Obras de Winnicott: El niño de cinco años (1962)

El niño de cinco años (1962)

Se dice que cierta vez, en un tribunal de justicia, un docto juez afirmó, refiriéndose a un niño de casi cinco años cuyos padres se habían separado: «Los niños de esa edad son notablemente flexibles». No me propongo criticar esa opinión, pero sí plantear esta pregunta: ¿son los niños de cinco años de verdad notablemente flexibles? Pienso que la flexibilidad es un producto del crecimiento y la madurez, y que en ningún momento del desarrolla de un niño se puede decir que éste es flexible. La flexibilidad implicaría que podemos esperar obediencia por parte del niño sin poner en peligro el crecimiento de su personalidad y la formación de su carácter.
En cambio, se podría argumentar que en la etapa de los cinco años algunos rasgos especiales hacen aconsejable mantener una cuidadosa vigilancia sobre la confiabilidad ambiental. Son precisamente estos rasgos especiales los que deseo considerar aquí.
Los padres ven crecer a sus hijos, y se sienten sorprendidos. Todo es tan lento y, sin embargo, todo ocurre de manera tan repentina. Eso es lo más notable. Pocas semanas antes tenían un bebé, que de pronto empezó a gatear, y hoy tiene cinco años y mañana irá a la escuela. En pocas semanas prácticamente habrá empezado a trabajar.
Tenemos aquí una contradicción interesante: el tiempo transcurrió lenta y rápidamente a la vez. En otros términos, en tanto los padres veían las cosas desde el punto de vista del niño, el tiempo permaneció prácticamente inmóvil, o bien comenzó así y empezó a transcurrir en forma gradual. La idea de eternidad surge desde las huellas mnémicas de nuestra infancia antes de que comenzara el tiempo. Pero cuando damos el salto y tenemos nuestras propias experiencias adultas, comprendemos que cinco años son prácticamente nada.
Esto ejerce un curioso efecto sobre la relación entre lo que los padres y el niño recuerdan. Aquellos tienen un claro recuerdo de lo que sucedió un mes antes, y comprueban con sorpresa que su hijo de cinco años ha olvidado la visita de una tía o la llegada de un nuevo perrito. Recuerda algunas cosas, incluso muy tempranas, especialmente si ha oído hablar sobre ellas, y utiliza las leyendas familiares que aprende, casi como se refirieran a alguna otra persona o a personajes de un libro. Tiene más conciencia de sí mismo y del tiempo presente y, a la vez, ha aprendido a olvidar. Ahora tiene un pasado, y un indicio de cosas semi-olvidadas. Su osito descansa en el fondo de un cajón y ya no recuerda cuán importante fue en algún momento, salvo cuando de pronto, vuelve a necesitarlo.
Podríamos decir que está saliendo de un vallado: comienzan a aparecer brechas en los muros, y los cercos se adelgazan; y, antes de que nadie alcance a darse cuenta, el niño está afuera. No le resulta fácil volver a entrar o sentir que lo ha hecho, a menos que esté cansado o enfermo, momentos en que el medio restablece el vallado en beneficio propio.
La madre y el padre, la familia, la casa y el patio, las imágenes, los olores y los ruidos familiares, constituían ese vallado, que también corresponde a la etapa de inmadurez del niño, su confianza en la confiabilidad de los padres, y la naturaleza subjetiva del mundo infantil. Dicho aliado representaba una prolongación natural de los brazos maternos que lo rodeaban cuando era un bebé. La madre se adaptó profundamente a las necesidades del niño y luego gradualmente se «desadaptó», a medida que el bebé podía comenzar a disfrutar de las experiencias nuevas e inesperadas. Y así, puesto que los niños no son en realidad muy parecidos entre sí, la madre comprueba que ha construido un vallado para cada uno de los hijos. Y de allí precisamente emerge el niño
ahora, listo para una clase distinta de grupo, un nuevo tipo de recinto, por lo menos durante unas pocas horas por día. En otras palabras, el niño irá a la escuela.

Wordsworth se refirió a este cambio en su «Ode on the Intimations of Immortality»:
Heaven lies about us in our infancy,
Shades o f the prison-house begin to Glose
Upon the growing boy…
Sin duda, el poeta comprendía que el niño percibe el nuevo vallado, en contraste con el bebé, que no tiene conciencia de su dependencia.
Desde luego, para esa época los padres ya han puesto en marcha el proceso por el hecho de recurrir a un jardín de infantes. Un buen jardín de infantes ofrece. a un grupo pequeño de chicos oportunidades para jugar, juguetes apropiados y, quizás, un piso más cómodo, adecuado para sus actividades del que tienen en su casa; y siempre hay alguien para supervisar los primeros experimentos del niño en la vida social, tales como golpear a otro chico en la cabeza con una palita.
La escuela primaria a los cinco años
Pero el jardín de infantes no es muy distinto del hogar, pues también proporciona algo especializado. La escuela que vamos a considerar ahora es distinta. La escuela primaria puede ser buena o no tanto pero en ningún caso se adaptará en la misma medida que el jardín de infantes ni será tan especializado, salvo quizás al comienzo. En otras palabras, el niño deberá adaptarse, tendrá que adecuarse a lo que se espera de todos los alumnos. Si está listo para tal empresa, es mucho lo que puede ganar de esta nueva experiencia.
Sin duda, los padres habrán reflexionado mucho sobre la forma de manejar ese tremendo cambio en la vida de su hijo. Habrán conversado sobre la escuela y, además, el niño ya ha jugado a ir a la escuela y espera con impaciencia el momento de ampliar los fragmentos de instrucción que la madre, el padre y otras personas ya le han proporcionado.
Pero siempre surgen dificultades en esta etapa, ya que los cambios ambientales deben adecuarse a los que el crecimiento provoca en el niño. He tenido mucha experiencia con los problemas inherentes a esta edad, y diría que, en la gran mayoría de estos casos, el trastorno no es profundo, y no existe una verdadera enfermedad. Las dificultades tienen que ver con el hecho de que no todos los niños están en las mismas condiciones y a veces, una diferencia de pocos meses tiene consecuencias muy importantes. Un niño que cumple años en noviembre puede estar «tascando el freno» a la espera de que se lo admita, mientras que otro, nacido en agosto, ingresa a
la escuela uno o dos meses antes, de que esté listo para hacerlo. En general, algunos niños se internan sin vacilar en aguas profundas, mientras otros permanecen temblorosos junto a la orilla y no se animan a zambullirse. De paso, alguno de los más audaces retroceden de pronto después de meter un pie en el agua y vuelven al interior de la madre y se niegan a salir del vallado familiar durante días o semanas. Los padres llegan a saber a cuál de estos tipos pertenece su hijo, y hablan con los maestros, que están acostumbrados a todo esto, y se limitan a esperar que llegue el momento propicio. Lo esencial es comprender que salir del vallado es, a la vez, excitante y atemorizante, que, cuando el niño está afuera, le resulta espantoso no poder regresar, y también que la vida es una larga serie de vallados que dejar atrás y de riesgos nuevos y excitantes que enfrentar.

Algunos niños tienen dificultades personales que les impiden dar nuevos pasos, y quizás los padres necesiten ayuda si el transcurso del tiempo no soluciona el problema o si aparecen otras indicaciones de enfermedad.
Pero podría ocurrir que una madre, incluso la mejor de las madres, determine en cierto sentido las dificultades de su hijo para dar ese nuevo paso. Algunas madres actúan en dos niveles. En uno de ellos (¿el superior>) desean sólo una cosa: que su hijo crezca, que salga del vallado, asista a la escuela y enfrente al mundo. En otra capa, supongo que más profunda y no verdaderamente consciente, no pueden aceptar la idea de «soltar» a su hijo. En este estrato más profundo, donde la lógica no cuenta demasiado, la madre no puede renunciar a eso tan apreciado que es su función materna; se siente más maternal mientras el bebé depende de ella que cuando,
debido al crecimiento, el hijo llega a disfrutar del hecho de sentirse independiente y desafiante.
El niño percibe claramente todo esto. Aunque se siente feliz en la escuela, regresa anhelante a su casa; prorrumpe en alaridos cada mañana cuando debe atravesar las puertas de la escuela. Siente pena por su madre, porque sabe que ella no puede soportar la idea de perderlo, y que, por su misma naturaleza, no está en ella alejarlo. Al niño todo le resulta más fácil si la madre puede experimentar alegría al verlo partir y al verlo regresar.
Muchas personas, incluyendo a las mejores, se sienten deprimidas por momentos o casi constantemente.
Experimentan un vago sentimiento de culpa acerca de algo impreciso y se preocupan por sus
responsabilidades. La vivacidad del niño en el medio hogareño constituía un tónico permanente. El bullicio del niño, incluso su llanto, algo así como un signo de vida, algo tranquilizador. Las personas deprimidas sienten que quizás han dejado morir algo, algo precioso y esencial. Llega el momento en que el niño debe ir a la escuela, y entonces la madre comienza a temer el vacío en su hogar y en sí misma, la amenaza de un sentimiento interno de fracaso personal que puede llevarla a buscar una preocupación sustitutiva. Si la encuentra, no habrá lugar para el niño cuando éste regrese de la escuela, o bien tendrá que luchar para recuperar el lugar central que ocupa en la vida de la madre. Esta lucha puede hacerse más importante para él que la escuela, y el resultado habitual es el abandono de la escuela, pero ansía volver a ella y su madre anhela que su hijo sea como los otros niños.
O quizás sea el padre el que complica las cosas de alguna manera similar, y entonces el niño quiere ir a la escuela pero no puede hacerlo. Y también hay otros motivos para el fracaso escolar, pero no los enumeraremos aquí.
Conocí a un niño que, en esta etapa, desarrolló una pasión por atar objetos con un piolín. Se pasaba el día atando los almohadones al sofá y las sillas a las mesas, de modo que resultaba precario moverse por la casa.
Quería mucho a su madre, pero nunca estaba seguro de recuperar un lugar central en su vida, porque ella se deprimía con facilidad cuando él la abandonaba, y no tardaba en reemplazarlo con alguna otra cosa que le provocaba inquietud o zozobra.
A las madres de este tipo quizás les resulte útil saber que estas cosas ocurren a menudo. Quizás se alegren de que su hijo sea sensible a sus sentimientos y a los de otras personas, pero lamentan que su ansiedad inexpresada, e incluso inconsciente, haga que el niño sienta pena por ellas y no pueda salir del vallado. Quizás la madre ya haya tenido antes una experiencia similar con el niño: por ejemplo, quizás le resultó difícil destetarlo. Puede haber llegado a reconocer un cierto patrón en la renuencia del niño a dar nuevos pasos o a explorar lo desconocido. En cada una de estas etapas, existía la amenaza de perder la dependencia del niño con respecto a ella. La madre participaba en el proceso por el cual su hijo lograría independencia y una actitud personal ante la vida y, aunque veía las ventajas que ello podía significar, no pudo manejar la situación en forma adecuada. Existe una muy estrecha relación entre este estado vagamente depresivo, esta preocupación con ansiedades indefinidas, y la capacidad de una mujer para dedicar toda su atención a un niño. Supongo que
la mayoría de las mujeres viven en el límite entre la preocupación y la zozobra.
Las madres pasan por infinitas agonías, y es mejor que los niños no se vean envueltos en ellas. Ya tienen bastante con las propias. En realidad, disfrutan de sus propias agonías, como de sus nuevas habilidades, de una visión más amplia y de la felicidad.
¿Qué es lo que Wordsworth llama «las sombras de la prisión? En mi terminología, es el cambio que tiene lugar en el pequeño que vive en un mundo subjetivo y se convierte en un niño mayor que vive en un mundo de realidad compartida. Si es objeto de cuidados suficientemente buenos, el bebé tiene al comienzo un control mágico del medio, y recrea nuevamente el mundo, incluso a su madre y al picaporte. A los cinco años, el niño se ha vuelto en gran medida capaz de percibir a la madre tal como es, de reconocer un mundo de picaportes y
otros objetos que existían antes de él, y de aceptar el hecho de la independencia precisamente en el momento en que se vuelve verdaderamente independiente. Todo es cuestión de elegir el momento adecuado, y la mayoría de las madres lo hacen a la perfección. De una manera u otra, la gente siempre lo hace.

Otras complicaciones
Hay muchas otras formas en que la vida puede afectar a los niños de esa edad. Ya mencioné el osito que un niño atesora; también puede aficionarse a otro objeto especial. Este objeto, que en algún momento fue una frazadita, un trozo de tela, una chalina de la madre o una muñeca de trapo, se volvió importante para él antes o después del primer cumpleaños y, sobre todo, en los momentos de transición, como cuando el niño se despierta. Su importancia es inmensa; el trato que recibe es abominable, e incluso tiene mal olor. Pero es una suerte que el niño utilice este objeto y no a la madre misma, el lóbulo de su oreja o su cabello.
Este objeto une al niño con la realidad externa o compartida; forma parte tanto del niño como de la madre. Un niño puede no utilizar este objeto durante el día, mientras que otro lo lleva consigo a todas partes. A los cinco años quizás siga siendo necesario, pero muchos pueden ocupar su lugar: las historietas, una gran variedad de juguetes, duros y blandos, y toda una vida cultural que enriquece la experiencia que el niño tiene de la vida.
Con todo, quizás surjan dificultades cuando el niño comienza a ir a la escuela, y es necesario que la maestra proceda lentamente y no excluya dicho objeto de la clase desde el comienzo. Este problema casi siempre se resuelve por sí solo en pocas semanas. Diría que el niño lleva consigo ala escuela parte de la relación con la madre que data de la etapa de dependencia infantil y de la muy temprana infancia, de la época en que apenas comenzaba a reconocer a la madre y al mundo como algo distinto del self.
Si las ansiedades relativas a la vida escolar se resuelven, el niño podrá dejar ese objeto en su casa cuando parte hacia la escuela y, en cambio, llevará en el bolsillo un camioncito o una pequeña locomotora, así como caramelos y pastillas; y la niña se ingeniará de alguna manera, retorciendo su pañuelo o quizás escondiendo un diminuto muñeco en una caja de fósforos. De cualquier manera, los niños siempre pueden recurrir a succionarse el pulgar o a comerse las uñas si las cosas se ponen muy difíciles. Por lo común, renuncian a todo a medida que su confianza aumenta. Aprendemos a esperar que los niños manifiesten ansiedad con respecto a todo lo que les impide seguir formando parte integral de la madre y del hogar, a lo que los obliga a pertenecer
al enorme y ancho mundo. Y la ansiedad puede manifestarse como una reaparición de los patrones infantiles que, por fortuna, siguen estando allí para tranquilizar al niño. Dichos patrones se convierten en una suerte de autopsicoterapia que conserva su eficacia porque la madre está viva y al alcance del niño, y porque representa permanentemente un vínculo entre el presente y las experiencias infantiles de las que esos patrones constituyen reliquias.
Poscripto
Quisiera agregar algo más. Los niños suelen sentirse desleales si disfrutan de la escuela y de la posibilidad de olvidarse de la madre durante unas pocas horas. Por lo tanto, experimentan una vaga ansiedad cuando vuelven al hogar, o bien postergan el regreso sin saber por qué. La madre que tiene algún motivo para estar enojada con su hijo, no debe elegir ese momento para expresarlo. Quizás ella también experimente fastidio porque el niño la olvidó, y debe vigilar sus propias reacciones frente a los nuevos acontecimientos. Convendría que no se enojara porque el niño derramó tinta sobre el mantel hasta que ambos hayan restablecido el contacto. Estas situaciones no ofrecen mayores dificultades sí sabemos qué es lo que ocurre. Crecer no es nada fácil para el niño, y para la madre suele constituir un proceso sumamente doloroso.