Seminario 16: Clase 7, del 15 de Enero de 1969

Es cierto que no puedo ponerme aquí a referirles, a hacer un discurso exhaustivo sobre todo lo que se ha enunciado alrededor de la apuesta de Pascal. Estoy forzado, pues, a suponer en ustedes un cierto conocimiento masivo de aquello de lo que se trata en al apuesta de Pascal. No puedo, hablando propiamente, renunciar a ella porque— como ya se los he dicho la última vez— no es un enunciado que se sostenga; esto es, igualmente, lo que ha sorprendido a la gente: que alguien del cual se tenia la seguridad que era capaz de algún rigor, haya propuesto algo tan insostenible. Pienso la última vez haber introducido suficiente y muy justamente lo que motiva, en suma, el uso que vamos a hacer de ello. Pero, en fin, no perdamos muestro tiempo en recordar este uso. Ustedes lo verán. No es la primera vez, por otra parte, que hablo de eso, Un cierto día de Febrero de 1966, creo, ya conduje esta apuesta, y muy precisamente a propósito del objeto a. Verán que quedaremos hoy alrededor de este objeto. Ya aquellos que recuerdan —quizá hay algunos, estoy casi seguro de ello— lo que yo dije entonces, verán bien, de que se trata. Ocurrió que se me había demandado ir a volver a hablar de eso en Octubre de 1967 a Yale, y tuve bastante que hacer con gente que motivaba este esfuerzo de enseñanza, a saber, los psicoanalistas,  por eso falté a mi palabra con esa gente de Yale. No supe hasta bastante después que eso había provocado un pequeño escándalo. Es verdad, no era muy cortés.

Trataremos hoy de decir lo que habría podido enunciar allí, sin que haya por otra parte, más preparación que ninguna para entenderlo. Veamos. Comencemos enteramente a ras del suelo, como si estuviéramos en Yale, ¿de que se trata?. A grandes trazos, ustedes deben haber escuchado hablar de algo que se enuncia y que se escribe varias veces en el texto de lo que ha sido reunido bajo el título de «Pensamientos»—»Pensamientos de Pascal»— y que, en el punto de partida tiene ya algo de tan escabroso, como el uso que se ha hecho de lo que se llama la apuesta misma. Saben que esos «Pensamientos» eran notas tomadas para una gran obra. Sólo que la obra no estaba hecha, entonces, se lo puso en ese lugar. En primer lugar se hizo una obra —es la edición de los señores de Port-Royal— esta no es una obra enteramente mal hecha; eran camaradas y, como nos lo testimonia un llamado Fillot de la Chaise, que no es precisamente una luz, pero que es legible, Pascal les había explicado muy bien lo que él quería hacer, y ellos hicieron lo que Pascal les había indicado.

No falta nada más que el hecho que eso dejaba caer no pocas cosas en los enunciados escritos en nota, a los fines de la reconstrucción de esta obra. Entonces otros se arriesgaron a reconstruirla otra vez; y después otros se han dicho: » En tanto, en suma, a medida que avanza nuestra cultura, nos damos cuenta que el discurso no es una cosa tan simple y que al unirlo a Dios hay pérdida». Entonces se pusieron a hacer ediciones que se llaman críticas, pero que tienen un alcance enteramente diferente cuando se trata de una recopilación de notas. Allí, aún eso fue un poco largo y penoso, Tenemos múltiples ediciones, múltiples modos de agrupar esos legajos de papeles, como se dice, la de Tourneur, la de Lafuma, la de X, la de Z. Eso no simplifica las cosas, pero, seguramente, las aclara.  Con respecto a la apuesta, está enteramente aparte. Es un pequeño pedazo de papel plegado en cuatro; el interés de lo que yo les recomendaba, era que percibieran eso, en tanto en ese libro esta la reproducción del papelito plegado en cuatro y además un cierto número de transcripciones, pues esto era tan un problema siendo dado que son notas tomadas en cursiva, con diversos recortes, una multitud de tachaduras, parágrafos enteros escritos entre líneas de otros parágrafos; y además una utilización de los márgenes con remisiones; todo ello, por otra parte, bastante preciso y dando amplia materia a examen y a discurso.

Pero hay algo que podemos tener por seguro y es que nunca Pascal pretendió mantener parada la apuesta. Ese papelito debía, sin embargo, tenerlo en el corazón, en tanto todo indica que lo tenía en su bolsillo, en el mismo lugar donde tengo, por el momento eso cuyo nombre no recuerdo, eso no sirve para nada.

A grandes rasgos, han escuchado hablar de algo que tiene una cierta sonoridad: «renunciar a los placeres». Este algo dicho en plural es también repetido en plural. Y por otra parte, cada uno sabe que este acto estaría al principio de algo que se llamaría la vida cristiana. Este es el ruido de fondo. A través de todo lo que enuncia Pascal y otros alrededor de él, bajo el título de un ética, eso suena a lo lejos como el ruido de una campana. Se trata de saber si es un toque de difuntos. De hecho no hay tal, eso tiene, de tiempo en tiempo, un giro más alegre. Quisiera hacerles sentir que este es el principio mismo sobre el cual se instale una cierta moral, que se puede calificar de moral moderna. Para hacer entender lo que estoy en vías de anticipar, quiero recordar algunas cosas que se refieren a eso efectivamente. La reinversión, como se dice, de los beneficios, que es fundamental, es lo que se llama, aún, la empresa capitalista —para designarla en términos apropiados— no pone el medio de producción al servicio del placer. Esto hasta el punto que, en fin, toda una cara de algo que se manifiesta en los márgenes es, por ejemplo, un esfuerzo enteramente tímido y que no se imagina bogar hace el suceso, sino más bien, arrojar una duda sobre lo que puede llamarse nuestro estilo de vida. Este esfuerzo, nosotros lo llamaremos un esfuerzo de rehabilitación del gasto, y un llamado Georges Bataille, pensador al margen de lo que son nuestros asuntos, ha cogitado y producido algunas obras enteramente legibles, pero que no están, sin embargo, dedicadas a la eficacia.

Cuando yo digo que esta el la moral moderna, quiero decir por ello —este es un primer abordaje de la cuestión— que viendo las cosas históricamente, eso responde a una fractura. De todos modos, no hay lugar para minimizarla.  Eso no quiere decir que como toda fractura histórica falle en sostenerse para asir aquello de lo cual se trata; y está mal en marcar su tiempo. La búsqueda de un bien-ser. No puedo insistir mucho en eso —porque el tiempo es contado para nosotros, como siempre— en lo que justifica el empleo de ese término. Pero en fin, todos los que siguen, hasta de tiempo en tiempo, superficialmente, lo que yo digo, deben recordar, empero, lo que yo evoqué a este respecto acerca de la distinción del Wohl, das Wohl, allí donde uno se siente bien, y de das Guste, del bien, en tanto que Kant los distingue. Esta totalmente claro que hay allí uno de los puntos vivos de lo que he llamado, hace un momento, la fractura. Cualquiera que sea la justificación de los enunciados de Kant, que él falle en encontrar allí el alma misma de la ética o del bien, como yo lo he hecho, al esclarecer su relación con Sade, es un hecho del pensamiento que eso se ha producido.

Tenemos, después de algún tiempo, la noción que los hechos del pensamiento tienen un plano detrás, quizá algo —ya que es del orden de lo que he recordado— a saber, la estructura que resulta de un cierto uso de los medios de producción que está allí detrás, pero como se anticipa allí lo que articulo este año, hay, quizá otros modos de tomarla. En todos casos, por ese vientres, apunto a aquello que, en la tradición filosófica se ha llamado hedoné el placer. Este hedoné, tal como se han servido de él, supongo, responde al placer en una cierta relación que llamaremos relación de justo tono, con la naturaleza del cual, nosotros, los hombres —o las presumidos tales— estaríamos en esta mira, menos los amos que los celebrantes.

Allí esta precisamente lo que guía a aquellos que, desde la antigüedad, cuando comienzan, para fundar la moral, a tomar esa ubicación, dicen que el placer debe, empero, guiarnos por esta vía que es el eslabón original; en todo caso, que eso de lo cual se va a tratar es más bien el plantearse como una pregunta:¿ Por que algunos de esos placeres salen de ese justo tono?  Se trata entonces de «placerear» (plaisirer)— si pudiera decirlo— el placer mismo, de encontrar el módulo del justo tono en el corazón de lo que se refiere al placer y de percibir lo que esta al margen y que parece funcionar de un modo pervertido es, por otra parte, justificable, a la mirada de lo que el placer de la medida.

Hay que remarcar algo y que es a justo título que se puede decir que esta mira entraña un ascetismo, un ascetismo al cual se puede dar su pendoncillo de armas que es éste: no demasiado trabajo. Y bien, hasta un cierto momento, eso no pareció ser asunto hecho. Pero pienso, sin embargo que todos, en tanto están aquí, se darán cuenta que no participamos de eso, porque, para «no obtener demasiado trabajo» es necesario que demos un sacro golpe: la huelga, por ejemplo. que no consiste sólo en cruzarse de brazos, sino también en reventar de hambre durante ese tiempo.

Hasta un cierto momento, no se había tenido necesidad, nunca, de recurrir a medios como esos. Esto es lo que muestra bien que algo cambió para que fuera necesario hacer tantos esfuerzos para tener «no demasiado trabajo». Eso no quiere decir que estemos en un contexto que siga una pendiente natural. En otros términos, el ascetismo del placer era algo que tenía apenas necesidad de ser acentuado, en la medida que la moral se funda sobre la idea que había en alguna parte un bien, y que era en ese bien que residía la ley. Las cosas parecían ser de un sólo tenor en esta continuidad que yo designo: «otium cum dignitate»  —que reina en Horacio— lo sepan o no ; todo el mundo lo sabía en el siglo pasado, pero gracias a la sólida educación que ustedes han recibido en el Liceo, ni saben lo que es Horacio. En nuestro siglo estamos en el punto donde más bien otium, es decir la vida del ocio, naturalmente no nuestros ocios que son ocios forzados, se les otorgan a ustedes ocios para que vayan a buscar un billete a la estación de Lyon, y después precipitadamente —después se trata de pegarlo— y después se trata de transportarse a los deportes de invierno, allí, durante quince días, se aplicarán a un sólido recargo de trabajo como castigo, que consiste en hacer cola al pie de los teleskys. ¡Uno no está allí para divertirse mucho!. El tipo que no hace eso, que no va a trabajar en el ocio es indigno. El otium, por el momento, lo es cum dignitate. Y más avanza eso, más será así, salvo accidente. El rechazo del trabajo en nuestros dichos, dicho de otro modo, se releva de un desafío. Se plantea y no puede plantearse más que como desafío. Perdón por insistir aún. Santo Tomás, en la medida que reinyecta un pensamiento aristotélico, formalmente —digo sólo formalmente— en el cristianismo no puede ordenar, aún él, Santo Tomás que puede parecerles tener así un aspecto bastante gris, no puede ordenar el bien como el Soberano Bien, al fin de cuentas, más que en términos hedonistas. Seguramente, no es necesario ver eso de un modo monolítico; ello no sería más que por la razón que toda suerte de mal dones se introducen es esas suerte de proposiciones que eran patentes en el momento en que reinaban, y es seguro que de seguir la traza y ver como los diferentes directores de almas fueron atraídos por ellas, implicaría muchos más esfuerzos de discernimiento.

Lo que he querido hacer aquí es simplemente recordar donde estamos centrados, en el hecho que seguramente, ha habido, bajo esta mirada, un desplazamiento radical, y que para nosotros las partidas no pueden estar, evidentemente más que en interrogar a la ideología del placer, por lo que para nosotros se hace un poco perimido todo lo que se ha sostenido, eso ubicándonos al nivel de los medios de producción en la medida que, para nosotros, son ellos quienes condicionan la práctica de ese placer. Me parece que he indicado suficientemente ya, hace un momento, cómo se puede poner sobre una página de un lado la publicidad para el buen uso de las vacaciones, a saber el himno al sol, y del otro lado la sujeción a las condiciones del telesky. Bastaría agregar que todo eso ocurre enteramente a expensas del simple acomodo de la vida ordinaria y de esos chancros de sordidez en el medio de los cuales vivimos en las grandes ciudades, especialmente. Esto es muy importante de recordar para percibir que, en suma, el uso que hacemos en psicoanálisis del principio del placer, a partir del punto en el cual se sitúa, del cual reina, a saber, el inconsciente, quiere decir que el placer, que yo digo, su noción misma, está en las catacumbas y que el descubrimiento de Freud hace oficio de visitante nocturno, de aquel que vuelve de lejos para encontrar los extraños deslizamientos que se han operado en su ausencia. ¿Saben ustedes donde he encontrado —parece decirnos— esta flor de nuestra época, esta ligereza, el placer? Ahora se sofoca en los subterráneos, Aqueronte diría sólo se ocupa de impedir que todo salte, en imponer una medida a todos esos rabiosos, deslizando allí algún lapsus, porque si eso girara en redondo, donde iríamos nosotros (nota del traductor: Aqueronte: antiguamente nombre de varios ríos de Grecia. Después de un curso por bosques y montañas se hace subterráneo reapareciendo cerca del mar, formando pantanos. Se lo consideraba como la puerta de entrada al Hades. El alma (psiké) de los muertos debía atravesarlo a nado o en barca para llegar a su definitiva morada. Personificado fue hijo de Demetria, arrojado por Zeus al Hades por haber dado vino a los Titanes que luchaban contra aquél.).

Hay pues, en ese principio del placer de Freud, algo como un poder de rectificación, de temperancia, de menor tensión, como él se expresa. Es como una suerte de tejedora invisible que permanecería velando que no haya demasiado calor a nivel de los mecanismos de las ruedas. ¿Qué relación hay entre eso y ese placer soberano del «far niente» contemplativo que recogemos en los enunciados de Aristóteles, por ejemplo?.

Quizá eso sea de naturaleza propia —si vuelve allí no es para girar siempre en redondo— para hacernos sospechar que hay allí, quizá, empero, alguna ambigüedad, quiero decir un fantasma, que quizá sería necesario precavernos de tomar demasiado al pie de la letra, aunque, seguramente, el hecho que nos ocurra después de tanta deriva, hace sin duda muy precario, el apreciar lo que era en su tiempo, para corregir lo que, en mi discurso, hasta el punto al cual he arribado, podría parecer referencia al viejo tiempo bueno. Se sabe que uno escapa de allí difícilmente, pero no es una razón para no marcar que no damos a ello demasiado crédito. Cualquiera que sea la figura del placer, hasta aquella que está en Freud, es tocada por una ambigüedad confesa, justamente la del más allá —como él lo ha dicho— del principio del placer. No nos extenderemos aquí; para satisfacernos, diremos que Freud escribe: «El goce es masoquista en su fondo».  Está bien claro que no hay allí más que metáfora, en tanto que el masoquismo es algo de un nivel organizado de otro modo que esta tendencia radical.

El goce sería llevado —nos dice Freud cuando trata de elaborar lo que en primer lugar no es articulado más que metafóricamente— a rebasar el umbral necesario al mantenimiento de la vida, ese umbral que el principio del placer mismo define como un infimun, es decir lo más bajo de las alturas, la más baja tensión necesaria a ese mantenimiento: pero se puede caer aún debajo y es allí que comienza y no puede más que exaltarse el dolor si verdaderamente ese movimiento, como él nos dice, tiende hacia la muerte. Dicho de otro modo, detrás de la comprobación auténtica de un fenómeno, al cual podemos tener por ligado a un cierto contexto de práctica, a saber, el inconsciente es un phylum de naturaleza enteramente diferente el que Freud abre con este más allá. Sin duda, es cierto que aquí  la ambigüedad —como lo acabo de enunciar— no ha dejado de preservar su instancia; que una cierta ambigüedad se perfila entre esta pulsión de muerte, por una parte, teórica, y un masoquismo que no es más que práctica mucho más astuta. Pero, ¿de qué?, en tanto después de todo, este goce, no es identificable a la regla del placer.

Dicho de otro modo, con nuestra experiencia, la experiencia psicoanalítica, el goce— si me permiten esto para abreviar— se colora. Hay todo un trasfondo, seguramente a esta referencia. Sería necesario decir que a la mirada del espacio, con sus tres dimensiones, el color —si sabemos hacerlo— podría agregar sin duda uno o dos, quizá tres, pues desde esta nota, perciban ustedes, en esta ocasión que los estoicos, los epicúreos, los doctrinarios del reino del placer, a la vista de lo que se abre a nosotros como interrogación: ¿Permanece eso aún allí negro y blanco? He tratado, desde que introduje un nuestro manejo esta función del goce, de indicar que ella es relación al cuerpo, esencialmente, pero no a cualquiera, esa relación que se funda sobre esta exclusión, al mismo tiempo inclusión, que hace todo nuestro esfuerzo hace una topología que corrige los enunciados hasta aquí recibidos del psicoanálisis, pues esta claro que no se habla más que de eso en todos los estadios —rechazo, formación del no yo, no voy a recordarlos todos— pero es función de eso que se llama incorporación y que se traduce «introyección», como si se tratara de una relación de interior  a exterior y no de una topología mucho más compleja.

La ideología analítica en suma, tal como ella está expresada hasta aquí, es de una torpeza destacable que se explica por esto: la no construcción de una topología adecuada. Lo que es necesario aprehender es que esta topología, quiero decir la del goce, es la topología del sujeto ; es ella quien ubica nuestra existencia del sujeto parasí (poursoit).Esta es una palabra nueva, que me ha salido así: el verbo poursoir.

No veo por que, después del tiempo que se habla del en-sí y para-sí, no se podrían hacer variaciones. Esto es extraordinariamente divertido. Por ejemplo, ustedes podrían escribir el en-sí de este modo: «anse-oie» o bien «ensioe». Se los paso. ¡Cuando estoy completamente solo, me divierto mucho!.

El interés del verbo parasir (poursoir) es que inmediatamente él encuentra amiguitos: paraver  (pourvoir) o bien sobreser (surseoir). Es necesario modificar la ortografía si el esta del lado de sobreser (surseoir), es necesario escribirlo: paraseer (pourseoir). El interés esta en si esto ayuda a pensar cosas y en particular una dicotomía: ¿el sujeto, esta porsí  (poursu) contra el goce?. En otros términos, ¿se prueba él allí? ¿conduce él su pequeño juego en el asunto? ¿es él esclavo, de algún modo, en su dependencia? Esta es una cuestión que tiene su interés, pero para avanzar allí, es necesario partir de que en todo caso nuestro acceso al goce es comandado por la topología del sujeto, y esto, les aseguro que presenta algunas dificultades al nivel de los enunciados concernientes al goce. Me ocurre hablar con personas, no forzosamente destacados, pero muy inteligentes. Hay un cierto modo de pensar que el goce podría asegurarse por esta conjunción imposible, que es la que he enunciado la última vez, entre el discurso y el lenguaje, forma que esta evidentemente ligada al espejismo de que todos los problemas del goce están esencialmente ligados a est división del sujeto. Pero no sería porque el sujeto estuviera más dividido que se reencontraría al goce. Es necesario prestar mucha atención a esto. En otros términos, el sujeto hace la estructura del goce, pero hasta nueva orden, todo lo que pueda esperarse de ello, son prácticas de recuperación. Eso quiere decir que lo que él recupera no tiene nada que ver con el goce, sino con su perdida. Hay un llamado Hegel que ya se ha planteado esos problemas y demasiado bien. El no escribía «para-sí», como yo, y esto no deja de tener consecuencias. El modo en el cual el construye la aventura del goce, es ciertamente, como conviene, enteramente dominada por la fenomenología del espíritu, es decir, del sujeto. Pero el error es —si puedo decirlo— inicial y como tal no puede más que llevar sus consecuencias hasta el fin de su enunciación. Es muy singular que al hacer partir de esta dialéctica, como se expresa —las relaciones del amo y del esclavo no sea manifiesto, y de un modo enteramente claro por el hecho mismo del cual parte, a saber: la lucha a muerte —de puro prestigio, insiste él— que seguramente quiere decir que el amo ha renunciado al goce; y como no es para otra cosa que para la salud de su cuerpo que el esclavo acepta ser dominado, no se ve por que, en una perspectiva explicativa tal, el goce no le queda sobre los brazos. Uno no puede, sin embargo, comer el postre y mirarlo a la vez. Si el amo esta comprometido en el riesgo desde el inicio, es precisamente porque deja el goce al otro.

Es necesario que yo indique que recuerdo, evoco en esta ocasión, eso de lo cual toda la literatura antigua testimonia, a saber, que ser esclavo no era tan embrutecedor. Eso les dispensa, en todo caso, de muchos enojos políticos. Que no haya malentendidos —¿no es así?— hablo de un esclavo mítico, el del inicio de la fenomenología de Hegel. Y este esclavo mítico tiene quienes le responden. No es por nada que en la comedia— abran Terancio— la jovencita destinada al triunfo final del casamiento con el amable hijo de papá, se siempre una esclava. Para que todo este bien y para burlarse de nosotros, pues esta es la función de la comedia, se encuentra que ella es esclava pero, sin embargo, de muy buena familia. !Esto ha ocurrido por accidente!. Y al final todo se revela. En este momento, el hijo de papá,  ha puesto suficiente, para que decorosamente no pueda decir:  «Yo no juego más ; si hubiera sabido que era la hija del mejor camarada de papá, jamás me habría ocupado de ella». Pero el sentido de la comedia antigua es justamente ese: el de designarnos, cuando se trata del goce, que la hija del amo del trozo de tierra de la lado, no es la más indicada, ella tiene algo de un poquito rígida, esta un poco demasiado ligada a lo que alcanza de patrimonio. Les pido perdón por donde nos llevan esta pequeñas fábulas, pero es para decir que es de otro orden lo que la evolución histórica recupera «liberando» los esclavos. Ella los libera no se sabe de que, pero hay algo cierto, es que en todas las etapas, ella los encadena; en todas la etapas de la recuperación los encadena al plus de gozar, que es —como pienso, desde el comienzo de este año— el tener suficientemente enunciada otra cosa, es decir lo que responde no al goce, sino a la pérdida del goce que de ella surge lo que deviene la causa conjugada de saber y esta animación, que he calificado recientemente de feroz, que procede del plus de gozar. Tal es el auténtico mecanismo, importa recordarlo en el momento en que, iremos a hablar de Pascal, porque Pascal, como todos nosotros, es un hombre de su tiempo.

Seguramente que la apuesta a hacer con el hecho que, en los mismos años, y sobre esos puntos de pequeña historia téngame confianza, he hecho el recorrido de lo que puede leerse ; le señalo simplemente que mi amigo Fuilbaud ha hecho —sobre ese punto artículos en revistas, no se su tiraje, aparte, pero trataré, empero, de saber donde pueden encontrarlas— algunos cortos, muy cortos y pequeños artículos que son enteramente decisivos en cuanto a las relaciones de esa apuesta. No es el único, por otra parte. En el libro de Brunet, la cosa esta igualmente tratada. La regla de las apuestas es algo sobre lo cual sería necesario un largo decir para mostrarles su importancia en el progreso de la teoría matemática. Sepan, simplemente, que nada más es posible en cuanto a la mirada de eso de lo cual se trata para nosotros, cuando se trata del sujeto. Interesarse en lo que de ello se refiere a lo que se llama el juego, en tanto que es una práctica profundamente definida, porque ella comporta un cierto número de golpes que tienen lugar en el interior de ciertas reglas; nada aísla de un modo más puro lo que a él se refiere en sus relaciones al significante. Aquí  en apariencia, no nos interesa otra cosa que la manipulación más gratuita en el orden de la combinación.

Plantear, sin embargo, la cuestión de lo que él se refiere a las decisiones a tomar en ese campo, está hecho gratuitamente para subrayar que en ninguna parte toma más fuerza y necesidad. Es bajo esta mirada que se hace la apuesta —si percibimos que allí todo falta acerca de las condiciones capaces de ser recibidas en un juego— y toma su alcance. Los esfuerzos de los autores para racionalizarlo de algún modo, se dirigen a la vista de lo que era, en efecto, para Pascal —pero él debía ser el primero en saberlo— la referencia y demostrar que esa no es aquélla, la que da importancia de modo en el cual la apuesta es manejada por Pascal. Y allí en el texto de Pascal —y retomado por los autores con un modo corto de vista, que es precisamente la cosa más ejemplar, y de la cual se puede decir que, después de todo, los autores nos rinden el servicio de mostrar como se instala el impasse en el cual se obstinan— este modo de poner en valor, a la vista de esta decisión, las relaciones de extensión en el juego, a saber: de un lado una vida en el goce a la cual se renuncia para hacer de ello todo— de la misma forma que Pascal lo señala en el estudio que se llama «Reglas de las partidas»—, es cuando el juego está perdido que se llama principio de la puesta (mise), la puesta del otro lado, del lado del partenaire, y lo que Pascal articula es una infinidad de vidas infinitamente dichosas allí.

Les señalo que aquí  se abre un punto: saber se esta infinidad de vidas deben ser pensadas en singular o en plural. Una infinidad de vidas; ello no quiere decir gran cosa si no está en cambiar el sentido que tiene, en ese contexto de la reglas de las partidas, la palabra «infinidad». Por otra parte estamos allí librados a la ambigüedad del pequeño papel. La palabra «dichosa» no esta terminada; ¿Por qué la palabra vida estaría completa? ¿Quién podría atenerse a ello?. A la faz numeral de una comparación que es la que aquí se promueve, a saber la relación numeral entre las apuestas, con algo que no tiene otro nombre que la incertidumbre, y que es tomada, ella misma como  tal, numéricamente, se puede suponer que Pascal escribe más que a la mirada misma de un azar de ganancia, que escribe a la visión de una infinidad de azar de pérdida. Introducir, entonces, como numérico, el elemento azar, en tanto que ha sido propiamente excluido en lo que él enuncia acerca de la regla de las partidas, que comporta para ser enunciada la igualdad de los azares, muestra bien que en todo caso es sobre el plano numérico que debe ser medida la apuesta.

Insisto en ello, pues en ese pequeño papel que no es de ningún modo una redacción ni un estado definitivo, sino una sucesión de signos de escritura que han sido hechos, está bien enunciado en otros puntos, que es de apostar de lo que se trata, es decir, de la incertidumbre fundamental. A saber, si existe un partenaire. En otros puntos Pascal enuncia  «existe una chance sobre dos», a saber, Dios existe o no existe. Procedimiento del cual, seguramente, vemos suficientemente lo insostenible y que no tiene necesidad de ser refutado. ¿Pero es que no se ve que todo esto reside precisamente en ese nivel de la incertidumbre? Pues está bien claro que nada se impone de ese cálculo que se puede siempre oponer a la proposición de la apuesta: «lo que yo tengo, lo sostengo y con esta vida ya tengo bastante que hacer». Pascal retoma eso y nos dice que no es nada. Pero ¿qué quiere decir? No que sea cero, pues no habría juego en tanto no habría apuesta; el dice que ella es nada, lo que es otro asunto, pues esto es precisamente de lo que se trata en el plus de gozar; y por otra parte si hay algo que lleva a lo más vivo, a lo más radical de nuestra pasión de ese discurso, es precisamente porque es de eso de lo que se trata. La oposición, sin duda, se sostiene siempre. ¿Es que al apostar en tal juego, no apuesto demasiado?

Y es precisamente por ello que Pascal lo deja inscripto en la argumentación de su supuesto contradictor que no está, por otra parte, más que en sí mismo, en tanto él es el único que conoce el contenido de ese pequeño trozo de papel. Pero él le responde: » Usted no puede no apostar porque usted esta comprometido». Y, ¿en qué? Ustedes no están comprometidos del todo, salvo si lo que domina es el que deban tomar una decisión, es decir, aquello que, en el juego, en la teoría del juego —como se dice en nuestros días—, que no es más que la continuidad absolutamente directa de lo que Pascal inaugura con las reglas de las partidas, donde la decisión es una estructura y es porque ella está reducida a una estructura que nosotros podemos manipularla de un modo enteramente científico. Sólo allí, a ese nivel, si ustedes deben tomar una decisión, cualquiera que sea de la dos, si ustedes están comprometidos de todos modos, es a partir del momento en que son interrogados de tal modo, y por Pascal, es decir en el momento en que ustedes se autorizan ser yo (je) en ese discurso. La verdadera ambigüedad, la dicotomía no está entre si Dios existe o no, lo quiera Pascal o no ; ese problema deviene de otra naturaleza a partir del momento en que él ha afirmado: no sabemos si Dios existe, ni lo que Dios es, no lo que él aborrece y entonces el asunto concerniente a Dios será —las comparaciones lo han sentido perfectamente y lo han articulado— un asunto de hecho, lo cual, si ustedes se refieren a la definición que he dado del hecho, es un asunto de discurso. No hay hecho más que del enunciado.  Y es por lo que nosotros estamos enteramente librados a la tradición del libro. Lo que está en juego en la apuesta de Pascal es esto: es que yo (je) existe, o, si yo (je) no existe, como ya se los he enunciado al término de mi precedente discurso. He puesto, como ocurre y quizá porque soy un poco demasiado consuetudinario, demasiado tiempo en introducir lo vivo de eso de la cual se trata, pero creo que esas premisas eran indispensables. Eso me lleva, entonces, a hacer aquí —no especialmente oportuno— nuestro corte de hoy. Sepan sólo que, si contrariamente a lo que se cree, la apuesta no es sino sobre la existencia del yo (je), algo puede ser deducido más allá de la apuesta de Pascal, a saber si nosotros ponemos en su lugar la función de la causa, tal como ella se ubica al nivel del sujeto, a saber el objeto a, no es la primera vez que yo lo habría escrito así: «el a-causa» (l’a cause). Es precisamente en tanto que toda la apuesta tiene esta esencia de reducir este algo, que no es algo que podamos así tener en el hueco de la mano, a saber nuestra vida, de la cual después de todo podremos tener otra aprehensión, otra perspectiva, a saber que ella nos comprende y es sin límite que estamos allí, lugar de pasaje, fenómeno. ¿Por qué la cosa no sería sostenida? Ella lo ha sido después de todo. Que esta vida se reduzca a ese algo que puede ser así puesto en juego, no es el signo de que aquello que domina, en una cierta elevación de las relaciones al saber, sea esta a-causa. Y es allí que, en nuestros pasos siguientes, iremos a medir lo que resulta más allá de esta a-causa, de una elección. Decir «yo existo» tiene, a la vista de esa relación con el a-causa, toda una continuidad de consecuencias perfecta e inmediatamente formalizables. Les dará la próxima vea lo esencial. E inversamente, el hecho mismo de poder así calcular otra posición, aquélla que habla por la búsqueda de lo es de un yo (je) que puede ser que no exista, esto va en el sentido del a-causa, en el sentido de eso a lo cual procede Pascal cuando invoca a su interlocutor a renunciar a ello; allí, para darnos su sentido en la dirección de una búsqueda que es expresamente la nuestra, la del psicoanálisis.