Seminario 2: Clase 6: Homeostasis e insistencia, 12 de Enero de 1955

El instinto de muerte. Racionalismo de Freud. Alienación del amo. El psicoanálisis no es un humanismo. Freud y la energía.

Les han colmado de atenciones. Anoche el señor Hyppolite les dio algo bueno. Ahora es cuestión de saber qué harán con ello.

Algunos quizá conserven cierta huella mnémica del punto en que los dejé al final de nuestra última reunión, a saber, la Wiederholungszwang, que traduciremos por compulsión de repetición más bien que por automatismo de repetición. Freud desglosó este Zwang de sus escritos más antiguos, que fueron los últimos en aparecer, de ese Proyecto de una psicología al que suelo aludir y cuyo análisis y crítica tendremos que llevar a cabo en las semanas venideras.

Lo que ya entonces definió Freud como principio del placer es un principio de constancia. Hay otro principio, que sume a nuestros teóricos analistas en la mayor perplejidad, el principio de Nirvana. Es notable ver, bajo la pluma de un autor como Hartmann, absolutamente identificados los tres términos -principio de constancia, principio de placer, principio de Nirvana-como si Freud jamás se hubiera movido de la categoría mental en la que trataba de ordenar la construcción de los hechos, y como si siempre hablara de lo mismo. Nos preguntamos por qué de pronto habría llamado principio de Nirvana al más allá del principio del placer.

Al comienzo del Más allá, Freud nos representa los dos sistemas, y nos muestra que lo que es placer en uno se traduce por aflicción en el otro, e inversamente. Pues bien, si hubiera simetría, reciprocidad, perfecto acoplamiento de los dos sistemas, Si los procesos primario y secundario fueran cabalmente la inversa el uno del otro, se fundirían en uno y bastaría con operar sobre uno de ellos para operar simultáneamente sobre el otro. Al operar sobre el yo y la resistencia, al mismo tiempo se tocaría el fondo del problema. Freud escribe precisamente Más allá del principio del placer para explicar que no es posible quedarse ahí.

En efecto, la manifestación del proceso primario a nivel del yo, bajo la forma del síntoma, se traduce por un displacer, un sufrimiento, y, sin embargo, siempre vuelve. Sólo este hecho debe retenernos. ¿Por qué se manifiesta el sistema reprimido con lo que la vez pasada califiqué de insistencia? Si el sistema nervioso está destinado a alcanzar una posición de equilibrio, ¿por qué no lo consigue? Expresadas así, estas cosas son la evidencia misma.

Pero, justamente, Freud era un hombre que una vez que había visto algo-y sabía ver, antes que nadie no dejaba escapar su contundencia. Y esto le da a su obra el valor prodigioso que tiene. Claro está que cuando hacía un descubrimiento, de inmediato se veía éste sometido al trabajo de roedor que siempre se produce en torno a cualquier especie de novedad especulativa, y que tiende a llevarlo todo de nuevo a la rutina. Vean la primera gran noción original que aportó en el plano puramente teórico, la libido, y el relieve, el carácter irreductible que le confiere cuando dice: la libido es sexual. Hoy en día, para hacernos entender, deberíamos decir que la aportación de Freud consistió en que el motor esencial del progreso humano, el motor de lo patético, de lo conflictivo, de lo fecundo, de lo creador en la vida humana, es la lujuria. Y ya al cabo de diez años ahí estaba Jung, explicando que la libido eran los intereses psíquicos. No, la libido es la libido sexual. Cuando hablo de la libido, hablo de la libido sexual.

Lo que todo el mundo reconoce como viraje decisivo en la técnica del análisis, el centrado en la resistencia, tenía fundamento y mostró ser fecundo, pero dio lugar a una confusión teórica: al operar sobre el yo, se creyó estar operando sobre una de las dos mitades del aparato. En ese preciso momento, Freud recuerda que el inconsciente como tal no puede ser alcanzado, y que se hace oír de una manera paradójica, dolorosa, irreductible al principio del placer. Vuelve a poner así en primer plano la esencia de su descubrimiento, que se tiende a olvidar.

¿Han leído Más allá del principio del placer? Si uno de ustedes consiente en comunicarnos lo que leyó en ese texto, le doy la palabra.

O. MANNONI: — Quisiera pedir una aclaración sobre un punto que me deja algo confundido. Cuando se lee a Freud, parecería que mantiene dos aspectos de la compulsión de repetíción. En uno se trata de reiniciar un esfuerzo falido para procurar que resulte exitoso: esto aparece como una protección contra el peligro, contra el trauma. En el otro, parece volverse a una posición más confortable, porque se ha errado la posición que, en una perspectiva evolucionista, es posterior. No encontré que estas dos posiciones finalmente concuerden, o al menos tal concordancia se me ha escapado, y es ésta una dificultad que me confunde.

Como observaba Lefebvre-Pontalis, el empleo del término Wiederholungszwang presenta una ambigüedad. Hay dos registros que se combinan, se entrelazan, una tendencia restitutiva y una tendencia repetitiva, y no diré que entre ambos el pensamiento de Freud oscile, porque no hay pensamiento menos oscilante que el suyo, pero uno tiene la sensación de que su búsqueda vuelve sobre sí misma. Parecería que cada vez que llega demasiado lejos en el otro sentido, se detuviera para decir: ¿no es, simplemente, la tendencia restitutiva? Pero una y otra vez comprueba que con esto no alcanza, y que tras la manifestación de la tendencia restitutiva queda algo que a nivel de la psicología individual se presenta gratuito, paradójico, enigmático y que es propiamente repetitivo.

En efecto, según la hipótesis del principio del placer, el conjunto del sistema debe volver siempre a su estado inicial, operar en forma homeostática, como actualmente se dice. ¿Cómo se entiende la existencia de algo que no entra, cualquiera sea la punta por donde se lo tome, en el movimiento, en el marco del principio del placer? Una y otra vez intenta Freud hacer entrar en este marco los fenómenos que observa, y cada vez la experiencia le obliga a salir de él. Los hechos más paradójicos son los más instructivos. Y finalmente, es el hecho masivo de la reproducción en la transferencia lo que le impone la decisión de admitir como tal la compulsión de repetición.

O. MANNONI:—Mi pregunta tendía a aclarar este punto: ¿la compulsión de repetición en el segundo sentido, lo obligaba a modificar la primera concepción, o están superpuestas como distintas? No he entendido bien si esto le hacía volver sobre la idea de que había una restitución pura y simple, o si, por el contrario, él añadía a la restitución pura y simple ahora una compulsión…

Precisamente por eso se orienta directamente a la función del instinto de muerte. Ahí, sale de los límites del esquema.

Sr. HYPPOLITE:-¿Por qué lo llama instinto de muerte? Uno tiene la impresión de algo terriblemente enigmático, de que Freud cita fenómenos heterogéneos que, simplemente, no entran dentro del marco del esquema. ¿Qué relación hay entre el término instinto de muerte y los fenómenos más allá del principio del placer? ¿Por qué llamarlo instinto de muerte? Esto súbitamente abre perspectivas, algunas de las cuales resultan bastante extrañas, como el retorno a la materia.

O. MANNONI:-Mejor hubiera hecho en llamarlo antiinstinto.

Sr. HYPPOLITE: – Una vez que lo llamó instinto de muerte, esto le conduce al mismo tiempo a descubrir otros fenómenos, a abrir perspectivas que no estaban implicadas en aquello que le impulsó a bautizarlo instinto de muerte.

Es exacto.

Sr. HYPPOLITE:-El retorno a la materia es un prodigioso enigma, un tanto impreciso a mi parecer. Da la impresión de que se está en presencia de una serie de enigmas, y el mismo nombre que les da, instinto de muerte, es un salto con relación a los fenómenos que ha explicado, un salto prodigioso.

Sr. BEJARANO:-Tengo la misma dificultad para entender ese salto. Freud parece decir que los instintos de conservación de la vida van a la muerte; dice, en suma, que la muerte es querida por los instintos de conservación. Esto me parece tan especioso como decir, haciendo una transposición, que el fuego, es decir, el calor, es el frío. No comprendo por qué llama a esto instinto de muerte.

Sr. HYPPOLITE:-¿NO hay aquí una filosofía algo oscura? Acaba diciendo que la libido tiende a formar grupos cada vez más ligados los unos a los otros, y orgánicos, mientras que el instinto de muerte tiende a llevar de nuevo a los elementos.

Esto no da sensación de vaguedad. Leyendo el texto se tiene la impresión de que Freud obedece a lo que denomino su pequeña idea. Hay algo que lo trabaja. Y al final, él mismo reconoce el carácter extraordinariamente especulativo de todo su desarrollo, o más exactamente de su interrogación en redondo. Sin cesar vuelve sobre sus bases iniciales, traza un nuevo círculo, encuentra otra vez el pasaje y acaba finalmente por cruzarlo; pero una vez cruzado, reconoce que, en efecto, algo allí se sale completamente de los límites del esquema y de ningún modo puede justificarse sólo por referencia a la experiencia. Por último, afirma que si esta articulación le pareció digna de ser comunicada fue porque necesariamente se ve orientado por el camino de esta problemática.

Sr. HYPPOLITE:-Tenemos la impresión de que, según él, los dos instintos, el de vida y el de muerte, en el inconsciente se funden en uno solo, pero que lo grave es cuando las componentes se separan. Hay aquí algo muy bello, muy llamativo, heteróclito, exactamente como un niño que abraza y araña al mismo tiempo; además, lo dice explícitamente. Es cierto, en lo que llaman amor humano hay una parte de agresividad sin la cual no habría más que impotencia, pero que puede llegar hasta dar muerte al partenaire, y una parte de libido, que desembocaría en una impotencia efectiva si no existiera la parte de agresividad. Si ambas partes funcionan juntas, tenemos el amor humano. Pero cuando la cosa se descompone, cuando uno de los componentes funciona solo, entonces aparece el instinto de muerte.

Esto se encuentra a nivel de lo que podemos llamar lo inmediato, se da en la experiencia psicológica del individuo; extremando las cosas, y a fin de ilustrar nuestro pensamiento, digamos que está incluso a nivel de la marioneta. Pero lo que a Freud le interesa es saber con qué hilos se la dirige. De esto habla cuando habla de instinto de muerte o de instinto de vida.

Lo cual me retrotrae al problema que creí tener que plantearles después de nuestro encuentro de ayer: ¿el psicoanálisis, es un humanismo? Es la misma cuestión que planteo cuando pregunto si el autonomous ego sigue la dirección del descubrimiento freudiano. El problema de saber cuál es la parte de autonomía que hay en el hombre existió siempre, y es preocupacion de todos. ¿Qué nos aporta Freud al respecto? ¿Es una revolución, sí o no? Y al mismo tiempo se presenta la tercera cuestión que formulé ayer: ¿qué hay de nuevo, si los ponemos en el mismo registro, de Hegel a Freud?

HYPPOLITE:-Hay mucho.

No le responderé precisamente hoy de una manera completa, pues es preciso dar algunos pasos y tal vez recorrer un largo camino. Sólo intentaré situar primero a mi manera el sentido de lo que hace un momento llamé la pequeña, o grande, idea de Freud, en el momento en que está ahí, oscilando, dando vueltas alrededor de la función del instinto de muerte

Es llamativo que los científicos de laboratorio sigan manteniendo el espejismo de que es el individuo, el sujeto humano -¿y por qué razón él entre todos los demás-, el verdaderamente autónomo, y que en cierto lugar de este sujeto, sea en la glándula pineal o en otra parte, hay un guardagujas, el hombrecito que está en el hombre, el que hace marchar el aparato. Pues bien, a eso vuelve en este momento el pensamiento analítico entero, con escasas excepciones.

Se nos habla de ego autónomo, de parte sana del yo, de yo al que se debe reforzar, de yo que no es lo bastante fuerte para que uno puede apoyarse encima y hacer un análisis, de yo que debe ser el aliado del analista, el aliado del yo del analista, etc. Ven ustedes a estos dos yo, dándose el brazo, el yo del analista y el del sujeto, este último subordinado en realidad al otro en la supuesta alianza. De esto la experiencia no nos ofrece ni el más mínimo esbozo, ya que lo que sucede es exactamente lo contrario: es a nivel del yo donde se producen todas las resistencias. Realmente nos preguntamos de dónde podrían partir si no fuera del yo.

Hoy no tengo tiempo para extraer de entre mis papeles unos cuantos textos, pero algún día lo haré y les citaré párrafos recientemente publicados donde se despliega con complacencia, con la satisfacción del descanso por fin ganado, la idea de que es muy sencillo, está más claro que el agua, hay cosas buenas en este buen sujeto, hay una esfera sin conflicto donde la libido está neutralizada, deslibidinizada, donde la propia agresividad está desagresivizada. Es como Arquímedes: se le da su puntito fuera del mundo y él podrá levantarlo. Pero ese puntito fuera del mundo no existe.

Es preciso ver bien hasta dónde se extiende el problema. Se extiende hasta la pregunta: ¿el psicoanálisis, es un humanismo?, que pone en cuestión una de las premisas fundamentales del pensamiento clásico, desde una cierta fecha del pensamiento griego. El hombre, se nos dice, es la medida de todas las cosas. ¿Pero dónde está su propia medida? ¿La tiene acaso en él mismo?

HYPPOLITE:-¿No cree usted-y ésta es casi una respuesta a su pregunta, sobre la que estuve pensando una parte de la noche pero que viene a cuento de lo que está usted diciendo-, que hay en Freud un profundo conflicto entre el racionalista-llamo racionalista a alguien que piensa que se podrá racionalizar a la humanidad, y esto va hacia el lado del yo-y un hombre muy diferente, infinitamente apático a la curación de los hambres, ávido de un saber de muy distinta profundidad, y que en todo momento se opone al racionalista? En El Porvenir de una ilusión, Freud se pregunta qué sucederá cuando se hayan desvanecido todas las ilusiones. Y aquí interviene el yo, el yo reforzado, humano, activo. Podemos ver una humanidad liberada. Pero en Freud hay un personaje más profundo. El descubrimiento del instinto de muerte, ¿no está ligado a ese personaje profundo que el racionalista no expresa? Hay dos hombres en Freud. De vez en cuando veo al racionalista, y éste es el lado del humanista: vamos a desembarazarnos de todas las ilusiones, ¿qué quedará? Después está lo especulativo puro, que se descubre del lado del instinto de muerte.

Esta es la aventura de Freud como creador. No me parece en absoluto que para él se dé allí un conflicto. Esto sólo podría decirse si la aspiración racionalista se encarnase en él con un sueño de racionalización. Sin embargo, por lejos que haya podido llevar, en El porvenir una ilusión, por ejemplo, o en El malestar, su diálogo con el utopismo einsteniano, el del Einstein que deja a un lado sus geniales matemáticas para volver al nivel de las banalidades…

Sr. HYPPOLITE:-Hay cierta grandeza en el materialismo de Freud.

Las banalidades también tienen su grandeza. No creo que Freud esté en ese nivel.

Sr. HYPPOLITE:-Por eso me gusta, porque no está en ese nivel. Hay algo mucho más enigmático.

En Malestar en la civilización sabe ver dónde resiste eso. Por lejos que introduzcamos, no digo el racionalismo sino la racionalización, eso saltará forzosamente por algún lado.

Sr. HYPPOLITE:-Es lo más profundo que hay en Freud. Pero en él también está el racionalista.

Su pensamiento merece ser calificado, en el más alto grado y con la mayor firmeza, de racionalista, en el sentido pleno de la palabra y de una punta a la otra. Este texto, tan difícil de penetrar y en torno al cual giramos, presentifica las exigencias más intensas y actuales de una razón que no abdica ante nada, que no dice: Aquí comienza lo opaco y lo inefable. Freud entra, y aunque parece extraviarse en la oscuridad, prosigue con la razón. No creo que haya en él ninguna abdicación, ninguna prosternación final, no creo que renuncie jamás a operar con la razón, que se retire a la montaña pensando que las cosas están bien así.

Sr. HYPPOLITE:-Es verdad, Freud llega hasta la luz, aunque esa luz, la más total, deba ser antitética. Por racionalismo, no quise decir que se consagraría a una nueva religión. Por el contrario, el Ausführung es una religión contra la religión.

Su antítesis-llamémosla así-es justamente el instinto de muerte. Es un paso decisivo en la aprehensión de la realidad, una realidad que supera ampliamente lo que así denominamos en el principio de realidad. El instinto de muerte no es una confesión de impotencia, no es la detención ante un irreductible, un inefable último. El instinto de muerte es un concepto. Trataremos ahora de dar algunos pasos para alcanzarlo.

Ya que estamos aquí, partiré de lo que nos propuso usted ayer sobre la Fenomenología del espíritu. Tal como ve usted las cosas, se trata sin duda del progreso del saber. Bewusstsein está, en Hegel, mucho más cerca del saber que de la conciencia. Pese a todo, si la asamblea de ayer no hubiera sido tan razonable, una de mis preguntas habría sido: ¿cuál es en Hegel la función del no saber? El próximo trimestre tendrá usted que darnos una segunda conferencia para hablarnos de esto. Freud produjo una cantidad de artículos sobre el problema de lo que en definitiva puede esperarse de la reconquista de ese Zuiderzee psicológico que es el inconsciente. Cuando hayamos desecado los pólders del ello, ¿qué pasará desde el punto de vista del rendimiento humano? Pues bien, esta perspectiva no le parecía tan exaltante. Pensaba que había riesgo de que se rompieran algunos diques. Todo eso está escrito en Freud, y si lo recuerdo es para demostrar que siempre permanecemos en el comentario del pensamiento freudiano. Para la perspectiva hegeliana, ¿cuál es la realización, el fin de la historia? Creo que, en resumidas cuentas, el progreso de la fenomenología del Espíritu son todos ustedes: están aquí para eso. Quiere decir lo que ustedes hacen, aún cuando no piensen en ello. Siempre los hilos de la marioneta. ¿Me aprobará el señor Hyppolite si digo que el conjunto del progreso de la fenomenología del Espíritu es un dominio cada vez más elaborado?

HYPPOLITE:-Depende de lo que usted ponga en dominio

De acuerdo. Trataré de ilustrarlo, y sin limar los ángulos. No quiero deslizar un término sino mostrar, por el contrario, en qué sentido puede chocar.

Sr. HYPPOLITE:-No me tome por un adversario. No soy hegeliano. Probablemente esté en contra. No me tome por un representante de Hegel.

Esto va a facilitarnos mucho las cosas. Simplemente le pido, porque así y todo usted es más especialista en Hegel que yo, que me diga si no estoy llegando demasiado lejos, es decir, si habría textos importantes que pudiesen contradecirme.

Como he hecho notar a menudo, no me gusta mucho que se diga que se ha superado a Hegel, como se dice superar a Descartes. Se lo supera todo y se sigue estando, sencillamente, en el mismo sitio. Por lo tanto, un dominio cada vez más elaborado. Vamos a ilustrarlo.

El fin de la historia es el saber absoluto. De aquí no nos zafamos: si la conciencia es el saber, el fin de la dialéctica de la conciencia es el saber absoluto, escrito como tal en Hegel.

Sr. HYPPOLITE:-Sí, pero a Hegel se lo puede interpretar.

Podemos preguntarnos si hay un momento, en la prosecución de la experiencia, que aparece como el saber absoluto, o bien si el saber absoluto está en la presentación total de la experiencia. Vale decir: ¿estamos siempre y en todo instante en el saber absoluto? ¿O bien el saber absoluto es un momento? ¿Hay en la Fenomenología una serie de etapas que son anteriores al saber absoluto, y después una etapa final a la que llega Napoleón, cualquiera, etc., y que se llamaría saber absoluto? Hegel dice algo de esto, pero se lo puede entender de manera muy distinta. La interpretación de Heidegger, por ejemplo, es tendenciosa, pero felizmente posible. Por eso no se supera a Hegel. Sería muy posible que el saber absoluto fuera, por así decir, inmanente a cada etapa de la Fenomenología. Sólo la conciencia no cumple con eso. De esa verdad que sería el saber absoluto ella hace otro fenómeno natural, que no es el saber absoluto. Por lo tanto, el saber absoluto nunca sería un momento de la historia, estaría siempre. El saber absoluto sería la experiencia como tal, y no un momento de la experiencia. La conciencia, estando en el campo, no ve el campo. Ver el campo es eso, el saber absoluto.

Sin embargo, en Hegel este saber absoluto se encarna en un discurso.

Sr. HYPPOLITE:-Por cierto que sí.

Creo que para Hegel todo está siempre ahí, toda la historia está siempre actualmente presente, en vertical. De otro modo, sería un cuento pueril. Y de lo que se trata con el saber absoluto, que efectivamente está ahí, desde los primeros idiotas del Neanderthal, es que el discurso se cierre sobre sí mismo, que esté enteramente de acuerdo consigo mismo, que todo lo que puede ser expresado en el discurso sea coherente y justificado.

Aquí voy a hacer un alto. Marchamos paso a paso, pero para avanzar con seguridad es mejor hacerlo con lentitud. Esto nos conducirá a lo que buscamos: el sentido, la originalidad de lo que aporta Freud en relación con Hegel.

En la perspectiva hegeliana, el discurso concluido-claro está que a partir del momento en que el discurso haya llegado a su conclusión ya no habrá necesidad de hablar, es lo que llaman etapas post-revolucionarias, dejémoslo de lado-, el discurso concluido, encarnación del saber absoluto, es el instrumento de poder, el cetro y la propiedad de los que saben. Nada implica que en él participen todos. Cuando los científicos de los que hablé ayer-es más que un mito, es el sentido mismo del progreso del símbolo-han llegado a cerrar el discurso humano, lo poseen, y a los que no lo tienen sólo les queda dedicarse al jazz, a bailar, a divertirse, los buenos, los simpáticos, los libidinosos. Esto es lo que llamo dominio elaborado.

En el saber absoluto queda una última división, una última separación, ontológica si me permiten, en el hombre. Si Hegel superó un cierto individualismo religioso que basa la existencia del Individuo en su tête-à-tête único con Dios, lo hizo mostrando que la realidad, por así decir, de cada humano está en el ser del otro. A fin de cuentas, hay alienación recíproca, como explicó usted ayer perfectamente, y una alienación, insisto, irreductible, sin salida. ¿Hay algo más tonto que el amo primitivo? Es un verdadero amo. Sin embargo, ¡hemos vivido el tiempo necesario para percatarnos de lo que pasa cuando en los hombres prende la aspiración al dominio! Lo vimos durante la guerra, el error político de aquellos cuya ideología era creerse los amos, creer que basta con tender la mano para tomar. Los alemánes avanzan hacia Tolón para dar caza a la flota, verdadera historia de amos. El dominio está totalmente del lado del esclavo, porque él elabora su dominio contra el amo. Pues bien: esta alienación recíproca, por su parte, durará hasta el fin. Imaginen cuán poca cosa será el discurso elaborado al lado de los que se distraen con jazz en el café de la esquina. Y hasta qué punto los amos desearán reunirse con ellos. Mientras que, inversamente, los otros se considerarán unos miserables, poquísima cosa, y pensarán: ¡qué feliz es el amo en su goce de amo./, siendo que, por supuesto, éste se sentirá totalmente frustrado. Creo que, en última instancia. Hegel nos lleva a esto.

Hegel está en los límites de la antropología. Freud salió de ella. Su descubrimiento es que el hombre no está completamente en el hombre. Freud no es un humanista. Trataré de explicarles por qué.

Hablemos de cosas elementales. Freud es un médico, pero nació poco más o menos un siglo después de Hegel, y en el intervalo pasaron muchas cosas que no carecieron de incidencia sobre el sentido que se le puede dar a la palabra médico. Freud no es un médico como habían sido Esculapio, Hipócrates o San Lucas. Es un médico más o menos como somos todos nosotros. Un médico que, en síntesis, ya no es un médico, como nosotros mismos somos un tipo de médico que ya no pertenece en absoluto a la tradición de lo que siempre fue el médico para el hombre.

Es muy curioso y supone una incoherencia realmente extraña que se diga: el hombre tiene un cuerpo. Para nosotros esto guarda sentido, incluso es probable que siempre lo haya hecho, pero también lo es que guarda más sentido para nosotros que para cualquiera, porque, con Hegel y sin saberlo, en la medida en que todo el mundo es hegeliano sin saberlo, hemos llevado sumamente lejos la identificación del hombre con su saber, que es un saber acumulado. Es absolutamente extraño estar localizado en un cuerpo, y a esta extrañeza no sería posible minimizarla, a pesar de que nos lo pasamos jactándonos de haber reinventado la unidad humana, ésa que el idiota de Descartes había recortado. Es absolutamente inútil lanzar grandes declaraciones sobre el retorno a la unidad del ser humano, al alma como forma del cuerpo, con gran cantidad de tomismo y aristotelismo. La división está hecha sin remedio. Y por eso los s médicos de hoy en día no son los médicos de siempre, salvo aquellos que se lo pasan figurándose que hay temperamentos, constituciones y cosas por el estilo. Frente al cuerpo, el médico tiene la actitud del señor que desmonta una máquina. Por más que se hagan declaraciones de principio, esta actitud es radical. De ella arrancó Freud, y ése era su ideal: hacer anatomía patológica, fisiología anatómica, descubrir para qué sirve ese complicado aparatito que está ahí, encarnado en el sistema nervioso.

Esta perspectiva, que descompone la unidad del viviente, tiene por cierto algo de perturbador, de escandaloso, y toda una dirección de pensamiento trata de ponerse en contra: estoy pensando en el guestaltismo y otras elaboraciones teóricas de buena voluntad, que querrían retornar a la benevolencia de la naturaleza y a la armonía preestablecida. Desde luego, nada prueba que el cuerpo sea una máquina, e incluso es perfectamente posible que no haya nada de eso. Pero ahí no está el problema. Lo importante es que la cuestión se haya abordado de esta forma. Lo nombré hace un momento: el se en cuestión es Descartes. El no estaba completamente solo, porque hicieron falta muchas cosas para que pudiera comenzar a pensar el cuerpo como una máquina. En particular, hizo falta que hubiese una que no sólo marchara sola, sino que pudiera encarnar, de un modo estremecedor, algo enteramente humano.

Por cierto, en el momento en que esto sucedía, nadie se daba cuenta. Pero ahora disponemos de alguna mínima perspectiva. El fenómeno tiene lugar bastante antes de Hegel. Hegel, que sólo tuvo muy poca parte en todo esto, es quizás el último representante de una cierta antropología clásica, pero al fin y al cabo, en comparación con Descartes, está casi a la zaga.

La máquina de la que estoy hablando es el reloj. En nuestra época es raro que un hombre se maraville mucho de lo que es un reloj. Louis Aragon habla de él en Le paysan de París, en términos como sólo un poeta puede encontrar para saludar una cosa en su carácter de milagro, esa cosa que, dice, persigue una hipótesis humana, esté ahí el hombre o no esté.

Había pues, unos relojes. Todavía no eran muy milagrosos, ya que después del Discurso del método tuvo que pasar mucho tiempo para que hubiese uno verdadero, uno bueno, con péndulo, el de Huyghens: aludí a esto en un texto mío. Ya se disponía de algunos que funcionaban a pesas, y que, año bueno, ano malo, con todo encarnaban la medida del tiempo. Fue preciso sin duda haber recorrido un cierto espacio en la historia para darnos cuenta hasta qué punto es esencial para nuestro ser-ahí, como se dice, saber el tiempo. Por más que se diga que este tiempo no es quizás el verdadero, se va cumpliendo ahí, en el reloj, que lo hace solo, como una persona mayor.

No podría aconsejarles demasiado la lectura de un libro de Descartes que se llama Del hombre. Lo conseguirán barato, no es un trabajo de los más apreciados, les costará menos que el Discurso del método, caro a los dentistas. Hojéenlo, y verifiquen que lo que Descartes busca en el hombre, es el reloj.

Esa máquina no es lo que un vano pueblo piensa. No es pura y simplemente lo contrario del viviente, el simulacro del viviente. El hecho de que se la haya fabricado para encarnar algo que se llama tiempo y que es el misterio de los misterios, debe ponernos en el camino. ¿Qué es lo que está en juego en la máquina? El hecho de que para la misma época un tal Pascal se hubiese dedicado a construir una máquina, todavía muy modesta, de hacer sumas, nos indica que la máquina está ligada a funciones radicalmente humanas. No es un simple artificio, como se podría decir de las sillas, de las mesas y de los otros objetos, más o menos simbólicos, en medio de los cuales habitamos sin darnos cuenta de que son nuestro propio retrato. Con las máquinas es diferente. Los que las hacen ni se sospechan hasta qué punto están del lado de lo que realmente somos.

El propio Hegel se creyó algo así como la encarnación del Espíritu en su tiempo, y soñó que Napoleón era la Weltseele, el alma del mundo, el otro polo, más femenino, más carnal, de la potencia. Pues, bien, los dos se distinguieron por haber desconocido completamente la importancia de un fenómeno que en su época comenzaba a despuntar: la máquina de vapor. Sin embargo, no faltaba tanto para que llegara Walt, y ya había cosas que funcionaban solas, pequeñas bombas en las minas.

La máquina encarna la actividad simbólica más radical en el hombre, y era necesaria para que las preguntas se planteasen -puede ser que en medio de todo esto no lo noten-en el nivel en que nosotros las planteamos.

En Freud se habla de una cosa de la que en Hegel no se habla: la energía. He aquí la preocupación capital, la preocupación dominante y, desde el punto de vista especulativo, es más importante que la confusión puramente homonímica en que nos internamos ayer cuando se habló de la oposición de la conciencia en tiempos de Hegel, y de la inconsciencia en tiempos de Freud: es como hablar de la contradicción entre el Partenón y la hidroelectricidad, juntos estos dos no tienen nada que hacer. Entre Hegel y Freud tenemos el advenimiento del mundo de la máquina.

La energía, lo hice notar la vez pasada, es una noción que no puede aparecer sino a partir del momento en que hay máquinas. No es que la energía no esté allí desde siempre, pero la gente que tenía esclavos nunca se percató de que podían establecerse ecuaciones entre el coste de su alimentación y lo que estos esclavos hacían en los latifundia. No hallamos ningún ejemplo de cálculo energético en la utilización de los esclavos. Nunca se estableció la menor ecuación en cuanto a su rendimiento. Catón no lo hizo jamás. Fue preciso tener máquinas para percatarse de que había que alimentarlas. Y añadimos: de que había que mantenerlas. ¿Por qué? Porque tienden a degradarse. Los esclavos también, pero en eso no se piensa, se cree que es natural que envejezcan y revienten. Y más adelante se advirtió, cosa en la que antes nunca se había pensado, que los seres vivos se mantienen solos, dicho de otro modo, que representan homeostatos.

A partir de aquí comienzan ustedes a ver despuntar la biología moderna, que tiene la carácterística de no recurrir jamás a noción alguna concerniente a la vida. El pensamiento vitalista es ajeno a la biología. El fundador de la biología moderna, Bichat, prematuramente y cuya estatua adorna la antigua facultad de medicina, lo expresó de la manera más clara. Era un personaje que sin embargo había resguardado una vaga creencia en Dios, pero sumamente lúcido: sabía que se había entrado en un nuevo período, y que de ahí en más la vida iba a definirse en relación con la muerte. Esto converge con lo que les estoy explicando, el carácter decisivo de la referencia a la máquina respecto a lo que va a fundar la biología. Los biólogos creen que se consagran al estudio de la vida. No vemos por qué. Hasta nueva orden, sus conceptos fundamentales corresponden a un origen que no tiene nada que hacer con el fenómeno de la vida, el cual sigue siendo en esencia completamente impenetrable. El fenómeno de la vida sigue escapándosenos, hagamos lo que hagamos, y a pesar de las reiteradas reafirmaciones de que nos acercamos a él cada vez más. Los conceptos biológicos le resultan totalmente inadecuados, lo cual no impide que conserven todo su valor.

Hay quienes se sorprendieron de la aprobación que di ayer a Françoise, cuando a propósito de ese tercer término que buscamos en la dialéctica interhumana mencionó la biología. Quizás ella no pensaba del todo la biología como yo voy a explicarla, pero diremos que la verdad brotaba de labios de alguien que la decía inocentemente.

Tomemos la biología por antífrasis. La biología freudiana no tiene nada que ver con la biología. Se trata de una manipulación de símbolos con miras a resolver cuestiones energéticas, como lo demuestra la referencia homeostática, que permite carácterizar como tal no sólo al ser vivo, sino también el funcionamiento de sus aparatos principales. En torno a esta pregunta gira toda la discusión de Freud: energéticamente, el psiquismo, ¿qué es? Ahí reside la originalidad de lo que en él llaman pensamiento biológico. Freud no era biólogo, no más que ninguno de nosotros, pero puso el acento sobre la función energética a todo lo largo de su obra.

Si sabemos revelar el sentido de este mito energético, veremos aparecer algo que desde el origen y sin que se lo comprenda, estaba implicado en la metáfora del cuerpo humano como máquina. Vemos ahí manifestarse cierto más allá de la referencia interhumana, que es propiamente el más allá simbólico. Esto es lo que vamos a estudiar, y seguramente entonces podremos comprender esa especie de aurora que constituye la experiencia freudiana.

Freud partió de una concepción del sistema nervioso según la cual éste siempre tiende a volver a un punto de equilibrio. De ahí partió, porque entonces era una necesidad que se imponía al espíritu de todo médico de ese período científico, que se ocupara del cuerpo humano.

Anzieu, considere el Entwurf del que hablo e infórmenos sobre él. Freud trató de edificar sobre esa base una teoría del funcionamiento del sistema nervioso, mostrando que el cerebro opera como órgano-amortiguador entre el hombre y la realidad, como órgano de homeostato. Y entonces tropieza, choca con el sueño. Se percata de que el cerebro es una máquina de soñar. Y en la máquina de soñar reencuentro lo que estaba ahí desde siempre y no se lo había visto, a saber, que es en el nivel de lo más orgánico y lo más simple, de lo más inmediato y lo menos manejable, en el nivel de lo más inconsciente, donde el sentido y la palabra se revelan y desarrollan en su integridad.

De ahí la revolución completa de su pensamiento y el paso a la Traumdeutung. Se dice que Freud abandona una perspectiva fisiologizante por una perspectiva psicologizante. No se trata de eso. Freud descubre el funcionamiento del símbolo como tal, la manifestación del símbolo en estado dialéctico, en estado semántico, en sus desplazamientos, retruécanos, juegos de palabras, bromas que funcionan por su cuenta en la máquina de soñar. Tiene que tomar partido sobre este descubrimiento, aceptarlo o desconocerlo, como hicieron todos los otros que también se le acercaron. Es un hito tan decisivo que no supo en absoluto lo que le pasaba. Fue menester que recorriera aún veinte años de una existencia que en el momento de este descubrimiento ya estaba muy avanzada, para poder volver sobre sus premisas y tratar de descubrir qué quiere decir eso en el plano energético. Esto fue lo que le impuso la nueva elaboración del más allá del principio del placer y del instinto de muerte.

Es visible en esta reelaboración el sentido de lo que necesitábamos anoche, además de la referencia del hombre a su semejante, para constituir el tercer término donde se encuentra, desde Freud, el eje verdadero de la realización del ser humano. Eso, en el punto al que hoy he llegado, todavía no lo puedo nombrar.