Seminario 11: Clase 8, La línea y la luz, 4 de Marzo de 1964

La función del ojo puede conducir a aquel que busca, a esclarecerlas en exploraciones remotas. ¿Desde cuando, por ejemplo, la función del órgano, y en primer lugar su simple presencia, han aparecido en el linaje viviente?

La relación del sujeto con el órgano pertenece a nuestra experiencia. De todos los órganos con los que tenemos que ver, el seno, las heces, y también otros, resalta el ojo, y resulta sorprendente ver cuan lejos se remonta en los espacios que representa, la aparición de la vida.  Sin duda, ustedes consumen inocentemente ostras, sin saber que a este nivel del reino animal ya ha aparecido el ojo. Este tipo de inmersiones nos enseña, viene al caso decirlo, muchos colores, si no todos. Sin embargo, hay que escoger de entre todo esto, conduciendo las cosas hacia donde nos importa.

El último día, creo que acentué suficientemente las cosas para permitirles comprender el interés de este pequeño esquema triangular, muy simple. que he reproducido en  lo alto de la pizarra.

Lo he reproducido para recordarles con tres términos la óptica utilizada en este montaje operatorio que muestra el uso invertido de la perspectiva, que dominó la técnica de la pintura, principalmente entre finales del siglo quince, dieciséis y diecisiete. La anamorfosis nos muestra que en la pintura  no se trata de una reproducción realista de las cosas del  espacio, expresión sobre la que por otra parte, hay muchas  reservas por hacer.

El esquema permite señalar también que una cierta óptica deja escapar lo que pasa en la visión. Esa óptica está al alcance de los ciegos. Les remití a la Lettre de Diderot, que demuestra lo capaz que es el ciego de dar cuenta, reconstruir, imaginar hablar de todo lo que la visión nos entrega del espacio. Sin duda en base a esta posibilidad, Diderot construye un equívoco permanente con supuestos metafísicos, pero esa ambigüedad anima su texto y le confiere ese carácter mordaz.
seminario 11, clase 8
Para nosotros, la dimensión geometral nos permite vislumbrar cómo el sujeto que nos interesa esta prendido, manejado, captado en el campo de la visión.

Luego les enseñé, en el cuadro de Holbein -sin ya disimular que habitualmente enseño las cartas -el singular objeto flotando en primer lugar, que esta ahí para ser mirado, para hacer caer, casi diría para hacer caer en la trampa al que mira, es decir, nosotros. Esa es en suma una forma manifiesta, sin duda excepcional y debida a no se qué momento de  reflexión del pintor de enseñarnos que, en tanto que sujeto, somos en el cuadro literalmente llamados, y representados ahí como prendido. Pues el secreto de este cuadro, cuyas resonancias les recordé, su parentesco con las vánitas de este cuadro fascinante que presenta, entre los dos personaje.,, engalanados y rígidos, todo lo que recuerda, en la perspectiva de la época, la vanidad de las artes y las ciencias, el secreto de este cuadro se nos da en el momento en qué, alejándonos ligeramente de él poco a poco, hacia la izquierda, y volviendo luego la vista, vemos, lo que significa el objeto flotante mágico.

Nos refleja nuestra propia nada en la figura de la calavera, utilización, por tanto, de la dimensión geometral de la visión para cautivar al sujeto, que sin embargo permanece enigmático.

Pero ¿qué deseo se prende se fija, en el cuadro? Pero, ¿quién le motiva, además, a impulsar al artista a ejecutar alguna cosa? ¿Y qué cosa?. Esa es la senda por la que intentaremos avanzar hoy.

En esta materia de lo visible todo es trampa, y singularmente -lo que tan bien Maurice Merleau-Ponty en el título de uno de los capítulos de Lo invisible y lo invisible- arabescos. Ni una sola división, ni una sola de la dobles vertientes que presta la función de la visión, deja de manifestársenos como un dédalo, a medida que distinguimos campos, cada vez nos damos cuenta de que se cruzan.

En el dominio que he llamado de lo geometral, parece en principio que es la luz la que nos da, valga la expresión, el hilo. En efecto, a ese hilo el último día lo vieron uniéndonos con cada punto del objeto y, en el lugar por donde atraviesa la red en forma de pantalla en la que identificaremos la imagen, lo vieron funcionar realmente como hilo. Ahora bien, la luz se propaga como se dice, en línea recta, y eso es seguro. Parece ser, pues, que ella es la que nos da el hilo.

Sin embargo, piensen que ese hilo no necesita la luz, sólo necesita ser un hilo tenso. Precisamente por ello el ciego podría seguir todas nuestras demostraciones, por poco que nos tomemos alguna molestia. Le haremos palpar, por ejemplo, un objeto de una determinada altura, luego le haremos seguir el hilo tenso y le enseñaremos a distinguir mediante el tacto con la punta de los dedos en una superficie una cierta configuración que reproduce la señalización de las imagenes -de la misma manera como nos imaginamos en la óptico pura las relaciones diversamente proporcionadas y fundamentalmente homológicas, las correspondencias de un punto a otro del espacio, lo que a fin de cuentas siempre viene a ser lo mismo que situar dos puntos de un mismo hilo. Esta construcción, por tanto, no permite en especial captar lo que la luz entrega.

¿Cómo intentar captar lo que parece que así se nos escapa en la estructuración óptica del espacio? La argumentación tradicional siempre ha girado en tomo a eso. Los filósofos, desde Alain, el último que se ha mostrado brillante en sus trabajos sobre ello, remontando a Kant y hasta Platón, se ejercitan todos ellos con el pretendido engaño de la percepción, y, al mismo tiempo, todos coinciden como maestros del ejercicio, al hacer valer el hecho de que la percepción encuentra el objeto allí donde está, y que la apariencia del cubo trazado con paralelogramos es precisamente, a causa de la ruptura del espacio que subtiende nuestra propia percepción, lo que hace que lo percibamos como cubo. Todo el juego, el escamoteo de la dialéctica clásica en tomo a la percepción, se debe a que trata de la visión geometral, es decir, de la visión en tanto que se sitúa en un espacio que en su esencia no es el visual.

Lo esencial de la relación entre la apariencia y el ser, de la que el filósofo, conquistador del campo de la visión, se convierte tan fácilmente en maestro, está en otro lugar.  No esta en la línea recta, está en el punto luminoso, punto de irradiación, destellos, fuego, fuente emanadora de reflejos. La luz sin duda se propaga en línea recta, pero se refracta, se difunde, inunda, llena -no olvidemos esta copa que es nuestro ojo- también la desborda, necesita, en tomo a la copa ocular, toda una serie de órganos, aparato, defensa. El iris no reaccióna simplemente ante la mirada, sino también ante la luz;  tiene que proteger lo que ocurre en el fondo de la copa, que  en ciertas coyunturas podría lesionarse. Y también nuestro párpado, ante una luz excesiva, se ve obligado en principio a parpadear e incluso a estrecharse en una mueca harto conocida.

Además, como sabemos, no sólo el ojo ha de ser fotosensible. Toda la superficie del tegumento -por conceptos sin duda diversos, que no sólo son visuales- puede ser fotosensible, y esta dimensión no podría reducirse de ningún modo en el funcionamiento de la visión. Las manchas pigmentarias son un cierto esbozo de órganos fotosensibles.  En el ojo, el pigmento funciona de lleno, de manera que, desde luego, el fenómeno se muestra infinitamente complejo, funciona en  el interior de los conos, por ejemplo, bajo la forma de la rodopsina, también funciona en el interior de las diversas capas de la retina.  Este pigmento va y viene, en funciones que no son todas ellas, ni siempre, inmediatamente localizables y claras, pero sugieren la profundidad, la complejidad y, al mismo tiempo, la unidad de los mecanismos de la relación con la luz.

La relación del sujeto con lo que ocurre propiamente con la luz parece, por tanto, anunciarse ya como claramente ambigüa. Por otra parte, pueden verlo en el esquema de los dos triángulos, que al mismo tiempo que se invierten han de superponerse. Esto les proporciona el primer ejemplo de ese funcionamiento de almocárabes, de entrecruzamiento, de quiasmo, que hace un momento indicaba y que estructura todo este campo.

Para que aprecien el problema que plantea la relación del sujeto con la luz, para mostrarles que su sitio es otro que el sitio de punto geometral que define la óptico geométrica, les voy a contar a continuación un pequeño apólogo.

La historia es real. Data de mis veinte años y en aquella época, por supuesto, joven intelectual, no tenía otra inquietud que la de salir fuera, la de sumergirme en alguna práctica directa, rural, cazadora, incluso marina. Un día estaba en una barca con unas personas, miembros de una familia de pescadores de un pequeño puerto. En aquella época, nuestra Bretaña no estaba todavía en el estadio de la gran industria, ni de la traína, el pescador pescaba en su cascarón de nuez, corriendo riesgos y peligros. Eran esos riesgos y peligros los que gustaba compartir, pero no siempre era riesgo y peligro, también había días de buen tiempo. Así pues, un día que esperábamos el momento de retirar las redes, el denominado Juanito, así le llamaron -al igual que toda su familia desapareció muy rápidamente a causa de la tuberculosis, que era en aquella época la enfermedad realmente ambiente por la que se desplazaba toda esta capa social- me enseñó algo que flotaba en la superficie de las olas. Se trataba de una lata, e incluso, precisemos, una lata de sardinas.  Flotaba allí bajo el sol, prueba de la industria de conservas, a la que, por otra parte, estábamos encargados de alimentar. Resplandecía bajo el sol. Y Juanito me dijo: ¿ves esa lata? ¿La ves? Pues bien, ¡ella, ella no te ve!.

El encontraba ese episodio muy gracioso, yo, menos. He buscado por qué yo lo encontraba menos gracioso. Resulta muy instructivo.

En primer lugar, si tiene sentido que Juanito me diga que la lata no me ve, es porque, sin embargo, en cierto sentido me mira. Me mira al nivel del punto luminoso, donde esta todo lo que me mira, y eso no es en modo alguno metáfora.

 El alcance de esta historieta, tal como acababa de inventarla mi compañero, el hecho de que la encontrara tan gracioso, y yo, menos, se debe a que, si se me cuenta una historia como ésa, es porque a pesar de todo yo, en ese momento -tal como me he pintado, con esos tipos que ganaban penosamente su existencia, en la opresión de lo que para ellos era la ruda naturaleza- yo formaba parte del cuadro de una manera bastante, inefable. Por decirlo todo, era un tanto mancha en el cuadro. El hecho de sentirlo, hace que nada más oírme interpelar así, en esta humorística e irónica historia, no la encuentra tan graciosa como parece.

Tomo aquí la estructura al nivel del sujeto, pero ésta refleja  algo -que ya se encuentra en la relación natural que el lo inscribe con respecto a la luz. No soy simplemente ese ser puntiforme que se localiza en el punto geometral desde donde es captada. El cuadro, desde luego, está en mi ojo. Pero estoy en el cuadro.

Lo que es luz me mira, y gracias a esa luz en el fondo de mi ojo, algo se pinta ,que no es simplemente la relación construida, el objeto en el que se entretiene el filósofo, sino impresión, destellos de una superficie que no esta situada por mi, de antemano, en su distancia.

Se da ahí algo que hace intervenir lo eludido en la relación geometral: la profundidad de campo, con todo lo que presenta de ambigüo, variable, de ningún modo dominado por mi.  Es ella más bien la que me capta, la que me solicita a cada instante, y convierte el paisaje en algo distinto de una perspectiva, en algo distinto de lo que he llamado el cuadro.

Lo correlativo al cuadro, a situar en el mismo sitio que él, es decir, fuera, es el punto de mirada.  En cuanto a lo que media entre uno y otro, lo que esta entre ambos, es algo de naturaleza distinta al espacio óptico geometral, algo que desempeña un papel exactamente inverso, que no opera en modo alguno como atravesable, sino al contrario, como opaco: es la pantalla.

En lo que se me presenta como espacio de la luz, lo que es mirada siempre es un cierto juego de luz y opacidad.  Siempre en ese espejeo que hace un momento era el meollo de mi historieta, siempre es lo que, en cada punto, me impide ser pantalla, hacer aparecer la luz como viso, que la desborda,  Por decirlo todo, el punto de mirada siempre participa de la ambigüedad de la joya

Y yo, si soy algo en el cuadro, es también bajo esta forma de la pantalla, que hace un momento he denominado la mancha. Es la relación del sujeto con el dominio de la visión.  Aquí no hay que entender en modo alguno sujeto en el sentido corriente de la palabra sujeto, en el sentido subjetivo.  Esta relación no es en modo alguno una relación idealista. Ese sobrevuelo que llamo el Sujeto, y que mantengo para dar consistencia al cuadro, no es un sobrevuelo, simplemente representativo.

Se dan aquí varias maneras de equivocarse en lo que se refiere a esta función del sujeto en el campo del espectáculo.

De seguro, en la Phénoménologie de la perception se dan ejemplos de la función de síntesis, de lo que ocurre detrás de la retina.  Merleau-Ponty  de una abundante literatura saca sabiamente algunos hechos muy notables, que muestran, por ejemplo, que por el sólo hecho de enmascarar, gracias a una pantalla, una parte de un campo que funciona como fuente de colores compuestos -realizados, por ejemplo, con dos ruedas, dos pantallas, que girando una tras otras, han de componer un cierto tono de luz -que esta sola intervención permite ver de una manera totalmente diferente la composición en cuestión, aquí captamos, en efecto, la función puramente subjetiva, en el sentido corriente de la palabra, la nota de mecanismo central que ahí interviene, pues el juego de luz dispuesto en la experimentación, cuyos componentes conocemos, es distinto de lo percibido por el sujeto.

Otra cosa es darse cuenta -lo cual posee un aspecto claramente subjetivo, pero conformado de un modo distinto- de los efectos del reflejo de un campo, o de un color. Coloquemos, por ejemplo, un campo amarillo al lado de un campo azul: el campo azul, al recibir la luz reflejada en el campo amarillo, sufrirá una cierta modificación. Pero de seguro, todo lo que es color sólo es subjetivo.  Ninguna correlación objetiva en el espectro nos permite vincular la cualidad del color a la longitud de onda, o a la frecuencia necesaria en ese nivel de la vibración luminosa. Ahí se da claramente algo subjetivo, pero situado de diferente forma.

¿Es eso todo?, ¿es eso de lo que hablo cuando hablo de la relación del sujeto con lo que he denominado el cuadro? Sin duda alguna, no.

Algunos filósofos se han acercado a la relación del sujeto con el cuadro, pero la han situado por así decirlo, a un lado. Lean el libro de Raymond Ruyer titulado Néo-finalisme y vean como, para situar la percepción en una perspectiva teleológica, se ve obligado a situar al sujeto en sobrevuelo absoluto.  No hay necesidad alguna, a no ser de la forma más abstracta, de colocar al sujeto en sobrevuelo  absoluto,  cuando sólo se trata en su ejemplo de hacemos comprender lo que es la percepción de un tablero de damas, el cual pertenece por esencia a esta óptica geometral que desde un principio me he cuidado de distinguir. Estamos ahí en el espacio partes extra partes, que siempre pone tantos reparos a la captación del objeto. En esa dirección, la cosa es irreductible.

Sin embargo, es un dominio fenoménico -infinitamente mis extenso que los puntos privilegiados en que aparece- el que nos permite captar, en su verdadera naturaleza, al sujeto en sobrevuelo absoluto. Pues no es porque no podamos darle ser que no es en modo alguno exigible. Hay hechos que sólo pueden articularse a la dimensión fenoménica del sobrevuelo por el que me sitio en el cuadro como mancha: son los hechos de mimetismo.

No puedo internarme aquí en el gran número de problemas, mis o menos elaborados, que esos hechos plantean. Remítanse a las obras especializadas, que no son simplemente fascinantes, sino extremadamente ricas como objeto de reflexión. Me contentaré con acentuar lo que quizá hasta entonces no ha sido bastante señalado. Y en primer lugar plantearé la cuestión de saber qué importancia tiene la función de la adaptación en el mimetismo.

En rigor, en ciertos fenómenos del mimetismo, podemos hablar decoloración adaptativa, o adaptada, y comprender por ejemplo como ha indicado Cuénot, en ciertos casos, con una pertinencia probable, que la coloración, en tanto que se adapta al fondo, no es más que un modo de defensa contra la luz. En un medio en el que, a causa del entorno, domina la irradiación verde, así un fondo de agua en medio de agua verdes, un animálculo -numerosos son los que pueden servirnos de ejemplo- se vuelve verde por cuanto la luz puede ser para él un agente nocivo.  Se vuelve verde, por tanto, para reflejar la luz en tanto  que verde y ponerse así, por adaptación al abrigo de sus efectos.

Sin embargo, en el mimetismo se trata de algo totalmente diferente
. Un ejemplo escogido casi al azar -no crean que se trata de un caso excepcional. Un pequeño crustáceo llamado caprella, y al que se le añade un adjetivo, acanthifera, cuando anida entre esa especie de animales, en el límite de lo animal, que llamamos briozoarios, ¿qué imita? Imita lo que, en este animal cuasi planta llamado el briozoario, es una mancha. En una de las fases del briozoario, un asa intestinal aparece como mancha, en otra, algo como un centro coloreado funciona.  El crustáceo se acomoda a esa forma manchada- Se vuelve mancha, se vuelve cuadro, se inscribe en el cuadro. Ese es, propiamente hablando, el resorte original del mimetismo- Y, a partir de ala las dimensiones fundamentales de la inscripción del sujeto en el cuadro aparecen mucho mis justificadas de lo que puede dárnosla, en una primera aproximación, una adivinación más o menos titubeante.

Ya hice alusión a lo que Caillois dice en su opúsculo Méduse et compagnie, con esa indiscutible penetración propia a veces del no especialista -su distancia quizá le permite captar mejor los relieves de lo que el especialista tan sólo ha podido deletrear.

Algunos no quieren ver, en el registro de las coloraciones, mis que hechos de adaptación diversamente logrados. Pero los hechos demuestran que aproximadamente nada del orden de la adaptación -tal como es considerada normalmente, como ligada a las necesidades de la supervivencia -aproximadamente nada de esto está implicado en el mimetismo, el cual, en la mayoría de los casos, se muestra o bien inoperante, o bien operando estrictamente en sentido contrario de lo que el presunto resultado adaptativo presupone. Por el contrario, Caillois pone de relieve las tres rubricas que efectivamente son las dimensiones principales en las que se despliega la actividad mimética: el travesti, el camuflaje y la intimidación.

En ese dominio se presenta, en efecto, la dimensión por la que el sujeto ha de insertarse en el cuadro. El mimetismo da a ver algo en tanto que distinto de lo que  podríamos llamar un sí mismo que esta detrás. El efecto del mimetismo es camuflaje, en el sentido propiamente técnico.  No se trata de ponerse en concordancia con el fondo, sino, en un fondo abigarrado, abigarrarse; al igual como se efectúa la técnica del camuflaje en las tácticas de guerra humana.

Cuando se trata del travesti se pretende una cierta finalidad sexual. La naturaleza nos muestra que esta pretensión sexual se produce mediante todo tipo de, efectos, esencialmente de disfraz, de mascarada, aquí se constituye un plano distinto al de la propia pretensión sexual, que ahí desempeña un papel esencial, y que no hay que àpresurarse en distinguir como siendo el del engaño. La función del señuelo, en este caso, es otra, ante lo cual conviene suspender las decisiones de nuestro espíritu hasta que no se haya medido bien su incidencia.

Por último, el fenómeno llamado de la intimidación también implica esta sobre valoración que el sujeto siempre intenta lograr en su apariencia. También ahí conviene no àpresurarse en poner en juego una intersubjetividad. Cada vez que se trate de la imitación, guardémonos de pensar inmediatamente en el otro que seria supuestamente imitado.  Imitar es, sin duda, reproducir una imagen. Pero fundamentalmente, para el sujeto, es insertarse en una función cuyo ejercicio le prende. Es en eso en lo que, provisionalmente, hemos de detenernos. Veamos ahora lo que nos enseña la función inconsciente como tal, en tanto que es el campo que, para nosotros, se propone a la conquista del sujeto.

En esta dirección nos guía una observación del propio Caillois, el cual nos asegura que los hechos del mimetismo son análogos, al nivel animal, a lo que, en el ser humano, se manifiesta como arte, o pintura.  Lo único que podemos objetar es que eso parece indicar que, para René Caillois, la pintura es algo suficientemente claro para que podamos referirnos a ella con el fin de explicar otra cosa.

¿Qué es la pintura? Evidentemente no es por nada que hemos llamado cuadro a la función en la que el sujeto ha de localizarse como tal.  Sin embargo, cuando un sujeto humano se dispone a hacer un cuadro, a llevar a cabo algo que tiene por centro la mirada, ¿de qué se trata? En el cuadro, nos dicen algunos, el artista quiere ser sujeto y el arte de la pintura se distingue de todos los demás en tanto que, en la obra, es como sujeto, como mirada, que el artista quiere imponérsenos. A esto, otros responden resaltando el lado objeto del producto del arte.  En estas dos direcciónes, se manifiesta algo más o menos apropiado, que con seguridad no agota lo que está en cuestión.

Les adelantaré la siguiente tesis: con seguridad, en el cuadro siempre se manifiesta algo perteneciente a la mirada. El pintor lo sabe bien, pues su moral, investigación, búsqueda, ejercicio, es realmente, tanto si se mantiene en ello como si varia, la selección de un cierto modo de mirada.  Al mirar cuadros, incluso los más desprovistos de lo que normalmente se llama la mirada, constituida por un par de ojos, cuadros en los que toda representación de la figura humana esta ausente, como un paisaje de un pintor holandés o flamenco, acabarán viendo, como en filigrana, algo tan específico para cada uno de los pintores que tendrán la sensación de la presencia de la mirada. Pero eso sólo es objeto de búsqueda, y tal vez sólo ilusión.

La función del cuadro -con respecto a aquél a quien el pintor, literalmente, da a ver su cuadro- mantiene una relación con la mirada. Esta relación no consiste, como podría parecer en una primera apreciación, en ser trampa para la mirada. Podríamos creer que, como el actor, el pintor tiende a presumir y desea ser mirado. Yo no lo creo.  Creo que hay una relación con la mirada del aficionado, pero es mucho más completa. El pintor, al que debe estar ante su cuadro, le da algo que, al menos, en toda una parte de la pintura podría resumirse así: ¿Quieres mirar? Pues bien, ¡ve eso! Entrega algo como alimento al ojo, pero invita a aquel a quien se presenta el cuadro a deponer ahí su mirada, al igual que se deponen las armas.  Ese es el efecto pacificador, apolíneo, de la mirada. Se da algo no tanto a la mirada como al ojo, algo que  implica abandono, depósito, de la mirada. Lo que plantea un problema es que todo un aspecto de la pintura se separa de este campo: la pintura expresionista. Esta, y esto es lo que, la distingue, da algo encaminado en el sentido de una cierta satisfacción- en el sentido en que Freud emplea el término  cuando se trata de satisfacción a la pulsión – de una cierta satisfacción a lo demandado por la mirado.

En otros términos, ahora se trata de plantear la cuestión de lo que ocurre con el ojo como órgano. Se dice que la función crea el órgano.. Puro absurdo, ni siquiera lo explica. Todo lo que está en el organismo como órgano siempre se presenta con una gran multiplicidad de funciones. La función discriminatoria se aísla al máximo al nivel de la fóvea, punto elegido de la visión distinta. Otra cosa ocurre en todo el resto de la superficie de la retina, injustamente distinguido por los especialistas como la lugar de la función escotópica. Pero ahí se encuentra el quiasmo, puesto que es este último campo, supuestamente hecho para percibir lo que corresponde a efectos de iluminancia menor, el que proporciona al máximo la posibilidad de percibir efectos de luz. Si ustedes quieren  ver una estrella de quinta o sexta magnitud -se trata del fenómeno de Arago no la miren fijamente en línea recta. Es precisamente mirando un poco de lado cuando puede aparecer.

Estas funciones del ojo no agotan el carácter del órgano en tanto que surge en el diván, y en tanto que determina allí lo que todo órgano, determina: deberes. Lo que falta en la referencia al instinto, tan confusa, es que uno no se da cuenta que el instinto es la manera como un organismo ha de destrabarse para conseguir los mejores fines con un órgano.  Se dan numerosos ejemplos, en la escala animal, de casos en los que el organismo sucumbe ante el acrecentamiento, el hiperdesarrollo de un órgano. La pretendida función del instinto en la relación del  organismo con el órgano parece que tiene que definirse en el sentido de una moral.  Nos maravillamos ante las supuestas preadaptaciones del instinto. Lo maravilloso es que el organismo pueda hacer algo con su órgano.

Para nosotros, en nuestra referencia al inconsciente, de lo que se trata es de la relación con el órgano. No se trata de la relación con la sexualidad, ni siquiera con el sexo, suponiendo que pueda darse a ese término una referencia específica, sino de la relación con el falo, en tanto que falta a eso que podría estar afectado de real en la perspectiva del sexo.

En tanto que, en el corazón de la experiencia del inconsciente, tenemos que ver con ese órgano -determinado en el sujeto por al suficiencia organizada en el complejo de castración, podemos comprender en qué medida el ojo esta preso está preso en la dialéctica semejante.

Desde un principio, en la dialéctica del ojo y la mirada, vemos que no hay en modo alguno coincidencia, sino fundamentalmente señuelo, cuando en el amor, demando una mirada, lo que hay de fundamentalmente insatisfactorio, y siempre falido es que: Nunca me miras  allí donde te veo.

A la inversa, Lo que miro nunca es lo que quiero ver. Y la relación que hace un momento he evocado, entre el pintor y el aficionado, es un juego, un juego de trompe-l’oeil, por más que se diga, aquí no se da ninguna referencia a lo que impropiamente se llama figurativo, si consideran ahí alguna referencia a la realidad subyacente.

En el antiguo apólogo sobre  Zeuxis y Parrhasios, el mérito de Zeuxis radica en haber hecho racimos que atrajeron a los pájaros. El acento no se pone en modo alguno en el hecho de que esas uvas fuesen en alguna manera uvas perfectas, el acento se pone en el hecho, de que incluso el ojo de los pájaros fue engañado.

La prueba de ello está en que su compañero Parrhasios triunfa por haber sabido pintar en la muralla un velo, un velo tan parecido aún velo que Zeuxis, volviéndose hacia él: Vamos, enséñanos ahora lo que has hecho allí detrás. Con lo que se demuestra que de lo que se trata es de engañar al  ojo. Triunfo sobre el ojo, de la mirada

Sobre esta función del ojo y de la mirada, el próximo día proseguiremos nuestro camino.

M.Safouan: -Si entiendo bien, en la contemplación de un cuadro, ¿el ojo descansa en la mirada?

J. Lacan: -Volveré a tomar aquí la dialéctica de la apariencia y su más allá, diciendo que, si más allá de la apariencia no hay cosa en si, hay la mirada.  En esta relación se sitúa el ojo como órgano.

M. Safouan – Más allá de la apariencia, ¿hay la carencia o la mirada?

J. Lacan: Al nivel de la dimensión escópica, en tanto que la pulsión allí actúa, se encuentra la misma función del objeto a, localizable en todas las otras dimensiones.

El objeto a es algo de lo que el sujeto, para constituirse, se ha separado como órgano. Eso vale como símbolo de la carencia, es decir, del falo, no en tanto que tal, sino en tinto que falta. Es preciso, pues, que eso sea un objeto, en primer lugar, separable, en segundo lugar, que tenga alguna relación con la carencia. A continuación voy a encarnar eso que quiero decir.

A nivel oral, es el nada, en tanto que eso de lo que el sujeto ha destetado ya no es nada para él.  En la  anorexia lo que el niño como es el nada. Por ese sesgo comprenderán cómo el objeto del destete puede llegar a funcionar a nivel de la castración como privación.

El nivel anal es el lugar de la metáfora -un objeto por otro, dar las heces en el lugar del falo. Comprenderán ahí que por la pulsión anal es el dominio de la oblatividad, del don y del regalo, allí donde uno es cogido desprevenido, allí donde uno no puede, a causa de la carencia, dar lo que hay que dar, siempre se tiene el recurso de dar otra cosa. Por ello en su moral, el hombre se inscribe a nivel anal. Y ello es cierto especialmente del materialista, al nivel escópico, ya no estamos al nivel de la demanda, sino del deseo, del deseo del Otro. Lo mismo ocurre al nivel de la pulsión invocante, que es la más cercana a la experiencia del inconsciente.

En general, la relación de la mirada con lo que se quiere ver es una relación de señuelo.  El sujeto se presenta como otro que no es y lo que se le da a ver no es lo que quiere ver.  Por ello el ojo puede funcionar como objeto a, es decir, al nivel de la carencia  (- Ф)