La trascendencia, base del cuidado personal y social (Logoterapia y Análisis existencial)

La trascendencia, base del cuidado personal y social

Eugenio FIZZOTTI

Fuente: NOUS – Boletín de Logoterapia y Análisis Existencial – Número 14 Otoño 2010

Resumen

A pesar de los avances tecnológicos, se advierte una sensación de

vacío existencial en un hombre cada vez más masificado y solo. Frankl

sostiene que el cuidado personal y social requiere la identificación y aclaración

de motivaciones antropológicas radicadas en situaciones existenciales

y ancladas en la búsqueda de sentido de la vida.

Partiendo del desarraigo del hombre de su mundo, ligado a una

visión cientifista de éste, se propone una visión no sólo de índole psicofísico-

orgánica sino también espiritual-personal que se aborda desde la

intencionalidad humana y que nos lleva a visiones de vida de llamamiento

o misión.

Un paso más allá nos lleva a la religiosidad, analizando las últimas

obras de Frankl en relación a este aspecto vital que mantuvo en total discreción

en sus obras anteriores. Por último se recoge un testimonio de la

vida de Frankl que muestra su apertura y profundidad vital en este sentido.

Palabras clave: Sentido de la vida. Transcendencia. Religiosidad.

Introducción

Una lectura desapasionada de la condición humana hace emerger

con extrema claridad que, no obstante los avances desde el punto de vista

tecnológico, se avanza cada vez más a tientas en la oscuridad existencial,

se advierte una sensación de vacío y se pierde de vista el sentido de

la propia, original e irrepetible existencia. Cada vez más masificado pero

cada vez más solo, cada vez más cientificado pero cada vez más inseguro,

cada vez más ateo y secularizado pero cada vez más vacío interiormente,

el hombre de nuestros días está cultivando la desconfianza intrínseca

en sí mismo.

Por lo tanto, para que el hombre recupere terreno y recobre la confianza

en sí mismo, es indispensable elaborar una visión antropológica

que considere como fundamental la búsqueda de sentidos, de valores, de

contenidos auténticos, que respondan a las exigencias de su más profunda

dimensión existencial, o sea de su dimensión espiritual. Entonces, si

por un lado la cuestión del sentido de la vida confiere radicalidad al ser

humano, por el otro la renuncia a descubrir y a realizar un sentido personal

puede desembocar y manifestarse en la experiencia neurótica. Es por

esto que Frankl sostiene que el cuidado personal y social requiere la identificación

y aclaración de motivaciones antropológicas radicadas en situaciones

existenciales que se revelan ancladas en la búsqueda de sentido en

los valores de la vida. En otras palabras, la esencia del cuidado personal y

social está constituida ya sea por la lucha contra el vacío existencial como

por el redescubrimiento de los valores considerados como significativos

para la propia subsistencia (Frankl, 1984; Fizzotti y Gismondi, 1998).

El vacío existencial

Sabemos bien que para Frankl el vacío existencial se presenta a

menudo como angustia ante la nada y se configura como la proyección de

la vacuidad existencial que es, en todo caso, la expresión de la inconsistencia

de la vida personal. El ser humano, carente de contenido interior, se

cierra en sí mismo y vive la experiencia de la nada, en lo más íntimo de

su ser, como angustia o como desesperación (Frankl, 1992, p. 204).

A la persona que se encuentra en una situación de vacío interior, a

nivel humano le quedan dos posibilidades: huir hacia la existencia anónima

e inauténtica (Heidegger, 1969) o caer en la desesperación que puede

también manifestarse en la experiencia neurótica.

En relación con la primera posibilidad, Frankl pone de relieve el

comportamiento de aquellos quienes “no saben en qué emplear tantas

horas libres y, por supuesto, desconocen mucho más aún el modo de

emprender algo por iniciativa propia. Recurren entonces, para aturdir su

vacío interior, a la bebida, los chismes y el juego…” (Frankl, 2005, p. 66),

tratando así de escapar “del vacío y desolación que siente en su interior.

Y, con esta huida, se precipita en el ajetreo” (Frankl, 1992, p. 192). Se trata,

por lo tanto, del hombre que se abandona a la evasión.

Con respecto a la segunda posibilidad, el vacío existencial puede

constituir la premisa antropológica decisiva del naufragio en la experiencia

neurótica, que representa la desesperación causada por el fracaso absoluto

de todos los esfuerzos dirigidos a realizar valores con significado

espiritual. En el fondo la neurosis noógena se reduce a la destrucción de

la intencionalidad, o sea de la apertura a un horizonte de valores. Y la vida

humana viene así a reducirse a la pura presencia, consumiéndose “en el

puro presente sin historia” (Frankl, 2000, p. 62).

Reduccionismo cientifista

Como es sabido, la psicología ha hecho suya, en los primeros decenios

del siglo pasado, la exigencia de una rigurosa cientificidad que le ha

consentido alinearse con las ciencias de la naturaleza. En consecuencia, la

investigación se ha limitado a la datidad empírica aislada y concluida en

sí y el proceso del saber científico no ha logrado percibir el fenómeno desde

su inmediatez y origen, sino que lo ha privado de su cualidad fenoménica, reduciéndolo a puro y

simple objeto. En otras palabras, las categorías

naturales han dado muestra de ser inadecuadas para clarificar y

comprender el ser y la pluridimensionalidad de la realidad. Y la asunción

del método de las ciencias naturales como instrumento de comprensión de

la realidad humana ha conducido a la objetivación de la subjetividad y a

la reducción del hombre a pura efectualidad biológica y psicológica.

Así delineada, la investigación psicológica ha postulado el organismo

descomponible en elementos primordiales e irreducibles y ha desarraigado

al hombre de su “mundo”, extrayéndolo de la situación en la cual

está inmerso, negando su apertura y su autotrascenderse, percibiéndolo

como una exterioridad petrificada, un “dato”, reduciendo su estructura

fundamental, como afirma Heidegger, a la condición de una “cosa-simplemente-

presente” (Heidegger, 1969, p. 269).

La persona, en cambio, “se explicita también a sí misma: se explicita,

se despliega, se desarrolla, y lo hace en el transcurrir de la vida. Lo

mismo que una alfombra, al desenrollarse, revela su motivo inconfundible,

así también con el transcurrir de la vida, con su devenir, vamos viendo

la esencia de la persona” (Frankl, 1992, p. 262). La verdadera y propia

realidad del “ser-hombre” comienza sólo allí donde termina la posibilidad

de fijarlo y determinarlo, de definirlo en forma unívoca y conclusiva. Esto

quiere decir que el hombre, todavía antes de ser, decide lo que es, o sea

declina en existencia. “Pertenece a la esencia del hombre es ser también

abierto, “abierto al mundo” […]. Porque ser hombre significa, por sí mismo,

estar orientado hacía más allá de sí mismo. La esencia de la existencia

humana se encuentra en su autotrascendencia, por así decirlo. Ser

hombre significa estar, desde siempre, orientado y dirigido a algo o a

alguien, estar dedicado a un trabajo al que se enfrenta un hombre, a otro

ser humano al que ama, o a Dios a quien sirve. Esta autotrascendencia

rompe el marco de todas las imágenes del hombre que conciben al hombre,

en el sentido de un monadologismo, como un ser que no tiende hacia

el sentido y los valores, más allá de sí mismo, y que de esta manera no se

orienta al mundo, sino que está interesado exclusivamente por sí mismo

en cuanto que sólo le interesa conservar o restaurar la homeostasis”

(Frankl, 2000, p. 51).

Las enunciaciones expuestas ponen en evidencia la temática existencial

sobre la cual Frankl funda su argumentación y consienten, además,

delinear brevemente el objeto de la investigación psicológica que de ella dimana. Se desea

comprender y penetrar “la totalidad del hombre, la cual

no es sólo de índole psicofísico-orgánica sino también espiritual-personal”

(Frankl, 1992, p. 262), y se expresa esencialmente en el ser-en-elmundo

como trascendencia. De aquí deriva que la esencia del hombre llame

al problema, sea de la existencia o de la trascendencia.

Pues bien, la única dirección significativa reconocida por la psicología

naturalista es la de tender a alcanzar un equilibrio interior, que se

obtiene adaptando el individuo a la “realidad” o a la “sociedad”. Solo que

el ambiente al cual el hombre debe adaptarse resulta ser, en tal prospectiva,

simplemente algo “dado”, una realidad preconstruida, preformada,

concluida en sí, radicalmente extraña a la condición humana y por lo tanto

carente de todo significado existencial. Y considerar el mundo como

“dado” implica desconocer al hombre como aquel quien forma la realidad

y por consiguiente anular el carácter de unicidad y de singularidad de la

existencia humana.

Intencionalidad humana

En cambio, analizando el hombre en su más verdadera originalidad,

se observa que “su realidad es siempre una posibilidad y su ser un poder.

El hombre no se agota nunca en su facticidad. Ser hombre, podríamos

decir, no consiste en los hechos sino en las posibilidades” (Frankl, 2000,

p. 129). Y la misma sociedad “se revela, así, como algo “exigido”, y no

simplemente como afectivamente “dado”, como el “estado” de sociabilidad

del hombre” (Frankl, 2000, p. 123), como un lugar donde las posibilidades

son únicas e irrepetibles, por lo que “el sentido de la existencia

personal en cuanto personal, el sentido de la persona humana en cuanto

personalidad, apunta más allá de sus propios límites, apunta hacia la

comunidad; en su orientación hacia la comunidad trasciende de sí mismo

el sentido del individuo” (Frankl, 2000, p. 123).

En tal cuadro cultural Frankl introduce expresamente la noción de

intencionalidad, con el fin de definir la estructura fundamental del ser del

hombre en cuanto existente. Esto significa que la radical intencionalidad

está constituida por la tensión originaria que caracteriza al ser humano.

En perspectiva intencional, la existencia humana es vista como un

continuo de superación, de apertura al ser. La existencia, al referirse a

otros, resulta ser trascendencia y, en este sentido, Frankl afirma que “la esencia de la existencia humana se encuentra en su autotrascendencia”

(Frankl, 2000, p. 51). En otras palabras, el ser humano se descubre inmerso

en la radical finitud, pero a la vez advierte la inclinación a trascender

el límite que lo determina. En tal modo, la exigencia de la trascendencia

se vive como insatisfacción, inquietud y, por ende, como llamada insistente

a convertirse en eso que todavía no se es.

Si la existencia se explica como encuentro entre la determinación

finita de la situación y la originaria infinita apertura a la trascendencia, la

búsqueda del sentido profundo de la propia existencia resulta, y es efectivamente,

el dinamismo primario. Así que preguntarse si la vida tiene sentido

y cuál es ese sentido no debe considerarse, desde el punto de vista de

Frankl, como algo morboso sino como la expresión del ser-hombre, de lo

más humano que hay en el hombre.

“Lo importante […] es […] que el hombre sienta y viva su responsabilidad

en cuanto al cumplimiento de todas y cada una de sus misiones,

tal como en cada caso se le plantee; cuanto mejor comprenda el carácter

de misión que la vida tiene, tanto mayor sentido tendrá su vida para él”

(Frankl, 2000, p. 102).

La consciencia de la propia responsabilidad de responder al llamamiento

que hace la vida, algunos la viven en una doble dimensión: de

quién proviene la misión y en qué está fundada. “Viven la misión como

un mandato. La vida trasluce la existencia de un mandante trascendente

[un Alguien que nos manda]. Constituye éste, a nuestro modo de ver, uno

de los rasgos esenciales del homo religiosus: un hombre en cuya conciencia

y responsabilidad se da junto a la misión el que se la impone” (Frankl,

2000, p. 102). Para ellos la vida se vuelve transparente, haciendo traslucir

aquella que Frankl llama la “revolución copernicana”: “es la vida misma

la que plantea cuestiones al hombre. Éste no tiene que interrogarla: es a

él, por el contrario, a quien la vida interroga: y él quien tiene que responder

a la vida, hacerse responsable. Las respuestas que el hombre dé a

estas preguntas deberán ser siempre respuestas concretas a preguntas concretas.

En la responsabilidad de la Existencia tenemos su respuesta; es en

la existencia misma donde el hombre “responde” a sus cuestiones”

(Frankl, 2000, p. 104).

Transcendencia

Nos encontramos aquí en el punto de unión entre la llamada a un

sentido y la fe del hombre. Como refiere Frankl expresamente, “en ese

caso lo ve precisamente con los ojos de Albert Einstein, para quien preguntarse

por el sentido significa ya tener religión. Quisiera añadir aquí

que también Paul Tillich piensa de modo análogo, como lo prueba al ofrecernos

la siguiente definición: “Ser religioso significa preguntarse apasionadamente

por el sentido de nuestra existencia” (Frankl, 1985, pp. 94-95).

No es de sorprenderse, entonces, si Frankl habla del “Dios inconsciente”,

en el sentido que “existe una espiritualidad inconsciente, una

moralidad inconsciente y una fe inconsciente” (Frankl, 2005, p. 95). Y la

religiosidad inconsciente “no pertenece […] a la esfera del inconsciente

impulsivo, sino a la del inconsciente espiritual. Yo no tiendo a Dios, sino

que cada vez es necesario que me decida en pro o en contra de Él. No existe

el instinto religioso, por lo menos no en el sentido que se pueda hablar

“como de un instinto de agresión”, y no existe siquiera –hacia el interior

de la esfera de la espiritualidad inconsciente– el instinto moral, en el sentido

en que existe un instinto sexual, por no hablar de la fe inconsciente.

Mi conciencia no me induce: sucede más bien que cada vez me tengo que

decidir delante a mi conciencia” (Frankl, 2005, p. 96).

Aquí se aclara para Frankl la diferencia entre el hombre religioso y

el hombre no-religioso: el primero se pone a nivel de trascendencia, ve su

existencia como un llamado y un don y siente la responsabilidad de responder

a una instancia que no es él mismo. En cambio, “el hombre irreligioso

es, por consiguiente, aquel que acepta su conciencia en la facticidad

psicológica de ésta, el que ante este hecho prácticamente se detiene en lo

mero inmanente, se para, por decirlo así, antes de tiempo. En efecto, considera

la conciencia como una cosa última, como la última instancia ante

la cual ha de sentirse responsable. […] Es como si hubiera llegado a una

cumbre inmediatamente inferior a la más alta. ¿Por qué no sigue adelante?

Porque no quiere dejar de seguir teniendo “tierra firme bajo sus pies”;

porque la verdadera cima se esconde a su vista, se halla oculta por la niebla,

y en esta niebla, en esto desconocido, nuestro hombre no se atreve a

internarse. A ello sólo se atreve precisamente el hombre religioso”

(Frankl, 2005, pp. 61-62). Riesgo que constituye un acto de confianza

radical en el sentido y en el sobre-sentido, más allá de las pequeñeces del

confesionario y de las miopías religiosas que quisieran ver en Dios a un

seductor y un acaparador de almas.

La existencia humana se presenta, entonces, como la respuesta a

una “llamada” que la vida hace de continuo y la realidad se configura

como un conjunto de indicaciones que deben ser redescubiertas, como un

complejo de valores que exigen convertirse en “vocación”. Y la vida se

revela, en su sentido más profundo, como disponibilidad a acoger y a realizar

las tareas que emergen en cada situación.

En este sentido la existencia personal asume valor sólo si está “consagrada”

y, por lo tanto, entregada a una realidad que la trasciende. En

concreto, gracias a la intencionalidad vivida hacia el valor, entendido

como una tarea a realizar, el hombre “alcanza ya un nivel de valor, que le

salva; al ser capaz de elevarse sobre sí mismo, entra en una zona espiritual

y se confirma como ciudadano de un mundo espiritual cuyos valores

quedan adheridos a él” (Frankl, 2000, p. 100).

Es por esto que Frankl recalca que “en tanto que existo, existo de

cara a un sentido y a unos valores; en tanto que existo de cara a un sentido

y a unos valores, existo de cara a algo que me rebasa necesariamente

en valor, que es de un rango esencialmente superior a mi propio ser: yo

existo de cara a algo que no puede ser algo, sino que tiene que ser un

alguien, una persona o – por exceder totalmente de mi persona – una

superpersona. Es decir: en tanto que existo, existo de cara a Dios” (Frankl,

2003, pp. 286-287).

Religiosidad

Llegados a este punto es oportuno recordar que el vasto y multíplice

panorama de la producción científica de Víctor E. Frankl se ha enriquecido

con la publicación del volumen Búsqueda de Dios y sentido de la

vida, que reviste un interés particular ya sea por el estilo literario que por

la temática que enfrenta. Nació, de hecho, de un intenso y prolongado diálogo

que en agosto de 1984, en su casa de Viena, el psiquiatra tuvo con el

filósofo de la religión Pinchas Lapide, también él judío (Frankl y Lapide,

2005).

Esta obra se distingue de las otras publicaciones de Frankl por el

carácter coloquial y porque su enfoque temático presenta muchas novedades

que nunca antes había expresado en una forma así tan sincera. Esto

puede depender de la modalidad elegida, que ofrece la posibilidad de cerciorarse

de la validez de los pensamientos declarados acerca de la experiencia religiosa, de profundizarlos

y desarrollarlos durante el debate y

eventualmente confrontarlos en un contexto de respeto auténtico.

Quien tiene familiaridad con las obras de Frankl bien sabe que a

menudo ha afrontado cuestiones de naturaleza religiosa pero que las ha

discutido con extrema cautela y reserva y siempre bajo el signo de la fórmula

pragmática según la cual, en el ámbito de la logoterapia y el análisis

existencial, “la religión sólo puede ser un objeto, no una posición”

(Frankl, 1984, p. 109). Contemporáneamente, su modelo psicológico

reconoce la autenticidad de la religiosidad y de la fe del hombre y se opone

a la presunción de querer explicarse solo y exclusivamente desde el

punto de vista psicológico.

A título privado durante el curso de la conversación muy amistosa

con Pinchas Lapide, Frankl expone en manera extraordinariamente abierta

sus opiniones personales sobre la fe. Era consabido – o por lo menos se

suponía – que era creyente, que frente a las desgraciadas vividas (la más

grave de las cuales fue estar internado durante tres años en los campos de

concentración de Theresienstadt, Auschwitz, Kaufering y Türkheim) no

estaba dispuesto a renunciar a su propia fe religiosa y que en la vida se

reunió muchas veces con los representantes de numerosos credos religiosos.

Sin embargo, algunos pasajes del libro son notables, porque rara

vez Frankl ha expresado en forma así exhaustiva su concepción religiosa.

Es por esto que es necesario poner el acento sobre el carácter relativamente

íntimo del diálogo aquí publicado. Algunas veces, cuando describe

la relación personal con las raíces de su fe, Frankl no habla sólo como psiquiatra

y neurólogo y ni siquiera en nombre de la logoterapia en general,

sino que se pone como persona privada frente a la pregunta religiosa sobre

el sentido de la totalidad del mundo.

La obra, por primera vez, muestra una mirada profunda y amplia

sobre la fe personal de Frankl y hay que leerla y comprenderla como testimonio

personal de la profunda amistad entre los dos dialogantes que, a

pesar de y no gracias a la respectiva historia profesional y académica, discuten

abiertamente, entre otras cosas, de cuestiones límite entre religión y

psicología, dando a luz un panorama extraordinario, hasta ahora insospechado.

Un nuevo documento, todavía más precioso, abre unos claros extraordinarios

sobre el comportamiento religioso de Frankl. Se trata de una

carta encontrada en el archivo de su casa en Viena, fechada 15 octubre de

1946 y enviada al Párroco de Kahlenbergerdorf, en el distrito XIX de esta

ciudad. Escribía así:

“¡Reverendo! Cuando yo era el jefe de la unidad neurológica del

hospital judío de Rothschild murió una joven de dieciséis años proveniente

de Slesia e internada en Viena a causa de un tumor cerebral imposible

de operar. La joven era católica y en ese tiempo a ningún párroco

del interior de la ciudad de Viena le estaba permitido, a excepción del

propio párroco, proceder a dar sepultura. De este modo, los restos de mi

paciente – estábamos en octubre de 1941 – fueron bendecidos en la iglesia

de Kahlenbergerdorf y enterrados en el cementerio local. Yo mismo,

junto con mi esposa (que después murió en el campo de concentración de

Bergen Belsen) que entonces era enfermera en la misma unidad donde la

joven estaba internada y que había entablado con ella una bella amistad,

tomé parte, junto a unos pocos parientes, en la celebración del funeral y

en el entierro [agrega con bolígrafo: aún siendo de religión judía ].

Hace pocos días he buscado la tumba de la joven y he podido verificar

que no hay ninguna señal de reconocimiento. Ya que tengo buenos

motivos para creer que todos los parientes de mi paciente – que eran

judíos – han desaparecido, por lo que no hay nadie más que cuide de la

tumba, me siento interiormente incitado a hacerme cargo. En este sentido

me permito, reverendo Padre, pedirle que celebre una Misa en sufragio

de la joven: a tal fin le envío una contribución de 10 chelines con la

esperanza de que sean suficientes. Además, le estaría muy agradecido si

usted lograra conseguir el nombre de la joven en la lista de los difuntos y

que me diera el número de la tumba, de manera que yo pueda proveer a

colocarle una simple cruz de madera con la indicación del nombre de la

joven allí sepultada y ser yo quien vaya a visitarla con frecuencia. Con la

esperanza de no haberlo molestado demasiado, un atento saludo. Suyo

Víktor E. Frankl [agrega con bolígrafo: adjunto 10 chelines]”.

La señora Elly Frankl, viuda del psiquiatra vienés, es testigo de que,

en efecto, esto se llevó a cabo y muchas veces acompañó a su marido a la

tumba de la joven confirmando así la fe personal de Frankl y su extraordinaria

apertura a la experiencia religiosa con el debido respeto hacia cada

uno de los credos. Al mismo tiempo sorprende positivamente pensar que,

mientras todavía estaban vivas las huellas de la tragedia de la deportación de la cual había sido

víctima junto con su familia (completamente aniquilada)

Frankl se preocupara de pedir a un párroco que celebrara una Misa

de sufragio por una joven fallecida años antes y se ofrecía a cuidar la tumba,

colocándole también una simple cruz de madera.

Solo una personalidad interiormente libre, capaz de reconocer el

valor inagotable de la persona y de su incontestable dignidad, está en grado

de ir más allá de cualquier barrera y de cualquier prejuicio y, al mismo

tiempo, comprender que ciencia y fe son de hecho caminos diferentes,

pero ambos al interno de la misma búsqueda. Y es interesante, una vez llegados

a este punto, reproducir un fragmento del diálogo tomado del libro

antes indicado Búsqueda de Dios y sentido de la vida, expresión ulterior

de apertura a la fe y a la humanidad. Dice Lapide: “Mire, el Dios en quien

yo creo es un Dios de la libertad […]. Siendo esto así, preguntas como

¿por qué tolera Dios esto, por qué permite esto o lo otro? son antropomorfismos

no menores que los de toda la teodicea. En el fondo, Dios sería

así el supremo gendarme del cielo que puede tolerar y prohibir, permitir y

aprobar. Considero que estas imágenes de Dios, propias más bien de la

infancia de la humanidad, han muerto en Auschwitz, y no sé si he de guardar

luto por ello. El Dios que ciertamente ha muerto en Auschwitz es el

bondadoso abuelo de larga barba blanca. Dios, como viejo notario que

anota diariamente las buenas y las malas acciones de un hombre, ha sido

incinerado en Auschwitz” (Frankl y Lapide, 2005, p. 85). Y Frankl, también

él recordando los años transcurridos en los campos de concentración,

los amigos y los colegas que allí perdieron la vida y los carceleros que los

hirieron, afirma: “A los hombres hay que saber perdonarlos. Sólo odiaban

el sistema, que a unos los llevaba a la culpa y a otros a la muerte. ¿Y no

es mejor no excederse en llevar a otros a los tribunales? Por tanto, queremos

no sólo recordar a los muertos, sino también perdonar a los vivos. De

ese modo tendemos la mano a los muertos más allá de todas las tumbas,

más allá de todo odio. Y cuando decimos: honor a los muertos, queremos

añadir: y paz a todos los vivos de buena voluntad” (Frankl y Lapide, 2005,

p. 88).

Eugenio FIZZOTTI es doctor en filosofía, discípulo directo de

Frankl y fundador de la Asociación de Logoterapia y Análisis Existencial

Frankliana (ALAEF) y premio Viktor Frankl de la Ciudad de Viena; trabaja

como profesor de Universidad.

Referencias

Fizzotti E. y Gismondi A. (1998). Giovani, vuoto esistenziale e

ricerca di senso. La sfida della logoterapia. Roma: Las.

Frankl V.E. (1984). Ante el vacío existencial. Hacia una humanización

de la psicoterapia. Barcelona: Herder.

Frankl V.E. (1985). La presencia ignorada de Dios. Psicoterapia y

religión. Barcelona: Herder.

Frankl V.E. (1992). Teoría y terapia de las neurosis. Iniciación a la

logoterapia y al análisis existencial. Barcelona: Herder.

Frankl V.E. (2000). Psicoanálisis y existencialismo. De la psicoterapia

a la logoterapia. México DC: Fondo de Cultura Económica.

Frankl V.E. (2003). El hombre doliente. Fundamentos antropológicos

de la psicoterapia. Barcelona: Herder.

Frankl V.E. (2005). Alla ricerca di un significato della vita, a cura

di E. Fizzotti. Milano: Mursia (4ª ed.)

Frankl V.E. e Lapide P. (2005). Búsqueda de Dios y sentido de la

vida. Diálogo entre un teólogo y un psicólogo. Barcelona: Herder.

Heidegger M. (1969). Essere e tempo. Torino: UTET.