Historiales clínicos: Señorita Elisabeth von R. (Freud), tercera parte

Historiales clínicos: Señorita Elisabeth von R. (Freud)

Debo destacar que no conseguí demostrar, a partir de su recuerdo, que en aquel momento de regreso a la casa se hubiera consumado la conversión. Por eso exploré vivencias parecidas del tiempo en que cuidaba al enfermo, y convoqué una serie de escenas entre las cuales el saltar de la cama con los pies desnudos en la habitación fría {kalt} a un llamado del padre se destacaba por su frecuente repetición. Yo me inclinaba a atribuir a este factor una cierta significatividad porque junto a la queja por el dolor en las piernas estaba la queja por una martirizadora sensación de frío. Empero, tampoco aquí pude atrapar una escena que pudiera designarse con certeza como la escena de la conversión. Por eso me inclinaba a admitir aquí una laguna en el esclarecimiento, hasta que recapacité y recordé el hecho de que los dolores histéricos en las piernas no estaban presentes todavía en la época del cuidado al enfermo. Su recuerdo informaba sólo de un único ataque de dolor, que duró varios días pero no atrajo entonces atención ninguna. Mi investigación se dirigió, pues, a esa primera emergencia del dolor. Fue posible reanimar con certeza su recuerdo; justamente por esos días había venido de visita un pariente a quien no pudo recibir por estar postrada en cama, y ese mismo, dos años después, había tenido también el infortunio de encontrarla en cama. Pero la busca de una ocasión psíquica para estos primeros dolores resultó infructuosa todas las veces que se la emprendió. Creí tener derecho a suponer que aquellos primeros dolores habían sobrevenido realmente sin ocasión psíquica, como afección reumática leve, y hasta pude averiguar que esa enfermedad orgánica, el arquetipo de la posterior imitación histérica, debía situarse sin duda en un período anterior a la escena del acompañamiento. De cualquier modo, era posible que estos dolores, siendo de base orgánica y bastante leves, hubieran durado algún tiempo sin llamar mucho la atención. De aquí se engendra un punto oscuro, a saber: que el análisis indique una conversión de excitación psíquica en dolor corporal en una época en que sin duda ese dolor no se registraba y no era recordado; he ahí un problema que espero solucionar mediante ulteriores elucidaciones y otros ejemplos (1). Con el descubrimiento del motivo para la primera conversión se inició un segundo período, más fructífero, del tratamiento. Ante todo, la enferma me sorprendió con la comunicación de que ahora sabía por qué los dolores partían siempre de aquel determinado lugar del muslo derecho, y eran ahí más violentos. Es el lugar donde cada mañana descansaba la pierna de su padre mientras ella renovaba las vendas que envolvían su pierna fuertemente hinchada. Esto había sucedido cientos y cientos de veces, y era curioso que hasta hoy ella nunca hubiera reparado en ese nexo. Así me ofrecía la explicación deseada para la génesis de una zona histerógena atípica. Además, las piernas doloridas empezaron a «entrometerse» (2) siempre en nuestros análisis. Me refiero a este notable estado de cosas: La enferma estaba casi siempre libre de dolor cuando nos poníamos a trabajar; en tales condiciones, si yo, mediante una pregunta o una presión sobre la cabeza, convocaba un recuerdo, se insinuaba primero una sensación dolorosa, las. más de las veces tan viva que la enferma se estremecía y se llevaba la mano al lugar del dolor. Este dolor despertado subsistía mientras el recuerdo gobernaba a la enferma, alcanzaba su apogeo cuando estaba en vías de declarar {aussprechen} lo esencial y decisivo dé su comunicación, y desaparecía con las últimas palabras que pronunciaba. Poco a poco aprendí a utilizar como brújula ese dolor despertado; cuando ella enmudecía, pero todavía acusaba dolores, yo sabía que no lo había dicho todo y la instaba a continuar la confesión hasta que el dolor fuera removido por la palabra {wegsprechen). Sólo entonces le despertaba un nuevo recuerdo. En este período de «abreacción» el estado de la enferma mejoró de manera tan llamativa, tanto en el aspecto somático como en el psíquico, que yo solía aseverar, medio en broma, que cada vez le quitaba un cierto quantum de motivos de dolor y, cuando los hubiera removido todos, ella sanaría. Pronto llegó a pasar la mayor parte del tiempo sin dolores, consintió en caminar mucho y abandonar el aislamiento que hasta entonces mantenía. En el curso del análisis yo obedecía ora a las oscilaciones espontáneas de su estado, ora a mi estimación sobre dónde creía que se hallaba un fragmento aún no agotado de su historia de padecimiento. En esa tarea obtuve algunas percepciones interesantes, cuyas enseñanzas hallé confirmadas más tarde en otros enfermos. En primer lugar, por lo que respecta a las oscilaciones espontáneas: en verdad no se producía ninguna que no hubiera sido provocada asociativamente por un suceso del día. Una vez se había enterado de cierta enfermedad contraída por alguien del círculo de sus conocidos, y por un detalle le recordó a la de su padre; otra vez había estado de visita el hijo de su difunta hermana, y el parecido le reavivó el dolor por la muerta; y otra vez, aún, fue cierta carta de la hermana que vivía distanciada, en la que era nítida la influencia del cuñado desconsiderado, la que demandó la comunicación de una escena familiar todavía no referida. Como ella nunca presentaba dos veces la misma ocasión de dolor, no parecía injustificada nuestra expectativa de agotar de tal suerte el acopio, y en modo alguno me resistía a que se pusiera en situaciones aptas para evocar recuerdos nuevos, todavía no llegados a la superficie; por ejemplo, mandándola a visitar la tumba de su hermana o haciéndola concurrir a una reunión donde pudiera ver a su amigo de juventud, ahora de nuevo presente. Después, obtuve un panorama sobre el modo en que se genera una histeria que cabe designar como -monosintomática. En efecto, hallé que la pierna derecha se dolía en el curso de nuestras hipnosis cuando se trataba de recuerdos del cuidado de su padre enfermo, del trato con aquel compañero de juventud y otras cosas que caían dentro del primer período del tiempo patógeno, mientras que el dolor se anunciaba en la otra pierna, la izquierda, tan pronto le despertaba un recuerdo sobre la hermana difunta, los dos cuñados, en suma, una impresión de la segunda mitad de su historia de padecimiento. Alertado por este comportamiento constante, me puse a indagarlo y obtuve la impresión de que esa especificación era aún mayor, como si cada nueva ocasión psíquica de sensaciones dolidas se hubiera enlazado con un diverso lugar del área dolorosa de las piernas. El lugar originariamente doloroso del muslo derecho se había referido al cuidado de su padre; a partir de ahí, el ámbito de dolor había crecido, por aposición, desde nuevas ocasiones traumáticas, de suerte que aquí, en rigor, no se estaba frente a un síntoma corporal único que se enlazara con múltiples complejos mnémicos psíquicos, sino a una multiplicidad de síntomas similares que al abordaje superficial parecían fusionados en un solo síntoma. Es cierto que no me empeñé en deslindar las zonas de dolor correspondientes a las diversas ocasiones psíquicas; no lo hice porque hallé la atención de la enferma por completo extrañada de tales vínculos. Ahora bien, presté más amplio interés al modo en que todo el complejo sintomático de la abasia pudo edificarse sobre esas zonas dolorosas, y con ese propósito formulé diversas preguntas, como: «¿De dónde provienen los dolores al andar, estar de pie, yacer?», que la paciente respondió en parte sin que mediara influjo, en parte bajo la presión de mi mano. De ahí resultaron dos cosas. Por un lado, me agrupó todas las escenas conectadas con impresiones dolorosas según que en ellas hubiera estado sentada o de pie, etc. Así, por ejemplo, estaba de pie junto a una puerta cuando trajeron a casa al padre tras sufrir un ataque al corazón , y en su terror ella quedó de pie como plantificada. A este primer «terror estando de pie» {«stehen»} le seguían otros recuerdos, hasta llegar a la escena terrible en que de nuevo se quedó parada {stehen}, como presa de un hechizo, frente al lecho de su hermana muerta . Toda esa cadena de reminiscencias estaba destinada a evidenciar el justificado enlace de los dolores con el estar de pie, y aun podía considerarse como prueba de una asociación; empero, uno debía tener presente el requisito de que en todas esas oportunidades era preciso que se registrara, además, otro factor que dirigiera la atención -y en ulterior consecuencia la conversión justamente- al estar de pie (o al andar, estar sentada, etc.). Y la explicación para este sesgo de la atención parecía tener que buscarse en la circunstancia de que andar, estar de pie y yacer se anudan a operaciones y estados de aquellas partes del cuerpo que eran en este caso las portadoras de las zonas dolorosas, a saber, las piernas. De ese modo resultaba fácil de comprender el nexo entre la astasia-abasia y el primer caso de conversión en este historial clínico. Entre las escenas que conforme a esa recapitulación habrían vuelto doloroso el caminar {gehen} resaltó una, la caminata que hizo en aquel lugar de restablecimiento junto con un grupo nutrido de personas y que presuntamente había sido demasiado extensa . Las circunstancias más detalladas de este episodio se revelaron sólo de manera vacilante y dejaron muchos enigmas sin solucionar. Estaba ella de talante particularmente sentimental, de buena gana se unió al círculo de personas amigas; era un bello día, no demasiado caluroso; su mamá permaneció en casa, su hermana mayor ya había partido de viaje, la segunda no se sentía bien pero no quiso estropearle el disfrute; el marido de esta hermana declaró al comienzo que se quedaría junto a su mujer, y después marchó también por amor de ella (de Elisabeth). Me pareció que esta escena tenía mucho que ver con la primera emergencia de los dolores, pues ella se acordaba de haber regresado del paseo muy cansada y con fuertes dolores, pero no se manifestó con seguridad sobre si ya los había sentido antes. Yo argüí que de haber sentido dolores considerables era difícil que se resolviera a compartir esa larga jornada. A la pregunta sobre qué, en ese paseo, habría provocado los dolores, recibí la respuesta, no del todo trasparente, de que el contraste entre su soledad y la dicha conyugal de su hermana enferma, que la conducta de su cuñado le ponía de continuo ante los ojos, la habría dolido. Otra escena, muy próxima en el tiempo a la anterior, desempeñó un papel en el enlace de los dolores con el estar sentado. Fue algunos días después; su hermana y su cuñado ya habían viajado, ella se hallaba excitada, añorante; se levantó {aufstehen} por la mañana temprano, dirigió sus pa sos {hinaufgehen} hacia una pequeña colina, hasta un lugar que solían frecuentar juntos y ofrecía un espléndido panorama, y ahí se sentó {setzen sich}, absorta en sus pensamientos, sobre un banco de piedra. Sus pensamientos volvieron a dirigirse a su soledad, el destino de su familia y el ardiente deseo de llegar a ser tan feliz como su hermana lo era, confesó ella esta vez desembozadamente. De esa meditación matinal regresó con fuertes dolores, y la tarde de ese mismo día tomó el baño tras el cual aquellos le sobrevinieron de manera definitiva y duradera. Con toda precisión se averiguó, además, que los dolores al caminar y estar de pie solían calmarse en un comienzo al yacer {Iiegen}. Sólo cuando, anoticiada del agravamiento de su hermana, hubo partido de Gastein al atardecer y toda esa noche la martirizaron, además de la preocupación por su hermana, unos furiosos dolores mientras yacía extendida, insomne, en el vagón de ferrocarril, se estableció también la conexión del yacer con los dolores, y durante todo un período el yacer fue aún más doloroso que el caminar y el estar de pie. De tal suerte, en primer lugar, la zona dolida crecía por aposición, pues cada nuevo tema de eficacia patógena investía una nueva región de las piernas; en segundo lugar, cada una de las escenas impresionantes había dejado tras sí una huella, pues producía una «investidura» permanente, que se acumulaba más y más, de las diversas funciones de las piernas, un enlace de estas funciones con las sensaciones de dolor; pero, además, era inequívoco que en la plasmación de la astasia-abasia había cooperado un tercer mecanismo. Si la enferma puso fin al relato de toda una serie de episodios con la queja de que ahí se había sentido dolida de su «soledad» {«Alleinstehen»}, y en otra serie, que abarcaba sus infortunados intentos de establecer una vida familiar nueva, no cesaba de repetir que lo doliente ahí era el sentimiento de su desvalimiento, la sensación de «no avanzar un paso», yo no podía menos que atribuir a sus reflexiones un influjo sobre la plasmación de la abasia; me vi llevado a suponer que ella directamente buscaba una expresión simbólica para sus pensamientos de tinte dolido, y lo había hallado en el refuerzo de su padecer. Ya en nuestra «Comunicación preliminar» sostuvimos que mediante una simbolización {Symbolisierung} así pueden generarse síntomas somáticos de la histeria; en la «Epicrisis» que agrego a este historial clínico detallaré algunos ejemplos que lo prueban de manera indudable. En la señorita Elisabeth von R. el mecanismo psíquico de la simbolización no se situaba en primera línea, él no había creado la abasia, pero todo indicaba que la abasia preexistente había experimentado un refuerzo sustancial por este camino. De acuerdo con ello, esta abasia, en el estadio de desarrollo en que yo la encontré, no era equiparable sólo a una parálisis funcional asociativa psíquica, sino también a una parálisis funcional simbólica. Antes de proseguir con la historia de mi enferma quiero agregar algunas palabras sobre su conducta durante este segundo período del tratamiento. En el curso de todo este análisis me valí del método de convocar mediante presión sobre la cabeza imágenes y ocurrencias, vale decir, un método inaplicable sin plena colaboración y atención voluntaria de la enferma. Y aun su conducta a veces satisfacía todo cuanto yo pudiera desear, y en esos períodos era de hecho sorprendente cuán pronto y ordenadas de una manera infaliblemente cronológica se instalaban las diversas escenas pertenecientes a cierto tema. Era como si ella leyese un largo libro ilustrado, cuyas páginas se dieran vuelta ante sus ojos. Otras veces parecían existir obstáculos, cuya naturaleza yo ni vislumbraba en ese tiempo. Cuando ejercía mi presión, ella aseveraba que no se le ocurría nada; repetía la presión, le indicaba aguardar, y de nuevo nada salía. Las primeras ocasiones en que apareció esta contumacia acepté interrumpir el trabajo so pretexto de que el día no era propicio; otra vez sería. Pero dos percepciones me indujeron a cambiar mi conducta, En primer lugar, que esa denegación del método sólo ocurría cuando había hallado a Elisabeth alegre y libre de dolor, nunca cuando yo llegaba en un mal día; en segundo lugar, que esa indicación de no ver nada ante sí solía darla después que había dejado pasar una larga pausa, durante la cual su gesto tenso y atareado me denunciaba empero un proceso anímico en ella. Me resolví entonces a suponer que el método nunca fracasaba, y que bajo la presión de mi mano Elisabeth tenía siempre una ocurrencia en la mente o una imagen ante los ojos, pero no todas las veces estaba dispuesta a comunicármela, sino que intentaba volver a sofocar lo conjurado. Podía imaginarme dos motivos para ese silencio: o bien Elisabeth ejercía sobre su ocurrencia una crítica a la que no tenía derecho -no la hallaba lo bastante valiosa, creía que no venía al caso como respuesta a la pregunta planteada-, o bien la horrorizaba indicarla porque … le resultaba demasiado desagradable su comunicación. Procedí entonces como si estuviera enteramente convencido de la confiabilidad de mi técnica. Ya no lo dejé pasar cuando ella aseveraba no ocurrírsele nada. Le aseguraba que por fuerza algo se le había ocurrido; acaso ella no le había prestado suficiente atención, y entonces yo repetiría la presión; o bien ella había creído que su ocurrencia no era la pertinente. Y le decía que esto último no era cosa de su competencia; estaba obligada a mantener total objetividad y a decir lo que se le pasara por la cabeza, viniera o no al caso. Por último, que yo sabía con certeza que algo se le había ocurrido; ella me lo mantenía en secreto, pero nunca se libraría de sus dolores mientras mantuviera algo en secreto. Mediante este esforzar conseguí que realmente ninguna presión resultase ya infructuosa. Me vi precisado a suponer que había discernido de manera correcta el estado de la cuestión, y a raíz de este análisis cobré de hecho una confianza absoluta en mi técnica. A menudo sucedía que sólo tras la tercera presión me comunicara algo, pero luego ella misma agregaba: «Se lo habría podido decir la primera vez». – «Ajá, ¿y por qué no lo dijo?». – «Creo que no era lo pertinente», «Pensé que podía pasarlo por alto, pero eso volvió todas las veces».

Continúa en ¨Historiales clínicos: Señorita Elisabeth von R. (Freud), cuarta parte¨

Notas:
1- No puedo descartar, pero tampoco probar, que estos dolores que interesaban principalmente a los muslos fueran de naturaleza neurasténica.
2- {«mitsprechen»; literalmente, «intervenir en la conversación».)