Obras de M. Foucault, Historia De La Sexualidad I: El dispositivo de sexualidad (método)

IV. EL DISPOSITIVO DE SEXUALIDAD

2. MÉTODO
Luego: analizar la formación de cierto tipo de saber sobre el
sexo en términos de poder, no de represión o ley. Pero la palabra
«poder» amenaza introducir varios malentendidos. Malentendidos
acerca de su identidad, su forma, su unidad. Por poder no quiero decir
«el Poder», como conjunto de instituciones y aparatos que garantizan
la sujeción de los ciudadanos en un Estado determinado. Tampoco
indico un modo de sujeción que, por oposición a la violencia, tendría la
forma de la regla. Finalmente, no entiendo por poder un sistema
general de dominación ejercida por un elemento o un grupo sobre
otro, y cuyos efectos, merced a sucesivas derivaciones, atravesarían
el cuerpo social entero. El análisis en términos de poder no debe
postular, como datos iniciales, la soberanía del Estado, la forma de la
ley o la unidad global de una dominación; éstas son más bien formas
terminales. Me parece que por poder hay que comprender, primero, la
multiplicidad de las relaciones de fuerza inmanentes y propias del
dominio en que se ejercen, y que son constitutivas de su organización;
el juego que por medio de luchas y enfrentamientos incesantes las
trasforma, las refuerza, las invierte; los apoyos que dichas relaciones
de fuerza encuentran las unas en las otras, de modo que formen
cadena o sistema, o, al contrario, los corrimientos, las contradicciones
que aíslan a unas de otras; las estrategias, por último, que las tornan
efectivas, y cuyo dibujo general o cristalización institucional toma
forma en los aparatos estatales, en la formulación de la ley, en las
hegemonías sociales. La condición de posibilidad del poder, en todo
caso el punto de vista que permite volver inteligible su ejercicio (hasta
en sus efectos más «periféricos» y que también permite utilizar sus
mecanismos como cifra de inteligibilidad del campo social), no debe
ser buscado en la existencia primera de un punto central, en un foco
único de soberanía del cual irradiarían formas derivadas y
descendientes; son los pedestales móviles de las relaciones de
fuerzas los que sin cesar inducen, por su desigualdad, estados de
poder —pero siempre locales e inestables. Omnipresencia del poder:
no porque tenga el privilegio de reagruparlo todo bajo su invencible
unidad, sino porque se está produciendo a cada instante, en todos los
puntos, o más bien en toda relación de un punto con otro. El poder
está en todas partes; no es que lo englobe todo, sino que viene de
todas partes. Y «el» poder, en lo que tiene de permanente, de
repetitivo, de inerte, de autorreproductor, no es más que el efecto de
conjunto que se dibuja a partir de todas esas movilidades, el
encadenamiento que se apoya en cada una de ellas y trata de fijarlas.
Hay que ser nominalista, sin duda: el poder no es una institución, y no
es una estructura, no es cierta potencia de la que algunos estarían
dotados: es el nombre que se presta a una situación estratégica
compleja en una sociedad dada.
¿Cabe, entonces, invertir la fórmula y decir que la política es la
continuación de la guerra por otros medios? Quizá, si aún se quiere
mantener una distancia entre guerra y política, se debería adelantar
más bien que esa multiplicidad de las relaciones de fuerza puede ser
cifrada —en parte y nunca totalmente— ya sea en forma de «guerra»,
ya en forma de «política»; constituirían dos estrategias diferentes (pero
prontas a caer la una en la otra) para integrar las relaciones de fuerza
desequilibradas, heterogéneas, inestables, tensas.
Siguiendo esa línea, se podrían adelantar cierto número de
proposiciones:
• que el poder no es algo que se adquiera, arranque o
comparta, algo que se conserve o se deje escapar; el poder se ejerce
a partir de innumerables puntos, y en el juego de relaciones móviles y
no igualitarias;
que las relaciones de poder no están en posición de
exterioridad respecto de otros tipos de relaciones (procesos
económicos, relaciones de conocimiento, relaciones sexuales), sino
que son inmanentes; constituyen los efectos inmediatos de las
particiones, desigualdades y desequilibrios que se producen, y,
recíprocamente, son las condiciones internas de tales
diferenciaciones; las relaciones de poder no se hallan en posición de
superestructura, con un simple papel de prohibición o reconducción;
desempeñan, allí en donde actúan, un papel directamente productor;
que el poder viene de abajo; es decir, que no hay, en el
principio de las relaciones de poder, y como matriz general, una
oposición binaria y global entre dominadores y dominados,
reflejándose esa dualidad de arriba abajo y en grupos cada vez más
restringidos, hasta las profundidades del cuerpo social. Más bien hay
que suponer que las relaciones de fuerza múltiples que se forman y
actúan en los aparatos de producción, las familias, los grupos
restringidos y las instituciones, sirven de soporte a amplios efectos de
escisión que recorren el conjunto del cuerpo social. Éstos forman
entonces una línea de fuerza general que atraviesa los
enfrentamientos locales y los vincula; de rechazo, por supuesto, estos
últimos proceden sobre aquellos a redistribuciones, alineamientos,
homogeneizaciones, arreglos de serie, establecimientos de
convergencia. Las grandes dominaciones son los efectos
hegemónicos sostenidos continuamente por la intensidad de todos
esos enfrentamientos;
que las relaciones de poder son a la vez intencionales y no
subjetivas. Si, de hecho, son inteligibles, no se debe a que sean el
efecto, en términos de causalidad, de una instancia distinta que las
«explicaría», sino a que están atravesadas de parte a parte por un
cálculo: no hay poder que se ejerza sin una serie de miras y objetivos.
Pero ello no significa que resulte de la opción o decisión de un sujeto
individual; no busquemos el estado mayor que gobierna su
racionalidad; ni la casta que gobierna, ni los grupos que controlan los
aparatos del Estado, ni los que toman las decisiones económicas más
importantes administran el conjunto de la red de poder que funciona
en una sociedad (y que la hace funcionar); la racionalidad del poder
es la de las tácticas a menudo muy explícitas en el nivel en que se
inscriben —cinismo local del poder—, que encadenándose unas con
otras, solicitándose mutuamente y propagándose, encontrando en
otras partes sus apoyos y su condición, dibujan finalmente dispositivos
de conjunto: ahí, la lógica es aún perfectamente clara, las miras
descifrables, y, sin embargo, sucede que no hay nadie para
concebirlas y muy pocos para formularlas: carácter implícito de las
grandes estrategias anónimas, casi mudas, que coordinan tácticas
locuaces cuyos «inventores» o responsables frecuentemente carecen
de hipocresía;
• que donde hay poder hay resistencia, y no obstante (o mejor:
por lo mismo), ésta nunca está en posición de exterioridad respecto
del poder. ¿Hay que decir que se está necesariamente «en» el poder,
que no es posible «escapar» de él, que no hay, en relación con él,
exterior absoluto, puesto que se estaría infaltablemente sometido a la
ley? ¿O que, siendo la historia la astucia de la razón, el poder sería la
astucia de la historia —el que siempre gana? Eso sería desconocer el
carácter estrictamente relacional de las relaciones de poder. No
pueden existir más que en función de una multiplicidad de puntos de
resistencia: éstos desempeñan, en las relaciones de poder, el papel
de adversario, de blanco, de apoyo, de saliente para una aprehensión.
Los puntos de resistencia están presentes en todas partes dentro de
la red de poder. Respecto del poder no existe, pues, un lugar del gran
Rechazo —alma de la revuelta, foco de todas las rebeliones, ley pura
del revolucionario. Pero hay varias resistencias que constituyen
excepciones, casos especiales: posibles, necesarias, improbables,
espontáneas, salvajes, solitarias, concertadas, rastreras, violentas,
irreconciliables, rápidas para la transacción, interesadas o
sacrificiales; por definición, no pueden existir sino en el campo
estratégico de las relaciones de poder. Pero ello no significa que sólo
sean su contrapartida, la marca en hueco de un vaciado del poder,
formando respecto de la esencial dominación un revés finalmente
siempre pasivo, destinado a la indefinida derrota. Las resistencias no
dependen de algunos principios heterogéneos; mas no por eso son
engaño o promesa necesariamente frustrada. Constituyen el otro
término en las relaciones de poder; en ellas se inscriben como el
irreducible elemento enfrentador. Las resistencias también, pues,
están distribuidas de manera irregular: los puntos, los nudos, los focos
de resistencia se hallan diseminados con más o menos densidad en el
tiempo y en el espacio, llevando a lo alto a veces grupos o individuos
de manera definitiva, encendiendo algunos puntos del cuerpo, ciertos
momentos de la vida, determinados tipos de comportamiento.
¿Grandes rupturas radicales, particiones binarias y masivas? A veces.
Pero más frecuentemente nos enfrentamos a puntos de resistencia
móviles y transitorios, que introducen en una sociedad líneas
divisorias que se desplazan rompiendo unidades y suscitando
reagrupamientos, abriendo surcos en el interior de los propios
individuos, cortándolos en trozos y remodelándolos, trazando en ellos,
en su cuerpo y su alma, regiones irreducibles. Así como la red de las
relaciones de poder concluye por construir un espeso tejido que
atraviesa los aparatos y las instituciones sin localizarse exactamente
en ellos, así también la formación del enjambre de los puntos de
resistencia surca las estratificaciones sociales y las unidades
individuales. Y es sin duda la codificación estratégica de esos puntos
de resistencia lo que torna posible una revolución, un poco como el
Estado reposa en la integración institucional de las relaciones de
poder.
Dentro de ese campo de las relaciones de fuerza hay que
analizar los mecanismos del poder. Así se escapará del sistema
Soberano-Ley que tanto tiempo fascinó al pensamiento político. Y, si
es verdad que Maquiavelo fue uno de los pocos —y sin duda residía
en eso el escándalo de su «cinismo»— en pensar el poder del príncipe
en términos de relaciones de fuerza, quizá haya que dar un paso más,
dejar de lado el personaje del Príncipe y descifrar los mecanismos del
poder a partir de una estrategia inmanente en las relaciones de
fuerza.
Para volver al sexo y a los discursos verdaderos que lo tomaron
a su cargo, el problema a resolver no debe pues consistir en lo
siguiente: habida cuenta de determinada estructura estatal, ¿cómo y
por qué «el» poder necesita instituir un saber sobre el sexo? No será
tampoco: ¿a qué dominación de conjunto sirvió el cuidado puesto
(desde el siglo XVIII) en producir sobre el sexo discursos verdaderos?
Ni tampoco: ¿qué ley presidió, al mismo tiempo, a la regularidad del
comportamiento sexual y a la conformidad de lo que se decía sobre el
mismo? Sino, en cambio: en tal tipo de discurso sobre el sexo, en tal
forma de extorsión de la verdad que aparece históricamente y en
lugares determinados (en torno al cuerpo del niño, a propósito del
sexo femenino, en la oportunidad de prácticas de restricciones de
nacimientos, etc.), ¿cuáles son las relaciones de poder, las más
inmediatas, las más locales, que están actuando? ¿Cómo tornan
posibles esas especies de discursos, e, inversamente, cómo esos
discursos les sirven de soporte? ¿Cómo se ve modificado el juego de
esas relaciones de poder en virtud de su ejercicio mismo —refuerzo
de ciertos términos, debilitamiento de otros, efectos de resistencia,
contracargas (contre-investissements), de tal suerte que no ha habido,
dado de una vez por todas, un tipo estable de sujeción? ¿Cómo se
entrelazan unas con otras las relaciones de poder, según la lógica de
una estrategia global que retrospectivamente adquiere el aspecto de
una política unitaria y voluntarista del sexo? Grosso modo: en lugar de
referir a la forma única del gran Poder todas las violencias
infinitesimales que se ejercen sobre el sexo, todas las miradas turbias
que se le dirigen y todos los sellos con que se oblitera su
conocimiento posible, se trata de inmergir la abundosa producción de
discursos sobre el sexo en el campo de las relaciones de poder
múltiples y móviles.
Lo que conduce a plantear previamente cuatro reglas. Pero no
constituyen imperativos metodológicos; cuanto más, prescripciones de
prudencia.
1] Regla de inmanencia
No considerar que existe determinado dominio de la sexualidad
que depende por derecho de un conocimiento científico desinteresado
y libre, pero sobre el cual las exigencias del poder —económicas o
ideológicas— hicieron pesar mecanismos de prohibición. Si la
sexualidad se constituyó como dominio por conocer, tal cosa sucedió
a partir de relaciones de poder que la instituyeron como objeto
posible; y si el poder pudo considerarla un blanco, eso ocurrió porque
técnicas de saber y procedimientos discursivos fueron capaces de
sitiarla e inmovilizarla. Entre técnicas de saber y estrategias de poder
no existe exterioridad alguna, incluso si poseen su propio papel
específico y se articulan una con otra, a partir de su diferencia. Se
partirá pues de lo que podría denominarse «focos locales» de podersaber:
por ejemplo, las relaciones que se anudan entre penitente y
confesor o fiel y director de conciencia: en ellas, y bajo el signo de la
«carne» que se debe dominar, diferentes formas de discursos —
examen de sí mismo, interrogatorios, confesiones, interpretaciones,
conversaciones— portan en una especie de vaivén incesante formas
de sujeción y esquemas de conocimiento. Asimismo, el cuerpo del
niño vigilado, rodeado en su cuna, lecho o cuarto por toda una ronda
de padres, nodrizas, domésticos, pedagogos, médicos, todos atentos
a las menores manifestaciones de su sexo, constituyó, sobre todo a
partir del siglo XVIII, otro «foco local» de poder-saber.
2] Reglas de las variaciones continuas
No buscar quién posee el poder en el orden de la sexualidad (los
hombres, los adultos, los padres, los médicos) y a quién le falta (las
mujeres, los adolescentes, los niños, los enfermos…); ni quién tiene el
derecho de saber y quién está mantenido por la fuerza en la
ignorancia. Sino buscar, más bien, el esquema de las modificaciones
que las relaciones de fuerza, por su propio juego, implican. Las
«distribuciones de poder» o las «apropiaciones de saber» nunca
representan otra cosa que cortes instantáneos de ciertos procesos, ya
de refuerzo acumulado del elemento más fuerte, ya de inversión de la
relación, ya de crecimiento simultáneo de ambos términos. Las
relaciones de poder-saber no son formas establecidas de repartición
sino «matrices de trasformaciones». El conjunto constituido en el siglo
XIX alrededor del niño y su sexo por el padre, la madre, el educador y
el médico, atravesó modificaciones incesantes, desplazamientos
continuos, uno de cuyos resultados más espectaculares fue una
extraña inversión: mientras que, al principio, la sexualidad del niño fue
problematizada en una relación directamente establecida entre el
médico y los padres (en forma de consejos, de opinión sobre
vigilancia, de amenazas para el futuro), finalmente fue en la relación
del psiquiatra con el niño como la sexualidad de los adultos se vio
puesta en entredicho.
3] Regla del doble condicionamiento
Ningún «foco local», ningún «esquema de trasformación» podría
funcionar sin inscribirse al fin y al cabo, por una serie de
encadenamientos sucesivos, en una estrategia de conjunto.
Inversamente, ninguna estrategia podría asegurar efectos globales si
no se apoyara en relaciones precisas y tenues que le sirven, si no de
aplicación y consecuencia, sí de soporte y punto de anclaje. De unas
a otras, ninguna discontinuidad como en dos niveles diferentes (uno
microscópico y el otro macroscópico) , pero tampoco homogeneidad
(como si uno fuese la proyección aumentada o la miniaturización del
otro); más bien hay que pensar en el doble condicionamiento de una
estrategia por la especificidad de las tácticas posibles y de las tácticas
por la envoltura estratégica que las hace funcionar. Así, en la
familia el padre no es el «representante» del soberano o del Estado; y
éstos no son proyecciones del padre en otra escala. La familia no
reproduce a la sociedad; y ésta, a su vez, no la imita. Pero el
dispositivo familiar, precisamente en lo que tenía de insular y de
heteromorfo respecto de los demás mecanismos de poder, sirvió de
soporte a las grandes «maniobras» para el control malthusiano de la
natalidad, para las incitaciones poblacionistas, para la medicalización
del sexo y la psiquiatrización de sus formas no genitales.
4] Regla de la polivalencia táctica de los discursos
Lo que se dice sobre el sexo no debe ser analizado como simple
superficie de proyección de los mecanismos de poder. Poder y saber
se articulan por cierto en el discurso. Y por esa misma razón, es
preciso concebir el discurso como una serie de segmentos
discontinuos cuya función táctica no es uniforme ni estable. Más
precisamente, no hay que imaginar un universo del discurso dividido
entre el discurso aceptado y el discurso excluido o entre el discurso
dominante y el dominado, sino como una multiplicidad de elementos
discursivos que pueden actuar en estrategias diferentes. Tal
distribución es lo que hay que restituir, con lo que acarrea de cosas
dichas y cosas ocultas, de enunciaciones requeridas y prohibidas; con
lo que supone de variantes y efectos diferentes según quién hable, su
posición de poder, el contexto institucional en que se halle colocado;
con lo que trae, también, de desplazamientos y reutilizaciones de
fórmulas idénticas para objetivos opuestos. Los discursos, al igual que
los silencios, no están de una vez por todas sometidos al poder o
levantados contra él. Hay que admitir un juego complejo e inestable
donde el discurso puede, a la vez, ser instrumento y efecto de poder,
pero también obstáculo, tope, punto de resistencia y de partida para
una estrategia opuesta. El discurso trasporta y produce poder; lo
refuerza pero también lo mina, lo expone, lo torna frágil y permite
detenerlo. Del mismo modo, el silencio y el secreto abrigan el poder,
anclan sus prohibiciones; pero también aflojan sus apresamientos y
negocian tolerancias más o menos oscuras. Piénsese por ejemplo en
la historia de lo que fue, por excelencia, «el» gran pecado contra
natura. La extrema discreción de los textos sobre la sodomía —esa
categoría tan confusa—, la reticencia casi general al hablar de ella
permitió durante mucho tiempo un doble funcionamiento: por una
parte, una extrema severidad (condena a la hoguera aplicada aún en
el siglo XVIII sin que ninguna protesta importante fuera expresada
antes de la mitad del siglo), y, por otra, una tolerancia seguramente
muy amplia (que se deduce indirectamente de la rareza de las
condenas judiciales, y que se advierte más directamente a través de
ciertos testimonios sobre las sociedades masculinas que podían
existir en los ejércitos o las cortes). Ahora bien, en el siglo XIX, la
aparición en la psiquiatría, la jurisprudencia y también la literatura de
toda una serie de discursos sobre las especies y subespecies de
homosexualidad, inversión, pederastia y «hermafroditismo psíquico»,
con seguridad permitió un empuje muy pronunciado de los controles
sociales en esta región de la «perversidad», pero permitió también la
constitución de un discurso «de rechazo»: la homosexualidad se puso
a hablar de sí misma, a reivindicar su legitimidad o su «naturalidad»
incorporando frecuentemente al vocabulario las categorías con que
era médicamente descalificada. No existe el discurso del poder por un
lado y, enfrente, otro que se le oponga. Los discursos son elementos
o bloques tácticos en el campo de las relaciones de fuerza; puede
haberlos diferentes e incluso contradictorios en el interior de la misma
estrategia; pueden por el contrario circular sin cambiar de forma entre
estrategias opuestas. A los discursos sobre el sexo no hay que
preguntarles ante todo de cuál teoría implícita derivan o qué divisiones
morales acompañan o qué ideología —dominante o dominada—
representan, sino que hay que interrogarlos en dos niveles: su
productividad táctica (qué efectos recíprocos de poder y saber
aseguran) y su integración estratégica (cuál coyuntura y cuál relación
de fuerzas vuelve necesaria su utilización en tal o cual episodio de los
diversos enfrentamientos que se producen).
Se trata, en suma, de orientarse hacia una concepción del poder
que remplaza el privilegio de la ley por el punto de vista del objetivo, el
privilegio de lo prohibido por el punto de vista de la eficacia táctica, el
privilegio de la soberanía por el análisis de un campo múltiple y móvil
de relaciones de fuerza donde se producen efectos globales, pero
nunca totalmente estables, de dominación. El modelo estratégico y no
el modelo del derecho. Y ello no por opción especulativa o preferencia
teórica, sino porque uno de los rasgos fundamentales de las
sociedades occidentales consiste, en efecto, en que las relaciones
de fuerza —que durante mucho tiempo habían encontrado en la
guerra, en todas las formas de guerra, su expresión principal— se
habilitaron poco a poco en el orden del poder político.

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