Winnicott: La agresión

La agresión

– 1939 – EL AMOR Y EL ODIO constituyen los dos principales elementos a partir de los cuales se elaboran todos los asuntos humanos. Tanto el amor como el odio implican agresión. La agresión, por otro lado, puede ser un síntoma del miedo. Sería una tarea muy compleja examinar a fondo los puntos de esta afirmación preliminar, pero es posible decir algunas cosas relativamente simples sobre la agresión, y dentro de los alcances de este trabajo. Comienzo con un supuesto, un supuesto que no todos consideran justificado; todo el bien y el mal que se puede encontrar en el mundo de las relaciones humanas ha de encontrarse en el corazón del ser humano. Llevo el supuesto aún más lejos y afirmo que en el niño hay amor y odio de plena intensidad humana. Si se piensa en términos de lo que el niño está organizado para soportar, se llega fácilmente a la conclusión de que el amor y el odio no son experimentados con mayor violencia por el adulto que por el niño pequeño. Si se acepta todo esto, se deduce que basta observar al ser humano adulto, al niño o al bebé, para comprobar que el amor y el odio existen en ellos; pero si el problema fuera tan simple, no habría problema. De todas las tendencias humanas, la agresión, en particular, está oculta, disfrazada, desviada, atribuida a factores externos, y cuando aparece siempre resulta difícil encontrar sus orígenes. Los maestros conocen las urgencias agresivas de sus alumnos, sean latentes o manifiestas, v cada tanto se ven obligados a enfrentar estallidos agresivos o niños agresivos. Mientras escribo esto alcanzo a escuchar estas palabras: «Debe sufrir de una energía superflua que no está bien canalizada». (Escribo esto sentado en el parque de una escuela donde los maestros realizan una reunión, y parte de sus palabras llegan hasta mis oídos.) Aquí se percibe que la energía instintiva que está encerrada constituye un peligro potencial para el individuo y la comunidad, pero cuando se trata de aplicar esa verdad surgen complicaciones reveladoras de que todavía queda mucho por aprender sobre los orígenes de la agresividad. Una vez más, la charla de los maestros llega hasta mí: ‘. ..¿y saben lo que hizo el último trimestre? Me trajo un ramito de violetas, y casi me dejo engañar, pero después supe que las había robado del jardín vecino. `Dad al César…’, dije. ¡Incluso roba dinero y les compra caramelos a los otros chicos…!» Desde luego, aquí no se trata de una simple agresión. La niña desea sentir afecto hacia los demás, pero no tiene mayores esperanzas al respecto. Quizá lo logre por un momento si la maestra o los otros chicos se dejan engañar, pero para ser digna de amor debe conseguir algo de una fuente exterior a sí misma. Para comprender las dificultades de una niña como ésta debemos comprender sus fantasías inconscientes. Es aquí donde podemos estar seguros de encontrar la agresión que origina su sentimiento de desesperanza y, por ende, que indirectamente provoca su actitud antisocial. Pues la conducta agresiva de los niños que llega a la atención de un maestro nunca es una cuestión de mera emergencia de instintos agresivos primitivos. No es posible construir alguna teoría útil de la agresividad infantil partiendo de esa premisa falsa. Antes de examinar la fantasía, buscaremos la agresión primaria que aparece en las relaciones externas. ¿Cómo podemos acercarnos a ella? Desde luego, debemos estar preparados para descubrir que nunca podemos ver desnudo el odio que sabemos existe en el corazón humano. Incluso el niño pequeño que nos quiere hacer saber que le gusta dejar caer ladrillos, sólo nos informa de ello porque en ese momento se da la actividad general de construir una torre con ladrillos, y en ella puede ser destructivo sin sentirse desesperanzado. Un niño bastante tímido de 4 años tiene ataques durante los cuales se muestra completamente irrazonable. Le grita a la niñera, a la madre o al padre, «¡Les v-v-voy a q-q-quemar l-la c-c-c-casa! ¡Les v-v-voy a a-a-arrancar l-las e-entrañas!» Quienes no están familiarizados con estos ataques los consideran sumamente agresivos, y originalmente lo fueron. Mágicamente destruyen. Pero, con el correr del tiempo, el niño ha llegado a reconocer que la magia fracasa, y ha transformado los ataques agresivos en orgías en las que goza lanzando invectivas con la boca. Ese trabajo oral con las consonantes es terrible, pero no hay ninguna violencia real. Pero él realmente lastima a los padres cuando no puede disfrutar de los regalos que ellos le hacen. Y la agresión es efectiva cuando se lo lleva a un picnic, por ejemplo, pues debido a su conducta exasperante quienes lo rodean quedan agotados. Agotar a los padres es algo que el niño más pequeño puede hacer. Al principio los cansa sin saberlo; luego espera que disfruten de ese cansancio; finalmente lo hace cuando está enojado con ellos. Un niño de 2 años y medio fue traído a mi consultorio porque, aunque en otros sentidos es una criatura modelo, «de pronto se pone a morder a la gente, incluso hasta hacerla sangrar». A veces arranca mechones de cabello a quienes se ocupan de él, o arroja tazas y platos sobre el piso. Cuando pasa el ataque, se siente triste por lo que ha hecho. Sucede que el niño sólo lastima a quienes ama. Principalmente, lastima a su abuela materna, una inválida, a quien habitualmente cuida como si fuera un adulto, acomodándole la silla y ocupándose en general de sus necesidades. Aquí hay algo bastante parecido a la agresión primaria, pues el niño está constantemente estimulado por la madre y la abuela, y éstas sienten (acertadamente, según mi criterio) que el niño muerde «sólo cuando está excitado y simplemente no sabe qué hacer al respecto». Esa fugaz visión de la agresión primaria a esa edad no es muy común. El remordimiento que sigue a los ataques habitualmente asume la forma de proteger eficazmente a la gente de todo daño real. En un análisis se encontraría que los ataques de este niño encierran algo más que agresión primaria. Alentado por este éxito parcial, pasemos al pequeño bebé. Si un bebé se dispusiera a lastimar sin límite, no podría causar mucho daño real. ¿Puede entonces el bebé mostrarnos la agresión? desnuda De hecho, esto no se comprende claramente. Es bien sabido que los bebés muerden el pecho de la madre, incluso hasta hacerlo sangrar. Con las encías pueden producir pezones agrietados, y cuando aparecen los dientes ya cuentan con un elemento que les permite causar mucho daño. Una madre me dijo: «Cuando me trajeron a la nena se abalanzó sobre mi pecho en forma salvaje, me apretó los pezones con las encías y me hizo salir sangre. Me sentí deshecha y aterrorizada. Necesité mucho tiempo para recuperarme del odio que se despertó en mi contra la pequeña bestia, y creo que ése fue un motivo importante por el que ella nunca logró una verdadera confianza en el alimento bueno». He aquí el relato de una madre que revela su fantasía, tanto como lo que puede haber ocurrido en realidad. Cualquiera haya sido la actitud real de este bebé, no cabe duda de que la mayoría de los niños no destruyen el pecho que se les ofrece, aunque tenemos pruebas de que desean hacerlo e incluso de que creen destruirlo al mamar. Lo corriente es que en el curso de doscientas o trescientas mamadas muerdan menos de una docena de veces. Y muerden principalmente cuando están excitados y no cuando están frustrados. Conozco un bebé, que al nacer ya había cortado un incisivo inferior, por lo que podría haber lastimado seriamente el pezón, que sufrió de una inanición parcial en su intento de proteger al pecho de todo daño. En lugar de morder el pecho, el bebé utilizaba la parte interior del labio inferior, lo cual le provocó una lastimadura. Parecería que en cuanto aceptamos que el bebé puede y necesita dañar, debamos admitir la existencia de una inhibición de los impulsos agresivos que tiende a proteger lo que el bebé ama y que, por lo tanto, corre peligro. Al poco tiempo de nacer, los bebés varían en cuanto al grado en que muestran u ocultan la expresión directa de los sentimientos, y constituye en cierta medida un consuelo para las madres de bebés siempre enojados y gritones el hecho de que el bebé buenito y dócil que duerme cuando no come, y come cuando no duerme, no necesariamente está estableciendo un mejor fundamento para la salud mental. Evidentemente, es valioso para el bebé experimentar rabia con frecuencia a una edad en que no necesita sentir remordimiento. Enojarse por primera vez a los dieciocho meses debe ser algo verdaderamente aterrador para el niño. Si es verdad, entonces, que el niño tiene una enorme capacidad para la destrucción, también es cierto que tiene una enorme capacidad para proteger lo que ama de su propia destrucción, y la principal destrucción siempre existe en su fantasía. Lo que conviene observar con respecto a esta agresividad instintiva es que, si bien no tarda en convertirse en algo que resulta posible movilizar al servicio del odio, originalmente forma parte del apetito, o de alguna otra forma de amor instintivo. Es algo que aumenta durante la excitación, y su ejercitación resulta altamente placentera. Quizás la palabra avidez exprese más claramente que cualquier otra la idea de fusión original de amor y agresión, aunque el amor aquí está limitado al amor oral. Creo que hasta ahora he descrito tres cosas. Primero, hay una avidez teórica, o amor-apetito primario, que puede ser cruel, dañino, peligroso, pero que lo es por azar. La finalidad del niño es la gratificación, la tranquilidad de cuerpo y espíritu. La gratificación trae paz, pero el niño percibe que al gratificarse pone en peligro lo que ama. Normalmente llega a una transacción, y se tolera considerable gratificación sin permitirse ser demasiado peligroso. Pero, en cierta medida, se frustra, de modo que debe odiar alguna parte de sí mismo,a menos que pueda encontrar algo fuera de él que lo frustre y que soporte el odio. Segundo, se llega a una separación entre lo que puede lastimar y lo que tiene menos posibilidades de lastimar. Por ejemplo, es posible disfrutar del morder independientemente de amar a la gente, mordiendo objetos que no pueden sentir. En esta forma, es posible aislar los elementos agresivos del apetito y reservarlos para cuando el niño está enojado, y eventualmente movilizarlos para combatir la realidad externa que se percibe como mala. Nuestra búsqueda de la agresión desnuda a través del estudio del niño ha fracasado en parte, y debemos tratar de aprovechar nuestro fracaso. Ya indiqué los motivos de nuestro fracaso, al mencionar la palabra fantasía. La verdad es que al proporcionar una descripción muy detallada de la conducta de un bebé o un niño debemos dejar de lado por lo menos la mitad, pues la riqueza de la personalidad es en gran parte un producto del mundo de las relaciones internas que el niño construye todo el tiempo a través del dar y tomar psíquicos, algo que tiene lugar permanentemente y que es paralelo al dar y tomar físicos fácilmente observables. La parte principal de esta realidad interna, un mundo que se siente como ubicado dentro del cuerpo o de la personalidad, es inconsciente, excepto en la medida en que el individuo pueda aislarla y separarla de los millones de expresiones instintivas que contribuyen a determinar su cualidad. Vemos ahora que se trata de un campo para la acción de las fuerzas destructiva que aún no hemos explorado, un campo dentro de la personalidad del niño, y aquí sin duda podemos encontrar (en el curso del psicoanálisis, por ejemplo) las fuerzas buenas y malas en su máxima expresión. Poder tolerar todo lo que uno puede encontrar en la propia realidad interna constituye una de las más grandes dificultades humanas, y una finalidad humana importante consiste en establecer una relación armoniosa entre las propias realidades interna y externa. Sin tratar de profundizar en el origen de las fuerzas que luchan por predominar dentro de la personalidad, puedo señalar que cuando las fuerzas crueles o destructivas amenazan con predominar sobre las amorosas, el individuo debe hacer algo para salvarse, ‘y una de las cosas que hace es volcarse hacia afuera, dramatizar el mundo interior, actuar el papel destructivo mismo y conseguir que alguna autoridad externa ejerza control. El control puede establecerse en esta forma, en la fantasía dramatizada, sin ahogar en exceso los instintos, mientras que la otra posibilidad, el control interior, debería aplicarse en forma general, y el resultado sería un estado de cosas conocido clínicamente como depresión. Cuando existen esperanzas con respecto a las cosas interiores, la vida instintiva es activa, y el individuo puede disfrutar del uso de sus urgencias instintivas, incluyendo las agresivas, para reparar en la vida real lo que ha dañado en la fantasía. Esto constituye la base del juego y el trabajo. Puede observarse que, al aplicar la teoría, uno está limitado por el estado del mundo interior de un niño, en cuanto a la posibilidad de ayudarlo a lograr la sublimación. Si la destrucción es excesiva e inmanejable, es posible lograr muy poca reparación y nada podemos hacer por ayudarlo. Todo lo que le queda al niño por hacer es negar la paternidad de las fantasías malas o bien dramatizarlas. La agresividad, que ofrece un serio problema de manejo para el maestro, es casi siempre esa dramatización de la realidad interna cuya maldad impide tolerarla. A menudo implica un abandono de la masturbación o de la explotación sensual que, cuando tienen éxito, proporcionan un vínculo entre la realidad externa y la interna, entre los sentidos corporales y la fantasía (aunque la fantasía es principalmente inconsciente). Se ha señalado que hay una relación entre renunciar a la masturbación y el comienzo de la conducta antisocial (mencionada hace poco por Anna Freud en una conferencia inédita), y la causa de esa relación ha de encontrarse en el intento del niño por lograr que una realidad interna demasiado terrible como para ser reconocida se relacione con la realidad externa. La masturbación y la dramatización proporcionan métodos alternativos, pero cada uno fracasa en su objetivo, porque el único vínculo verdadero es la relación entre la realidad interna y las experiencias instintivas originales que la construyeron. Sólo el tratamiento psicoanalítico puede encontrar esa relación, y como la fantasía es demasiado terrible para ser aceptada y tolerada no puede utilizarse en la sublimación. Los individuos normales hacen lo que los anormales sólo pueden hacer mediante el tratamiento analítico, esto es, modificar su yo interno mediante nuevas experiencias de incorporación y producción. Encontrar maneras seguras de ubicar lo malo constituye un problema constante para niños y adultos. Gran parte se dramatiza y se maneja (falsamente) a través de una preocupación por el manejo de elementos físicos que proceden del cuerpo. Otro método utiliza los juegos o el trabajo que involucran una acción distintiva susceptible de ser disfrutada, con el consiguiente alivio en lo relativo al sentimiento de frustración e injusticia: un niño que pega trompadas o patea una pelota se siente mejor gracias a eso, en parte porque disfruta golpeando y pateando, y en parte porque inconscientemente siente (falsamente) que ha expulsado lo malo a través de los puños y los pies. Una niña que anhela tener un bebé, en cierta medida anhela la certeza de que ha introyectado algo bueno, que lo ha conservado, y que algo bueno se desarrolla en su interior. Necesita esa certeza (aunque sea falsa) debido a sus sentimientos inconscientes en el sentido de estar vacía o llena de cosas malas. Su agresión es lo que le da esas ideas. También ella, desde luego, busca la paz que cree poder obtener si se gratifica instintivamente, lo cual significa que teme a los elementos agresivos de su apetito que amenazan con dominarla si se la frustra durante la excitación. La masturbación puede ayudar en el segundo caso, pero no en el primero. De todo esto se deduce que el odio o la frustración ambiental despierta reacciones manejables o inmanejables en el individuo, de acuerdo con la cantidad de tensión que ya existe en la fantasía inconsciente personal del individuo. Otro método importante para manejar la agresión en la realidad interna es el masoquista, mediante el cual el individuo consigue experimentar sufrimiento, lo cual le permite expresar agresión, recibir un castigo, aliviarse así de los sentimientos de culpa y disfrutar de excitación y gratificación sexuales. Este problema está fuera del tema que consideramos. En segundo lugar, existe el manejo de la agresión provocada por el miedo, la versión dramatizada de un mundo interior demasiado terrible. La finalidad de la agresión es encontrar un control y provocar su ejercicio. Es tarea del adulto impedir que esa agresión vaya demasiado lejos, mediante el ejercicio de una autoridad segura, dentro de cuyos límites es posible dramatizar y disfrutar cierto grado de maldad sin peligro. El retiro gradual de esa autoridad constituye una parte importante en el manejo de adolescentes, los que pueden ser agrupados según su capacidad para soportar la eliminación de la autoridad impuesta. Los padres y los maestros deben cuidar de que los niños nunca encuentren una autoridad tan débil que pierdan todo control, o bien, debido al miedo, que se hagan ellos mismos cargo de la autoridad. La autoridad que se asume por ansiedad es dictadura, y quienes han hecho el experimento de permitir que los chicos controlen sus propios destinos saben que el adulto sereno es menos cruel en ese papel que un niño que asume excesiva responsabilidad. En tercer lugar, y aquí el sexo establece una diferencia, está el manejo de la agresividad madura, el que se observa claramente en los adolescentes varones y que en gran medida motiva la competencia adolescente en los juegos y en el trabajo. La potencia involucra una tolerancia ante la idea de matar a un rival (lo cual conduce al problema del valor de la idea de la guerra, un tema bastante impopular. La agresividad madura no es algo que deba curarse, sino algo que debe observarse y permitirse. Si resulta inmanejable, nos hacemos a un lado y la ley resuelve la situación. La ley está aprendiendo mucho ahora sobre la agresión adolescente, y el país cuenta con ella en tiempos de guerra. Finalmente, toda agresión que no se niega, y por la que es posible aceptar responsabilidad personal, puede utilizarse para fortalecer los intentos de reparación y restitución. En el transfondo de todo juego, de todo trabajo y de todo arte, hay un remordimiento inconsciente por el daño realizado en la fantasía inconsciente, y un deseo inconsciente de comenzar a arreglar las cosas. El sentimentalismo contiene una negación inconsciente de la destructividad que subyace a la construcción. Es muy perjudicial para él niño en desarrollo y eventualmente puede llevarlo a necesitar una demostración directa de la destructividad que, en un medio menos sentimental, podría haber expresado indirectamente al manifestar deseos de construir. En parte es falso afirmar que «deberíamos proporcionar una oportunidad para la expresión creadora si queremos contrarrestar los impulsos destructivos de los niños». Lo que se necesita es una actitud no sentimental frente a todas las producciones, lo cual significa apreciar no tanto el talento como la lucha que está detrás de todo logro, por pequeño que sea. Pues, aparte del amor sensual, ninguna manifestación humana del amor se siente como valiosa si no implica una agresión reconocida y controlada. Una de las finalidades del desarrollo de la personalidad es la de tornarse capaz de recurrir cada vez más a lo instintivo. Ello involucra tornarse más y más capaz de reconocer la propia crueldad y avidez, que entonces, y sólo entonces, pueden ponerse al servicio de la actividad sublimada. Sólo si sabemos que el niño desea derribar la torre de ladrillos, le resulta valioso comprobar que puede construirla.