Palabra vacía y palabra plena en la realización psicoanalítica del sujeto

Donne en ma bouche parole vraie et estable et fay de moy langue caulte.
L’internele consolacion, XLVe Chapitre: qu’on ne doit pas chascun aoire et du Iegier trebuchement de paroles.
Charla siempre.
Divisa del pensamiento "causista".

Ya se dé por agente de curación, de formación o de sondeo, el psicoanálisis no tiene sino un medium: la palabra del paciente, La evidencia del hecho no excusa que se le desatienda. Ahora bien, toda palabra llama a una respuesta.

Mostraremos que no hay palabra sin respuesta, incluso si no encuentra más que el silencio, con tal de que tenga un oyente, y que éste es el meollo de su función en el análisis.

Pero si el psicoanalista ignora que así sucede en la función de la palabra, no experimentará sino más fuertemente su llamado, y si es el vacío el que primeramente se hace oír, es en sí mismo donde lo experimentará y será más allá de la palabra donde buscará una realidad que colme ese vacío.

Llega así a analizar el comportamiento del sujeto para encontrar en él lo que no dice. Pero para obtener esa confesión, es preciso que hable de ello. Vuelve entonces a recobrar la palabra, pero vuelta sospechosa por no haber respondido sino a la derrota de su silencio, ante el eco percibido de su propia nada.

Pero ¿qué era pues ese llamado del sujeto mas allá del vacío de su decir? Llamado a la verdad en su principio, a través del cual titubearán los llamados de necesidades más humildes. Pero primeramente y de golpe llamado propio del vacío, en la hiancia ambigua de una seducción intentada sobre el otro por los medios en que el sujeto sitúa su complacencia y en que va a adentrar el monumento de su narcisismo.

»¡Ya estamos en la introspección!", exclama el prudente caballero que se las sabe todas sobre sus peligros. Ciertamente no habrá sido él, confiesa, el último en saborear sus encantos, si bien ha agotado sus provechos. Lástima que no tenga ya tiempo que perder. Porque oiríais estupendas y profundas cosas, si llegase a vuestro diván.

Es extraño que un analista, para quien este personaje es uno de los primeros encuentros de su experiencia, explaye todavía la introspección en el psicoanálisis. Porque apenas se acepta la apuesta, se escabullen todas aquellas bellezas que creía uno tener en reserva. Su cuenta, de obligarse a ella, parecerá corta, pero se presentan otras bastante inesperadas de nuestro hombre como para parecerle al principio tontas y dejarlo mudo un buen momento. Suerte común .

Capta entonces la diferencia entre el espejismo de monólogo cuyas fantasías acomodaticias animaban su jactancia, y el trabajo forzado de ese discurso sin escapatoria que el psicólogo, no sin humorismo, y el terapeuta, no sin astucia, decoraron con el nombre de "asociación libre".

Porque se trata sin duda de un trabajo, y tanto que ha podido decirse que exige un aprendizaje y aun llegar a ver en ese aprendizaje el valor formador de ese trabajo. Pero tomado así, ¿qué otra cosa podría formar sino un obrero calificado?

Y entonces, ¿qué sucede con ese trabajo? Examinemos sus condiciones, su fruto, con la esperanza de ver mejor así su meta y su provecho

Se habrá reconocido a la pasada la pertinencia del término durcharbeiten a que equivale el inglés working through, y que entre nosotros ha desesperado a los traductores, aun cuando se ofreciese a ellos el ejercicio de agotamiento marcado para siempre en la lengua francesa por el cuño de un maestro del estilo: "Cien veces en el telar volved a poner…", pero ¿cómo progresa aquí la obra?

La teoría nos recuerda la tríada: frustración, agresividad, regresión. Es una explicación de aspecto tan comprensible que bien podría dispensarnos de comprender. La intuición es ágil, pero una evidencia debe sernos tanto más sospechosa cuando se ha convertido en lugar común. Si el análisis viene a sorprender su debilidad, convendrá no conformarse con el recurso a la afectividad. Palabra-tabú de la incapacidad dialéctica que, con el verbo intelectualizar, cuya acepción peyorativa hace mito de esa incapacidad, quedarán en la historia de la lengua como los estigmas de nuestra obtusión en lo que respecta al sujeto.

Preguntémonos mas bien de dónde viene esa frustración. ¿Es del silencio del analista? Una respuesta, incluso y sobre todo aprobadora, a la palabra vacía muestra a menudo por sus efectos que es mucho más frustrante que el silencio. ¿No se tratará más bien de una frustración que sería inherente al discurso mismo del sujeto? ¿No se adentra por el sujeto en una desposesión más y más grande de ese ser de sí mismo con respecto al cual, a fuerza de pinturas sinceras que no por ello dejan menos incoherente la idea, de rectificaciones que no llegan a desprender su esencia, de apuntalamientos y de defensas que no impiden a su estatua tambalearse, de abrazos narcisistas que se hacen soplo al animarlo, acaba por reconocer que ese ser no fue nunca sino su obra en lo imaginario y que esa obra defrauda en éI toda certidumbre? Pues en ese trabajo que realiza de reconstruirla para otro, vuelve a encontrar la enajenación fundamental que le hizo construirla como otra, y que la destinó siempre a serle hurtada por otro.

Este ego, cuya fuerza definen ahora nuestros teóricos por la capacidad de sostener una frustración, es frustración en su esencia.. Es frustración no de un deseo del sujeto, sino de un objeto donde su deseo está enajenado y que, cuanto más se elabora, tanto más se ahonda para el sujeto la enajenación de su gozo. Frustración pues de segundo grado, y tal que aun cuando el objeto en su discurso llevara su forma hasta la imagen pasivizante por la cual el sujeto se hace objeto en la ceremonia del espejo, no podría con ello satisfacerse, puesto que aun si alcanzase en esa imagen su mas perfecta similitud, seguiría siendo el gozo del otro lo que haría reconocer en ella. Por eso no hay respuesta adecuada a ese discurso, porque el sujeto tomará como de desprecio toda palabra que se comprometa con su equivocación.

La agresividad que el sujeto experimentará aquí no tiene nada que ver con la agresividad animal del deseo frustrado. Esta referencia con la que muchos se contentan enmascara otra menos agradable para todos y para cada uno: la agresividad del esclavo que responde a la frustración de su trabajo por un deseo de muerte.

Se concibe entonces cómo esta agresividad puede responder a toda intervención que, denunciando las intenciones imaginarias del discurso, desarma el objeto que el sujeto ha construído para satisfacerlas. Es lo que se llama en efecto el análisis de las resistencias, cuya vertiente peligrosa aparece de inmediato. Esta señalada ya por la existencia del ingenuo que no ha visto nunca manifestarse otra cosa que la significación agresiva de las fantasías de sus sujetos.

Ese mismo es el que, no vacilando en alegar en favor de un análisis "causalista" que se propondría transformar al sujeto en su presente por explicaciones sabias de su pasado, traiciona bastante hasta en su tono la angustia que quiere ahorrarse de tener que pensar que la libertad de su paciente esté suspendida de la de su intervención. Que el expediente al que se lanza pueda ser en algún momento benéfico para el sujeto, es cosa que no tiene otro alcance que una broma estimulante y no nos ocupará mi tiempo.

Apuntemos mas bien a ese hic et nunc donde algunos creen deber encerrar la maniobra del análisis. Puede en efecto ser útil, con tal de que la intención imaginaria que el analista descubre allí no sea separada por él de la relación simbólica en que se expresa. Nada debe allí leerse referente al yo del sujeto que no pueda ser reasumido por él bajo la forma del yo [je], o sea en primera persona.

"No he sido esto sino para llegar a ser lo que puedo ser": si tal no fuese la punta permanente de la asunsión que el sujeto hace de sus espejismos, ¿dónde podría asirse aquí un progreso?

El analista entonces no podría acosar sin peligro al sujeto en la intimidad de su gesto, o aun de su estática, salvo a condición de reintegrarlos como partes mudas de su discurso narcisista, y esto ha sido observado de manera muy sensible, incluso por jóvenes practicantes.

El peligro allí no es el de la reacción negativa del sujeto, sino mas bien de su captura en una objetivación, no menos imaginaria que antes, de su estática, o aun de su estatua, en un estatuto renovado de su enajenación.

Muy al contrario, el arte del analista debe ser el de suspender las certidumbres del sujeto, hasta que se consuman sus últimos espejismos. Y es en el discurso donde debe escandirse su resolución.

Por vacío que aparezca ese discurso en efecto, no es así sino tomándolo en su valor facial: el que justifica la frase de Mallarmé cuando compara el uso común del lenguaje con el intercambio de una moneda cuyo anverso y cuyo reverso no muestran ya sino figuras borrosas y que se pasa de mano en mano "en silencio". Esta metáfora basta para recordarnos que la palabras, incluso en el extremo de su desgaste, conserva su valor de tésera.

Incluso si no comunica nada, el discurso representa la existencia de la comunicación; incluso si niega la evidencia, afirma que la palabra constituye la verdad; incluso si está destinado a engañar, especula sobre la fe en el testimonio.

Por eso el psicoanalista sabe mejor que nadie que la cuestión en éI es entender a que "parte" de ese discurso esta confiado el término significativo, y es así en efecto como opera en el mejor de los casos: tomando el relato de una historia cotidiana por un apólogo que a buen entendedor dirige su saludo, una larga prosopopeya por una interjección directa, o al contrario un simple lapsus por una declaración harto compleja, y aun el suspiro de un silencio por todo el desarrollo lírico al que suple.

Así, es una puntuación afortunada la que da su sentido al discurso del sujeto. Por eso la suspensión de la sesión de la que la técnica actual hace un alto puramente cronométrico, y como tal indiferente a la trama del discurso, desempeña en él un papel de escansión que tiene todo el valor de una intervención para precipitar los momentos concluyentes. Y esto indica liberar a ese término de su marco rutinario para someterlo a todas las finalidades útiles de la técnica.

Así es como puede operarse la regresión, que no es sino la actualización en el discurso de las relaciones fantaseadas restituidas por un ego en cada etapa de la descomposición de su estructura. Porque, en fin, esa regresión no es real; no se manifiesta ni siquiera en el lenguaje sino por inflexiones, giros, "tropiezos tan ligeros" ["trebuchements si legiers"] que no podrían en última instancia sobrepasar el artificio del habla "babyish" en el adulto. Imputarle la realidad de una relación actual con el objeto equivale a proyectar al sujeto en una ilusión enajenante que no hace sino reflejar una coartada del psicoanalista.

Por eso nada podría extraviar mas al psicoanalista que querer guiarse por un pretendido contacto experimentado de la realidad del sujeto. Este camelo de la psicología intuicionista, incluso fenomenológica, ha tomado en el uso contemporáneo una extensión bien sintomática del enrarecimiento de los efectos de la palabra en el contexto social presente. Pero su valor obsesivo se hace flagrante con promoverla en una relación que, por sus mismas reglas, excluye todo contacto real.

Los jóvenes analistas que se dejasen sin embargo imponer por lo que este recurso implica de dones impenetrables, no encontrarán nada mejor para dar marcha atrás que referirse al éxito de los controles mismos que padecen. Desde el punto de vista del contacto con lo real, la posibilidad misma de estos controles se convertiría en un problema. Muy al contrario, el controlador manifiesta en ello una segunda visión (la expresión cae al pelo) que hace para él la experiencia por lo menos tan instructiva como para el controlado. Y esto casi tanto más cuanto que este último muestra menos de esos dones, que algunos consideran como tanto mas incomunicables cuanto más embarazo provocan ellos mismos sobre sus secretos técnicos.

La razón de este enigma es que el controlado desempeña allí el papel de filtro, o incluso, de refractor del discurso del sujeto, y que así se presenta ya hecha al controlador una estereografía que destaca ya los tres o cuatro registros en que puede leer la partitura constituida por ese discurso.

Si el controlado pudiese ser colocado por el controlador en una posición subjetiva diterente de la que implica el término siniestro de control (ventajosamente sustituido, pero sólo en lengua inglesa por el de supervisión), el mejor fruto que sacaría de ese ejercicio sería aprender a mantenerse éI mismo en la posición de subjetividad segunda en que la situación pone de entrada al controlador.

Encontraría en ello la vía auténtica para aIcanzar lo que la clásica fórmula de la atención difusa y aún distraída del analista no expresa sino de manera muy aproximada. Pues lo esencial es saber a lo que esa atención apunta: seguramente no, todo nuestro trabajo está hecho para demostrarlo, a un objeto más allá de la palabra del sujeto, como algunos se constriñen a no perderlo nunca de vista. Si tal debiese ser el camino del análisis, sería sin duda a otros medios a los que recurriría, o bien sería el único ejemplo de un método que se prohibiese los medios de su fin.

El único objeto que está al alcance del analista, es la relación imaginaria que le liga al sujeto en cuanto yo, y, a falta de poderlo eliminar, puede utilizarlo para regular el caudal de sus orejas, según el uso que la fisiología, de acuerdo con el Evangelio, muestra que es normal hacer de ellas: orejas para no oír, dicho de otra manera para hacer la ubicación de lo que debe ser oído. Pues no tiene otras, ni tercera oreja, ni cuarta, para una transaudición que se desearía directa del inconsciente por el inconsciente. Diremos lo que hay que pensar de esta pretendida comunicación.

Hemos abordado la función de la palabra en el análisis por el sesgo mas ingrato, el de la palabra vacía, en que el sujeto parece hablar en vano de alguien que, aunque se le pareciese hasta la confusión, nunca se unirá a él en la asunción de su deseo. Hemos mostrado en ella la fuente de la depreciación creciente de que ha sido objeto la palabra en la teoría y la técnica, y hemos tenido que levantar por grados, cual una pesada rueda de molino caída sobre ella, lo que no puede servir sino de volante al movimiento del análisis: a saber los factores psicofisiológicos individuales que en realidad quedan excluidos de su dialéctica. Dar como meta al análisis el modificar su inercia propia, es condenarse a la ficción del movimiento, con que cierta tendencia de la técnica parece en efeto satisfacerse.

Si dirigimos ahora nuestra mirada al otro extremo de la experiencia psicoanalítica -a su historia, a su casuística, al proceso de la cura- hallaremos motivo de oponer al análisis del hic et nunc el valor de la anamnesis como índice y como resorte del progreso terapéutico, a la intersubjetividad obsesiva la intersubjetividad histórica, al análisis de la resistencia la interpretación simbólica. Aquí comienza la realización de la palabra plena.

Examinemos la relación que esta constituye.

Recordemos que el método instaurado por Breuer y por Freud fué, poco después de su nacimiento, bautizado por una de las pacientes de Breuer, Anna O., con el nombre de "talking cure". Recordemos que fué la experiencia inaugurada con esta histérica la que les llevó al descubrimiento del acontecimiento patógeno llamado traumático.

Si este acontecimiento fue reconocido como causa del síntoma, es que la puesta en palabras del uno (en las "stories" de la enferma) determinaba el levantamiento del otro. Aquí el término "toma de conciencia", tomado de la teoría psicológica de ese hecho que se elaboró en seguida, conserva un prestigio que merece la desconfianza que consideramos como de buena regla respecto de las explicaciones que hacen oficio de evidencias. Los prejuicios psicológicos de la época se oponían a que se reconociese en la verbalización como tal otra realidad que la de su flatus vocis. Queda el hecho de que en el estado hipnótico está disociada de la toma de conciencia y que esto bastaría para hacer revisar esa concepción de sus efectos.

Pero ¿cómo no darían aquí el ejemplo los valientes de la Aufhebung behaviourista, para decir que no tienen por qué conocer si el sujeto se ha acordado de cosa alguna? Unicamente ha relatado el acontecimiento. Diremos por nuestra parte que lo ha verbalizado, o para desarrollar este término cuyas resonancias en francés [como en español] evocan una figura de Pandora diferente de la de la caja donde habría tal vez que volverlo a encerrar, lo ha hecho pasar al verbo, o mas precisamente al epos en el que se refiere en la hora presente los orígenes de su persona. Esto en un lenguaje que permite a su discurso ser entendido por sus contemporáneos, y más aún que supone el discurso presente de éstos. Así es como la recitación del epos puede incluir un discurso de antaño en su lengua arcaica, incluso extranjera, incluso proseguirse en el tiempo presente con toda la animación del actor, pero es a la manera de un discurso indirecto, aislado entre comillas en el curso del relato y, si se representa, es en un escenario que implica no sólo coro, sino espectadores.

La rememoración hipnótica es sin duda reproducción del pasado, pero sobre todo representación hablada y que como tal implica toda suerte de presencias. Es a la rememoración en vigilia de lo que en el análisis se llama curiosamente "el material", lo que el drama que produce ante la asamblea de los ciudadanos los mitos originales de la Urbe es a la historia que sin duda está hecha de materiales, pero en la que una nación de nuestro días aprende a leer los símbolos de un destino en marcha, Puede decirse en lenguaje heideggeriano que una y otra constituyen al sujeto como gewesend, es decir como siendo el que así ha sido. Pero en la unidad interna de esta temporalización, el siendo (ens) señala la convergencia de los habiendo sido. Es decir que de suponer otros encuentros desde uno cualquiera de esos momentos que han sido, habría nacido de ello otro ente que le haría haber sido de manera totalmente diferente.

La ambigüedad de la revelación histórica del pasado no proviene tanto del titubeo de su contenido entre lo imaginario y lo real, pues se sitúa en lo uno y en lo otro. No es tampoco que sea embustera. Es que nos presenta el nacimiento de la verdad en la palabra, y que por eso tropezamos con la realidad de lo que no es ni verdadero ni falso. Por lo menos esto es lo mas turbador de su problema.

Pues de la verdad de esta revelación es la palabra presente la que da testimonio en la realidad actual, y la que la funda en nombre de esta realidad. Ahora bien, en esta realidad sólo la palabra da testimonio de esa parte de los poderes del pasado que ha sido apartada en cada encrucijada en que el acontecimiento ha escogido.

Por eso la condición de continuidad en la anamnesia, en la que Freud mide la integridad de la curación, no tiene nada que ver con el mito bergsoniano de una restauración de la duración en que la autenticidad de cada instante sería destruida de no resumir la modulación de todos los instantes antecedentes. Es que no se trata para Freud ni de memoria biológica, ni de su mistificación intuicionista, ni de la paramnesia del síntoma, sino de rememoración, es decir de historia, que hace descansar sobre el único fiel de las certidumbres de fecha la balanza en la que las conjeturas sobre el pasado hacen oscilar las promesas del futuro. Seamos categóricos, no se trata en la anamnesia psicoanalítica de realidad, sino de verdad, porque es el efecto de una palabra plena reordenar las contingencias pasadas dándoles el sentido de las necesidades por venir, tales como las constituye la poca libertad por medio de Ia cual el sujeto las hace presentes.

Los meandros de la búsqueda que Freud prosigue en la exposición del caso del "hombre de los lobos" confirman estas expresiones por tomar en ellas su pleno sentido.

Freud exige una objetivación total de la prueba mientras se trata de fechar la escena primitiva, pero supone sin más todas las resubjetivaciones del acontecimiento que le parecen necesarias para explicar sus efectos en cada vuelta en que el sujeto se reestructura, es decir otras tantas reestructuraciones del acontecimiento que se operan, como él lo expresa, nachträglich, retroactivamente. Es más, con una audacia que linda con la desenvoltura, declara que considera legítimo hacer en el análisis de los procesos la elisión de los intervalos de tiempo en que el acontecimiento permanece latente en el sujeto. Es decir que anuda los tiempos para comprender en provecho de los momentos de concluir que precipitan la meditación del sujeto hacia el sentido que ha de decidirse del acontecimiento original.

Observemos qué el tiempo para comprender y el momento de concluir son nociones que hemos definido, en un teorema puramente lógico, y que son familiares a nuestros alumnos por haberse mostrado muy propicias al análisis dialéctico por el cual los guiamos en el proceso de un psicoanálisis.

Es ciertamente esta asunción por el sujeto de su historia, en cuanto que está constituida por la palabra dirigida al otro, es que forma el fondo del nuevo método al que Freud da el nombre de psicoanálisis, no en l904, como lo enseñaba no ha mucho una autoridad que, por haber hecho a un lado el manto de un silencio prudente, mostró aquel día no conocer de Freud sino el titulo de sus obras, sino en l895.

Al igual que Freud, tampoco nosotros negamos, en este análisis del sentido de su método, la discontinuidad psicofisiológica que manifiestan los estados en que se produce el síntoma histérico, ni que este pueda ser tratado por métodos -hipnosis, incluso narcosis- que reproducen la discontinuidad de esos estados. Sencillamente, y tan expresamente como éI se prohibió a partir de cierto momento recurrir a ellos, desautorizamos todo apoyo tomado en esos estados, tanto para explicar el síntoma como para curarlo.

Porque si la originalidad del método está hecha de los medios de que se priva, es que los medios que se reserva bastan para constituir un dominio cuyos límites definen la relatividad de sus operaciones.

Sus medios son los de la palabra en cuanto que confiere a las funciones del individuo un sentido: su dominio es el del discurso concreto en cuanto campo de la realidad transindividual del sujeto; sus operaciones son las de la historia en cuanto que constituye la emergencia de la verdad en lo real.

Primeramente en efecto, cuando el sujeto se adentra en el análisis, acepta una posición mas constituyente en sí misma que todas las consignas con las que se deja mas o menos engañar: la de la interlocución. y no vemos inconveniente en que esta observación deje al oyente confundido . Pues nos dará ocasión de subrayar que la alocución del sujeto supone un "alocutario" , dicho de otra manera que el locutor  se constituye aquí como intersubjetividad.

En segundo lugar, sobre el fundamento de esta interlocución, en cuanto incluye la respuesta del interlocutor, es como el sentido se nos entrega de lo que Freud exige como restitución de la continuidad en las motivaciones del sujeto. El examen operacional de este objetivo nos muestra en efecto que no se satisface sino en la continuidad intersubjetiva del discurso en donde se constituye la historia del sujeto.

Así es como el sujeto puede vaticinar sobre su historia bajo el efecto de una cualquiera de esas drogas que adormecen la conciencia y que han recibido en nuestro tiempo el nombre de "sueros de la verdad", en que la seguridad en el contrasentido delata la ironía propia del lenguaje. Pero la retransmisión misma de su discurso registrado, aunque fuese hecha por la boca de su médico, no puede, por llegarle bajo esa forma enajenada, tener los mismos efectos que la interlocución psicoanalítica.

Por eso es en la posición de un tercer término donde el descubrimiento freudiano del inconsciente se esclarece en su fundamento verdadero y puede ser formulado de manera simple en estos términos:

El inconsciente es aquella parte del discurso concreto en cuanto transindividual que falta a la disposición del sujeto para restablecer la continuidad de su discurso consciente.

Así desaparece la paradoja que presenta la noción del inconsciente, si se la refiere a una realidad individual. Pues reducirla a la tendencia inconsciente sólo es resolver la paradoja, eludiendo la experiencia que muestra claramente que el inconsciente participa de las funciones de la idea, incluso del pensamiento. Como Freud lo subraya claramente, cuando, no pudiendo evitar del pensamiento inconsciente la conjunción de términos contrariados, le da el viático de esta invocación: sit venia verbo. Así pues le obedecemos echándole la culpa al verbo, pero a ese verbo realizado en el discurso que corre como en el juego de la sortija de boca en boca para dar al acto del sujeto que recibe su mensaje el sentido que hace de ese acto un acto de su historia y que le da su verdad.

Y entonces la objeción de contradicción in terminis que eleva contra el pensamiento inconsciente una psicología mal fundada en su lógica cae con la distinción misma del dominio psicoanaIítico en cuanto que manifiesta la realidad del discurso en su autonomía y el eppur si muove del psicoanalista coincide con el de Galileo en su incidencia, que no es la de la experiencia del hecho, sino la del experimentum mentis.

El inconsciente es ese capitulo de mi historia que está marcado por un blanco u ocupado por un embuste: es el capítulo censurado. Pero la verdad puede volverse a encontrar; lo mas a menudo ya está escrita en otra parte. A saber:

—en los monumentos: y esto es mi cuerpo, es decir el núcleo histérico de la neurosis donde el síntoma histérico muestra la estructura de un lenguaje y se descifra como una inscripción que, una vez recogida, puede sin pérdida grave ser destruída;

—en los documentos de archivos también: y son los recuerdos de mi infancia, impenetrables tanto como ellos, cuando no conozco su proveniencia;

—en la evolución semántica: y esto responde al stock y a las acepciones del vocabulario que me es particular, como al estilo de mi vida y a mi carácter;

—en la tradición también, y aun en las leyendas que bajo una forma heroificada vehiculan mi historia;

—en los rastros, finalmente, que conservan inevitablemente las distorsiones, necesitadas para la conexión del capítulo adulterado con los capítulos que lo enmarcan, y cuyo sentido restablecerá mi exégesis.

El estudiante que tenga la idea -lo bastante rara, es cierto, como para que nuestra enseñanza se dedique a propagarla-  de que para comprender a Freud, la lectura de Freud es preferible a la del señor Fenichel, podrá darse cuenta emprendiéndola de que lo que acabamos de decir es tan poco original, incluso en su fraseo, que no aparece en ello si una sola metáfora que la obra de Freud no repita con la frecuencia de un motivo en que se transparenta su trama misma.

Podrá entonces palpar mas fácilmente, en cada instante de su práctica, como a la manera de la negación que su redoblamiento anula, estas metáforas pierden su dimensión metafórica, y reconocerá que sucede así porque él opera en el dominio propio de la metáfora que no es sino el sinónimo del desplazamiento simbólico, puesto en juego en el síntoma.

Juzgará mejor después de eso sobre el desplazamiento imaginario que motiva la obra del señor Fenichel, midiendo la diferencia de consistencia y de eficacia técnica entre la referencia a los estadios pretendidamente orgánicos del desarrollo individual y la búsqueda de los acontecimientos particulares de la historia del sujeto. Es exactamente la que separa la investigación histórica auténtica de las pretendidas leyes de la historia de las que puede decirse que cada época encuentra su filósofo para divulgarlas al capricho de los valores que prevalecen en ella

No quiere decirse que no haya nada que conservar de los diferentes sentidos descubiertos en la marcha general de la historia a lo largo de esa vía que va de Bossuet (Jacquese-Bénigne) a Toynbee (Arnold) y que puntúan los edificios de Auguste Comte y de Karl Marx. Cada uno sabe ciertamente que valen tan poco para orientar la investigación sobre un pasado reciente como para presumir con alguna razón acontecimientos de mañana. Por lo demás son lo bastante modestas como para remitir al pasado mañana sus certidumbres, y tampoco demasiado mojigatas para admitir los retoques que permiten prever lo que sucedió ayer.

Si su papel es pues bastante magro para el progreso científico, su interés sin embargo se sitúa en otro sitio: está en su papel de ideales, que es considerable. Pues nos lleva a distinguir lo que pueden llamarse las funciones primaria y secundaria de la historización.

Pues afirmar del psicoanálisis como de la historia que en cuanto ciencias son ciencias de lo particular, no quiere decir que los hechos con los que tienen que vérselas sean puramente accidentales, si es que no facticios, y que su valor último se reduzca al aspecto bruto del trauma

Los acontecimientos se engendran en una historización primaria, dicho de otra manera la historia se hace ya en el escenario donde se la representará una vez escrita, en el fuero interno como en el fuero exterior

En tal época, tal motín en el arrabal parisino de Saint-Antoíne es vivido por sus actores como victoria o derrota del Parlamento o de la Corte; en tal otra, como victoria o derrota del proletariado o de la burguesía. Y aunque sean "los pueblos", para hablar como Retz, los que siempre pagan los destrozos, no es en absoluto el mismo acontecimiento histórico, queremos decir que no dejan la misma clase de recuerdo en la memoria de los hombres.

A saber: que con la desaparición de la realidad del Parlamento y de la Corte, el primer acontecimiento retornará a su valor traumático susceptible de un progresivo y auténtico desvanecimiento, si no se reanima expresamente su sentido. Mientras que el recuerdo del segundo seguirá siendo muy vívido incluso bajo la censura -lo mismo que la amnesia de la represión es una de las formas más vivas de la memoria-, mientras haya hombres para someter su rebeldía al orden de la lucha por el advenimiento político del proletariado, es decir, hombres para quienes, las palabras clave del materialismo dialéctico tengan un sentido.

Y entonces sería decir demasiado que fuésemos a trasladar estas observaciones al campo del psicoanálisis, puesto que están ya en éI y puesto que el desintrincamiento que producen allí entre la técnica de desciframiento del inconsciente y la teoría de los instintos, y aun de las pulsiones, cae por su propio peso.

Lo que enseñamos al sujeto a reconocer como su inconsciente es su historia; es decir que le ayudamos a perfeccionar la historización actual de los hechos que determinaron ya en su existencia cierto número de "vuelcos" históricos. Pero si han tenido ese papel ha sido ya en cuanto hechos de historia, es decir en cuanto reconocidos en cierto sentido o censurados en cierto orden. ,

Así toda fijación en un pretendido estadio instintual es ante todo estigma histórico: página de vergüenza que se olvida o que se anula, o página de gloria que obliga. Pero lo olvidado se recuerda en los actos, y la anulación se opone a lo que se dice en otra parte, como la obligación perpetúa en el símbolo el espejismo preciso en que el sujeto se ha visto atrapado.

Para decirlo en pocas palabras, los estadios instintuales son ya cuando son vividos organizados en subjetividad. Y para hablar claro, la subjetividad del niño que registra en victorias y en derrotas la gesta de la educación de sus esfínteres, gozando en ello de la sexualización imaginaria de sus orificios cloacales, haciendo agresión de sus expulsiones excrementicias, seducción de sus retenciones, y símbolos de sus relajamientos, esa subjetividad no es fundamentalmente diferente de la subjetividad del psicoanalista que se ejercita en restituir para comprenderlas las formas del amor que él llama pregenital.

Dicho de otra manera, el estadio anal no es menos puramente histórico cuando es vivido que cuando es vuelto a pensar, ni menos puramente fundado en la intersubjetividad. En cambio, su homologación como etapa de una pretendida maduración instintual lleva derechamente a los mejores espíritus a extraviarse hasta ver en ello la reproducción en la ontogénesis de un estadio del filum animal que hay que ir a buscar en los áscaris o aun en las medusas, especulación que, aunque ingeniosa bajo la pluma de un Balint, lleva en otros a las ensoñaciones mas inconsistentes, incluso a la locura que va a buscar en el protozoo el esquema imaginario de la efracción corporal cuyo temor gobernaría la sexualidad femenina. ¿Por qué entonces no buscar la imagen del yo en el camarón bajo el pretexto de que uno y otro recobran después de cada muda su caparazón?

Un tal Jaworski, en los años l9l0-l920, había edificado un muy hermoso sistema donde "el plano biológico» volvía a encontrarse hasta en los confines de la cultura y que precisamente daba al orden de los crustáceos su cónyuge histórico, si mal no recuerdo, en alguna tardía Edad Media, bajo el encabezado de un común florecimiento de la armadura; no dejando viuda por lo demás de su correlato humano a ninguna forma animal, y sin exceptuar a los moluscos y a las chinches.

La analogía no es la metáfora, y el recurso que han encontrado en ella los filósofos de la naturaleza exige el genio de un Goethe cuyo ejemplo mismo no es alentador. Ninguno repugna más al espíritu de nuestra disciplina, y es alejándose expresamente de éI como Freud abrió la vía propia a Ia interpretación de los sueños, y con ella a la noción del simbolismo analítico. Esta noción, nosotros lo decimos, está estrictamente en oposición con el pensamiento analógico del cual una tradición dudosa hace que algunos, incluso entre nosotros, la consideren todavía como solidaria.

Por eso los excesos en el ridículo deben ser utilizados por su valor de abridores de ojo, pues por abrir los ojos sobre lo absurdo de una teoría, los guiarán hacia peligros que no tienen nada de teóricos.

Esta mitología de la maduración instintual, construída con trozos escogidos de la obra de Freud, engendra en efecto problemas espirituales cuyo vapor condensado en ideales de nubes riega de rechazo con sus efluvios el mito original. Las mejores plumas destilan su tinta en plantear ecuaciones que satisfagan las exigencias del misterioso genital love, (hay expresiones cuya extrañeza congenia mejor con el paréntesis de un término prestado, y rubrican su tentativa por una confesión de non liquet). Nadie sin embargo parece conmocionado por el malestar que resulta de ello, y más bien se ve allí ocasión de alentar a todos los Munchhausen de la normalización psicoanalítica a que se tiren de los pelos con la esperanza de alcanzar el cielo de la plena realización del objeto genital, y aun del objeto a secas.

Si nosotros los psicoanalistas estamos bien situados para conocer el poder de las palabras, no es una razón para hacerlo valer en el sentido de lo insoluble, ni para "atar fardos pesados e insoportables para abrumar con ellos las espaldas de los hombres", como se expresa la maldición de Cristo a los fariseos en el texto de San Mateo.

Así la pobreza de los términos donde intentamos incluir un problema subjetivo puede dejar que desear a ciertos espíritus exigentes, por poco que los comparen con los que estructuraban hasta en su confusión las querellas antiguas acerca de la Naturaleza y de la Gracia. Así puede dejar subsistir temores en cuanto a la calidad de los efectos psicológicos y sociológicos que pueden esperarse de su uso. Y se harán votos porque una mejor apreciación de las funciones del logos disipe los misterios de nuestros carismas fantasiosos.

Para atenernos a una tradición más clara, tal vez entendamos la máxima célebre en la que La Rochefoucauld nos dice que "hay personas que no habrían estado nunca enamoradas si no hubiesen oído nunca hablar del amor", no en el sentido romántico de una "realización" totalmente imaginaria del amor que encontraría en ello una amarga objeción, sino como un reconocimiento auténtico de lo que el amor debe al símbolo y de lo que la palabra lleva de amor.

Basta en todo caso referirse a la obra de Freud para medir en que rango secundario e hipotético coloca la teoría de los instintos. No podría a sus ojos resistir un solo instante contra el menor hecho particular de una historia, insiste, y el narcisismo genital que invoca en el momento de resumir el caso del hombre de los lobos nos muestra bastante el desprecio en que sitúa el orden constituido de los estadios libidinales. Es mas, no evoca allí el conflicto, instintual sino para apartarse en seguida de él, y para reconocer en el aislamiento simbólico del "yo no estoy castrado", en que se afirma el sujeto, la forma compulsiva a la que queda encadenada su elección heterosexual, contra el efecto de captura homosexualizante que ha sufrido el yo devuelto a la matriz imaginaria de la escena primitiva. Tal es en verdad el conflicto subjetivo, donde no se trata sino de las peripecias de la subjetividad, tanto y tan bien que el "yo" [je] gana y pierde contra el "yo" al capricho de la catequización religiosa o de la Aufklärung adoctrinadora, conflicto de cuyos efectos Freud ha hecho percatarse al sujeto por sus oficios antes de explicárnoslo en la dialéctica del complejo de Edipo.

Es en el análisis de un caso tal donde se ve bien que la realización del amor perfecto no es un fruto de la naturaleza sino de la gracia, es decir de una concordancia intersubjetiva que impone su armonía a la naturaleza desgarrada que la sostiene.

Pero ¿qué es pues ese sujeto con el que nos machaca usted el entendimiento?, exclama finalmente un oyente que ha perdido la paciencia. ¿No hemos recibido ya del señor Pero Grullo la lección de que todo lo que es experimentado por el individuo es subjetivo?

—Boca ingeuna cuyo elogio ocupará mis últimos días, ábrete una vez más para escucharme. No hace falta cerrar los ojos. El sujeto va mucho mas allá de lo que el individuo experimenta "subjetivamente", tan Iejos exactamente como la verdad que puede alcanzar, y que acaso salga de esa boca que acabáis de cerrar ya. Si esa verdad de su historia no está toda ella en su pequeño papel, y sin embargo su lugar se marca en él, por los tropiezos dolorosos que experimenta de no conocer sino sus réplicas, incluso en páginas cuyo desorden no le da mucho alivio.

Que el inconsciente del sujeto sea el discurso del otro, es lo que aparece mas claramente aun que en cualquier otra parte en los estudios que Freud consagró a lo que el llama la telepatía, en cuanto que se manifiesta en el contexto de una experiencia analítica. Coincidencia de las expresiones del sujeto con hechos de los que no puede estar informado, pero que se mueven siempre en los nexos de otra experiencia donde el psicoanalista es interlocutor; coincidencia igualmente en el caso más frecuente constituida por una convergencia puramente verbal, incluso homonímica, o que, si incluye un acto, se trata de un acting out de un paciente del analista o de un hijo en análisis del analizado. Caso de resonancia en las redes comunicantes de discurso, del que un estudio exhaustivo esclarecería los casos análogos que presenta la vida corriente.

La omnipresencia del discurso humano podrá tal vez un día ser abarcada bajo el cielo abierto de una omnicomunicación de su texto. Que no es decir que será por ello más concordante, Pero es éste el campo que nuestra experiencia polariza en una relación que no es entre dos sino en apariencia, pues toda posición de su estructura en términos únicamente duales le es tan inadecuada en teoría como ruinosa para su técnica.