Obras de Winnicott: Diagnóstico educacional 1946

Diagnóstico educacional 1946

¿QUE COSAS ÚTILES puede decirle un médico a un maestro? Evidentemente no puede enseñarle a enseñar, y nadie desea que un maestro adopte una actitud terapéutica con los alumnos. Los alumnos no son pacientes. Por lo menos, no lo son en relación con el maestro mientras reciben instrucción. Cuando un médico examina el campo de la educación, no tarda en plantearse una pregunta: todo el trabajo de un médico se basa en el diagnóstico; ¿qué corresponde a esa práctica médica en el campo de la enseñanza? El diagnóstico es tan importante para un médico que algunas escuelas han mostrado una tendencia a dejar de lado el tema de la terapia, o a relegarlo a un rincón donde queda fácilmente olvidado. En esta fase de la formación médica, que alcanzó su culminación hace dos o tres décadas, la gente hablaba con entusiasmo sobre una nueva etapa en la educación médica, en la que la terapia sería la principal materia de estudio. Ahora se nos ofrecen métodos terapéuticos notables: penicilina, cirugía segura, inmunización con la difteria, etc., y el público cree que con ello la práctica de la medicina ha mejorado, sin pensar que esos mismos progresos amenazan el fundamento de la buena medicina, que es el diagnóstico exacto. Si un individuo está enfermo y febril y al administrársele un antigripal mejora en pocos días, cree que ha sido bien atendido, pero desde el punto de vista sociológico su caso es una tragedia, porque el médico se libra así de la necesidad de hacer un diagnóstico, gracias a la respuesta del paciente a una droga administrada a ciegas. El diagnóstico sobre base científica es el elemento más precioso de nuestra herencia médica, y distingue la profesión médica de los curanderos, los osteópatas, y todas las otras personas que consultamos cuando deseamos una curación instantánea. La pregunta es, ¿qué vemos cuando analizamos la profesión docente que corresponda a este asunto del diagnóstico? Es muy posible que esté equivocado, pero me siento obligado a decir que veo muy poco en la enseñanza que constituya un verdadero equivalente del diagnóstico meditado de los médicos. En mi trato con la profesión docente me he sentido a menudo preocupado por la forma en que la masa general de niños es educada sin un diagnóstico previo. Acuden a la mente excepciones obvias, pero creo que, en general, la afirmación es válida. En cualquier caso, quizás sea útil que un médico manifieste qué podría ganarse, en su opinión, si se utilizara algo equivalente a un diagnóstico en el mundo de la enseñanza. En primer lugar, ¿qué es lo que ya se está haciendo en este sentido? El diagnóstico aparece en toda escuela en un determinado aspecto: si un niño es objetable, existe la tendencia a librarse de él, sea por expulsión o alejándolo mediante una presión indirecta. Ello quizás sea conveniente para la escuela, pero es malo para el niño, y casi todos los maestros estarán de acuerdo con que lo mejor es que esos chicos sean eliminados al comienzo, cuando la Comisión o el Director «lamenta no poder aceptar ningún alumno en este momento». Sin embargo, resulta en extremo difícil que un director tenga la certeza de que, al negarse a admitir los casos dudosos, no está eliminando al mismo tiempo criaturas particularmente interesantes. Si hubiera un método científico para seleccionar alumnos, sin duda se lo emplearía. Existen métodos científicos para medir la inteligencia disponible, el Cociente de Inteligencia (C. I.). Los diversos tests son bien conocidos y se utilizan en escala creciente, aunque a veces se los emplea con el fin de obtener resultados para los que nunca estuvieron destinados. El Cociente de Inteligencia puede resultar valioso en ambos extremos de la escala. Resulta útil saber por medio de esos tests cuidadosamente preparados que un niño que no tiene un buen rendimiento escolar es capaz de lograr una actuación promedio, comprobando así que son sus dificultades emocionales las que lo retrasan, cuando no se trata de una falla en el método de enseñanza; también resulta útil saber que un niño está tan por debajo del promedio intelectual ,que casi seguramente no puede aprovechar la educación planeada para niños de inteligencia normal. En el caso de los defectuosos mentales, el diagnóstico es por lo común evidente antes de someterlos a un test. Existe una aceptación general en el sentido de que la existencia de escuelas especiales para los retrasados, y de centros ocupacionales para los muy retrasados, constituye una parte esencial de cualquier plan educacional. Hasta aquí todo muy bien. El diagnóstico se lleva a cabo en la medida en que se dispone de métodos científicos. Sin embargo, casi todos los maestros sienten como algo natural que sus clases incluyan alumnos inteligentes y menos inteligentes, y se adaptan naturalmente a las necesidades variables de sus alumnos, siempre y cuando las clases no sean demasiado numerosas como para impedirles realizar una labor personal. Lo que preocupa a los maestros no es tanto la capacidad intelectual variable de sus alumnos como sus necesidades emocionales variables. Incluso con respecto a la enseñanza, algunos niños se benefician con el hecho de tener que tragarse las cosas, mientras que otros sólo aprenden siguiendo su propio ritmo y a su manera, casi en secreto. Con respecto a la disciplina, los grupos varían enormemente y no es posible establecer reglas generales. La bondad puede ser eficaz en una escuela y fracasar en otra: libertad, bondad y tolerancia pueden tener resultados tan nefastos como una atmósfera de rigidez. Y existe además la cuestión relativa a las necesidades emocionales de las diversas clases de niños: la confianza en la personalidad del maestro y los sentimientos maduros y primitivos que se desarrollan en los niños hacia la persona del maestro. Todos estos factores varían, y aunque el buen maestro corriente se ingenia para distinguirlos, a menudo persiste una sensación de que es necesario negar a unos pocos chicos lo que obviamente necesitan, en beneficio de todos los demás, que se verían perturbados si la escuela se adaptara a las necesidades especiales de uno o dos de ellos. Estos son problemas serios que preocupan permanentemente a los maestros, y la sugestión que podría hacer este médico es la de que, sobre la base del diagnóstico, se podría hacer más de lo que se hace actualmente. Quizás la dificultad radique en que aún no se ha elaborado una clasificación adecuada. Las sugestiones que siguen podrían resultar útiles. En cualquier grupo de niños hay miembros, cuyos hogares son satisfactorios y otros cuyos hogares no lo son. Como es natural, los primeros utilizan sus hogares para su desarrollo emocional. En su caso, la parte más importante de las pruebas y el acting out se realiza en el hogar, donde los progenitores pueden y quieren asumir la responsabilidad. Los niños acuden a la escuela para agregar algo a su vida; quieren aprender lecciones. Aunque el aprendizaje sea tedioso, necesitan unas cuantas horas diarias de trabajo que los capacitarán para aprobar los exámenes, lo cual puede llevarlos eventualmente a trabajar en algo similar a las ocupaciones de sus progenitores. Esperan que se organicen juegos, ya que ésto no puede hacerse en el hogar, pero el juego en el sentido corriente de la palabra es algo que pertenece al hogar y marca el límite de la vida hogareña. En contraste, los otros niños acuden a la escuela con otros propósitos; llegan con la idea de que la escuela podrá quizás proporcionarles lo que su hogar no les dio. No van a la escuela a aprender, sino a encontrar un hogar. Esto significa que buscan una situación emocional estable en la que puedan ejercitar su propia labilidad emocional, un grupo del que puedan llegar a formar parte gradualmente, y que pueda ser puesto a prueba en cuanto a su capacidad para soportar la agresión y tolerar las ideas agresivas. ¡Cuán extraño resulta que estas dos clases de niños se encuentren en la misma aula! Sin duda, tendría que ser posible contar con distintos tipos de escuelas, no al azar, sino por planeamiento, adaptadas a estos agrupamientos diagnósticos extremos. Según su temperamento, los maestros resultan más adecuados para uno u otro tipo de manejo. El primer grupo de niños requiere una enseñanza propiamente dicha, con el acento puesto en la instrucción escolar, y la enseñanza más satisfactoria se logra precisamente con niños que viven en sus propios hogares satisfactorios (o con buenos hogares’ a los que pueden regresar, en el caso de alumnos pupilos). Por el otro lado, los niños sin hogares satisfactorios necesitan una vida escolar organizada con personal adecuado, comidas regulares, supervisión de la ropa, manejo de las modalidades infantiles y de sus extremos de sometimiento y negativa a cooperar. Aquí el acento recae sobre el manejo. En este tipo de tarea, los maestros deberían elegirse, teniendo en cuenta la estabilidad del carácter, o a causa de sus propias vidas privadas satisfactorias, y no por su capacidad para enseñar aritmética. Esto no puede hacerse excepto en grupos pequeños, si hay demasiados chicos al cuidado de un maestro, ¿cómo es posible conocer personalmente a cada uno, cómo pueden tomarse las medidas necesarias para realizar cambios permanentes, y cómo puede un maestro discriminar entre estallidos maníacos, inconscientemente determinados, y la puesta a prueba más consciente de la autoridad? En los casos extremos, es necesario proporcionar a esos niños una alternativa para la vida hogareña en la forma de un albergue, como única manera de que la escuela pueda realizar una instrucción efectiva. En los albergues pequeños existe una enorme ventaja por el hecho de que, debido al tamaño del grupo, es posible manejar completamente a cada niño durante un largo período de tiempo en forma individual y a través de un personal constante y reducido. La relación entre el personal y lo que queda de la vida hogareña de cada niño, constituye por sí misma un asunto difícil y absorbente, que demuestra una vez más la necesidad de evitar los grupos numerosos en el manejo de estos niños. Naturalmente, en la selección de las escuelas privadas existe una discriminación de este tipo, pues hay toda clase de escuelas, y todo tipo de maestros y maestras, y gradualmente, a través de entidades o de comentarios, los padres prácticamente hacen su propia clasificación, y los chicos ingresan a escuelas adecuadas. Sin embargo, en el caso de las escuelas estatales, la cuestión es muy distinta. El estado debe actuar de una manera relativamente ciega. Es necesario proporcionar instrucción a los niños en el vecindario en que viven, y resulta difícil pensar en alguna manera de que haya bastantes escuelas en cada vecindario para satisfacer esas demandas extremas. El estado puede percibir la diferencia entre un retardado mental y un niño inteligente, y tomar nota de la conducta antisocial, pero la aplicación de un distingo tan sutil como el que existe entre los niños que provienen de buenos hogares y los que no están en esas condiciones, resulta en extremo difícil. Si el estado intenta separar los buenos hogares de los malos, se cometerán errores muy burdos que a su vez incidirán sobre los padres especialmente buenos, que no son convencionales y a quienes no les interesan las apariencias. A pesar de estas dificultades, parecería útil llamar la atención sobre este problema. Los extremos a veces ilustran provechosamente las ideas. Resulta fácil decir que un niño que es antisocial y cuyo hogar ha fracasado por un motivo u otro, necesita un manejo especial, y esto puede ayudarnos a comprender que los llamados niños «normales» ya pueden dividirse entre aquellos cuyos hogares son eficaces, y para quienes la educación es un agregado deseado, y aquellos que esperan de la escuela las cualidades esenciales que faltan en su hogar. El problema se torna aún más complejo, debido a que algunos de los niños que podrían clasíficarse entre los que carecen de un buen hogar, en realidad tienen un buen hogar, cuyas cualidades no pueden aprovechar, debido a sus propias dificultades personales. Muchas familias con varios hijos tienen uno que resulta imposible manejar en el hogar. Con todo, se justifica simplificar las cosas y establecer un distingo entre los niños, cuyos hogares pueden manejarlos y aquellos cuyos hogares no pueden hacerlo, con el fin de ilustrar un problema. En un desarrollo ulterior de este tema sería necesario hacer un nuevo distingo entre los niños cuyos hogares han fracasado después de un buen comienzo y aquellos que jamás fueron introducidos en forma personal, congruente y satisfactoria al mundo, ni siquiera en la primera infancia. Junto con estos últimos, se clasificarían los niños cuyos padres podrían haberles proporcionado estas cosas si algo no hubiera interrumpido el proceso, como una operación, una permanencia prolongada en el hospital, una madre que tuvo que alejarse repentinamente del niño a causa de una enfermedad, etcétera. He tratado de demostrar en pocas palabras que la enseñanza podría basarse, como ocurre con la buena práctica médica, en el diagnóstico. He elegido sólo un tipo de clasificación, con el fin de aclarar lo que quiero decir. Ello no significa que no haya otras formas, y quizás más importantes, de clasificar a los niños. La clasificación según la edad y el sexo ha sido, sin duda muy discutida entre los maestros. Una clasificación ulterior podría basarse provechosamente en los tipos psiquiátricos. ¡Cuán extraño resulta enseñar a niños retraídos y preocupados junto con los extrovertidos y aquéllos cuyos valores están a la vista! ¡Cuán extraño parece proporcionar la misma enseñanza a un niño que pasa por una fase depresiva y a otro que ya muestra un estado de ánimo más despreocupado! ¡Cuán extraño tener una misma técnica para el control de la excitación genuina y para el manejo de la oscilación contradepresiva, efímera e inestable, o la elación! Desde luego, los maestros se adaptan intuitivamente, y también adaptan sus métodos de enseñanza, a las diversas y variables condiciones que encuentran. En cierto sentido, esta idea de una clasificación y un diagnóstico ya es vieja. Con todo, se sugiere aquí que la enseñanza debería estar oficialmente basada en el diagnóstico, tal como ocurre con la buena práctica médica, y que la comprensión intuitiva por parte de los maestros particulares talentosos no basta para la profesión en general. Esto reviste particular importancia en vista de la extensión del planeamiento estatal, que siempre tiende a interferir el talento individual y a producir un incremento cuantitativo de la teoría y la práctica aceptadas.

Donald Winnicott, 1896-1971