Seminario 7: Clase 23, Las metas morales del psicoanálisis, 29 de Junio de 1960

El ensueño burgués. Edipo, Lear y el servicio de los bienes. La incorporación del Superyó. Los tres Padres. Edipo irreconciliado.

En el momento de clausurar el arriesgado tema adonde elegí llevarlos este año, creo no poder hacer demasiado en el sentido de articularles el limite del paso que a mi entender les hice dar.

El año próximo me dedicaré a articular los unos en relación a los otros, los fines y los medios del análisis, este no es forzosamente el título que daré a ese seminario. Me parece indispensable que nos hayamos detenido al menos un instante en lo que siempre esta velado en lo que puede llamarse las metas morales del análisis.

Promover en la ordenanza del análisis la normalización psicológica incluye lo que podemos llamar una moralización racionalizante. Asimismo, apuntar al logro de lo que se llama el estadio genital, la maduración de la tendencia y el objeto, que daría la medida de una relación justa con lo real, entraña ciertamente cierta implicación moral. ¿La perspectiva teórica y practica de nuestra acción debe reducirse al ideal de una armonización psicológica? ¿Debemos nosotros, con la esperanza de hacer acceder a nuestros pacientes a la posibilidad de una felicidad sin sombras, pensar que puede ser total la reducción de la antinomia que Freud mismo articuló tan poderosamente? Hablo de la que enuncia en El malestar en la cultura, cuando formula que la forma bajo la cual se inscribe concretamente la instancia moral en el hombre, y que, en su decir, es todo menos racional, esa forma que llamó el Superyó, es de una economía tal que cuanto más sacrificios se le hacen tanto más exigente deviene.

Esta amenaza, este desgarro del ser moral en el hombre, ¿acaso nos está permitido olvidarlo en la doctrina y en la práctica analíticas?  A decir verdad, esto es efectivamente lo que sucede, estamos por demás inclinados a olvidarla, tanto en las promesas que creemos poder hacer, como en las que podemos creer hacernos a propósito de tal o cual desenlace de nuestra terapéutica. Es grave y es aún más grave cuando estamos en posición de dar al análisis todo su alcance, quiero decir cuando estamos frente al final concebible del análisis en su función didáctica en el pleno sentido del término.

¿Un análisis, si debemos concebirlo como plenamente terminado por alguien que luego se encontrará en una posición responsable respecto del análisis, es decir el mismo analista, debe idealmente, con derecho diría, terminar en esta perspectiva de confort, que etiqueté recién con la nota de racionalización moralizante, en la que demasiado a menudo tiende a expresarse?

Cuando se articuló, en línea recta con la experiencia freudiana, la dialéctica de la demanda, de la necesidad y del deseo, ¿es acaso sostenible reducir el éxito del análisis a una posición de confort individual, vinculada a esa función con toda seguridad fundada y legítima que podemos llamar el servicio de los bienes?, bienes privados, bienes de la familia, bienes de la casa, y también otros bienes que nos solicitan, bienes de la profesión, del oficio, de la ciudad.

¿Podemos hoy en día cerrar tan fácilmente esa ciudad? Poco importa. Cualquiera sea la regularización que aportemos a la situación de quienes concretamente recurren a nosotros en nuestra sociedad, es harto manifiesto que su aspiración a la felicidad implicará siempre un lugar abierto a una promesa, a un milagro, a un espejismo de genio original o de excursión hacia la libertad, caricaturicemos, de posesión de todas las mujeres por un hombre, del hombre ideal por una mujer. Hacerse el garante de que el sujeto puede de algún modo encontrar su bien mismo en el análisis es una suerte de estafa.

No hay ninguna razón para que nos hagamos los garantes del ensueño burgués. Un poco más de rigor y de firmeza es exigible en nuestro enfrentamiento de la condición humana y por eso recordé la última vez que el servicio de los bienes tiene exigencias, que el paso de la exigencia de la felicidad al plano político tiene consecuencias. El movimiento en el que es arrastrado el mundo en que vivimos al promover hasta sus últimas consecuencias el ordenamiento universal del servicio de los bienes, implica una amputación, sacrificios, a saber, ese estilo de puritanismo en la relación con el deseo que se instauró históricamente. El ordenamiento del servicio de los bienes en el plano universal no resuelve sin embargo el problema de la relación actual de cada hombre, en ese corto tiempo entre su nacimiento y su muerte, con su propio deseo, no se trata de la felicidad de las generaciones futuras.

Como creo haberles mostrado aquí en la región que dibuje este año, para ustedes, la función del deseo debe permanecer en una relación fundamental con la muerte. Hago la pregunta, ¿la terminación del análisis, la verdadera, entiendo la que prepara para devenir analista, no debe enfrentar en su termino al que la padece con la realidad de la condición humana? Es propiamente esto lo que Freud, hablando de la angustia, designó como el fondo sobre el que se produce su señal, a saber, la Hilflosigkeit, el desamparo, en el que el hombre en esa relación consigo mismo que es su propia muerte, pero en el sentido en que les enseñé a desdoblarla este año, no puede esperar ayuda de nadie.

Al término del análisis didáctico, el sujeto debe alcanzar y conocer el campo y el nivel de la experiencia del desasosiego absoluto, a nivel del cual la angustia ya es una protección, no Abwarten, sino Erwartung. La angustia ya se despliega dejando perfilarse un peligro, mientras que no hay peligro a nivel de la experiencia última de la Hilflosigkeit.

Ya les dije cómo el límite de esa región se expresa para el hombre en sus términos últimos, tocar hasta su término que es y que no es. Precisamente por eso el mito de Edipo adquiere aquí su alcance completo.

Una vez más los volveré a llevar hoy al atravesamiento de esa región intermedia, recordándoles que no hay que olvidar en la historia de Edipo el tiempo que transcurre entre el momento en que este es ciego y el momento en que —muerte privilegiada, única, que constituye en Sófocles un enigma, como ya les dije.

Edipo, en un sentido, no tuvo el complejo de Edipo, hay que recordarlo, y se castiga por una falta que no cometió. Solamente mató a un hombre que él no sabía que era su padre y al que encontró en la ruta —para tomar un modo verosímil de acuerdo al cual nos es presentado el mito— por la que huía por haber sospechado que le estaba prometido algo poco lúcido en relación a su padre. Huye de aquellos a quienes cree sus padres y, queriendo evitar el crimen, lo encuentra.

Tampoco sabe que alcanzado la felicidad, la felicidad conyugal, y la de su oficio de rey, la de ser el guía de una ciudad feliz, se acuesta con su madre. Se puede entonces plantear la pregunta de qué significa el tratamiento que se inflinge. ¿Qué tratamiento? Renuncia a aquellos mismo que lo cautivó. Propiamente, fue burlado, engañado, por su accesos mismo a la felicidad. Más allá del servicio de los bienes e incluso del pleno éxito de sus servicios, entra en la zona donde busca su deseo.

Observen bien las disposiciones de Edipo —in articulo mortis ni mosqueó. La ironía de la expresión francesa bon pied oeil [literalmente a buen pie buen oj, pero que significa fuerte como un roble] no podría en su caso adquirir demasiado alcance, pues el hombre de los pies hinchados tiene entonces los ojos reventados. Pero esto no le impide exigir todavía todo, a saber, los honores debidos a su rango. El recuerdo de la leyenda nos permite percibir lo que la etnografía más moderna subraya —debido a que después del sacrificio se le envió el muslo de la víctima en lugar de la paleta, al menos que no sea al revés; él considera esta infracción como una injuria intolerable y rompe con sus hijos, a quienes les había entregado el poder. y, al término, estalla su maldición absoluta contra sus hijos, conviene explorar qué puede contener este momento en el que Edipo, habiendo renunciado al servicio de los bienes, no ha abandonado para nada sin embargo la preeminenecia de su dignidad sobre esos mismos bienes y donde, en esa libertad trágica, tiene que enfrentar la consecuencia de ese deseo que lo llevó a franquear ese térmimo y que es el deseo de saber. Supo, quiere saber todavía más.

¿Tengo, para hacerme comprender, que evocar otra figura trágica, sin duda más cercana a nosostros, a saber, el rey Lea? No puedo explayarme aquí sobre el alcance de esta pieza, quiero simplemente hacerles entender qué es el franquemiento de Edipo a partir del Rey Lear, donde tenemos este franquemiento bajo una forma irrisoria.

El rey Lear también renuncia al servicio de los bienes, a los deberes reales, cree que está hecho pare ser amado, ese viejo cretino, y le entrega entonces el servicio de los bienes a sus hijas. Pero no hay que creer que renuncia empero a nada, comienza la libertad, la vida de fiesta con cincuenta caballeros, la broma, mientras que es recibido alternativamente por cada una de las dos arpías a las que creyó poder entregar las cargas del poder.

En el intervalo, lo vemos allí con la sola garantía de la fidelidad, debida al pacto de honor, porque transmitió libremente lo que la fuerza le aseguraba. La formidable ironía shakespeareana moviliza todo un pulular de destinos que se devoran entre sí, pues no solamente Lear, sino todos los que en la pieza son gente de bien, son condenados a la desgracia sin remisión por fundarse en la sola fidelidad y en el pacto de honor. No necesito insistir, vuelvan a abrir la pieza.

Lear al igual que Edipo, muestra que quien avanza en esa zona, ya se avance en ella por la vía irrisoria de Lear o por la vía trágica de Edipo, avanzará en ella sólo y traicionado.

La última palabra de Edipo es, lo saben, ese me phynai que tantas veces repetí ante ustedes, que entraña toda esa exégesis de la negación. Les mostré su enfoque en francés, en ese pequeño ne, con el que no se sabe que hacer, suspendido ahí en esta expresión je crains qu’il ne vienne que se acomodaría tan bien si no estuviese ahí como una partícula paseándose entre el temor y la llegada. No tiene ninguna razón de ser, excepto que es el sujeto mismo. Es, en francés, el resto de lo que quiere decir en griego el me que no es de negación. Podría retomar con ustedes cualquier texto.

También otros textos lo manifiestan, en Antígona por ejemplo, en el pasaje en que el guardia, hablando de ese alguien que aún no se sabe que es Antígona, dice: Partió sin dejar huellas. Y agrega, en la versión que elige la edición, epheuge me eidenai. Esto quiere decir, en principio, evitó que se sepa quien es, to me eidenai, como lo propone una variante. Pero si, en la primera versión, se tomasen las dos negaciones al pie de la letra, se diría que evitó que uno no sepa quien es. El me esta ahí por la Spaltung de la enunciación y el enunciado que les expliqué. El me phynai, quiere decir, Antes bien, no ser.

Esta es la preferencia con la que debe terminar una existencia humana, la de Edipo, tan perfectamente lograda que no muere de la muerte de todos, a saber, de una muerte accidental, sino de la verdadera muerte, en la que el mismo tacha su ser. Es una maldición consentida de esa verdadera subsistencia que es la del ser humano, subsistencia en la sustracción de él mismo al orden del mundo. Esta actitud es bella y, como se dice en el madrigal, dos veces bella por ser bella.

Edipo nos muestra dónde se detiene la zona límite interior de la relación con el deseo. En toda experiencia humana, esta zona siempre es arrojada más allá de la muerte, porque el ser humano común regla su conducta sobre lo que hay que hacer para no arriesgar la otra muerte, la que consiste simplemente en hincar el pico. Primum vivere, las cuestiones del ser son siempre dejadas para más tarde, lo cual no quiere decir que no estén ahí en el horizonte.

Tienen aquí las nociones topológicas sin las cuales es imposible ubicarse en nuestra experiencia y decir algo que no sea morderse la cola y confusión, aún en el caso de las plumas eminentes. Tomen por ejemplo ese artículo, por lo demás excelente en todos los puntos, de Jones sobre «Odio, culpa y temor», donde muestra la circularidad, que no es absoluta, entre estos términos. Les ruego lo estudien pluma en mano, pues lo veremos el año próximo, verán cuantas cosas se aclararían a condición de poner en primer término los principios que estamos articulando.

Retomemos esos principios a nivel de ese hombre del común con el que nos enfrentamos y tratemos de ver que implican. Jones, por ejemplo, quizá expresó mejor que otros la coartada moral, que denominó moralisches Entgegenkommen, es decir, la complacencia de la exigencia moral. Muestra, en efecto, que muy a menudo no hay, en los deberes que el hombre se impone, más que el temor de los riesgos a asumir si no se los impusiese. Hay que llamar a las cosas por su nombre y no es porque se lo coloca ahí, detraes de un triple velo analítico, que no es esto lo que eso quiere decir, lo que el análisis articula es que, en el fondo, es más cómodo padecer la interdicción que exponerse a la castración.

Intentemos nuevamente lavarnos un poquito la sesera. Antes de profundizar la cuestión, lo cual a menudo es una manera de evitarla, ¿qué quiere decir que el superyó se produce, según Freud, en el momento en que decline el Edipo? Sin duda, desde entonces se ha adelantado algunos pasos, mostrando que había uno, nacido antes, dice Melanie Klein, como represalia de las pulsiones sádicas, aunque nadie sea capaz de justificar que sea siempre el mismo Superyó. Pero atengámonos al Superyó edípico. Que nazca cuando decline el Edipo quiere decir que el sujeto incorpora su instancia.

Esto debería ponernos en la pista. En un articulo celebre que se llama «Duelo y melancolía», Freud dice también que el trabajo del duelo se aplica a un objeto incorporado, a un objeto al cual, por una u otra razón, uno no le desea demasiado el bien. Ese ser amado al que damos tanta importancia en nuestro duelo, no sólo lo alabamos, aunque más no fuese a causa de esa porquería que nos hizo al dejarnos. Entonces, si incorporamos al padre para ser tan malvados con nosotros mismos, es quizás porque tenemos muchos reproches que hacerle a ese padre.

Aquí las distinciones que les introduje en los años precedentes pueden servirles. La castración, la privación y la frustración son cosas diferentes. Si la frustración es el asunto propio de la madre simbólica, el responsable de la castración, si se lee a Freud, es el padre real, y a nivel de la privación, es el padre imaginario. Intentemos ver bien la función de cada una de estas piezas en el declinar del Edipo y en la formación del Superyó. Quizá esto nos aporte alguna claridad y no tengamos la impresión de tocar dos líneas escritas sobre el mismo pentagrama, cuando tomemos en cuenta, por un lado, el padre como castrador y, por otro, el padre como origen del Superyó. Esta distinción es esencial en todo lo que Freud articuló y, en primer termino, acerca de la castración, cuando comenzó a deletrearla, por un fenómeno que verdaderamente deja estupefacto, pues esto ni siquiera había sido esbozado nunca antes.

El padre real, nos dice Freud, es castrador. ¿En qué? Por su presencia de padre real, como efectivamente necesitando el personaje ante el cual el niño está en rivalidad con él, la madre. Sea o no así en la experiencia, en la teoría eso no tiene duda alguna, el padre real es promovido como el Gran Jodedor, y no ante el Eterno, créanme, que ni siquiera esta allí para llevar la cuenta. ¿Pero, ese padre real y mítico no se borra al declinar el Edipo tras ese que el niño, a esa edad sin embargo avanzada de cinco años, puede muy bien haber ya descubierto?, a saber, el padre imaginario, el padre que a él, el chiquillo, le hizo tanto mal.

¿Acaso no es esto lo que los teóricos de la experiencia analítica deletrean balbuceando? ¿Y no es allí donde reside el matiz? ¿ Acaso no es alrededor de la experiencia de la privación que realiza el niño pequeño, no tanto porque es pequeño sino porque es hombre?, ¿No es acaso alrededor de lo que para él es privación, que se fomenta y se forja el duelo del padre imaginario?, es decir, de un padre que fuese verdaderamente alguien. El perpetuo reproche que nace entonces, de manera más o menos definitiva y bien formada según los casos, sigue siendo fundamental en la estructura del sujeto. Ese padre imaginario, es él, y no el padre real, el fundamento de la imagen providencial de Dios. Y la función del Superyó, en último término, en su perspectiva última, es odio de Dios, reproche a Dios por haber hecho tan mal las cosas.

Tal es, creo, la verdadera estructura de la articulación del complejo de Edipo. Si la reparten de este modo, les resultaran muchos más claros los rodeos, las vacilaciones, los titubeos de los autores para explicarse sus accidentes y sus detalles. En particular, y nunca de otro modo, podrán ver con esta clave lo que Jones quiere decir verdaderamente cuando habla de la relación entre temor y culpa con respecto a la génesis del Superyó.

Para retomar, digamos que pluguiere al cielo que el drama sucediese en el nivel sangrante de la castración y que el pobre hombrecito inundase con su sangre, como Gonos Urano, el mundo entero.

Todos saben que esa castración esta ahí en el horizonte y, obviamente, no se produce nunca en ningún lado. Lo que se efectúa esta relaciónado con el hecho de que de ese órgano, de ese significante, el hombrecito es un soporte más vale pobretón y que aparece ante todo más bien privado de él. Aquí podemos entrever la comunidad de su suerte con lo que experimenta la niña, quien se inscribe igualmente de modo mucho más claro en esta perspectiva.

Se trata de ese vuelco en que el sujeto se percata , muy simplemente, todos lo saben, de que su padre es un idiota o un ladrón según los casos, o simplemente un pobre tipo u ordinariamente un vejestorio, como en el caso de Freud. Vejestorio sin duda simpático y muy bueno, pero que debió comunicar muy a su pesar, como todos los padres, las conmociones grupales de lo que se llama las antinomias del capitalismo, dejó Friburgo donde ya no tenía nada que hacer, para instalarse en Viena y esta es una cosa que no pasa desapercibida para la mente de un niño, aún cuando tenga tres años. Y precisamente porque Freud amaba a su padre le fue necesario volver a darle una estatura, hasta darle esa talla de gigante de la horda primitiva.

Esto no es lo que resuelve las cuestiones de fondo, no es la cuestión esencial, como nos lo muestra la historia de Edipo. Si Edipo es un hombre completo, si Edipo no tiene complejo de Edipo, es porque en su historia no hay padre para nada. Quien le sirvió de padre es su padre adoptivo. Y todos estamos aún en ese punto, mis queridos amigos, porque después de todo, pater is est quem justue nuptiae demonstrant, lo que equivale a decir que el padre es el que nos reconoció. Estamos fundamentalmente en el mismo punto que Edipo, aunque no lo sepamos. En cuanto al padre que Edipo conoció, él no es, precisamente, como lo indica el mito de Freud, más que el padre una vez muerto.

Aquí esta también, como se los indiqué cien veces, la función del padre. La única función del padre, en nuestra articulación, es ser un mito, siempre y únicamente el Nombre-del-Padre, es decir, nada más que el padre muerto, como Freud nos lo explica en Tótem y tabú. Pero, obviamente, pare que esto sea plenamente desarrollado es necesario que la aventura humana, aunque más no fuese en su esbozo, haya sido llevada hasta su término, a saber, que la zona en la que avanza Edipo después de haberse desgarrado los ojos haya sido explorada.

El hombre hace siempre la experiencia de su deseo por algún franqueamiento del limite, benéfico. Otros antes que yo lo articularon. Es todo el sentido de lo que Jones produce cuando habla de afanisis, ligada a ese riesgo mayor que es muy simplemente no desear. El deseo de Edipo es saber la clave del deseo.

Cuando les digo que el deseo del hombre es el deseo del Otro, surge en mi mente algo que canta Paul Eluard como el duro deseo de durar. No es otra cosa sino el deseo de desear.

Para el hombre del común, en la medida en que el duelo del Edipo está en el origen del Superyó, el doble límite, de la muerte real arriesgada a la muerte preferida, asumida, al ser-para-la-muerte, sólo se le presenta bajo un velo. Ese velo se llama en Jones el odio. Pueden captar aquí por que en la ambivalencia del amor y del odio todo autor psicoanalítico consciente, si puedo decirlo, sitúa el termino ultimo de la realidad psíquica con la que nos enfrentamos.

El limite exterior que es el que retiene al hombre en el servicio del bien, es el primum vivere. Es el temor, como se nos dice, pero ven ustedes cuan superficial es su incidencia.

Entre ambos, yace pare el hombre del común el ejercicio de su culpa, reflejo de su odio por el creador cualquiera sea este, pues el hombre es creacionista, que lo hizo una criatura tan débil y tan insuficiente.

Estas pamplinas nada son para el héroe, para quien efectivamente avanzó en esa zona, para Edipo que llega hasta el me phyriai del verdadero ser-para-la-muerte, a su maldición consentida, a los esponsables con el anonadamiento, considerado como el término de su anhelo. No hay aquí otra cosa más que la verdadera e invisible desaparición que es la suya. La entrada en esa zona esta constituida para él por la renuncia a los bienes y al poder en los que consiste la punición, que no es tal. Si se arranca al mundo por el acto que consiste en enceguecerse, es porque sólo quien escape a las apariencias puede llegar a la verdad. Los antiguos lo sabían el gran Homero era ciego, Tiresias también.

Entre los dos se juega para Edipo el reino absoluto de su deseo, lo que esta subrayado suficientemente por el hecho de que se nos lo muestra irreductible hasta el término, exigiendo todo, no habiendo renunciado a nada, absolutamente irreconciliado.

De esta topología, que es en esta ocasión la topología trágica, les mostré su envés y su irrisión, porque es ilusoria, con ese pobre Lear que no entiende nada de ella y que hace resonar el océano y el mundo por haber, él, querido entrar en esa misma región de manera benéfica, con el acuerdo de todos. Se nos presenta al final, siempre no comprendiendo nada y teniendo, muerta en sus brazos, a aquella que es el objeto, obviamente desconocido para él, de su amor.

Esta región así definida nos permite plantear los limites que iluminan cierto número de problemas que nuestra teoría y nuestra experiencia plantean. La interiorización de la Ley, no cesamos de decirlo, nada tiene que ver con la Ley. Todavía habría que saber por que. Es posible que el Superyó sirva de apoyo a la conciencia moral, pero todos saben bien que nada tiene que ver con ella en lo que concierne a sus exigencias más obligatorias. Lo que exige no tiene nada que ver con aquello que tendríamos derecho a hacer la regla universal de nuestra acción, es el abc de la verdad analítica. Pero no basta constatarla, hay que dar razón de ella.

Pienso que el esquema que les propongo es capaz de hacerlo y que si se aferran firmemente a él encontrarán un medio para no perderse en este dédalo.

La próxima vez, esbozaré la vía hacia la cual todo esto esta dirigido, una aprehensión más segura de la catarsis y de las consecuencias de la relación del hombre con el deseo.