles), de lo que les escribo las tres letras radicales y quiere decir viento, hálito, vaho, cosa que se borra, que nos devuelve a la ambiguedad más legítima de evocar aquí, en cuanto a lo más abyecto que puede tener ese soplo, que todo lo que Jones creyó su deber elaborar a propósito de la concepción de la Madona por la oreja.

Este tema, esta temática de la vanidad, da su acento, su resonancia, su alcance siempre presente a la definición hegeliana de la lucha original y fecunda de la que parte la fenomenología del espíritu, lucha a muerte de puro prestigio, dice, lo que bien parece querer decir «lucha por nada».

Hacer que la cura de la obsesión gire alrededor de la agresividad equivale, de manera patente y, por así decir, confesa — aunque no sea deliberada— a introducir en su principio la subducción del deseo del sujeto al deseo del analista, en tanto que como todo deseo se articula en otra parte que en su referencia interna al a; ese deseo se identifica con un ideal al que de manera obligada será inclinado el deseo del paciente, toda vez que dicho ideal es la posición que el analista ha obtenido o creído obtener con respecto a la realidad.

Ahora bien: a, marcado así como causa del deseo, no es esa vanidad ni ese desgarramiento. Si en su función es lo que yo articulo, ese objeto definido como un resto, como lo que es irreductible a la simbolización en el lugar del Otro — del que por cierto depende, porque de otro modo cómo se constituiría tal resto— , si a es lo único de la existencia en tanto que ella se hace valer, no, como se ha dicho, en su facticidad — pues dicha facticidad no se sitúa sino por su referencia a una pretendida mítica necesidad noética que se postularía a sí misma como la referencia primera— ; no hay ninguna facticidad en ese resto en el que echa raíces el deseo que más o menos llegará a culminar en la existencia.

La severidad más o menos intensa de su reducción, a saber, aquello que lo hace irreductible y donde cada uno puede reconocer el nivel exacto al que se ha elevado en el lugar del Otro, esto es lo que se define en el diálogo que se despliega sobre una escena donde el principio de ese deseo, después de haber subido a ella, tiene que volver a caer a través de la prueba de lo que habrá dejado en una relación de tragedia, o más a menudo de comedia.

Allí se representa, desde luego, como rol; pero lo que cuenta no es el rol — y esto lo sabemos por experiencia y certeza anteriores— sino lo que resta más allá de ese rol. Resto precario y sin duda entregado, porque soy para siempre el objeto cesible, como hoy en día cual quiera sabe: el objeto de intercambio. Y ese objeto es el principio que me hace desear, que me hace el deseante de una falta que no es una falta del sujeto, sino un no presentarse hecho al goce que se sitúa en el nivel del Otro.

Es por esto que toda función del a no se refiere sino a esa abertura (béance) central que separa a nivel sexual el deseo del lugar del goce, que nos condena a una necesidad que quiere que el goce para nosotros no este, por naturaleza, prometido al deseo que el deseo no pueda hacer más que ir a su encuentro y que, para encontrarlo, el deseo no deba sólo comprender sino atravesar el fantasma mismo que lo sostiene y lo construye, eso que hemos descubierto como el topo llamado angustia de castración. Pero por qué no de deseo de castración, ya que de la falta central que desune el deseo y el goce también hay un deseo suspendido, cuya amenaza para cada cual no está hecha sino de su reconocimiento en el deseo del Otro. Finalmente, el otro, cualquiera que sea, en el fantasma parece ser el castrador, el agente de la castración.

Seguramente aquí las posiciones son diferentes, y podemos decir que para la mujer la posición es más confortable, la cosa ya está hecha, y esto vuelve mucho más especial su vínculo con el deseo del Otro.

También por eso Kierkegaard puede decir algo singular y profundamente justo: que la mujer es más angustiada que el hombre. Como sería esto posible, si en ese nivel central la angustia no estuviera hecha precisamente, y como tal, de la relación con el deseo del Otro.

El deseo, en cuanto es deseo de deseo, es decir, tentación, aquí, en su corazón, nos devuelve a dicha angustia en su función más original.

La angustia, a nivel de la castración, representa al Otro, si bien el encuentro de la flexión del aparato nos da aquí el objeto en la forma de una carencia.

¿Tengo necesidad de recordar aquello que en la tradición analítica confirma lo que estoy articulando? ¿Quién es el que nos da primeramente el ejemplo de la castración atraída, asumida, deseada como tal, sino Edipo?.

¿Edipo no es ante todo el padre? Esto es lo que quise decir hace mucho tiempo al hacer notar irónicamente que Edipo no habría podido tener un complejo de Edipo.

Edipo es aquél que quiere pasar auténticamente — y también míticamente— al cuarto nivel, que tengo que abordar por su vía ejemplar; Edipo es aquél que quiere violar la prohibición relativa a la conjunción del a — aquí  j phi?— y la angustia, el que quiere ver lo que hay más allá de la satisfacción, lograda, de su deseo. El pecado de Edipo es la cupido sciendi: Edipo quiere saber. Y esto se paga con el horror que describí: lo que finalmente ve son sus propios ojos, a, echados por tierra.

¿Equivale esto a decir que tal es la estructura del cuarto nivel, y que en alguna parte sigue estando presente ese sangriento rito de ceguera?. No. Esto no es necesario; por eso el drama humano no es tragedia sino comedia: ellos tienen ojos para no ver, no es necesario que se los arranquen. La angustia queda suficientemente rechazada, desconocida en la sola captura de la imagen especular, i(a), de la cual lo mejor que se podría anhelar es que se refleje en los ojos del Otro. Pero ni siquiera es necesario, porque hay espejo.

Veamos cómo describiré la articulación según el cuadro de referencia que ofrecí la vez pasada, «Inhibición, síntoma y angustia»:

— A nivel de la inhibición, es el deseo de no ver el que, dada la disposición de los fenómenos, apenas tiene necesidad de ser sostenido. Todo está satisfecho en él. Aquí tenemos el desconocimiento como estructural a nivel del «no ver».

— En la segunda y en la tercera línea (sic), como «Turbación» (Emoi), el Ideal del Yo, es decir, lo más cómodo de introyectar del Otro. Por supuesto, no faltan razones para introducir aquí el termino introyección; sin embargo, les ruego tomarlo con reserva. Porque en verdad la ambiguedad que resulta de esa introyección a la proyección nos indica de manera suficiente que para dar su pleno sentido al término introyección hace falta la introducción de otro nivel en el corazón del «síntoma» central, de ese nivel tal como se encarna especialmente a nivel del obsesivo: el fantasma de omnipotencia, correlativo a la impotencia fundamental para sostener dicho deseo de no ver.

— A nivel del «acting-out» pondremos la función del duelo, toda vez que habrán de reconocer lo que en un año anterior les enseñé a ver, en él, de una estructura fundamental de la constitución del deseo.

— A nivel del «pasaje al acto», un fantasma de suicidio cuyo carácter y autenticidad deben ser cuestionados esencialmente en el interior de esa dialéctica.

— Aquí la «angustia», siempre en tanto que encubierta.

— A nivel del «embarazo», lo que legítimamente llamaremos, porque no sé si nos damos cuenta de la audacia de Kierkegaard cuando habla de ello, «concepto de angustia»; qué puede querer decir esto sino la afirmación de que: o bien existe la función del concepto según Hegel, es decir, en alguna parte simbólicamente una conexión verdadera con lo real, o bien la única conexión que tenemos — y aquí es preciso elegir— , es aquélla que nos da la angustia, única aprehensión última y como tal de toda realidad. El concepto de angustia sólo surge, pues, en el límite de una meditación de la que nada nos indica que no encuentre muy pronto su tope.

I         deseo de no ver           Impotencia               Concepto de angustia

S        Desconocimiento        Omnipotencia           Suicidio

          (deseo de no saber)

          Ideal                      Duelo                  Angustia

Pero lo que nos importa es reencontrar aquí la confirmación de las verdades que ya hemos abordado por otros sesgos. Que cosa articula Freud al término de su especulación sobre la angustia, sino esto: «Después de todo lo que acabo de decirles, después de haber encarado las relaciones de la angustia con la pérdida del objeto, ¿qué puede distinguirla del duelo?». Y todo ese codicilo, ese apéndice a su artículo no marca sino el más extremado embarazo para definir la manera en que puede comprenderse que esas dos funciones, a las que él da la misma referencia, tengan manifestaciones tan diversas.

Les ruego se detengan un instante conmigo en lo que creo tener que recordarles, es decir, aquello a lo cual nos condujo nuestra interrogación cuando se habló de Hamlet como personaje dramático eminente, como emergencia — en la linde de la ética moderna— de la relación del sujeto con su deseo ausencia del duelo señalé entonces que a la vez es la ausencia del duelo —y sólo del duelo en su madre— lo que en él hizo desvanecerse, disiparse, hundirse hasta el más radical impulso posible de un deseo en ese ser que por otra parte nos es bastante bien presentado, creo, para que tal o cual lo haya reconocido y hasta identificado con el estilo mismo de los héroes del Renacimiento. Salvador, por ejemplo. ¿Tengo necesidad de recordar?: es el personaje del cual lo menos que se puede decir es que no se echa atrás y que tiene agallas … Lo único que no puede hacer es precisamente el acto que está destinado a hacer, porque el deseo falta, y falta por cuanto se ha hundido el Ideal. ¿Qué más dudoso en las palabras de Hamlet que esa suerte de aspecto idolátrico, la reverencia de su padre por ese ser ante el cual nos sorprende que el rey supremo, el viejo Hamlet, el Hamlet, muerto, se incline literalmente para rendirle homenaje, agazapado en su juramento amoroso?. ¿No tenemos aquí los signos de algo demasiado forzado, demasiado exaltado para no ser del orden de un amor único, de un amor mítico, de un amor emparentado con el estilo de lo que llame «amor cortés», el cual, fuera de sus referencias propiamente culturales y rituales — por donde es evidente que se dirige a algo muy diferente que a la dama— , es el signo, por el contrario, de vaya a saber qué carencia, qué coartada ante los difíciles caminos que representa el acceso a un verídico amor ?.

Es aquí patente la correspondencia de la evasión animal de toda esa dialéctica por la Gertrudis materna, con la sobrevalorización de la actitud de su padre que se nos presenta en los recuerdos de Hamlet, y el resultado es que cuando ese ideal queda contradicho y se hunde, lo que desaparece en Hamlet, es el poder del deseo el cual no será restaurado sino a partir de la visión al exterior de un duelo, de uno verdadero, con el cual entra en competencia: el de Laertes con respecto a su hermana, el objeto amado por Hamlet, y del que súbitamente, por la carencia del deseo, se vio separado.

¿No nos abre esto la puerta, no nos ofrece la llave que nos permite articular mejor de lo que lo hace Freud, y en la línea de su misma interrogación, lo que significa un duelo?. Freud nos hace notar que el sujeto del duelo tiene que cumplir una tarea que en cierto modo sería la de consumar por segunda vez la perdida provocada por el accidente del destino del objeto amado.

¿Qué decir? ¿Acaso el trabajo del duelo no se nos aparece, con una luz a la vez idéntica y contraria, como el trabajo destinado a mantener, a sostener todos esos lazos de detalle?. Y Dios sabe cuánto insiste Freud, y con razón, sobre el costado minucioso, detallado, de la rememoración del duelo, en lo relativo a todo lo que fue vivido del vínculo con el objeto amado.

Este es el vínculo que se trata de restaurar con el objeto fundamental, el objeto oculto, el objeto a, verdadero objeto de la relación al cual a continuación se le podrá dar un sustituto que al fin de cuentas no tendrá más alcance que aquel que ocupó primero su lugar.

Como me decía uno de nosotros, humorista, durante una de nuestras jornadas Provinciales, es la historia destinada a mostrarnos en el cine que cualquier «alemán irreemplazable» — alude a la aventura descripta en el film Hiroshima mon amour— puede encontrar un sustituto inmediato y perfectamente válido en el primer japonés que aparezca a la vuelta de la esquina. El problema del duelo es el del mantenimiento de los vínculos por donde el deseo está suspendido, no del objeto a en el nivel cuarto, sino de i(a), por el cual todo amor, en tanto que este término implica la dimensión idealizada que expresé, está estructurado narcisísticamente.

Y esto constituye la diferencia con lo que sucede en la melancolía y la manía. Si no distinguimos el objeto a del i(a), no podemos concebir lo que Freud recuerda y articula en la misma nota, así como lo hace en el bien conocido artículo Duelo y melancolía, sobre la diferencia radical que hay entre melancolía y duelo.

Recuérdese el pasaje donde, después de haberse embarcado en la noción de retorno, de reversión de la libido pretendidamente «objetal» sobre el Yo propio del sujeto, Freud confiesa: es evidente que en la melancolía ese proceso no culmina (lo dice el propio Freud), el objeto supera su dirección y es el objeto el que triunfa. Y por que esto es diferente del retorno de la libido en el duelo, también por eso todo el proceso, toda la dialéctica se edifica de otro modo; es decir que, con respecto al objeto a, Freud expresa que entonces es preciso — dejo de lado por qué es así en este caso— que el sujeto se explique, pero que, como ese objeto a está habitualmente oculto detrás del i(a) del narcisismo, y el i(a) del narcisismo está allí para que en el cuarto nivel el a quede oculto, desconocido en su esencia, esto es lo que el melancólico necesita que pase, por así decir a través de su propia imagen, y atacándola primero para poder alcanzar en ese objeto a que lo trasciende aquello cuyo mando se le escapa y cuya caída lo arrastrará en la precipitación, en el suicidio; ello con ese automatismo, con ese mecanismo, con ese carácter necesario y fundamentalmente alienado con el cual saben ustedes que se realizan los suicidios de los melancólicos, y no en cualquier marco; porque si tan a menudo tiene lugar por la ventana, si no a través de la ventana, esto no es casual: se trata del recurso a una estructura que no es otra que la que yo acentúo como la del fantasma

Tal relación con a, donde se distingue todo lo que pertenece al ciclo «manía-melancolía» de todo lo que pertenece al ciclo «Ideal», de la referencia «duelo o deseo» no podemos captarlo sino en la acentuación de la diferencia de la función de a con respecto a i(a), con respecto a algo que confiere a la referencia al a su carácter de básica, radical, más arraigante para el sujeto que cualquier otra relación, pero también de fundamentalmente desconocida, alienada, en la relación narcisista.

Digamos al pasar que en la manía, lo que está en juego es la no-función de a, y no ya simplemente su desconocimiento. Es aquello por lo cual el sujeto ya no es lastrado (lesté) por ninguna, que a veces, sin ninguna posibilidad de libertad, lo entrega a la metonimia infinita y lúdica, pura, de la cadena significante.

Esto —y sin duda he eludido aquí muchas cosas— nos permitirá concluir en el nivel donde este año tengo la intención de dejarlos. Si el deseo, como tal y en su carácter más alienado, más profundamente fantasmático, es lo que carácteriza al cuarto nivel, pueden observar que si comencé a encarar la estructura del quinto, si indiqué que en este nivel el a se recorta, esta vez abiertamente alienado, como soporte del deseo del Otro que esta vez se nombra, también fue para decirles por que este ano voy a detenerme al llegar a este término.

La dialéctica de lo que sucede en el quinto nivel implica una articulación más detallada de lo que hasta ahora pudo efectuarse, con lo que hace poco designé como introyección, la cual implica — me contenté con indicarlo— la dimensión auditiva y también la función paterna.

Si el año próximo las cosas ocurren de manera que yo pueda proseguir mi seminario según el camino previsto, será alrededor no sólo del nombre sino de los nombres del padre que les daré cita.

No es por nada que en el mito freudiano el padre intervenga de la manera más evidentemente mítica como aquél cuyo deseo sumerge, aplasta, se impone a todos los demás. ¿No hay aquí una evidente contradicción con el hecho, manifiestamente ofrecido por la experiencia, de que por su intermedio lo que se opera es precisamente otra cosa, a saber: la normalización del deseo en las vías de la ley?

Pero ¿es esto todo?. ¿Acaso la necesidad misma, al lado de lo que aquí se nos traza, se nos representa, se nos torna sensible por la experiencia y hasta por los hechos, muchas veces pesados por nosotros, de la carencia de la función del padre, acaso la necesidad del mantenimiento del mito no atrae nuestra atención sobre otra cosa, sobre la necesidad de la articulación, del apoyo, del mantenimiento de esta función: que el padre, en la manifestación de su deseo, sabe a qué a se refiere dicho deseo? El padre no es causa sui — de acuerdo con el mito religioso— , sino sujeto que ha llegado lo bastante lejos en la realización de su deseo, para reintegrarlo a su causa cualquiera que sea, a lo que hay de irreductible en la función del a, como aquello que nos permite articular, al principio de nuestra búsqueda misma y sin eludirlo de ninguna manera, que no hay ningún sujeto humano que no tenga que proponerse como un objeto finito del que están suspendidos deseos finitos, los cuales no toman la apariencia de infinitizarse sino en la medida en que al evadirse unos de los otros alejándose cada vez más de su centro, llevan al sujeto cada vez más lejos de toda realización auténtica.

Ahora bien, dicho desconocimiento del a deja una puerta abierta. Siempre lo supimos, ni siquiera hubo necesidad del análisis para mostrárnoslo, pues creí poder hacerlo manifiesto en un diálogo de Platón: El Banquete. El objeto a, en tanto que al término — término sin duda nunca acabado— es nuestra existencia más radical, la única vía en la cual el deseo pueda entregarnos aquello en lo cual nosotros mismos tendremos que reconocernos, ese objeto a debe ser situado como tal en el campo del Otro, y no sólo tiene que ser situado allí sino que allí es situado por cada uno y por todos. Y esto es lo que denominamos posibilidad de transferencia.

La interpretación que ofrecemos se dirige siempre a la mayor o menor dependencia de los deseos, los unos en relación con los otros. Pero esto no es afrontamiento de la angustia. No hay superación de la angustia sino cuando el Otro se ha nombrado. No hay amor sino por un nombre, como cada cual sabe por experiencia. Y bien sabemos que el momento en que el nombre de aquél o aquella a quien se dirige nuestro amor es pronunciado, constituye un umbral de la mayor importancia.

Esto no es más que una huella, una huella de aquello que va de la existencia del a a su paso a la historia. Lo que hace de cada psicoanálisis una aventura única es esta búsqueda del agalma en el campo del otro. Varias veces les interrogué sobre qué conviene que sea el deseo del analista para que, si tratamos de impulsar las cosas más allá del límite de la angustia, el trabajo resulte posible.

Sin duda, conviene que el analista sea aquél que ha podido, en la medida que fuese y por algún sesgo, por algún borde, reintegrar su deseo en ese a irreductible, en grado suficiente como para ofrecer a la cuestión del concepto de la angustia una garantía real.

Final del Seminario 10.