Obras de Winnicott: Dos niños adoptados (1953)

Dos niños adoptados (1953)

Muchos de mis lectores ya estarán familiarizados con los problemas prácticos que plantea la adopción, mucho más de lo que yo podré llegar a estarlo alguna vez. Por otro lado, la índole de mi trabajo, que abarca ya dos décadas de práctica psicoanalítica y pediátrica, me ha dado una comprensión teórica particular. No intentaré trazar un amplio panorama del tema del desarrollo emocional, que comprende cosas tales como la búsqueda del self propio, la maduración gradual de cada individuo y los cambios en la gravitación de los factores externos que llevan a la socialización, ni ocuparme de la vasta área de la naturaleza humana. Tampoco es mi propósito entrar en detalles teóricos. A veces resulta difícil, quizá por motivos legales, hacer el seguimiento de los casos de adopción, pero en este aspecto mi condición de médico particular, así como perteneciente a lo que solía llamarse un «hospital de voluntarios», me dio la oportunidad de ser consultado durante un largo período por padres que habían adoptado niños. Intentaré apoyarme en esta clase de experiencia y apenas haré otra cosa que presentar los casos de dos niños, Peter y Margaret, adoptados por la misma familia. :dio obstante, quiero destacar que la teoría siempre estuvo en el trasfondo, permitiéndome evaluar lo que yo o los padres hicimos de forma intuitiva y para mantener el sentido de las proporciones, además de habilitarme a aplicar esa maravillosa herramienta terapéutica a la que se refiere el lema «El tiempo todo lo cura». Debo mencionar que ambos padres adoptivos habían estudiado psicología y habían tenido análisis personales. Antes de empezar a relatar la historia humana, quisiera darles algunos indicadores; al final haré un breve resumen teórico. En primer lugar, si la adopción marcha bien, la historia humana que se desarrolla es común, y si queremos entender los problemas especiales de la adopción tenemos que estar primero familiarizados con los trastornos y los retrocesos de las historias humanas comunes en su infinita variación. El segundo indicador es que, por más que una adopción tenga éxito, siempre habrá (y creo que siempre debe haber) algo distinto de lo habitual tanto para los padres como para el niño. Por ejemplo, para el hijo hay una modificación de su sentido de obligación que le puede provocar dificultades en un momento posterior. Los niños no tienen que agradecerles a sus padres biológicos por haberlos concebido, aunque de hecho pueden echarles la culpa de ello. Pueden presumir que sus padres experimentaron algo muy valioso para ellos en todo el lapso que llevó al momento de concebirlos. Con los niños adoptados no ocurre lo mismo. Pueden expresarlo de muy distintas maneras, pero lo cierto es que los padres biológicos que los concibieron son para ellos desconocidos e inaccesibles, y con sus padres adoptivos la relación real no puede llegar a los niveles más primitivos de su capacidad de relacionarse. En algunos casos, cuando hay problemas, este rasgo se torna tan importante que una vez que los hijos adoptivos llegan a la adultez se empeñan en indagar el tema de su origen, y no se satisfacen hasta haber encontrado a uno de sus padres reales, o a ambos. Esto no se da en el caso de los dos niños a quienes voy a describir, aunque sólo pueda mencionar los fenómenos de superficie. Ambos son ahora adultos y les va bien, pero si contáramos con un conocimiento íntimo de uno u otro, es probable que descubriésemos que quedaron problemas sin resolver. En este sentido, es de interés el siguiente fragmento de una carta dirigida a la madre adoptiva por una de las más íntimas amigas de Margaret: «No recuerdo una sola situación en la que Margaret se refiriera con tristeza, o amargura, o confusión, al hecho de haber sido adoptada.[ …]. No creo que a Margaret la haya ‘preocupado’ ser adoptada, como tal, pero en los últimos seis años, más o menos, hay algunas cosas que la preocuparon y otras que la hicieron desdichada, como sucede con todas las adolescentes, y tal vez el hecho de haber sido adoptada la volvió más sensible. […] Ella les pertenece a Frank y a usted de forma tan irrevocable que, creo, no tiene ninguna curiosidad acerca del aspecto de la adopción. De todas las personas adoptadas que conozco, me parece que Margaret es la que da la más fuerte impresión de no serlo, o sea de no ser consciente de serlo. Sé que ambas nos convertimos por momentos en seres exasperantes (… ]ambas nos pasamos cavilando sobre las inequidades cometidas por nuestros padres, pero en lo fundamental no nos preocupan.» El tercer claro indicador es que mucho depende de la historia del bebé previa a la adopción. Esto me impacta tanto que soy sumamente crítico de las leyes y de las costumbres en materia de adopción que impliquen demoras; además, pienso que si hubo embrollo en los primeros días y semanas de la infancia, el bebé debe ser forzosamente una carga y los padres adoptivos tienen que estar bien al tanto. Esto explica que las adopciones dispuestas con poca habilidad (por los médicos, verbigracia) suelen tener poco éxito. Yo mismo me he entretenido en esto. Lo cierto es que si bien los padres aceptan naturalmente los resultados de sus propias fallas en el manejo temprano de sus hijos (y a menudo deben producirse fallas relativas), ¿aceptarán tan fácilmente las fallas que no son de ellos, y tolerarán la carga correspondiente a una falla ambiental previa a la adopción, de la cual no pueden hacerse responsables? En el caso de los dos niños que voy a describir, verán que el primero, Peter, tuvo un buen comienzo, y la mayoría de las dificultades que se atravesaron en su manejo fueron problemas humanos corrientes. La segunda criatura, Margaret, tuvo un mal comienzo, y las dificultades que se atravesaron se asemejaron mucho más al tipo de las que pueden predecirse en el momento de la adopción. Por eso es que divido los problemas de la adopción en dos amplias categorías: en una están los problemas correspondientes simplemente al hecho de la adopción, que pueden estar presentes aunque no originen angustia; en la otra, las complicaciones resultantes del manejo deficiente del bebé antes de la adopción. De la primera podemos hablar en términos generales, y sus principios se aplican a todos los casos; en la segunda hay evidentemente una gran variación según los casos. Mediante el estudio de la historia temprana, si la conocemos, podemos predecirles a los padres sustitutos qué grado de dificultades habrán de encontrar y de qué índole serán los problemas del manejo de la criatura. Si al disponer una adopción conocemos la historia inicial del niño y el grado de embrollo ambiental que debió de complicar las primeras etapas de su desarrollo emocional, estamos en condiciones de ver con antelación hasta qué punto se demandará de los padres adoptivos que le ofrezcan al niño un tratamiento terapéutico, más que los cuidados comunes. Estos problemas se conectan mucho con la psicología del niño deprivado, y si la historia temprana no fue suficientemente buena respecto de la simplicidad ambiental, la madre sustituta no se lleva consigo un niño sino un caso, y al convertirse en madre se convierte en terapeuta de un niño deprivado. Puede tener éxito, si la terapia que le ofrece es exactamente la que el niño precisa, pero en todo momento lo que ella hace como madre y lo que el padre hace como padre, y lo que ambos hacen juntos, tendrá que ser hecho con mayor deliberación, con más conocimiento de lo que se está haciendo, y repetidas veces en lugar de una sola, dado que la terapia se introdujo como una complicación del buen manejo común y corriente. Otro punto obvio es que, por el hecho de que la adopción tiene que ser tan a menudo una terapia, en el sentido a que me he referido, es aún más importante que los padres adoptivos se ocupen de su hijo hasta el fin, más que en el caso de los padres comunes. Quiero decir que si el niño común es mucho más enriquecido por la experiencia de que en su propio hogar se ocupen de él hasta que llega al estado adulto, en el caso del niño adoptado si el hogar se quiebra por algún motivo, lo que falla no es tanto su enriquecimiento como su terapia, y el resultado probable es una enfermedad del niño, especialmente una que se organiza sobre lineamientos antisociales. Lo fundamental que quiero decirles es recordarles (aunque no necesiten que nadie se los recuerde) que cuando plantan un niño en medio de unos padres, no se trata de ofrecerles meramente una pequeña distracción, sino que alteran toda su vida. Si todo sale bien, pasarán los próximos veinticinco años resolviendo el enigma que ustedes les han planteado. Por supuesto, si las cosas no salen bien -y a menudo tendrán que salir mal-, ustedes los habrán involucrado en la difícil tarea de la decepción y la tolerancia de la falla. En el caso de estos dos niños, Peter y Margaret, todo salió bien en definitiva, o sea hasta la fecha. Peter En 1927, en los primeros tiempos de la adopción legal, una mujer acudió a la Sociedad de Adopción para elegir una criatura. Esta mujer, que de niña siempre había tenido una gran familia y había estado rodeada de cariño, era ahora maestra de profesión, culta e inteligente. A los 40 años se casó con un abogado, un hombre de excepcional capacidad, muy culto, varios años menor que ella, de contextura delgada. A los 48 años, como no había tenido hijos propios, decidió adoptar uno o dos niños. De inmediato eligió a un varoncito notablemente sano y simpático; pero aunque este bebé era hijo ilegítimo, no estaba disponible, ya que pertenecía a una de las empleadas del hogar de adopción, que lo cuidaba y amamantaba personalmente. Decepcionada, la mujer se retiró sin ninguna criatura, pero al poco tiempo la madre del bebé que había elegido se dio cuenta de que era incapaz de ofrecerle un buen hogar, y se hicieron los arreglos para que fuese adoptado por esta pareja. Se comentaba que el niño era excepcionalmente fuerte. Su presunto padre había sido un viajante de comercio de muy buen físico. Tenía diez meses cuando lo adoptaron, se acostumbró en seguida y se desarrolló de forma muy natural, sólo que llegó a ser un niño inusualmente fuerte. Cuando tenía algo más de dos años, su progreso se vio interrumpido por el hecho de que el padre contrajo una neumonía, y la madre cayó enferma de gripe. El médico del lugar les dijo que convenía apartar al niño por el riesgo de que se contagiase, y al principio lo enviaron con unos amigos que vivían cerca de su casa. Esto resultó satisfactorio, pero luego debieron trasladarlo a casa de una tía, donde comenzó a mostrar cansancio, así que lo enviaron a que lo atendiera una enfermera pública que conocían. El niño estaba contento con ella, pero en medio de las comidas comenzaba a llorar a mares mientras decía: «¿Dónde se fue?». (Repárese en que había desaparecido la palabra «mamá».) Cuando su madre adoptiva finalmente fue a buscarlo, él al verla no quiso ir con ella; ella lo tomó y no le exigió nada, simplemente lo dejó que apoyara la cabeza en su hombro y llorase. En la casa, el niño mostró de forma indirecta lo que le había estado pasando. Había oído a un corderito balar, y la mamá le decía: «El corderito perdió a su mamá, pero pronto la encontrará». Agregó: «Yo no lloré». Les cuento todo esto para mostrarles cuán sano era este niño y cómo era su hogar adoptivo. Con el tiempo, cuando Peter tuvo 8 años, lo enviaron a la escuela. Creció hasta convertirse en un joven fuerte, reservado y parco en sus muestras de cariño. Le costaba volver a su casa al final de cada período lectivo y no quería que lo visitaran en la escuela. Nunca disfrutaba de los juegos colectivos y cuando creció pasaba el tiempo en el taller mecánico y en la granja de la escuela. Los padres se preguntaron durante mucho tiempo si su inclinación por las cosas mecánicas sería más fuerte que la que tenía por los animales y todo lo que crecía. Peter no tenía amigos y le desagradaba recibir visitas los días feriados. En la escuela se consideraba que no tenía problemas. Su caligrafía era siempre desprolija, aunque los trabajos escolares que preparaba en la casa eran pasables. El coeficiente de inteligencia obtenido en la escuela fue de 115, pero el que se obtuvo con procedimientos más cuidadosos en el Instituto Nacional de Psicología Industrial dio en reiteradas ocasiones 138. De vez en cuando, la escuela informaba que se lo veía demasiado seguro de sí mismo y que en general se combinaban en él el cuidado y la decisión de un modo muy satisfactorio; también comentaba que era equilibrado, dueño de sí mismo y que tenía sentido del humor. Mostraba un enorme interés por sus aficiones y se dedicaba a ellas con gran energía. No manifestaba interés en las chicas de E : escuela mixta. A los 16 años vino a verme a raíz de dificultades de aprendizaje y mala caligrafía. En ese entonces era cuando más fuerza física evidenciaba, y los padres debieron aceptar que este chico, pese a ser tan inteligente, no debía dedicarse a estudios académicos. Pude comprobar que el deseo del muchacho de ser mecánico no podía trasladarse a una carrera de ingeniero, la que implicaba tareas de oficina y con tableros de dibujo. Podía caer fácilmente en el temor hacia su propia fuerza. Cuando terminó la escuela y recibió su diploma, los padres, estimulados por mi consejo, lo dejaron ser mecánico. Entró como aprendiz en talleres del ferrocarril y al principio se aburría haciendo cosas que ya había hecho en la escuela. Me preocupé especialmente de que estuviera bajo las órdenes de alguien más fuerte que él. Gracias a una carta que escribí, el muchacho fue trasladado al taller de máquinas antes de lo que él mismo había supuesto, e hizo progresos de inmediato. En esa época vivía junto con un capataz retirado; entre ambos cocinaban y hacían las tareas hogareñas, y se tenían gran cariño. Creo que esto fue importante en esa etapa. Todos coincidíamos en que el muchacho necesitaba planear su vida, incluso en todos sus detalles, pero necesitaba el apoyo que sólo podían brindarle quienes tuvieran un conocimiento más amplio del mundo. Al poco tiempo adquirió una motocicleta y volvía a su casa los fines de semana. Más adelante volvió todas las noches; en esa época su gran hobby era el cuidado del jardín. Después de unos años, pasó a una importante empresa de ingeniería en la región central del país, y ahí trabajó en los seminarios de investigación y conoció a la chica con la que luego habría de casarse. No contó nada de esto en la casa, pero la madre sospechó que algo estaba pasando porque venía a su casa con menos frecuencia. Un día, el muchacho, que era hombre de pocas palabras, preguntó indirectamente si podía traer a su novia al hogar. La chica había tenido una niñez desdichada al cuidado de una tía con quien no simpatizaba, así que los padres de Peter tendrían que afrontar el casamiento. No quería «ni iglesia, ni líos, quiero que sea un día común y corriente; de lo contrario me sentiré muy mal». Y así, con una ceremonia mínima, este hijo de un conocido y respetado abogado se casó en el Registro Civil sin otras personas presentes que los testigos. La nueva pareja les escribió «Gracias por el agradable fin de semana que pasamos» y una semana después se fueron de luna de miel. Hoy viven en una casa rodante, para comprar la cual Peter les pidió dinero prestado a sus padres pero se lo devolvió escrupulosamente. Está dirigiendo la construcción de su casa propia. Tienen una beba de dos años, hacia la cual Peter muestra una actitud un poco extraña. Dice: «Seré duro con ella durante la crianza. Cuando yo era pequeño, me cuidaron demasiado». No se sabe de dónde sacó esta idea, salvo que su madre era quizá demasiado ansiosa y a veces frustrante. De niño había sido cariñoso hasta que fue a la escuela. En ese momento su madre dejó de besarlo porque obviamente a él no le gustaba. Nunca les decía «gracias» y debieron soportarlo, pero ahora que está casado todo eso cambió, muestra francamente su gratitud y escribe largas cartas a sus padres. Tenemos, pues, a un hombre sólido, de 26 años, marido y padre, ingeniero calificado, muy responsable de sus propios asuntos. Se preguntarán cuándo se le dijo al niño que había sido adoptado. Creo que fue cuando tenía unos tres años. Había preguntado por los bebés y se le contestó; la madre le dijo: «Sabes, tú has venido del interior de otra persona, no de mí. Yo me hice cargo de ti porque tu mamá real no podía cuidarte». Pareció aceptarlo sin inconvenientes, y unos días más tarde, al ver una copia del cuadro de La Gioconda en la pared, preguntó: «¿Ésa fue la señora que me llevó adentro de ella?». (Su expresión oral siempre había sido buena.) Tras unos días, trató intensamente de hacerle decir a su madre adoptiva que él había venido de su interior, pero aparte de esto nunca hizo referencia a su adopción. Los padres dicen estar seguros de eso.

Continúa en ¨Dos niños adoptados (1953), segunda parte¨