Historiales clínicos: Señorita Elisabeth von R. (Freud), segunda parte

Historiales clínicos: Señorita Elisabeth von R. (Freud)

Mientras la relataba no se encontraba en hipnosis, pero yo le indicaba acostarse y le ordenaba cerrar los ojos, aunque no impedía que de tiempo en tiempo los abriera, cambiara de posición, se incorporara, etc. Cuando ella atrapaba una pieza del relato a mayor profundidad, me parecía que caía espontáneamente en un estado más semejante a la hipnosis. Yacía entonces inmóvil, y mantenía sus ojos cerrados con firmeza. Paso a reflejar lo que surgió como el estrato más superficial de sus recuerdos. La menor de tres hijas mujeres, había pasado su juventud, con tierno apego a sus padres, en una finca de Hungría. La salud de la madre se quebrantó muchas veces a raíz de una dolencia ocular y también por estados nerviosos. Sucedió por eso que la paciente se apegara de manera particularmente estrecha a su padre, hombre alegre y dotado de la sabiduría de vivir, quien solía decir que esa hija le sustituía a un hijo varón y a un amigo con quien podía intercambiar ideas. En la misma medida en que la muchacha obtenía incitación intelectual de ese trato, no se le escapaba al padre que su constitución espiritual se distanciaba de la que la gente gusta ver realizada en una joven. La llamaba en broma «impertinente» y «respondona», la ponía en guardia frente a su inclinación a los juicios demasiado tajantes, a decir la verdad a los demás sin consideración alguna; y solía pensar que le resultaría difícil encontrar marido. De hecho, ella estaba harto descontenta con su condición de mujer; rebosaba de ambiciosos planes, quería estudiar o adquirir formación musical, se indignaba ante la idea de tener que sacrificar en un matrimonio sus inclinaciones y la libertad de su juicio. Entretanto vivía preciándose de su padre, del prestigio y la posición social de su familia, y guardaba con celo todo cuanto se relacionara con esos bienes. La abnegación que mostró hacia su madre y sus hermanas mayores reconciliaba totalmente a sus padres con los costados más ásperos de su carácter. La edad de las niñas movió a la familia a trasladarse a la capital, donde por un tiempo Elisabeth pudo gozar de una vida más rica y alegre dentro de la familia. Pero luego sobrevino el golpe que aniquiló la dicha de ese hogar. El padre había ocultado una afección cardíaca crónica, o él mismo no la había advertido; cierto día lo trajeron a la casa inconciente tras un primer ataque de edema pulmonar. A ello siguió el cuidado del enfermo durante un año y medio, en el cual Elisabeth se aseguró el primer lugar junto al lecho. Dormía en la habitación de su padre, se despertaba de noche a su llamado, lo asistía durante el día y se forzaba a parecer alegre, en tanto que él soportaba con amable resignación su irremediable estado. Sin duda, el comienzo de su afección se entramó con este período de cuidado del enfermo, pues ella pudo recordar que durante los últimos seis meses de ese cuidado debió guardar cama por un día y medio a causa de aquellos dolores en la pierna derecha. Pero aseguraba que estos le pasaron pronto y no excitaron su preocupación ni su atención. Y de hecho, fue sólo dos años después de la muerte del padre cuando se sintió enferma y no pudo caminar a causa de sus dolores. El vacío que la muerte del padre dejó en esta familia compuesta por cuatro mujeres; el aislamiento social, el cese de tantas relaciones que prometían incitación y goce; la salud ahora más quebrantada de la madre: todo ello empañó el talante de nuestra paciente, pero al mismo tiempo movió en ella el ardiente deseo de que los suyos pronto hallaran un sustituto de la dicha perdida, y le hizo concentrar todo su apego y desvelos en la madre supérstite. Trascurrido el año de luto, la hermana mayor casó con un hombre talentoso y trabajador, de buena posición, que debido a su capacidad intelectual parecía tener por delante un gran futuro, pero en el trato más íntimo desarrolló una quisquillosidad enfermiza, una egoísta obstinación en sus caprichos, y en el círculo de esta familia fue el primero que se atrevió a descuidar el miramiento por la anciana señora. Era más de lo que Elisabeth podía tolerar; se sintió llamada a asumir la lucha contra el cuñado en cuanta ocasión se ofreciera, en tanto las otras mujeres consentían los estallidos del excitable temperamento de aquel. Para ella era un doloroso desengaño que la reconstrucción de la antigua dicha familiar experimentara esta perturbación, y no podía perdonarle a su hermana casada que, con su docilidad de esposa, se afanase en evitar pronunciarse. Así, en la memoria de Elisabeth habían permanecido toda una serie de escenas a las que adherían unos cargos, en parte no declarados {aussprechen}, contra su primer cuñado. Pero el mayor reproche era que por buscar un empleo más ventajoso se hubiese mudado con su pequeña familia a una lejana ciudad de Austria, contribuyendo a aumentar así la soledad de la madre. En esta oportunidad Elisabeth sintió con harta nitidez su desvalimiento, su impotencia para ofrecer a la madre un sustituto de la dicha perdida, la imposibilidad de ejecutar el designio que había concebido a la muerte del padre. El matrimonio de la segunda hermana pareció más promisorio para el futuro de la familia, pues este segundo cuñado, menos dotado intelectualmente, era un hombre cordial para estas mujeres sensibles y educadas en el cultivo de toda suerte de miramientos; su conducta reconcilió a Elisabeth con la institución del matrimonio y con la idea de los sacrificios a ella enlazados. Además, esta segunda joven pareja permaneció en las cercanías de la madre ‘ y el hijo de este cuñado y su segunda hermana pasó a ser el preferido de Elisabeth. Por desgracia, el año en que este niño nació fue turbado por otro suceso. La dolencia ocular de la madre exigió una cura de oscuridad de varias semanas, compartida por Elisabeth. Luego declararon que era necesaria una operación; la inquietud que ello provocó coincidió con los preparativos para la mudanza del primer cuñado. Al fin salió bien la operación, realizada con mano maestra, y las tres familias se encontraron en un sitio de residencia veraniega; allí Elisabeth, agotada por las preocupaciones de los últimos meses, habría debido obtener su restablecimiento pleno en este período, el primero exento de penas y temores que la familia disfrutaba desde la muerte del padre. Pero justamente con esa temporada veraniega coincide el estallido de los dolores de Elisabeth, y su dificultad para caminar. Después que un poco antes se le hubieran hecho notables, los dolores le sobrevinieron por primera vez con violencia tras un baño caliente que tomó en la casa de salud de ese pequeño poblado de restablecimiento. Un paseo prolongado, en verdad una caminata de media jornada, fue relacionado luego con la emergencia de estos dolores, de suerte que con facilidad se dio en la concepción de que Elisabeth había sufrido un «exceso de fatiga», y después un «enfriamiento». A partir de ese momento, Elisabeth fue la enferma de la familia. El consejo médico la movió a pasar lo que restaba del verano, para una cura de baños, en Gastein (1), adonde viajó con su madre, pero no sin que se presentara una nueva preocupación. La segunda hermana había quedado grávida de nuevo, e informaciones recibidas pintaban muy desfavorable su estado, de suerte que Elisabeth a duras penas se resolvió a hacer aquel viaje. No habían pasado dos semanas de estadía en Gastein cuando llamaron de regreso a madre y hermana: las cosas no iban ahora bien para la embarazada, postrada en cama. Un torturante viaje, en el que se mezclaron para Elisabeth sus dolores y unas terribles expectativas; luego, en la estación ferroviaria, ciertos indicios que presagiaban lo peor, y después, cuando entraron en la habitación de la enferma, la certeza de que habían llegado demasiado tarde para despedirla viva. Elisabeth no sufrió sólo por la pérdida de esta hermana, a quien había amado tiernamente, sino casi en igual grado por los pensamientos que esa muerte incitó y las alteraciones que trajo consigo. La hermana había sucumbido a una afección cardíaca agravada por el embarazo. Afloró entonces el pensamiento de que la cardiopatía era la herencia paterna de la familia. Recordaron que en los primeros años de su doncellez la difunta había tenido una corea acompañada de una leve afección cardíaca. Se culparon a ellos mismos y a los médicos por haber permitido el matrimonio, ~y no se pudo ahorrarle al infortunado viudo el reproche de haber puesto en peligro la salud de su mujer con dos embarazos sin que mediara una pausa. La triste impresión de que habiéndose dado las condiciones para un matrimonio feliz, tan raras, esa dicha tuviera que terminar así, ocupó a partir de entonces los pensamientos de Elisabeth sin contradicción. Pero además veía hacerse pedazos dentro de sí todo cuanto había anhelado para su madre. El cuñado viudo era inconsolable y se alejó de la familia de su esposa. Parece que su propia familia, de la cual se había enajenado durante su breve y dichoso matrimonio, aprovechó el momento propicio para atraerlo de nuevo hacia sus propios rumbos. No se halló camino alguno para mantener la anterior comunidad; una convivencia con la madre bajo el mismo techo era impracticable por miramiento a la cuñada soltera, y cuando se rehusó a dejar a las dos mujeres el niño, única herencia de la muerta, les dio por primera vez ocasión para culparlo de dureza. Por último -Y no fue lo menos penoso-, Elisabeth recibió oscuras noticias de una desavenencia que había estallado entre ambos cuñados y cuyo motivo apenas vislumbraba. Parecía, empero, como si el viudo hubiera planteado en asuntos de fortuna unas demandas que el otro cuñado tachaba de injustificadas, y hasta pudo calificarlas de enojosa exacción ante el dolor todavía abierto de la madre. Esa era, pues, la historia de padecimiento de esta muchacha ambiciosa y necesitada de amor. Enconada con su destino, amargada por el fracaso de todos sus planes de restaurar el brillo de su casa; sus amores, muertos los unos, distantes o enajenados los otros; sin inclinación por refugiarse en el amor de un hombre extraño, vivía desde hacía un año y medio -casi segregada de todo trato social- del cuidado de su madre y de sus dolores. Si, despreocupadamente, uno se situara en la vida anímica de esta muchacha, no podría denegarle una cordial simpatía humana. Pero, ¿qué diremos sobre el interés médico por este historial clínico, sobre sus vínculos con las dolorosas dificultades para caminar, sobre las perspectivas de aclaración y curación que acaso habrían de resultar de las noticias obtenidas acerca de esos traumas psíquicos? Para el médico, la confesión de la paciente significó al comienzo una gran desilusión. Era una historia clínica consistente en triviales conmociones anímicas, que no permitía explicar por qué la paciente debió contraer una histeria, ni cómo esa histeria hubo de cobrar precisamente la forma de la abasia dolorosa. No iluminaba ni la causación ni la determinación {Determinierung} de la histeria ahí existente. Acaso se podía suponer que la enferma había establecido una asociación entre sus impresiones anímicas dolidas y los dolores corporales que por azar registrara de manera simultánea a aquellas, y que ahora en su vida mnémica empleaba la sensación corporal como símbolo de la anímica. Pero quedaba sin esclarecer qué motivo habría tenido para esa sustitución, y en qué momento se habría consumado. Cuestiones estas, por otra parte, cuyo planteo no había sido hasta entonces común entre los médicos. Lo corriente era darse por contento con el expediente de que la enferma era una histérica por su constitución misma, capaz de desarrollar síntomas histéricos bajo la presión de una excitación intensa, no importa de qué índole fuera esta. Y si esa confesión no era fructífera para el esclarecimiento, parecía serlo todavía menos para la curación del caso. No se echaba de ver qué influjo benéfico tendría sobre la señorita Elisabeth referir una vez más a un extraño, que a cambio le tributara una fuerte simpatía, la historia de su padecimiento de los últimos años, consabida para todos los miembros de su familia. Por lo demás, no se advertía en absoluto que la confesión hubiera dado semejante resultado curativo. Durante ese primer período de] tratamiento, la enferma no cesaba de repetir al médico: «Estoy cada vez peor, tengo los mismos dolores que antes»; y cuando al decírmelo me arrojaba una mirada entre astuta y maliciosa, yo podía acordarme del juicio que el viejo señor Von R. había pronunciado sobre su hija preferida: «A menudo es «impertinente» y «díscola»»; no obstante, debía admitir que ella tenía razón. Si yo hubiera abandonado en este estadio el tratamiento psíquico de la enferma, el caso de la señorita Elisabeth von R. no habría adquirido importancia alguna para la teoría de la histeria. Pero proseguí mi análisis porque tenía la expectativa cierta de que a partir de estratos más profundos de la conciencia se conseguiría entender tanto la causación como el determinismo del síntoma histérico. Me resolví, pues, a plantear, a la conciencia ensanchada de la enferma, la pregunta directa por la impresión psíquica a que se anudó la génesis primera de los dolores en las piernas. A este fin me proponía poner a la enferma en hipnosis profunda. Pero, por desgracia, hube de percibir que ninguno de los procedimientos que yo poseía para ese objeto la llevaba a un estado de conciencia diverso de aquel en que me había hecho su confesión. Sólo me quedó alegrarme cordialmente de que esta vez omitiera espetarme con aire triunfante: «Vea usted, no estoy dormida, no me pueden hipnotizar». En ese aprieto se me ocurrió aplicar aquel artificio de la presión sobre la cabeza, la historia de cuya génesis he detallado en la precedente observación sobre Miss Lucy. Lo puse en práctica exhortando a la enferma a comunicarme puntualmente todo cuanto en el momento de la presión emergiera ante su visión interior o pasara por su recuerdo. Calló largo tiempo y luego confesó, por mí esforzada, haber pensado en cierto atardecer en que un joven la acompañó a casa después de una reunión social, los coloquios que hubo entre ella y él, y las sensaciones con que luego regresó a casa a cuidar a su padre. Con esta primera mención de ese joven se abría un nuevo frente de batalla cuyo contenido yo iría sacando a la luz sólo poco a poco. Aquí se trataba más bien de un secreto, pues, exceptuada una amiga común, a nadie había puesto al corriente de sus relaciones ni de las esperanzas a ellas anudadas. Era el hijo de una familia amiga de la suya desde hacía mucho, y que era vecina en su residencia anterior. El joven, huérfano también, se había apegado con gran devoción al padre de ella, seguido sus consejos en su carrera, y extendido a las damas de la familia la veneración que sentía por el padre. Numerosos recuerdos de lecturas en común, intercambio de ideas, manifestaciones de él que a ella le contaron luego, trazaban los contornos de su creciente convicción de que él la amaba, y comprendía que casarse con él no le impondría los sacrificios que temía del matrimonio. Por desdicha era sólo muy poco mayor que ella, y ni hablar en aquel tiempo de que poseyera recursos propios; pero estaba firmemente decidida a esperarlo. Cuando el padre contrajo su grave enfermedad y ella se vio requerida como cuidadora, ese trato se volvió cada vez más raro. El atardecer del que ella se había acordado dibujaba justamente el apogeo de su sentimiento; sin embargo, no se había llegado en ese tiempo a una declaración {Aus sprache} entre ambos. A instancias {Drängen} de los suyos y de su propio padre, había consentido ese día en apartarse del lecho del enfermo para asistir a una reunión social en la cual tenía motivos para esperar encontrarlo. Después quiso volver temprano a casa, pero la constriñeron a quedarse, y ella cedió al prometerle él acompañarla. Nunca había sentido tanta calidez {warm} hacia él como durante ese acompañamiento; pero cuando después, en ese arrobamiento, entró en la casa, se encontró con que el estado de su padre había empeorado y se hizo los más acerbos reproches por consagrar tanto tiempo a su gusto personal. Esa fue la última vez que abandonó al padre enfermo durante toda una tarde; sólo en raras oportunidades volvió a ver a su amigo; tras la muerte del padre, pareció que él se alejaba por respeto a su dolor, y luego la vida lo encaminó por otras sendas; poco a poco ella había debido familiarizarse con el pensamiento de que su interés por ella había sido suplantado {verdrängen} por otros sentimientos, y de que lo había perdido. Pero este fracaso de su primer amor le seguía doliendo cada vez que se acordaba, En estas constelaciones y en la mencionada escena, a la cual llevaron, me era lícito entonces buscar la causación de los primeros dolores histéricos. Por el contraste entre la beatitud que se había permitido entonces y la miseria en medio de la cual halló a su padre en casa quedaba planteado un conflicto, un caso de inconciliabilidad. Como resultado del conflicto, la representación erótica fue reprimida {esforzada al desalojo} de la asociación, y el afecto a ella adherido fue aplicado para elevar o reanimar un dolor corporal presente de manera simultánea (o poco anterior). Era, pues, el mecanismo de una conversión con el fin de la defensa, tal como lo he tratado en detalle en otro lugar (2). Hay sitio aquí, desde luego, para toda clase de puntualizaciones.

Continúa en ¨Historiales clínicos: Señorita Elisabeth von R. (Freud), tercera parte¨

Notas:
1- [Localidad de los Alpes austríacos.]
2- [CF. «Las neuropsicosis de defensa» (1894)]