Obras de Winnicott: Luchando por superar la fase de desaliento malhumorado 1963

Luchando por superar la fase de desaliento malhumorado 1963

Trabajo basado en una conferencia dictada ante el personal superior del
Departamento de Menores del Concejo del Condado de Londres,
en febrero de 1961. Revisado y publicado en 1963
El actual interés mundial por la adolescencia y sus problemas denota las circunstancias especiales
de la época en que vivimos. Si deseamos explorar este campo de la psicología, bien podemos
comenzar por preguntarnos a nosotros mismos si los adolescentes de uno y otro sexo desean ser
comprendidos. Creo que la respuesta es: «No». En realidad, los adultos deberían comunicarse entre sí, secretamente, lo que han llegado a comprender acerca de la adolescencia. Sería absurdo escribir un libro sobre la adolescencia destinado a los adolescentes, porque es un período de la vida que debe ser vivido. Fundamentalmente es un período de descubrimiento personal, en el que cada individuo participa de manera comprometida en una experiencia de vida, un problema concerniente al hecho de existir y al establecimiento de una identidad.
Sólo hay una cura real para la adolescencia: la maduración. Combinada con el paso del tiempo
produce, a la larga, el surgimiento de la persona adulta. No se puede apresurar el proceso aunque,
por cierto, se lo puede forzar y destruir con una manipulación torpe, o bien puede deteriorarse desde adentro cuando el individuo padece una enfermedad psiquiátrica. A veces necesitamos que se nos recuerde que si bien la adolescencia es algo que siempre llevamos adentro, cada adolescente se hace adulto en pocos años. Es fácil provocar la irritación del adulto ante los fenómenos de la adolescencia con sólo referirse a ésta, por descuido, como un problema permanente, olvidando que cada adolescente está en vías de convertirse en un adulto responsable que se interesa y preocupa por la sociedad.
Si examinamos los procesos de maduración, veremos que en esta fase de la vida el niño o niña
debe hacer frente a cambios importantes, relacionados con la pubertad; adquiere capacidad sexual
y aparecen las manifestaciones sexuales secundarias. El modo en que el adolescente afronta estos
cambios y las angustias que ellos generan se basa, en grado considerable, en una pauta organizada
en su temprana infancia, cuando atravesó por una fase similar de rápido crecimiento físico y
emocional. En esta fase más temprana, los niños sanos y bien cuidados adquirieron el llamado
«complejo de Edipo», o sea la capacidad de hacer frente a las relaciones triangulares, de aceptar en toda su potencia la capacidad de amar y las complicaciones consiguientes.
El niño sano llega a la adolescencia equipado con un método personal para habérselas con nuevos sentimientos, tolerar la desazón y rechazar o apartar de sí las situaciones que le provoquen una angustia insoportable. Ciertas características y tendencias individuales, heredadas o adquiridas, derivan igualmente de las experiencias vividas por cada adolescente en su temprana infancia y su niñez; son pautas residuales de enfermedad asociadas al fracaso (más que al éxito) en el manejo de los sentimientos propios de los dos primeros años de vida.
Las pautas formadas en conexión con experiencias vividas durante la infancia y la niñez temprana
incluyen, por fuerza, muchos elementos inconscientes y no pocas cosas que el niño ignora porque aún no las ha vivenciado.
Siempre surge el mismo interrogante: esta organización de la personalidad, ¿cómo hará frente a la
nueva capacidad instintiva? ¿Cómo se modificarán los cambios propios de la pubertad para
amoldarlos a la pauta de personalidad de cada adolescente? Es más: ¿cómo abordará cada uno
algo tan novedoso como el poder de destruir y aun matar, un poder que no se mezclaba con sus
sentimientos de odio cuando era un pequeñuelo que daba sus primeros pasos?
En esta etapa de la vida el ambiente desempeña un papel importantísimo, a tal extremo que en un
informe descriptivo lo mejor es presumir la existencia e interés continuados de los padres biológicos y la organización familiar más amplia. Gran parte del trabajo de un psiquiatra concierne a problemas relacionados con fallas ambientales producidas en alguna etapa de la vida; este hecho subraya la importancia vital del ambiente y el medio familiar. Podemos dar por sentado que la gran mayoría de los adolescentes viven en un ambiente suficientemente bueno. La mayoría de ellos alcanzan de hecho la madurez adulta, aun cuando en su proceso de maduración les den dolores de cabeza a sus padres. Con todo, hasta en circunstancias óptimas, con un ambiente que facilite los procesos de maduración, cada adolescente aún tendrá que superar muchos problemas personales y fases difíciles.
El aislamiento del individuo
El adolescente es esencialmente un ser aislado. Cuando se lanza hacia algo que puede dar como
resultado una relación personal, lo hace desde una posición de aislamiento. Las relaciones
individuales, actuando de a una por vez, son las que con el tiempo lo conducen hacia la
socialización. El adolescente repite una fase esencial de la infancia: el bebé también es un ser
aislado, al menos hasta que puede afirmar su capacidad de relacionarse con objetos que escapan al control mágico. El infante adquiere la capacidad de reconocer y acoger con beneplácito la existencia de objetos que no forman parte de él, pero esto es un logro. El adolescente repite esta lucha.
Es como si debiera partir de un estado de aislamiento. Primero debe poner a prueba sus relaciones
sobre objetos subjetivos. De ahí que a veces los grupos de adolescentes de menor edad nos
parezcan aglomeraciones de individuos aislados que intentan -todos a la vez- formar un conjunto
mediante la adopción de ideas, ideales, modos de vestir y estilos de vida mutuos, como si pudieran
agruparse a causa de sus preocupaciones e intereses recíprocos. Por supuesto, pueden llegar a
constituir un grupo si son atacados como tal, pero es una agrupación reactiva que cesa al terminar la persecución. No es satisfactoria, porque carece de dinámica interna.
Este fenómeno del aislamiento y la necesidad de asociarse basándose en los intereses mutuos
imprimen un matiz especial a las experiencias sexuales de los adolescentes más jóvenes. Por lo
demás, ¿no es cierto acaso que en esta etapa el adolescente no sabe todavía si será homosexual,
heterosexual o simplemente narcisista? En verdad, puede ser doloroso para un adolescente
percatarse de que sólo se ama a sí mismo; esto puede ser peor para el varón que para la
muchacha, porque la sociedad tolera la presencia de elementos narcisistas en la adolescente, pero se muestra intolerante con el muchacho que se ama a sí mismo. A menudo ellos y ellas pasan por un largo período de incertidumbre acerca de si llegarán a tener impulsos sexuales.
En esta etapa, la masturbación compulsiva puede ser un esfuerzo reiterado por liberarse del sexo,
más que una forma de experiencia sexual. En otras palabras, puede ser un intento reiterado de
abordar un problema puramente fisiológico que se torna apremiante, antes de empezar a
comprender a fondo el significado de lo sexual. Las actividades heterosexuales u homosexuales
compulsivas también pueden servir, por cierto, para liberar la tensión sexual cuando aún no se ha
adquirido la capacidad de unión entre dos seres humanos completamente desarrollados. Es más
probable que esta unión aparezca primero en el juego sexual con meta inhibida, o bien en una
conducta afectuosa que haga hincapié en la dependencia o interdependencia.
Nos hallamos una vez más ante una pauta personal que aguarda el momento oportuno para unirse
a los nuevos desarrollos instintivos; empero, en el largo período de espera, los adolescentes tienen que hallar el modo de desahogar su tensión sexual. Por eso es previsible que los más jóvenes recurran a la masturbación compulsiva, aunque tal vez se sientan molestos por la insensatez de ese acto que ni siquiera les produce necesariamente placer y tiene sus complicaciones. Por supuesto, el investigador rara vez llega a conocer la verdad acerca de estas cuestiones tan secretas; un buen lema para él sería: «Quien haga preguntas, debe prever que le contestarán con mentiras».
El tiempo oportuno para la adolescencia
El hecho de que los adolescentes puedan serlo en el momento correcto, o sea, a la edad que
abarca el desarrollo de la pubertad, ¿no indica acaso una sociedad sana? Los pueblos primitivos
ocultan los cambios de la pubertad bajo diversos tabúes, o bien transforman al adolescente en
adulto en el lapso de algunas semanas o meses valiéndose de ciertos ritos y pruebas severas. En
nuestra sociedad actual, el adulto se forma mediante procesos naturales a partir del adolescente
que avanza impulsado por las tendencias de crecimiento. Esto significa muy probablemente que hoy en día el joven recién llegado a la edad adulta es un individuo fuerte, estable y maduro.
Claro está que debemos pagar un precio por esto, en tolerancia y paciencia. Además, este adelanto somete a la sociedad a una nueva tensión: para los adultos a los que les ha sido birlada su adolescencia, es afligente verse rodeados de muchachos y chicas que gozan de una adolescencia floreciente.
A mi entender, hay tres progresos sociales principales que, actuando en forma conjunta, han
alterado todo el clima en que se desenvuelven los adolescentes.
Las enfermedades venéreas ya no son un factor disuasivo
El fantasma de estas enfermedades ya no asusta a nadie. Las espiroquetas y los gonococos ya no son los agentes de un Dios castigador (como se creía, por cierto, hace cincuenta años). Ahora se pueden combatir con penicilina y otros antibióticos adecuados.
Recuerdo muy bien el caso de una muchacha a la que conocí después de la Primera Guerra
Mundial. Conversando conmigo, me dijo que el miedo a las enfermedades venéreas había sido el
único freno que le impidió convertirse en prostituta. Comenté que tal vez, algún día, esas
enfermedades podrían prevenirse o curarse, y ella replicó horrorizada que no imaginaba cómo
podría haber superado la adolescencia -que apenas había dejado atrás- sin ese miedo del que se
había valido para no desviarse del camino recto. Ahora es madre de una familia numerosa y se diría que es una persona normal, pero debió librar la lucha de su adolescencia y enfrentar el desafío de sus instintos. Fueron tiempos difíciles para ella; robó y mintió un poco, pero emergió como un adulto.
Los anticonceptivos
El avance de las técnicas anticonceptivas le ha dado al adolescente la libertad de explorar. Es una
nueva libertad, que le permite descubrir la sexualidad y la sensualidad no sólo aunque no desee ser padre o madre, sino también cuando expresamente quiere evitar que venga al mundo un bebé no deseado, que no tendrá buenos padres que lo críen. Por supuesto, siempre ocurren y seguirán
ocurriendo accidentes que derivan en abortos desgraciados y peligrosos, o en el nacimiento de hijos
ilegítimos.
No obstante, creo que al examinar el problema de la adolescencia debemos aceptar que el
adolescente moderno, si tiene ganas de hacerlo, puede explorar todo el campo de la vida sensual
sin sufrir la agonía psíquica provocada por la concepción accidental. Si bien ésta es una verdad a
medias, por cuanto aún resta la agonía psíquica vinculada al miedo a tener un accidente, este nuevo
factor ha alterado el problema en los últimos treinta años. Ahora percibimos que la agonía psíquica
no deriva tanto del miedo como del sentimiento de culpa individual. No quiero decir con esto que
todo niño nazca ya con un sentimiento de culpa, sino que el niño sano adquiere (mediante un
proceso muy complejo) un sentido de lo bueno y de lo malo y la capacidad de experiencias un
sentimiento de culpa. Además, cada niño tiene ideales propios y una noción de lo que desea para su futuro.
Aquí entran en juego poderosísimos factores conscientes e inconscientes, sentimientos y miedos
antagónicos que sólo pueden explicarse en función de la fantasía total del individuo. Por ejemplo,
una muchacha se sintió compelida a endilgarle a su madre dos hijos ilegítimos antes de sentar
cabeza, casarse y fundar una familia. Lo hizo motivada, entre otras cosas, por un deseo de
venganza relacionado con el lugar que ella ocupaba en su familia y por la idea de que le «debía» dos bebés a su madre; sentíase obligada a saldar esta deuda antes de iniciar una vida independiente. A esta edad -y, a decir verdad, en todas las edades- las motivaciones conductales pueden ser extremadamente complejas y cualquier simplificación faltaría a la verdad. Por suerte, en la mayoría de los casos de adolescentes en dificultades, la actitud de la familia (de por sí compleja) refrena las actuaciones alocadas y ayuda al adolescente a superar los episodios desagradables.
Se terminaron las guerras
La bomba de hidrógeno tal vez esté produciendo cambios aun más profundos que las dos
características de nuestra época que acabo de mencionar. La bomba atómica afecta la relación
entre la sociedad adulta y la marea de adolescentes que parece entrar permanentemente en ella. La nueva bomba no es tanto el símbolo de un episodio maníaco, de un momento de incontinencia
infantil expresado mediante una fantasía hecha realidad: el furor convertido en destrucción efectiva.
La pólvora ya simbolizó todo esto, así como los aspectos más profundos de la locura, y hace ya
mucho tiempo que el mundo fue alterado por la invención de ese polvo que transformaba la magia
en realidad. La consecuencia más trascendental de la amenaza de una guerra nuclear es que de
hecho significa que no habrá otra guerra. Se argüirá que en cualquier momento podría estallar un
conflicto en algún lugar del mundo, pero, a causa de la nueva bomba, sabemos que ya no podremos resolver un problema social organizándonos para librar una nuera-guerra. Por consiguiente, ya no hay nada que justifique impartir una severa disciplina militar o naval. No podemos proporcionarla a nuestros jóvenes, ni justificar su inculcación en nuestros niños, a menos que apelemos a una parte de nuestra personalidad que debemos llamar cruel o vengativa.
Ya no tiene sentido tratar a nuestros adolescentes difíciles preparándolos para luchar por su patria y su rey. Hemos perdido un recurso que estábamos habituados a usar, y tal pérdida nos retrotrae violentamente a este problema: existe algo llamado adolescencia, que constituye de por sí un hecho concreto, y la sociedad debe aprender a convivir con ella.
Podría decirse que la adolescencia es un estado de prepotencia. En la vida imaginativa del hombre,
la potencia no es una mera cuestión de rol activo y rol pasivo en el acto sexual, sino que incluye la
idea del hombre que triunfa sobre otro hombre y la admiración de la adolescente por el vencedor.
Creo que ahora tendremos que envolver todo esto en la mística de café y los ocasionales tumultos
en que se echa mano al cuchillo. Hoy en día la adolescencia tiene que contenerse -más aún: debe
contenerse como nunca se vio obligada a hacerlo hasta ahora- y hemos de tener en cuenta que
posee un potencial bastante violento.
Cuando pensamos en las atrocidades que comete de vez en cuando la juventud moderna, debemos contraponerle todas las muertes y crueldades que ocasionaría esa guerra que ya no estallará, toda la sexualidad liberada en cada guerra que hemos tenido y que ya no tendremos. Así pues, la adolescencia ha venido para quedarse… y con ella han venido la violencia y la sexualidad
inherentes.
Los tres cambios enumerados se cuentan entre los que están actuando sobre nuestras actuales
preocupaciones sociales. Una de las primeras lecciones que debemos aprender es ésta: el
adolescente no es un personaje al que podamos echar del escenario a empellones, valiéndonos de tejemanejes falsos.
La lucha por sentirse real
La negativa a aceptar soluciones falsas, ¿no es acaso una característica primordial de los
adolescentes? Su feroz moralidad sólo acepta lo que se siente como algo real. Esta moralidad, que
caracteriza igualmente a la infancia, llega mucho más hondo que la perversidad y tiene por lema «Sé fiel a ti mismo». El adolescente está empeñado en tratar de encontrar ese self o «sí-mismo» al que debe ser fiel.
Esto se relaciona con un hecho que ya he mencionado: la cura para la adolescencia es el paso del
tiempo, lo cual significa muy poco para el adolescente que rechaza una cura tras otra porque
encuentra en ellas algún elemento falso. Una vez que puede admitir que transigir es una actitud
permisible, quizá descubra diversos modos de suavizar la inflexibilidad de las verdades esenciales.
Por ejemplo, una solución es identificarse con figuras parentales o alcanzar una madurez sexual
prematura; puede producirse un desplazamiento del énfasis de la violencia a las proezas deportivas, o bien de las funciones corporales a los logros o realizaciones intelectuales. Por lo general los adolescentes rechazan estos tipos de ayuda, porque todavía no son capaces de aceptar la transigencia. En cambio, tienen que atravesar lo que podríamos denominar una fase de desaliento malhumorado, durante la cual se sienten fútiles.
Al decir esto pienso en un muchacho que vive con su madre en un departamento pequeño. Es muy
inteligente, pero desperdicia las oportunidades que le brinda la escuela secundaria. Pasa las horas
tendido en su cama, amenazando con tomar una sobredosis de algo y escuchando melancólicos
discos de jazz. A veces echa llave a la puerta del departamento y su madre debe llamar a la policía
para que la ayude a entrar. Tiene muchos amigos; cuando vienen todos, trayendo comida y cerveza, el departamento se anima repentinamente. La fiesta puede durar toda una noche o un fin de semana y en ella abunda bastante el sexo. El muchacho tiene una amiga estable y sus impulsos
suicidas se relacionan con las ideas que le rondan por la supuesta indiferencia de ella.
Le falta una figura paterna pero, en realidad, ignora esta carencia. No sabe qué quiere ser, lo cual
aumenta su sentimiento de futilidad. No le faltan oportunidades, pero las pasa por alto. No puede
dejar a su madre, pese a que ambos están cansados de soportarse mutuamente.
El adolescente que evita toda solución de compromiso, en especial el recurrir a identificaciones y
experiencias vicarias, debe partir de la nada, desechando por entero los trabajosos logros de la
historia de nuestra cultura. Los vemos pugnar por empezar desde el principio, como si no pudieran
tomar nada de nadie. Forman grupos basándose en uniformidades de menor importancia y en
ciertos aspectos superficiales visibles de cada grupo, que varían con la edad y el lugar de
residencia. Buscan una forma de identificación que no los traicione en su lucha por conquistar una
identidad, por sentirse reales, por no amoldarse a un rol asignado por los adultos y, en cambio,
pasar por todos los procesos y experiencias necesarios, sean cuales fueren. Se sienten irreales,
salvo en tanto rechacen las soluciones falsas, y eso los induce a hacer ciertas cosas que son
demasiado reales desde el punto de vista de la sociedad.
Por cierto que la sociedad queda atrapada, y en grado sumo, en esa curiosa mezcla de desafío y
dependencia que caracteriza a los adolescentes. Quienes se ocupan de ellos se preguntan,
perplejos, cómo pueden mostrarse desafiantes hasta cierto punto y, al mismo tiempo, manifestar
una dependencia pueril y aun infantil. Además, los padres se dan cuenta de que están
desembolsando su dinero para posibilitar la actitud desafiante de sus hijos aunque, por supuesto,
son ellos quienes sufren las consecuencias de esos desafíos. Este es un buen ejemplo de cómo los que teorizan, escriben y hablan operan en un estrato diferente de aquel en que viven los
adolescentes. Los progenitores o sus sustitutos afrontan apremiantes problemas de manejo. No les preocupa la teoría, sino el impacto recíproco entre el adolescente y su padre.
Por consiguiente, podemos hacer una lista parcial de las necesidades que atribuiríamos a los
adolescentes: La necesidad de evitar la solución falsa, de sentirse reales o de tolerar el no sentir absolutamente nada.
La necesidad de desafiar, en un medio en que se atiende a su dependencia y ellos pueden confiar
en que recibirán tal atención.
La necesidad de aguijonear una y otra vez a la sociedad, para poner en evidencia su antagonismo y poder responderle de la misma manera.
Salud y enfermedad
Las manifestaciones del adolescente normal guardan relación con las de varios tipos de enfermos.
Por ejemplo, la idea de repudiar las soluciones falsas se corresponde con la incapacidad de transigir del paciente esquizofrénico; con esto contrasta la ambivalencia psiconeurótica, así como la impostura y el autoengaño que hallamos en personas sanas. Hay una correspondencia entre la
necesidad de sentirse real, por un lado, y los sentimientos de irrealidad asociados a la depresión
psicótica y la despersonalización, por el otro. También la hay entre la necesidad de desafiar y un
aspecto de la tendencia antisocial, tal como se manifiesta en la delincuencia.
De esto se infiere que en un grupo de adolescentes las diversas tendencias suelen ser
representadas por los individuos más enfermos. Un miembro del grupo toma una sobredosis de una droga; otro guarda cama, afectado por la depresión; un tercero echa mano fácilmente a su navaja.
En cada caso, detrás del individuo enfermo, cuyo síntoma extremo ha hecho intrusión en la
sociedad, se agrupa una pandilla de adolescentes aislados. Aun así, la mayoría de estos individuos –
lleguen o no a participar en acciones grupales-, aunque tienen una tendencia antisocial, carecen del impulso suficiente por debajo de ella, para traducir el síntoma en actos molestos y provocar una reacción social. El enfermo tiene que actuar por los otros.
Digámoslo una vez más: si el adolescente ha de superar esta etapa de su desarrollo por medio de
un proceso natural, debemos prever que ocurrirá un fenómeno al que podríamos llamar «fase de
desaliento malhumorado del adolescente». La sociedad tiene que incluir este fenómeno entre sus
características permanentes, tolerarlo e ir a su encuentro, pero no debe curarlo. Cabe preguntarse si nuestra sociedad es lo bastante sana como para hacer esto.
Un hecho viene a complicar la cuestión: algunos individuos (ya sean psiconeuróticos, depresivos o esquizofrénicos) están demasiado enfermos para alcanzar una etapa de desarrollo emocional que pueda denominarse adolescencia, o sólo pueden llegar a ella de un modo muy distorsionado. Me ha sido imposible incluir en esta breve exposición un cuadro de la enfermedad psiquiátrica grave, tal como se presenta en este nivel de edad. No obstante, hay un tipo de enfermedad que no se puede dejara un lado en ninguna exposición referente a la adolescencia: la delincuencia.
Aquí volvemos a percibir una estrecha relación entre las dificultades normales de la adolescencia y la anormalidad que podríamos denominar «tendencia antisocial». La diferencia entre ambas no
radica tanto en sus respectivos cuadros clínicos, sino más bien en la dinámica (o sea, en el origen) de cada una. En la base de la tendencia antisocial siempre hay una deprivación. Quizás haya consistido simplemente en que, en un momento crítico, la madre se hallaba deprimida o en un
estado de retraimiento, o bien se desintegró la familia. Hasta una deprivación leve puede someter
las defensas disponibles a una tensión y esfuerzo excesivos y acarrear consecuencias duraderas, si ocurre en un momento difícil de la vida de un niño. Detrás de la tendencia antisocial siempre está la historia de una vida hasta cierto punto sana, en la que se produjo un corte tras el cual la situación nunca volvió a ser como antes. El niño antisocial busca de una manera u otra, con dulzura o violencia, el modo de lograr que el mundo reconozca la deuda que tiene hacia él; para ello, trata de inducirlo a reformar la estructura o marco roto. Lo repito una vez más: la deprivación está en la base de la tendencia antisocial.
No podemos decir que en la base de una adolescencia sana (tomada en un sentido general) haya
una deprivación inherente; con todo, hay algo difuso, igual a la deprivación pero cuyo grado de
intensidad no llega a imponer una tensión y esfuerzo excesivos a las defensas disponibles. Esto
significa que los miembros extremos del grupo con el que se identifique el adolescente actuarán en
nombre de todos sus integrantes. La dinámica de este grupo que se sienta a escuchar blues, o lo
que esté de moda, tiene que contener toda clase de elementos propios de la lucha del adolescente:
el robo, los cuchillos o navajas, las fugas y las violaciones de domicilio.
Si no pasa nada, los jóvenes que integran el grupo empiezan a sentirse inseguros de la realidad de
su protesta; con todo, en sí mismos no están suficientemente perturbados como para cometer un
acto antisocial. Pero si en el grupo hay una chica o muchacho antisocial que esté dispuesto a
cometer un acto de tal índole que provoque una reacción social, todos los demás se sentirán
inducidos a unírsele, se sentirán reales, y esto le proporcionará al grupo una estructura temporaria.
Cada uno será leal al individuo extremadamente antisocial que haya actuado en nombre del grupo y le prestará apoyo, aunque ninguno habría aprobado lo hecho por él.
Creo que este principio se aplica al uso de otros tipos de enfermedad. La tentativa de suicidio de un miembro del grupo es muy importante para todos los demás; lo mismo puede decirse cuando uno de ellos no puede levantarse de la cama, paralizado por la depresión. Todos están al tanto de lo que está sucediendo. Este acontecer pertenece a todo el grupo. La composición de éste varía, sus integrantes pasan de un grupo a otro, pero por alguna razón cada uno de estos adolescentes utiliza a los miembros extremos del grupo para ayudarse a sí mismo a sentirse real, en su lucha por soportar este período de desaliento malhumorado.
Todo se reduce al problema de cómo ser adolescente durante la adolescencia. Serlo es todo un
desafío para cualquiera. Esto no significa que nosotros, los adultos, debamos decir constantemente:
«¡Miren a esos queridos muchachitos que pasan por su adolescencia! Tenemos que tolerarles todo y dejar que rompan nuestras ventanas». El meollo del asunto no es éste, sino que ellos nos desafían y nosotros respondemos al reto como parte de las funciones de la vida adulta. Insisto en señalar que respondemos al desalo, en vez de dedicarnos a curar algo intrínsecamente saludable.
La gran amenaza del adolescente es la que va dirigida a esa pequeña parte de nosotros mismos
que no ha tenido una adolescencia efectiva. Ese pedacito de nuestro ser hace que miremos con
resentimiento a quienes son capaces de tener su fase de desaliento malhumorado, y que deseemos encontrar una solución para ellos. Hay centenares de soluciones falsas. Todo cuanto digamos o hagamos estará mal. Nos equivocaremos al prestarles apoyo y nos equivocaremos al retirárselo.
Quizá nos atrevamos a no ser «comprensivos». Con el tiempo, descubrimos que ese muchacho o
esa chica ha salido de la fase de desaliento malhumorado y ya es capaz de identificarse con sus
progenitores, con grupos más amplios y con la sociedad, sin sentirse amenazado de muerte, sin
temor a desaparecer como individuo.