Seminario 12: Clase 10, del 3 de Marzo de 1965

Seminario 12, clase 10

Les hablaré hoy de modo que represente un nudo entre el trayecto que hemos proseguido hasta ahora y aquel que va a abrirse: el de la identificación. Entiendo, el modo en el cual se presentará a nosotros en la experiencia analítica. Ella plantea su problema como aportando un jalón esencial en lo que se ha formado en el curso de una larga tradición – llamada más o menos,  a justo título – tradición filosófica, en lo que se ha formado alrededor de ese tema: la identificación.

El asunto que he intentado introducir para ustedes, por una reflexión sobre lo que constituye en el centro de nuestra experiencia, como siendo la experiencia analítica, el sujeto, parece ser presentado a nosotros en el curso de nuestros últimos pasos. El  sujeto sería, si creemos de él el camino estrecho donde he tratado de dirigir vuestra mirada con la teoría de los números, el sujeto sería, en suma, reconocible en lo que se prueba en el pensamiento matemático estrechamente atinente al concepto de la falta. En ese concepto cuyo número es cero.

La analogía es sorprendente con ese concepto, con lo que he intentado formularles como el sujeto, como apareciendo y desapareciendo en una pulsación siempre repetida, como efecto del significante, efecto siempre evanescente y renaciente. La analogía es sorprendente en esta metáfora con el concepto de la reflexión del matemático-filósofo  Frege. El fue conducido necesariamente a tomar partido del apoyo, de la contribución de ese concepto cuya asignación de número es cero para hacernos ese uno, siempre desvaneciéndose para agregarse, en su repetición, paro en una unidad de repetición de la cual se puede decir que, tocamos allí, que nunca se reencuentra, a medida que ella progresa, lo que ha perdido, sino esa proliferación que la multiplica sin límite, que se manifiesta como presentificando de un modo serial una cierta manifestación de la infinitud. Así el sujeto se manifiesta. Uno como originándose en una privación y en algún modo, por su intermedio, encadenado, unido de manera indisoluble a esta identidad que, se les ha dIcho en una formulación reciente, es una identidad que no es otra cosa que una consecuencia de esa exigencia primera, sin la cual nada podría ser verdadero, pero que deja al sujeto en suspenso, colgado a lo que se ha llamado, a lo que Leibniz dice – esta referencia ha sido puntualizada ante ustedes – que la identidad no es otra cosa que aquello sin lo cual no podría ser la verdad.

Pero para nosotros, analistas, ¿es que la cuestión de la identificación se plantea de un modo, de alguna suerte, anterior al estatuto de la verdad? ¿Cómo tendríamos nosotros el testimonio en ese fundamento deslizante de nuestra experiencia que pone en su raíz  lo que a la  vez se presenta, en nosotros, en un momento siendo profundamente lo mismo? ¿Cómo la transferencia, en tanto se refiere a nosotros, al doble polo en lo que hay en el amor para nosotros de más auténtico y también de lo que se manifiesta en nosotros en la vía del engaño?

Al haber tomado esta referencia al número, hemos querido volver a buscar el punto de referencia más radical, aquél en el cual vamos a localizar al sujeto en el lenguaje instituido, antes, de algún modo, que el sujeto se identifique allí, se localice allí, como aquél que habla.

Antes ya que la frase tenga  ese Yo (je) donde el sujeto primeramente se plantea como el schifter, hay un sujeto de la frase. El sujeto está primero en ese punto, raíz del acontecimiento donde él se dice, no que el sujeto sea éste o aquél, sino que hay algo. Llueve; tal es la frase fundamental. En el lenguaje está la raíz de eso: hay acontecimientos . Es en un tiempo segundo que el sujeto se identifica allí como aquél que habla.

Sin duda tal o cual forma de lenguaje está allí en su diferencia para recordarnos que hay modos diversos de dar la preeminencia a esta identificación del sujeto de la enunciación a aquél que le habla; efectivamente, la experiencia del verbo ser está allí sin duda para promover al primer plano ese Ich como siendo el soporte del sujeto.

Ningún lenguaje está, de ningún modo hecho así – falso problema – lógica que puede plantearse en nuestras lenguas indoeuropeas, en otras formas del estatuto lingüístico.

Es por ello que he tenido que poner algo en carácteres chinos. Si los problemas lógicos del sujeto en la tradición china no son formulados con un desarrollo tan exigente, tan fecundo como el de la lógica, no es porque no exista en el chino el verbo ser, como se dice. La palabra más usual en el chino hablado se dice: che. Como podríase pasar de eso al uso, pero que sea fundamental… Todos esos carácteres se escriben en la forma cursiva. Esta fórmula – que espero traducirles – la he recogido en una caligrafía monacal.

El carácter de esta fórmula : cómo es el cuerpo. Ese «che» es también un ese, un demostrativo y que el demostrativo en chino es lo que sirve para designar el verbo ser, muestra que otra es la relación del sujeto a la enunciación, donde él se sitúa.

Nosotros, analistas, veremos a qué nivel es necesario retomar el problema para situar nuestra marcha actual, aquélla que se había acabado antes de nuestra separación – interrupción de tres semanas – para situar el alcance de lo que hemos querido designar en esa relación del cero al uno.

La presencia imaginante del significante, su articulación fundamental, hace necesario que les designe, sino que les comente, tres páginas de «La Psicología de los yo» (sic) – referencia de Lebon – capítulo VII – La Identificación. Se los señalo, porque se ven allí concentrados todos los enigmas ante los cuales Freud, con su honestidad profunda, manifiesta a la vez, se detiene, señalando con el dedo ahí donde se desliza, allí donde escapa, lo que podría tener de satisfactorio en la referencia que ha producido en el momento en que se trata para él de dar la clave, el entorno, el corazón de su tópica. Lejos de formular en ese nivel, en ese capítulo, los términos de la identificación bajo la forma, de algún modo feliz, dialéctica, resurgiendo de ella misma tal que los abordajes que ha hecho hasta allí, en su descripción de los estadios de la libido tales como ha podido esbozarlos, y especialmente en el punto donde gira su pensamiento y del registro de la temática consciente e inconsciente, pase a la temática tópica en lo que llama la introducción del narcisismo. Lo que él llama la identificación primaria parece abrirse por una suerte de progreso de la estructuración del exterior en identificaciones más precisas, donde el sujeto, ubicándose en el campo primero cerrado, en ese pretendido autismo, del cual se ha hecho abuso de tal modo fuera del análisis, encontraba la mirada al mundo exterior, para así reencontrase en su propia imagen. Identificación secundaria e inmediata referencia a lo que tenía que encontrar en esta multiplicidad perceptible, esta adaptación que haría de él un objeto armonioso de un conocimiento realizado. Nada semejante cuando Freud trata de abordar en lo que es, para el pensamiento del analista, una instancia radical: la identificación. Nada que sea menos propio para dejar distinto – como lo fue siempre el velo central de la psicología – a dejar distinto ese registro de esa localización del conocimiento de lo que nos sería representado como pura, simple y ciegamente, el punto necesario de la escalada vital si se da como lo que debe -¡dios sabe por qué! – culminar en  la función de una conciencia. Nada que distinga menos este alcance de la relación del sujeto viviente con un mundo que lo distinga menos como entendimiento de algo con otro registro irreductible, como un desperdicio. Desde allí es adoptada esta perspectiva para ser lo esencial del progreso subjetivo, lo que se llama la voluntad en el vocabulario filosófico. Qué más irrisorio que esta apertura, que esta profunda alienación del sujeto en sí mismo, en dos facultades y que se establece en una experiencia parcializante, que más irrisorio que ver proseguirse los dos ciclos, lo cual debe predominar en Dios. ¿No hay algo de irrisorio en una teología que no he cesado de girar alrededor de ese falso problema instituido sobre una psicología deficiente?

Si Dios que debe saber todo, si él sabe todo, debe someterse a lo que él sabe: que es impotente, o que  debe tener todo lo querido y resulta de ello que es entonces bien maligno.

La fuerza del ateísmo, de lo que hay de impasse en la noción divina, en los argumentos ateos, muy a menudo más teístas que los otros; la lección está en buscar en los mismos teólogos.

No hay ninguna disgresión en tanto que, este correlato de la alienación divina es el término y lo vemos en Descartes, indicado en su lugar, no como se lo dice heredado, transmitido de la tradición escolástica, sino, de algún modo, necesitado por esta posición del sujeto, en tanto que la falsa infinitud de ese yo siempre reproduce ; que la recurrencia, es de allí que parte la necesidad del seguro de ese algo que está aquí fundado, que no es de ningún modo un engaño. Y de la deducción de lo que hace falta que el campo en el cual se reproduce esta multiplicación infinita, de la unidad donde el sujeto se pierde, sea de algún modo garantido por este ser, donde sólo Descartes tiene la ventaja de designarnos que entre voluntad y entendimiento, nos hace falta elegir.

Que sólo la voluntad, en su impensable, el más radical que se sostenga la verdad, hasta las verdades más eternas, que sólo ese Dios es pensable; pero se nos designa así, de él, el último impasse. Pues es precisamente allí alrededor de lo cual gira un momento esencial del pensamiento de Freud. Pues yendo mucho más lejos que todo pensamiento ateístico que lo haya precedido, no sólo nos designa el punto del impasse divino; lo reemplaza por la temática paterna. Si nos dice que allí está el soporte de la creencia en un Dios engañoso es seguramente para darle otra estructura, y la idea del padre no es la herencia ni el sustituto del padre, el padre de la iglesia ; sino que es, entonces ese   padre originario ese padre del cual en el análisis no se habla nunca más, porque no se sabe qué hacer de él. Ese padre, ¿cómo y cuál es el estatuto que nos es necesario darle en lo que es de él en nuestra experiencia? He ahí en qué y dónde, se sitúa el alcance que viene ahora de nuestra interrogación sobre la identificación en la experiencia analítica.

En ese texto que les indico – volumen XVIII de la Standard Edition, página 105- ¿qué es lo que sorprende? Es que habiéndonos hablado de la identificación primero, viene- y en una anterioridad de la cual nos hace muy bien sentir que hay allí un enigma- que nos la propone como primordial- que la identificación del padre es planteada primero en  esta deducción, que el interés, muy especial, que el niño muestra por su padre, está puesto allí como un primer tiempo de toda explicación posible, de eso de lo cual se trata en la identificación. Y es en ese momento como el analista podría – iniciado por su experiencia y las explicaciones anteriores-  podría allí equivocarse. Piensen que en ese interés primero hay algo que ha sido localizado como siendo la posición pasiva del sujeto, la actitud femenina.

No subrayado por Freud, ese primer tiempo es, hablando propiamente, lo que constituye una identificación típicamente masculina; él va más lejos, exquisitamente masculina. Este aspecto primordial que le hará describir que en un segundo tiempo, lo que va a operarse es la rivalidad con el padre – dice él – concerniente al objeto primordial. Ese primer tiempo toma su valor por ser, una vez articulado en su carácter primitivo y del cual surge su relieve, también la dimensión mítica, por ser articulado al mismo tiempo en lo que es así producido como la primera forma de la identificación, a saber: la incorporación.

En el momento en que se trata de la referencia primordial, la más mítica, se podría decir y no nos equivocaríamos al decir la más idealizante, en tanto es ella quien estructura la función del Ideal del Yo, referencia primordial que se hace sobre la evocación del cuerpo.

Esas cosas que manejamos, esos términos, esos conceptos que dejamos en una suerte de nada, sin nunca preguntarnos de qué se trata, merecen, sin embargo, ser interrogados.

Sabemos que cuando se trata de la incorporación, como refiriéndose al primer estadio inaugural de la relación libidinal, la cuestión no es simple. Seguramente algo allí se distingue de eso en lo cual podríamos ceder, es decir hacer de ello un asunto de representación de imagenes. La inversa de lo que, más tarde, será la diseminación sobre el mundo de nuestras proyecciónes diversamente afectivas. No es de eso de lo que se trata, ni siquiera del término introyección, que podría ser ambigüo. Se trata de incorporación y nada indica que sea lo que sea, aquí se tate de poner en el activo de una subjetividad. La incorporación, si ésta es esa referencia que Freud anticipa, reside en que nadie está allí para saber que ella se produce, que la opacidad de esta incorporación es esencial, y por otra parte, en todo ese mito que se sirve, que se ayuda de la articulación localizable etnológicamente de la  comida inconsciente. Es en la medida en  que hay allí un modo totalmente primordial, bien lejos que la referencia sea – como se le dice en la teoría freudiana – idealizante. Ella tiene esa forma de materialismo radical cuyo soporte es,  no como se dice el biológico, sino el cuerpo. El cuerpo, en la medida en que no sabemos ya ni cómo hablar de él después que el vuelco cartesiano, la posición radical del sujeto nos enseña a no pensarlo más que en términos de extensión.

Las pulsiones del alma de Descartes son pulsiones de extensión y esta extensión, si vemos por qué alquimia singular, más y más dudosa, después de un momento del cual sabemos la operación del mago alrededor de ese pedazo de cera que, purificado de todas sus cualidades y, ¡mi Dios, que son cualidades hediondas! Que es necesario retirarles unas tras otras, no queda más que esta sombra de sombra y de deyectos purificados.

¿No aprehendemos allí que algo se deriva de haber conducido demasiado bien su juego con el Otro? Descartes se desliza hacia el padre de algo de esencial que nos es recordado por Freud, en que la naturaleza del cuerpo tiene algo que hacer con lo que introduce, restaura, como libido; que es la libido en tanto que, por otra parte, esto tiene relación con la existencia de la reproducción sexual, pero de ningún modo idéntico, en tanto que la primera forma de esta pulsión oral por donde se opera la incorporación.

¿Pero  qué es esta incorporación? Si su referencia mítica, etnológica, nos es dado por el hecho que él consume la víctima primordial, el padre desmembrado, es algo que se designa sin poder nombrarse, que no puede nombrarse al nivel del término velado del ser, que es el ser del otro que, aquí está a consumir, que es asimilado bajo la forma por la cual se resume el ser del  cuerpo. Lo que se nutre en el cuerpo de este ser se presenta como lo más inasible de él, lo que nos reenvía siempre a la  esencia ausente del cuerpo.

¿Quién de esta cara de la existencia de una especie animal, como bisexuada en tanto está ligada a la muerte, aísla de ella como viviente en el cuerpo, precisamente lo que no muere, lo que hace que el cuerpo antes de ser lo que muere y pasa por el desfiladero de la reproducción sexuada, en eso que existe en una devoración fundamental que va del ser al ser? Allí no está de ningún modo la filosofía que yo preconizo, ni creencia. Esta articulación, esas formas de las cuales digo que es para nosotros, que hacen cuestión para nosotros, que Freud lo pone en el origen de todo lo que tiene que decir de la identificación y no duden de ello, esto es riguroso . Quiero decir que el término mismo de instinto de vida no tiene otro sentido que el de instituir en lo real esta suerte de otra transmisión que, siendo transmisión de una libido, en ella misma es inmortal.

Que deba ser para nosotros una tal referencia, ¿cómo concebir que esté puesta en primer lugar por Freud, en primer plano? ¿Es una necesidad de institución original de lo que se trata en la realidad inconsciente, en la función del deseo, o es un término, es muro de detención? ¿Es algo reencontrado por la experiencia instaurada? Prosigamos, para ello, la lectura. Vemos que es en un segundo tiempo que se instaura la mirada a esta primera referencia, que se instaura la dialéctica de la demanda a la frustración a saber lo que Freud nos propone como segunda forma de la identificación, el hecho que, a partir del momento en que se introduce el objeto de amor, la elección del objeto, es allí que se introduce también la posibilidad de la frustración, de la identificación al objeto de amor mismo.

Pues lo mismo que era chocante  en la primera fórmula que nos da de la identificación, ver allí la correlación enigmática de la incorporación, del mismo modo, también allí Freud, será ante ustedes, enigma. Nos dice que podemos fácilmente – por referencia, de algún modo lógica de lo que es de ello, de esta alternancia de la elección del objeto a la identificación del objeto en tanto que deviene objeto de la identificación – que eso no es allí otra cosa que la alternancia del ser y del tener. Que por no tener el objeto de la elección, un sujeto no llega a serlo. Los términos de sujeto y objeto son puestos aquí en balanza . Freud nos dice también que no hay allí para él, más que un misterio, que nos encontramos allí ante una opacidad. ¿Es que esa opacidad no puede de ningún modo ser aliviada? ¿Ser resuelta? ¿No es en esa vía en la que se prosigue el camino por donde trata de conducirlos?

El tercer término, dice Freud, es el de la identificación directa del deseo al deseo.

La identificación fundamental por la cual nos dice, es la histérica quien nos da su modelo. En ella, en él, en esta suerte de paciente, no es necesario mucho para localizar algún signo, allí donde se produce un cierto tipo de deseo. El deseo de la histérica funda todo deseo como deseo de histérica. El juego, el tornasol de la decodificación, de la repercusión infinita del deseo sobre el deseo, la comunicación indirecta con el deseo del Otro, está allí,   instaurada como tercer término. ¿ No  es  suficiente decir que el agrupamiento  permanece indisociado, heteróclito, en ese capítulo esencial que Freud cree deber reunir?

Pues es allí que creo haber introducido una serie estructurada, destinada no sólo a reunir, a permitir situar como siendo el punto de enganche esencial que mantiene el pensamiento freudiano, donde él nos obliga a cubrir ese campo cuadrado del cual marca los bordes, pero también a integrar allí lo que, en  nuestra experiencia nos  ha permitido después de hacer la experiencia de las vías y los senderos por donde los progresos de esta experiencia nos permiten percibir lo bien fundado de las apercepciones de Freud y también, por qué no, su  desfallecimiento.

Esos desfallecimientos no lo son al nivel conceptual, pero veremos,  que lo son  al nivel de  la experiencia. He introducido en su momento, una tripartición que tiene el mérito de anticipar lo que alguien ha podido, en el curso de una reunión reciente, recordarles, como título, lo que habría querido introducir en el seminario de este año: las posiciones subjetivas.

No se trata de otra cosa en lo que hace unos cinco años, y más he introducido, recordando cuán esenciales son. Nuestra experiencia nos obliga a confrontar para distinguir de ello, los pisos de estructuras, los términos de la privación, de la frustración, y de la castración.

Toda la experiencia analítica después de Freud, se inscribe al nivel de una exploración más y más escudriñadora de la frustración, de la cual se ha articulado que constituye la situación esencial del progreso en el análisis y que todo el análisis transcurre a su nivel.

En verdad, esta limitación del horizonte conceptual tiene por efecto del modo más manifiesto y más claro, hacer cada vez más impensable lo que Freud nos ha designado en su experiencia como siendo el tope de detención, el punto de detención, de su experiencia, a saber: la castración.

La castración en lo vivido terminal de un análisis de neurótica, o de un análisis femenino, es, hablando propiamente, impensable. Si la operación analítica no es otra cosa que esta experiencia conjugada de la demanda, de la transferencia, en el curso de la cual el sujeto tiene que hacer la experiencia de la falla que lo separa del reconocimiento que él vive en otra parte que en la realidad y que en esta experiencia de la abertura (béance) está todo lo que él tiene que integrar en la experiencia analítica.

La articulación de la castración a la frustración; ella sola nos ordena interrogar de otro modo las relaciones del sujeto que en el modo que pueda, de alguna manera extinguirse en la doble relación de la transferencia y la demanda.

Esa localización necesita, precisamente como previo, que el estatuto del sujeto como tal sea planteado y esto es lo que constituye la oscilación- que no soy el único en haber formulado- de la posición de la privación.

Sin duda de un modo confuso, pero articulado, alguien como Jones, que tomaba partido de una generación donde se tenía un poco más de horizonte, se dio a la función de la privación – cuando se trata de interrogar al enigma de la relación de la función femenina al  falo, en la función de la privación-, su momento de detención indispensable en la articulación lógica de esas tres posiciones. Es lo que hace necesario para nosotros el tener primero planteado que el sujeto, el sujeto en su  forma esencial, se introduce como en esta suerte de relación radical que es insustituible, impensable, fuera de esta pulsación, tan bien figurada por esta oscilación del cero al uno que se prueba como siendo en toda aproximación al número, necesaria para que el número sea pensable.

Que haya una primera relación entre esta posición del sujeto y el nacimiento del uno, esto es lo que era para nosotros a cercar alrededor de esta atención. Lleva  al uno, que nos ha hecho ver que hay dos funciones del uno, El uno del espejismo que está en confundir el uno con el individuo, o si ustedes quieren, para traducir ese término, el insecable, y por otra parte el uno de la numeración, que es otra cosa.

El uno de la numeración no cuenta los individuos, y sin duda la pendiente de la confusión es fácil. La idea que eso no es otra cosa, su función tiene algo de tal modo fácil y de tal modo simple, que es necesaria la meditación reflexiva de un practicante del número para apercibirse que el uno de la numeración es otra cosa, que la diferencia y la alteridad son otra cosa.

Todos aquellos que, desde los primeros tiempos han tenido que meditar sobre la naturaleza radical de la diferencia han visto bien que se trata de otra cosa en la numeración, que  de  la distinción  de las cualidades;  que el problema de  la  distinción es indiscernible y porque no sólo todo lo que agrupa sobre sí mismo la identidad de cualidad, todo lo que cae bajo la cualidad del mismo concepto, la distinción fundamental que hay de lo sensible a lo mismo, para darle la resonancia de un término familiar del parecido al mismo. Otra cosa es el registro de lo parecido y lo mismo. El otro está íntimamente unido, no al parecido sino al mismo. Y la cuestión de la  realidad del otro distinta de toda discriminación conceptual y cosmológica. Ella debe ser impulsada al nivel de esta repetición del uno que lo instituye en su heterotidad (hétérotité) esencial. Interrogarla sobre lo que ella es de eso, de esta función del Otro, como se nos presenta a nosotros, es de lo que se trata y que entiendo introducir hoy, pues la etapa, creo, está franqueada, fue facilitada por nuestras exploraciones anteriores introduciendo, al nivel de esta cuestión del Otro, la cuestión horrificada de tal modo de aquéllos que alrededor de mí preferirían encontrar, desviada de mi mensaje, la cuestión de los potes de mostaza.

El pote de mostaza se carácteriza por el hecho de que nunca hay mostaza dentro . Está vacío por definición; es la cuestión, precisamente, de los indiscernibles. Es fácil decir que el pote de mostaza que está aquí se distingue de aquél que está allí – como dice Aristóteles – porque ellos no están hechos de la misma materia. La cuestión, así, es fácilmente resuelta . Si elijo los potes de mostaza es por su dificultad. Si se tratara del cuerpo, verán que Aristóteles no tiene la respuesta tan fácil; como el cuerpo siendo lo que tiene la propiedad de, no sólo asimilarse a la materia, que es absorbible, sino de asimilarse  a otra cosa, a saber, con su esencia de cuerpo. Allí donde ustedes no encontrarán tan fácilmente el distinguir los indiscernibles y podrían con el monje Chi  Vu, practicar el Zen, dudo de decirlo pues corren el riesgo de expandir que yo lo hago practicar.

El dice como ese cuerpo, al nivel del cuerpo, imposible de distinguir ningún cuerpo de todos los cuerpos. No es porque ustedes sean doscientos sesenta cabeza  que ustedes son unidades.

Tomamos los potes de mostaza. Son distintos, pero yo planteo la cuestión: el hueco, el vacío que constituye el pote de mostaza, ¿es el mismo o es que son vacíos diferentes? La cuestión es un poco más espinosa. Ella es alcanzada por esa génesis del uno al cero a la cual está constreñido el pensamiento aristotélico.

Para decir todo esos vacíos son de tal modo un sólo vacío, que ellos no comienzan  a distinguirse más que a partir del momento en que se ha llenado uno de ellos la recurrencia comienza a partir del momento en que el vacío se llena. Esta es la constitución del sujeto. Alguien ha podido hacer recortarse la teoría de Freud con una cierta forma de mi sujeto.

La apología que les doy del vacío y de su llenado y de la génesis de una distinción de la  falta tal como ella se introduce al nivel de la  chopina (chopine). ¡Yo no sería el primero en haber sustituido a un mozo de café por Dios!

«Un  Tuborg», implica que yo pida otro. Es precisamente siempre el mismo.

El punto esencial, al nivel de la falta. Este Otro que da la medida de mi sed, que me da la ocasión de pedir para otro, por correspondencia biunívoca; ese Otro puro está al nivel de la aparición donde se introduce, primeramente, como presencia de la falta: el sujeto. Es a partir de allí, únicamente, que puede concebirse la perfecta bipolaridad, la perfecta ambivalencia de lo que se producirá inmediatamente al nivel de su demanda, esto es en tanto que el sujeto se instaura como cero- como ese cero que está falto de llenado- puede jugarse la simetría de lo que se establece y que, para Freud, resta enigmático, entre el objeto que él puede tener y el objeto que él puede ser.

Es precisamente, de permanecer en ese nivel, que puede ser impulsada, hasta su término, una farsa de escamoteo, enteramente particular, pues no es verdad que todo se agote para el sujeto en a dimensión del Otro, que todo sea, por relación al Otro, una demanda de tener donde se transfiera, donde se instituya una falacia del ser.

Las coordenadas del espacio del Otro no juegan en esa simple díada. DIcho de otro modo, el punto cero de origen de las coordenadas donde nosotros lo instituimos, no es un verdadero punto cero.

Lo que la experiencia nos muestra es que la demanda, en la experiencia analítica no tiene sólo el interés de que gocemos de ella como plano y registro de la frustración, reenviando al sujeto a esta reducción engañosa de un ser, cuya comparación al ser del analista abordaría la vía de la salud.

La experiencia analítica nos muestra – y esto ningún analista puede rechasarlo, aunque él no extraiga consecuencia – que en la operación de la cual se trata, siempre hay un resto. Que la división del sujeto entre cero y uno, no la reduce ningún complemento de la demanda al nivel del tener nivel del ser; que el efecto de la operación no es jamás un puro y simple cero. Que el sujeto, al desplegarse en el espacio del Otro, desplegará  otro sistema de coordenadas que las coordenadas cartesianas; que la forma impalpable de la estructura del sujeto es la que nos va a revelar de donde surgió la virtud del uno que no es, de ningún modo, el de ser simplemente un signo.

La experiencia de la muesca del cazador, aún su ella ha nacido por azar, la existencia del uno y del número, lejos de ser eso a lo cual ella se aplica y del lugar del cual, lejos de serle consecuente, ella engendra al individuo, no tiene necesidad de nada individual para nacer más que la verdadera prioridad  específica del número que tiende a las consecuencias de lo que se introduce en esas formas que trato de presentificar, bajo el espacio topológico, en el efecto sobre esas formas de corte. Hay formas que se dividen inmediatamente en dos por un sólo corte, otras de las cuales pueden hacer dos sin que la forma desaparezca. Esto es el resto de un sólo trozo. El número comunicativo en topología: allí está el uso y el privilegio de lo que trato de hacer jugar ante ustedes, en tanto que es a fines prácticos de representación bajo forma de imagen lo que he dibujado que representa la botella de Klein, en hacer partir de un punto, un corte. Ellas tienen la apariencia de ser dos porque pasan dos veces por el mismo punto. Por pereza, y también por un cierto sentimiento de vanidad, pues no hago la imagen que habría podido ser complementaria, fácil de imaginar, al nivel de ese círculo mítico, el contrapelo (rebrousement) hace pasar el corte a través de la longitudinalidad. En tanto el círculo retorna tendrán la posibilidad de hacerlo pasar al primer punto. Tendrán así, un sólo corte. La propiedad  de este corte es de no dividir la botella de Klein, sino simplemente de desarrollarla en una sola banda de Moebius, relaciónar esos dos puntos hasta hacer de ellos, uno.

Se darán cuenta que algo les fue ocultado en la operación precedente, en tanto que esta conjunción tiene, como la figura aquí representada, un efecto que tiene como propiedad dejar intacta la banda, pero hace aparecer allí un residuo. Los psicoanalistas conocen ese residuo por el cual se encarna el carácter radicalmente dividido del S del sujeto. Es lo que se llama el objeto a, en el juego de identificación de la privación primordial. No tiene sólo como efecto la manifestación de un puro agujero, de ese cero inicial de la realidad del sujeto encarnándose en la pura falta. Hay siempre en esa operación especialmente surgiente de la experiencia frustrante, algo que escapa a su dialéctica, un residuo; algo que se manifiesta al nivel lógico; donde aparecía el cero, la experiencia subjetiva hace aparecer algo que llamamos el objeto a, que por su sola presencia modifica, inclina, toda la economía posible de una relación libidinal al objeto de una elección que se califica de objetal. Esto da a toda relación, a la realidad del objeto de nuestra elección, su ambigüedad fundamental, que hace que en el objeto elegido esté siempre la duda que eso de lo cual se trata está en otra parte. Eso es la experiencia analítica que está hecha para ponernos en evidencia que la cumbre es satisfacerse en la identificación con el analista, o al contrario, de la alteridad, de rechazarlo como otro. Término patético de la experiencia analítica.

La cuestión alrededor de la cual debe elaborarse lo que pertenece al análisis, no sólo los resultados terapéuticos, sino la legitimidad esencial de lo nos funda como analistas, y primeramente que, de no conocer, de no haber puntuado donde se sitúa lo que yo llamo la operación legítima, es imposible que el analista opere de ningún modo que merezca ese título: la operación. El mismo es ciego, capturado en la falacia. Esta falacia es precisamente la cuestión que se plantea al término del análisis : que es al nivel de la castración que ese punto que, en el esquema,  en la parte de doble entrada, que he tratado de hacerles localizar, de qué modo se intercambia la repartición de esos términos de lo imaginario, lo simbólico y lo real. Hablando en esa época no de posición subjetiva, sino para tomar un esquema freudiano, un modo de acción, de hábitat, de repartir en relación a esos tres pisos, las cosas a derecha o a izquierda, del lado del agente y del lado del objeto- en la época  yo había dejado en blanco lo que estaba del lado del agente- se trata del estatuto que conviene dar a esta dimensión del Otro en el lugar de la palabra como tal. En el análisis, lo perciben bien, reunimos toda la cuestión de la esencia de Wunsch, del estatuto de la verdad. Es hacia esta mira, a través de algunas etapas, que trataré de plantear la dialéctica de la demanda y del de deseo.