Seminario 11: Clase 20, En ti más que tú, 24 de Junio de 1964

Me queda por concluir, este año, el discurso que me he visto conducido a mantener en estos lugares a causa de circunstancias que han presentificado, en la continuación de mi enseñanza, algo de lo que, después de todo, da cuenta una de las nociones fundamentales que me he visto conducido a mantener aquí mismo: la de la dystychia, el mal encuentro.

Así he tenido que suspender ese paso que me àprestaba a hacer dar a los que seguían mi enseñanza relativa a los Nombres-del-Padre para volver a tomar aquí, ante un auditorio compuesto de otro modo, la cuestión de que se trataba desde el principio de esta enseñanza, la mía: ¿qué orden de verdad engendra nuestra praxis?

Lo que puede hacernos seguros de nuestra praxis es eso de lo que creo haberles dado aquí los conceptos básicos, bajo las cuatro rúbricas del inconsciente, la repetición, la transferencia y la pulsión -cuyo esbozo han visto que me he visto conducido a incluirlo en el interior de mi explotación de la transferencia.

Lo que engendra nuestra praxis ¿tiene derecho a orientarse en las necesidades, incluso implicativas, del objetivo de verdad? Esta pregunta puede trasladarse a la formula esotérica: ¿cómo asegurarnos de que no estamos en la impostura?

No es excesivo decir que, en el cuestionamiento del análisis tal como siempre está pendiente, no sólo en la opinión pública, sino más aún en la vida intima de cada psicoanalista, la impostura planea -presencia contenida, excluida, ambigüa, contra la que se parapeta al psicoanalista con un cierto número de ceremonias, formas y ritos.

Si pongo por delante el término impostura en mi exposición de hoy, ello se debe sin duda a que ése es el principio por donde podría abordarse la relación del psicoanálisis con la religión y, a través de allí, con la ciencia.

Doy cuenta a este propósito de una fórmula que tuvo valor histórico en el dieciocho, cuando el hombre de las luces, que también era el hombre del placer cuestiona la religión como fundamental impostura. Inútil hacerles notar qué camino hemos recorrido desde entonces. ¿Quién pensará, en nuestros días, tomar lo que atañe a la religión bajo este paréntesis simplista? Podemos decir que, hasta en lo más recóndito del mundo, y allí donde incluso la lucha puede entablarse contra ella, la religión, en la actualidad, goza de un respeto universal.

Esta cuestión también es la de la creencia, presentificada por nosotros en términos sin duda menos simplistas. Tenemos la práctica de la alienación fundamental en la que se mantiene toda creencia, de este doble término subjetivo que hace que en suma, en el momento en que la significación de la creencia parece más profundamente desvanecerse, el ser del sujeto salga a luz de lo que era propiamente hablando la realidad de esa creencia. No basta con vencer la superstición, como se dice, para que sus efectos en el ser están por ello temperados.

Eso es seguramente lo que dificulta para nosotros el reconocimiento de lo que pudo ser, en el siglo dieciséis, el estatuto de lo que fue, hablando con propiedad, la increencia. Ahí sabemos bien que nosotros estamos, en nuestra época, incomparable y paradójicamente desarmados. Nuestro parapeto, el único, y los religiosos lo han olido admirablemente, es esta indiferencia, como dice Lamennais, en materia de religión, que tiene precisamente por estatuto la posición de la ciencia.

Por cuanto la ciencia elide, elude, seccióna, un campo determinado en la dialéctica de la alienación del sujeto, por cuanto la ciencia se sitúa en el punto preciso que les he definido como el de la separación, puede sostener también el modo de existencia del científico, del hombre de ciencia. A éste habría que tomarlo en su estilo, sus costumbres, su modo de discurso, en la manera como, por una serie de precauciones, se mantiene al abrigo de un cierto número de cuestiones que implican al estatuto mismo de la ciencia de la que es servidor. Este es uno de los problemas más importantes desde el punto de vista social, menor sin embargo del estatuto a dar al cuerpo de lo adquirido científico.

De ese cuerpo de la ciencia no concebiremos su alcance más que reconociendo que es, en la relación subjetiva, el equivalente de lo que aquí he llamado el objeto a minúscula.

La ambigüedad que persiste en la cuestión de saber lo que hay en el análisis de reductible o no a la ciencia se explica al percibir lo que implica, en efecto, de un más allá de la ciencia.
En el sentido moderno de la ciencia, tal como he intentado aquí indicarles su estatuto en el arranque cartesiano- Es por ahí que el análisis podría caer bajo el peso de una clasificación que lo colocaría en el rango de algo cuyas formas e historia tan a menudo evocan la analogía -a saber, una iglesia, y por consiguiente una religión.

La única forma de abordar este problema es partiendo de esto, de que la religión, entre los modos que el hombre tiene de plantearse la cuestión de su existencia en el mundo y, más allá, la religión como modo de subsistencia del sujeto que se interroga, se distingue por una dimensión que le es propia, y que está afectada de un olvido- En toda religión que merezca esta calificación hay, en efecto, una dimensión esencial que reserva algo operatorio, que se llama un sacramento.

Pregunten a los fieles, incluso a los sacerdotes -¿qué diferencia a la confirmación del bautismo?- pues en fin, si es un sacramento, si eso opera, opera sobre algo. Allí donde eso lava los pecados, allí donde eso renueva un cierto pacto -pongo ahí el signo de interrogación, ¿es un pacto?, ¿es otra cosa?, ¿qué pasa por esa dimensión?- en todas las respuestas que se nos den siempre tendremos que distinguir esa marca, por la que se evoca el más allá de la religión, operatoria y mágica- No podemos evocar esa dimensión operatoria sin percibir que en el interior de la religión, y por razones perfectamente definidas -separación, impotencia, de nuestra razón, de nuestra finitud – ahí está lo marcado por el olvido.

Por cuanto el análisis, con respecto al fundamento de su estatuto, se encuentra en cierta manera afectado de olvido semejante, llega a encontrarse marcado, en la ceremonia, por lo que denominaré la misma cara vacía.

Pero el análisis no es una religión. Precede del mismo estatuto que La ciencia. Se entabla en la carencia central en la que el sujeto se experimenta como deseo. Tiene incluso estatuto medial, de aventura- en la hiancia abierta en el centro de la dialéctica del sujeto y del Otro No tiene nada que olvidar, pues no implica ningún reconocimiento de substancia en la que pretende operar, ni siquiera de la sexualidad.

En la sexualidad, de hecho, opera muy poco. No nos ha enseñado nada nuevo en cuanto al operatorio sexual. Ni siquiera ha sacado en ello un poco de técnica erotológica, y a este respecto hay más en el menor de esos libros que son objeto de una numerosa reedición, y que nos llegan de lo recóndito de una tradición árabe, hindú, china, incluso la nuestra llega el caso. El psicoanálisis sólo afecta a la sexualidad por cuanto, bajo la forma de la pulsión, se manifiesta en el desfiladero del significante, donde se constituye la dialéctica del sujeto en el doble tiempo, de la alienación y la separación. El análisis no ha mantenido, en el campo de la sexualidad, las promesas que, equivocándose, algunos pudieran evocar de él, no las ha mantenido porque no tiene que mantenerlas. No es su terreno.

Por el contrario, en el suyo, se distingue por ese extraordinario poder de errancia y confusión, que convierte a su literatura en algo a lo que les aseguro se precisará muy poco retroceso para que se la haga entrar a toda ella, bajo la rúbrica de lo que se llama los locos literarios.

De seguro, uno no puede dejar de sorprenderse al ver cuanto puede errar un analista en la justa interpretación de los mismos hechos que expone -y recientemente todavía lo estaba ante la lectura de un libro como «La neurosis de base» libro sin embargo simpático por ese no se qué de avispado, que reúne y asocia numerosas observaciones, y en verdad señalables en la practica. El hecho de que Bergler aporta sobre la función del seno está verdaderamente extraviado en un vano debate de actualidad de superioridad del hombre sobre la mujer, y de la mujer sobre el hombre, es decir, sobre cosas que, por más que levanten elementos pasionales, son también, como lo referente a lo que está en cuestión, lo que menos interés tiene.

Hoy es preciso acentuar lo que, en el movimiento del psicoanálisis, hay que referir a la función de lo que yo aíslo como el objeto a -y no es por nada que he evocado aquí el libro de Bergler, que, a falta de una suficiente localización de la función propia del objeto parcial, y de lo que significa, por ejemplo el seno del que hace gran uso, está condenado, aunque muy interesante en si misma, a una enrancia que confina su resultado a la nulidad.

El objeto a es ese objeto que, en la misma experiencia, en el curso y el proceso mantenido por la transferencia, se distingue para nosotros por un estatuto especial.

Sin cesar se tiene en los labios, sin saber en absoluto lo que se quiere decir, el término de lo que se llama liquidación de la transferencia. ¿Qué puede querer decir eso? ¿A qué contabilidad se refiere la palabra liquidación? ¿0 se trata de no sé qué operación en un alambique?. ¿Se trata de: es preciso que eso fluya, y que eso se vacíe en alguna parte? Si la transferencia es la puesta en práctica del inconsciente, ¿quiere decirse que la transferencia podría ser liquidar el inconsciente? ¿Es que ya no tenemos inconsciente después de un análisis? ¿o es qué el sujeto supuesto saber, por tomar mi referencia, debería ser liquidado como tal?.

Resultaría sin embargo angular que este sujeto supuesto saber, que se supone saber algo de ustedes, y que de hecho no sabe nada, pueda considerarse como liquidado en el movimiento en el que, al final del análisis, empieza precisamente, sobre ustedes al menos, a saber un poco.  Por consiguiente, en el momento que tomaría más consistencia, el sujeto supuesto saber debería suponerse evaporado. Entonces no puede tratarse, si el término liquidación tiene un sentido, más que de la liquidación permanente de ese engaño por el que la transferencia tiende a ejercerse en el sentido del cierre del inconsciente. Les expliqué su mecanismo, refiriéndolo a la relación. narcisista por la que el sujeto se convierte en ser amable. De su referencia al que debe amarlo, intenta inducir al Otro a una relación de espejismo en la que  le convence de ser amable.

Freud nos designa su conclusión natural en esa función que tiene nombre: la identificación. La identificación en cuestión no es -y Freud lo articula con mucha finura, les ruego que se remitan a los dos capítulos ya señalados el último día de «Psicología de las masas y análisis del yo», uno se titula «La identificación» y el otro «Enamoramiento e hipnosis» -la identificación en cuestión no es la identificación especular, inmediata- Es su sostén. Sostiene la perspectiva elegida por el sujeto en el campo del Otro, de donde la identificación especular puede ser vista bajo un aspecto satisfactorio. El punto del ideal del yo es aquel desde donde el sujeto se verá, como se dice, como visto por el otro -lo que le permitirá soportarse en una situación dual para él satisfactoria desde el punto de vista del amor.

En tanto que espejismo especular, el amor tiene esencia de engaño. Se sitúa en el campo instituido al nivel de la referencia del placer, de ese único significante necesario para introducir una perspectiva centrada en el punto ideal, I mayúscula, en alguna parte. Ahora en esa convergencia misma a la que el análisis es llamado por la cara del engaño que hay en la transferencia, algo se encuentra, que es paradoja -el descubrimiento del analista. Este sólo es comprensible al otro nivel, el nivel en el que hemos situado la relación de la alienación.

 Ese objeto paradójico, único, especificado, que llamamos el objeto a -volver a examinarlo sería machaconería. Pero lo presento de una forma más sincopada, señalando que el analizado dice en suma a su interlocutor, al analista: Yo te amo, pero porque inexplicablemente amo en ti algo más que a ti -el objeto a minúscula-,  yo te mutilo.

Este es el sentido de ese complejo de la mama, del seno, ese mammal complex, cuya relación con la pulsión oral ve claramente Bergler, excepto que la oralidad en cuestión no tiene absolutamente nada que ver con la alimentación que todo su acento recae en ese efecto de mutilación.

Yo me entrego a ti, dice también el paciente, pero esa donación de mi persona -como dice el otro- ¡misterio! se cambia inexplicablemente en regalo de una mierda -término igualmente esencial de nuestra experiencia.

Cuando se ha obtenido ese viraje, al término de la elucidación interpretativa, entonces se comprende retroactivamente ese vértigo, por ejemplo, de la  página en blanco, que, en determinado personaje, dotado, pero atrapado en el límite del psicótico, es como el centro de la barrera sintomática que le intercepta todos los accesos al Otro. Esa página en blanco donde se detienen sus inefables efusiones intelectuales, si no puede literalmente tocarla, es que sólo puede aprehenderla como papel higiénico.

Esta presencia del objeto a siempre encontrado y en todas partes, ¿cómo significarles su incidencia en el movimiento de la transferencia?. Hoy tengo poco tiempo, pero, para ponerlo en imagenes, tomaré una pequeña fábula, un apólogo, del que, hablando el otro día en un círculo más íntimo con algunos de mis oyentes, me encontré que en cierta manera había fraguado el principio. Les daré un fin, de modo que, aunque me excuso ante ellos por repetirme, verán que la continuación es nueva.

¿Qué sucede cuando el sujeto empieza a hablar al analista? -es decir, al sujeto supuesto saber, pero del que es seguro que todavía no sabe nada, a el se le ofrece algo que, en primer lugar, va a formarse en demanda. ¿Quién no sabe que eso es  lo que ha orientado todo el pensamiento sobre el análisis en el sentido de un reconocimiento de la función de la frustración?. Pero, ¿qué demanda el sujeto? Ahí está toda la cuestión, pues el sujeto sabe bien que, cualesquiera que sean sus apetitos, cualesquiera que sean sus necesidades, ninguno encontrará ahí satisfacción, a no ser todo lo mas, organizar su menú.

En la fábula que leía, cuando era pequeño, en las imagenes de Épinal, el pobre mendigo se regala, en la puerta de la casa de asados, con el humo del asado- En este caso, el aroma es el menú, es decir, -significantes, puesto que no se hace más que hablar. !Pues bien! hay esta complicación esa es mi fábula- que el menú está redactado en chino.  Entonces, el primer tiempo consiste en pedir la traducción a la dueña. Ella traduce: paté imperial, rollo primavera, y algunos otros más.  Puede ser muy bien, si es la primera vez que van a un restaurante chino, que la traducción no les diga nada, y finalmente piden a la dueña: aconséjeme, lo que quiere decir: ¿qué deseo de todo eso, le corresponde a usted saberlo?.

Pero, ¿es en eso, a fin de cuentas, en lo que se considera que acaba una situación tan paradójica? En ese punto, en el que remiten a no se qué adivinación de la dueña a la que han visto cada vez más hincharse en importancia, ¿no seria más adecuado, si el corazón lo dice, y la cosa se presenta de una forma ventajosa, cosquillear por poco que sea sus senos? Puesto que no es sólo para comer que van al restaurante chino, es para comer en las dimensiones de lo exótico.  Si mi fábula quiere decir algo es por cuanto el deseo alimenticio tiene otro sentido que la alimentación.  Es aquí el soporte y el símbolo de la dimensión de lo sexual, única a ser rechazada del psiquismo.  La pulsión en su relación con el objeto parcial está allí subyacente.

¡Pues bien! por paradójico, incluso desenvuelto, que pueda parecerles este pequeño apólogo, es sin embargo exactamente de eso de lo que se trata en la realidad del análisis. El analista, no basta que sostenga la función de Tiresias. Es preciso también, como dice Apollinaire, que tenga tetas. Quiero decir que la operación y la maniobra de la transferencia hay que regularlas de un modo que mantenga la distancia entre el punto desde donde el sujeto se ve amable y ese otro punto donde el sujeto se ve amable y ese otro punto donde el sujeto se ve causado como carencia por a y donde a viene a tapar la hiancia que constituye la división inaugural del sujeto.

La a minúscula nunca franquea esa hiancia. remítanse al termino más carácterizado captando la función propia del objeto a en la mirada. Esa a se presenta precisamente, en el campo del espejismo de la función narcisística de deseo, como el objeto inengullible, por así decirlo, que queda atravesado en la garganta  del significante. Es en ese punto de carencia donde el sujeto tiene que reconocerse.

Por esa función de la transferencia puede topologizarse bajo la forma que ya produje en mi seminario sobre la identificación -a saber, la que en su momento denominé el ocho interior, esa doble curva que vienen la pizarra replegándose sobre si misma, y cuya propiedad esencia radica en cada una de sus mitades, al sucederse, va a unirse en cada punto de la mitad precedente. Supongan simplemente que se despliega esa mitad de la curva, la verán recubrir a la otra.

Eso no es todo. Como se trata de un plano definido por el corte, les bastará con tomar una hoja de papel para que se hagan, con ayuda de algunos pequeños encolados, una idea precisa de la forma como les diré puede concebirse.  Resulta muy fácil imaginar que el lóbulo que constituye esa superficie en su punto de retorno recubre en suma otro lóbulo, continuándose ambos por forma de borde. Noten bien que eso no implica en modo alguno una contradicción, incluso en el espacio más ordinario, excepto que, para comprender su alcance, conviene abstraerse del espacio de tres dimensiones, puesto que aquí sólo se trata de una realidad topológica que se limita a la función de una superficie. De ese modo pueden concebir fácilmente en las tres dimensiones que una de las partes del plano, en el movimiento en el que la otra, por su borde, retorna sobre ella, determina allí una especie de intersección.

Esa intersección tiene un sentido fuera de nuestro espacio. Es estructuralmente definible, sin referencia a las tres dimensiones, por una cierta relación de la superficie con ella misma, en tanto que, retornando sobre ella, se atraviesa un punto por determinar. ¡Pues bien! esa línea de cruzamiento es, para nosotros, lo que puede simbolizar la función de la identificación.
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En efecto por el trabajo mismo que conduce al sujeto diciéndose en el análisis, al orientar sus palabras, en el sentido de la resistencia de la transferencia del engaño, del engaño, engaño de amor tanto como agresión -algo se produce como valor de cierre se señala en la forma misma de esa espiral extendiéndose hacia el centro. Lo que aquí he representado por el borde retorna sobre el plano constituido del lugar del Otro, a partir del lugar donde el sujeto, realizándose en su palabra, se instituye a nivel del sujeto supuesto saber. Todo concepción del análisis que se articula -y sabe Dios si se articula inocentemente- definiendo el fin del análisis como identificación en el analista, confiesa con ello sus límites. Todo análisis que se adoctrina como teniendo que terminarse con la identificación revela, al mismo tiempo, que su verdadero motor es elidido. Hay un más allá a esa identificación, y ese más allá se define por la relación y la distancia del objeto a minúscula con la I mayúscula que idealiza a la identificación.

No puedo entrar en detalle en lo que implica semejante afirmación en la estructura de la práctica. Me refiero aquí al capitulo de Freud sobre «Enamoramiento e hipnosis» que les indiqué hace un momento. En él Freud distingue excelentemente la hipnosis del enamoramiento, hasta en sus formas más extremas, las que califica de Verliebkeit. Da la puntualización doctrinal más acentuada a lo que, por otra parte, se lee en todas partes, si se sabe leerlo.

Existe una diferencia esencial entre el objeto definido como narcisista, el i(a), y la función del a. Las cosas han llegado al punto que la única visión del esquema de Freud da de la hipnosis, da al mismo tiempo la formula de la fascinación colectiva, que era una realidad ascendente cuando escribió este artículo. Nos hace ese esquema exactamente como lo represento en la pizarra.
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Ahí designa lo que él llama el objeto donde es preciso que reconozcan lo que yo llamo el a – el yo y el ideal del yo. En cuanto a las curvas, están para marcar la conjunción de el a con el ideal del yo.  Freud de ese modo da su estatuto a la hipnosis superponiendo en el mismo lugar el objeto a como tal y esa señalización significante que se llama el ideal del yo.

Les he dado los elementos para comprenderlo al decirles que el objeto a puede ser idéntico a la mirada. ¡pues bien!, Freud señala precisamente el nudo de la hipnosis al formular que en ella el objeto es un elemento seguramente difícil de captar, pero indiscutible, la mirada del hipnotizador. Recuerden lo que les he articulado de la función de la mirada, de sus relaciones fundamentales con la mancha, del hecho de que ya haya algo en el mundo que mira antes de que haya una vista para verlo, que el ocelo del mimetismo es indispensable como presupuesto al hecho de que un sujeto puede ver y ser fascinado, que la fascinación de la mancha es anterior a la vista que la descubre. Comprendan al mismo tiempo la función de la mirada en la hipnosis, que puede realizarla en suma un tapiz de cristal, o cualquier cosa, con tal que brille algo.

Definir la hipnosis por la confusión, en un punto, del significante ideal donde se orienta el sujeto con el a es la definición estructural más segura que se ha expuesto, ahora bien, ¿quien no sabe que fue distinguiéndose de la hipnosis que se instituyó el análisis?. Pues el resorte fundamental de la operación analítica es el mantenimiento de la distancia entre la I y la a.

Para darles fórmulas referenciales, diré: si la transferencia es lo que , de la pulsión, aparta la demanda, el deseo del analista es lo que la restablece. Y por esa vía, aísla el a, lo coloca a la mayor distancia posible de la I que él, el analista, se ve  llamado por el sujeto a encarnar.  Es de esa idealización que el analista  ha de declinar para ser el soporte del a separador, en la medida que su deseo le permite en una hipnosis al revés, encarnar, él, al hipnotizado.

Este franqueamiento del plano de la identificación es posible. Cada uno de todos los que han vivido conmigo hasta el final, en el análisis didáctico, la experiencia analítica sabe que lo que digo es verdad.

Más allá de la función de la a la curva se vuelve a cerrar, allí donde nunca es dicha, en lo concerniente a la salida del análisis, a saber, después de la localización del sujeto con respecto al a, la experiencia de la fantasía fundamental se convierte en la pulsión. ¿En qué se convierte entonces el que ha pasado por  la experiencia de esta relación opaca con el origen, con la pulsión? ¿Cómo puede vivir la pulsión un sujeto que ha atravesado la fantasía radical? Esto es el más allá del análisis, y nunca ha sido abordado. Hasta ahora sólo es abordable al nivel del analista, por cuanto se le exigiría precisamente el haber atravesado en su totalidad el ciclo de la experiencia analítica.

No hay más que un psicoanálisis, el psicoanálisis didáctico -lo cual quiere decir un psicoanálisis que ha rizado este rizo hasta el final. El rizo (boucle) ha de ser recorrido varias veces.  No hay, en efecto, manera alguna de dar cuenta del término durcharbeiten, la necesidad de la elaboración, a no ser concibiendo como el rizo, el bucle, debe ser recorrido más de una vez. No trataré esto aquí, ya que introduce nuevas dificultades, y no puedo decirlo todo, tratándose aquí tan sólo de los fundamentos del psicoanálisis.

El esquema que les dejo, como guía de la experiencia tanto como de la lectura, les indica que la transferencia se ejerce en el sentido de conducir la demanda a la identificación. Por cuanto el deseo del analista, que sigue siendo una x, tiene en el sentido exactamente contrario a la identificación, es posible el franqueamiento del plano de la identificación, por medo de la separación del sujeto en la experiencia. De ese modo, la experiencia del sujeto es llevada al plano donde puede presentificarse, la pulsión, de la realidad de inconsciente.

Ya he indicado el interés que tiene el situar, al nivel del estatuto subjetivo determinado como el del objeto a, lo que el hombre desde hace tres siglos ha definido en la ciencia.

Quizás los rasgos que aparecen en la actualidad de forma tan notoria bajo el aspecto de lo que se llama más o menos propiamente los mass[-]media, quizás nuestra propia relación con la ciencia que cada vez invade más nuestro campo, quizás todo esto se aclare con la referencia a esos dos objetos, cuyo lugar en una tétrada fundamental ya les indiqué: la voz, casi planetarizada, hasta estratosferizada, por nuestros aparatos, y la mirada, cuyo carácter invasor no es menos sugestivo, pues, por tantos espectáculos, tantas fantasías, no es tanto nuestra visión solicitada como suscitada la mirada. Pero dejará elididos esos rasgos para poner el acento sobre otra cosa que me parece totalmente esencial.

Se trata de algo profundamente enmascarado en la crítica de la historia que hemos vivido. Se trata, presentificando las formas más monstruosas y pretendidamente superados del holocausto, del drama del nazismo.

Sostengo que ningún sentido de la historia, basado en las premisas hegeliano-marxistas, es capaz de dar cuenta de ese resurgimiento, por el que se revela que la ofrenda a los dioses oscuros, de un objeto de sacrificio es algo a lo que pocos sujetos pueden no sucumbir, en una monstruosa captura.

La ignorancia, la indiferencia, la desviación de la mirada, puede explicar bajo qué velo sigue todavía oculto este misterio. Pero para cualquiera que sea capaz de dirigir, hacia ese fenómeno, una valerosa mirada -y, una vez mas, poco hay de seguro para no sucumbir a la fascinación del sacrificio en sí mismo- el sacrificio significa que, en el objeto de nuestros deseos, intentamos encontrar el testimonio de la presencia del deseo de ese Otro que aquí llamo el Dios oscuro.

Ese es el sentido eterno del sacrificio, al que nadie puede remitir a no ser que se esté animado de esa fe tan difícil de mantener y que solo, quizás, un hombre supo formular de un modo plausible -a saber, Spinoza, con el Amor intellectualis.

Lo que se ha creído, equivocadamente poder calificar en él de panteísmo no es nada más que la reducción del campo de Dios a la universalidad del significante, de donde se produce un desapego sereno, excepcional con respecto al deseo humano. En la medida que Spinoza dice: el deseo es la esencia del hombre, y que, a ese deseo, lo instituye en la dependencia radical de la universidad de los atributos divinos, que sólo es pensable a través de la función del significante, en esta medida, obtiene esa posición única por la que el filósofo -y no es indiferente que haya sido un judío separado de su tradición quien lo ha encarnado-puede confundirse con un amor trascendente.

Esa posición no es sostenible para nosotros. La experiencia nos muestra que Kant es más cierto y he probado que su teoría de la conciencia, cuando escribe sobre la razón práctica, no se sostiene más que dando una especificación de la ley  moral que, al examinarla de cerca, no es otra cosa que el deseo en estado puro, ese mismo que conduce al sacrificio, propiamente hablando de todo lo que es el objeto del amor en su ternura humana -digo bien, no sólo al rechazo del objeto patológico,  sino a su sacrificio y a su asesinato. Por eso he escrito Kant con Sade.

Este es el ejemplo del efecto de desurcamiento que el análisis permite de tantos esfuerzos, incluso los más nobles, de la ética tradicional.

Posición-límite, que nos permite comprender que el hombre no puede esbozar su situación en un campo que sería de conocimiento recuperado más que habiendo antes rellenado el limite donde, como deseo, se encuentra encadenado. El amor, del que ha parecido a algunos que habíamos procedido a su rebajamiento, sólo puede plantearse en ese donde, en primer lugar, renuncia a su objeto. Eso es también lo que nos permite comprender que todo refugio donde pueda instituirse una relación vivible, templada, de un sexo con el otro necesita la intervención -esa es la enseñanza del psicoanálisis- de ese medium que es la metáfora paterna.

El deseo del analista no es un deseo puro. Es un deseo de obtener la diferencia absoluta la que interviene cuando, enfrentado al significante primordial, el sujeto viene por primera vez en posición de someterse a él, ahí sólo puede surtir la significación de un amor sin limites, ya que está fuera de los límites de la ley, donde sólo él puede vivir.