Seminario 8: Clase 22, Le désir de Pensée (el deseo del pensamiento), 17 de Mayo de 1961

Coufontaine, te pertenezco! Tómame y ház de mí lo que quieras.

Sea yo una esposa, sea que ya más allá de la vida, allí donde el cuerpo no sirve más, nuestras almas se sueldan la una a la otra sin ninguna aleación».

Les quería indicar el retorno todo a lo largo del texto en la trilogía de un término que es aquél don de se articula el amor. Es a estas palabras de Sygne,en el Rehen, que inmediatamente Coufontaine va a responder:

«Sygne, la última encontrada, no me engañes como el resto. ¿Por lo tanto habrá al final para mi, algo sólido fuera de mi propia voluntad?»

Y en efecto, todo está allí. Este hombre que todo ha traicionado, que todo ha abandonado, que lleva, dice, «esta vida de bestia perseguida, sin un escondite que sea seguro», recuerda lo que los monjes hindúes dicen, «que toda esta mala vida, es una vana apariencia, y que sólo permanece con nosotros porque nos movemos con ella, y sólo sería suficiente sentarnos y permanecer, para que pase de nosotros».

«Pero son viles tentaciones; yo por lo menos, en esta caída de todo, sigo siendo el mismo, el honor y el deber, el mismo.

Pero tu, Sygne, piensa en lo que dices. No vayas a flaquear como el resto, en esta hora en que me acerco a mi fin.

No me engañes…»

Este es el inicio que da su peso a la tragedia. Sygne se encuentra traicionando a aquél mismo a quien se ligó con toda su alma. Volveremos a encontrar este tema del intercambio de almas, y del intercambio de almas con centrado en un instante, más adelante, en El Pan Duro, en el dialogo entre Louis y Lumir (Loum-yir, como Claudel nos indica expresamente que hay que pronunciar el nombre de la Polaca), cuando concluido el parricidio, el dialogo se entabla entre ella y el, donde ella le dice que no lo seguirá, que no retornará con él a Argelia, pero que lo invita a ir con ella a consumar la aventura mortal que la espera Louis, que en ese momento acaba de experimentar la meta morfosis que en él se consuma en el parricidio, rehusa.

Hay, sin embargo aún un momento de oscilación, en el curso del cual se dirige a Lumir apasionadamente, diciéndole que la ama como es, que solamente hay una mujer para él. A lo que la propia Lumir, cautivada por este llamado de la muerte que da la significación de su deseo, le contesta:

«Es verdad que no hay más que una sola mujer para ti? Ah, sé que es verdad’

«Ah, dí lo que quieras! Hay sin embargo algo en tí que me comprende y que es mi hermano!

«Una ruptura, una lasitud, un vacío que no puede ser colmado.

«No eres más el mismo que cualquier otro. Eres el único. «Para siempre no puedes más cesar de haber hecho lo que has hecho, (suavemente) parricida. «Estamos los dos solos en este horrible desierto.

«Dos almas humanas en la nada que son capaces de darse la una a la otra.

«Y en un sólo segundo, igual a la detonación, de todo el tiempo que se aniquila, de reemplazar todas las cosas el uno para el otro’

«¿No es cierto que es bueno estar sin ninguna perspectiva? Ah, si la vida fuera larga,

«Valdría la pena ser feliz. Pero es corta y hay forma de tornarla más corta aún.

«Tan corta, que la eternidad se sostenga allí! Louis —no tengo más que hacer la eternidad!

Lumir —tan corta que la eternidad se sostenga allí!

«Tan corta que se sostenga allí este mundo, al cual no queremos, y esta felicidad con la cual la gente hace tantos negocios’

«Tan pequeña, tan apretada, tan estricta, tan acortada, que nada, salvo nosotros dos se sostenga allí»‘

Y más adelante retoma:

«Y yo, seré la Patria entre tus brazos, la Dulzura abandonada antaño, la tierra de Ur, la antigua Consolación.

«Sólo estás tu conmigo en el mundo, en fin, sólo existe ese momento en que nos habremos percibido cara a cara’

«Finalmente accesibles hasta este misterio que encerramos. «Hay manera de sacarse el alma del cuerpo como una espada, leal, plena de honor, hay forma de romper la mampara.

«Hay manera de hacer un juramento y darse por entero a ese otro que sólo existe. «A pesar de la horrible noche y la lluvia, a pesar de esto que está alrededor de nosotros, la nada, «Como los bravos! «De darse uno mismo, y creer en el otro por entero! «Darse y creer, en un sólo relampagueo! «Cada uno de nosotros al otro y solamente a eso»‘

Tal es el deseo expresado por aquella que, después del parricidio, es por Louis apartada de él, para desposar, como lo dice, a «la amante de su padre». Allí está en el giro de la transformación de Louis, y es lo que va a permitir interrogarnos hay sobre el sentido de lo que va a nacer de él, de esta Pensée de Coufontaine, figura femenina que al amanecer del tercer término de la trilogía responde a la figura de Sygne, y alrededor de la cual vamos a interrogarnos sobre lo que allí Claudel quiso decir.

Pues, en fin, si es fácil y habitual desembarazarse de toda palabra que se articula fuera de las vías de la rutina, diciendo, es de fulano —y saben que no omiten decirlo a propósito de alguien que por el momento os habla— me parece que nadie piensa ni siquiera en extrañar sea propósito del poeta, que allí uno se contenta con aceptar su singularidad. Y frente a las extrañezas de un teatro como el de Claudel, nadie sueña más con interrogarse, frente a las inverosimilitudes, a los rasgos de escándalo, adónde nos arrastra, sobre lo que al final de cuentas podía bien ser su vida y su designio.

Pensée de Coufontaine, en la tercera obra El Podre Humillado ¿qué es lo que quiere decir? Vamos a interrogarnos sobre la significación de Pensée de Coufontaine como sobre un personaje vivo. Se trata del deseo de Pensée de Coufontaine. Deseo de pensamiento. Y el deseo de Pensée vamos a encontrarlo evidentemente en el pensamiento mismo del deseo.

Evidentemente, no vayan a creer que sea allí, al nivel donde se coloca la tragedia claudeliana, una interpretación alegórica. Estos personajes son símbolos en la medida que juegan al nivel mismo, en el corazón de la incidencia sobre una persona. Y esta ambigüedad de los nombres que les son conferidos, dados por el poeta, está allí para indicarnos la legitimidad de interpretarlos como momentos de esta incidencia de lo simbólico sobre la carne misma.

Sería muy fácil divertirnos en leer en la ortografía dada por Claudel ese nombre singular de Sygne que comienza con una S, que está allí verdaderamente como una invitación a reconocer efectivamente un signo, además justamente con este cambio imperceptible en la palabra, esta substitución de la i por la y , que quiere decir esta sobreimposición de la marca, y reconocer en ella por no se qué convergencia, una (…) matrie cabalística, algo que viene a encontrar nuestro $, por el cual les mostraba que esta imposición del significante sobre el hombre, es a la vez, lo que lo marca y lo que lo desfigura.

En el otro extremo, Pensée. Aquí la palabra es mantenida intacta. Y para ver lo que quiere decir este pensamiento (pensée) del deseo, debemos recomenzar sobre lo que significa, en el Rehen, la pasión experimentada por Sygne.

Es en lo que esta primera.  obra de la trilogía nos dejó palpitantes, esta figura de la sacrificada que hace un signo no es efectivamente la marca del significante llevada a su grado supremo, un rehusamiento (refus) llevado a una posición radical, que debemos sondear.

Sondeando esta posición, volvemos a encontrar un término que es aquél que nos pertenece por nuestra experiencia, en el más alto grado si sabemos interrogarla, pues si recuerdan lo que les enseñé en su momento aquí y en otro lugar, en el seminario, y en la Sociedad, y en varias ocasiones; si les he  rogado revisar el uso que se hace hay en nuestra experiencia, del término frustración, es para incitar a volver a lo que quiere decir,en el texto de Freud donde este término frustración jamás es utilizado, el término original de la Versagung, en la medida que su acento puede ser colocado mucho más allá, mucho más profunda mente que toda frustración concebible.

El término Versagung, en la medida que implica la falta a la promesa, y la falta a una promesa por la cual se ha renunciado ya a todo, allí está el valor ejemplar del personaje y del drama de Sygue, es a lo que él le ha pedido renunciar, es a lo que ella ya comprometió todas sus fuerzas, a lo que ella ha unido ya toda su vida, a lo que ya estaba marcado por el signo del sacrificio. Esta dimensión en el segundo grado, en lo más profundo del rehusamiento por la operación del verbo, puede ser a la vez exigida, puede ser abierta a una realización abisal.

Es eso lo que no es planteado en el origen de la tragedia claudeliana, y también es algo frente a lo cual no podemos permanecer indiferentes.

Es algo que no podemos simplemente considerar como lo extremo, lo excesivo, la paradoja de un tipo de locura religiosa, ya que, muy por el contrario, como se los voy a mostrar, es allí justamente que estamos colocados nosotros, hombres de nuestro tiempo, en la medida en que esta locura religiosa nos falta.

Observemos bien de lo que se trata para Sygne de Coufontaine. Lo que le es impuesto no es solamente del orden de la fuerza y del apremio. Le es impuesto comprometerse, y libremente, en la ley del matrimonio, con aquel que llama el hijo de su sirvienta y del brujo Quiriace.  A lo que le es impuesto, sólo puede estar ligado lo maldito para ella.

Así, la Versagung, el rehusamiento del cual no puede desligarse, se convierte bien en lo que la estructura de la palabra implica, versagen, el rehusamiento concerniente al dicho. Y si quisiera usar equívocos,para encontrar la mejor traducción, la perdición, si todo lo que es condición deviene perdición. Y es por lo cual allí no decir deviene el dicho no.

Ya hemos encontrado este punto extremo . Y lo que quiero mostrarles, es que aquí  está traspasado. Lo hemos encontrado al final de la tragedia edípica, en el Mèphynai de Edipo en Colona, ese «podría yo no haber sido» (puissais—je n’etre pas) que quiere también decir: no haber nacido (n’etre pus né), donde, os lo recuerdo al pasar, encontramos el verdadero lugar del sujeto en tanto que es sujeto del inconsciente. Ese lugar es el Mè ese no tan particular del que no aprehendemos en el lenguaje más que los vestigios en el momento de su aparición paradójica en términos como estos: «temo que él venga» (je crains qu’ il ne vienne), o «antes que él aparezca» (avant qu’il n’apparaisse), donde aparece a los gramáticos como expletivo, cuando es justamente allí que se muestra la punta del deseo. No el sujeto del enunciado que es el yo (je), el que habla actualmente, sino el sujeto donde origina la enunciación.

Mè ephynai ese «no soy» (me fus-je), o ese «no fui» (ne fus-je), para estar más cerca, ese «no ser» (n’ être que equivoca tan curiosamente en francés con el verbo del nacimiento), he aquí donde nos encontramos con Edipo Y qué es designado allí, sino que por imposición al hombre de un destino, de un intercambio de estructuras parentales, algo esta allí recubierto, que hace ya su entrada en el mundo, la entrada en el juego implacable de una deuda. A fin de cuentas, él es culpable simplemente por esta carga que recibe de la deuda del Ate que le precede.

Desde entonces ocurrió otra cosa. El Verbo se encarnó para nosotros. Vino al mundo, y, en contra de la palabra del Evangelio, no es verdad que no lo hayamos reconocido. Lo hemos reconocido y vivimos de las consecuencias de este reconocimiento. Es eso lo que quisiera articular para ustedes.

Es que para nosotros el Verbo no es simplemente la ley donde nos insertamos para llevar cada uno de nosotros la carga de esta deuda que hace nuestro destino, sino que abre para nosotros una posibilidad, una tentación de donde nos es posible maldecirnos, no solamente como destino particular, como vida, sino como la vía misma donde el Verbo nos compromete, y como encuentro con la verdad, como hora de la verdad. No estamos ya solamente al alcance de ser culpables por la deuda simbólica. Es por tener la deuda a nuestro cargo que puede sernos reprochada, en el sentido más próximo que esta palabra indica. En fin, es que la deuda misma en la cual teníamos nuestro lugar puede sernos arrebatada, en la cual podemos sentirnos a nosotros mismos, totalmente alienados. El Ate antiguo, sin duda nos hacía culpables de esta deuda, pero por renunciar a ella, como podemos hacerlo ahora, estamos cargados de una desgracia que es mayor aún, que ese destino no sea ya más nada.

En resumen, lo que sabemos, lo que tocamos por nuestra experiencia de todos los días, es la culpabilidad que nos queda, la que palpamos de cerca en el neurótico. Es ella la que debe ser pagada, justamente porque el Dios del Destino está muerto. Que ese Dios esté muerto está en el corazón de lo que nos es presentado por Claudel. Ese Dios muerto está aquí representado por este cura proscripto  que no nos es presentado, más que bajo la forma de lo que es llamado el Rehén, que da su título a la primera obra de la trilogía, figura de lo que fue la fe antigua. Y el Rehén en manos de la politica, de aquellos que quieren utilizarlo para fines de restaurant.

Pero el revés de esta reducción del Dios muerto, es esto, es el alma fiel que deviene rehén. El Rehén de esta situación, donde propiamente renace, más allá del fin de la verdad cristiana, lo trágico, a saber, que todo se escapa en ella si el significante puede ser cautivo. Sólo puede ser rehén, bien entendido, aquella que cree, Sygne, y porque cree deber testimoniar de lo que cree, y justamente es  tomada allí, cautivada en esta situación donde sólo es necesario imaginarla, forjarla, para que exista: es ser llamada a sacrificar, a la negación de lo que ella cree.

Es mantenida como rehén aún en la negación sufrida de lo que ella tiene de mejor. Nos es propuesto algo que va más allá de la desgracia de Job y de su resignación. A Job le es reservado todo el peso de la desgracia que no mereció, pero al heroísmo de la tragedia moderna se le pide asumir como un goce la injusticia misma que lo horroriza. Esto es lo que cubre como posibilidad ante el ser que habla, el hecho de ser el soporte del Verbo, en el momento en que le es solicitado garantizar ese Verbo. El hombre se convirtió en rehén del Verbo porque se dijo, o también por haberse dicho que Dios está muerto. En este momento se abre esta hiancia donde nada más puede ser articulado sino lo que es sólo el comienzo mismo del «no fui» (ne fus-je), que sólo podría ser un rehusamiento, un no, un ne, este tic, esta mueca, en resumen, este desdoblamiento del cuerpo, esta psicosomática que es el término en el que tenemos que encontrar la marca del significante.

El drama, tal como prosigue a través de los tres tiempos de la tragedia, es saber cómo de esta posición radical puede renacer un deseo, y cuál. Es aquí que somos llevados al otro extremo de la trilogía, a Pensée de Coufontaine, a esta figura Incontestablemente seductora, manifiestamente propuesta a nosotros como espectadores, y qué espectadores, vamos a intentar decirlo, hablando con propiedad, como el objeto del deseo. Y no hay más que leer El Padre Humillado, no hay más que escuchar, que esos lo repelen hacia qué más repelente que esta historia; qué pan más duro podría sernos ofrecido que aquél de esta puesta, de este padre que es promovido como una figura de viejo obsceno, y que sólo el asesinato figurado ante nosotros trae la posibilidad de una prosecución de algo que se transmite y que sólo es una figura, la de Louis de Coufontaine, la más degradada. degenerada de la figura del padre. No hay más que escuchar lo que a cada uno pudo serle sensible, la ingratitud que representa la aparición, en una fiesta nocturna, en Roma, al comienzo del Padre Humillado, de la figura de Pensée de Coufontaine, para entender que nos es representaba allí como un objeto de seducción. ¿Y por qué?¿Y cómo? ¿Qué es lo que ella equilibra? ¿Qué es lo que compensa? ¿Es que algo va a retornar sobre ella del sacrificio de Sygne? ¿Es en nombre del sacrificio de su abuela que va a merecer algunas consideraciones, para decirlo todo? ¿En qué momento se hace alusión a esto? Es en el diálogo de dos hombres que van a representar para ella la aproximación del amor, con el paje. Y se hace alusión a esta vieja tradición familiar como a una historia antigua que se cuenta; es en la boca del propio Papa dirigiéndose a Orlan —del cual se trata y quien es la apuesta de este amor— que va a aparecer a propósito de esto la palabra superstición. «¿Vas a ceder, hijo mío, a esta superstición?» ¿Será que la propia Pensée va a representar algo así como una figura ejemplar, un renacimiento de la fe, un instante eclipsado? Muy lejos de todo eso.

Sygne es libre pensadora, si se puede expresar así, con un término que aquí no es un término claudeliano. Pero es efectivamente de eso de lo que se trata. Sygne está animada por una pasión, aquella, dice ella, de una justicia que para ella va más allá de todas las exigencias de belleza en sí. Lo que ella quiere, es la justicia, y no cualquíera, no la justicia antigua, la de algún derecho natural a una distribución, ni a una retribución; esta justicia de la cual se trata, justicia absoluta, justicia que anima el movimiento, el ruido, el tren de la revolución, que hace el fondo de ruido del tercer drama del Padre Humillado,  esta justicia es justamente bien al revés de todo lo que, de lo real, de todo lo que, de la vida, es por el Verbo sentido como ofendiendo la justicia, sentida como horror de la justicia. Es una justicia absoluta en todo su poder de sacudir violentamente el mundo del cual se trata, en el discurso de Pensée de Coufontaine.

Lo ven, es bien algo que puede parecernos lo más alejado de la predicación que podríamos esperar de Claudel, hombre de fe. Es bien lo que nos va a permitir dar su sentido a la figura hacia la cual converge todo el drama del Padre Humillado. Para entenderlo, debemos detenernos un instante en lo que Claudel hizo de Pensée de Coufontaine representada como fruto del matrimonio de Louis de Coufontaine, con aquella que finalmente le dió su padre como mujer, sólo por esto, que esta mujer ya era su mujer. Punto extremo, si se puede decir, paradójico, caricaturesco del complejo de Edipo.

El anciano obsceno que nos es presentado, obliga a este hijo —ése es el punto límite, el punto frontarizo del mito freudiano que nos es propuesto— obliga a sus hijos a desposar a sus mujeres, y en la medida misma en que quiere arrebatarles las suyas. Otra forma más extrema, y aquí más expresiva, de acentuar lo que aparece en el mito freudiano. Eso no da un padre de mejor calidad, da otro canalla. Y es efectivamente así que Louis de Coufontaine nos es presentado en todo el drama.

Se casa con la que lo quiere a él, como objeto de su goce. Desposa esta figura singular de la mujer, Sichel, que rechaza todos sus fardos de la ley, y especialmente de la suya, de la antigua ley, de la esposa, santa figura de la mujer, en la medida que es la de la paciencia, aquélla que aporta un día sus ganas de abrazar el mundo.

¿Que va a nacer de eso? Lo que va a nacer de eso, singularmente, es el renacimiento de eso mismo que el drama del Pan Duro nos mostró que era desechado, a saber, este mismo deseo en su absoluto, que estaba representado a través de la figura de Lumir. Esta Lumir, nombre singular. Hay que detenerse en el hecho que Claudel, en una pequeña nota, nos indica que hay que pronunciarlo Loum-yir. Hay que referirla a lo que Claudel nos dice sobre las fantasías del viejo Turelure de aportar siempre a cada nombre esta pequeña modificación irrisoria que hace que llame a Rachel Sichel, lo que quiere decir, nos dice en el texto, en alemán, la hoz, y especialmente la que figura en el cielo, la creciente de la luna. Singular eco de la figura en la que finaliza el Ruth y Booz de Hugo.

Claudel lo hace sin cesar, ese mismo juego de alteración de los nombres. Como si él mismo asumiera aquí la función del viejo Turelure. Lumir, es lo que encontrare más más tarde en el diálogo entre el Papa y los dos personajes de Orso y de Orian, como la luz (lumiere), la cruel luz. Esa luz cruel nos ilumina sobre lo que representa la figura de Orian, pues tan fiel al Papa como es, esa cruel luz que está en su boca lo hace sobresaltar al Papa. La luz le dice el Papa, no es cruel.

Pero no hay duda alguna que es Orian quien está en la verdad cuando lo dice.

El poeta está con él. Pues la que va a venir a encarnar la luz buscada oscuramente, sin saberlo, por su propia madre, esta luz buscada a través de una paciencia, lista para servir en todo, y a aceptar todo, es Pensée. Pensée, su hija, Pensée que va a devenir el objeto en carnada del deseo de esta luz. Y esta Pensée en carne y hueso, esta Pensée viva, el poeta sólo puede imaginar que es ciega, y representárnosla como tal.

Creo que debo detenerme un instante. ¿Qué puede querer el poeta con esta encarnación del objeto, del objeto  parcial, del objeto en la medida que es aquí el resurgimiento, el efecto de la constelación parental?

Una ciega. Esta ciega va a ser paseada ante nuestros ojos en el decurso de toda esta tercer obra, y de la forma más emotiva. Aparece en el baile de disfraces, donde se figura el fin de un momento de esta Roma que está en la víspera de su toma por los Garibaldinos; es también una suerte de fin que se celebra en esta fiesta nocturna; la de un noble polaco que, llevado al extremo de su solvencia, debe ver entrar al día siguiente en su propiedad a los ujires. Este noble polaco está aquí tanto como para, en un momento, recordarnos bajo la forma de una figura sobre un camafeo, una persona de la cual se escuchó hablar tantas veces y que murió muy tristemente. Hagamos una cruz sobre ella, no hablemos más de eso. Todos los espectadores entienden bien que se trata de la llamada Lumir: y también este noble, pleno de la nobleza y del romanticismo de la Polonia mártir  es sin embargo ese tipo de noble que tiene siempre, inexplicablemente, una villa para liquidar.

Es en este contexto que vemos pasearse a la ciega, Pensée, como si viera claro. Pues su sorprendente sensibilidad le permite, en un instante de visita preliminar, tener a través de su fina percepción de los ecos, de las aproximaciones, de los movimientos de algunos escalones franqueados, localizar toda la estructura de un lugar. Si nosotros, espectadores, sabemos que ella es ciega, durante todo un acto aquellos que están con ella, los invitados de esta fiesta, podrán ignorarlo. Y especialmente aquel sobre el cual se dirigió su deseo.

Este personaje, Orian, merece una palabra de presentación para aquellos que no leyeron la obra, Orian, doblado por su hermano Orso, lleva este nombre bien claudeliano que parece por su ruido y esta misma construcción ligeramente deformada, acentuada en cuanto al significante por una rareza que es la misma que volvamos a encontrar en tantos personajes de la tragedia claudeliana (recuerden a Sir Thomas Pollock Nageoire) —de Homodarmes. Esto también tiene el mismo lindo ruido que aquél que hay en el texto sobre las armaduras de André Breton en el poco de realidad.

Estos dos personajes, Orian y Orso, están en juego. Orso es el buen muchacho que ama a Pensée. Orian, que no es totalmente un gemelo, que es el hermano mayor, es aquél hacia el cual Pensée dirigió su deseo. Por qué hacia él, sino porque es inaccesible. Pues a decir verdad, a esta ciega, el texto y el mito claudeliano nos indican que le es apenas posible distinguirlos por la voz. A tal punto, que al final del drama, Orso durante un momento podrá sostener la ilusión de ser Orian, muerto. Efectivamente, ella ve otra cosa para que sea la voz de Orlan, que pueda hacerla desfallecer, aún cuando es Orso quien habla.

Pero detengámosnos un instante en esta joven ciega. ¿Qué quiere decir? ¿No será que para ver primero lo que proyecta ante nosotros, parece que esta así protegida  por una especie de figura sublime del pudor que se apoya sobre esto, que, al no poder verse ser vista, parece estar al abrigo de la única mirada que devela? Y no creo que sea aquí un propósito excéntrico el volver a traer esta dialéctica que les hice escuchar otrora alrededor del tema de las perversiones llamadas exhibicionistas y voyeuristas.

Cuando les hacía notar que no podían ser solamente atrapadas en la relación de aquél que ve y que se muestra a un partenaire simplemente otro, objeto o sujeto, que lo que está interesado tanto en el fantasma del exhibícionista como del voyeurista, es un tercer elemento que implica que él recibe lo que le es dado para ver, que lo que la regocija en su soledad,  en apariencia inocente, se ofrece a una mirada escondida, que así, es el propio deseo el que sostiene su función en el fantasma que vela al sujeto su rol en el acto. Que el exhibicionista y el voyeurista de alguna manera se gozan ellos mismos como el ver y el mostrar, pero sin saber lo que ven y lo que muestran.

Para Pensée, hela aquí a ella, que no puede ser sorprendida, si puedo decirlo, ya que no se le puede mostrar nada que la someta al pequeño otro, ni tampoco se la puede ver sin que aquél que sería el que espía, sea golpeado por la ceguera, como Acteón, quien comienza a despedasarse por las mordidas de la jauría de sus propios deseos.

El misterioso poder del diálogo que ocurre entre Pensée y Orlan, Orlan que por una letra aproximada no es más que el nombre de uno de los cazadores que Diana metamorfoseó en constelación, esta misteriosa confesión por la cual concluye este diálogo, «soy ciega», tiene, por sí sola, la fuerza de un «te quiero», que evita toda conciencia en el otro de que «te quiero» sea dicho, para ir a colocarse directamente en él como palabra; quién podría decir: soy ciega, sino de donde la palabra crea la noche; ¿quién al escucharla no sentiría nacer en sí esta profundidad de la noche?

Pues es allí que los quiero llevar. Es a la distinción, a la diferencia que hay entre la relación de verse y la relación de escucharse. Evidentemente se remarca y se ha remarcado desde hace tiempo que es lo propio de la fonación el resonar inmediatamente en la propia oreja del sujeto a medida que se va emitiendo, pero no es por eso que el otro a quien esta palabra está dirigida tenga el mismo lugar ni la misma estructura que aquél del develamiento visual. Y justamente porque la palabra no suscita el ver, y justamente porque ella es, ella misma, enceguecimiento. Uno se ve ser visto, es por eso que uno se escabulle: pero uno no se escucha ser escuchado. Es decir que uno no se escucha ahí donde uno se escucha, es decir en su cabeza, o más exactamente, aquellos que están en este caso, los hay, en efecto, los que se escuchan ser escuchados, y son los locos, los alucinados. Es la estructura de la alucinación. Sólo podrían escucharse ser escuchados en el lugar del otro. Allí donde se escucha al otro reenviar vuestro propio mensaje, bajo su forma invertida.

Lo que quiere decir Claudel con su Pensée ciega, es que es suficiente que el alma ya que es del alma de lo que se trata —cierre los ojos al mundo— y esto está indicado a través de todo el diálogo de la tercer obra para poder ser aquélla que le falta al mundo, y el objeto más deseable del mundo. Psykhé, que no puede encender más la lámpara, bombea, si puedo decir así aspira hacia ella el ser de Eros que es falta.

El mito de Poros y de Penía renace aquí bajo la forma de la ceguera espiritual, pues nos es dicho que Pensée encarna aquí la figura de la Sinagoga misma, tal como es representada en el umbral de la Catedral de Estrasburgo, con los ojos vendados. Por otra parte, Orian, que esta frente a ella, es bien aquél cuyo don no puede ser recibido justamente porque es superabundancia. Orian es otra forma del rehusamiento. Si no da a Pensée su amor, es, dice, porque sus dones los debe en otra parte, a todos, a la obra divina. Lo que desconoce, es justamente lo que le es solicitado en el amor, no es su Poros, su fuente, su riqueza espiritual, su superabundancia, ni tampoco como él se expresa, su alegría, es justamente lo que no tiene. Que sea un santo, seguramente, pero es bastante sorprendente que Claudel nos muestre aquí los límites de la santidad.

Pues es un hecho que el deseo es aquí más fuerte que la santidad misma, pues es un hecho que Orian, el santo, en el diálogo con Pensée se ablanda y cede, y pierde la partida, y para decirlo todo, para llamar las cosas por su nombre se coge verdaderamente a la pequeña Pensée.

Y es lo que ella quiere. Y en todo el drama y la obra, ella no perdió ni medio segundo, un cuarto de línea para operar en ese sentido por las vías que no llamaremos las más cortas, sino seguramente las más directas, las más seguras. Pensée de Coufontaine es verdaderamente el renacimiento de todas estas fatalidades que comienzan por el estupro, continuando por el comercio ejercido sobre el honor, la desalianza, la abjuración, el luisfilipismo, como no sé quien llamaba a este segundo imperio, para renacer de allí como antes del pecado, como la inocencia, pero no por ello como la naturaleza.

Es por eso que importa ver con qué escena culmina todo el drama. Esta escena, la última, aquélla donde Pensée, quien se confina con su madre, que extiende sobre ella su ala protectora, lo hace porque quedó embarazada por obra del nombrado Orian, recibe la visita del hermano, de Orso, que viene aquí a traerle el último mensaje de aquél que ha muerto, pero que la lógica de la obra y toda la situación anteriormente creada, puesto que todo el es fuerzo de Orian ha sido hacer aceptar tanto a Pensée como a Orso una cosa enorme: que se casen —Orso, el santo, no ve obstáculos en que este buen y bravo hermanito encuentre su felicidad. Está a su nivel. Es un bravo, y un corajudo. Y por otra parte, la declaración del muchacho no deja ninguna duda, es capaz de asegurar el matrimonio con una mujer que no lo ama. Se llegará siempre al objetivo. Es un corajudo, es su asunto.

Primero combatió en la izquierda, se le ha dicho que se equivocó, combate en la derecha. Estaba con los garibaldinos, fue al encuentro de los zuavos del Papa, siempre está allí, con buen pié, con buen ojo, es un muchacho seguro.

No se rían demasiado de este estúpido, es una trampa. Y en un momento veremos por qué, y en qué, pues en verdad en su diálogo con Pensée no pensamos más en reírnos.

¿Qué es Pensée en esta última escena? Seguramente el objeto sublime. El objeto sublime en tanto que ya hemos indicado su posición el año pasado como substituto le la cosa. Lo escucharon al pasar, la naturaleza de la cosa no está tan lejos de la de la mujer, si no fuera verdad que de cualquier forma que tengamos para acercarnos a esta cosa, la mujer se revela ser otra cosa completamente diferente. Digo la mínima mujer, y en verdad Claudel no más que otro no nos muestra que tenga la última idea, muy lejos de eso.

Esta heroína de Claudel, esta mujer que el nos fomenta, es la mujer de un cierto deseo. Rindámosle sin embargo esta justicia: que en otro lugar, en Le Partage de Midi (División del mediodía), Claudel nos hizo una mujer, Y sé que no está tan mal. Se parece mucho a lo que es la mujer.

Aquí estamos en presencia del objeto de un deseo. Y lo que quiero mostrarles, que está inscripto en su  imagen, es que es un deseo que en este nivel de despojo sólo tiene la castración para separarlo, pero separarlo radicalmente, de cualquier deseo natural. En verdad, si miran lo que ocurre sobre el escenario, es bastante bello, pero para situarlo exactamente les rogaría que recuerden el cilindro anamórfico que les presenté en realidad, efectivamente; el tubo sobre esta mesa. A saber, este cilindro sobre el cual venía a proyectarse una figura de Rubens, la de la puesta en la cruz, por el artificio de una suerte de dibujo informe que estaba astutamente inscripto en la base de ese cilindro.

Con esto les hice la imagen del mecanismo del reflejo de esta figura fascinante, de esta belleza erigida, tal como se proyecta en el límite, para impedirnos ir más lejos al corazón de la cosa.

Si tanto es que aquí la figura de Pensée, y toda la línea de este drama, está hecha para llevarnos a este limite un poco más alejado, que vemos, si no una figura de mujer divinizada, para ser aún aquí, esta mujer crucificada. El gesto esta indicado en el texto, como vuelve con insistencia en tantos otros puntos de la obra claudeliana, desde la princesa de Cabeza de Oro, hasta la propia Sygne, hasta, Ysé, hasta la figura de Dona Prouhese.

¿Qué es lo que porta esta figura? Un niño, sin duda, pero no olvidemos lo que nos es dicho: que por primera vez este niño acaba de animarse, de moverse en ella, y ese momento es el momento en que vino a tomar en ella el alma, dice, de aquel que está muerto.

¿Cómo nos es representada, figurada esta captura del alma? Se vuelve a cerrar, si puedo decir, con las alas de su abrigo sobre la canasta de flores que había enviado el hermano de Orso, esas flores que suben de un mantillo, cuyo dialogo viene a revelarnos, detalle macabro, que contiene el corazón eviscerado de su amante Orian. Es allí lo que, cuando se vuelve a incorporar, se supone que ha hecho pasar de nuevo en ella la esencia simbólica; es este alma que ella impone, con la suya misma, dice, sobre los labios de este hermano que acaba de comprometerse con ella, para dar el padre a un niño, diciendo al mismo tiempo que nunca será su esposo.

Y esta transmisión, esta realización singular de esta fusión de las almas que es aquélla cuyas dos primeras citas les he hecho al comienzo de ese discurso, del Rehén por un lado, del Pan Duro por otro, nos es marcado como siendo la aspiración suprema del amor. Es de esta fusión de las almas que finalmente Orso, del cual ya se sabe que irá a reunirse con su hermano en la muerte, es allí el portador designado, el vehículo, el mensajero. ¿Qué decir? Se los dije hace un momento, ese pobre Orso que nos hace sonreír hasta en esta función donde se concluye, de falso marido, no nos equivoquemos, no nos dejemos tomar por su ridículo, pues el lugar que ocupa es el mismo, a fin de cuentas, en el cual somos llamados a ser aquí cautivados. Es en nuestro deseo, y es como la revelación de su estructura, que está propuesto este fantasma que nos revela cuál es esta potencia magnífica que nos atrae en la mujer, y no forzosamente como lo dice (…), arriba. Que esta potencía es tercera, y que es aquélla que sólo podría ser la nuestra al representar nuestra pérdida.

Hay siempre en el deseo alguna delicia de la muerte, pero de una muerte que no podemos nosotros mismos infligirnos. Volvemos a encontrar aquí los cuatro términos que están representados, si puedo decir así, en nosotros como en los dos hermanos, a y a’ nosotros, el sujeto en la medida que no entendemos nada de eso, y esta figura del otro encarnado en esta mujer. Entre estos cuatro elementos son posibles todo tipo de variedades de esta inflexión de la muerte, entre las cuales es posible enumerar todas las formas más perversas del deseo.

Aquí, es solamente el caso más ético en la medida que es el hombre verdadero, el hombre concluido, y que se afirma, y se mantiene en su virilidad, Orian, que invierte muchos gastos en su muerte. Esto nos recuerda es verdad, estos gestos los hace siempre, y en todos casos, aún si desde el punto de vista de la moral, es forma más costosa para su humanidad, si se los vuelve a tragar, estos gastos, al nivel del placer. Así concluye el objetivo del poeta. Lo que nos muestra es, finalmente, luego del drama de los sujetos en tanto que puras víctimas del logos, del lenguaje,  en que se transforma el deseo. Y por eso, ese deseo, nos lo torna visible. La figura de la mujer, de este terrible sujeto que es Pensée de Coufontaine, es el objeto del deseo. Merece su nombre Pensée, es Pensée (pensamiento) sobre el deseo.

Tal es la topología en que concluye un largo recorrido de la tragedia. Como todo proceso, como todo progreso de la articulación humana, es sólo a posteriori (àpres coup) que se percibe lo que, en las líneas trazadas en el pasado tradicional, anuncia, converge, lo que un día acontece cuando en toda la tragedia de Eurípides encontramos como una especie de albarda que lo hiere, como una (…falta en el original) que lo exaspera, la relación al deseo y más especialmente al deseo de la mujer. Lo que se llama la misoginia de Eurípides, es esta especie de aberración, de locura que parece marcar toda su poesía.

Sólo podemos aprehenderla y comprenderla, en lo que ella ha devenido, en lo que se ha elaborado de ella a través de  toda la sublimación de la tradición cristiana.

Estas perspectivas, estos extremos, estos puntos de descuartizamiento de los términos cuyo cruce para nosotros necesita de los efectos a los cuales nos referimos, los de la neurosis en tanto que en el pensamiento freudiano se afirman como más originales que los del justo medio, que los de la normal, es necesario que los toquemos, que los exploramos, que conozcamos de ellos los extremos, si queremos que nuestra acción se sitúe de una manera orientada, no cautiva de ese espejismo, siempre a nuestro alcance, del bien, de ayuda mutua, sino de lo que puede haber, aún bajo las formas más oscuras, en el otro donde hemos (…falta en el original) acompañado en la transferencia, puede exigir.

Los extremos se tocan, decía ya no sé más quién. Es necesario que los toquemos por lo menos un instante  para poder ver lo que aquí es mi objetivo, señalar exactamente cuál debe ser nuestro lugar en el momento en el que el sujeto está sobre el único camino por donde debíamos conducirlo, aquél donde debe articular su deseo.