Seminario 7: Clase 20, Las Articulaciones de la Pieza, 1 de Junio de 1960

Quisiera hoy, tratar de hablarles de Antígona, a saber, de la pieza de Sófocles escrita en el 441 antes de Cristo; de la economía de esta pieza Creo que es un texto que merece Jugar para nosotros, desde todo punto de vista ese rol de ejemplo alrededor del cual gira lo que Kant nos ofrece como siendo la base de esa comunicación esencial que, en tanto posible, es hasta exigida en la categoría de lo bello.

Sólo el ejemplo — éste es muy diferente del objeto — es lo que puede permitirnos la transmisión de esta categoría. Por otra parte, saben que volvemos a poner aquí en cuestión la función, el lugar de esta categoría, en relación a lo que tratamos de abordar como la intención del deseo. Para decirlo todo: nuevamente algo puede ser puesto al día, en nuestra búsqueda sobre la función de lo bello. Es allí donde estamos.

Este no es más que un punto en nuestro camino. «No te sorprendas» —dice en alguna parte Platón en el «Fedro», que es precisamente un diálogo sobre lo bello— «No te sorprendas del largo del camino, si grande es el rodeo, pues es un rodeo necesario» ver nota

Avancemos hoy, entonces, en el comentario de Antígona, en tanto que ilustra, y lo hace de modo verdaderamente admirable —lean este texto para ver allí una especie de cima inimaginable, en una suerte de rigor nadifica, te que, creo, no tiene equivalente en la obra de Sófocles, salvo en el «Edipo en Colona», que es su última obra. La escribe en el 455. En cuanto a la fecha que he puesto en el pizarrón  – 441- querría tratar de aproximarlo a ese texto para que puedan apreciar su acuñación extraordinaria.

Entonces, hemos dicho la última vez: existe Antígona. Hay algo que ocurre. Está el Coro. Por otra parte les he aportado el final de esa frase de Aristóteles acerca de la naturaleza de la tragedia, en lo concerniente a las leyes, a sus normas que he dejado en la sombra. No discutiremos aquí la clasificación de los géneros literarios. Pasaje que terminaba con la piada, y el temor consumando esa catarsis. Esta famosa catarsis de la cual, esa será la conclusión de lo que tenemos que formular aquí en el orden del Edipo tratamos de ver cuál es el verdadero sentido: la catarsis de las pasiones de esta especie.

Los autores, y especial y extrañamente Goethe, han querido ver la función de este temor y de esta piedad en la acción misma. Quiero decir que e esta acción nos será provisto el modelo de una suerte de equilibrio hallad entre este temor y esta piedad. No está allí seguramente, lo que nos dice Aristóteles. Les dije que lo que nos dice Aristóteles permanece aún como un camino cerrado por ese curioso destino que quiere que tengamos tan poco en lo cual apuntalar lo que el ha dicho en su propio texto, en razón de sus faltas, de las perdidas que se han producido en el camino. Pero voy a hacer inmediatamente una distinción. De los dos protagonistas — a primera vista — que son Creonte y Antígona, quieran destacar ustedes — primer aspecto— que ni el uno ni la otra parecen conocer el temor ni la piedad. Esta es una distinción que tiene, empero, su sentido. Si dudan de Ello es que no han Leído Antígona y, como vamos a leerla juntos, pienso hacérselos palpar.

Por otra parte, en el segundo aspecto, no es eso parecen, sino es seguro. Es por eso, entre otras cosas que Antígona es el verdadero héroe. Es seguro que al menos uno de los dos protagonistas, hasta el fin, no conoce ni temor ni piedad y ésa es Antígona. Al fin Creonte, lo verán, se deja tocar por el temor, y si esto no es la causa, seguramente es la señal de su pérdida.

Retomemos ahora las cosas en el inicio. No es que Creonte tenga, si diera decírselo, las primeras palabras que decir. La pieza, tal como está construida por Sófocles, nos presenta, en primer lugar, a Antígona en su dialogo con Ismena, afirmando’ desde las primeras réplicas su propósito, las zonas de ese propósito. Retomaremos en su momento el estilo de ese propósito.

Es secundariamente cuando vemos, entonces, aparecer a Creonte. No esa allí ni siquiera en contraposición; sin embargo, es esencial a nuestra de postración. Creonte, en la medida en que viene a ilustrar aquí lo que hemos anticipado en cuanto a la estructura de la ética trágica, que es la del psicoanálisis, Creonte ilustra esto: él quiere el bien. Lo cual, después de do, es precisamente su rol. El Jefe es aquél que conduce la comunidad. Es allí por el bien de todos.

¿Cuál es su falta? Aristóteles nos lo dice y con un termino que promueve como esencial en la acción trágica: es el término amartía. Tenemos cierta dificultad para traducir ese término. ¿Error? y desvío en la dirección ética, ética por momento convengamos en interpretarlo: error de juicio. Eso no es quizás tan simple. Aristóteles hace de e te error de Inicio algo esencial al resorte trágico.

Se los dije la última vez, cerca de un siglo separa la época de la creación trágica de la de su interpretación en un pensamiento filosofante Minerva no se levanta —como ya lo había dicho Hege — más que al crepúsculo. Después de todo, yo no estoy tan seguro de Ello. Pero podemos recordar ese término, a menudo evocado, para pensar que hay, sin embargo, algo que separa la enseñanza propio de los ritos trágicos de su interpretación posterior en el orden de una ética que es, en Aristóteles, ciencia de la felicidad. Podemos, no obstante destacar esto: —y me dedicaré gustosamente a, contrario en las otras tragedias, particularmente en las de Sófocles—  aquí la amartía existe. Ella es verdadera, es reconocida. El término amartía, de amartémata se reencuentro en el discurso de Creonte mismo, cuando, sí final se derrumba bajo los golpes de la suerte. No es al nivel del verdadero héroe que está la amartía; es al nivel de Creonte que esta este error de juicio. Su error de juicio —creo que aquí podemos estrechar mí de ceras al pensamiento filosofante de lo que antes lo haya hecho nunca pensamiento amigo de la sabiduría —es justamente— sin duda antes que  la letra (avant la lettre) pues no olvidemos que esto es muy antiguo, al menos 441 años antes de Cristo. el amigo Platón aún no nos había formado el espejismo del soberano bien —para Creonte el querer hacer de ese bien la ley sin limites, la ley soberana, la ley que desborda, que supera un cierto limite, y no percibir más que cuando franquea este famoso limite— del cual se cree haber dicho suficiente al expresar que Antígona lo defiende — que se trata de las Leyes no escritas de la Dike; esta Dike dela cual se ha ce la justicia, el decir de los dioses. Se cree haber dicho suficiente de ella; no se ha dicho gran cosa. Y seguramente éste es otro campo, un ¿campo sobre el cual Creonte desborda como un inocente, por amartía, hablando precisamente, por error, sino de juicio, error de algo.

Destaquen que, a la luz de las cuestiones que podríamos plantear en lo concerniente a la naturaleza de la ley moral, su lenguaje está perfecta mente conforme con lo que en Kant se llama el Begriff, el concepto del bien. Este es el lenguaje de la razón práctica. Su mandato, su interdicción concerniente a la sepultura rechazada para Polínice, indigno, traidor, enemigo de la patria, está fundado sobre el hecho de que no se puede honrar igualmente a aquellos que han defendido a la patria que a quienes la han atacado; y desde el punto de vista kantiano ésta es precisamente una máxima que puede ser dada como regla de razón teniendo valor universal. Es que, antes que la letra (avant la lettre), antes de este camino ético que de Aristóteles a Kant nos lleva a desligar, en una suerte de identidad última, la ley y la razón; antes que la letra (avant la lettre) el espectáculo trágico: ¿no nos muestra la objeción fundamental, primera, el bien que no podría que reí reinar sobre todo sin que aparezca allí un exceso del cual la tragedia nos advierte que sus consecuencias serán fatales?. Este famoso campo, al cual se trata de no desbordar ni en un punto: ¿cual es? Se los dije hace un momento: se nos dice que allí es donde reinan las leyes no escritas, la voluntad, o mejor, la Dike de los dioses.

Pero, he allí que no sabemos totalmente qué son los dioses. No olvide más que estamos, desde hace algún tiempo, bajo la ley cristiana y para reencontrar lo que son los dioses, es necesario que hagamos etnografía. Si leen ese Fedro del cual les hablaba hace un momento —que es un camino concerniente a la naturaleza del amor— es así como se llama. Hemos cambiado mucho el eje de las palabras que nos sirven para apuntar a este amor.

¿Qué es este amor? ¿Es lo que aquí, después de las oscilaciones de la aventura cristiana, hemos llamado el amor sublime? Verán que se está muy próximo a Ello, aunque alcanzado por otras vías. ¿Es el deseo? ¿Es lo que algunos creen que yo identifico con este campo central aquí, a saber, no se qué mal natural en el hombre? ¿Es lo que Creonte, en alguna parte, llama la anarquía? Sea lo que sea, verán en elo Fedro en un pasaje que encontrarán con facilidad, que el modo en el cual los amantes reacciónan, hacen el amor, varia según la epoptía en el cual han participado; lo que quiere decir las iniciaciones, en el sentido propio que ese término tiene en el mundo antiguo de ceremonias muy precisas en el curso de las cuales so producen, digamos rápido y groseramente, ese mismo fenómeno que, en el transcurso de los tiempos y aún actualmente, con tal que se hagan en la superficie del globo los desplazamientos de latitudes, se puede encontrar bajo la forma de trances o fenómenos de posesión en el curso de los cual es un ser divino se manifiesta por la boca de aquél que presta, si así puede decirse, su concurso.

Es por eso que Platón nos dice que aquellos que han tenido la iniciación de Zeus no reacciónan en el amor como los que tuvieron la iniciación de Ares. Reemplacen esos nombres por los que en tal provincia de Brasil pueden servir para designar a tal espíritu de la tierra, de la guerra, tal divinidad soberana. No estamos aquí para hacer exotismo, pero es precisamente de eso de lo que se trata.

En otros términos; se trata de algo que nos es casi inaccesible a no ser desde el punto de vista desde lo exterior, de la ciencia de la objetivación, pero que no forma parte para nosotros, cristianos, formados por el cristianismo del texto en el cual se plantea efectivamente la cuestión de e se campo. Nosotros, cristianos, hemos barrido de ese campo a los dioses; todos lo saben. De lo que se trata aquí, a la luz del psicoanálisis, es de lo que hemos puesto en ese lugar. En otros términos, de lo que en ese campo resta como limites. Como limites que cataban allí desde siempre, sin duda, pero que solos, sin duda, permanecen, han marcado sus aristas en ese campo abandonado por nosotros cristianos. He allí la cuestión que me atrevo a plantear aquí.

En ese campo el limite del que se trata, esencial para que aparezca en él por reflexión un cierto fenómeno que, en una primera aproximación he llamado el fenómeno de lo bello, es aquélla que comenzó a puntuar, a definir, como el de la segunda muerte. Aquélla que, en primer lugar, les introduje e Sade como siendo la que querría acunar a la naturaleza en el principio mismo de su potencia formadora, la que regula las alternancias de la corrupción y la generación. Mas allá de este orden que ya no nos es tan fácil de pensar de asumir en el conocimiento, más allá —nos dice Sade— tomado aquí como un momento del pensamiento cristiano, más allá de este orden, hay algo, una transgresión que se hace posible y que el llama el crimen, en tanto el sentido de ese crimen, se los mostré, no puede ser más que un fantasma irrisorio.

De lo que se trata es de lo que el pensamiento designa. El crimen, en su sentido, en tanto —propiamente, para usar términos que le dan su peso él no respeta el orden natural, y que el pensamiento de Sade puede hasta llegar a formar este exceso verdaderamente singular, inédito en la medida en que, En duda, antes de él, casi no habla llegado, al menos aparentemente quiero decir en un pensamiento que se articula —pues no sabemos que han podido formular hace largo tiempo las sectas místicas— Sade puede llegar a formular y a pensar que el crimen está en el poder del hombre qué lo asar me de poder librar a las naturalezas de las cadenas de sus propias leyes.

Pues sus propias leyes son cadenas. La reproducción de las formas alrededor de la cual vienen a extinguirse en un atolladero de conflictos las posibilidades a la vez armónicas e irreconciliables, es todo lo que debe descartarse para forzarla, si pudiera decirse, a recomenzar a partir de nada. Tal es el fin de este crimen. Y no es por nada que él es, de tal modo, para nosotros, un horizonte de nuestra exploración del deseo, y que Freud haya debido intentar reconstruir toda la genealogía de la ley a partir de un crimen original. Esas fronteras del a partir de la nada, del ex nihilo; es allí, se los dije en los primeros pasos de nuestro proyecto de este ano, donde se sostiene necesariamente un pensamiento que quiere ser rigurosamente ateo.

Un pensamiento rigurosamente ateo se sitúa en una perspectiva de creasionismo y en ninguna otra parte. Por otra parte, nada más ejemplar para ilustrar el hecho que el pensamiento sádico se sostiene sobre este limite, que el fantasma fundamental en Sade, quiero decir aquel que las mil imagenes agotadoras que él nos da de la manifestación del deseo no hacen más que ilustrar. Este es, Justamente, el fantasma de un sufrimiento efe, no, fundamental, en la imagen del sufrimiento infringido en el escenario sádico típico. Es que el sufrimiento no puede conducir, no conducen la víctima a ese punto que la dispersa y que la nadifica. Parece que el objeto de los tormentos debiera, en el fantasma, conservar la posibilidad de ser un soporte indestructible. Efectivamente, es precisamente un fantasma donde el análisis muestra claramente que el sujeto destaca un doble de si, que él hace inaccesible a la nadificación, para hacerle soportar lo que debe llamarse, en la ocasión, tomando un término del dominio de la estética: los juegos del dolor. Pues es precisamente allí, en la misma región donde retozan 108 fenómenos de la estética. Un cierto espacio libre. Y es allí donde yace esta conjunción nunca subrayada; como si existiera no se qué tabú, interdicción cercana a la dificultad que tan bien conoce más en nuestros pacientes de poder confesar lo que es propiamente del orden del fantasma, esta conjunción, decía, que ha, entre esos juegos del dolor y los fenómenos de la belleza.

Se los mostraré tan manifiestos —exhibidos de tal modo que se acaba por no verlos más —en el texto de Sade, donde las víctimas están siempre ornadas no sólo con todas las bellezas, sino también con la gracia misma que es, de Ella, la flor última. Cómo explicar esta especie de necesidad si no fuera que es necesario reencontrarla en primer lugar escondida, siempre inminente, por cualquier lado que abordemos el fenómeno, del lado de la exposición emocionante de la víctima, o del lado, por otra par te, de la belleza demasiado expuesta, demasiado bien producida que deja al hombre interdicto ante la imagen detrás de ella perfilada de lo que lo amenaza. Pero, ¿de qué?. Pues no en de la nadificación.

Creo que esto es tan esencial que tengo la intención de hacerles recorrer los textos de Kant en la «Critica del juicio», tan extraordinariamente rigurosos en lo concerniente a la naturaleza de la belleza. Los eludo aquí. Quiero decir que los pongo entre paréntesis. Sin embargo, esa relación al objeto que interesa sin duda las mismas fuerzas que en la obra es tan en el conocimiento pero que, nos dice Kant, están interesadas en el fenómeno de lo bello sin que el objeto sea concernido, ¿no captan, no palpan su analogía con el fantasma sádico mismo, donde el objeto no está más que un significante de un limite, a saber el punto donde el es concebido como éxtasis,  como algo que nos afirma que lo que es no puede volver a esa nadificación de donde ha salido?

Y allí está, precisamente, ese limite que el cristianismo ha erigido en el lugar de todos los otros dioses, y bajo la forma de esta imagen ejemplar, extrayendo de Ella, secretamente, todos los hilos de nuestro deseo: la imagen de la crucifixión, en tanto que si, después de todo, nos trovemos a mirarla de frente —desde el tiempo en que los místicos se absorbían en Ella, piensen que no obstante se puede esperar que haya sido arrostrada— sería más difícil, sin duda, hablar de ella de modo directo y pretender decir que es algo que podemos llamar a la letra, seguramente apoteosis del sadismo, divinización de todo lo que está en ese campo, a saber, ese limite donde el ser subsiste en el sufrimiento porque él no puede hacerlo de otro modo más que por un concepto que represente, además, la puesta fuera de Juego de todos los conceptos: aquél, Justamente, del ex nihilo.

Sería suficiente para ilustrar lo que acabo de decirles recordar eso que, ustedes analistas, pueden palpar, a saber, hasta qué punto desde las ensoñaciones de las puras jovencitas hasta los acoplamientos de las matronas, el fantasma que guía el deseo femenino puede estar literalmente empozoñado por la promoción de esta imagen del Cristo sobre la cruz. ¿Debo ir más lejos? ¿Debo decir que alrededor de esta imagen la cristiandad, santamente, crucifica al hombre después de siglos? Santamente.

Desde hace algún tiempo descubrimos que los administradores son santos. ¿No se pueden dar vuelta las cosas y decir que los Santos son administradores? Los santos son, en efecto, los administradores del acceso a deseo, pues esta operación de la cristiandad sobre el hombre se prosigue a nivel colectivo. Los dioses muertos en el Corazón de los cristianos so perseguidos por el mundo por la misión cristiana. La imagen central de 1 divinidad cristiana absorbe todas las otras imagenes del deseo en el hambre, con algunas consecuencias. Esto es, quizás, al borde de lo que este más en la historió. Es lo que en lenguaje de administrador se designa, en nuestra época, bajo el término de problemas culturales de los países subdesarrollados.

No estoy aquí para prometerles, a continuación de eso, una sorpresa buena o mala; Ella les ocurrirá, como se dice en Antígona, bastante pronto.

Ahora, vamos a Antígona. Antígona es la heroína. Es ella la que toma la vía de los dioses; es ella quien se traduce del griego, está hecha más para el amor que para el odio, brevemente es una personita verdaderamente tierna, encantadora, si se creen esa clase de comentario en agua de bidet que hace al estilo de lo que dicen de Ella los buenos autores. Querría, simplemente, para introducirla, hacerles algunas distinciones.

Y para ir inmediatamente a la cima les diré el termino alrededor del cual se sitúa el drama de Antígona, ese termino que podrán reencontrar en el texto repetido veinte voces —en un texto tan corto una cosa repetida veinte veces hace ruido como si fueran cuarenta. Esto no impide seguramente, pueda no leérselo. Ese término es Átë. Es irremplazable precisamente, lo que designa el limite que la vida humana no podría franquear por mucho tiempo. El texto del Coro, en este lugar, es significativo e insistente. ektós átas más allá de este Átë. Es allí donde se puede pasar más que un muy corto tiempo; es allí donde quiere ir Antígona. Y no se trata de una expedición lastimera. En primer lugar porqué ustedes pueden obtener de la boca de Antígona todos los testimonio de punto en que Ella se encuentra. Literalmente ella no nos oculta nada acá de lo que se trata: Ella no puede más. Su vida no vale la pena ser vida. Ella vive en la  memoria del drama intolerable de aquel de quien ha surgido , esa cepa que acaba de nadificarse bajo la figura de sus dos hermanos. Ella vive en el hogar de Creonte, sometida a su ley y eso es lo que no puede soportar. Ella no puede soportar el depender de un personaje que execra.

Después de todo, ¿por qué lo execra? Ella es alimentada, alojada y  hasta —en Sófocles— no se la casa —como a «Electro» en Gireudoux quien lo ha inventado— no se la casa con el Jardinero; sin embargo, Ella no puede soportarlo. Y eso Juega su rol; y no sólo juega su rol, sino que, en el texto Juega con todo su peso para explicarnos lo que podría llamarse su resolución, esta resolución afirmada desde el inicio de su dialogo con Ismena.

Su diálogo con Ismena es algo que, desde el comienzo es de una crudeza excepcional. Pues, cuando Ismena le hace notar: «Escucha, verdaderamente la situación en que estamos no es del todo cómoda; no volvamos a éllo». Ella salta inmediatamente, en ese punto: «Sobre todo ahora no vuelvas más sobre lo que acabas de decir, pues aunque tú quisieras, soy yo quien no quiere más de ti. Y los términos de ékhthra, de enemistad concerniente a las relaciones de ella con su hermana, relativo a lo que ella reencontrará más allá cuando reencuentro a su hermano muerto, se producen inmediatamente. Aquélla que dirá más tarde: «Estoy hecha para compartir el amor y no el odio» (9). Son las mismas palabras de enemistad con las cuales se presenta inmediatamente.

En la continuidad de los acontecimientos, cuando su hermana vuelva hacía Ella para compartir su suerte, aunque no habiendo cometido la acción  prohibida, Ella la rechazará igualmente con una crueldad que supera todos los limites del refinamiento,  pues le dice: «Permanece con Creonte a quien tanto amas…» ella pone el máximo de su desprecio. Sin embargo, he aquí, entonces, que se contornea, digamos, el enigma que Antígona nos presenta este enigma que es el de un ser inhumano, no es situado por nosotros, pues, ¿que querría decir que lo situáramos por nuestra parte en el registro de la monstruosidad? Esto es bueno para el Coro que está allí en toda esta historia y que, en un momento de una de la  réplicas de Antígona —que les cortará el aliento— Ella prorrumpe en grito esta ömós, termino que se emplea. Esto es traducido como se puede, por inflexible. Literalmente quiere decir algo crudo, no civilizado. Es el término de crudeza el que mejor corresponde cuando se lo utiliza para hablar de los comedores de carne  cruda.

Este es el punto de vista del Coro. Nada comprende allí. Dicho de oír. modo, ella está tan ömós como su padre. He aquí lo que dice.

Para nosotros se trata de saber qué es lo que quiere decir esta salida de los limites humanos en Antígona. Si no es porque su deseo apunta preciosamente a ese más allá de Átë. La misma palabra Ate que sirve en atáe, es eso de lo que se trata. Es eso lo que se trata. Es eso lo que el coro repite con insistencia en el momento de su intervención — que les señalaré — ion una insistencia técnica. Quiero decir que esto es lo que quiere decir : una se aproxima o no se a próxima a Átë, cuando uno se aproxima allí es en razón de algo que está ligado, en la ocasión, a un comienzo, a una cadena que es la de la desdicha de la familia de los Labdácidas. Cuando uno ha comenzado a aproximarse a ella, las cosas se encadenan en cascada. Lo que se encuentra en el fondo de lo que ocurre en todos los niveles de esta descendencia, nos dice el texto, es algo que está determinado por un mérimna. Es casi la misma palabra que mnéme con el acento de resentimiento. Pero es muy falso el traducirla por resentimiento, pues el resentimiento es una noción psicológica, en tanto que mérimna es una noción de esos términos ambigüos entre lo subjetivo y lo objetivo que nos ofrecen, hablando con propiedad, los términos de la articulación significante.

Este mérimna de los Labdácidas es lo que impulsa a Antígona sobre las fronteras de Átë, que podría traducirse, sin duda, por desdicha. Pero nada tiene que hacer con la desdicha. En este sentido, impartido sin duda, puede ella decir por los dioses seguramente Implacable, aquella misma que la hace sin piedad ni temor y que para nosotros la hace aparecer en el momento mismo de su acto, dicta al poeta, que en Sófocles, esa imagen fascinante; una primera vez en las tinieblas, Ella es llevada a recubrir el cuerpo de su hermano con esa fina capa de polvo, este polvo ligero que lo cubro suficiente mente para que quede velado a la vista. Pues es de eso que se trata. No se puede dejar exponer a la faz del mundo esta podredumbre de la cual los perros y los pájaros vendrán a arrancar Jirones para llevarlos — nos dice el texto — sobre los altares, al corazón de las ciudades donde diseminarán a la vez el horror y la epidemia.

Antígona he hecho, pues este gesto una vez. Lo que ocurre más allá de un cierto limite no debe ser visto. El mensajero va a decir lo que ha ocurrido, y diciéndolo no encontraremos de Ello ninguna traza, no puede saber se quien lo ha hecho Ha sido dada la orden de dispersar de nuevo ese polvo. Y esta vez Antígona se deja sorprender. El mensajero que vuelve nos describe lo que ha ocurrido en los términos siguientes: en primer lugar ellos han limpiado el cadáver de lo que lo cubría, después se han puesto en dirección contraria al viento porque aposta. Es necesario, al menos evitar las emanaciones aterradoras de ese cadáver. Pero ha comenzado a soplar gran viento y el polvo ha comenzado esta vez a llenar la atmósfera, llenando— dice el texto— hasta el gran éter. Y en ese momento en que todos se refugian como pueden, encapuchándose en sus propios brazos, se aterran ante esta especie de cambio de aspecto de la naturaleza, en esta aproximación oscurecimiento total, del cataclismo; es allí donde se manifiesta la pequeña Antígona. Ella reaparece cerca del cadáver, lanzando — nos dice el texto gemidos de pájaro a quien han sido hurtados sus pequeños.

Singular imagen. Más singular por ser retoñada y repetida por los autores; He extraído los cuatro versos de Las Fenicias de Eurípides, de también se la compara a la madre abandonada por una nidada dispersa prefiriendo sus gritos patéticos que literalmente nos muestran aquélla que, siempre, en la poesía antigua simboliza esta evocación del pájaro. No al demos que próximos estamos en los mitos paganos, del pensamiento de la metamorfosis —pienesn en la trasnformaciones de Filemón y de Baucis-. Es el ruiseñor quien como tal se perfila, al menos en texto de Eurípides, como siendo, sin ambigüedad, la imagen en la cual el ser humano parece transformarse al nivel de este lamento.

El limite en el que nos encontramos aquí situados es el limite mismo donde se sitúa la posibilidad de la metamorfosis, aquél que, transmitido el curso de los siglos, oculto en la obra de Ovidio, retama en ese giro la sensibilidad europea que es el Renacimiento, todo su vigor, su virulencia para que lo veamos resurgir, hasta estallar en el teatro de Shakespeare: allí lo que es Antígona.

Desde entonces —pienso— la ascensión de la pieza les será accesible. En primer lugar tenemos el diálogo de Antígona e Ismena. Sin embargo es necesario que yo se les desmonte. Imponible, sin embargo, no citar el peas de algunos versos. Los versos 41,70 y 73 entes cuales en el discuta de Antígona estalla una especie de idiotismo que se manifiesta en la caída al fin de la frase, de la palabra metá.

Metá es con y también depués. Metá es exactamente, hablando con propiedad, lo que hace alusión al corte, porque las preposiciones no tienen la misma función en griego que francés. «Pero no tiene nada que hacer con lo que a mi concierne», replica ella en lo concerniente al edicto de Creonte, la interdicción de tocar el cadáver de Polínice. En otro momento, cuando ella dice a su hermana. «Si aún quisieras, ahora, venir conmigo a hacer ese sagrado trabajo, yo no lo aceptarla». Es con la caída, cuando ella dice a su hermano: «Yo reposaré, amigo amante, casi amador,aquí, cerca de ti». Metá  con otra vez, en la caída del verso; esté puesto en esta posición invertida. Pues habitualmente metá es puesto como con (avec en francés), antes de la palabra. He ahí algo que de algún modo, nos significa de manera significante el modo de presencia cortante de nuestra Antígona.

Les ahorro los detalles de su diálogo con Ismena. Seria un comentario interminable. Requeriría un año. Lamento no poder hacerles sostener en los límites del seminario la extraordinaria sustancia de este estilo y de su escansión. Lo paso. Después de este diálogo con Ismena y la seguridad que ella le da a su resolución, tenemos el Coro. Esta alternancia acción/Coro, la encontramos en el transcurso del drama cinco veces, creo. ¿Qué es lo que el Coro viene a decir inmediatamente después de esta entrada en materia que nos muestra muy bien que los dados ya están echados?

Se dice que la tragedia es una acción. Atención: ¿es ágein o es práttein? De hecho, es necesario elegir. El significante introduce dos órdenes en el mundo: la verdad y el acontecimiento. Pero si se lo quiere mantener al nivel de las relaciones del hombre con la dimensión de la verdad, se lo pare de hacer servir al mismo tiempo para la puntuación del acontecimiento. No existe en la tragedia, en general, ninguna especie de acontecimiento verdadero. El héroe y lo que lo rodea se sitúan en relación a este punto de mira del deseo. Lo que ocurre son cosas que yo llamaría desplomes, hundimientos de las diversas capas de la presencia de los héroes en el tiempo. Esto es lo que deja indeterminado. Pues que una cosa se hunda antes que otra en esta especie de desplome del castillo de naipes que representa la tragedia y lo que se reencuentro al final cuando se vuelve al todo, puede representar se diferentemente, con seguridad.

Ilustración de esto: Creonte, después de haber anunciado al son de trompetas el hecho de que él no cederá jamás en nada sobre sus posiciones de responsable, cuando papá Tiresias, le ha reprochado agriamente, bastan te, comienza a tener miedo. En aquel momento le dice al Coro: «Entonces, ¿es necesario que yo ceda?». Y les aseguro que lo dice en términos que, desde el punto de vista que yo les desarrollo, son de una precisión mucho mis extraordinaria pues la Ate llega aún allí. No me remito al texto para no hacerles perder el tiempo, con una oportunidad particular. En aquel momento está claro que si él hubiera estado en la tumba primero, honores de rendir finalmente, sobre la tarde, los honoren fúnebres al cadáver, lo que después de todo lleva tiempo, quizás lo peor hubiera sido evitado.

Sólo que, justamente —y probablemente no sin razón— él comienza por el cadáver; él quiere estar; primero, libre de deuda —como se dice— con su conciencia. Eso es siempre —créanme— lo que cualquiera pierde en la vía de las reparaciones. Esto no es más que una pequeña ilustración, pues en el desarrollo del drama, en todo instante, la cuestión de esta temporalidad, del modo en que se reúnen los hilos ya listos es allí decisiva, esencial. Pero no más comparable a una acción que lo que yo he llamado, hace un momento, hundimiento, desplome sobre las premisas.

Pues, he aquí el primer diálogo entre Antígona e Ismena. ¿Qué vendrá después? La música. El Coro es el canto de la liberación. Tebas está fuera’ de los asaltos de los que muy bien podrían Llamarse los bárbaros. El estilo del poema, que es el del Coro, nos representa, hasta curiosamente a las tropas de Polínice y su sombra, pudiera decirse, como la de un gran pájaro girando alrededor de las casas. La imagen misma —que es la de nuestras guerras modernas, a saber algo que planea— es ya en el 441, un hecho sensible.

Una vez completada esta primera entrada de música, —y uno siente qué existe allí alguna ironía de parte del autor— se terminó. Es decir eso comienza.

¿Qué es lo que vemos? Vemos la continuación, que es Creonte que viere a hacernos un largo discurso para justificarse. Y en verdad no tiene allí más que un Coro dócil para hacerse oír; la secta de los «Beni». Si, si. Diálogo en ese momento entre Creonte y el Coro. El Coro no abandona la idea de que quizás haya en el propósito de Creonte algún exceso. Pero en el único momento que lo va a dejar aparecer es, a saber, cuando llega el Mensajero y relata lo que ha ocurrido; prefiero decírselos, él se hace tratar con rudeza, agriamente.

Pero no podemos hacerlo; y lo que quiero producir es lo siguiente: el personaje del Mensajero se presenta en esta tragedia como una formidable ciencia. Pues este mensajero se conduce con toda clase de retorcimientos d la lengua y del torso, para decir lo que ha podido reflexionar en la ruta cuantas veces se ha dado vuelta para huir rápidamente. Y es así que una ruta corta deviene un largo camino.

 Este es un formidable y empedernido hablador. En un momento dado llegará a haber del siguiente modo: «Estoy desolado —dice— al ver que tú tienes la opinión de tener la opinión de creer mentiras». Brevemente: Sospecha ser sospechosos. Este estilo del dokeî pseude dokeîn es algo que tiene su vibración hasta en el discurso de los mismos sofistas, en tanto que, por otra parte, inmediatamente, Creonte le retrueca: «Estás a punto de hacer puntas sobre la tonca». Brevemente, durante una escena risible, el Mensajero, antes de confesar todo, o sea lo que el tiene que relatar, se libra a todas esas consideraciones concernientes a todo lo que ha ocurrido, a saber, con idea clones de seguridad en el careo de las cuales los guardias han entrado en pánico próximo al ahorcamiento mutuo para llegar a una diputación que con cierne a quién es aquí el objeto, después de tirar las suertes. Y después que confesó todo y recibió abundantes amenazas de Creonte, las acusaciones excesivamente limitadas del personaje en el poder en esta  ocasión, a sabes que Ellos pasaran, todos, un niel cuarto de hora si no se encuentra pronta mente al culpable y él se escapa con estas palabras: «Doy de ello buena cuenta; en tanto no se me ponga inmediatamente al cabo de una rama no se me ve verá a ver pronto».

Lo importante es saber lo que estalla inmediatamente después. Después estalla inmediatamente el Coro. Y el Coro entona esta especie de entrada de clowns —pues creo que bien puede describirse así ese diálogo entre Creonte y el Mensajero, ese sutil Mensajero— él tiene grandes refinamientos dice a Creonte: «¿Qué es lo que ofrendo en este momento, tu corazón o la tarea de reyes?». El lo dice literalmente. Lo hace girar en redondo. Y Creonte, a pe ser de él, esta forzado a enfrentarlo. Y le explica: «Si es tu corazón, es aquél que ha hecho eso que lo ofrende; yo no ofrendo más que tus orejado.» Estamos ya en la cima de la crueldad, pero uno se divierte. Inmediatamente después, ¿qué es lo que ocurre?. Un elogio del hombre. El Coro no emprende otra cosa que un elogio del hombre. Veo que la hora me limita, que no puedo prolongarme; tomaré, entonces, la próxima vez este elogio del hombre con el carácter que les mostraré, pues en necesario, al menos, analizar un poco el texto para darle su alcance. Que esto ocurra aquí tomará todo su sentido, creo, si entramos un poquito en el detalle. Pero como ea necesario ceñirnos’ al texto, estaré forzado a volver a ello la próxima vez.

Inmediatamente después, es decir después de esta formidable burla —ustedes lo verán— que constituye este elogio del hombre. El Coro emprende ni más ni menos que un elogio del hombre. La hora me limita y no puedo prolongarla, sólo tomaré este elogio del hombre la próxima vez. Vemos, entonces, sin ninguna clase de cuidado por la verosimilitud, quiero decir temporal: el guardia arrastrando a Antígona.

El guardia está a la vez con el ánimo alegre. Esta es una posibilidad de poner su responsabilidad al abrigo haciendo acorralado a tiempo a la culpable —no puedo extenderme si quiero terminar sobre el alcance de lo que ocurre en este momento en el interrogatorio de Creonte, pero lo que quiero puntualizar es lo que dice el Coro, lo que en el Coro comienza a llegar inmediatamente, a continuación. Lo que el Coro nos otorga en aquel momento es, hablando con propiedad. el canto de Áte. Las palabras del hombre con Ate; Esto es lo que constituye en aquel momento el objeto del canto del Coro. Volveremos a ello, es pero, igualmente, la próxima vez.  ¿Qué es lo que ocurre después de la llegada de Hemón, es decir del hijo de Creonte y novio de Antígona? El diálogo entre el padre y el hijo con lo que demuestra de la dimensión de aquélla que he comenzado a anticiparles en lo concerniente a las relaciones del hombre con su bien y la clase de flexibilidad, de oscilación, que aparece por la sola confrontación del padre y del hijo. He ahí un punto que es extremadamente importante para la fijación de la estatura de Creonte, a saber de eso que veremos a continuación ser lo que él es, eje decir, lo que son siempre los verdugos, los tira nos; al fin de cuentas, personajes, hombres. No existen más que los mártires para ser sin piedad ni temor. Pero créanme; el día del triunfo de los mártires es el día del incendio universal. Es precisamente para eso que está hecha la pieza, para demostrárnoslo.

Pero, ¿qué vemos a medida que la pieza avanza? Creonte no se ha desinflado en ese momento. Bien lejos de ello, él deja partir a su hijo, bien entendido, bajo las peores amenazas. ¿Que es lo que estalla en ese momento, nuevamente?. El Coro. ¿Y, para decir qué? Erös ahíkate mákhan. Pienso que aún aquellos que no saben el griego han escuchado en algún momento esas tú palabras que han atravesado los siglos llevando tras si diversas melodías. Eso quiere decir, propiamente: amor invencible en el combate.

Es en ese momento, en el que Creonte ha decretado a qué suplicio va a ser consagrada Antígona, es decir a entrar completamente viva a la tumba, lo que no es una imaginación de las más regocijantes. Les aseguro que en Sade esto es puesto en séptimo u octavo grado de las pruebas de los héroes. Quizás sean necesarias estas perspectivas para comprender, para que uno Se dé cuenta de ello, pues, efectivamente, es algo que tiene todo su alcance.

Es precisamente en ese momento, yo diría en esta medida, que el Coro dice literalmente algo que quiere decir: «Esta historia nos vuelve locos dejamos todo, perdemos la cabeza, a saber, por esta niña». Estamos capturados por lo que el texto llama con un término cuya propiedad les ruego retener: Hímeros enargés Hímeros es el mismo término que en «Fedro» esta hecho para designar, hablando con propiedad, lo que yo trato que usted aprehendan aquí como siendo ese reflejo del deseo en tanto él es lo que cadena hasta a los dioses.

El término fue designado por Júpiter para designar sus relaciones con Gahímides. Himeros enargés es, literalmente, el deseo hecho visible. Tal lo que aparece en el momento y correlativamente donde se va a desarrollar que podría llamarse la larga escena del ascenso de Antígonas al suplicio.

Aquí Antígona permanece enfrentada al Coro; y después de ese canto de Antígona —en el cual se inserta el pasaje discutido por Goethe del cual lee hablé el otro día— el Coro retama un canto mitológico donde, en tres tiempos, hace aparecer tres destinos especialmente dramáticos que están orquestados en este limite de la vida y la muerte, del cadáver aún animado.; la boca misma de Antígona, la imagen de Niobe en tanto Ella es capturada en esa especie de encierro en la roca donde permanecerá eternamente puesta a las injurias de la lluvia y del tiempo; tal es la imagen limite alrededor de la cual gira el eje de la pieza.

En el momento en que más y más ella asciende hacia no sé qué explosión de delirio divino, es en ese momento que, yo diría aparece Tiresias, el algo, y en la medida en que él no habla simplemente del anuncio del porvenir sino que el develamiento de su profecía juega su rol en el advenimiento de porvenir. Pues en el diálogo que él tiene con Creonte retiene aquélla que tiene que decir hasta que Creonte, en su pensamiento formado de personaje para quien todo es asunto de político — es decir de provecho — comete la imprudencia de decir a Tiresias cosas suficientemente injuriosas para que el otro finalmente desencadene su profecía con ese valor que hace dar, en toda dimensión tradicional, a lea palabras del inspirado, un valor suficientemente decisivo para que sea, al mismo tiempo, el momento en que Creonte, pierde su resistencia y se resigna a volver sobre sus órdenes, lo que va a ser la catástrofe.

Una anteúltima entrada del Coro, significativamente, nos hace estallar allí, el himno al dios más oculto, el más supremo. Las cosas suben aún de tono. Es el himno a Diónisos. Los autores croen que este himno es, una vez más, el himno de la liberación en otro sentido, es decir: «Uno está bien aliviado, todo va a arreglarse». Para quien sepa lo que representa Dyonisos y su cortejo indómito, es precisamente lo contrario, porque este himno estalla en el momento en que los límites del campo del incendio son franqueados.

No queda después más que lugar para la última peripecia, aquélla en la que Creonte, atrapado, va a golpear desesperadamente a las puertas de una tumba detrás de la cual Antígona se ha colgado. Hemón que la abraza lanza sus últimos gemidos sin que, destáquenlo, podamos tener verdaderamente —no más que de la sepultura a la que desciende Hamlet— lo que verdadera mente ha ocurrido, pus al fin esta Antígona ha sido —son las órdenes de Creonte— emparedada, ha estado en los limites de la Ate, y si Hemón se encuentra allí con Ella uno puede preguntarse, a justo titulo, en qué momento ha entrado. Como el rostro de: los actores se aparta del lugar de donde Edipo desapareció, no se sabe lo que ha ocurrido en esa tumba.

Sea lo que sea, cuando Hemon sale de Ella, este poseído por los Manes divinos. Tiene todos los signos de alguien que — dice el texto — esta fuera de si. Se precipita sobre su padre y lo marca, después se asesina. Y cuando su padre vuelva, encontrará al Mensajero, un mensajero que ya le ha adelantado que su mujer está muerta.

En aquel momento, el texto, con los términos más apropiados, aquellos que están exactamente hechos para recordarnos donde está el limite, nos muestra a Creonte desconcertado pidiendo que se le lleve: «Arrástrenme por los pies». Y el Coro encuentra aún la fuerza para decir y hacer juegos de palabras, y decir en ese momento: «Tu tienes razón de decir eso, los valores que uno tiene en los pies son, aún los mejores, son los más cortas». No es un celador de colegio que hay en Sófocles, desdichadamente son los celadores quienes lo traducen. Sea lo que sea, allí está el fin de la corrida. «Rastrillen la pista» —como Desdice— «levanten el buey y córtenle lo que ustedes piensen, si queda» —ese es el estilo— y que se marcha levantando un alegre tintineo de campanillas».

Pues es así, y casi en esos términos como se traduce la pieza de Antígona. Tomaré algún tiempo, la próxima vez, para puntualizarles algunos puntos esenciales que les permitirán amarrar muy estrictamente mi interpretación a los mismos términos de Sófocles. Espero que Ello me tome la mitad del tiempo y que pueda, después, hablarles de lo que Kant articula en lo concerniente a la situación de lo bello. Verán, entonces, la relación de lo que les he descripto con lo que quiero demostrarles.