Obras de S.Freud: A propósito de un caso de neurosis obsesiva (1909) Del historial clínico (parte III)

Ahora bien, se lo consigue situándolas dentro de un nexo temporal con el vivenciar del paciente, vale decir, explorando la primera emergencia de cada idea obsesiva y las circunstancias externas bajo las cuales suele repetirse. En el caso de ideas obsesivas que, como es tan frecuente, no alcanzan existencia duradera, el trabajo de solución se simplifica en consonancia. Es fácil convencerse de que tras descubrir el nexo de la idea obsesiva con el vivenciar del paciente, nuestra intelección obtiene pleno acceso a todo cuanto pueda restar de enigmático y digno de ser conocido en el producto patológico: su significado {Bedeutung; «intencionalidad»}, el mecanismo de su génesis, su descendencia de las fuerzas pulsionales psíquicas decisivas.
Empiezo con un ejemplo, que ofrece una particular trasparencia, del impulso suicida, muy
frecuente en nuestro enfermo; a poco andar, se analiza por sí solo ya en su exposición: Perdió
algunas semanas en el estudio a raíz de la ausencia de su dama, que había partido de viaje
para cuidar a su abuela gravemente enferma. En mitad del más ahincado estudio se le ocurrió:
«El mandamiento de presentarte en el primer plazo posible de examen dentro del semestre se
puede admitir. Pero, ¿qué pasaría si te viniese el mandamiento de cortarte el cuello con una
navaja de afeitar?». Al punto se dio cuenta de que tal mandamiento ya estaba promulgado, se
precipitó al armario para tomar la navaja de afeitar, y en eso se le ocurrió: «No, no es tan simple.
Tú tienes que viajar hasta allí {hinreisen} y matar a la anciana señora». Cayó al suelo
despavorido.
El nexo de esa idea obsesiva con el vivenciar está contenido aquí en el introito del informe. Su dama estaba ausente mientras él se empeñaba en estudiar para un examen a fin de poder unirse antes con ella. Así las cosas, mientras estudiaba lo asaltó la añoranza por la ausente, y el pensamiento sobre la razón de su ausencia. Y entonces sobrevino algo que en un hombre normal habría sido quizás una moción de despecho contra la abuela: «¡Justo ahora tenía que enfermarse la anciana, ahora que yo la añoro tan terriblemente!». Pues bien, en nuestro
paciente uno tiene que suponer algo parecido, pero mucho más intenso: un ataque de furia
inconciente que simultáneamente con la añoranza pudo vestirse en esta exclamación: «¡Oh,
me gustaría viajar hasta allí {hinreisen} y matar a la anciana que me roba a mi amada! ». A eso
sigue el mandamiento: «Mátate a ti mismo como autocastigo por semejantes concupiscencias
de furia y de muerte», y todo el proceso marcha, bajo el más violento afecto, en secuencia
invertida -el mandamiento de castigo adelante, al final la mención de la concupiscencia punibleen
la conciencia del enfermo obsesivo. No creo que este ensayo de explicación pueda parecer
forzado o haya dado cabida a muchos elementos hipotéticos.
Otro impulso, de más prolongada persistencia, a un suicidio por así decir indirecto no resultó tan
fácil de esclarecer porque pudo esconder su vínculo con el vivenciar tras una de las
asociaciones extrínsecas que tan chocantes aparecen a nuestra conciencia. Cierto día, durante
unas vacaciones veraniegas, le vino de pronto la idea de que era demasiado gordo {dick} y
debía adelgazar. Empezó a levantarse de la mesa antes de los postres, a correr por la calle sin
sombrero bajo el solazo de agosto y a subir luego los montes a paso de carga, hasta que debía
detenerse bañado en sudor. Por otra parte, una vez salió a la luz sin disfraz el propósito suicida
detrás de esta manía de adelgazar: encontrándose sobre una escarpada ladera, de pronto le fue
pronunciado el mandamiento de saltar abajo, lo cual le habría significado una muerte segura. La
solución de este actuar obsesivo sin sentido sólo se le ofreció a nuestro paciente cuando se le
ocurrió, de pronto, que por aquel tiempo también la dama amada se hallaba en ese lugar de
veraneo, pero en compañía de un primo inglés que se ocupaba mucho de ella y de quien él
estaba muy celoso. El primo se llamaba Richard y, como es de uso universal en Inglaterra, lo
llamaban Dick {en alemán, «gordo»}. Ahora bien, lo quería matar a este Dick, estaba mucho
más celoso y furioso contra él de lo que podía confesarse, y por eso se impuso como
autocastigo la pena de aquella cura de adelgazamiento. Por diferente que parezca este impulso
obsesivo del anterior mandamiento suicida directo, ambos comparten un rasgo sustantivo: su
génesis como reacción frente a una ira enorme, no aprehensible por la conciencia, contra una
persona que aparece como perturbadora del amor.
Pero otras representaciones obsesivas, orientadas también a la amada, permiten discernir un mecanismo y una descendencia pulsional diversos. En la época en que su dama estaba
presente en ese lugar de veraneo, además de aquella manía de adelgazamiento produjo toda
una serie de actividades obsesivas que, al menos en parte, se referían directamente a la
persona de ella. Cierta vez que viajaba con ella en un barco en tanto arreciaba un fuerte viento,
se vio obligado a constreñirla a que se pusiera la capa de él porque se le había plasmado el
mandamiento «que no te suceda nada». Era una suerte de compulsión {Zwang}
protectora que dio también otros frutos. En una oportunidad, estando juntos en medio de una
tormenta, le sobrevino la compulsión de tener contado hasta 40 o 50 entre rayo y trueno,
sin que acertara a entenderlo. El día que ella partió, él tropezó contra una piedra de la calle, y se
vio obligado a removerla porque le vino la idea de que dentro de unas horas el carruaje de ella
pasaría por la misma calle y podría dañarse con esa piedra, pero algunos minutos después se
le ocurrió que eso era un disparate, y se vio obligado a regresar y volver a poner la piedra otra
vez en su anterior lugar en medio de la calle. Tras la partida de ella, se apoderó de él una
compulsión de comprender que lo volvió insoportable para todos los suyos. Lo constreñía a
comprender con exactitud cada sílaba que alguien le dijera, como si de otro modo se le
escapase un gran tesoro. Así, preguntaba siempre: «¿Qué acabas de decir?». Y cuando se lo
repetían, él creía que la primera vez había sonado diferente, y quedaba insatisfecho.
Todos estos productos de la enfermedad dependen de un episodio que en ese tiempo
dominaba su relación con la amada. Cuando se despidió de ella en Viena antes del veraneo,
interpretó uno de sus dichos como si quisiera desmentirlo ante los circunstantes, lo cual lo hizo
muy desdichado. En el lugar de veraneo hubo oportunidad para declararse {franquearse}, y
entonces la dama pudo demostrarle que con aquellas palabras que él había entendido mal quiso
más bien preservarlo del ridículo. Esto le devolvió la dicha. La compulsión de comprender
contiene la más nítida referencia a ese episodio. Está plasmada como si él cavilase entre sí:
«Tras esta experiencia, nunca más tienes permitido entender mal a nadie si quieres ahorrarte
una pena superflua». Pero este designio no sólo es generalizado a partir de una ocasión única;
es también desplazado -quizás a causa de la ausencia de la amada- desde su muy estimada
persona a todas las demás personas de menor valor. Y, por otro lado, la compulsión no puede
proceder sólo de la satisfacción por el esclarecimiento que recibió de ella; es preciso que
exprese además otra cosa, puesto que desemboca en la duda insatisfactoria en torno de la
reproducción de lo escuchado.
Los restantes mandamientos obsesivos nos ponen sobre la pista de este diverso elemento. La
compulsión protectora no puede significar sino la reacción -arrepentimiento y penitencia- frente
a una moción opuesta, vale decir, hostil, que antes del esclarecimiento se había dirigido sobre la
amada. La compulsión de contar durante la tormenta se interpreta, en virtud del material
aportado, como una medida de defensa contra temores que significaban peligro de muerte. Por
los análisis de las representaciones obsesivas mencionadas primero, ya estamos preparados para estimar particularmente violentas, de la índole de la furia sin sentido, las mociones hostiles de nuestro paciente, y luego descubrimos que esta furia contra la dama presta su aporte a las formaciones obsesivas aun después de la reconciliación. En la manía de dudar si ha escuchado correctamente se figura la duda, de continuado efecto, sobre si esta vez ha entendido
correctamente a la amada y tiene derecho a tomar sus palabras como una prueba de su
inclinación tierna. La duda de la compulsión de comprender es una duda en cuanto al amor de
ella. En nuestro enamorado se embravece una lucha entre amor y odio dirigidos a la misma
persona, y esa lucha es figurada plásticamente en la acción obsesiva, también de significado simbólico, de remover la piedra del camino por donde ella ha de pasar y luego volver a deshacer ese acto de amor: reponer la piedra donde antes estaba, con el fin de que su carruaje tropiece y ella se haga daño. No comprenderemos bien esta segunda parte de la acción obsesiva concibiéndola sólo como un extrañamiento crítico respecto del obrar patológico, en cuya calidad esta segunda parte preferiría presentarse. Que también esta se consume bajo la sensación de la compulsión nos revela que es otra pieza del obrar patológico, que, empero, está condicionada por la oposición al motivo de la primera pieza.
Tales acciones obsesivas de dos tiempos, cuyo primer tempo es cancelado por el segundo, son de ocurrencia típica en la neurosis obsesiva. Desde luego, el pensar conciente del enfermo incurre en un malentendido respecto de ellas y las dota de una motivación secundaria: las racionaliza. Pero su significado real y efectivo reside en la figuración del conflicto entre dos mociones opuestas de magnitud aproximadamente igual, y, hasta donde yo he podido
averiguarlo, se trata siempre de la oposición entre amor y odio. Ellas reclaman un interés teórico
particular porque permiten discernir un nuevo tipo de la formación de síntoma. En vez de
llegarse, como acontece por regla general en la histeria, a un compromiso que contenta a
ambos opuestos en una sola figuración, matando dos pájaros de un tiro, aquí los dos
opuestos son satisfechos por separado, primero uno y después el otro, aunque no, desde
luego, sin que se intente establecer entre esos opuestos mutuamente hostiles algún tipo de
enlace lógico (a menudo violando toda lógica).
El conflicto entre amor y odio se anunciaba en nuestro paciente también mediante otros
indicios. En la época en que volvió a despertar su piedad religiosa, él se instituyó unas plegarias
que poco a poco le llegaron a tomar hasta una hora y media porque en las fórmulas piadosas
-Balaam invertido- se le inmiscuía siempre algo que las trastornaba hacia lo contrarío {ins
Gegenteil verkebren}. Por ejemplo, si decía «Dios lo proteja», el espíritu maligno añadía
rápidamente un «No». Una de esas veces le vino la idea de blasfemar, pues
entonces sin duda se colaría una contradicción; en esta ocurrencia se abrió paso la intención
originaria, reprimida {suplantada} por la plegaria. En semejante aprieto halló la solución de cortar
las plegarias y sustituirlas mediante una fórmula breve construida a partir de la mescolanza de
las letras o las sílabas iniciales de plegarias diferentes. Y luego la declaraba tan rápido que nada
podía metérsele entremedio {dazwischen fahren}.
Una vez me trajo un sueño que contenía la figuración del mismo conflicto en su trasferencia al
médico: Mi madre ha muerto. Quiere presentar sus condolencias, pero tiene miedo de producir
la risa impertinente que ya repetidas veces ha mostrado a raíz de casos luctuosos. Por eso
prefiere escribir una tarjeta con «p. c.», pero estas letras se le mudan, al escribirlas, en «p. f.».
La querella de sus sentimientos hacia su dama era demasiado nítida para que pudiera
sustraerse del todo a su percepción conciente, si bien es cierto que de las exteriorizaciones
compulsivas de esa querella tenemos derecho a inferir que él no poseía la estimación correcta
sobre la profundidad de sus mociones negativas. Diez años atrás, la dama había respondido
con un «No» a su primer cortejo. Desde entonces, y también dentro de su saber, alternaron
{wechseIn, «cambiaron de vía»} épocas en que creía amarla intensamente con otras en las que
sentía indiferencia hacía ella. Cuando en el curso del tratamiento debía dar un paso que lo
aproximaría a la meta del cortejo, su resistencia solía exteriorizarse primero en el
convencimiento de que en verdad no la quería tanto, convencimiento que por cierto era vencido
enseguida. Cierta vez que a ella una grave enfermedad la postró en cama, lo cual provocó la
más extrema simpatía de él, viéndola le irrumpió el deseo: «Que permanezca siempre así
yacente». El se interpretó esta ocurrencia mediante el sofístico malentendido de que sólo le
deseaba una enfermedad perpetua para librarse de la angustia de unos ataques repetidos de
enfermedad, que él no podía soportar. En ocasiones, su fantasía se ocupaba de
sueños diurnos que él mismo discernía como «fantasías de venganza» y de los cuales se
avergonzaba. Como creía que ella atribuiría gran valor a la posición social de un cortejante,
fantaseaba que ella se había casado (heiraten) con un alto funcionario. Entraba él entonces en
la misma oficina y progresaba allí mucho más que aquel, que pasaba a ser subordinado suyo.
Un día este hombre comete una acción prohibida. La dama cae a sus pies, lo conjura para que
salve a su marido. El se lo promete, le revela que sólo por amor a ella ha entrado en esa oficina,
porque ha previsto un momento así. Le dice que ahora, con la salvación de su marido, ha
cumplido su misión; que renuncia a su puesto.
En otras fantasías, cuyo contenido era hacerle un gran servicio, etc., sin que ella supiese que
era él quien se lo prestara, reconocía meramente la ternura, sin apreciar que el origen y
tendencia de su magnanimidad era reprimir {suplantar} la manía de venganza, siguiendo el
modelo del Conde de Montecristo, de Dumas. Por lo demás, confesó que en ocasiones estaba
bajo impulsos muy nítidos de hacerle algo a la dama por él admirada. Ellos callaban las más de
las veces en presencia de esta, y reaparecían en su ausencia.

El ocasionamiento de la enfermedad.
Un día, nuestro paciente mencionó al pasar un episodio en el que yo enseguida debí discernir el
ocasionamiento de la enfermedad, o al menos la ocasión reciente del estallido, unos seis años
atrás, de la enfermedad que todavía perduraba. El mismo no tenía vislumbre ninguna de que
acababa de presentar algo sustantivo; no podía acordarse de haber concedido valor a dicho
episodio, que por otra parte nunca había olvidado. Esta conducta reclama ser apreciada
teóricamente.
En la histeria es regla que las ocasiones recientes de la enfermedad sucumban a la amnesia lo
mismo que las vivencias infantiles con cuyo auxilio aquellas trasponen su energía de afecto en
síntomas. Toda vez que un olvido total sea imposible, el ocasionamiento traumático reciente
será empero roído por la amnesia y despojado al menos de sus componentes más sustantivos.
En esa amnesia vemos nosotros la prueba de la represión sobrevenida. En la neurosis
obsesiva sucede por lo general de otro modo. Es posible que las premisas infantiles de la neurosis sucumban a una amnesia -a menudo sólo incompleta-; en cambio, las ocasiones recientes de la enfermedad se encuentran conservadas en la memoria. La represión se ha servido aquí de otro mecanismo, en verdad más simple: en lugar de olvidar al trauma, le ha
sustraído la investidura de afecto, de suerte que en la conciencia queda como secuela un
contenido de representación indiferente, considerado inesencial. El distingo se sitúa en el
acaecer psíquico que podemos construir tras los fenómenos; el resultado del proceso es casi el
mismo, pues el contenido mnémico indiferente sólo rara vez es reproducido y no desempeña
papel alguno en la actividad de pensamiento conciente de la persona. Para distinguir entre
ambas variedades de la represión, en un primer abordaje sólo podemos emplear el
aseguramiento del paciente: tiene la sensación de haber sabido siempre lo uno, y de tener
olvidado lo otro desde hace Mucho tiempo.
Por eso, enfermos obsesivos que padecen de autorreproches y han anudado sus afectos a
ocasionamientos falsos, no es raro que hagan al médico la comunicación correcta, sin
vislumbrar que sus reproches están simplemente divorciados de esta última. La exteriorizan en
ocasiones con asombro o hasta con vanagloria: «Pero nada me importa de eso». Así sucedió
en el primer caso de neurosis obsesiva que hace muchos años me abrió el entendimiento de esa afección. El paciente, un funcionario público que padecía de innumerables escrúpulos, el mismo de quien he informado la acción obsesiva con la rama en el parque de Schönbrunn, me llamó la atención por el hecho. de entregarme siempre florines de papel limpios y tersos como pago por la consulta. (En aquel tiempo todavía no teníamos en Austria moneda de plata.) Al observarle yo que uno reconoce enseguida al funcionario por los florines flamantes que cobra de la Tesorería del Estado, me informó que los florines en modo alguno eran nuevos, sino que él los alisaba (los planchaba) en su casa. Se hacía una cuestión de conciencia de no entregar en la mano a nadie florines de papel roñosos; es que ahí se adherían las más peligrosas bacterias, podrían hacer daño al receptor. Ya en aquella época tenía yo una vislumbre insegura sobre el nexo de las neurosis con la vida sexual, y así me atreví a inquirir en otra ocasión al paciente cómo andaban las cosas en este punto. «¡Oh, todo en orden! -opinó sin reflexionar-. No padezco ninguna insuficiencia. En muchas casas de buena familia hago el papel de un amable tío viejo, y de ahí saco partido, de tiempo en tiempo, para convidar a una muchachita a una excursión campestre. Arreglo luego las cosas de suerte que perdamos el tren y debamos pernoctar en el campo. Después tomo siempre dos habitaciones, soy muy noble; pero cuando la muchacha se ha metido en la cama, me llego a ella y la masturbo con mis dedos». – Pero, ¿y no teme usted hacerles daño trabajándoles en sus genitales con su mano roñosa? – Aquí él se sulfuró: «¿Daño? ¿Qué podría hacerles daño? A ninguna le ha causado daño, a todas les pareció bien. Algunas de ellas ya están casadas y eso no las dañó en nada». – Tomó muy a mal mi objeción y no volvió nunca más. Ahora bien, sólo por un desplazamiento del afecto de reproche yo pude explicarme el contraste entre sus escrúpulos con los florines de papel y su
falta de miramientos para abusar de las niñas a él confiadas. La tendencia de este
desplazamiento era bien nítida; si él hubiera de dejar el reproche en su debido lugar, por fuerza
tendría que renunciar a una satisfacción sexual a la que probablemente era esforzado por
intensos determinantes infantiles. Mediante el desplazamiento, entonces, consigue una
considerable ganancia de la enfermedad.
Ahora debo entrar más en los detalles del ocasionamiento de la enfermedad de nuestro
paciente. Su madre había sido criada, como parienta lejana, en el seno de una familia rica que
explotaba una gran empresa industrial. Y su padre, simultáneamente con el casamiento, entró al
servicio de esa empresa y así, en verdad por su elección matrimonial, obtuvo un pasar bastante
bueno. Por recíprocas burlas entre sus padres -cuya relación conyugal era excelente-, el hijo
supo que algún tiempo antes de conocer a la madre, su padre había hecho la corte a una
muchacha pobre y linda, de familia modesta. He ahí la prehistoria. Tras la muerte del padre, la
madre comunicó un día al hijo que entre ella y sus parientes ricos se había hablado sobre el
futuro de él, y uno de los primos había expresado su buena disposición para entregarle una de
sus hijas cuando él terminara sus estudios; y que su vinculación con los negocios de la firma le
abriría brillantes perspectivas aun en su trabajo profesional. Este plan de la familia le encendió el
conflicto: si debía permanecer fiel a su amada pobre o seguir las huellas del padre y tomar por
esposa a la bella, rica y distinguida muchacha que le habían destinado. Y a ese conflicto, que en
verdad lo era entre su amor y el continuado efecto de la voluntad del padre, lo solucionó
enfermando; mejor dicho: enfermando se sustrajo de la tarea de solucionarlo en la realidad
objetiva.
La prueba de esta concepción reside en el hecho de que una pertinaz incapacidad para trabajar,
que le hizo posponer varios años la terminación de sus estudios, fuera el principal resultado de
la enfermedad. Ahora bien, aquello que es el resultado de una enfermedad está en el propósito
de ella; la aparente consecuencia de la enfermedad es, en la realidad efectiva, la causa, el
motivo de devenir enfermo.
Como bien se entiende, mi esclarecimiento no halló al comienzo aceptación alguna en el
paciente. Dijo no poder representarse semejante efecto del plan matrimonial; este, en su
momento, no le produjo la menor impresión. Pero en la ulterior trayectoria de la cura se vio
forzado, por un curioso camino, a convencerse de que mi conjetura era correcta. Con ayuda de
una fantasía de trasferencia vivenció como nuevo y presente lo que había olvidado del pasado, o
lo que sólo inconcientemente había discurrido en él. De un período oscuro y difícil en el trabajo
de tratamiento resultó, finalmente, que había designado como mi hija a una muchacha con
quien se topó en la escalera de mi casa. Ella excitó su complacencia, e imaginó que yo era tan
amable con él y le tenía tan inaudita paciencia sólo porque lo deseaba para yerno, a raíz de lo
cual elevó la riqueza y nobleza de mi casa hasta el nivel que tenía por arquetipo. Pero contra
esa tentación bregó en su interior el no extinguido amor por su dama. Después que hubimos
venc ido una serie de las más severas resistencias y los más enojosos insultos, no pudo
sustraerse del efecto convincente que producía la plena analogía entre la trasferencia
fantaseada y la realidad objetiva de entonces. Reproduzco uno de sus sueños de ese período
para dar un ejemplo del estilo de su figuración: El ve ante sí a mi hija, pero tiene dos emplastos
de excremento en lugar de los ojos. Para todo el que comprenda el lenguaje de los sueños, la
traducción resultará fácil: Se casa con mí hija, no por sus lindos ojos, sino por su dinero.
El complejo paterno y la solución de la idea de las ratas.
Del ocasionamiento de la enfermedad en sus años maduros, un hilo reconducía hasta la niñez
de nuestro paciente. Se encontró en una situación como aquella por la cual, según su saber o
su conjeturar, el padre había pasado antes de su propio matrimonio, y pudo identificarse con el
padre. Y aun de otro modo jugó el padre difunto dentro del enfermar reciente. El conflicto de la
enfermedad era en esencia una querella entre la voluntad del padre, de continuado efecto, y su
propia inclinación enamorada. Si tomamos en cuenta las comunicaciones que el paciente había
hecho en las primeras sesiones del tratamiento, no podemos rechazar la conjetura de que esa
querella ha sido antigua y primordial {uralt} y ya se planteó en los años infantiles del enfermo.
Según todas las noticias, el padre de nuestro paciente fue un hombre de excelentes dotes.
Antes de casarse había sido suboficial, y como precipitado de ese fragmento de su vida había
conservado francas maneras de soldado, así como tina predilección por las expresiones rudas.
Además de las virtudes que el epitafio suele proclamar para cada quien, lo singularizaban un
cordial humor y una bondadosa indulgencia hacia sus prójimos; y por cierto no contradecía este
carácter, sino que más bien constituía su complemento, que pudiera ser brusco y violento, cosa
que a sus hijos, mientras fueron pequeños y díscolos, les valió en ocasiones muy sensibles
reprimendas. Cuando estos crecieron, se diferenció de otros padres en que no pretendió
elevarse a la altura de una autoridad inatacable, sino que con benévola franqueza los hizo
consabedores de los pequeños yerros y faltas de su vida. El hijo por cierto no exageraba al
declarar que se habían tratado como los mejores amigos, salvo en un único punto. Era fuerza
que se debiera a ese solo punto que el pensamiento de la muerte del padre ocupara al pequeño
con intensidad inhabitual y abusiva, que tales pensamientos añoraran en el texto de sus ideas
obsesivas infantiles, que pudiera desear esa muerte para que cierta niña, enternecida por la
compasión, le mostrara cariño.
No se puede poner en duda que en el ámbito de la sexualidad algo se interponía entre padre e
hijo, y que el padre había entrado en una neta oposición con el erotismo del hijo, tempranamente
despertado. Varios años después de la muerte del padre, se le impuso al hijo, cuando por
primera vez experimentó la sensación de placer de un coito, esta idea: «¡Pero esto es
grandioso! A cambio de ello uno podría matar a su padre». Esto es, al mismo tiempo, eco e ilustración de sus ideas obsesivas infantiles. Por lo demás, poco antes de su muerte el padre había tomado directamente partido contra la inclinación que después sería dominante en
nuestro paciente. Notó que buscaba la compañía de aquella dama y se lo desaconsejó con
estas palabras: que no era prudente y que sólo conseguiría ponerse en ridículo.
A estos puntos de apoyo, cabalmente certificados, se agrega otro si nos volvemos a la historia
del quehacer sexual onanista de nuestro paciente. En este ámbito hay una oposición, no
valorizada todavía, entre las opiniones de los médicos y de los enfermos.Todos estos están de
acuerdo en proclamar al onanismo, por el cual entienden la masturbación de la pubertad, como
raíz y fuente primordial de todo su padecer; los médicos en general no saben a qué atenerse
sobre esto, pero bajo la impresión de la experiencia de que también la mayoría de las personas
que después serán normales se han masturbado un tiempo durante la pubertad, se inclinan
predominantemente a condenar como sobrestimaciones groseras lo que los enfermos indican.
Yo opino que también en esto los enfermos llevan más razón que los médicos. Aquellos
vislumbran así una intelección correcta, mientras que estos corren el riesgo de descuidar algo
esencial. Sin duda que la situación no es tal como los enfermos querrían comprender su tesis, a
saber, que debiera responsabilizarse por todas las perturbaciones neuróticas al onanismo de la
pubertad, que casi se diría típico. La tesis requiere interpretación. Hela aquí: El onanismo de los
años de pubertad no es realmente otra cosa que el refrescamiento del hasta hoy siempre
desdeñado onanismo de la infancia, que alcanza su apogeo casi siempre hacia los 3, 4 o 5
años; y es esta, en verdad, la expresión más nítida de la constitución sexual del niño, en la cual
también nosotros buscamos la etiología de las posteriores neurosis. Entonces, bajo este
disfraz, los enfermos inculpan propiamente a su sexualidad infantil, y en ello tienen entera razón.
En cambio, el problema del onanismo es insoluble si s~ lo quiere concebir como una unidad
clínica, olvidando así que constituye la descarga de los más diversos componentes sexuales y
de las fantasías por estos alimentadas. La nocividad del onanismo es sólo en mínima parte
autónoma, o sea, condicionada por su propia naturaleza. En lo principal coincide por completo
con la significación patógena de la vida sexual. El hecho de que tantos individuos toleren sin
daño el onanismo (vale decir, cierta extensión de ese quehacer) nos enseña solamente que en
ellos la constitución sexual y el decurso de los procesos de desarrollo ha consentido el ejercicio
de la función bajo las condiciones culturales, mientras que otros individuos, a consecuencia de
una constitución sexual desfavorable o de un desarrollo perturbado, enferman a raíz de su
sexualidad, o sea, no pueden llenar sin inhibiciones y formaciones sustitutivas los requisitos
para la sofocación y sublimación de los componentes sexuales.
La conducta onanista de nuestro paciente era muy llamativa; no desarrolló ningún onanismo en
la pubertad [en medida apreciable; y así, según ciertas expectativas, habría tenido títulos para
permanecer exento de neurosis. En cambio, el esfuerzo hacia el quehacer onanista emergió en él en su 21º año, poco tiempo después de la muerte de su padre. Quedaba muy avergonzado
tras cada satisfacción y pronto volvió a abjurar de ellas. Desde entonces, el onanismo sólo
añoró en raras y muy singulares ocasiones. Lo convocaban momentos particularmente
hermosos que vivenciara, o pasajes particularmente bellos que leyera. Por ejemplo, una
hermosa siesta de verano, cuando en el centro de Viena oyó soplar soberbiamente {el cuerno} a
un postillón, hasta que un guardia se lo vedó, pues estaba prohibido soplar dentro de la ciudad.
O bien cuando otra vez leyó en Poesía y verdad cómo el joven Goethe, en un arrebato de
ternura, se libró del efecto de una maldición que una celosa había echado sobre la que besara
sus labios después de ella. Durante mucho tiempo, como supersticiosamente, Goethe se había
dejado disuadir por aquella maldición, pero en ese momento rompió el hechizo y besó con
efusión a su amor.

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