Obras de S. Freud: Algunos tipos de carácter dilucidados por el trabajo psicoanalítico (1916)

Algunos tipos de carácter dilucidados por el trabajo psicoanalítico (1916)

Nota introductoria:
Estos tres ensayos se publicaron en el último número de 1916 de la revista Imago. El tercero de ellos, a pesar de ser el más breve, ha tenido tanta repercusión como cualquiera de los otros escritos no médicos de Freud, puesto que echó una luz totalmente nueva sobre los problemas de la psicología del delito.

James Strachey

Cuando el médico lleva a cabo el tratamiento psicoanalítico de un neurótico, su interés en modo alguno se dirige en primer término al carácter de este. Mucho más le interesa averiguar el significado de sus síntomas, las mociones pulsionales que se ocultan tras ellos y que por su intermedio se satisfacen, y las estaciones del secreto camino que ha llevado de aquellos deseos pulsionales a estos síntomas. Pero la técnica que le es forzoso obedecer lo obliga pronto a dirigir su apetito de saber primeramente a otros objetos. Nota que su investigación es puesta en peligro por resistencias que el enfermo le opone, y le está permitido imputar tales resistencias al carácter de este. Y entonces ese carácter cobra primacía en cuanto a su interés.

Eso que se muestra renuente al empeño del médico no siempre son los rasgos de carácter que el enfermo confiesa y le son atribuidos por quienes lo rodean. Hartas veces se acrecientan hasta una intensidad insospechada propiedades del enfermo que ¿I parecía poseer sólo escasamente, o’ salen en él a la luz actitudes que no se habían traslucido en otros vínculos de la vida. En las líneas que siguen nos ocupamos de describir y reconducir a su origen algunos de estos sorprendentes rasgos de carácter.

* Las «excepciones»

El trabajo psicoanalítico se ve una y otra vez enfrentado a la tarea de instar al enfermo a que renuncie a una ganancia de placer fácil e inmediata. No es que deba renunciar al placer en general; quizás a ningún hombre pueda alentárselo a eso, y aun la religión tiene que fundar su reclamo de abandonar el placer terrena) prometiendo a cambio la concesión de un grado incomparablemente más alto de placer superior en un más allá. No, el enfermo sólo debe renunciar a esas satisfacciones de las que infaltablemente se sigue un perjuicio, sólo debe privarse por un tiempo y aprender a trocar esa ganancia inmediata de placer por una más segura, aunque pospuesta. Dicho con otras palabras: debe realizar, bajo la guía del médico, ese avance desde el principio de placer hasta el principio de realidad por el cual el hombre maduro se diferencia del niño. En esta labor educativa, la mejor intelección del médico difícilmente desempeñe un papel decisivo; por regla general, lo único que sabe decirle al enfermo es aquello que puede serle dicho a este por su propio entendimiento. Pero no es lo mismo saber algo dentro de sí y oírlo de parte de otro; el médico asume el papel de este otro eficaz; se sirve de la influencia que un ser humano puede ejercer sobre los otros. 0, recordando que en el psicoanálisis es usual poner lo originario y lo raigal en lugar de lo derivado y diluido, digamos que el médico, en su obra educativa, se sirve de algunos componentes del amor. Es probable que en semejante poseducación no haga sino repetir el proceso que, en general, posibilitó la educación primera. junto al apremio de la vida, es el amor el gran pedagogo, y el hombre inacabado es movido por el amor de quienes le son más próximos a tener en cuenta los mandamientos del apremio y a ahorrarse los castigos de su trasgresión.

Si del enfermo se exige así una renuncia provisional a alguna satisfacción placentera, un sacrificio, una aquiescencia a aceptar por un tiempo un sufrimiento a cambio de una finalidad mejor, o aun sólo la decisión a someterse a una necesidad que vale para todos, se tropieza con individuos que con alguna motivación particular se revuelven contra esa propuesta. Dicen que han sufrido y se han privado bastante, que tienen derecho a que se los excuse de ulteriores requerimientos, y que no se someten más a ninguna necesidad desagradable pues ellos son excepciones y piensan seguir siéndolo. En un enfermo de este tipo, esa pretensión se extremaba hasta el convencimiento de que una Providencia particular, que lo protegería de semejantes sacrificios dolorosos, velaba por él. En contra de certidumbres interiores que se exteriorizan con esa fuerza, los argumentos del médico nada consiguen, pero también su influencia fracasa al comienzo, por lo cual se ve llevado a rastrear las fuentes de que se alimenta ese dañino prejuicio.

Ahora bien, es cosa segura que cada cual querría presentarse como una «excepción» y reclamar privilegios sobre los demás. Pero, precisamente por eso, hace falta un fundamento particular, que no se encuentra en todas partes, para que el enfermo realmente se proclame una excepción y se comporte como tal. Puede alegar más de uno de tales fundamentos; en los casos indagados por mí se logró revelar una peculiaridad común a esos pacientes en sus más tempranos destinos de vida: Su neurosis se anudaba a una vivencia o a un sufrimiento que los habían afectado en la primera infancia, de los que se sabían inocentes y pudieron estimar como un injusto perjuicio inferido a su persona. Los privilegios que ellos se arrogaron por esa injusticia, y la rebeldía que de ahí resultó, habían contribuido no poco a agudizar los conflictos que más tarde llevaron al estallido de la neurosis. En una de las pacientes de este tipo se instaló tal actitud frente a la vida al enterarse ella de que un doloroso padecimiento orgánico, que le había impedido alcanzar sus metas vitales, era de origen congénito. Mientras creyó que ese padecimiento era una adquisición tardía y contingente, lo sobrellevó con resignación; desde que se la esclareció sobre su carácter hereditario, se alzó en rebeldía. El joven que se creía tutelado por una Providencia particular había sido, de lactante, víctima de una infección accidental que le trasmitió su nodriza, y por el resto de sus días vivió de sus reclamos de resarcimiento como de una pensión por accidente, sin saber ni por asomo el fundamento de su pretensión. En su caso, el análisis, que construyó este resultado partíendo de oscuros restos mnémicos e interpretaciones de síntomas, fue objetivamente corroborado por informaciones obtenidas de la familia.

Por razones que con facilidad se comprenden, no puedo comunicar mucho más de estas historias clínicas ni de otras. Tampoco quiero profundizar en la sugerente analogía entre la deformación del carácter tras un prolongado achaque en la infancia y la conducta de pueblos enteros que tienen un pasado de graves sufrimientos. En cambio, no me privaré de aludir a una figura plasmada por el más grande de los creadores literarios, en cuyo carácter la pretensión de excepcionalidad se enlaza íntimamente con los factores del daño congénito y es motivada por este último.

En el monólogo introductorio de Ricardo III, de Shakespeare, dice Gloucester (1), el que después es coronado rey:

«Mas yo, que no estoy hecho para traviesos deportes
ni para cortejar a un amoroso espejo;
yo, que con mí burda estampa carezco de amable majestad
para pavonearme ante una ninfa licenciosa;
yo, cercenado de esa bella proporción,
arteramente despojado de encantos por la Naturaleza,
deforme, inacabado, enviado antes de tiempo
al mundo que respira; a medias terminado,
y tan renqueante y falto de donaire
que los perros me ladran cuando me paro ante ellos;
( . . . . . . . . . . )
»Y pues que no puedo actuar corno un amante
frente a estos tiempos de palabras corteses,
estoy resuelto a actuar como un villano
y odiar los frívolos placeres de esta época».

A primera vista, en este parlamento programático echaríamos de menos quizá la relación con nuestro tema. Ricardo no parece decir sino esto: «Me aburro en este tiempo de ocio y quiero divertirme. Pero ya que por mi deformidad no puedo entretenerme como amante, obraré como un malvado, intrigaré, asesinaré y haré cuanto me venga en gana». Una motivación tan frívola tendría que ahogar todo rastro de simpatía en el espectador si nada más serio se ocultara tras ella. Pero en tal caso la pieza sería también psicológicamente imposible, pues el creador debe ingeniárselas para suscitar en nosotros un secreto trasfondo de simpatía por su héroe, si es que hemos de sentir sin veto interior la admiración por su osadía y su habilidad, y semejante simpatía sólo puede estar fundada en la comprensión, en el sentimiento de una posible comunidad interior con él.

Por eso, creo que el monólogo de Ricardo no lo dice todo; insinúa meramente, y deja a nuestro cargo explicitar lo insinuado. Pero si emprendemos ese completamiento, desaparece la apariencia de frivolidad, cobran su justificación la amargura y el detalle con que Ricardo ha descrito su deformidad, y se nos revela esa comunidad que gana nuestra simpatía aun en favor de ese malvado. He aquí, entonces, lo que él quiere decir: «La naturaleza ha cometido conmigo una grave injusticia negándome la bella figura que hace a los hombres ser amados. La vida me debe un resarcimiento, que yo me tomaré. Tengo derecho a ser una excepción, a pasar por encima de los reparos que detienen a otros. Y aun me es lícito ejercer la injusticia, pues conmigo se la ha cometido». Y ahora sentimos que nosotros mismos podríamos volvernos como Ricardo, y hasta en pequeña medida ya estamos dispuestos a hacerlo. Ricardo es una magnificación gigantesca de este aspecto que descubrimos también en nosotros. Creemos tener pleno fundamento para poner mala cara a la naturaleza y al destino a causa de daños congénitos y sufridos en la infancia; exigimos total resarcimiento por tempranas afrentas a nuestro narcisismo, a nuestro amor propio. ¿Por qué la naturaleza no nos ha agraciado con los, dorados bucles de Balder, la fortaleza de Sigfrido, la frente levantada del genio o el noble perfil del aristócrata? ¿Por qué nacimos en una casa burguesa y no en el palacio del rey? Eso de ser hermosos y distinguidos lo haríamos tan bien como todos aquellos a quienes ahora tenemos que envidiar.

Pero, en el arte del creador, es una fina economía que no haga proferir a su héroe en alta voz y hasta el final todos los secretos de su motivación. Así nos compele. a completarla, apela a nuestra actividad espiritual apartándola del pensamiento crítico y reteniéndonos en la identificación con el héroe. Un chapucero, en su lugar, vertiría en expresión conciente todo lo que quiere comunicarnos, y entonces tropezaría con nuestra inteligencia fría, desembarazada en sus movimientos, que no nos dejaría abismarnos en la ilusión.

No queremos abandonar las «excepciones» sin apuntar que la pretensión de las mujeres a ciertas prerrogativas y dispensas de tantas coerciones de la vida descansa en el mismo fundamento. Como lo averiguamos por el trabajo psicoanalítico, las mujeres se consideran dañadas en la infancia, cercenadas de un pedazo y humilladas sin su culpa, y el encono de tantas hijas contra su madre tiene por raíz última el reproche de haberlas traído al mundo como mujeres y no como varones.

* Los que fracasan cuando triunfan.

El trabajo psicoanalítico nos ha obsequiado esta tesis: Los hombres enferman de neurosis a consecuencia de la frustración {denegación} (2). La de la satisfacción de sus deseos libidinosos, se entiende; y se precisa de un rodeo más largo para comprender esa tesis. En efecto, para la génesis de la neurosis se necesita de un conflicto entre los deseos libidinosos de un hombre y aquella parte de su ser que llamamos su «yo», que es expresión de sus pulsiones de autoconservación e incluye los ideales de su propio ser. Un conflicto patógeno de esa índole sólo se produce cuando la libido quiere lanzarse por caminos y en pos de metas que el yo hace tiempo ha superado y ha proscrito, y que por tanto también ha prohibido para todo el porvenir; y eso lo hace la libido sólo si no tiene la posibilidad de una satisfacción ideal acorde con el yo. Así, la privación, la frustración de una satisfacción real, se convierte en la condición primera para la génesis de la neurosis, aunque no es ni con mucho la única.

Tanto más sorprendidos y aun confundidos quedamos, entonces, cuando, como médicos, hacemos la experiencia de que en ocasiones ciertos hombres enferman precisamente cuando se les cumple un deseo hondamente arraigado y por mucho tiempo perseguido. Parece como si no pudieran soportar su dicha, pues el vínculo causal entre la contracción de la enfermedad y el éxito no puede ponerse en duda. Tuve oportunidad de tomar conocimiento del destino de una mujer, que quiero describir a modo de paradigma de esos vuelcos trágicos.

De buena cuna y bien criada, no pudo de muchacha, aún muy joven, poner freno a su gana de vivir; escapó de la casa paterna y rodó por el mundo de aventura en aventura, hasta que conoció a un artista que supo apreciar su encanto femenino, pero también atinó a vislumbrar que había en la descarriada una disposición más fina. La recogió en su casa y ganó en ella una fiel compañera, a quien sólo parecía faltarle la rehabilitación social para alcanzar la dicha plena. Tras una convivencia de años, él impuso a su familia que la aceptase y estaba dispuesto a hacerla su mujer ante la ley. En ese momento empezó ella a denegarse. Descuidó la casa cuya ama legítima estaba destinada a ser ahora, se juzgó perseguida por los parientes que querían incorporarla a la familia, por celos absurdos bloqueó al hombre todo trato social, lo estorbó en su trabajo artístico y pronto contrajo una incurable enfermedad anímica.

Otra observación me mostró a un hombre respetable en grado sumo, un profesor universitario que había alimentado durante muchos años el comprensible deseo de convertirse en sucesor de su maestro, el que lo había introducido en la ciencia. Cuando, tras el retiro de aquel anciano, los colegas le comunicaron que lo habían elegido a él, y a ningún otro, como su sucesor, empezó a intimidarse, empequeñeció sus méritos, se declaró indigno de desempeñar el puesto que se le confería y cayó en una melancolía que durante algunos años lo inhabilitó para cualquier actividad.

Por diversos que sean estos dos casos en otros aspectos, coinciden en uno, a saber: que la contracción de la enfermedad subsigue al cumplimiento del deseo y aniquila el goce de este.

La contradicción entre esas experiencias y la tesis según la cual el hombre enferma por frustración no es insoluble. El distingo entre una frustración exterior y una interior la cancela. Cuando es removido en la realidad el objeto en que la libido puede hallar su satisfacción, estamos ante una frustración exterior. En sí, es inoperante; no es todavía patógena mientras no se le asocie una frustración interior. Esta tiene que partir del yo y disputarle a la libido otros objetos de los que ella ahora quiere apoderarse. Sólo entonces se engendran un conflicto y la posibilidad de contracción de una neurosis, es decir, la posibilidad de una satisfacción sustitutiva por el desvío a través de lo inconciente reprimido. Por consiguiente, la frustración interior entra en cuenta en todos los casos, sólo que no produce efectos hasta que la frustración exterior real no le haya preparado el terreno. En esos casos excepcionales en que los hombres enferman con el triunfo, la frustración interior ha producido efectos por sí sola, y aun ha surgido únicamente después que la frustración exterior cedió lugar al cumplimiento del deseo. Aquí resta algo sorprendente a primera vista, pero, ante una consideración más detenida, advertimos que en modo alguno es inhabitual que el yo tolere un deseo por inofensivo mientras este arrastra su existencia como fantasía y parece alejado del cumplimiento, en tanto que se defiende con fuerza contra él tan pronto corno se acerca al cumplimiento y amenaza hacerse realidad. La diferencia respecto de las situaciones bien conocidas de la formación de neurosis reside sólo en que, en los otros casos, unos incrementos interiores de la investidura libidinal hacen de la fantasía hasta entonces despreciada y tolerada un temido oponente, mientras que en nuestros casos la señal para el estallido del conflicto es dada por un cambio exterior real.

El trabajo analítico nos muestra fácilmente que son poderes de la conciencia moral los que prohiben a la persona extraer de ese feliz cambio objetivo el provecho largamente esperado. No obstante, averiguar la esencia y el origen de estas tendencias correctoras y punitivas, que a menudo nos sorprenden aun allí donde no esperaríamos hallarlas, es tarea difícil. Lo que sabemos o conjeturarnos sobre eso no quiero elucidarlo, por las razones conocidas, basándome en casos de la observación médica, sino en figuras que grandes literatos han plasmado a partir de su cabal conocimiento del alma humana.

Una persona que se derrumba tras alcanzar el triunfo, después que bregó por el con pertinaz energía, es Lady Macbeth, de Shakespeare. Antes, ninguna vacilación y ningún indicio en ella de lucha interior, ninguna otra aspiración que disipar los reparos de su ambicioso pero sentimental marido. A su designio de muerte quiere sacrificar incluso su feminidad, sin atender al papel decisivo que habrá de caberle a esa feminidad después, cuando sea preciso asegurar esa meta de su ambición alcanzada por el crimen:

«¡Venid a mí, espíritus que servís a los mortales pensamientos! ¡Despojadme de mi sexo! ( … ) ¡Venid a mis senos de mujer, y convertid mi leche en hiel, emisarios homicidas! ». (Acto I, escena 5.)

«He amamantado a un niño, y sé lo grato que es amar a quien del seno se alimenta: pues bien, en el instante mismo en que sonriese ante mi rostro le arrancaría el pezón de sus blandas encías y le partiría el cráneo, si hubiera jurado hacerlo como tú lo juraste en este caso». (Acto I, escena 7.)

Una única, imperceptible, moción renuente se apodera de ella antes de obrar:

«Yo misma lo habría hecho, de no haberme él recordado a mi padre dormido … ». (Acto II, escena 2.)

Ahora, cuando se ha convertido en reina por el asesinato de Duncan, se anuncia fugazmente en ella algo como una desilusión, como un hastío. No sabemos el porqué.

«Nada se gana, al contrario, todo se pierde, cuando nuestro deseo se cumple sin contento: vale más ser aquello que hemos destruido, que por la destrucción vivir en dudosa alegría». (Acto III, escena 2.)

Pero persevera. En la escena del banquete, la que sigue a esas palabras, sólo ella conserva la sangre fría, salva la turbación de su marido, halla un pretexto para despedir a los huéspedes. Y después desaparece de nuestra vista. Volvemos a verla (en la primera escena del quinto acto) como sonámbula, fijada en las impresiones de aquella noche sangrienta. De nuevo, como entonces, infunde ánimo a su esposo:

«¡Qué vergüenza, mi señor, qué vergüenza! ¿Un soldado, y con miedo? ¿Por qué temer que alguien lo sepa, si nadie puede pedir cuentas a nuestro poder?». (Acto V, escena 1.)

Oye el toc toc en la puerta que aterrorizó a su esposo tras el crimen. Pero a la vez se esfuerza por «deshacer lo que ya no puede ser deshecho». Lava sus manos salpicadas de sangre y que a sangre huelen, y se hace conciente de la vanidad de ese empeño. El arrepentimiento parece haberla postrado a ella, la que parecía tan despiadada. Cuando *Lady Macbeth muere, su esposo, que entretanto se ha vuelto tan inflexible como ella se mostraba al comienzo, sólo le dedica este breve epitafio:

«Bien pudo haberse muerto luego; tiempo habría habido para esa palabra». (Acto V, escena 5.)

Y ahora uno se pregunta: ¿Qué fue lo que destruyó ese carácter que parecía forjado del metal más duro? ¿Fue sólo la desilusión, la otra cara de la hazaña cumplida? (3)  ¿Acaso debemos inferir que también en Lady Macbeth una vida anímica en su origen dulce y de femenina blandura se fue empinando hasta alcanzar una concentración y una tensión extrema que no podían ser duraderas, o tenemos que salir en busca de indicios que nos hagan comprender humanamente ese derrumbe por una motivación más profunda?

Considero imposible acertar aquí con una decisión. Macbeth, de Shakespeare, es una pieza de ocasión, compuesta para la coronación de Jacobo, hasta entonces rey de Escocia. El ‘ material preexistía y habla sido tratado contemporáneamente por otros autores, cuyo trabajo, es probable, Shakespeare aprovechó de la manera habitual. Presentaba notables analogías con la situación presente. La «virginal» Isabel, de quien las habladurías decían que en verdad había sido infecunda y cierta vez, cuando le dieron la noticia del nacimiento de Jacobo, en un doloroso estallido se definió como «un tronco estéril» (4), se vio forzada, justamente por su falta de hijos, a dejar que la sucediese el rey de Escocia. Pero este era el hijo de aquella María cuya ejecución ella había dispuesto aun a disgusto, y que a pesar de todo lo que se empañaron las relaciones por causas políticas, no dejaba de ser su parienta consanguínea y su huésped.

La ascensión al trono de Jacobo 1 fue como un testimonio de la maldición de la esterilidad y de la bendición de una generación continuada. Y por este mismo contraste se rige el desarrollo de Macbeth, de Shakespeare (5). Las Parcas le habían augurado que él sería rey, pero a Banquo, que sus hijos habrían de ceñirse la corona. Macbeth se subleva contra este veredicto del destino, no se conforma con satisfacer su propia ambición, quiere ser el fundador de una dinastía y no haber asesinado para beneficio de unos extraños. Se descuida este punto cuando sólo se quiere discernir en la pieza de Shakespeare la tragedia de la ambición. Resulta claro que, como Macbeth no puede vivir eternamente, no le queda más que un camino para desvirtuar la parte de la profecía que le es desfavorable, a saber, tener él mismo hijos que puedan sucederle. Es lo que parece esperar de su fuerte mujer:

« ¡No des a luz más que hijos varones, pues tu temple intrépido sólo puede crear machos!». (Acto 1, escena 7.)

Y es igualmente claro que si es defraudado en esta expectativa deberá someterse al destino; de otro modo, su obrar perdería toda meta, toda finalidad, y se mudaría en la furia ciega de alguien que está condenado a desaparecer, pero que antes quiere aniquilar lo que se ponga a su alcance. Vemos que Macbeth recorre este desarrollo, y en el ápice de la tragedia hallamos aquel grito conmovedor, cuya multivocidad se ha reconocido tantas veces y que podría contener la clave de la mudanza de Macbeth; nos referimos al grito de Macduff:

«¡El no tiene hijos!». (Acto IV, escena 3.)

Eso quiere decir, sin duda: «Sólo porque él no tiene hijos pudo matar a los míos»; pero puede esconder algo más, y sobre todo podría despejar el motivo más profundo que empuja a Macbeth a rebasar en mucho su naturaleza y que también alcanza a su dura mujer en su único punto débil. Pero sí se contempla el panorama de la tragedia desde el punto culminante que marcan las palabras de Macduff, se la ve toda ella recorrida por referencias a la relación padre-hijos. El asesinato del bondadoso Duncan es poco menos que un parricidio; en el caso de Banquo, Macbeth ha matado al padre, mientras que el hijo se le escapó; en cuanto a Macduff, le mató los hijos porque el padre se le había escapado. En la escena del conjuro, las Parcas le hacen aparecer un niño ensangrentado y un niño coronado; la cabeza cubierta con un casco que apareció antes es, sin duda, Macbeth mismo. Pero en el trasfondo se levanta la sombría figura del vengador Macduff, él mismo una excepción a las leyes de la generación, pues no nació de su madre, sino que lo sacaron de su vientre.

Ahora bien, sería de una justicia poética erigida totalmente sobre la ley del talión que la falta de hijos de Macbeth y la esterilidad de su mujer fueran el castigo por sus crímenes contra la santidad de la generación, que Macbeth no pudiera ser padre porque arrebató los hijos al padre y el padre a los hijos, y que en Lady Macbeth se cumpliera ese despojamiento de su sexo que pidió a los espíritus de la muerte. Creo que se comprendería sin más la enfermedad de Lady Macbeth, la mudanza de su temeridad en arrepentimiento, como reacción frente a su falta de hijos, que la convence de su impotencia contra los decretos de la naturaleza y al mismo tiempo le recuerda que por su propia culpa ha sido privada de los mejores frutos de su crimen.

En la crónica de Holinshed (1577), de la que Shakespeare tomó el tema de Macbeth, Lady Macbeth es mencionada una sola vez como una ambiciosa que instigó a su marido al asesinato para convertirse en reina. Nada se dice de sus ulteriores destinos ni de un desarrollo de su carácter. En cambio, parece como si la mudanza del carácter de Macbeth en una fiera sanguinaria tuviera ahí motivos parecidos a los que acabamos de aventurar. En efecto, en Holinshed, entre el asesinato de Duncan, por el cual Macbeth se hace rey, y sus posteriores fechorías trascurren diez años, en los que él se muestra como un monarca severo, pero justo. Sólo pasado ese lapso le sobreviene aquella alteración, dominado por el martirizante temor de que la profecía augurada a Banquo pudiera cumplirse, como en efecto ocurrió con la de su propio destino. Sólo entonces hace asesinar a Banquo, y es llevado, como en Shakespeare, de un crimen a otro. Es verdad que en la crónica de Holinshed no se dice expresamente que su falta de hijos lo empujara por ese camino, pero en ella queda tiempo y espacio para esa sugerente motivación. No así en Shakespeare. En la tragedia, los acontecimientos se precipitan sobre nosotros con una prisa que suspende el aliento, y por las indicaciones de los personajes se puede calcular que la acción de la pieza trascurre más o menos en una semana (6). Esta precipitación resta base a todas nuestras construcciones sobre los motivos del vuelco de carácter de Macbeth y su mujer. Falta el tiempo de un continuo desengaño en la espera del hijo, que pudiera desmoralizar a la mujer y empujar al hombre a una furia temeraria, y queda en pie la contradicción: dentro de la pieza, y entre ella y la ocasión que llevó a escribirla, son muchos los finos nexos que convergen coincidentemente en el motivo de la falta de hijos; no obstante, la economía temporal de la tragedia desautoriza de manera expresa una evolución del carácter no debida a los motivos más internos.

¿Cuáles pueden ser esos motivos, que en un lapso tan breve hacen de un ambicioso pusilánime una fiera desenfrenada y de la instigadora de temple de acero una enferma contrita por el arrepentimiento? He aquí algo que a mi juicio no puede averiguarse. Creo que no tenemos más remedio que renunciar a ello en esa triple oscuridad en que se han condensado la mala conservación del texto, la ignorada intención de su creador y el sentido secreto de la saga. Y yo no admitiría, por otra parte, que alguien objetase tales indagaciones por ociosas en vista del grandioso efecto que la tragedia produce en el espectador. Mientras dura la representación, sin duda, el dramaturgo puede dominarnos gracias a su arte y paralizar nuestro pensamiento, pero no puede impedirnos que nos empeñemos, con posterioridad, en aprehender el mecanismo psicológico de ese efecto. También me parece fuera de lugar aquí la observación de que el artista es libre de compendiar arbitrariamente la sucesión natural de los acontecimientos que presenta si mediante ese sacrificio de la común verosimilitud puede obtener un realce del efecto dramático. Un sacrificio así sólo puede justificarse si menoscaba meramente la verosimilitud (7), mas no si suprime el enlace causal; y el efecto dramático no quedaría roto si el discurrir temporal se dejara indeterminado en lugar de circunscribirlo a unos pocos días mediante declaraciones expresas.

Es tan penoso abandonar por insoluble un problema como el de Macbeth, que me atrevo todavía a señalar algo que apunta a una salida novedosa. Ludwig Jekels, en un reciente estudio sobre Shakespeare, (8) ha creído entrever un resorte de la técnica del poeta que también podría operar en Macbeth. Opina que Shakespeare con frecuencia parte un carácter en dos personajes, cada uno de los cuales, como bien se comprende, parece después incompleto hasta que no se lo recompone en unidad con el otro. Ese podría ser también el caso con Macbeth y Lady Macbeth, y entonces sería vano, desde luego, el empeño de concebirla a ella como una persona autónoma y de buscar los motivos de su mudanza sin tomar en cuenta el Macbeth complementario. No he de seguir adelante por esta pista; empero, quiero aducir algo que de manera harto llamativa apoya esta concepción, a saber, que los gérmenes de angustia que la noche del asesinato brotan en Macbeth no prosperan en él, sino en Lady Macbeth (9). El fue quien antes del crimen tuvo la alucinación del puñal, pero es ella la que después cae presa de la enfermedad mental. El, tras el asesinato, oyó que gritaban en la casa: «¡No dormirás más! ¡Macbeth ha asesinado al sueño!», y entonces Macbeth no debería dormir más, pero nada de eso percibimos; no vemos que el rey Macbeth no duerma más, y sí a la reina levantarse dormida y, sonámbula, delatar su culpa; él estuvo inerme ahí, con las manos ensangrentadas, lamentándose de que el inmenso océano de Neptuno no bastaría para limpiarlas; en ese momento ella le infundió confianza: «Un poco de agua nos limpiará de esta acción», pero después es ella la que durante un largo cuarto de hora se lava y no puede quitarse las salpicaduras de la sangre: «Ni todos los perfumes de Arabia purificarían esta pequeña mano mía» (acto V, escena l).

Así se cumple en ella lo que él, en los remordimientos de su conciencia moral, temía; ella pasa a ser la arrepentida tras el crimen, él pasa a ser el temerario, y entre los dos agotan las posibilidades de reacción frente al crimen, como dos partes desunidas de una única individualidad psíquica y quizá copias de un solo modelo.

Si en la figura de Lady Macbeth no hemos podido averiguar por qué ella, tras el triunfo, se derrumba en la enfermedad, quizá nos resulte más promisoria la creación de otro gran dramaturgo (10) que gusta aplicarse con rigor insospechado a la tarea del examen psicológico.

Rebeca Gamvik, la hija de una comadrona, fue educada por su padre adoptivo, el doctor West, como librepensadora y en el desprecio por las cadenas con que una moralidad fundada en la fe religiosa querría aherrojar los deseos de la vida. Tras la muerte del doctor, ella consigue ser recogida en Rosmersholm, casa de un antiguo linaje cuyos miembros no conocen la risa y han sacrificado la alegría al rígido cumplimiento del deber. En Rosmersholm moran el pastor Johannes Rosmer y su esposa Beate, enfermiza y sin hijos. Dominada por «una pasión salvaje e indomable» hacia ese hombre de noble cuna, Rebeca resuelve quitar de en medio a la mujer que le estorba el camino y para eso se vale de su voluntad «osada y nacida libre», no inhibida por miramiento alguno. Como al descuido le deja en las manos un libro médico donde se indica que el fin del matrimonio es concebir hijos, de suerte que la pobre se pregunta, extraviada, por la justificación de su propio matrimonio; le deja entrever que Rosmer, cuyas lecturas y pensamientos ella comparte, está a punto de abandonar la antigua fe y abrazar el partido de la Ilustración; y después de haber sacudido así la confianza de la mujer en la solidez moral de su marido, le hace entender, por último, que ella misma, Rebeca, pronto abandonará la casa para ocultar las consecuencias de un comercio carnal prohibido con Rosmer. Ese plan criminal triunfa. La pobre mujer, que ha pasado por deprimida e irresponsable, se arroja al agua desde la pasarela del molino, imbuida del sentimiento de su nulidad y para no estorbar la dicha del hombre amado.

Y ahora, largo tiempo viven Rebeca y Rosmer solos en Rosmersholm, en una relación en que él quiere ver una amistad ideal y puramente espiritual. Pero cuando desde fuera caen sobre ellos las primeras sombras de la murmuración, y al mismo tiempo una duda martirizante mueve a Rosmer a preguntarse por los motivos que llevaron a su mujer a darse muerte, pide a Rebeca que sea su segunda mujer, para oponer al triste pasado una realidad nueva y viviente (acto II)  A ella por un instante la llena de júbilo esa propuesta, pero enseguida declara que eso es imposible y que si él la asedia «seguirá el camino de Beate». Rosmer no atina a comprender ese rechazo; pero es todavía más incomprensible para nosotros, que sabemos más de las obras y propósitos de Rebeca. De lo único que no podemos dudar es de que su «no» debe tomarse en serio.

¿Cómo es posible que la aventurera de la voluntad osada, nacida libre, que se abre paso sin miramiento alguno para la realización de sus deseos, no quiera asir al vuelo el fruto del triunfo que ahora se le ofrece? Ella misma nos lo esclarece en el cuarto acto: «Ahí está justamente lo terrible: ahora que toda la dicha del mundo me es ofrecida a manos llenas, he cambiado, de manera que mi propio pasado me bloquea el camino hacia la felicidad». 0 sea, ella ha cambiado en el ínterin, su conciencia moral se ha despertado, ha cobrado una conciencia de culpa que le deniega el goce.

¿Y a raíz de qué despertó su conciencia moral? Escuchémosla a ella misma, y consideremos después si podemos darle crédito pleno: «Es la visión de la vida de los Rosmer -o al menos tu visión de la vida- la que ha contagiado mi voluntad … Y la ha hecho enfermar. La ha hecho sierva de leyes que antes no tenían imperio sobre mí. Tú y la convivencia contigo han ennoblecido mi alma». Esta influencia, hay que admitirlo, se hizo valer únicamente cuando ella pudo convivir a solas con Rosmer: «En la paz… en la soledad. . cuando me comunicabas todos tus pensamientos sin reserva… un estado de ánimo cualquiera, tan suave y tan fino como lo sentías. . . , ahí sobrevino la gran trasformación».

Poco antes, ella había lamentado el otro costado de esa mudanza: «Porque Rosmersholm me ha quitado la fuerza; ¡aquí se ha quebrantado y se ha paralizado mi osada voluntad! Para mí ya pasó el tiempo en que me atrevía a todo y a todos. He perdido la energía para la acción, Rosmer».

Esta explicación la da Rebeca después de haber confesado espontáneamente su crimen a Rosmer y al rector Kroll, el hermano de la mujer que ella eliminó. Mediante pequeñas pinceladas de magistral finura, lbsen deja establecido que esta Rebeca no miente, pero tampoco es del todo sincera. Así como a pesar de su desprejuicio ha rebajado en un año su edad, también su confesión ante los dos hombres es incompleta y, forzada por Kroll, la complementa en algunos puntos esenciales. Y entonces quedamos en libertad para suponer que al explicar los motivos de su renuncia sólo revela algunas cosas para callar otras.

No tenemos, es verdad, fundamento alguno para desconfiar de lo que dijo, a saber, que la atmósfera de Rosmersholm, su trato con el noble Rosmer, ejercieron sobre ella una influencia ennoblecedora y… paralizante. Con eso dice lo que sabe y lo que ha sentido. Mas no por fuerza ha de ser todo lo que ocurrió dentro de ella; tampoco es necesario que pudiera explicárselo todo. La influencia de Rosmer podría no haber sido sino una cubierta tras la cual se escondiera otro efecto, y en este último sentido apunta un notable rasgo.

Todavía después de la confesión, en el último diálogo, que pone fin a la pieza, Rosmer le pide otra vez que sea su mujer. El le perdona el crimen que cometió por amor a él. Y hete aquí que ella no responde lo que debería -que ningún perdón podría quitarle el sentimiento de culpa que le valió su alevoso engaño a la pobre Beate-, sino que carga sobre sí otro reproche que por fuerza nos suena extraño en la librepensadora, y en modo alguno merece la importancia que le atribuye Rebeca: «¡Ah!, amigo mío, no vuelvas sobre eso! ¡Es algo imposible! Pues has de saber, Rosmer, que yo tengo … un pasado». Desde luego, ella quiere aludir a que ha mantenido relaciones sexuales con otro hombre, y nosotros ahora nos enteramos de que esas relaciones, de una época en que era libre y no tenía que dar cuentas a nadie, parecen ser un obstáculo mayor para ;su unión con Rosmer que su conducta realmente criminal hacia la mujer de este.

Rosmer no quiere oír nada de ese pasado. Podemos adivinarlo, aunque todo lo referido a él permanece subterráneo, por así decir, en la pieza, y tiene que ser inferido por alusiones. Por alusiones, es cierto, intercaladas con un arte tal que se vuelve imposible equivocar su sentido.

Entre la primera negativa de Rebeca y su confesión ocurre algo que es de importancia decisiva para su destino ulterior. El rector Kroll la visita para humillarla comunicándole que sabe que ella es bastarda, la hija justamente de ese doctor West que la adoptó tras la muerte de su madre. El odio ha aguzado su sagacidad, pero no cree decirle con eso nada nuevo. «De hecho, yo creí que usted tenía un conocimiento preciso de esto. De lo contrario, habría sido asombroso que usted se dejara adoptar por el doctor West». «Y entonces él se la lleva a usted a su casa, enseguida de la muerte de su madre. La trata con dureza. No obstante, usted permanece junto a él. Usted sabe que él no puede dejarle ni un centavo.

Y en verdad no ha recibido sino un cajón de libros. Sin embargo, usted persevera junto a él. Soporta sus caprichos. Lo cuida hasta el último instante». «Lo que usted ha hecho por él, yo lo atribuyo al instinto natural de una hija. El resto de su conducta lo tengo por un fruto natural de su origen».

Pero Kroll estaba en un error. Rebeca no había sabido nada que era la hija del doctor West. Cuando Kroll empezó a hablar con oscuras alusiones a su pasado, ella debió de suponer que apuntaba a otra cosa. Después que entendió a qué se refería, pudo mantener todavía un momento su compostura, pues le estaba permitido creer que su enemigo había echado sus cuentas sobre la base de *la edad que ella falsamente le había dado en una visita anterior. Pero Kroll disipa triunfante esa objeción: «Quizá. Pero la cuenta ha de ser correcta, pues un año antes que fuera designado, West estuvo allí arriba en una visita de pasada»; y entonces, tras esta nueva comunicación, ella pierde toda su serenidad: «¡Eso no es cierto! ». Se pasea de un lado a otro de la habitación y se retuerce las manos: «Es imposible. Usted meramente me lo quiere hacer creer. Eso jamás puede ser cierto. ¡No puede ser cierto! ¡Jamás!». Su agitación es tan fuerte que Kroll no puede atribuirla a su sola comunicación.

«Kroll: Pero, querida mía, ¿ por qué, en nombre de Dios, se pone usted tan violenta? Me mete usted miedo. ¡Qué debo creer y pensar!

Rebeca: Nada. No debe usted creer nada ni pensar nada.

Kroll: Pero entonces tiene usted realmente que explicarme por qué se ha tomado tan a pecho esta cosa, esta posibilidad.

Rebeca (reponiéndose): Es muy simple, sin embargo, señor rector. No me produce gusto alguno ser considerada hija bastarda».

El enigma de la conducta de Rebeca admite una sola solución. La comunicación de que el doctor West pudo ser su padre es el golpe más duro que podía propinársele, pues no sólo fue ella la hija adoptiva, sino la amante de ese hombre. Cuando Kroll empezó a hablar, ella creyó que iba a aludir a esas relaciones, que probablemente habría confesado invocando su libertad. Pero eso estaba lejos de la intención del rector; él nada sabía de su relación amorosa con el doctor West, así como ella no sabía nada de su filiación. No otra cosa que esta relación amorosa puede ella tener en la mente cuando, en su última negativa ante Rosmer, alega que su pasado la hace indigna de ser su mujer. Probablemente le habría comunicado a Rosmer, de haberlo querido este, sólo una mitad de su secreto, callando la parte más grave de él.

Pero ahora comprendemos bien que ese pasado se le aparezca como el más grave impedimento para contraer matrimonio, como el más grave… crimen.

Cuando se entera de que ha sido la amante de su propio padre, sucumbe a su sentimiento de culpa, que ahora estalla con fuerza avasalladora. Hace su confesión ante Rosmer y Kroll, motejándose de asesina; renuncia, en definitiva, a la dicha para la cual se había abierto camino mediante el crimen, y se apresta a partir. Pero el motivo genuino de su conciencia de culpa, que la hace fracasar cuando triunfa, permanece secreto. Hemos visto que es algo bien distinto de la atmósfera de Rosmersholm y de la influencia moralizadora de Rosmer.

Quien nos haya seguido hasta aquí no dejará de presentar una objeción que justificaría albergar una buena dosis de duda. El primer rechazo de Rosmer por parte de Rebeca se produce antes de la segunda visita de Kroll, y, por ende, antes que descubra su nacimiento bastardo, cuando todavía nada sabe de su incesto … si es que hemos comprendido rectamente al dramaturgo. Y no obstante, ese rechazo es enérgico y serio. La conciencia de culpa que le manda renunciar a la ganancia de sus crímenes está entonces activa en ella antes de conocer su crimen capital, y si tal admitimos, quizás ha de eliminarse por completo el incesto como fuente de la conciencia de culpa.

Hasta aquí hemos tratado a Rebeca West codo si ella fuera una persona viva y no la creación del dramaturgo lbsen, de su fantasía guiada por la inteligencia más crítica. Podríamos atenernos a ese mismo punto de vista para despachar esa objeción. La objeción es buena: la conciencia moral se había despertado en parte en Rebeca aun antes de conocer el incesto. Nada impide responsabilizar de ese cambio a la influencia que la propia Rebeca reconoce y lamenta. Pero ello no nos exime de admitir el segundo motivo. La conducta de Rebeca frente a la comunicación del rector, su reacción inmediata por vía de la confesión, no dejan ninguna duda de que sólo ahora interviene el motivo más fuerte y decisivo para la renuncia. Presenta justamente un caso de motivación múltiple, en que tras el motivo superficial sale a la luz uno más profundo. Las reglas que rigen la economía poética ordenan presentar así el caso, pues ese motivo más profundo no debía ser elucidado de manera expresa: tenía que permanecer escondido, sustraído de la fácil percepción del espectador en el teatro o del lector; de lo contrario, se habrían levantado contra él serias resistencias, y aun habría dado pie a los sentimientos más penosos, que podrían hacer peligrar el efecto del drama.

Pero tenemos derecho a exigir que el motivo exhibido mantenga una conexión íntima con el motivo que él oculta; que resulte ser como ‘un atemperamiento o una derivación de este último. Y si podemos confiar en que el dramaturgo derivó consecuentemente su combinación poética conciente de premisas inconcientes, será lícito el intento de mostrar que cumplió con aquel requisito. La conciencia de culpa de Rebeca brota de la fuente del reproche de incesto aun antes que el rector se lo lleve a la conciencia con precisión analítica. Si reconstruimos su pasado -que el dramaturgo apenas insinúa- con detalle y completándolo, diremos que ella no pudo dejar de tener alguna vislumbre de la relación íntima entre su madre y el doctor West. Por fuerza ha de haberle causado una gran impresión el convertirse en la sucesora de la madre junto a ese hombre; ella estaba bajo el imperio del complejo de Edipo, aunque no supiera que esta fantasía universal se había realizado en su caso. Cuando llegó a Rosmersholm, el yugo interior de aquella primera vivencia la empujó a crear, mediante una acción violenta, la misma situación que la primera vez se había realizado sin su cooperación: eliminar a la mujer y madre para ocupar su lugar junto al hombre y padre. Ella pinta con una vivacidad convincente el modo en que se vio compelida, contra su voluntad, a obrar paso a paso para eliminar a Beate:

.«¡Pero ustedes creen que yo procedía con fría y calculada premeditación! Yo no era entonces la que soy ahora, cuando estoy frente a ustedes y lo cuento. Y además existen, diría yo, dos clases de voluntad en nosotros. ¡Yo quería eliminar a Beate, por cualquier medio! Y sin embargo no creía que eso ocurriría alguna vez. A cada paso que eso me estimulaba a dar hacia adelante, era para mí como si algo me gritara: ¡Ahora detente! ¡Ni un paso más! Y no obstante, no pude detenerme. Me veía forzada a avanzar otro poco, a dar un último paso, y después otro … y otro más todavía. Así ocurrió eso. De esta manera suceden tales cosas».

Esto no es embellecer lo sucedido sino exponerlo con veracidad. Todo lo que le sucedió en Rosmersholm, el enamoramiento de Rosmer y la hostilidad hacia su mujer, era ya fruto del complejo de Edipo, réplica inevitable de sus relaciones con su madre y con el doctor West.

Por eso el sentimiento de culpa que le hizo rechazar primero el requerimiento de Rosmer no es en el fondo diferente de aquel otro, más serio, que la compele a la confesión tras la comunicación de Kroll. Ahora bien, así como bajo la influencia del doctor West se bahía convertido en libre-pensadora y en menospreciadora de la moral religiosa, de igual modo se mudó, bajo la de su nuevo amor por Rosmer, en un ser noble y regido por la conciencia moral. Hasta ahí pudo penetrar ella misma en sus procesos interiores, y por eso le era lícito señalar la influencia de Rosmer como el motivo de su cambio, el motivo que ella podía entender.

El médico que practica el psicoanálisis sabe cuán frecuente o cuán regular es que la muchacha que entra en una casa como servidora, dama de compañía o institutriz urda allí, conciente o inconcientemente, el sueño diurno cuyo contenido está tomado del complejo de Edipo, a saber: que la señora de la casa desaparezca de algún modo y el señor la tome a ella por mujer en su remplazo (11). Rosmersholm es, dentro del género que se ocupa de esta cotidiana fantasía de las muchachas, la más excelsa obra de arte. Se convierte en una pieza trágica por el añadido de que al sueño diurno de la heroína le ha precedido, en su prehistoria, la realidad que se le corresponde íntegramente (12).

Tras esta larga visita a la creación literaria, regresemos ahora a la experiencia médica; pero sólo para establecer, con pocas palabras, la plena armonía entre ambas. El trabajo psicoanalítico enseña que las fuerzas de la conciencia moral que llevan a contraer la enfermedad por el triunfo, y no, como es lo corriente, por la frustración, se entraman de manera íntima con el complejo de Edipo, la relación con el padre y con la madre, como quizá lo hace nuestra conciencia de culpa en general (13).

* Los que delinquen por conciencia de culpa.

Con mucha frecuencia, en sus comunicaciones sobre su juventud, en particular los años de la prepubertad, personas después muy decentes me informaron acerca de ciertas acciones prohibidas de que se habían hecho culpables entonces: latrocinios, fraudes y aun incendios deliberados. Yo solía desechar esas indicaciones diciendo que es bien conocida la debilidad de las inhibiciones morales en ese período de la vida, y no procuraba insertarlas dentro de una concatenación más significativa. Pero al cabo, a raíz de casos más claros y accesibles, en que los enfermos cometían tales faltas mientras se hallaban bajo mí tratamiento, o eran personas que hacía tiempo habían pasado su juventud, me vi llevado a estudiar más a fondo esos sucesos. El trabajo analítico trajo entonces un sorprendente resultado: tales fechorías se consumaban sobre todo porque eran prohibidas y porque a su ejecución iba unido cierto alivio anímico para el malhechor. Este sufría de una acuciante conciencia de culpa, de origen desconocido, y después de cometer una falta esa presión se aliviaba. Por lo menos, la conciencia de culpa quedaba ocupada de algún modo.

Por paradójico que pueda sonar, debo sostener que ahí la conciencia de culpa preexistía a la falta, que no procedía de esta, sino que, a la inversa, la falta provenía de la conciencia de culpa. A estas personas es lícito designarlas como «delincuentes por conciencia de culpa». La preexistencia de esta última, desde luego, había podido demostrarse por toda una serie de otras manifestaciones y efectos.

Pero el trabajo científico no se termina al establecer un hecho curioso. Es preciso responder a otras dos preguntas: ¿De dónde proviene ese oscuro sentimiento de culpa anterior a la fechoría? ¿Acaso es probable que una causación de esa índole tenga una participación importante en la comisión de delitos?

El examen de la primera pregunta promete brindarnos información sobre la fuente del sentimiento humano de culpa en general. El resultado regular del trabajo analítico fue que este oscuro sentimiento de culpa brota del complejo de Edipo, es una reacción frente a los dos grandes propósitos delictivos, el de matar al padre y el de tener comercio sexual con la madre. Por comparación a estos dos, en verdad, los delitos cometidos para fijar el sentimiento de culpa eran un alivio para los martirizados. Es preciso recordar aquí que parricidio e incesto con la madre son los dos grandes delitos de los hombres, los únicos que en sociedades primitivas son perseguidos y abominados como tales. Y cumple recordar también el supuesto a que otras indagaciones nos han llevado, a saber, que la humanidad ha adquirido su conciencia moral, que ahora se presenta como un poder anímico heredado, merced al complejo de Edipo.

Responder a la segunda pregunta sobrepasa el trabajo psicoanalítico. En ciertos niños puede observarse, sin más, que se vuelven «díscolos» para provocar un castigo y, cumplido este, quedan calmos y satisfechos. Una ulterior indagación analítica a menudo nos pone en la pista del sentimiento de culpa que les ordena buscar el castigo. En cuanto a los delincuentes adultos, es preciso excluir, sin duda, a todos aquellos que cometen delitos sin sentimiento de culpa, ya sea porque no han desarrollado inhibiciones morales o porque en su lucha contra la sociedad se creen justificados en sus actos. Pero en la mayoría de los otros delincuentes, aquellos para los cuales en verdad se han hecho los códigos punitivos, una motivación así de sus delitos muy bien podría entrar en cuenta, iluminar muchos puntos oscuros de la psicología del delincuente y proporcionar a la punición un nuevo fundamento psicológico.

Un amigo me ha hecho notar después que el «delincuente por conciencia de culpa» era conocido también por Nietzsche. La preexistencia del sentimiento de culpa y el recurso a la falta para su racionalización son patentes en los aforismos (14) de Zaratustra «Sobre el pálido delincuente». Dejemos a la investigación futura el decidir cuántos delincuentes han de contarse entre estos «pálidos».

Notas:
1- {La grafía antigua de «GIoster»}
2- [Cf. «Sobre los tipos de contracción de neurosis» (1912c).]
3- [Alusión a dos versos de Die Braut von Messina (acto IV, escena 5), de Schiller.]
4- Cf. Macbeth (acto III, escena 1): «Ciñeron sobre mi cabeza una corona infructífera, y me dieron a empuñar un cetro estéril que me arrancará una mano extraña, pues no tengo hijo que me suceda … ».
5- [Freud ya había sugerido esto en la primera edición de La interpretación de los sueños (1900a), AE, 4, pág. 274.]
6- Darmesteter (1881, pág. 1xxv).
7- Como en el cortejo de Ricardo III a Ana junto al féretro del rey por él asesinado.
8- [Este trabajo no parece haberse publicado. En un artículo posterior sobre Macbeth, JekeIs (1917) apenas alude a esta teoría, fuera de la cita de este párrafo. En otro trabajo, «Zur Psychologie der Kombdie» (1926), Jekels vuelve sobre el tema, pero, una vez más, muy someramente.]
9- Cf. Darmesteter (1881, pág. 1xxv).
10- {Se refiere a Ibsen, cuyo drama Rosmersholm examina a continuación.}
11- [Véase el caso de Lucy R. en Estudios sobre la histeria (1895d), AE, 2, págs. 133 y sigs.]
12- La presencia del tema del incesto en Rosmersholm ya fue demostrada, con argumentos idénticos a los míos, en la muy profusa obra de Otto Rank Das Inzest-Motiv in Dichtung und Sage (1912c [págs. 404-5])
13- [Unos veinte años después, en su carta a Romain Rolland describiendo su primera visita a la Acrópolis de Atenas (1936a), Freud compararía la sensación de que algo es «demasiado bueno para ser cierto» con la situación analizada en el presente artículo.]
14- [En las ediciones anteriores a 1924, «oscuros aforismos». La idea de que el sentimiento de culpa es una motivación para cometer fechorías se insinúa ya en el historial clínico del pequeño Hans (1909b), AE, 10, pág. 37, así como también en el del «Hombre de los Lobos» (1918b), AE, 17, pág. 27 -el cual, aunque publicado después que el presente artículo, fue escrito en su mayor parte en 1914- En este último pasaje se introduce, complicando el cuadro. el factor del masoquismo.]