Obras de Blanchot, Maurice: LA LITERATURA Y EL DERECHO A LA MUERTE (cuarta parte)

LA LITERATURA Y EL DERECHO A LA MUERTE

Volver a ¨LA LITERATURA Y EL DERECHO A LA MUERTE (tercera parte)¨

Mi lenguaje sin duda no mata a nadie. Sin embargo: cuando digo “esta mujer”, la muerte real se anuncia y está presente ya en mi lenguaje; mi lenguaje quiere decir que esta persona, que está aquí, ahora, puede ser separada de sí misma, sustraída de su presencia y su existencia y hundida de pronto en una nada de existencia y de presencia; mi lenguaje significa en esencia la posibilidad de esa destrucción; en todo momento es alusión resuelta a ese acontecimiento. Mi lenguaje no mata a nadie. Mas si esta mujer no fuera en realidad capaz de morir, si a cada momento de su vida no estuviera amenazada de muerte, vinculada y unidad a ella por un vínculo de esencia, yo no podría realizar esa negación ideal, ese asesinato diferido que es mi lenguaje.

Por tanto, es precisamente exacto decir: cuando hablo, la muerte habla en mí. Mi palabra es la advertencia de que, en este mismo momento, la muerte anda suelta por el mundo y que, entre yo que hablo y el ser al que interpelo ha surgido bruscamente: está entre nosotros como la distancia que nos separa, pero esta distancia es también lo que nos impide estar separados, pues en ella es condición de todo entendimiento. Sólo la muerte me permite aprehender lo que quiero alcanzar; es en las palabras la única posibilidad de su sentido. Sin la muerte, todo se hundiría en el absurdo y en la nada.

De esta situación resultan diversas consecuencias. Está claro que en mí el poder hablar está vinculado también a mi falta de ser. Me nombro, es como si entonara mi canto fúnebre: me separo de mí mismo. Ya no soy mi presencia ni mi realidad, sino una presencia objetiva, impersonal, la de mi nombre, que me rebasa y cuya inmovilidad petrificada hace para mí exactamente las veces de una lápida sepulcral que pesa sobre el vacío. Cuando hablo, niego la existencia de lo que digo, pero niego también la existencia de quien lo dice: si bien revela al ser en su existencia, mi palabra afirma, de esa revelación, que se hace a partir de la inexistencia de quien la hace, de su facultad de alejarse de sí mismo, de ser distinto de su ser. Por eso, porque empieza el lenguaje verdadero, es preciso que la vida que va a llevar a ese lenguaje haya tenido la experiencia de su nada, que haya “temblado en las profundidades, y que haya vacilado todo lo que en ella era fijo y estable”. El lenguaje sólo comienza con el vacío; no habla ninguna plenitud, ninguna certidumbre; a quien se expresa le hace falta algo esencial. La negación va ligada al lenguaje. En el punto de partida, no hablo para decir algo, sino que una nada pide hablar, nada habla, nada encuentra su ser en la palabra y no es nada el ser de la palabra. Esta fórmula explica por qué el ideal de la literatura pudo ser el siguiente: no decir nada, hablar para no decir nada. No son sueños de un nihilismo de lujo. El lenguaje se da cuenta de que debe su sentido, no a lo que existe, sino a su alejamiento de la existencia, y tiene la tentación de atenerse a ese alejamiento, de querer alcanzar la negación en ella misma y de hacer de nada todo. Si de las cosas únicamente se habla diciendo aquello por lo que no son nada, pues bien, no decir nada es la única esperanza de decirlo todo.

Como es natural, esperanza difícil. El lenguaje corriente llama gato a un gato, como si fueran lo mismo el gato vivo y su nombre, como si el hecho de nombrarlo no consistiera en conservar de él sólo su ausencia, lo que no es. No obstante, el lenguaje corriente tiene razón por un momento en que, si bien la palabra excluye la existencia que designa, aún se vincula a ella por la inexistencia hecha esencia de esa cosa. Nombrar al gato es, si se quiere, hacer de él un no gato, un gato que ha dejado de existir, de ser el gato vivo, pero no por ello equivale a hacerlo un perro, ni tampoco un no perro. Es la primera diferencia entre el lenguaje común y el lenguaje literario. El primero admite que, una vez que la no existencia del gato pasa a la palabra, el propio gato resucita plenamente y por supuesto como su idea (su ser) y su sentido: la palabra le restituye, en el plano del ser (la idea), toda la certidumbre que tenía en el plano de la existencia. Y esa certidumbre incluso es mayor: si acaso, las cosas pueden transformarse, suelen dejar de ser lo que son, siguen siendo hostiles, inutilizables, inaccesibles; pero el ser de las cosas, su idea, no cambia: la idea es definitiva, segura, incluso se la considera eterna. Retengamos pues las palabras sin volver a las cosas, no las soltemos, no vayamos a creerlas enfermas. Entonces estaremos tranquilos.

El lenguaje común sin duda tiene razón, es el precio de la tranquilidad. Pero el lenguaje literario está hecho de inquietud, está hecho también de contradicciones. Su posición es poco estable y poco sólida. Por una parte, en una cosa, sólo le interesa su sentido, su ausencia, y a esta ausencia quisiera alcanzarla de manera absoluta en sí y por sí misma, queriendo alcanzar en general el movimiento indefinido de la comprensión. Por lo demás, observa que la palabra gato no sólo es la no existencia del gato, sino la no existencia hecha palabra, es decir una realidad perfectamente determinada y objetiva. Ve en ello una dificultad e incluso una mentira. ¿Cómo puede esperar haber cumplido su misión, porque ha traspuesto la irrealidad de la cosa en la realidad del lenguaje? ¿Cómo podrían la ausencia infinita de la comprensión aceptar confundirse con la presencia limitada y de corto alcance de una sola palabra? ¿Y no se equivocará el lenguaje cotidiano que quiere convencernos al respecto? En efecto, se equivoca y nos engaña. La palabra no basta para la verdad que contiene. Tomémosnos la molestia de escuchar una palabra: en ella lucha y trabaja la nada, cava, se esfuerza sin descanso, buscando una salida, haciendo nulo lo que la encierra, inquietud infinita, vigilancia sin forma y sin nombre. Ya se ha roto el sello que retenía a esa nada dentro de los límites de la palabra y bajo las especies de su sentido; he aquí que se abre la entrada a otros nombres, menos fijos, aún indecisos, más capaces de conciliarse con la libertad salvaje de la esencia negativa, de los conjuntos inestables, ya no de los términos, sino su movimiento, deslizamiento sin fin de “giros” que no llegan a ninguna parte. Así nace la imagen que no designa directamente a la cosa, sino a lo que no es la cosa, a lo que habla del perro y no del gato. Así empieza esa persecución, por la cual todo el lenguaje, en movimiento, es llamado para hacer justicia a la exigencia inquieta de una sola cosa privada del ser, la que, tras haber oscilado entre cada palabra, trata de reaprehenderlas todas para negarlas todas a la vez, a fin de que designen, hundiéndose en él, a ese vacío que no pueden ni llenar ni representar.

Si se limitara a eso, la literatura tendría ya una tarea extraña y embarazosa. Pero no lo hace. Recuerda el primer nombre que habría sido ese crimen del que habla Hegel. Mediante la palabra, “el existente” ha sido llamado fuera de su existencia y se ha hecho ser. El Lazaro, veni foras ha hecho salir la oscura realidad cadavérica de su fondo original y, a cambio, sólo le ha dado la vida del espíritu. El lenguaje sabe que su reino es el día y no la intimidad de lo irrevelado; sabe que algo debe ser excluido para que empiece el día, para que sea ese Oriente que entrevió Hölderlin, no la luz hecha reposo de mediodía, sino la fuerza terrible mediante la cual los seres llegan al mundo y se iluminan. La negación sólo puede realizarse a partir de la realidad de lo que niega; el lenguaje obtiene su valor y su orgullo de ser la realización de esa negación; más, en un principio, ¿qué se ha perdido? El tormento del lenguaje es aquello de lo que carece por la necesidad que tiene de ser lo que le falta. Ni siguiera puede nombrarlo.

Quien ve a Dios muere. En la palabra muere lo que da vida a la palabra; la palabra es la vida de esa muerte, es “la vida que lleva en sí la muerte y en ella se mantiene”. Facultad admirable. Pero algo estaba allí, que ya no existe. Algo ha desaparecido. ¿Cómo encontrarlo, cómo volverme hacia lo que es antes, si todo mi poder consiste en hacer de él lo que es después? El lenguaje de la literatura es la búsqueda de ese momento que la precede. En general, ella nombra a la existencia; quiere al gato cual existe, al guijarro como idea preconcebida de cosa, no al hombre, sino a este hombre y, en éste, a lo que el hombre rechaza para decirlo, lo que es fundamento de la palabra y que la palabra excluye para hablar, el abismo, el Lázaro de la tumba y no el Lázaro devuelto a la luz, el que ya huele mal, el que es el Mal, el Lázaro perdido y no el Lázaro salvado y resucitado. ¡Digo: una flor! Pero, en la ausencia en que la cito, por el olvido al que relego la imagen que me da, en el fondo de esa palabra que pesa, que surge de sí misma como algo desconocido, convoco con pasión a la oscuridad de esa flor, a ese perfume que me atraviesa y que no respiro, a ese polvo que me impregna pero que no veo, a ese color que es rastro y no luz. ¿Dónde radica entonces mi esperanza de alcanzar lo que rechazo? En la materialidad del lenguaje, en el hecho de que las palabras también son cosas, una naturaleza, lo que me es dado y que me da más de lo que comprendo. Hace poco, la realidad de las palabras era un obstáculo. Ahora, es mi única oportunidad. El nombre deja de ser el paso efímero de la no existencia para ser una bola concreta, un macizo de existencia; abandonando ese sentido que quería ser únicamente, el lenguaje trata de hacerse insensato. Todo lo que es físico desempeña el papel más importante: el ritmo, el peso, la masa, la figura, y luego el papel sobre el cual se escribe, el rastro de la tinta, el libro. Sí, por fortuna, el lenguaje es una cosa: es la cosa escrita, un trozo de corteza, un pedazo de roca, un fragmento de arcilla en que subsiste la realidad de la tierra. La palabra actúa, no como una fuerza ideal, sino como una fuerza oscura, como un encantamiento que restringe a las cosas, que las hace en realidad presentes fuera de sí mismas. Es un elemento, una parte apenas desprendida del medio subterráneo: ya no un nombre, sino un momento del anonimato universal, una afirmación en bruto, el estupor del frente a frente en el fondo de las sombras. Y, por ello, el lenguaje exige jugar su juego sin el hombre que lo ha formado. La literatura prescinde ahora del escritor: ya no es esa inspiración que trabaja, esa negación que se afirma, ese ideal que se inscribe en el mundo como perspectiva absoluta de la totalidad del mundo. No es más allá del mundo, pero tampoco es mundo: es la presencia de las cosas, antes de que el mundo sea, su perseverancia cuando el mundo ha desaparecido, el empecinamiento de lo que subsiste cuando todo se borra y el embotamiento de lo que aparece cuando no hay nada. Por eso no se confunde con la conciencia que aclara y que decide; es mi conciencia sin mí, pasividad radiante de las sustancias minerales, lucidez del fondo de la torpeza. No es la noche; es la obsesión de la noche; no la noche, sino la conciencia de la noche que vela sin descanso para sorprenderse y por esa causa se disipa sin reposo. No es el día, es el lado del día que éste ha desechado para hacerse luz. No es tampoco la muerte, pues en ella la existencia se muestra sin el ser, la existencia que queda bajo la existencia, como una afirmación inexorable, sin principio y sin final, la muerte como imposibilidad de morir.

Haciéndose impotencia para revelar, la literatura quisiera ser revelación de lo que la revelación destruye. Esfuerzo trágico. La literatura dice: Ya no represento, soy; no significo, presento. Pero la voluntad de ser una cosa, esa negativa a querer decir inmersa en palabras trocadas en sal, en fin, ese destino que es siendo lenguaje de nadie, escritura de ningún escritor, luz de una conciencia privada de yo, ese esfuerzo insensato por refugiarse en sí misma, por disimularse detrás del hecho de que aparece, todo ello es ahora lo que manifiesta y lo que muestra. Si fuera tan muda como la lápida, tan pasiva como el cadáver que yace bajo esa lápida, la decisión de perder la palabra seguiría leyéndose sobre la lápida y bastaría para despertar a ese falso muerto.

La literatura enseña que no puede superarse hacia su propio fin: se esquiva, no se traiciona. Sabe que es ese movimiento mediante el cual lo que desaparece aparece sin cesar.

Cuando nombra, se suprime lo que designa; pero lo que se suprime se mantiene y la cosa encontró (en el ser que es la palabra) un refugio más que una amenaza. Cuando se niega a nombrar, cuando del nombre hace una cosa oscura, insignificante, testigo de la oscuridad primordial, lo que aquí ha desaparecido –el sentido del nombre– se destruye sin discusión, pero en su lugar ha surgido la significación en general, el sentido de la insignificancia incrustada en la palabra como expresión de la oscuridad de la existencia, de suerte que, si el sentido preciso de las palabras se ha desvanecido, ahora se afirma la propia posibilidad de significar, la capacidad vacía de dar un sentido, extraña luz impersonal.

Negando el día, la literatura reconstruye el día como fatalidad; afirmando la noche, encuentra la noche como imposibilidad de la noche. Ahí radica su descubrimiento. Cuando es luz del mundo, el día nos ilumina lo que nos deja ver: es capacidad para captar, para vivir, respuesta “comprendida” en cada pregunta. Mas si pedimos que el día se explique, si llegamos a recusarlo para saber lo que hay antes del día, bajo el día, entonces descubrimos que ya está presente, y lo que está antes del día sigue siendo el día, pero como impotencia de desaparecer y no como capacidad de hacer aparecer, como necesidad oscura y no como libertad que ilumina. Por tanto, la naturaleza de lo que está antes del día, de la existencia prediurna, es la cara oscura del día y esa cara oscura no es el misterio revelado de su principio, es su presencia inevitable, un “No existe el día” que se confunde con un “El día ya existe”, pues su aparición coincide con el momento en que aún no ha aparecido. El día, en el transcurso del día, nos permite escapar de las cosas, nos hace comprenderlas y, haciendo que las comprendamos, las hace transparentes y nulas, pero el día es aquello de lo que no se escapa: en él somos libres, pero él mismo es fatalidad y el día como fatalidad es el ser de lo que está antes del día, la existencia de la que hay que alejarse para hablar y para comprender.

Desde cierto punto de vista, la literatura se divide en dos vertientes. Se orienta hacia el movimiento de negación mediante el cual las cosas son separadas de sí mismas y destruidas para ser conocidas, sometidas, comunicadas. La literatura no se contenta con acoger este movimiento de negación en sus resultados fragmentarios y sucesivos: quiere captarlo en sí mismo y quiere obtener sus resultados en su totalidad. Si se supone que la negación tuvo razón en todo, las cosas reales, consideradas una por una, remiten sin excepción a ese todo irreal que constituyen juntas, al mundo que les da sentido como totalidad, y este punto de vista es el que la literatura tiene por suyo, considerando a las cosas desde el punto de vista de ese todo aún imaginario que éstas constituirían en realidad si la negación pudiera realizarse. De ahí el irrealismo, la sombra que es su presa. De ahí su desconfianza de las palabras, su necesidad de aplicar al lenguaje mismo el movimiento de negación y de agotarlo, también, realizándolo como un todo, a partir del cual cada palabra no sería nada.

Pero hay una segunda vertiente. La literatura es entonces la preocupación por la realidad de las cosas, por su existencia desconocida, libre y silenciosa; es su inocencia y su presencia prohibida, el ser que se ofusca ante la revelación, el desafío de lo que no quiere producirse afuera. Por ese camino, simpatiza con la oscuridad, con la pasión sin meta, con la violencia sin derecho, con todo lo que, en el mundo, parece perpetuar la negativa de surgir ante el mundo. Por ése, también, se alía a la realidad del lenguaje, hace de él una materia sin contorno, un contenido sin forma, una fuerza caprichosa que no dice nada, que no revela nada y se contenta con anunciar, mediante su negativa a decir algo, que procede de la noche y que a la noche vuelve. Esta metamorfosis no es fallida en sí. Es muy cierto que las palabras se transforman. Ya no significan la sombra, la tierra, ya no representan la ausencia de la sombra y de la tierra que es el sentido, la claridad de la sombra, la transparencia de la tierra: la opacidad es su respuesta; el roce de las alas que se cierran su palabra; la gravedad material se presenta en ellas con la densidad asfixiante de un cúmulo silábico que perdió todo sentido. Tuvo lugar la metamorfosis. Más, por encima del cambio que ha solidificado, petrificado y pasmado a las palabras, en esa metamorfosis reaparecen el sentido de esa metamorfosis y el sentido que tienen de su aparición como cosa o incluso, si eso ocurre, como existencia vaga, indeterminada, inaprensible, donde nada aparece, sino de la profundidad sin apariencia. La literatura triunfó a las claras sobre el sentido de las palabras, pero lo que encontró en las palabras consideradas al margen de su sentido fue el sentido hecho cosa: es, así, el sentido, desligado de sus condiciones, separado de sus momentos, errante como un poder vacío, con el que nada se puede hacer, poder sin poder, simple impotencia de dejar de ser, pero que, por ese motivo, parece la determinación propia de la existencia indeterminada y privada de sentido. En ese esfuerzo, la literatura no se limita a encontrar dentro lo que quiso abandonar en el umbral. Pues lo que encuentra, en calidad de interior, es el exterior que, de salida que era ha pasado a imposibilidad de salir y, en calidad de oscuridad de la existencia, es el ser del día que, de luz explicativa y creadora de sentido, se ha hecho hostigamiento de lo que no se puede dejar de comprender y obsesión asfixiante de una razón sin principio, sin comienzo, de la que no se puede dar razón. La literatura es esa vivencia mediante la cual la conciencia descubre su ser en su impotencia de perder conciencia, en el movimiento en que, desapareciendo, arrancándose a la puntualidad de un yo, se reconstituye, más allá de la inconciencia, en una espontaneidad impersonal, obstinación de un saber despavorido, que nada sabe, que nadie sabe y al que la ignorancia encuentra siempre tras de sí como su sombra trasmutada en mirada.

Se puede entonces acusar al lenguaje de ser una repetición interminable de palabras, en vez del silencio que se orientaba a alcanzar. Asimismo, reprocharle que se hunda en los convencionalismos de la literatura, cuando quería absorberse en la existencia. Es cierto. Pero esa repetición interminable de palabras sin contenido, esa continuidad de la palabra a través de un inmenso saqueo de palabras, es precisamente la naturaleza profunda del silencio que habla hasta en el mutismo, que es palabra vacía de palabras, eco siempre parlante en mitad del silencio. Y asimismo, ciega vigilancia que, queriendo escapar de sí misma, cada vez se hunde más en su propia obsesión, la literatura es la única traducción de la obsesión de la existencia, si ésta es la imposibilidad misma de salir de la existencia, el ser que siempre es relegado al ser, lo que en la profundidad sin fondo ya está en el fondo, abismo que es aún fundamento del abismo, recurso contra el cual no hay recurso. [IV]

La literatura se divide entre esas dos pendientes. La dificultad es que, aunque en apariencia inconciliables, no conducen a obras ni a metas distintas y que el arte que pretende seguir una vertiente está ya del otro lado. La primera vertiente es la de la prosa significativa. El objetivo es expresar las cosas en un lenguaje que las designe por su sentido. Todo el mundo habla así; muchos escriben como se habla. Mas, sin dejar ese lado del lenguaje, llega un momento en que el arte percibe la deshonestidad de la palabra corriente y se aparta de ella. ¿Qué le reprocha? Es que carece de sentido, dice: le parece una locura creer que, en cada palabra, una cosa esté perfectamente presente por la ausencia que la determina, y se pone en pos de un lenguaje en que esa propia ausencia sea recobrada y la comprensión representada en su movimiento sin fin. No insistamos en esta actitud, la hemos descrito con detenimiento. Pero, de ese arte, ¿qué se puede decir? ¿Que es búsqueda de una forma pura, vana preocupación por las palabras huecas? Todo lo contrario: ve sólo el sentido verdadero; le preocupa sólo salvaguardar el movimiento mediante el cual ese sentido se resuelve en verdad. Para ser justos, hay que considerarla más significativa que ninguna prosa corriente, la que sólo vive de falsos sentidos: nos representa el mundo, nos enseña a descubrir su ser total, es el trabajo de lo negativo en el mundo y para el mundo. ¿Cómo no admirarlo como arte que actúa, vivo y claro por excelencia? Sin duda alguna. Pero entonces es preciso apreciar como tal a Mallarmé que en él es el maestro.

En la otra vertiente también se encuentra Mallarmé. De una manera general se congregan ahí los que llamamos poetas. ¿Por qué? Porque se interesan en la realidad del lenguaje, porque no se interesan en el mundo, sino en lo que serían las cosas y los seres si no hubiera mundo; porque se entregan a la literatura como a un poder impersonal que sólo trata de hundirse y sumergirse. Si ésa es la poesía, al menos sabremos por qué hay que retirarla de la historia, al margen de la cual deja oír un zumbido de insecto, y sabremos también que ninguna obra que se deje ir por esa pendiente hacia el abismo se puede llamar obra de prosa. Más, ¿qué hay al respecto? Todos comprendemos que la literatura no se divide, y que escoger de manera precisa su lugar en ella, convencerse de que en realidad se está donde se ha querido estar equivale a exponerse a la confusión más grande, pues la literatura insidiosamente nos ha hecho pasar de una a otra vertiente, nos ha cambiado en lo que no éramos. Esa es su perfidia, ésa también su verdad retorcida. Un novelista escribe en la prosa más transparente, describe hombres que habríamos podido conocer y gestos que son los nuestros: su objetivo, dice, es expresar, a la manera de Flaubert, la realidad de un mundo humano. Ahora bien, ¿cuál es, a fin de cuentas, el único asunto de su obra? El horror de la existencia privada de mundo, el proceso mediante el cual lo que deja de ser sigue siendo, lo que se olvida tiene siempre cuentas pendientes con la memoria, lo que muere sólo encuentra la imposibilidad de morir, lo que quiere alcanzar el más allá siempre está más acá. Ese proceso es el día hecho fatalidad, la conciencia cuya luz ya no es la lucidez de la vigilia sino el estupor de la ausencia de sueño, es la existencia sin el ser, tal como la poesía pretende reaprehenderla detrás del sentido de las palabras que la recusan.

Y he aquí a un hombre que más que escribir observa: pasea por un bosque de pinos, mira una avispa, recoge una piedra. Diríase un sabio, pero el sabio desaparece ante lo que sabe, a veces ante lo que quiere saber, hombre que aprende por cuenta de los hombres: ha pasado del lado de los objetos, ora es agua, ora un guijarro, ora un árbol y, cuando observa, es por cuenta de las cosas; cuando describe, es la cosa misma que se describe. Ahora bien, en ello radica el rasgo sorprendente de esa transformación, pues ser un árbol sin duda es posible y hacerlo hablar, ¿qué escritor no lo lograría? Mas el árbol de Francis Ponge es un árbol que ha observado a Francis Ponge y se describe tal como imagina que éste podría describirlo. Extrañas descripciones. En ciertos aspectos, parecen del todo humanas: es que el árbol conoce la debilidad de los hombres que sólo hablan de lo que saben; pero todas esas metáforas tomadas del pintoresco mundo humano, esas imágenes que hacen imagen, en realidad representan el punto de vista de las cosas sobre el hombre, la singularidad de una palabra humana animada por la vida cósmica y la fuerza de los gérmenes; por eso, al lado de esas imágenes, de ciertas nociones objetivas –pues el árbol sabe que entre ambos mundos la ciencia es terreno de entendimiento– se deslizan reminiscencias procedentes del fondo de la tierra, expresiones en vías de metamorfosis, palabras en las que, bajo el sentido claro, se insinúa la espesa fluidez de la excrecencia vegetal. Obra de una prosa perfectamente significativa, ¿quién no cree comprender esas descripciones? ¿Quién no las atribuye al lado claro y humano de la literatura? Y sin embargo, no pertenecen al mundo, sino a lo bajo del mundo; no atestiguan por la forma sino por lo informe y no son claras sino para quien no penetra en ellas, al contrario de las palabras oraculares del árbol de Dodona –árbol también– que resultaban oscuras pero ocultaban un sentido: éstas sólo son claras porque esconden una falta de sentido. A decir verdad, las descripciones de Ponge comienzan en el momento supuesto en que, estando terminado el mundo, acabada la historia, casi hecha humana, la naturaleza, la palabra pasa delante de la cosa y la cosa aprende a hablar. Ponge sorprende ese momento patético en que, en los linderos del mundo, se encuentran la existencia aún muda y esa palabra, como es sabido, cruenta de la existencia. Desde el fondo del mutismo, oye el esfuerzo de un lenguaje que procede de antes del diluvio y, en la palabra clara del concepto, reconoce el trabajo profundo de los elementos. De este modo se constituye en voluntad mediadora de lo que asciende lentamente hacia la palabra y de la palabra que baja lentamente hacia la tierra, expresando, no la existencia anterior al día, sino la existencia de después del día: el mundo del fin del mundo.

Continúa en ¨LA LITERATURA Y EL DERECHO A LA MUERTE (quinta parte)¨

Notas:

[IV] En su libro De l’existence à l’existant, Emmanuel Levinas arroja “luz”, con el nombre de Il y a, sobre esa corriente anónima e impersonal del ser que precede a todo ser, el ser que ya está presente en la desaparición, que, en el fondo de la aniquilación aún vuelve al ser como fatalidad del ser, la nada como existencia: cuando no hay nada, hay ser. Véase también Deucalion I.