Obras de Winnicott: Agresión, culpa y reparación (1960)

Agresión, culpa y reparación 1960

Disertación pronunciada ante la Liga Progresiva el 7 de mayo de 1960

Deseo valerme de mi experiencia como psicoanalista para exponer un tema recurrente en el trabajo analítico, que ha tenido siempre gran importancia. Concierne a una de las raíces de la actividad constructiva: la relación entre construcción y destrucción. Tal vez ustedes lo reconozcan al punto como un tema desarrollado principalmente por Melanie Klein, quien reunió sus ideas al respecto bajo el título de «La posición depresiva en el desarrollo emocional». No viene al caso establecer si es o no un título acertado. Lo importante es que la teoría psicoanalítica evoluciona en forma constante, que Melanie Klein fue quien tomó la destructividad existente en la naturaleza humana y empezó a explicarla y encontrarle un sentido desde el punto de vista psicoanalítico. Fue un adelanto importante, acaecido en la década siguiente a la Primera Guerra Mundial; muchos de nosotros tenemos la impresión de que no podríamos haber llevado a cabo nuestro trabajo sin este agregado importante a lo dicho por Freud acerca del desarrollo emocional del ser humano. Melanie Klein amplió lo enunciado por Freud sin alterar los métodos de trabajo del analista.

Podría suponerse que el tema atañe a la enseñanza de la técnica psicoanalítica. Si no me equivoco, esto no les molestaría a ustedes. Empero, creo sinceramente que es un tema de vital importancia para toda la gente pensante, sobre todo porque enriquece nuestra comprensión del significado de la expresión “sentimiento de culpa», asociándola a éste, por un lado, con la destructividad y, por el otro, con la actividad constructiva.

Todo esto parece bastante simple y obvio: surge la idea de destruir un objeto, aparece un sentimiento de culpa y el resultado es un trabajo constructivo; pero si ahondamos en la cuestión descubrimos que es mucho más compleja. Cuando se intenta ofrecer una descripción completa del tema, se debe recordar que el momento en que esta secuencia simple empieza a cobrar sentido, a ser realidad o a tener importancia constituye un logro dentro del desarrollo emocional del individuo.

Es típico de los psicoanalistas que, al tratar de abordar-un tema como éste, siempre piensen en función del individuo en proceso de desarrollo, lo cual significa remontarse a una etapa muy temprana de su vida para ver si se puede determinar el punto de origen. Por cierto que la más temprana infancia podría concebirse como un estado en que el individuo es incapaz de sentirse culpable. En consecuencia, y refiriéndonos siempre a una persona sana, cabe suponer que más adelante podrá tener o experienciar un sentimiento de culpa quizá sin registrarlo como tal en su conciencia. Entre estos dos puntos se extiende un período en que la capacidad de experienciar un sentimiento de culpa está en vías de establecerse. A él me referiré en esta disertación.

Aunque no es necesario dar edades y fechas, diría que a veces los progenitores pueden detectar los inicios de un sentimiento de culpa antes que su hijo cumpla un año, si bien nadie pensaría que la técnica de aceptación de una responsabilidad plena por las ideas destructivas propias queda firmemente establecida en el niño antes de los cinco años. Al ocuparnos de este desarrollo, sabemos que hablamos de la niñez en su totalidad y, en particular, de la adolescencia… y si hablamos de la adolescencia también nos referimos a los adultos, porque ningún adulto lo es en todo momento. Las personas no se limitan a tener su edad cronológica; hasta cierto punto, tienen todas las edades, o no tienen ninguna.

Diré de paso que, a mi entender, nos resulta relativamente fácil llegar a la destructividad que llevamos dentro cuando la vinculamos con la rabia por una frustración o el odio contra algo que desaprobamos, o cuando es una reacción ante el miedo. Lo difícil es que cada individuo asuma plena responsabilidad por la destructividad personal que en forma inherente atañe a una relación con un objeto percibido como bueno o, dicho de otro modo, con la destructividad que se relaciona con el amor.

Aquí viene al caso hablar de integración, porque si es dable imaginar una persona totalmente integrada, esa persona asumirá plena responsabilidad por todos los sentimientos e ideas propios del estar vivo. En cambio, la integración fallará si nos vemos obligados a encontrar los objetos que desaprobamos fuera de nosotros y a un precio: la pérdida de aquella destructividad que en realidad nos pertenece.

Por eso digo que todo individuo debe desarrollar la capacidad de responsabilizarse por la totalidad de sus sentimientos e ideas. La palabra «salud» (en el sentido de una buena salud) está estrechamente ligada al grado de integración que posibilita asumir esta responsabilidad plena. La persona sana se caracteriza, entre otras cosas, por no tener que aplicar en gran medida la técnica de la proyección para hacer frente a sus propios impulsos y pensamientos destructivos.

Comprenderán que paso por alto las etapas más tempranas, lo que podríamos llamar los aspectos primitivos del desarrollo emocional. No hablo de la primeras semanas o meses de vida, porque un derrumbe en esta área del desarrollo emocional básico ocasionaría una enfermedad mental que requeriría la internación del individuo; me refiero a la esquizofrenia, que no entra en el tema de esta disertación. Aquí doy por sentado que en cada caso los padres han provisto lo imprescindible para que el bebé inicie una existencia individual. Lo que quiero decir podría aplicarse tanto al cuidado de un niño normal durante una etapa determinada de su desarrollo como a una fase del tratamiento de un niño o adulto, pues en psicoterapia nunca sucede nada verdaderamente nuevo. En el mejor de los casos, alguna parte del desarrollo de un individuo que no había sido completada originariamente se completa, hasta cierto punto, en el curso del tratamiento.

A continuación citaré algunos ejemplos tomados de tratamientos psicoanalíticos, en los que omitiré todo detalle ajeno a la idea que procuro exponer.

Caso I

Este ejemplo ha sido extraído del análisis de un hombre que ejerce la psicoterapia. Empezó una sesión contándome que había ido a ver el modo en que se desempeñaba en sus tareas un paciente suyo; en otras palabras, había abandonado el rol del terapeuta que trata al paciente en el consultorio y lo había visto en su lugar de trabajo. El paciente tenía mucho éxito en su trabajo, que era muy especializado y requería movimientos muy rápidos. Durante las sesiones de terapia, el paciente también ejecutaba movimientos rápidos (que en ese ámbito carecían de sentido) y se revolvía en el diván como un poseso. Mi paciente dudaba de si había sido acertado o no visitar a su paciente en el lugar de trabajo, aunque creía probable que tal acción lo había beneficiado a él.

A continuación se refirió a sus propias actividades durante las vacaciones de Pascua. Tiene una casa de campo, le gustan mucho los trabajos físicos, cualquier actividad constructiva y los aparatos y herramientas, que sabe usar. Me describió diversos sucesos de su vida doméstica que no creo necesario relatar con todo su colorido emocional; diré tan sólo que volvió a referirse a un tema que ha tenido importancia en la fase más reciente de su análisis, y en el que desempeñan un gran papel varios tipos de herramientas mecánicas. En camino hacia mi consultorio, suele detenerse a contemplar una máquina-herramienta expuesta en una vidriera cercana a mi casa y provista de unos dientes espléndidos. Este es el modo en que mi paciente llega hasta su agresión oral, al impulso de amor primitivo con toda su crueldad y destructividad. Podríamos llamarlo «comer» [eating]. En su tratamiento tiende a esta crueldad del amor primitivo y, como supondrán, la resistencia a enfrentarla era tremenda. (Diré de paso que este hombre conoce la teoría y podría ofrecer una buena explicación intelectual de todos estos procesos, pero hace psicoanálisis de posgrado porque necesita ponerse verdaderamente en contacto con sus impulsos primitivos, no como una cuestión mental, sino como una experiencia instintiva y una sensación corporal.) En la hora de sesión pasaron muchas otras cosas, incluido un examen de la pregunta: ¿podemos comer nuestra torta y, al mismo tiempo, tenerla? ( 1 )

Sólo deseo extraer de este caso la siguiente observación: cuando salió a la luz este material nuevo, relacionado con el amor primitivo y la destrucción del objeto, ya se había hecho alguna referencia al trabajo constructivo. Cuando le hice al paciente la interpretación de que necesitaba de mí y quería destruirme «comiéndome», pude recordarle lo que él había dicho acerca de la construcción. Le recordé que así como él había visto a su paciente desempeñando su trabajo, advirtiendo entonces que sus movimientos espasmódicos tenían sentido dentro de su oficio, yo podría haberlo visto a él trabajando en su jardín y utilizando artefactos mecánicos para embellecerlo. Podía abrir brechas en las paredes y talar árboles, disfrutando enormemente con ello, pero esta misma actividad, aislada de su meta constructiva, habría sido un episodio maníaco carente de sentido. Esta es una característica constante de nuestro trabajo y constituye el tema de mi disertación de hoy.

Tal vez sea cierto que los seres humanos no pueden tolerar la meta destructiva presente en su forma más temprana de amar. Sin embargo, el individuo que trata de llegar hasta ella puede tolerar la idea de su existencia si comprueba que ya tiene a mano una meta constructiva, que otra persona le puede recordar.

Al decir esto, pienso en el tratamiento de una paciente mía. En una etapa inicial de su terapia cometí un error que estuvo a punto de arruinarlo todo: interpreté el sadismo oral, o sea el acto de devorar cruelmente el objeto, como perteneciente a una forma primitiva del amor. Poseía muchas evidencias de ello y mi interpretación fue en verdad acertada… pero la di demasiado pronto: tendría que haberla formulado diez años después. Aprendí la lección. En el largo tratamiento siguiente la paciente se reorganizó y se convirtió en una persona real e integrada, capaz de aceptar la verdad con respecto a sus impulsos primitivos. Al cabo de diez o doce años de análisis diario, estuvo preparada para recibir esa interpretación.

Caso II

Al entrar en mi consultorio, un paciente vio un grabador que me habían prestado. Esto le inspiró algunas ideas. Mientras se acostaba en el diván y cobraba fuerzas para la hora de trabajo analítico que tenía por delante, me dijo: «Me gustaría suponer que una vez terminado el tratamiento, lo que haya ocurrido aquí conmigo tendrá valor para el mundo de un modo u otro». Anoté mentalmente que este comentario podría indicar que el paciente estaba al borde de otro de esos ataques de destructividad que yo había debido tratar, una y otra vez, en sus dos años de terapia. Antes de que transcurriera la hora de sesión, el paciente accedió en verdad a un nuevo conocimiento de la envidia que me tenía por ser un analista relativamente bueno. Tuvo el impulso de darme las gracias por ser bueno y capaz de hacer lo que él necesitaba que yo hiciera. Ya habíamos pasado por todo esto en otras ocasiones, pero ahora el paciente estaba más en contacto con sus sentimientos destructivos hacia lo que podría denominarse un objeto bueno. Una vez que quedó plenamente establecido todo esto, le recordé su esperanza -expresada al entrar en el consultorio y ver el grabador- de que su tratamiento en sí resultara valioso y constituyera un aporte al acervo general de las necesidades humanas. (Por supuesto no era necesario que yo se lo recordara, pues lo importante era lo que había sucedido y no la discusión de lo que había sucedido.) Cuando relacioné estos dos puntos, mi paciente dijo que mi interpretación le parecía correcta pero que habría sido horrible si yo la hubiese hecho basándome en su primer comentario, o sea si le hubiese dicho que su deseo de ser útil indicaba un deseo de destruir. Era preciso que él llegara primeramente al afán destructivo pero, eso sí, que lo hiciera a su modo y en el momento que le resultara oportuno. No cabe duda de que, si pudo acceder a un contacto más íntimo con su destructividad, fue gracias a su capacidad de pensar que en definitiva lo suyo sería una contribución. Pero el esfuerzo constructivo es falso -y esta falsedad es peor que la falta de sentido- a menos que, como dijo mi paciente, el individuo llegue primero a establecer contacto con su destructividad. Le pareció que cuanto había hecho hasta entonces en la terapia carecía de bases adecuadas y, como él mismo me lo recordó, en realidad venía a tratarse conmigo para sentar esas bases.

Diré de paso que este hombre ha hecho un trabajo muy bueno, pero siempre que se acerca al éxito experimenta un sentimiento creciente de futilidad y falsedad, una necesidad de demostrar que no vale. Esta pauta ha regido su vida.

Caso III

Una colega comenta el caso de un paciente suyo, que accede a un material que podría interpretarse correctamente como un impulso de robarle a su analista. De hecho, tras haber pasado por la experiencia de un buen trabajo analítico, le dijo: «Ahora he descubierto que la odio por su agudeza intelectual, que es justamente lo que necesito que usted me dé. Siento el impulso de robarle ese don, o lo que sea, que la capacita para hacer este trabajo». Ahora bien, estas palabras habían sido precedidas por un comentario, dicho al pasar, sobre lo agradable que sería ganar más dinero para poder pagar unos honorarios más altos. Aquí vemos lo mismo que en el caso anterior: el individuo alcanza una plataforma de generosidad y la usa de tal modo, que desde ella se puede vislumbrar la envidia y el impulso de robar y de destruir al objeto bueno, todos ellos subyacentes bajo esa generosidad y correspondientes a la forma primitiva de amar.

Caso IV

He extraído la siguiente viñeta de la extensa descripción del caso de una adolescente cuya terapeuta es a la vez su cuidadora: la muchacha se aloja en el hogar de la terapeuta, quien cuida de ella como si fuera una hija más. Este régimen de atención tiene sus ventajas y desventajas.

La adolescente había padecido una enfermedad grave y, en la época en que ocurrió el incidente que relataré, salía de un largo período de regresión a la dependencia y a un estado infantil. Podría decirse que ya no había regresión en su relación con el hogar y la familia, pero todavía se encontraba en un estado muy especial en el reducido ámbito de las sesiones vespertinas de terapia, que se efectuaban dentro de un horario fijo.

Llegó un momento en que la adolescente expresó el odio más profundo hacia su terapeutacuidadora, la señora X. Todo iba bien durante el resto de las 24 horas, pero en la sesión de terapia la muchacha destruía total y reiteradamente a la señora X. Resulta difícil dar una idea de hasta qué punto la odiaba como terapeuta y, de hecho, la aniquilaba. Este caso no era similar al del terapeuta que iba a ver al paciente en su lugar de trabajo, por cuanto la señora X tenía a la joven bajo su cuidado constante; ambas mantenían dos relaciones independientes y simultáneas. Durante el día comenzaron a suceder toda clase de incidentes novedosos. La adolescente empezó a manifestar su deseo de ayudar a limpiar la casa, lustrar los muebles y ser útil. Esta ayuda era algo absolutamente nuevo; nunca había integrado la pauta personal de la muchacha cuando vivía en su propio hogar, ni aun antes de contraer aquella enfermedad grave. Creo que debe haber pocas adolescentes que hayan prestado tan escasa ayuda efectiva en su hogar: ni siquiera ayudaba a lavar la vajilla. Esta colaboración fue, pues, un rasgo muy novedoso en ella. Emergió calladamente, por decirlo así, como un elemento paralelo a la destructividad total que la adolescente empezaba a descubrir en los aspectos primitivos de su amor, a los que accedía en su relación con la terapeuta durante las sesiones.

Como ven, aquí se repite la misma idea que afloró en los casos anteriores. Por supuesto, la toma de conciencia de la destructividad por parte de la paciente posibilitó la actividad constructiva manifestada durante el día, pero en este momento quiero que ustedes vean el proceso a la inversa: las experiencias constructivas y creativas posibilitaban el acceso de la adolescente a la experiencia de su destructividad.

Observarán que de estos ejemplos se extrae un corolario: el paciente necesita tener una oportunidad de contribuir, de cooperar en algo, y aquí es donde el tema de mi disertación se enlaza con la vida cotidiana. La oportunidad de practicar una actividad creativa, un juego imaginativo, un trabajo constructivo, es precisamente lo que tratamos de proporcionar a todas las personas de manera equitativa. Volveré sobre esto más adelante.

Ahora intentaré agrupar las ideas expuestas en forma de casos ilustrativos. Estamos tratando un aspecto del sentimiento de culpa que nace de la tolerancia de nuestros impulsos destructivos en la forma primitiva del amor. Dicha tolerancia genera algo nuevo: la capacidad de disfrutar de las ideas, aun cuando lleven en sí la destrucción, y de las excitaciones corporales correspondientes. (Hay una correspondencia mutua entre estas excitaciones y las ideas.) Tal avance proporciona espacio suficiente para la experiencia de preocupación, base de todo lo constructivo.

Notarán que podemos utilizar varios pares de términos, según la etapa de desarrollo emocional que describamos:

aniquilación / creación

destrucción / recreación

odio / amor fortalecido

crueldad / ternura

ensuciar / limpiar

dañar / reparar

etcétera.

Permítanme formular mi tesis del siguiente modo. Si les agrada, pueden observar cómo una persona hace una reparación y comentar con sagacidad: «¿Ajá! Eso indica una destrucción inconsciente». Empero, si proceden así no prestarán gran ayuda al mundo. La alternativa es interpretar esa reparación como un acto mediante el cual esa persona está fortaleciendo su self, posibilitando así la tolerancia de su destructividad inherente. Supongamos que ustedes bloquean la reparación de algún modo. Esa persona quedará incapacitada, hasta cierto punto, para responsabilizarse de sus impulsos destructivos y, desde el punto de vista clínico, el resultado será la depresión o una búsqueda de alivio mediante el descubrimiento de la destructividad en otra parte (o sea, utilizando el mecanismo de la proyección).

Concluiré esta breve exposición de un tema muy extenso enumerando algunas aplicaciones cotidianas del trabajo en que se funda lo dicho hasta aquí: a) La oportunidad de contribuir, de un modo u otro, ayuda a cada uno de nosotros a aceptar esa destructividad básica, vinculada con el amor, que es parte integral de nosotros mismos y que llamamos «comer».

b) Proporcionar esa oportunidad y ser perceptivo cuando alguien tiene momentos constructivos no siempre da resultado; es comprensible que así sea.

c) Si le damos a alguien esa oportunidad de contribuir, podemos obtener tres resultados: 1) Era exactamente lo que esa persona necesitaba.

2) El individuo da un uso falso a la oportunidad y sus actividades constructivas cesan, porque él siente que son falsas.

3) Si le ofrecemos una oportunidad a un individuo incapaz de acceder a su destructividad personal, lo sentirá como un reproche y el resultado será desastroso desde el punto de vista clínico.

d) Podemos utilizar las ideas aquí tratadas para obtener cierta comprensión intelectual acerca del modo en que actúa un sentimiento de culpa cuando está a punto de transformar la destructividad en constructividad. (Debo señalar que el sentimiento de culpa al que me refiero suele ser silencioso y no consciente. Es un sentimiento latente, anulado por las actividades constructivas. El sentimiento de culpa patológico, que se percibe como una carga consciente, es harina de otro costal.)

e) A partir de esto llegamos a comprender, en cierta medida, la destructividad compulsiva que puede aparecer en cualquier parte, pero que es un problema específico de la adolescencia y una característica constante de la tendencia antisocial. La destructividad, aun siendo compulsiva y engañosa, es más sincera que la constructividad, cuando ésta no se funda como corresponde en un sentimiento de culpa derivado de la aceptación de los propios impulsos destructivos, dirigidos hacia un objeto que se considera bueno.

f) Estas cuestiones se relacionan con los procesos importantísimos que se desarrollan (de manera poco discernible) cuando una madre y un padre proporcionan a su hijo recién nacido un buen punto de partida para su vida.

g) Por último, llegamos al fascinante y filosófico interrogantes ¿podemos comer nuestra torta y, al mismo tiempo, tenerla?

(1)Traducimos literalmente esta pregunta para que se note su nexo con la referencia al acto de «comer». Es un dicho popular inglés cuyo equivalente en español podría ser «no se puede oír misa y andar en la procesión».