Seminario 3: Clase 25, El falo y el meteoro, 4 de Julio de 1956

Prevalencia de la castración. Ida Macalpine. Simbolización natural y sublimación. El arco iris. Insertado en el padre.

No sé muy bien por dónde empezar para terminar este curso; por si acaso, les puse en la pizarra dos esquemitas.

El primero es viejo. Es una especie de casillero con el que, a comienzos de este año, intenté mostrar cómo se plantea el problema del delirio si queremos estructurarlo en tanto que, efectivamente, parece ser una relación vinculada por algún lado con la palabra. El segundo de estos esquemas es completamente nuevo, y me referiré a él enseguida.

1)
Lo que propuse este año estaba centrado en la preocupación de volver a enfatizar la estructura del delirio. El delirio puede ser considerado como una perturbación de la relación con el otro, y está ligado entonces a un mecanismo transferencial. Quise mostrarles, empero, que todos sus fenómenos, y creo poder decir incluso su dinámica, se esclarecían tomando como referencia las funciones y la estructura de la palabra. Con ello, además, liberamos el mecanismo transferencia! de esas confusas y difusas relaciones de objeto.

Como hipótesis, cada vez que estamos ante un trastorno considerado globalmente como inmaduro, nos remitimos a una serie de desarrollo lineal derivado de la inmadurez de la relación de objeto. Ahora bien, la experiencia muestra que esta unilinealidad conduce a impasses, a explicaciones insuficientes, inmotivadas, que se superponen de modo tal que no permiten distinguir los casos y, en un primer plano, obliteran la diferencia entre neurosis y psicosis. Por sí sola, la experiencia del delirio parcial se opone a que hablemos de inmadurez, incluso de regresión o de simple modificación de la relación de objeto.

Lo mismo sucede si nos referimos a las neurosis. Veremos el año que viene que la noción de objeto no es unívoca; comenzare oponiendo el objeto de las fobias al objeto de las perversiones. Será retamar a nivel del casillero objeto las relaciones del sujeto con el otro, que son, tratándose de las psicosis, dos términos opuestos.

La vez pasada hablamos quedado en dos descripciones opuestas, la de Freud y la de una psicoanalista que no carece de mérito, y que, representando las tendencias más modernas, tuvo al menos la ventaja de hacerlo harto inteligentemente.

Resumamos rápidamente la posición de Freud sobre el tema del delirio de Schreber, las objeciones que se le hacen, y veamos si se ha esbozado mínimamente un pequeño comienzo de mejor solución.

Para Freud, se nos dice, el delirio de Schreber esta ligado a una irrupción de la tendencia homosexual. El sujeto la niega, se defiende contra ella. En su caso, que no es el de un neurótico, esta negación culminad en lo que podríamos llamar una erotomanía divina.

Saben cómo reparte Freud las diversas denegaciones de la tendencia homosexual. Parte de una frase que simboliza la situación: yo lo amo a él, un hombre. Hay más de una manera de introducir la denegación en esta frase. Se puede decir por ejemplo no soy yo quien lo ama o no es a el a quien amo, o aún no se trata para mí de amor, yo lo odio. Y nos dice también que la situación nunca es simple, y no se limita a una simple inversión simbólica. Por razones que considera suficientemente implícitas, pero sobre las que, a decir verdad, no insiste, se produce una inversión imaginaria de la situación tan sólo en una parte de los tres términos, a saber, que yo lo odio se transforma por proyección, por ejemplo, en él me odia. En nuestro caso, no es a él a quien amo, es a algún otro, un gran El, Dios mismo, se invierte en él me ama, como en toda erotomanía. Freud indica con claridad que la salida terminal de la defensa contra la tendencia homosexual no puede comprenderse sin una inversión muy marcada del aparato simbólico

Puede que parezca entonces que todo gira en torno a la defensa. Sin duda, es necesario que sea intensa para precipitar al sujeto en experiencias que llegan, ni más ni menos, hasta la desrealización no sólo del mundo exterior en general, sino de las personas mismas que lo rodean, hasta las más próximas, y del otro en cuanto tal; lo que era necesaria toda una reconstrucción delirante, después de la cual el sujeto volverá a situar progresivamente, pero de modo profundamente perturbado, un mundo donde podrá reconocerse, de modo igualmente perturbado, como destinado—en un tiempo proyectado en la incertidumbre del futuro, en un plazo indeterminado, pero ciertamente delimitado—a transformarse en sujeto por excelencia del milagro divino, o sea a ser el soporte y el receptáculo femenino de una recreación de toda la humanidad. El delirio de Schreber se presenta en su terminación con todos los carácteres megalomaníacos de los delirios de redención en sus formas más desarrolladas.

¿Que es lo que da cuenta de esa intensidad de la defensa? La explicación de Freud parece sostenerse enteramente en la referencia al narcisismo. La defensa contra la tendencia homosexual parte de un narcisismo amenazado. La megalomanía representa aquello mediante lo que se expresa el temor narcisista. El agrandamiento del yo del sujeto a las dimensiones del mundo es un hecho de economía libidinal que se halla aparentemente por entero en el plano imaginario. Haciéndose objeto de amor del ser supremo el sujeto puede entonces abandonar lo que en primera instancia le parecía lo más precioso de lo que debía salvar, a saber, la marca de su virilidad.

Pero, a fin de cuentas, lo subrayo, el pivote, el punto de concurrencia de la dialéctica libidinal al que se refiere en Freud el mecanismo y el desarrollo de la neurosis, es el tema de la castración. Es la castración la que condiciona el temor narcisístico. La aceptación de la castración es el duro precio que el sujeto debe pagar por este re ordenamiento de la realidad.

Freud no da el brazo a torcer sobre esta prevalencia. En el orden material, explicativo, de la teoría freudiana, de un extremo al otro, es una invariante, una invariante prevalerte. Nunca, en el condicionamiento teórico del interjuego subjetivo donde se inscribe la historia de cualquier fenómeno psicoanalítico, la subordino, ni siquiera relativizó su lugar. Es alrededor de Freud, en la comunidad analítica, donde se le quiso dar simétricos, equivalentes. Pero en su obra, el objeto fálico tiene un lugar central dentro de la economía libidinal, tanto en el hombre como en la mujer.

Este es un hecho verdaderamente esencial, carácterístico de todas las teorizaciones dadas y mantenidas por Freud; cualquiera sea el reordenamiento que haya introducido en su teorización, a través de todas las fases de la esquematización que llego a dar de la vida psíquica, la prevalencia del centro fálico nunca fue modificada.

Si hay algo cierto en los comentarios de la señora Macalpine —y es empero lo único que no pone verdaderamente en evidencia— es que en efecto, nunca se trata de castración en Schreber. El término latino que sirve en alemán, eviratio-Entmannung, quiere decir en el texto, transformación, con todo lo que esta palabra entraña de transición, en mujer; no es para nada la castración. No importa, el análisis de Freud hace girar toda la dinámica del sujeto Schreber en torno al tema de la castración, de la pérdida del objeto fálico.

Debemos comprobar que incluso a través de ciertas debilidades de su argumentación, que se deben al uso de términos que sólo tienen su lugar en la dialéctica imaginaria del narcisismo, el elemento esencial en juego en el conflicto es el objeto viril. Sólo él nos permite dar el ritmo, y comprender las diferentes etapas de evolución del delirio, sus fases y su construcción final. Más aún, podemos notar al pasar toda suerte de sutilezas, apenas esbozadas, no completamente exploradas. Freud muestra, por ejemplo, que la sola proyección no puede explicar el delirio, que no se trata de un reflejo en espejo del sentimiento del sujeto, sino que es indispensable determinar en él etapas y, por así decirlo, en un momento dado una pérdida de la tendencia, que envejece. En el curso del año, insistí mucho sobre el hecho de que lo que fue reprimido en el interior reaparece en el exterior, vuelve a surgir en un trasfondo, y no una estructura simple, sino en una posición, si me permiten la expresión, interna, que hace que el sujeto mismo, que resulta ser en el presente caso el agente de la persecución, sea ambigüo, problemático. En primera instancia no es sino el representante de otro sujeto que, no sólo permite, sino que sin duda alguna actúa, en último término. En resumen, hay un escalonamiento en la alteridad del otro. Este es uno de los problemas a los que Freud, a decir verdad, nos conduce, pero donde se detiene.

Ida Macalpine, después de otros, pero de manera más coherente que los otros, objeta que nada permite concebir que ese delirio suponga la madurez genital, si me atrevo a decir, que explicaría el temor a la castración. La tendencia homosexual de ningún modo se manifiesta como primaria. Lo que vemos desde el inicio son síntomas, primero hipocondríacos, que son síntomas psicóticos.

De entrada se encuentra allí ese algo particular que está en el fondo de la relación psicótica, así como de los fenómenos psicosomáticos, de la que esta clínica se ocupo esencialmente, y que son ciertamente para ella la vía de introducción a la fenomenología de este caso. Allí pudo tener la aprehensión directa de fenómenos estructurados de modo totalmente diferente a como lo están en las neurosis, a saber, donde hay no sé que impronta o inscripción directa de una carácterística, e incluso, en ciertos casos, de un conflicto, sobre lo que puede llamarse el cuadro material que presenta el sujeto en tanto que ser corporal. Un síntoma como una erupción, diversamente calificada dermatológicamente, del rostro, se movilizará en función de tal o cual aniversario, por ejemplo, de manera directa, sin intermediario, sin dialéctica alguna, sin que ninguna interpretación pueda marcar su correspondencia con algo que pertenezca al pasado del sujeto.

Esto es sin duda lo que impulso a Ida Macalpine a plantearse el muy singular problema de las correspondencias directas entre el símbolo y el síntoma. El aparato del símbolo está tan ausente de las categorías mentales del psicoanalista de hoy que es únicamente por intermedio de un fantasma como dichas relaciones pueden ser concebidas. Y toda su argumentación consistirá en referir el desarrollo del delirio a un tema fantástico, a una fijación originaria- original, según el termino corriente de nuestra época pre-edípica subrayando que lo que sostiene el deseo es esencialmente un tema de procreación, pero desarrollado por sí mismo, asexuado en su forma, que no acarrea condiciones de desvirilización, de feminización, más que como una suerte de consecuencia a posteriori de la exigencia en juego. El sujeto es concebido como nacido en la sola relación del niño con la madre, antes de toda constitución de una situación triangular. Entonces es cuando nacerá en el un fantasma de deseo, deseo de igualar a la madre en su capacidad de hacer un niño.

Esta es toda la argumentación de la señora Macalpine, que no tengo por qué describir aquí en la riqueza de sus detalles, ya que esta a vuestro alcance en el prefacio y el postfacio harto desarrollados de la edición inglesa del texto de Schreber realizado por ella. Lo importante es ver que esta elaboración está ligada a una reorientación de toda la dialéctica analítica que tiende a hacer de la economía imaginaria del fantasma, de las diversas reorganizaciones, desorganizaciones, restructuraciones, desestructuraciones fantasmáticas, el punto pivote de todo progreso comprensivo y también de todo progreso terapéutico. El esquema actualmente aceptado de modo tan habitual, frustración- agresividad-regresión, están en el fondo de todo lo que la señora Macalpine supone poder explicar de este delirio.

Llega muy lejos en este sentido. Sólo hay, dice, declinar, crepúsculo del mundo, y, en un momento dado, desorden casi confusional de las aprehensiones de la realidad, porque es necesario que ese mundo sea recreado. Introduce así, en la etapa más profunda del desorden mental, una especie de finalismo. Todo el mito es construido porque es la única manera para el sujeto Schreber de satisfacerse en su exigencia imaginaria de alumbramiento.

La perspectiva de Ida Macalpine puede permitir efectivamente, sin ninguna duda, concebir la puesta en juego, la impregnación imaginaria del sujeto por renacer; calco aquí uno de los temas de Schreber que es, como saben, el picturing.

¿Pero, desde una perspectiva como ésta, donde sólo se trata de fantasmas imaginarios, qué nos permite comprender la prevalencia dada por Freud a la función del padre?

Por más debilidades que tenga la argumentación freudiana respecto a la psicosis, no puede negarse que la función del padre es tan exaltada en Schreber que hace falta, ni más ni menos, que Dios padre, y en un sujeto para quien hasta entonces esto no tenía ningún sentido, para que el delirio llegue a su punto de culminación, de equilibrio. La prevalencia, en toda la evolución de la psicosis de Schreber, de personajes paternos que se sustituyen unos a otros, hasta identificarse con el propio Padre divino, con la divinidad marcada con el aspecto propiamente paterno, es innegable, inquebrantable. Y destinado a que volvamos a plantear el problema: ¿cómo puede ser que algo que da tanta razón a Freud sólo sea abordado por él bajo ciertos modos que dejan mucho que desear?

En realidad, todo está equilibrado en él, y todo sigue siendo insuficiente en la rectificación de la señora Macalpine. No sólo la enormidad del personaje fantasmático del padre nos impide contentarnos en modo alguno con una dinámica fundada en la irrupción del fantasma pre-edípico. Hay todavía muchas otras cosas, incluyendo lo que, en ambos casos, permanece enigmático. Mucho más que la señora Macalpine, Freud se acerca al lado preponderante, aplastante, proliferante de los fenómenos de audición verbal, a la formidable captación del sujeto en el mundo de la palabra, que no sólo es co-presente a su existencia, que no sólo constituye lo que llame la vez pasada un acompañamiento hablado de los actos, sino una intimación perpetua, una solicitación, incluso una conminación, a manifestarse en ese plano. Nunca, ni por un instante, el sujeto debe dejar de testimoniar, al envite constante de la palabra que lo acompaña, que el esta presente, capaz de responder, o de no responder, porque quizá, dice, quieren obligarlo a decir algo necio. Tanto por su respuesta como por su no respuesta, debe dar fe de que está siempre despierto a ese diálogo interior. No estarlo sería la señal de lo que llama una Verwesung, vale decir, como se lo ha traducido con justeza, una descomposición.

Hemos llamado la atención este año sobre esto, e insistimos en ello para indicar que ése es el valor de la posición freudiana pura. A pesar de la paradoja que presentan algunas de las manifestaciones de la psicosis, si se las relacióna con la dinámica que Freud reconoció en la neurosis, es abordada de todos modos de manera más satisfactoria desde su perspectiva.

Freud nunca delimitó completamente su perspectiva, pero esto hace que su posición se sostenga en comparación a esa suerte de planificación, por así decir, de signos instintivos a los que tiende a reducirse después la dinámica psicoanalítica. Hablo de esos términos que él nunca abandonó y que exige toda comprensión analítica posible—incluso cuando sólo encajan aproximativamente, porque en ese caso es cuando mejor encajan—; me refiero a la función del padre y el complejo de castración.

No puede tratarse pura y simplemente de elementos imaginarios. Lo que encontramos en lo imaginario en forma de madre fálica, no es homogéneo, como todos ustedes saben, con el complejo de castración, en la medida en que éste está integrado en la situación triangular del Edipo. Esta situación no es elucidada completamente por Freud, pero por el sólo hecho de que siempre la mantiene, está ahí para prestarse a una elucidación, que sólo es posible si reconocemos que el tercero, central para Freud, que es el padre, tiene un elemento significante, irreductible a toda especie de condicionamiento imaginario.

2)
No digo que el Nombre-del-Padre sea el único de quien podamos decir esto.

Podemos desprender este elemento cada vez que aprehendemos algo que, hablando estrictamente, pertenece al orden simbólico. Releí al respecto, una vez más, el artículo de Ernest Jones sobre el simbolismo. Voy a retomar uno de los ejemplos más notorios, donde este consentido del maestro intenta captar el fenómeno del símbolo. Se trata del anillo.

Un anillo, nos dice, no entra en juego como símbolo analítico en tanto representa el matrimonio, con todo lo que entraña de cultural y elaborado, incluso de sublimado; pues es así como se expresa. El anillo como símbolo del matrimonio debe buscarse en algún lado en la sublimación. Todo esto es despreciable, nos pone la carne de galina, no somos personas a las que hay que hablarles de analogismos. Si el anillo significa algo, es porque es el símbolo del órgano sexual femenino.

¿No se presta el estilo de esta declaración a dejarnos pensativos… cuando sabemos que la puesta en juego del significante en el síntoma no tiene lazos con lo que es del orden de la tendencia? Es preciso tener de las simbolizaciones naturales realmente una idea bien extraña para creer que el anillo es la simbolización natural del sexo femenino.

Todos conocen el tema del Anillo de Hans Carvel, buena historia de la Edad Media, con la que La Fontaine hizo un cuento y que Balzac retornó en Contes Drolatiques. El buen hombre al que se describe de modo muy colorido y quien nos precisan a veces es cura, sueña que tiene el dedo metido en un anillo, y al despertar encuentra que tiene el dedo metido en la vagina de su compañera. Para decir las cosas poniendo los puntos sobre las íes: ¿cómo la experiencia de penetración de ese orificio, ya que de orificio se trata, podría semejarse en algo a la de ponerse un anillo, si no supiésemos de antemano qué es un anillo?

Un anillo no es un objeto que se encuentra en la naturaleza. Si hay algo del orden de una penetración, que se parece a la penetración más o menos apretada del dedo en el anillo, no es seguramente-acudo aquí como decía María Antonieta, no a todas las madres, sino a todos los que nunca pusieron en algún lado el dedo—, no es ciertamente la penetración en ese lugar, finalmente más moluscoso que otra cosa. Si algo en la naturaleza está destinado a sugerirnos ciertas propiedades del anillo, eso se limita a lo que el lenguaje consagró con el término ano, y que, púdicamente, los dicciónarios designan como el anillo que puede encontrarse por detrás.

Pero para confundir a ambos en cuanto a lo que puede ser una simbolización natural, hay que haber tenido en el orden de esas percepciones cogitativas… Freud, por lo visto, tiene que haber desesperado de uno para no haberle enseñado la diferencia entre ambos, tiene que haberlo considerado como un zopenco incurable.

La elucubración de Jones está destinada a mostrarnos que el anillo sólo está involucrado en un sueño, incluso en un sueño que culmina en una acción sexual, porque significamos así algo primitivo. Las connotaciones culturales lo asustan; y es ahí justamente donde se equivoca. No imagina que el anillo ya existe como significante, independientemente de sus connotaciones, que es ya uno de los significantes esenciales mediante los que el hombre en su presencia en el mundo es capaz de cristalizar algo muy distinto aún al matrimonio. Un anillo no es un agujero con algo alrededor, como parece creer Ojones, al estilo de esas personas que piensan que para hacer macarrones se toma un agujero y se le pone harina alrededor. Un anillo tiene ante todo un valor significante.

Cómo explicar si no que un hombre pueda entender algo, lo que se llama entender, de la formulación más simple que se inscribe en el lenguaje, la palabra elemental: es eso. Para un hombre esta fórmula tiene sin embargo un sentido explicativo. Vio algo, cualquier cosa que está ahí, y es eso. Cualquiera sea la cosa en cuya presencia está, aunque se trata de lo más singular, de lo más bizarro, incluso de lo más ambigüo, es eso. Ahora, esto se apoya en otro lugar que donde estaba antes, es decir, en ningún lado, ahora es: es eso.

Quisiera tomar adrede por un momento un fenómeno ejemplar, por ser el más inconsistente de los que pueden presentarse al hombre: el meteoro.

Por definición el meteoro es eso, es al mismo tiempo real, es ilusorio. Sería totalmente errado decir que es imaginario. El arco iris es eso. Dicen que el arco iris es eso o aquello y luego lo buscan. Durante cierto tiempo se rompieron la cabeza con él, hasta Descartes, quien redujo completamente ese asuntito. Hay una región que se irisa en menudas gotas de agua en suspensión, etcétera. Bueno. ¿Y después? Por un lado está el rayo, y, por otro, las gotas condensadas. Eso es. Era sólo apariencia: eso es.

Observen que el asunto no está totalmente resuelto. El rayo de luz es, lo saben, onda o corpúsculo, y la gotita de agua es una cosa curiosa, porque, a fin de cuentas, esta no es verdaderamente la forma gaseosa, es la condensación, la recaída en estado líquido, pero recaída suspendida entre ambos, llegada al estado de napa expansiva, como el agua.

Cuando decimos eso es, implicamos que no es más que eso, o que no es eso, a saber, la apariencia en la que nos detuvimos. Pero esto no prueba que todo lo que salió a continuación, no es más que eso, como el no es eso estaba implicado ya en el eso es original.

El arco Iris es un fenómeno que no tiene ninguna especie de interés imaginario, nunca se vio a un animal prestarle atención, y, a decir verdad, el hombre no presta atención a una cantidad increíble de manifestaciones cercanas. Las diversas iridiscencias están muy expendidas en la naturaleza y, dejando de lado los dones de observación o una investigación, nadie se detiene en ellas. Si en cambio el arco iris existe, es precisamente en relación al eso es. Esto hace que lo hayamos llamado arco iris, y que, cuando se habla de él a alguien que todavía no lo vio, hay un momento en que se le dice: El arco iris es eso. Y ese es eso supone la implicación de que vamos a dedicarnos a él hasta el cansancio, para saber qué se oculta detrás, cuál es su causa, a qué podremos reducirlo. Observen bien que lo que carácteriza desde el origen al arco iris y al meteoro, y todo el mundo lo sabe pues es por eso que se lo llama meteoro, es que, precisamente, detrás nada se oculta. Esta enteramente en esa apariencia. Lo que lo hace subsistir empero para nosotros, al punto que no paramos de hacernos preguntas sobre él, se debe únicamente al eso es del origen, a saber, la nominación en cuanto tal del arco iris. No hay más que ese nombre.

En otros términos, para avanzar más, ese arco iris, no habla, pero se podría hablar en su lugar. Nadie nunca le habla, es muy llamativo. Se interpela a la aurora, y a toda clase de cosas. El arco iris tiene el privilegio, al igual que cierto numero de manifestaciones de esa especie, de que no se le habla. Indudablemente hay razones para que sea así,  saber, que es especialmente inconsistente. Pero supongamos que se le hable. Si se le habla, puede hacérsele hablar. Puede hacérsele hablar a quien querramos. Podría ser el lago. Si el arco iris no tiene nombre, o si no quiere escuchar nada de su nombre, Si no sabe que se llama arco iris, el lago no tiene más remedio que mostrarle los mil pequeños espejismos del brillo del sol sobre sus olas y las estelas de vaho que se elevan. Puede tratar de alcanzar al arco iris, pero jamás lo alcanzará, por la sencilla razón de que los pedacitos de sol que bailan en la superficie del lago como el vaho que de ella se escapa nada tienen que ver con la producción del arco iris, que comienza con determinada inclinación del sol y a cierta densidad de las golillas en cuestión. No hay razón alguna para buscar, ni la inclinación del sol, ni ninguno de los índices que determinan el fenómeno del arco iris en tanto éste es nombrado en cuanto tal.

Si acabo de hacer este largo estudio a propósito de algo que tiene el carácter de un cinturón esférico, que puede ser desplegado y replegado, es porque la dialéctica imaginaria en psicoanálisis es exactamente de la misma índole. ¿Por qué las relaciones madre-hiio, a las que se tiende a limitarla más y más, no bastan para nada? No hay verdaderamente ninguna razón.

Nos dicen que la exigencia de una madre es proveerse de un falo imaginario, y se nos explica muy bien que su hijo le sirve de soporte, harto real, para esa prolongación imaginaria. En cuanto al niño no hay dudas, varón o hembra, localiza muy tempranamente el falo, y, se nos dice, se lo otorga generosamente a la madre, en espejo o no, o en doble espejo. La pareja debería coincidir muy bien en espejo en torno a esta común ilusión de falicización recíproca. Todo debería suceder a nivel de una función mediadora del falo. Ahora bien, la pareja en cambio se encuentra en una situación de conflicto, incluso de alienación interna, cada quien por su lado. ¿Por qué? Porque el falo, si me permiten la expresión, se pasea. Está en otro lado. Todos saben dónde lo pone la teoría analítica: se supone que el padre es el portador. En torno a él se instaura el temor a la pérdida del falo en el niño, la reivindicación, la privación, o la molestia, la nostalgia del falo en la madre.

Ahora bien, si en torno a la falta imaginaria del falo se establecen intercambios afectivos, imaginarios, entre madre e hijo, lo que la convierte en el elemento esencial de la coaptación intersubjetiva, el padre, en la dialéctica freudiana, tiene el suyo, eso es todo, ni lo cambia, ni lo dona. No hay ninguna circulación. La única función del padre en el trío es representar el portador, el que detenta el falo. El padre en tanto padre tiene el falo: y más nada.

En otros términos, es aquello que debe existir en la dialéctica imaginaria, para que el falo sea otra cosa que un meteoro.

3)
Esto es tan fundamental que si intentamos situar en un esquema lo que mantiene en pie la concepción freudiana del complejo de Edipo, lo que esta ahí en juego no es un triángulo:- padre-madre-hijo, sino un triángulo (padre)-falo- madre-hijo. ¿Donde esta el padre ahí dentro? Esta en el anillo que permite que todo se mantenga unido.

La noción de padre sólo se supone provista de toda una serie de connotaciones significantes que le dan su existencia y su consistencia, las cuales están lejos de confundirse con las de lo genital, de la que es semánticamente diferente a través de todas las tradiciones lingüísticas.

No voy a citarles Homero y San Pablo para decirles que invocan al padre, ya sea Zeus o algún otro, es algo totalmente distinto a referirse, pura y simplemente, a la función generadora. De una mujer pueden salir un numero indefinido de seres. Podrían ser sólo mujeres; por otra parte, pronto llegaremos a ello, ya que los periódicos nos dicen todos los días que la partenogénesis está en camino, y que las mujeres engendrarán pronto hijas sin ayuda de nadie. Pues bien, observen que si ahí intervienen elementos masculinos, desempeñan el papel de fecundación sin ser más que, como en la animalidad, un circuito lateral indispensable. Hay generación de las mujeres por las mujeres, con ayuda de engendros laterales, que pueden servir para volver a lanzar el proceso, pero que no lo estructuran. Unicamente a partir del momento en que buscamos inscribir la descendencia en función de los varones hay una innovación en la estructura. Unicamente a partir del momento en que hablamos de descendencia de varón a varón se introduce un corte, que es la diferencia de generaciones. La introducción del significante del padre, introduce de entrada una ordenación en el linaje, la serie de generaciones.

No estamos aquí para desarrollar todas las facetas de esta función del padre, pero les hago notar una de las más llamativas, la introducción de un orden, un orden matemático, cuya estructura es diferente a la del orden natural.

En el análisis nos hemos formado a través de la experiencia de las neurosis. La dialéctica imaginaria puede bastar si, en el cuadro que dibujamos de esta dialéctica, esta relación significante ya está implicada para el uso práctico que se quiere hacer de ella. Dentro de dos o tres generaciones, ya nadie entenderá nada, nadie dará pie con bola, pero, por el momento, en conjunto, mientras el tema del complejo de Edipo permanezca ahí preserva la noción de estructura significante, tan esencial para ubicarse en las neurosis.

Pero cuando se trata de psicosis, la cosa es distinta. No se trata de la relación del sujeto con un lazo significado en el seno de las estructuras significantes existentes, sino de su encuentro, en condiciones electivas, con el significante en cuanto tal, lo que marca la entrada en la psicosis.

Vean en qué momento de su vida se declara la psicosis del presidente Schreber. En más de una ocasión estuvo a punto de esperar llegar a ser padre. De golpe se encuentra investido de una función social considerable, y que tiene para él mucho valor: se vuelve presidente de la Corte de apelaciones. Diría que en la estructura administrativa de la que se trata, se trata de algo que se parece al Consejo de Estado. Helo aquí introducido en la cumbre de la jerarquía legislativa, entre los hombres que hacen las leyes y que son todos veinte años mayores que él: perturbación del orden de las generaciones. ¿A raíz de qué? De un llamado expreso de los ministros. Esa promoción de su existencia nominal exige de él una integración renovadora. Se trataba de saber si, a fin de cuentas, el sujeto llegará o no a ser padre. Esta es la pregunta sobre el padre, que centra toda la investigación de Freud, todas las perspectivas que introdujo en la experiencia subjetiva.

Sabemos bien que se la olvida perfectamente. La técnica analítica más reciente está obnubilada por la relación de objeto. La experiencia suprema que se describe, esa famosa distancia lograda en la relación de objeto, consiste finalmente en fantasmatizar el órgano sexual del analista y absorberlo imaginariamente. ¿Hacer de la filiación el equivalente de una fellatio? Hay, efectivamente, una relación etimológica entre ambos términos, pero ésta no es razón suficiente para decidir que la experiencia analítica es una suerte de cadena obscena que consiste en la absorción imaginaria de un objeto por fin desprendido de los fantasmas.

En todo caso, es imposible desconocer, en la fenomenología de la psicosis, la originalidad del significante en cuanto tal. Lo que hay de tangible en el fenómeno de todo lo que se despliega en la psicosis, es que se trata del abordaje por el sujeto del significante en cuanto tal, y de la imposibilidad de ese abordaje. No retorno a la noción de Verwerfung de la que partí, y para la cual, luego de haberlo reflexionado bien, les propongo adoptar definitivamente esta traducción que creo la mejor: la forclusión.

Resulta de ello un proceso cuya primera etapa llamamos cataclismo imaginario, a saber, ya nada de la relación mortal que es en sí misma la relación al otro imaginario puede ser dado en concesión. Luego, despliegue separado y puesta en juego de todo el aparato significante: disociación, fragmentación, movilización del significante en tanto palabra, palabra jaculatoria, insignificante o demasiado significante, plena de insignificancia, descomposición del discurso interior, que marca toda la estructura de la psicosis. Después del encuentro, la colisión, con el significante inasimilable, se trata de reconstituirlo, porque ese padre no puede ser simplemente un padre, un padre a secas, el anillo de recién, el padre que es el padre para todo el mundo. Y el presidente Schreber, en efecto, lo reconstituye.

Nadie sabe que está inserto en el padre. Sin embargo, quería subrayar que para ser médicos pueden ser unos inocentes, pero para ser psicoanalistas, convendría, a pesar de todo, que meditasen de cuando en cuando sobre un tema como éste, aunque ni el sol ni la muerte puedan mirarse de frente. No diré que el más mínimo gesto para aliviar un mal crea la posibilidad de un mal mayor, diré que acarrea siempre un mal mayor. Es algo a lo cual convendría que un psicoanalista se habitúe, porque creo que sin esto no es capaz de conducir con plena conciencia su función profesional. Una vez dicho, nos importa un bledo. Todos los días los periódicos dicen que Dios sabe si es peligroso el progreso de la ciencia, etc., pero esto nos deja indiferentes. ¿Por que? Porque están todos, incluyéndome a mí, insertos en ese significante mayor que se llama Papa Noel. Con Papa Noel esto siempre se arregla, y, diría aún mas, se arregla bien.

¿De que se trata en el psicótico? Supongan alguien impensable para nosotros, uno de esos señores de los que se cuenta —si es que alguna vez existió, no crean que otorgo importancia alguna a esos rumores que eran capaces de disciplinarse hasta el punto de no creer en Papá Noel, y de convencerse de que todo el bien que se hace acarrea un mal equivalente, y que en consecuencia no hay que hacerlo. Basta con que lo admitan, aunque más no fuese un instante, para concebir que toda clase de cosas pueden depender de ello, que son fundamentales a nivel del significante.

Pues bien, el psicótico tiene respecto a ustedes la desventaja, pero también el privilegio, de haberse hallado colocado en relación al significante un poquitito trastocado, atravesado. A partir del momento en que es conminado a ponerse de acuerdo con sus significantes, es necesario que haga un considerable esfuerzo de retrospección, que culmina, Dios mío, en cosas extremadamente descocadas, que constituyen lo que se llama el desarrollo de una psicosis. Ese desarrollo es sobre todo especialmente rico y ejemplar en el caso del presidente Schreber, pero les mostré en mi presentación de enfermos que cuando se tiene esta perspectiva se ve un poco más claramente, aún con los enfermos más comunes. El último que presenté era alguien muy, muy curioso, al borde del automatismo mental, sin haber llegado aún a él del todo. Todo el mundo estaba suspendido para él en un estado de artificio, cuyas coordenadas definía bien. Se había percatado de que el significante dominaba la existencia de los seres, y su propia existencia le parecía mucho menos segura que cualquier cosa que se presentase con cierta estructura significante. Lo decía con toda crudeza. Habrán podido notar que le hice la pregunta: ¿Cuándo comenzó todo eso? ¿Durante el embarazo de su mujer? Se quedó un poquito asombrado durante un rato, y me respondió—Sí es cierto—agregando que nunca había pensado en eso.

De acuerdo con la perspectiva imaginaria, lo que decimos de paso en el análisis, no tiene importancia alguna, porque sólo se trata de frustración o de no frustración. Se lo frustra, está agresivo, regresiona, y así seguimos hasta que surgen los fantasmas más primordiales. Desgraciadamente ésta no es la teoría correcta. Hay que saber lo que se dice. No basta hacer intervenir los significantes de este modo: Te palmeó la espalda… Eres muy gentil… Tuviste un papá malo… Eso se arreglará… Hay que emplearlos a ciencia cierta, hacerlos resonar de modo diferente, y saber al menos no emplear algunos. Las indicaciones negativas respecto a ciertos contenidos de interpretaciones son colocadas en un primer plano desde esta perspectiva.

Dejo abiertas las preguntas. El año se termina en dialecto, ¿por qué habría de terminar de otro modo?

Para concluir quisiera pasar a un estilo de otro género que el mío. Hace ya algunas semanas me había prometido terminar con una muy bella página de un admirable poeta que se llama Guillaume Apollinaire. Está sacada del Encantador pudriéndose.

Al final de uno de los capítulos, está el encantador que se pudre en su tumba, y que, como todo buen cadáver, no diré farfulla como diría Barres, sino encanta, y habla muy bien. Está también la Dama del Lago, sentada sobre la tumba; es ella quien lo hizo entrar en la tumba, diciéndole que saldría fácilmente, pero también tenía sus trucos, y ahí está el encantador, que se pudre, y que de cuando en cuando habla. Estamos pues ahí, cuando llegan en medio de cortejos diversos algunos locos, y un monstruo que espero reconocerán. Ese monstruo es el que encontró la clave analítica, el resorte de los hombres y muy especialmente en la relación del padre hijo con la madre.

He maullado, maullado, dice el monstruo, sólo
encontré aullidos que aseguraron que él estaba
muerto. Jamás seré prolífico. Quienes lo son tienen
empero cualidades. Confieso que no me conozco
ninguna. Soy solitario. Tengo hambre, tengo hambre.
He aquí que me descubro una cualidad; estoy
hambreado. Busquemos qué comer.
Quien come ya no está solo.

Final del Seminario 3.