Obras de Sigmund Freud: Tótem y tabú. El retorno del totemismo en la infancia

El retorno del totemismo en la infancia

No hay cuidado de que al psicoanálisis, el primero en descubrir la general sobredeterminación de los actos y formaciones psíquicos , le tiente derivar de un origen único algo tan complejo como la religión. Y si con unilateralidad obligada -obligatoria, en verdad- se empeña en que se reconozca una sola de las fuentes de esta institución, no reclama por principio para ella el carácter exclusivo, ni tampoco el primer rango entre los factores cooperantes. Sólo una síntesis de diversos campos de investigación podrá decidir qué valor relativo corresponde al mecanismo que aquí elucidaremos en la génesis de la religión; pero semejante tarea rebasaría tanto los medios como el propósito del psicoanalista.

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En el primer ensayo de esta serie hemos tomado conocimiento del concepto de totemismo. Averiguamos que el totemismo es un sistema que entre ciertos pueblos primitivos de Australia, América y Africa hace las veces de una religión y proporciona la base de la organización social. Sabemos que fue el escocés McLennan quien, en 1869, recabó para los fenómenos del totemismo, considerados hasta entonces como unas meras curiosidades, el interés más universal al formular la conjetura de que un gran número de costumbres y de usos en diferentes sociedades, así antiguas como modernas, deberían comprenderse como relictos de una época totemista. Desde entonces la ciencia ha reconocido en todo su alcance esta significación del totemismo. Por ser una de las últimas manifestaciones sobre este problema, citaré un pasaje de Wundt, Elemente der Völkerpsychologie (1912, pág. 139): «Si conjugamos todo esto, obtenemos con elevada probabilidad la conclusión de que la cultura totemista constituyó antaño, en todas partes, un estadio previo de los posteriores desarrollos y una etapa de transición entre el estado de los hombres primitivos y la época de los héroes y los dioses».

Los propósitos del presente ensayo nos obligan a penetrar en profundidad en los caracteres del totemismo. Por razones que luego se verán, escojo aquí una exposición de Salomon Reinach, quien en 1900 esbozó el siguiente «Code du totémisme» {Código del totemismo} en doce artículos, por así decir un catecismo de la religión totemista:

1. No está permitido matar a ciertos animales ni comerlos, pero los hombres crían a individuos de esas especies y les dispensan sus cuidados.

2. Un animal que muere accidentalmente es lamentado y recibe los mismos honores que un miembro de la tribu.

3. La prohibición de comer un animal se refiere en ocasiones sólo a determinada parte de su cuerpo.

4. Si alguien, bajo el imperio de la necesidad, se ve precisado a matar a un animal de ordinario respetado, se disculpa ante él y por medio de múltiples artificios y expedientes procura mitigar la violación del tabú, la muerte de aquel.

5. Si el animal es sacrificado ritualmente, se lo llora de manera solemne.

6. En ciertas oportunidades solemnes, ceremonias religiosas, la gente se pone encima la piel de determinados animales. Donde todavía subsiste el totemismo, se coloca la piel de los animales totémicos.

7. Linajes e individuos llevan nombres de animales, justamente los totémicos.

8. Muchos linajes usan figuras de animales para adornar con ellas sus armas y estandartes; los varones se pintan figuras de animales en el cuerpo, o se las hacen tatuar.

9. Sí el tótem es un animal temido y peligroso, se supone que respeta a los miembros del linaje que lleva su nombre.

10. El animal totémico protege y alerta a los integrantes del linaje.

11. El animal totémico anuncia el futuro a sus fieles, y les sirve de conductor.

12. Los miembros de un linaje totémico a menudo creen que están enlazados con el animal totémico por una descendencia común.

Sólo se podrá apreciar este catecismo de la religión totemista si se considera que Reinach ha incluido en él todos los indicios y fenómenos residuales desde los cuales se puede inferir que el sistema totemista existió antaño. A cambio de ello, este autor revela una postura particular frente al problema, pues en cierta medida desdeña los rasgos esenciales del totemismo. Llegaremos a convencernos de que, de los dos principales artículos del catecismo totemista, a uno lo ha relegado en su importancia y al otro lo omitió por completo.

Para obtener un cuadro correcto sobre los caracteres del totemismo recurriremos a un autor que ha consagrado al tema una obra en cuatro volúmenes que aúna, al repertorio más completo de las observaciones pertinentes, el más exhaustivo examen de los problemas por aquellas suscitados. Quedaremos en deuda con J. G. Frazer, el autor de Totemism and Exogamy (1910), por el goce y la enseñanza que nos ha deparado la lectura de su obra, aunque la indagación psicoanalítica haya de llevarnos a unos resultados muy divergentes de los suyos .

«Un tótem -escribió Frazer en su primer ensayo sobre la materia- es un objeto hacia el cual el salvaje da pruebas de un supersticioso respeto porque cree que entre su propia persona y todas las cosas de esa especie existe un particularísimo vínculo. (…) La conexión entre un hombre y su tótem es recíproca; el tótem protege al hombre, y este da muestras de respeto al tótem de diversas maneras: por ejemplo, no matándolo si se trata de un animal, y no recolectándolo si es una planta. El tótem se diferencia del fetiche en que nunca es, como este, una cosa singular, sino siempre un género, por lo común una especie animal o vegetal, rara vez una clase de cosas inanimadas y más raramente todavía una de objetos artificiales …

»Es posible distinguir por lo menos tres variedades de tótems: 1) los tótems del linaje, compartidos por un linaje entero y que se trasmiten por herencia de una generación a la siguiente; 2) los tótems de los sexos, a los que pertenecen todos los varones o todas las mujeres de la tribu, con exclusión del otro sexo, y 3) los tótems individuales, propios de una sola persona y que ella no trasfiere a sus descendientes… ».

Las dos últimas variedades de tótems no son comparables a la primera en cuanto a importancia. Si no andamos del todo errados, son formaciones más tardías y poco significativas para la esencia del tótem.

«El tótem del linaje (tótem del clan) es objeto de la veneración de un grupo de hombres y mujeres que toman su nombre, se consideran descendientes de un antepasado común y de una misma sangre, y están conectados recíprocamente por deberes comunes y por la creencia en su tótem.

»El totemismo es tanto un sistema religioso como un sistema social. En su aspecto religioso consiste en los vínculos de recíproco respeto y protección entre un hombre y su tótem; en su aspecto social, en las obligaciones de los miembros del clan unos hacia otros, y respecto de otros linajes. En la posterior historia del totemismo, ambos aspectos muestran inclinación a divorciarse; el sistema social sobrevive con frecuencia al religioso y, a la inversa, perduran restos de totemismo en la religión de países donde ha desaparecido el sistema social fundado en aquel. Dada nuestra ignorancia sobre los orígenes del totemismo, no podemos decir con certeza cómo se entramaban originariamente ambos aspectos de él. Empero, parece muy verosímil que al comienzo hayan sido inseparables. Con otras palabras: a medida que nos remontamos hacia atrás, con tanto mayor claridad se evidencia que el miembro del linaje se incluye en la misma especie de su tótem y no diferencia su conducta hacía este de la que muestra hacia otro miembro de su linaje».

En la descripción especial del totemismo como sistema religioso, Frazer comienza señalando que los miembros de un linaje se dan el nombre de su tótem y por regla general también creen que descienden de él. La consecuencia de esto es que no dan caza al animal totémico, no lo matan ni lo comen, y se deniegan cualquier otro aprovechamiento del tótem si este no es un animal. Las prohibiciones de matar y comer al tótem no son los únicos tabúes que pesan sobre él; muchas veces está prohibido también tocarlo, y aun mirarlo; en cierto número de casos, no es lícito llamar al tótem por su verdadero nombre. La violación de estos mandamientos-tabú que protegen al tótem se castiga de manera automática con enfermedades graves o la muerte .

En ocasiones, el clan cría y cuida en cautiverio ejemplares del animal totémico . Si se encuentra muerto a un animal totémico, se guarda duelo por él y se lo entierra como si fuera un miembro del clan. De ser preciso dar muerte a uno, ello sólo ocurría bajo un ritual prescrito de disculpas y ceremonias expiatorias.

El linaje esperaba protección e indulgencia de su tótem. Si era un animal peligroso (animal carnicero, serpiente venenosa), se suponía que no hacía daño a los miembros de su clan, y toda vez que esa premisa no se corroborase el dañado era expulsado del linaje. En opinión de Frazer, los juramentos fueron en su origen ordalías; así, se libraba al tótem la decisión en muchas pruebas de descendencia y autenticidad. El tótem auxilia en las enfermedades y hace anuncios y advertencias al linaje. La aparición del animal totémico en la cercanía de una casa solía considerarse como el aviso de un deceso. El tótem había venido para recoger a su pariente.

En diversas circunstancias significativas, el miembro del clan procura poner de relieve su parentesco con el tótem: asemejándosele en lo externo, cubriéndose con la piel del animal totémico, tatuándose su figura, etc. En las oportunidades solemnes del nacimiento, la iniciación de los varones, el entierro, esa identificación con el tótem se escenifica mediante actos y palabras. Danzas en que todos los miembros del linaje se disfrazan de su tótem y se comportan como él sirven a múltiples propósitos mágicos y religiosos Por último, hay ceremonias en que se da muerte de manera solemne al animal totémico .

El aspecto social del totemismo se plasma sobre todo en un mandamiento de rigurosa observancia y en una enorme restricción. Los miembros de un clan totémico son hermanos y hermanas, están obligados a ayudarse y protegerse mutuamente; en caso de que un extraño dé muerte a un miembro del clan, el hecho de sangre recae sobre el linaje íntegro del asesino, y el clan del muerto se siente solidarizado en el reclamo de expiación de la sangre derramada. Los lazos totémicos son más fuertes que los familiares tal como nosotros los entendernos; y no coinciden con estos, ya que por regla general la trasmisión del tótem se produce por herencia materna y originariamente la herencia paterna acaso ni siquiera regía.

En cuanto a la restricción correspondiente al tabú, consiste en la prohibición de casarse y, más aún, de mantener comercio sexual entre sí los miembros de un mismo clan. Es la famosa y enigmática exogamia, enlazada con el totemismo. Le hemos consagrado todo el primer ensayo de esta serie, y por eso aquí sólo necesitamos señalar que resultaría enteramente comprensible corno garantía contra el incesto en el matrimonio por grupos, y que al comienzo previene el incesto respecto de la generación más joven y sólo en un desarrollo ulterior se convierte en impedimento también para la generación más vieja. [Cf. AE, 13, pág. 15 y n. 4.]

Ahora añadiré a esta exposición que acerca del totemismo nos proporciona Frazer, y que es una de las primeras en la bibliografía sobre esta materia, unos extractos tomados de una de las últimas síntesis. En sus Elemente der Völkerpsychologie, W. Wundt (1912, págs. 116 y sigs.) escribe: «El animal totémico es considerado el antepasado del grupo respectivo. «Tótem» es, pues, por un lado, el nombre de un grupo y, por el otro, de una línea de descendencia; en el segundo caso, además, este nombre posee a la vez un significado mitológico. Ahora bien, todos estos usos del concepto se relacionan entre sí, y cualquiera de esos significados puede perder importancia, de suerte que en muchos casos los tótems han pasado a ser una mera nomenclatura de las clases en que se divide la tribu, mientras que en otros resalta la representación de la común descendencia, o bien su significado de culto. . . ». El concepto del tótem se vuelve decisivo para la articulación y organización de la tribu. «Con estas normas y con su afianzamiento en el creer y sentir de los miembros de la tribu se entrama el hecho de que el animal totémico no era considerado originariamente como un mero nombre de un grupo de aquellos, sino que las más de las veces se lo tenía por su padre ancestral. (…) Y a ello se debe, también, que estos antepasados animales gozaran de un culto. (…) Este culto a un animal se exterioriza originariamente, si prescindimos de determinadas ceremonias y fiestas ceremoniales, sobre todo en la conducta hacia el animal totémico: no sólo un individuo, sino todo representante de la misma especie, es en cierta medida un animal sagrado, y está prohibido a los miembros del clan totémico comer su carne -o lo tienen permitido sólo en ciertas circunstancias-. Con ello se corresponde, dentro de este mismo nexo, el significativo fenómeno contrario de que bajo ciertas condiciones se produzca una suerte de goce ceremonial de su carne … ».

« … Ahora bien, el más importante aspecto social de esta articulación totemista de la tribu consiste en que a ella se conectan determinadas normas establecidas por la costumbre para el comercio recíproco entre los grupos. Y entre esas normas, en primera línea, las que rigen el intercambio matrimonial. Así, aquella articulación de la tribu se entrama con un importante fenómeno que emerge por primera vez en la época totemista: la exogamia».

Si queremos llegar a una caracterización del totemismo originario más allá de todo lo que pueda corresponder a un desarrollo posterior o a un debilitamiento de él, obtenemos los siguientes rasgos esenciales: Los tótems fueron originariamente sólo animales, y eran considerados los antepasados de cada linaje. El tótem se heredaba sólo por línea femenina; estaba prohibido matar al tótem (o comerlo, lo cual, en las condiciones de vida primitivas, equivale a decir lo mismo); los miembros del clan totémico tenían prohibido mantener comercio sexual recíproco .

Llegados a este punto, nos llamará la atención que en el «Code du totémisme» compilado por Reinach uno de los tabúes principales, el de la exogamia, no aparezca para nada, en tanto se menciona sólo de pasada la premisa del segundo, a saber, la descendencia del animal totémico. Si escogí la exposición de Reinach, estudioso que ha hecho notables aportes en esta materia, fue para ir anticipando las diferencias de opinión existentes entre los autores, que debemos considerar ahora.

2

Mientras más irrefutable se presentaba la intelección de que el totemismo constituyó una fase regular de todas las culturas, tanto más acuciante se sintió la necesidad de llegar a entenderlo, de arrojar luz sobre los enigmas de su naturaleza. Enigmático lo es todo en el totemismo; las preguntas decisivas son las referidas al origen de la descendencia totémica, a la motivación de la exogamia (y correlativamente, del tabú del incesto que ella subroga) y al vínculo entre ambas, la organización totémica y la prohibición del incesto. Y aquel entendimiento debería ser al mismo tiempo histórico y psicológico: dar noticia de las condiciones bajo las cuales se desarrolló esa peculiar institución, así como de las necesidades anímicas que ella expresaba.

Estoy seguro de que mis lectores se asombrarán de la diversidad de puntos de vista desde los cuales se han ensayado aquellas respuestas, y de la diversidad de opiniones que reina entre los especialistas. Parece estar en entredicho casi todo lo que se pretenda formular en general acerca de totemismo y exogamia; tampoco el cuadro precedente, tomado de una obra de Frazer publicada en 1887, escapa a la crítica de expresar una arbitraria preferencia de quien esto escribe, y hoy le haría objeciones el propio Frazer, quien ha modificado repetidas veces sus opiniones acerca de esta materia.

Parece natural suponer que el rastreo de los orígenes del totemismo y de la exogamia sería el mejor camino para aprehender la naturaleza de ambas instituciones. Empero, para apreciar el estado de la cuestión no debe olvidarse lo que señaló Andrew Lang: que tampoco los pueblos primitivos nos han preservado esas formas originarias de las instituciones, ni las condiciones de su génesis, de suerte que nos vemos reducidos única y exclusivamente a unas hipótesis que sustituyan las deficiencias de la observación . Algunos de los intentos de explicación propuestos parecen de antemano inadecuados a juicio del psicólogo; son demasiado acordes a la ratio y no toman para nada en cuenta el carácter de sentimiento en las cosas que deben explicarse. Otros descansan sobre premisas que la observación no corrobora; y otros, aun, invocan un material que sería mejor someter a una interpretación diferente. En general, ha sido bastante fácil la tarea de refutar los diversos puntos de vista; como es habitual, los autores se han mostrado más fuertes en la crítica recíproca que en sus propias producciones. Para la mayoría de los puntos tratados, el resultado final es un «non liquet». Por eso no es asombroso que en la bibliografía más reciente sobre la materia (y que en este trabajo omitimos casi por completo) emerja la inequívoca tendencia a rechazar por imposible cualquier solución universal en los problemas del totemismo. (Véase, por ejemplo, Goldenweiser, 1910; reseña en Britannica Year Book, 1913.) En la comunicación de esas hipótesis enfrentadas, que desarrollaré seguidamente, me he permitido prescindir de su secuencia cronológica.

a. El origen del totemismo

La pregunta por la génesis del totemismo se puede formular también del siguiente modo: ¿Cómo llegaron los hombres primitivos a darse nombres (o darlos a sus linajes) de animales, plantas, objetos inanimados?

El escocés McLennan (1865 y 1869-70), quien descubrió para la ciencia el totemismo y la exogamia, se abstuvo de publicar una opinión sobre la génesis del totemismo. Según nos comunica Lang (1905, pág. 34), durante un tiempo se inclinaba a reconducirlo a la costumbre del tatuaje. Propongo dividir en tres grupos las teorías publicadas sobre el origen del totemismo: a) nominalistas, b) sociológicas y  g) psicológicas.

α. Las teorías nominalistas

Lo que ahora comunicaré sobre estas teorías justificará el título bajo el cual las he reunido.

Al parecer, ya Garcilaso de la Vega, un descendiente de los incas del Perú que escribió en el siglo xvii la historia de su pueblo, recondujo lo que había llegado a su conocimiento sobre fenómenos totemistas a la necesidad de los linajes de diferenciarse entre sí por medio de nombres. (Lang, loc. cit.) Una idea idéntica a esta emerge siglos después en la etnología de A. K. Keane [1899, pág. 396] :  los tótems habrían surgido de «heraldic badges» («emblemas heráldicos») mediante los cuales los individuos, las familias y los linajes querían distinguirse unos de otros.

Max-Müller (1897 [1, pág. 201] )  expresó esta misma opinión sobre el significado del tótem. Según él, un tótem es: 1) un emblema clánico; 2) un nombre de clan; 3) el nombre del antepasado del clan, y 4) el nombre del objeto venerado por el clan. Algo después, en 1899, sostiene Julius Pikler: «Los seres humanos necesitaban de un nombre permanente, que pudiera fijarse por escrito, para comunidades e individuos. (…) De modo similar, el totemismo no surgió de la necesidad religiosa, sino de la necesidad práctica y cotidiana de la humanidad. El núcleo del totemismo, la fijación de nombres, es una consecuencia de la primitiva técnica de escritura. El carácter del tótem es también el de unos signos de escritura fácilmente figurables. Pero al llevar los salvajes el nombre de un animal, de ahí derivaron la idea de un parentesco con este último».

De igual manera, Herbert Spencer (1870, y 1893, págs. 331-46) atribuye a la dación de nombres el valor decisivo para la génesis del totemismo. Explica que las cualidades de algunos individuos habrían sugerido darles nombres de animales, y así habrían recibido unos títulos de honor o unos apodos que se trasmitieron a sus descendientes. A consecuencia del carácter impreciso e ininteligible de las lenguas primitivas, estos nombres habrían sido concebidos por las generaciones posteriores como si fueran testimonio de su descendencia de esos mismos animales. El totemismo habría nacido de un malentendido en la veneración de los antepasados.

En términos en un todo parecidos, aunque sin insistir en el malentendido, apreció Lord Avebury (conocido bajo su nombre anterior de Sir John Lubbock) la génesis del totemismo: cuando nos proponemos explicar la veneración de un animal no podemos olvidar cuán a menudo los nombres humanos están tomados de animales. Los hijos y el séquito de un hombre llamado «Oso» o «León» daban lugar naturalmente a un nombre de linaje. Y a ello se debía que el animal mismo obtuviera cierto respeto y, por último, fuera venerado. [Lubbock, 1870, pág. 171.]

Fison ha presentado una objeción irrefutable, al parecer, a esa reconducción de los nombres totémicos a los nombres de individuos . Muestra, basándose en las condiciones de vida de los australianos, que el tótem es siempre marca de un grupo, nunca de un individuo. Y si fuera de otro modo y el tótem en su origen correspondiera al nombre de un individuo, nunca habría traspasado a sus hijos, dado el sistema de la herencia materna.

Por otra parte, las teorías comunicadas hasta aquí son manifiestamente insuficientes. Tal vez expliquen el hecho de que los linajes de los primitivos reciban nombres de animales, pero nunca el significado que adquirió para ellos esa dación de nombre, a saber, el sistema totemista. Dentro de este grupo de teorías, la más digna de nota es la desarrollada por Lang (1903 y 1905). Es cierto que todavía sitúa la dación de nombre como el núcleo del problema, pero procesa dos aspectos psicológicos interesantes y así pretende haber aportado la solución definitiva al enigma del totemismo.

En opinión de Lang, sería indiferente el modo en que el clan recibió su nombre de animal. Basta con suponer que sus miembros un día despertaron a la conciencia de que lo llevaban, y no supieron dar razón de su origen. El origen de tales nombres se había olvidado. Procuraron entonces obtener noticia de ello por vía especulativa, y, dadas sus convicciones sobre el significado de los nombres, necesariamente llegaron a todas esas ideas que están contenidas en el sistema totemista. Para los primitivos -como para los salvajes de nuestros días y aun para nuestros niños-, los nombres no son algo indiferente ni convencional, como nos parecen a nosotros, sino algo esencial y lleno de significado . El nombre de un ser humano es un componente principal de su persona, acaso una pieza de su alma. La igualdad de nombre con el animal obligaba a los primitivos a suponer un lazo secreto y sustantivo entre su propia persona y esa especie animal. ¿Y qué otro lazo podía contar si no era el parentesco consanguíneo? Pero una vez supuesto este a causa de la igualdad de nombre, de ahí resultaban como consecuencias directas del tabú de la sangre todos los preceptos totémicos, incluida la exogamia.

«No more than these three things -a group animal name ol unknown origin; belief in a transcendental connection between all bearers, human and bestial, of the same name; and belief in the blood superstitions- was needed to give rise to all the totemic creeds and practices, including exogamy».(Ver traducción). (Lang, 1905, págs. 125-6.)

La explicación de Lang es, por así decir, en dos tiempos. Deriva el sistema totemista, con necesidad psicológica, del hecho del nombre del tótem, y bajo la premisa de que el origen de esa dación de nombre se había olvidado. La otra parte de la teoría procura esclarecer el origen de esos nombres; veremos que su sesgo es muy diferente.

Esa otra parte de la teoría de Lang no difiere en lo esencial de las otras teorías que hemos llamado «nominalistas». La necesidad práctica de distinguirse compelió a los diversos linajes a adoptar nombres, y por eso tomaron aquel que cada uno había recibido de los demás. Este «naming from without» es lo peculiar de la construcción de Lang. Que los nombres así nacidos se tomaran de animales ya no es sorprendente, ni hace falta que los primitivos los sintieran como un insulto o una burla. Por lo demás, Lang aduce los casos, en modo alguno aislados, de épocas posteriores de la historia en que unos nombres puestos desde afuera, y que en su origen se entendían como burla, fueron aceptados por los así designados, quienes los llevaron por propia voluntad (p.ej., «Les Gueux», «Whigs» y «Tories») . El supuesto de que la génesis de estos nombres se olvidó con el paso del tiempo anuda esta segunda pieza de la teoría de Lang con la ya expuesta.

β. Las teorías sociológicas

Reinach, quien ha rastreado con éxito los relictos del sistema totemista en el culto y las costumbres de períodos posteriores, pero desde el comienzo concedió poco valor al aspecto de la descendencia del animal totémico, expresa en cierto lugar sin ambages que el totemismo le parece no ser otra cosa que «une hypertrophie de l’instinct social». (Reinach, 1905-12, 1, pág. 41.)

Esta misma concepción parece recorrer la nueva obra de Durkheim (1912). El tótem es el representante visible de la religión social de estos pueblos. Corporiza a la comunidad, que es el genuino objeto de veneración.

Otros autores han buscado un basamento más exacto para esta participación de las pulsiones sociales en la formación de las instituciones totemistas. Así, Haddon (1902 [pág. 745]) ha supuesto que todo linaje primitivo vivió en su origen de una especie particular de animal o de planta, y acaso comerciaba con este recurso alimentario, ofreciéndolo en el intercambio con otros linajes. Así, no podía dejar de suceder que ese linaje recibiera de los otros el nombre del animal que para él desempeñaba un papel tan importante. Al mismo tiempo, en él se establecía por fuerza una particular familiaridad con el animal en cuestión y se desarrollaba una suerte de interés hacia este que, empero, no estaba fundado en otro motivo psicológico que la necesidad más elemental y acuciante del ser humano: el hambre.

Las objeciones a estas teorías sobre el tótem, las más acordes a la ratio, sostienen que entre los primitivos no hallamos en ningún caso ese estado en materia de alimentación, y probablemente nunca existió. Los salvajes -se señala- son omnívoros, y tanto más cuando están en niveles inferiores; y no se comprende cómo a partir de semejante dieta exclusiva podría desarrollarse ese nexo casi religioso con el tótem, que culminaba en la absoluta abstinencia del presunto alimento privilegiado. [Cf. Frazer, 1910, 4, pág. 51.]

La primera de las tres teorías enunciadas por Frazer sobre la génesis del totemismo era psicológica; informaremos sobre ella en otro lugar. La segunda, que aquí consideraremos, nació bajo la impresión de la importantísima publicación de dos investigadores sobre los nativos de la Australia central.

Spencer y Gillen (1899) describieron para un grupo de linajes, la llamada «nación de los arunta», una serie de peculiares instituciones, usos y creencias; y Frazer adhiere al juicio de estos autores, a saber, que esas particularidades pueden considerarse rasgos de un estado primario y dar noticia sobre el sentido primero y genuino del totemismo.

En el linaje mismo de los arunta (una parte de la nación arunta), estas peculiaridades son las siguientes:

1. Conocen la articulación en clanes totémicos, pero el tótem no se trasmite por herencia, sino que se fija individualmente (de un modo que luego expondremos).

2. Los clanes totémicos no son exógamos; las restricciones al matrimonio se establecen por medio de una articulación, muy desarrollada, en clases matrimoniales, y nada tienen que ver con el tótem.

3. La función del clan totémico consiste en realizar una ceremonia cuyo fin es propiciar, de un modo mágico por excelencia, la multiplicación del objeto totémico comestible (esta ceremonia se llama intichiuma).

4. Los arunta tienen una peculiar teoría sobre la concepción y el renacimiento. Suponen que, en determinados lugares de su país [«centros totémicos»], los espíritus de los difuntos de su mismo tótem aguardan su renacimiento y penetran en el vientre de las mujeres que pasan por allí. Cuando nace un niño, la madre indica la sede de espíritus donde cree haberlo concebido. Así se determina el tótem del niño. Además, se supone que los espíritus (de los difuntos, como de los renacidos) están ligados a unos peculiares amuletos de piedras (de nombre churinga) que se hallan en aquellos sitios.

Al parecer, dos factores movieron a Frazer a creer que en las instituciones de los arunta se ha descubierto la forma más antigua del totemismo. En primer lugar, la existencia de ciertos mitos según los cuales los antepasados de los arunta se alimentaban regularmente de su tótem y sólo se casaban con las mujeres que pertenecían a este. En segundo término, el aparente relegamiento del acto sexual en su teoría sobre la concepción. A unos hombres que todavía ignoran que esta última es la consecuencia del comercio sexual es lícito considerarlos los más retrasados y primitivos entre los hoy vivientes.

Al tomar Frazer como punto de referencia la ceremonia intichiuma en su apreciación del totemismo, el sistema totemista se le apareció de golpe bajo una luz enteramente diversa: como una organización práctica, y nada más que práctica, destinada a solventar las necesidades más naturales de los seres humanos (cf . supra, Haddon) . El sistema era simplemente una grandiosa pieza de «cooperative magic» («magia cooperativa»). Los primitivos formaban, por así decir, una asociación mágica para la producción y el consumo. Cada clan totémico había asumido la tarea de velar por la abundancia de cierto recurso alimentario. Cuando no se trataba de un tótem comestible, como en el caso de animales dañinos, de la lluvia, el viento, etc., el deber del clan totémico era gobernar ese fragmento de naturaleza y defender de los daños que pudiera causar. Las operaciones de cada clan beneficiaban a todos los demás. Como el clan no tenía permitido comer nada de su tótem, o sólo muy poco, abastecía de este valioso bien a los demás y, a cambio, estos le procuraban lo que ellos mismos debían producir como su deber social totémico. A la luz de esta concepción, sugerida por la ceremonia intichiuma, le pareció a Frazer como si la prohibición de comer del propio tótem hubiera llevado a la ceguera de descuidar el aspecto más importante de la situación, a saber, el mandamiento de obtener lo más posible del tótem comestible para abastecer a los demás.

Frazer aceptó la tradición de los arunta según la cual cada clan totémico se nutría originariamente de su tótem sin restricción alguna. Pero entonces resultaba difícil comprender el desarrollo posterior, cuando el clan se conformó con asegurar el tótem para otros al tiempo que él mismo renunciaba a su usufructo. Frazer supuso que esa restricción en modo alguno surgió de una suerte de respeto religioso, sino acaso de la observación de que ningún animal suele devorar a sus semejantes; hacerlo habría quebrado la identificación con el tótem y perjudicado el poder que se deseaba alcanzar sobre él. También pudo nacer de un afán de granjearse la simpatía del tótem respetándolo. Sin embargo, Frazer no disimuló las dificultades de esta explicación (1910, 1, págs. 121 y sigs.), y no se atrevió a indicar los caminos por los cuales el hábito de casarse entre los miembros del clan totémico, según narran los mitos de los arunta, se habría mudado en la exogamia.

La teoría de Frazer fundada en la ceremonia intichiuma depende de que se admita la naturaleza primitiva de las instituciones arunta. Pero esto parece imposible frente a las objeciones de Durkheim y Lang (1903 y 1905). Los arunta semejan ser, al contrario, las tribus más desarrolladas entre las australianas, y representar un estadio de disolución del totemismo, más que su comienzo. Los mitos que tan grande impresión causaron a Frazer porque, en oposición a las instituciones hoy vigentes, destacan la libertad de comer al tótem y de casarse dentro del clan totémico, se nos explicarían con facilidad como unas fantasías de deseo proyectadas al pasado, de un modo semejante al mito de la Edad de Oro.

ץ. Las teorías psicológicas

La primera teoría psicológica de Frazer, creada antes que él tomara conocimiento de las observaciones de Spencer y Gillen, se basaba en la creencia en el «alma exterior»  El tótem constituiría un lugar de refugio seguro para el alma, que era depositada en él a fin de permanecer a salvo de los peligros que la amenazaban. Si el primitivo depositaba su alma en su tótem, él mismo se volvía invulnerable y, desde luego, se guardaba de hacer daño al portador de su alma. Y como no sabía qué individuo de esa especie animal era el portador de la suya, nada más natural que respetara a toda la especie.

El propio Frazer abandonó más tarde esta derivación del totemismo a partir de la creencia en el alma. Cuando se hubo familiarizado con las observaciones de Spencer y Gillen, formuló aquella otra teoría sociológica sobre el totemismo, comunicada líneas antes por nosotros; pero halló que el motivo del cual se la derivaba era demasiado «acorde a la ratio», y que había presupuesto una organización social demasiado compleja para que fuera lícito llamarla primitiva . Entonces las sociedades mágicas cooperativas le parecieron unos frutos tardíos antes que los gérmenes del totemismo. Por eso, tras estas formaciones buscó un factor más simple, una superstición primitiva, de la cual derivar la génesis de aquel. Y la halló en la curiosa teoría de los arunta sobre la concepción.

Según ya consignamos, los arunta suprimen el nexo entre la concepción y el acto sexual. Cuando una mujer se siente madre, es porque en ese instante ha penetrado en su vientre uno de los espíritus al acecho de renacimiento desde la sede de espíritus más cercana, y ella lo parirá como hijo. Ese niño tendrá el mismo tótem que todos los espíritus del lugar señalado. Esta teoría de la concepción no puede explicar al totemismo, puesto que presupone al tótem. Pero si uno retrocede un paso y se aviene a suponer que la mujer originariamente creía que el animal, la planta, la piedra, el objeto que ocupaba su fantasía en el momento en que por primera vez se sintió madre, de hecho había penetrado en ella, y luego lo pariría en forma humana, la identidad de un hombre con su tótem estaría fundada realmente por la creencia de la madre, y todos los otros mandamientos totémicos (con excepción de la exogamia) se derivarían de ahí con facilidad. Ese hombre se rehusaría a comer de ese animal o planta, porque se comería a sí mismo. Pero en ocasiones y de un modo solemne se vería movido a comer de su tótem porque ello reforzaría su identificación con él, que es lo esencial del totemismo. Observaciones de Rivers [1909, págs. 173-4] entre los nativos de las islas de Banks parecen probar la identificación directa de los hombres con su tótem basándose en una teoría semejante respecto de la concepción.

Así, la fuente última del totemismo sería la ignorancia de los salvajes acerca del proceso por el cual hombres y animales reproducen su especie. Y, en particular, acerca del papel que desempeña el macho en la fecundación. Esa ignorancia tiene que verse facilitada por el prolongado intervalo que trascurre entre el acto de fecundación y el nacimiento del hijo (o el registro de sus primeros movimientos). Por eso el totemismo es una creación del espíritu femenino, no del masculino. Los antojos (sick fancies) de la mujer grávida son sus raíces. «Anything indeed that struck a woman at that mysterious moment of her life when she first knows herself to be a mother might easity be identified by her with the child in her womb. Such maternal fancies, so natural and seemingly so universal, appear to be the root of totemism».(Ver traducción).
(Frazer, 1910, 4, pág. 63.)

La principal objeción a esta tercera teoría frazeriana es la misma ya presentada a la segunda, la sociológica. Los arunta parecen hallarse muy distantes de los orígenes del totemismo. No es probable que su desmentida de la paternidad se base en una ignorancia primitiva; en muchos aspectos ellos mismos conocen la herencia paterna. Aparentemente, sacrificaron la paternidad a una suerte de especulación destinada a honrar a los espíritus ancestrales . Si consagran como teoría universal el mito de la inmaculada concepción, no es lícito atribuirles mayor ignorancia sobre las condiciones de la reproducción que a los pueblos de la Antigüedad en la época en que nacieron los mitos cristianos.

Otra teoría psicológica sobre cl origen del totemismo es la formulada por el holandés G. A. Wilken [1884, pág. 997]. Establece un enlace entre el totemismo y la transmigración de las almas. «El animal al que, según la creencia general, pasaban las almas de los muertos se convertía en pariente consanguíneo, antepasado, y se lo veneraba como tal» . Pero la trasmigración de las almas a los animales mis parece derivada del totemismo que a la inversa.

Otra teoría sobre el totemismo es la sustentada por los destacados etnólogos norteamericanos Franz Boas, C. Hill-Tout y otros. Parte de observaciones hechas en tribus totemistas de indios norteamericanos y asevera que el tótem fue en su origen el espíritu guardián de un antepasado, que él adquirió a través de un sueño y luego trasmitió por herencia a sus descendientes. Ya sabemos cuántas dificultades ofrece derivar al totemismo de la herencia de un individuo [cf. AE, 13, pág. 114]; además, las observaciones australianas en modo alguno abonarían la reconducción del tótem al espíritu guardián. (Frazer, 1910, 4, págs. 48 y sigs.)

Para la última de las teorías psicológicas, la formulada por Wundt (1912, pág. 190), dos hechos son los decisivos; el primero: el objeto totémico originario, y el más difundido de manera permanente, es el animal; y el segundo: a su vez, entre los animales totémicos, los más originarios son los animales-almas. Los animales-almas, como pájaros, serpientes, lagartijas, ratones, en virtud de su rápida movilidad, su vuelo por el aire y otras propiedades que asombran y atemorizan, se prestan para que se los discierna como los portadores del alma que ha abandonado al cuerpo. El animal totémico es un retoño de las trasmigraciones del alma-soplo al animal. De este modo, para Wundt el totemismo desemboca de manera inmediata en la creencia en las almas o animismo.

b y c. El origen de la exogamia y su vínculo con el totemismo

He expuesto las teorías sobre el totemismo con alguna prolijidad y empero temo que el resumen que forzosamente debí hacer haya perjudicado el aspecto que presentan ante el lector. En cuanto a los otros interrogantes, me tomo la libertad, en interés de este último, de ofrecer una síntesis todavía más apretada. Los debates sobre la exogamia de los pueblos totemistas se vuelven, debido a la naturaleza del material estudiado, particularmente complejos e inabarcables; se diría: confusos. Las metas del presente ensayo me consienten, además, limitarme a destacar algunas líneas orientadoras y remitir, para un estudio más a fondo, a las obras especializadas que ya he citado muchas veces.

Desde luego, la posición de un autor frente a los problemas de la exogamia no es independiente de la que adopte en favor de esta o aquella teoría sobre el totemismo. Algunas de estas explicaciones del totemismo prescinden de cualquier enlace con la exogamia, manteniendo a ambas instituciones enteramente apartadas. Así, en este punto se contraponen dos visiones: una se aferra a la apariencia originaria de que la exogamia sería una pieza esencial del sistema totemista, y otra pone en entredicho ese nexo y cree en una conjunción casual de esos dos rasgos en unas culturas antiquísimas. Frazer, en sus últimos trabajos, ha defendido con decisión este segundo punto de vista:

«I must request the reader to bear constantly in mind ,that the two institutions of totemism and exogamy are fundamentally distinct in origin and nature, though they have accidentally crossed and blended in many tribes».(Ver traducción) (Frazer, 1910, 1, pág. xii.)

Frazer directamente nos advierte que la opinión contraria puede convertirse en fuente de interminables dificultades y malentendidos. En oposición a esto, otros autores han hallado el camino para concebir la exogamia como una consecuencia necesaria de las intuiciones básicas del totemismo. Durkheim (1898, 1902 y 1905) ha señalado en sus trabajos cómo el tabú anudado al tótem no podía menos que conllevar la prohibición de usar en comercio sexual a una mujer del mismo tótem. En efecto, el tótem es de la misma sangre que el hombre, y por ello la interdicción de la sangre (con referencia a la desfloración y la menstruación) prohibe el comercio sexual con una mujer perteneciente al mismo tótem . Lang (1905, pág. 125), quien adhiere en esto a Durkheim, opina incluso que no habría hecho falta el tabú de la sangre para poner en vigor la prohibición sobre las mujeres de la misma tribu. El tabú totémico general, que por ejemplo prohibe sentarse a la sombra del árbol tabú, habría bastado para ello. Es cierto que Lang defiende, además, una derivación diferente de la exogamia (véase AE, 13, [págs. 128-9]), sin aclarar cómo concordarían entre sí ambas explicaciones.

Con respecto a las relaciones cronológicas, la mayoría de los autores sostiene la opinión de que el totemismo sería la institución más antigua, y la exogamia se le sumó más tarde .

Entre las teorías que pretenden explicar la exogamia con independencia del totemismo, destacaremos sólo algunas que ilustran las diversas actitudes de los autores frente al problema del incesto.

McLennan (1865), agudamente, había colegido la exogamia a partir de los relictos de costumbres que apuntaban al antiguo rapto de mujeres. Supuso entonces que el uso universal en épocas primordiales había sido procurarse la mujer de un linaje ajeno, y el matrimonio con una mujer del propio linaje poco a poco se dejó de permitir porque se había vuelto inusual. Y buscó el motivo de ese hábito de la exogamia en una carencia de mujeres entre aquellos linajes primitivos, por el uso de dar muerte a la mayoría de las niñas recién nacidas. Aquí no nos interesa pesquisar si las circunstancias fácticas corroboran los supuestos de McLennan. Más nos interesa el siguiente argumento: entre las premisas de este autor queda sin explicar por qué para los miembros masculinos del linaje se habrían vuelto inasequibles aun las pocas mujeres de su misma sangre; y también nos importa el modo en que aquí se deja por completo de lado el problema del incesto. (Frazer, 1910, 4, págs. 71-92.)

En oposición a esto, y evidentemente con más derecho, otros investigadores han concebido la exogamia como una institución destinada a prevenir el incesto .

Si uno echa un vistazo panorámico a la complicación, en paulatino aumento, de las limitaciones australianas al matrimonio, no puede dejar de aprobar la opinión de Morgan (1877), Frazer (1910, 4, págs. 105 y sigs.), Howitt [1904, pág. 143] y Baldwin Spencer, según la cual estas instituciones llevan el sello de un propósito conciente de su meta («deliberate design», dice Frazer) y estuvieron destinadas a obtener lo que de hecho han conseguido. «In no other way does it seem possible to explain in all its details a system at once so complex and so regular». (Ver traducción). (Frazer)

Es interesante poner de relieve que las primeras limitaciones producidas por la introducción de clases matrimoniales afectaron la libertad sexual de la generación más joven, vale decir, previnieron el incesto entre hermano y hermana, y entre los hijos varones con su madre, mientras que el incesto entre padre e hija fue evitado sólo más tarde mediante una extensión.

Ahora bien, reconducir las limitaciones sexuales exogámicas a un propósito legislador en nada ayuda para entender el motivo que ha creado esas instituciones. ¿De dónde proviene, en su última resolución, el horror al incesto, que debe discernirse como la raíz de la exogamia? Es evidente que para explicar el horror al incesto no basta con invocar una repugnancia instintiva {instinktiv} hacia el comercio sexual entre parientes consanguíneos, o sea, el hecho mismo del horror al incesto; en efecto, la experiencia social demuestra que el incesto, a despecho de ese instinto {Instinkt}, no es un suceso raro aun en nuestra sociedad de hoy, y la experiencia histórica nos anoticia de casos en que el matrimonio incestuoso entre personas privilegiadas fue elevado a la condición de un precepto.

Westermarck (1906-08, 2, pág. 368) adujo, para explicar el horror al incesto, «que entre personas que viven juntas desde la infancia impera una innata repugnancia hacia el comercio sexual, y como tales personas por regla general son consanguíneas, ese sentimiento halla luego una expresión natural en la costumbre y en la ley mediante el aborrecimiento de la relación sexual entre parientes próximos» . Es cierto que Havelock Ellis [1914, págs. 205-6] impugna el carácter pulsional {triebhaft} de esa repugnancia, pero por lo demás recurre en lo esencial a esta misma explicación cuando manifiesta: «El hecho normal de que la pulsión  de apareamiento no se manifieste entre hermanos y hermanas, o entre niñas y muchachos criados juntos desde la infancia, es un fenómeno puramente negativo debido a la inevitable ausencia, en esas circunstancias, de las precondiciones que despiertan aquella pulsión. (…) Entre personas que se han criado juntas desde la infancia, el hábito ha embotado todos los estímulos sensoriales del ver, el escuchar y el tocar, guiándolos por el camino de una tranquila simpatía y arrebatándoles el poder de provocar la excitación eretista que se necesita para producir la tumescencia sexual».

Me parece muy asombroso que en esta repugnancia innata al comercio sexual entre personas que han compartido su infancia Westermarck vea, al mismo tiempo, una agencia representante {Repräsentanz} psíquica del hecho biológico de que el apareamiento consanguíneo es nocivo para la especie. Un instinto biológico de esta índole erraría en su exteriorización psicológica a punto tal de no recaer sobre los parientes consanguíneos, dañinos para la reproducción, sino sobre quienes comparten un mismo hogar, de todo punto inocuos en este aspecto. Ahora bien, no puedo privarme de comunicar la notabilísima crítica de Frazer a la aseveración de Westermarck. Frazer halla inconcebible que el sentir sexual no se revuelva hoy contra el comercio con quienes comparten un mismo hogar, al par que se ha vuelto tan hiperpotente el horror al incesto, que supuestamente sería sólo un retoño de aquella revuelta. Pero a mayor hondura calan otras puntualizaciones de Frazer, que citaré por extenso porque coinciden en su esencia con los argumentos desarrollados en mi ensayo sobre el tabú:

«No se entiende bien por qué un instinto humano de profundas raíces necesitaría reforzarse por medio de una ley. No existe ley alguna que ordene a los seres humanos comer y beber, o les prohiba meter sus manos en el fuego. Los seres humanos comen y beben, y mantienen sus manos alejadas del fuego, instintivamente, por angustia ante unas penas naturales, y no legales, que se atraerían si violaran esas pulsiones. La ley sólo prohibe a los seres humanos aquello que podrían llevar a cabo bajo el esforzar {Drängen} de sus pulsiones. No hace falta que sea prohibido y castigado por la ley lo que la naturaleza misma prohibe y castiga. Por eso podemos suponer tranquilamente que unos delitos prohibidos por una ley son tales que muchos hombres los cometerían llevados por sus inclinaciones naturales. Si no existiera una inclinación natural de esa índole, tampoco se producirían aquellos delitos; y si estos no se cometieran, ¿para qué haría falta prohibirlos? Por tanto, en vez de inferir, de la prohibición legal del incesto, la existencia de una repugnancia natural hacia él, más bien debiéramos extraer la conclusión de que un instinto natural pulsiona hacia el incesto y que, si la ley sofoca a esta pulsión como a otras pulsiones naturales, ello se funda en la intelección de los hombres civilizados de que satisfacer esas pulsiones naturales perjudicaría a la sociedad». (Frazer, 1910, 4, págs. 97-8.)

Puedo agregar todavía a esta preciosa argumentación de Frazer que las experiencias del psicoanálisis han invalidado por completo el supuesto de una repugnancia innata al comercio incestuoso. Han enseñado, al contrario, que las primeras mociones sexuales del individuo joven son, por regla general, de naturaleza incestuosa, y que esas mociones reprimidas desempeñan, como fuerzas pulsionales de neurosis posteriores, un papel que no se puede subestimar.

Por lo tanto, la concepción del horror al incesto como instinto innato debe ser abandonada. No demuestra ser más sólida otra derivación del tabú del incesto, que goza de numerosos partidarios: el supuesto de que los pueblos primitivos observaron muy temprano los peligros que el apareamiento entre consanguíneos traía a su especie, y por eso promulgaron, con propósito conciente, la prohibición del incesto. Se agolpan las objeciones a este intento de explicación. (Cf. Durkheim, 1898 [págs. 33 y sigs.]) No sólo que la prohibición del incesto es por fuerza más antigua que la cría de animales domésticos, donde el hombre pudo hacer experiencias en cuanto al efecto del apareamiento consanguíneo sobre las cualidades de la raza, sino que las nocivas consecuencias de este último ni siquiera hoy se han certificado fuera de duda y son difíciles de comprobar en el ser humano. Además, todo cuanto sabemos acerca de los salvajes de nuestros días torna muy inverosímil que el pensamiento de sus más remotos antepasados se ocupara ya de prevenir efectos nocivos para sus descendientes. Suena casi ridículo que se atribuya a estas criaturas impróvidas unos motivos higiénicos y eugenésicos que apenas han obtenido consideración en la cultura de nuestra época .

Por último, es preciso argüir también que la prohibición del apareamiento consanguíneo, basada en motivos prácticos e higiénicos de evitar el debilitamiento de la raza, parece de todo punto inapropiada para explicar el profundo horror que en nuestra sociedad se eleva contra el incesto. Y como lo he consignado en otro lugar, ese horror al incesto parece todavía más vivo e intenso en los pueblos primitivos hoy vivientes que en los civilizados.

Aunque también respecto de la derivación del horror al incesto podíamos esperar tener la opción entre posibilidades de explicación sociológicas, biológicas y psicológicas, y aunque los motivos psicológicos acaso resultaran una agencia representante de poderes biológicos, al final de la indagación nos vemos precisados a refrendar el resignado veredicto de Frazer: No conocemos el origen del horror al incesto y ni siquiera sabemos qué orientación tomar. No nos parece satisfactoria ninguna de las soluciones del enigma propuestas hasta ahora .

Todavía debo mencionar un ensayo de explicar la génesis del horror al incesto; es de índole muy diferente a los considerados hasta ahora. Se lo podría caracterizar como una deducción histórico-conjetural.

Ese intento se anuda a una hipótesis de Charles Darwin sobre el estado social primordial del ser humano. De los hábitos de vida de los monos superiores, Darwin infirió que también el hombre vivió originariamente en hordas más pequeñas, dentro de las cuales los celos del macho más viejo y más fuerte impedían la promiscuidad sexual. «De acuerdo con lo que sabemos sobre los celos de todos los mamíferos, muchos de los cuales poseen armas especiales para luchar con sus competidores, podemos inferir de hecho que una promiscuidad general entre los sexos es cosa en extremo improbable en el estado de naturaleza. (…) Entonces, si miramos lo bastante atrás en la corriente del tiempo, (…) y razonamos a partir de los hábitos sociales del hombre tal como ahora existe (…) obtenemos, como la visión más probable, que él originariamente vivió en comunidades pequeñas, cada hombre con una mujer o, si tenía el poder, con varias a quienes defendía celosamente de los demás varones. O pudo no haber sido un animal social y empero vivir con varias mujeres para él solo, como lo hace el gorila; en efecto, todos los nativos «están de acuerdo en que sólo se ve un macho adulto por cada grupo. Y cuando el macho joven crece sobreviene una lucha por el predominio; entonces el más fuerte, tras matar o expulsar a los otros, se establece como el jefe de la sociedad» (Dr. Savage, en Boston Journal of Natural History, 5, 1845-47, pág. 423). Los machos más jóvenes, expulsados de ese modo y obligados a merodear, si en definitiva consiguen una compañera, habrán sido impedidos de entrar en un apareamiento consanguíneo demasiado estrecho dentro de los miembros de una misma familia». (Darwin, 1871, 2, págs. 362-3.)

Atkinson (1903) parece haber sido el primero en discernir que estas constelaciones de la horda primordial darwiniana necesariamente establecían en la práctica la exogamia de los varones jóvenes. Cada uno de estos expulsados podía fundar una horda similar, en la que rigiera igual prohibición del comercio sexual merced a los celos del jefe, y en el curso del tiempo -sostiene Atkinson- habría resultado de esos estados la regla ahora conciente como ley: «Ningún comercio sexual entre los que participan de un mismo hogar». Tras la introducción del totemismo, la regla se habría mudado en esta otra forma: «Ningún comercio sexual dentro del tótem».

Lang (1905, págs. 114 y 143) adhirió a esta explicación de la exogamia, Empero, en el mismo libro sustenta la otra teoría (durkheimiana) según la cual la exogamia es consecuencia de las leyes totémicas. [Cf: AE, 13, pág. 123.] No parece cosa simple unificar esas dos concepciones; en el primer caso, la exogamia habría existido antes del totemismo, mientras que en el segundo sería su consecuencia .

3

Un solo rayo de luz arroja la experiencia psicoanalítica en esta oscuridad.

La conducta del niño hacia el animal es muy parecida a la del primitivo. El niño no muestra todavía ninguna huella de esa arrogancia que luego moverá al hombre adulto de la cultura a deslindar con una frontera tajante su propia naturaleza frente a todo lo animal. Concede sin reparos al animal una igualdad de nobleza; y por su desinhibida confesión de sus necesidades, se siente sin duda más emparentado con el animal que con el adulto, probablemente enigmático para él.

En esta notable avenencia entre niño y animal no es raro que sobrevenga una curiosa perturbación. El niño empieza de pronto a tenerle miedo a una determinada especie animal y a guardarse de tocar o de mirar a cualquiera de los individuos de ella. Así se establece el cuadro clínico de una zoofobia, una de las enfermedades psiconeuróticas más frecuentes en esa época de la vida, y quizá su forma más temprana. La fobia recae por regla general sobre animales hacia los cuales el niño había mostrado hasta entonces un interés particularmente vivo, y nada tiene que ver con el animal individual. La opción entre los animales que pueden volverse objeto de la fobia no es grande en las condiciones de la vida urbana: caballos, perros, gatos, rara vez pájaros, con llamativa frecuencia animales muy pequeños, como escarabajos y mariposas. Muchas veces, animales de los que el niño sólo ha tomado conocimiento por los libros ilustrados y los cuentos se vuelven objeto de la angustia disparatada y desmedida que se muestra en estas fobias; es raro que se lleguen a averiguar los caminos por los cuales se consumó una elección inhabitual del animal angustiante. Así, debo a Karl Abraham la comunicación de un caso en que el propio niño esclareció su angustia ante las avispas indicando que los colores y rayas del vientre de la avispa le habían hecho pensar en el tigre, animal que, según cuanto había escuchado, era de temer .

Las fobias de los niños aún no han sido tema de una indagación analítica atenta, por más que lo merecerían en alto grado. El motivo de esa omisión son sin duda las dificultades que ofrece el análisis con niños a edad tan tierna. Por eso no se puede aseverar que conozcamos el sentido general de la contracción de estas enfermedades, y hasta opino que puede no resultar unitario. Pero algunos casos de tales fobias dirigidas a animales de mayor tamaño han demostrado ser accesibles al análisis y de ese modo revelaron su secreto al indagador. En todos los casos era lo mismo: la angustia se refería en el fondo al padre cuando los niños indagados eran varones, y sólo había sido desplazada al animal.

Toda persona con experiencia en el psicoanálisis ha visto ciertamente casos de esta índole, y ha recibido de ellos igual impresión. Sin embargo, sólo puedo invocar unas pocas publicaciones detalladas. Esto es un azar bibliográfico, del que no se debe inferir que apoyamos nuestra aseveración en meras observaciones aisladas. Cito como ejemplo a un autor que se ha ocupado con inteligencia de las neurosis de la infancia, el doctor M. WuIff (de Odesa). Dentro de la trama del historial clínico de un varoncito de nueve años, nos refiere que a la edad de cuatro años padecía de una fobia al perro. «Cuando veía pasar un perro por la calle, echaba a llorar y gritaba: «¡Perro querido, no me agarres, me portaré bien!». Por «portarse bien» entendía «no tocar más el violín» (masturbarse) ». (WuIff, 1912, pág. 15.) El mismo autor resume más adelante: «Su fobia al perro es en verdad la angustia frente al padre desplazada al perro, pues su rara manifestación: «¡Perro, me portaré bien!» -o sea, «no me masturbaré»-, en realidad se refiere al padre, quien le ha prohibido la masturbación». En una nota agrega algo que coincide por completo con mi experiencia y al mismo tiempo da testimonio de la riqueza de tales experiencias: «Yo creo que estas fobias (al caballo, el perro, los gatos, las gallinas y otros animales domésticos) son en la infancia por lo menos tan frecuentes como el pavor nocturnus, y en el análisis casi siempre se las puede desenmascarar como un desplazamiento de la angustia, desde uno de los progenitores al animal. No me atrevería a aseverar que la tan difundida fobia a los ratones y ratas tenga el mismo mecanismo».

Hace poco publiqué el «Análisis de la fobia de un niño de cinco años» (1909b), cuyo material fue puesto a mi disposición por el padre del pequeño paciente. Era una angustia ante el caballo, a consecuencia de la cual el niño se rehusaba a andar por la calle. Exteriorizaba el temor de que el caballo entrara en la habitación y lo mordiera. Se averiguó que sería el castigo por su deseo de que el caballo se cayera (muriera). Después que mediante reaseguramientos se le quitó al muchacho la angustia ante el padre, le ocurrió batallar con deseos cuyo contenido era la ausencia (viaje, muerte) del padre. Según lo dejaba conocer de manera hipernítida, sentía al padre como un competidor en el favor de la madre, a quien se dirigían en oscuras vislumbres sus deseos sexuales en germen. Por tanto, se encontraba en aquella típica actitud del niño varón hacia sus progenitores que hemos designado «complejo de Edipo» y en la cual discernimos el complejo nuclear de las neurosis. Lo nuevo que averiguamos en el análisis del pequeño Hans fue el hecho, importante respecto del totemismo, de que en tales condiciones el niño desplaza una parte de sus sentimientos desde el padre hacia un animal.

El análisis revela las vías de asociación, tanto las de contenido sustantivo como las contingentes, por las cuales se consuma un desplazamiento así. También permite colegir sus motivos. El odio [al padre] proveniente de la rivalidad por la madre no puede difundirse desinhibido en la vida anímica del niño: tiene que luchar con la ternura y admiración que desde siempre le suscitó esa misma persona; el niño se encuentra en una actitud de sentimiento de sentido doble -ambivalente- hacia su padre, y en ese conflicto de ambivalencia se procura un alivio si desplaza sus sentimientos hostiles y angustiados sobre un subrogado del padre. Es verdad que el desplazamiento no puede tramitar ese conflicto estableciendo una tersa separación entre sentimientos tiernos y hostiles. Más bien el conflicto continúa en torno del objeto de desplazamiento, la ambivalencia se apropia de este último. Es inequívoco que el pequeño Hans no sólo tiene angustia ante los caballos, sino también respeto e interés por ellos. Tan pronto como su angustia se mitiga, él mismo se identifica con el animal temido, galopa como un caballo y ahora es él quien muerde al padre .  En otro estadio de la resolución de esta fobia, no le importa identificar a sus padres con otros animales grandes.

Es lícito formular la impresión de que en estas zoofobias de los niños retornan ciertos rasgos del totemismo con sello negativo. Pero debemos a S. Ferenczi (1913a) la excelente observación aislada de un caso que sólo admite la designación de totemismo positivo en un niño. Es cierto que en el pequeño Arpád, de quien informa Ferenczi, los intereses totemistas no despertaron directamente en el contexto del complejo de Edipo, sino sobre la base de la premisa narcisista de este la angustia de castración. Pero quien examine con atención la historia del pequeño Hans hallará también en ella los más abundantes testimonios de que el padre era admirado como el poseedor del genital grande y era temido como el que amenazaba el genital propio. Tanto en el complejo de Edipo como en el de castración, el padre desempeña igual papel, el del temido oponente de los intereses sexuales infantiles. La castración, o su sustitución por el enceguecimiento, es el castigo que desde él amenaza.

Teniendo el pequeño Arpád dos años y medio, intentó cierta vez, durante unas vacaciones veraniegas, orinar en el gallinero, y una gallina le picó el miembro o intentó picárselo. Cuando un año después regresó a ese mismo lugar, él mismo se convirtió en gallina; sólo se interesaba por el gallinero y cuanto allí pasaba, y trocó su lenguaje humano por cacareos y quiquiriquíes. En la época de la observación (cinco años) había vuelto a hablar, pero en su conversación se ocupaba exclusivamente de cosas de gallinas y otras aves de corral. No tenía otro juguete que ese, sólo entonaba canciones en que les sucediera algo a unas aves de corral. Su comportamiento hacia su animal totémico era ambivalente por excelencia, un odiar y un amar desmedidos. Lo que más le gustaba era jugar a la matanza de gallinas. «La matanza de las aves de corral es para él toda una fiesta. Es capaz de danzar horas y horas, excitado, en torno del animal muerto» . Pero luego besaba y acariciaba al animal abatido, limpiaba y hacía mimos a los símiles de gallinas que había maltratado.

El pequeño Arpád puso cuidado en que el sentido de sus raros manejos no permaneciera oculto. En ocasiones retraducía sus deseos del modo de expresión totemista al de la vida cotidiana. «Mi padre es el gallo», dijo cierta vez. «Ahora yo soy chico, ahora soy un pollito. Cuando sea más grande, seré una gallina. Y cuando sea más grande todavía, seré un gallo». Otra vez deseó de pronto comer «guiso de madre» (por analogía con el guiso de gallina). Era muy liberal para hacer nítidas amenazas de castración a otros, como él mismo las había experimentado a causa de su quehacer onanista con su miembro.

Según Ferenczi, no quedó ninguna duda sobre la fuente de su interés por el ajetreo del gallinero. «El movido comercio sexual entre gallo y gallina, la puesta de los huevos y la salida de los pollitos del cascarón» satisfacían su apetito de saber sexual, que en verdad se dirigía a la vida de la familia humana. Había formado sus deseos de objeto siguiendo el modelo de la vida de las gallinas; cierta vez dijo a una vecina: «Me casaré con usted, y con su hermana,’ y con mis tres primas y la cocinera; no, en vez de la cocinera, prefiero a mi madre».

Más adelante podremos completar nuestra apreciación de esta observación; por ahora destaquemos sólo dos rasgos como unas valiosas concordancias con el totemismo: la plena identificación con el animal totémico  y la actitud ambivalente de sentimientos hacia él. De acuerdo con estas observaciones, consideramos lícito remplazar en la fórmula del totemismo al animal totémico por el padre -en el caso del varón-. Pero notemos que no hemos dado un paso nuevo ni particularmente osado. Los propios primitivos lo dicen y, en la medida en que el sistema totemista sigue en vigor todavía hoy, designan al tótem como su antepasado y padre primordial. No hacemos más que tomar en sentido literal un enunciado de estos pueblos, un enunciado con el cual los etnólogos no han sabido bien qué hacer y luego le han restado importancia. El psicoanálisis nos advierte que, al contrario, debemos escoger precisamente ese punto y anudar a él todo intento de explicar el totemismo .

El primer resultado de nuestra sustitución es muy asombroso. Si el animal totémico es el padre, los dos principales mandamientos del totemismo, los dos preceptos-tabú que constituyen su núcleo, el de no matar al tótem y no usar sexualmente a ninguna mujer que pertenezca a él, coinciden por su contenido con los dos crímenes de Edipo, quien mató a su padre y tomó por mujer a su madre, y con los dos deseos primordiales del niño, cuya represión insuficiente o cuyo nuevo despertar constituye quizás el núcleo de todas las psiconeurosis. Si esta ecuación fuera algo más que un mero juego desconcertante del azar, tendría. que permitirnos arrojar luz sobre la génesis del totemismo en tiempos inmemoriales. Con otras palabras, conseguiría tornarnos verosímil que el sistema totemista resultó de las condiciones del complejo de Edipo, lo mismo que la zoofobia del pequeño Hans y la perversión de gallinero del pequeño Arpád. A fin de perseguir esa posibilidad, estudiaremos en lo que sigue un rasgo peculiar del sistema totemista (o, como podemos decir, de la religión totemista) que hasta ahora no habíamos hallado ocasión de mencionar.

4

William Robertson Smith, físico, filólogo, crítico de la Biblia e investigador de la Antigüedad, un hombre tan multifacético como penetrante y librepensador, fallecido en 1894, formuló en su obra sobre la religión de los semitas, publicada en 1889, el supuesto de que una peculiar ceremonia, el llamado banquete totémico, había formado parte integrante del sistema totemista desde su mismo comienzo. En apoyo de esa conjetura sólo disponía por entonces de la descripción de una ceremonia similar trasmitida desde el siglo v d. C., pero supo elevar su supuesto hasta un alto grado de verosimilitud mediante el análisis del sacrificio entre los antiguos semitas. Como el sacrificio presupone una persona divina, se trata de una inferencia que retrocede desde una fase superior del rito religioso hasta el totemismo, su fase inferior.

Ahora intentaré destacar, del notable libro de Robertson Smith, los enunciados decisivos para nuestro interés sobre el origen y el significado del rito sacrificial; lo haré omitiendo todos los detalles, a menudo tan atrayentes, y con la consecuente desatención por los desarrollos que de ellos se siguen. Queda descartado que un extracto así pueda trasmitir al lector algo de la lucidez o de la fuerza probatoria de la exposición original.

Robertson Smith [1894, pág. 214] señala que el sacrificio en el altar ha sido la pieza esencial en el rito de la religión antigua. Y en todas las religiones desempeña el mismo papel, de suerte que es preciso reconducir su génesis a unas causas universales y que produjeran dondequiera efectos de igual índole.

Ahora bien, el sacrificio -la acción sagrada  kat¢ exochn  {por excelencia} (sacrilicium, ierourgia )- significaba en su origen algo diverso de lo que en épocas posteriores se entendió por él: la ofrenda a la divinidad para reconciliarse con ella o granjearse su simpatía. (De su sentido accesorio de autodespojo parte luego el empleo profano de la palabra. [Cf. AE, 13,  pág. 151.]) Se puede demostrar que en su comienzo el sacrificio no era otra cosa que «an act of social fellowship between the deity and his worshippers», un acto de socialidad, una comunión de los creyentes con su dios. [Robertson Smith]

Como sacrificio se ofrendaban cosas de comer y beber; aquello de lo cual el hombre se nutría, carne, cereales, frutos, vino y aceite, eso mismo sacrificaba a su dios. Sólo respecto del sacrificio de carne existían limitaciones y rectificaciones. De los sacrificios de animales, el dios se alimentaba en común con sus adoradores; los vegetales se le entregaban para él solo. No hay duda de que los sacrificios de animales fueron los más antiguos y antaño los únicos. Los sacrificios de vegetales provenían de la ofrenda de las primicias de todos los frutos, y correspondían a un tributo al señor del suelo y del país. Ahora bien, el sacrificio de animales es de más antigua data que la agricultura.

Relictos lingüísticos certifican que la parte del sacrificio destinada al dios se consideraba al comienzo como su real alimento. Con la progresiva desmaterialización del ser divino, esta representación se volvió chocante; se buscó entonces el subterfugio de asignar a la divinidad sólo la parte líquida del banquete. Más tarde, el uso del fuego, que hacía elevarse en forma de humo la carne sacrificada en el altar, permitió modificar el alimento humano para adecuarlo mejor al ser divino. La sustancia del sacrificio de bebida era originariamente la sangre de los animales sacrificados; el vino pasó a sustituir luego a la sangre. Los antiguos consideraban al vino como la «sangre de la viña», y todavía hoy lo llaman así nuestros poetas.

La forma más antigua del sacrificio, más antigua que el uso del fuego y el conocimiento de la agricultura, fue, pues, el sacrificio de animales, cuya carne y cuya sangre tomaban en común el dios y sus adoradores. Era esencial que cada uno de los participantes recibiera su porción en el banquete.

Un sacrificio así era una ceremonia pública, la fiesta de un clan entero. La religión era un asunto común, y el deber religioso, una parte de la obligación social. Sacrificio y festividad coinciden en todos los pueblos; todo sacrificio conlleva una fiesta, y ninguna fiesta puede realizarse sin sacrificio. La fiesta sacrificial era una oportunidad para elevarse los individuos, jubilosos, sobre sus propios intereses, y destacar la mutua afinidad entre ellos y con la divinidad.

El poder ético del banquete sacrificial público descansaba en antiquísimas representaciones acerca del significado de comer y beber en común. Comer y beber con otro era al mismo tiempo un símbolo y una corroboración de la comunidad social, así como de la aceptación de las obligaciones recíprocas; el banquete sacrificial expresaba de una manera directa que el dios y sus adoradores eran comensales, pero con ello estaban dadas todas sus otras relaciones. Usos todavía hoy vigentes entre los árabes del desierto prueban que lo ligador en el banquete común no es un factor religioso, sino el acto mismo de comer. Quien haya compartido apenas un bocado con uno de estos beduinos, o tomado un sorbo de leche, no ha de temerle más como su enemigo, sino que puede estar seguro de su protección y su ayuda. No, es cierto, para toda la eternidad; en rigor, sólo mientras la sustancia comida en común permanezca en su cuerpo. En términos así de realistas se concibe el lazo de la unión; hace falta repetirlo para reforzarlo y volverlo duradero.

Ahora bien, ¿por qué se atribuye esa fuerza ligadora al comer y beber en común? En las sociedades más primitivas sólo existe un lazo que une de manera incondicionada y sin excepciones, el de la comunidad de linaje (kinship). Los miembros de esta comunidad responden unos por otros solidariamente; un kin es un grupo de personas cuya vida está ligada de tal modo en una unidad psíquica que se los puede considerar como fragmentos de una vida común. Y en caso de muerte de un individuo del kin no se dice: «Ha sido derramada la sangre de este o de aquel», sino: «Nuestra sangre ha sido derramada». La frase hebrea con la cual se reconoce el parentesco de linaje reza: «Eres mi hueso y eres mi carne». Kinship significa entonces tener parte en una sustancia común. Es natural, pues, que no se base sólo en el hecho de que uno es una parte de la sustancia de su madre, que lo ha parido y de cuya leche se nutrió, sino que pueda adquirir y reforzar su kinship también en virtud del alimento que comió después, renovando así su cuerpo. Y si uno compartía el banquete con su dios, ello expresaba el convencimiento de que se era de una misma sustancia con él; y si alguien era discernido como extranjero, no se compartía banquete alguno con él.

El banquete sacrificial fue entonces en su origen una comida festiva entre los parientes de un mismo linaje, obedientes a la ley de que sólo ellos debían comer juntos. En nuestra sociedad, el banquete reúne a los miembros de la familia, pero el banquete sacrificial no ha tenido nada que ver con ella. El kinship es más antiguo que la vida familiar; las familias más antiguas de que tenemos noticia abarcan por lo regular a personas que pertenecen a diferentes uniones de parentesco. Los varones se casan con mujeres de un clan ajeno, los niños heredan el clan de la madre; no existe ningún parentesco de linaje entre el marido y los restantes miembros de la familia. En una familia así no existe banquete en común. Los salvajes todavía hoy comen apartados y solos, y las prohibiciones religiosas de ciertos manjares, que el totemismo impone, suelen imposibilitarles la comunidad de comida con sus mujeres e hijos.

Consideremos ahora el animal sacrificial. Como sabemos, no existía reunión del linaje sin sacrificio de un animal, pero -lo cual es todavía más sustantivo- tampoco matanza de un animal fuera de una oportunidad festiva como esa. No había reparos en alimentarse de frutos, de la caza y de la leche de los animales domésticos, pero escrúpulos religiosos imposibilitaban al individuo matar un animal doméstico para su propio uso. No admite duda alguna -dice Robertson Smith- que todo sacrificio fue originariamente un sacrificio clánico, y que la matanza de una víctima sacrificial se contaba en su origen entre aquellas acciones prohibidas para el individuo y que sólo eran legítimas cuando todo el linaje asumía la responsabilidad  . Entre los primitivos existe sólo una clase de acciones a las que conviene esa caracterización, a saber, acciones que derivan de la sacralidad de la sangre común al linaje. Una vida que ningún individuo tiene permitido eliminar, y sólo puede ser sacrificada con la aquiescencia y participación de todos los miembros del clan, se sitúa en un mismo nivel que la vida misma de estos últimos. La regla según la cual todo convidado al banquete sacrificial debe comer de la carne del animal sacrificado tiene el mismo sentido que el precepto por el cual la ejecución de un miembro culpable del linaje tiene que ser consumada por todo él. Con otras palabras: El animal sacrificial era tratado como pariente del mismo linaje; la comunidad sacrificadora, su dios y el animal sacrificial eran de una misma sangre, miembros de un mismo clan.

Robertson Smith, sobre la base de abundantes pruebas, identifica el animal sacrificial con el antiguo animal totémico. En la Antigüedad tardía había dos clases de sacrificios: los de animales domésticos que eran comidos de ordinario y sacrificios inhabituales de animales que eran prohibidos por impuros. Una investigación más atenta muestra luego que esos animales impuros eran animales sagrados, ofrendados como sacrificio a los dioses a quienes estaban consagrados; esos animales fueron en su origen idénticos a los dioses mismos, y los creyentes, en el sacrificio, destacaban de alguna manera su parentesco consanguíneo con el animal y con el dios. Ahora bien, en épocas más tempranas falta esa diferencia entre sacrificios corrientes y «místicos». Todos los animales [sacrificiales] eran originariamente sagrados, su carne estaba prohibida y sólo en oportunidades festivas y con la participación de la tribu entera era lícito comerla. La matanza del animal equivalía a derramar sangre de la tribu y tenía que producirse con las mismas precauciones y los mismos aseguramientos, que eliminaran todo reproche.

La domesticación de animales y el comienzo de la cría del ganado parecen haber puesto fin en todas partes al totemismo puro y riguroso de la época primordial . Pero lo que a los animales domésticos les resta de sacralidad en esta religión «pastoril» es bastante nítido para que se pueda discernir su originario carácter totémico. Todavía en tiempos posteriores, en la Antigüedad clásica, el rito prescribía en ciertos lugares que el sacrificante, cumplido el sacrificio, emprendiera la huida como para sustraerse de una venganza. En Grecia, la idea de que la matanza de un buey es en verdad un crimen debe de haber imperado universalmente en tiempos antiguos. En la fiesta ateniense de las bufonías, tras el sacrificio se iniciaba un juicio formal en el que se citaba a todos los participantes. Al fin se acordaba imputar la culpa del asesinato al cuchillo, que entonces era arrojado al mar. [Robertson Smith, 1894, pág. 304.]

A pesar del respeto que protegía la vida del animal sagrado como miembro del linaje, de tiempo en tiempo se volvía necesario darle muerte en solemne comunidad y repartir entre los miembros del clan su carne y su sangre. El motivo que ordenaba realizar esa acción nos brinda el sentido más profundo de la institución del sacrificio. Sabemos ya que en épocas posteriores toda comida en común, la participación en la misma sustancia que penetra en el cuerpo, establece un lazo sagrado entre los comensales; en épocas más antiguas, parece que ese valor se atribuía sólo a la participación en la sustancia de una víctima sagrada. El sagrado misterio de la muerte sacrificial se justifica, pues sólo por ese camino es posible establecer el lazo sagrado que une a los participantes entre sí y con su dios .

Ese lazo no es otra cosa que la vida de la víctima, vida que mora en su carne y en su sangre y es distribuida entre todos los participantes en virtud del banquete sacrificial. Esa representación está en la base de todas las uniones de sangre mediante las cuales los hombres, aún en épocas más tardías, han contraído obligaciones recíprocas. [Loc. cit.] La concepción, de todo punto realista, de la comunidad de sangre como identidad de la sustancia permite comprender la necesidad de renovarla de tiempo en tiempo a través del proceso físico del banquete sacrificial.

Interrumpimos aquí nuestro extracto de las argumentaciones de Robertson Smith para resumir su núcleo en la más apretada síntesis: Cuando surgió la idea de la propiedad privada, el sacrificio se concibió como un don a la divinidad, como una trasferencia de la propiedad del hombre a la del dios. Sólo que esta interpretación deja sin esclarecer todas las particularidades del ritual del sacrificio. En épocas antiquísimas, el mismo animal del sacrificio era sagrado y su vida era inviolable; sólo con la participación y la culpabilidad conjunta de la tribu entera podía ser tomado para brindar la sustancia sagrada, tras comer la cual los miembros del clan se aseguraban su identidad sustancial entre ellos y con la divinidad. El sacrificio era un sacramento, y el propio animal sacrificial, un miembro del linaje. En realidad, era el antiguo animal totémico, el dios primitivo mismo, a través de cuya matanza y devoración los miembros del clan refrescaban y refirmaban su semejanza divina.

De este análisis de la institución del sacrificio, Robertson Smith extrae la conclusión de que la matanza y devoración periódica del tótem ha sido una pieza sustantiva de la religión totemista en épocas anteriores a la veneración de divinidades antropomórficas. El ceremonial de un banquete totémico de esa índole se ha conservado, dice, en la descripción de un sacrificio de época más tardía. San Nilus nos informa sobre una costumbre sacrificial de los beduinos en el desierto de Sinaí, a fines del siglo iv d. C. La víctima, un camello, fue atada sobre un tosco altar de piedra; el jefe de la tribu hizo que los participantes dieran tres vueltas en derredor de él, entonando cánticos; luego infligió al animal la primera herida y bebió ávidamente la sangre que brotaba; después la comunidad entera se precipitó sobre la víctima, le cortaron con sus espadas pedazos de palpitante carne, y la devoraron cruda con tal prisa que en el breve lapso trascurrido entre el ascenso de la estrella de la mañana y el empalidecimiento del astro ante los rayos del sol había desaparecido del animal sacrificado todo: cuerpo, huesos, piel, carne y entrañas. Este rito bárbaro, testimonio de antiquísimas épocas, según todas las pruebas no constituía un uso aislado, sino la forma universal y originaria del sacrificio totémico que en épocas posteriores experimentó las más diversas mitigaciones.

Muchos autores se han rehusado a otorgar solidez a la concepción del banquete totémico, basándose en que no ha podido ser corroborada por la observación directa en el estadio del totemismo. Sin embargo, el propio Robertson Smith ha indicado los ejemplos en que el valor sacramental del sacrificio parece certificado, como en los sacrificios humanos de los aztecas, y otros que recuerdan las condiciones del banquete totémico, como el sacrificio del oso en la tribu del oso de los ouataouak [ottawal de Norteamérica, y las fiestas del oso entre los aino de Japón. Frazer ha comunicado en detalle estos y semejantes casos en las dos secciones de su gran obra aparecidas en último término. (1912, 2 [caps. X, XIII y XIV].) Una tribu de indios de California, que venera a una gran ave de rapiña (el águila), la mata en solemne ceremonia una vez por año, tras lo cual la llora en duelo y conserva su piel con las plumas. Los indios zuñi de Nuevo México proceden de igual modo con su tortuga sagrada.

En las ceremonias intichiuma de las tribus centroaustralianas se ha observado un rasgo que armoniza de manera excelente con las premisas de Robertson Smith. Todo linaje que practica magia para la multiplicación de su tótem, al cual tiene prohibido comer, está sin embargo obligado a comer algo de él durante la ceremonia, antes que los otros linajes puedan hacerlo. [Frazer, 1910, 1, págs. 110 y sigs.] El mejor ejemplo del consumo sacramental del tótem, prohibido de ordinario, es, según Frazer, el que hallamos entre los bini del Africa occidental en conexión con su ceremonial funerario.

Por nuestra parte, seguiremos a Robertson Smith en el supuesto de que la muerte sacramental y la comida en común del animal totémico, prohibidas en toda otra ocasión, han sido un rasgo significativo de la religión totemista .

5

Representémonos la escena de aquel banquete totémico, dotándola además de algunos rasgos probables que no se pudieron apreciar hasta ahora. El clan, en ocasiones solemnes, mata cruelmente y devora crudo a su animal totémico, su sangre, su carne y sus huesos; los miembros del linaje se han disfrazado asemejándose al tótem, imitan sus gritos y movimientos como si quisieran destacar la identidad entre él y ellos. Ahí actúa la conciencia de que ejecutan una acción prohibida al individuo y sólo legítima con la participación de todos; por otra parte, ninguno tiene permitido excluirse de la matanza y del banquete. Consumada la muerte, el animal es llorado y lamentado. El lamento totémico es compulsivo, arrancado por el miedo a una amenazadora represalia, y su principal propósito es, como lo señala Robertson Smith a raíz de análoga circunstancia, sacarse de encima la responsabilidad por la muerte. (1894, pág. 412.)

Pero a ese duelo sigue el más ruidoso júbilo festivo, el desencadenamiento de todas las pulsiones y la licencia de todas las satisfacciones. Aquí nos cae en las manos, sin esfuerzo alguno, la intelección de la esencia de la fiesta.

Una fiesta es un exceso permitido, más bien obligatorio, la violación solemne de una prohibición. Los hombres no cometen esos excesos porque algún precepto los ponga de talante alegre, sino que el exceso mismo está en la esencia de la fiesta; el talante festivo es producido por la permisión de todo cuanto de ordinario está prohibido.

Ahora bien, ¿qué significado tendrá la introducción a ese júbilo festivo, o sea el duelo por la muerte del animal totémico? Si uno se regocija por la matanza del tótem, denegada en todo otro caso, ¿por qué haría duelo por él?

Tenemos averiguado que los miembros del clan se santifican mediante la comida del tótem, se refuerzan en su identificación con él y entre ellos. El hecho de haber recibido en sí la vida sagrada, cuya portadora es la sustancia del tótem, podría explicar sin duda el talante festivo y todo cuanto de él se sigue.

El psicoanálisis nos ha revelado que el animal totémico es realmente el sustituto del padre, y con ello armonizaba bien la contradicción de que estuviera prohibido matarlo en cualquier otro caso, y que su matanza se convirtiera en festividad; que se matara al animal y no obstante se lo llorara. La actitud ambivalente de sentimientos que caracteriza todavía hoy al complejo paterno en nuestros niños, y prosigue a menudo en la vida de los adultos, se extendería también al animal totémico, sustituto del padre.

Y si ahora conjugamos la traducción que el psicoanálisis ha dado del tótem con el hecho del banquete totémico y la hipótesis darwiniana sobre el estado primordial de la sociedad humana, obtenemos la posibilidad de un entendimiento más profundo, la perspectiva de una hipótesis que acaso parezca fantástica, pero tiene la ventaja de establecer una unidad insospechada entre series de fenómenos hasta hoy separadas.

Desde luego, la horda primordial darwiniana no deja espacio alguno para los comienzos del totemismo. Hay ahí un padre violento, celoso, que se reserva todas las hembras para sí y expulsa a los hijos varones cuando crecen; y nada más. Ese estado primordial de la sociedad no ha sido observado en ninguna parte. Lo que hallamos como la organización más primitiva, lo que todavía hoy está en vigor en ciertas tribus, son las ligas de varones compuestas por miembros de iguales derechos y sometidos a las restricciones del sistema totemista, que heredan por línea materna. ¿Acaso lo uno pudo surgir de lo otro? ¿Y por qué camino fue posible?

Si nos remitimos a la celebración del banquete totémico podremos dar una respuesta: Un día  los hermanos expulsados se aliaron, mataron y devoraron al padre, y así pusieron fin a la horda paterna. Unidos osaron hacer y llevaron a cabo lo que individualmente les habría sido imposible. (Quizás un progreso cultural, el manejo de un arma nueva, les había dado el sentimiento de su superioridad.) Que devoraran al muerto era cosa natural para unos salvajes caníbales. El violento padre primordial era por cierto el arquetipo envidiado y temido de cada uno de los miembros de la banda de hermanos. Y ahora, en el acto de la devoración, consumaban la identificación con él, cada uno se apropiaba de una parte de su fuerza. El banquete totémico, acaso la primera fiesta de la humanidad, sería la repetición y celebración recordatoria de aquella hazaña memorable y criminal con la cual tuvieron comienzo tantas cosas: las organizaciones sociales, las limitaciones éticas y la religión .

Para hallar creíbles, prescindiendo de su premisa, estas consecuencias que acabamos de señalar, sólo hace falta suponer que la banda de los hermanos amotinados estaba gobernada, respecto del padre, por los mismos contradictorios sentimientos que podemos pesquisar como contenido de la ambivalencia del complejo paterno en cada uno de nuestros niños y de nuestros neuróticos. Odiaban a ese padre que tan gran obstáculo significaba para su necesidad de poder y sus exigencias sexuales, pero también lo amaban y admiraban. Tras eliminarlo, tras satisfacer su odio e imponer su deseo de identificarse con él, forzosamente se abrieron paso las mociones tiernas avasalladas entretanto . Aconteció en la forma del arrepentimiento; así nació una conciencia de culpa que en este caso coincidía con el arrepentimiento sentido en común. El muerto se volvió aún más fuerte de lo que fuera en vida; todo esto, tal como seguimos viéndolo hoy en los destinos humanos. Lo que antes él había impedido con su existencia, ellos mismos se lo prohibieron ahora en la situación psíquica de la «obediencia de efecto retardado {nachträglich}» que tan familiar nos resulta por los psicoanálisis. Revocaron su hazaña declarando no permitida la muerte del sustituto paterno, el tótem, y renunciaron a sus frutos denegándoselas mujeres liberadas. Así, desde la conciencia de culpa del hijo varón, ellos crearon los dos tabúes fundamentales del totemismo, que por eso mismo necesariamente coincidieron con los dos deseos reprimidos del complejo de Edipo. Quien los contraviniera se hacía culpable de los únicos dos crímenes en los que toma cartas la sociedad primitiva .

Estos dos tabúes del totemismo, con los cuales comenzó la eticidad de los hombres, no son psicológicamente del mismo valor. Sólo uno, el respeto del animal totémico, descansa por entero en motivos de sentimiento; es que el padre había sido eliminado, y en la realidad ello no tenía remedio. Pero el otro, la prohibición del incesto, tenía también un poderoso fundamento práctico. La necesidad sexual no une a los varones> sino que provoca desavenencias entre ellos. Si los hermanos se habían unido para avasallar al padre, ellos eran rivales entre sí respecto de las mujeres. Cada uno habría querido tenerlas todas para sí, como el padre, y en la lucha de todos contra todos se habría ido a pique la nueva organización. Ya no existía ningún hiperpoderoso que pudiera asumir con éxito el papel del padre. Por eso a los hermanos, si querían vivir juntos, no les quedó otra alternativa que erigir -acaso tras superar graves querellas- la prohibición del incesto, con la cual todos al mismo tiempo renunciaban a las mujeres por ellos anheladas y por causa de las cuales, sobre todo, habían eliminado al padre. Así salvaron la organización’ que los había hecho fuertes y que podía descansar sobre sentimientos y quehaceres homosexuales, tal vez establecidos entre ellos en la época del destierro. Además, quizá fue esta situación la que constituyó el germen de las instituciones del derecho materno, discernidas por Bachofen [1861], hasta que fue relevado por el régimen de la familia patriarcal.

Al otro tabú, el que ampara la vida del animal totémico, se vinculan en cambio los títulos del totemismo para ser apreciado como un primer ensayo de religión. Si de acuerdo con el sentir de los hijos varones el animal se ofrecía como un sustituto natural y obvio del padre, en el trato que le dispensaban y que se les ordenaba compulsivamente halló expresión algo más que la necesidad de figurar su arrepentimiento. Con el subrogado del padre se podía hacer el intento de calmar el ardiente sentimiento de culpa, conseguir una suerte de reconciliación con el padre. El sistema totemista era, por así decir, un contrato con el padre, en el cual este último prometía todo cuanto la fantasía infantil tiene derecho a esperar de él: amparo, providencia e indulgencia, a cambio de lo cual uno se obligaba a honrar su vida, esto es, no repetir en él aquella hazaña en virtud de la cual había perecido {se había ido al fundamento} el padre verdadero. Había también un intento de justificación en el totemismo: «Si el padre nos hubiera tratado como el tótem, nunca habríamos caído en la tentación de darle muerte». Así,, el totemismo procuraba embellecer las circunstancias y hacer que se olvidara el suceso al que debía su origen.

De este modo nacieron unos rasgos que en lo sucesivo siguieron comandando el carácter de la religión. La religión totemista había surgido de la conciencia de culpa de los hijos varones como un intento de calmar ese sentimiento y apaciguar al padre ultrajado mediante la obediencia de efecto retardado. Todas las religiones posteriores demuestran ser unos ensayos de solucionar el mismo problema, que varían según el estado cultural en que se emprenden y los caminos que se escogen; pero todos ellos son reacciones de igual meta ante el mismo gran episodio con que se inició la cultura y que desde entonces no dio reposo a la humanidad.

También otro rasgo que la religión ha conservado fielmente brotó en aquella época, la del totemismo. La tensión de ambivalencia era acaso demasiado grande para que institución alguna pudiera nivelarla, o tal vez las condiciones psicológicas no favorezcan en nada el trámite de estos opuestos de sentimiento. Comoquiera que fuese, se observa que la ambivalencia adherida al complejo paterno se continúa en el totemismo y en las religiones en general. La religión del tótem no sólo abarca las exteriorizaciones del arrepentimiento y los intentos de reconciliación, sino que también sirve para recordar el triunfo sobre el padre. La satisfacción que ello produce hace que se introduzca la fiesta conmemorativa del banquete totémico, en la cual se levantan las restricciones de la obediencia de efecto retardado, y convierte en obligatorio renovar el crimen del parricidio en el sacrificio del animal totémico toda vez que lo adquirido en virtud de aquella hazaña, la apropiación de las cualidades del padre, amenaza desaparecer a consecuencia de los cambiantes influjos de la vida. Y no nos sorprenderá hallar que también el elemento del desafío del hijo varón, a menudo en los disfraces y por los rodeos más curiosos, vuelva a aflorar en las formaciones religiosas más tardías.

Si hasta ahora hemos perseguido en la religión y el precepto ético, todavía no muy separados en el totemismo, las consecuencias de la corriente tierna hacia el padre mudada en arrepentimiento, no debemos pasar por alto el hecho de que en lo esencial han prevalecido las tendencias que esforzaron al parricidio. Los sentimientos sociales fraternos sobre los cuales descansa la gran subversión conservan a partir de entonces y por mucho tiempo el influjo más hondo sobre el desarrollo de la sociedad. Se procuran expresión en la santidad de la sangre común, en el realce de la solidaridad entre todo lo vivo que pertenezca al mismo clan. En tanto así los hermanos se aseguran la vida unos a otros, están enunciando que ninguno de ellos puede ser tratado por otro como todos en común trataron al padre. Previenen que pueda repetirse el destino de este. A la prohibición, de raigambre religiosa, de matar al tótem se agrega la prohibición, de raigambre social, de matar al hermano.

Pasará mucho tiempo hasta que ese mandamiento deje de regir con exclusividad para los miembros del linaje y adopte el sencillo texto: «No matarás». Para empezar, la horda paterna es remplazada por el clan de hermanos, que se reasegura mediante el lazo de sangre. La sociedad descansa ahora en la culpa compartida por el crimen perpetrado en común; la religión, en la conciencia de culpa y el arrepentimiento consiguiente; la eticidad, en parte en las necesidades objetivas de esta sociedad y, en lo restante, en las expiaciones exigidas por la conciencia de culpa.

Entonces, en oposición a las concepciones más recientes sobre el sistema totemista, y apuntalándose en las más antiguas, el psicoanálisis nos lleva a sostener un nexo íntimo y un origen simultáneo para totemismo y exogamia.

6

Me encuentro bajo el influjo de un gran número de poderosos motivos que me disuaden del intento de pintar el ulterior desarrollo de las religiones desde su comienzo en el totemismo hasta su estado actual. Sólo perseguiré dos hilos a los que veo aflorar con particular. nitidez en la urdimbre: el motivo del sacrificio totémico y el vínculo del hijo varón con el padre .

Robertson Smith nos ha enseñado que el antiguo banquete totémico retorna en la forma originaria del sacrificio. El sentido de la acción es el mismo: santificarse mediante la participación en el banquete en común; también ha perdurado la conciencia de culpa, que sólo puede calmarse por la solidaridad de todos los participantes. Lo que se ha agregado es el dios del linaje, en cuya imaginada presencia se consuma el sacrificio, que participa en la comida como un miembro del clan y con el cual uno se identifica a través de la ingestión de la víctima. ¿Cómo advino el dios a la situación originariamente ajena a él?

La respuesta podría rezar: entretanto -no se sabe de dónde- había emergido la idea de dios, idea que sometió bajo su imperio a la vida religiosa entera, y, al igual que todo lo demás que pretendiera subsistir, también el banquete totémico se vio precisado a integrarse en el nuevo sistema. No obstante, la exploración psicoanalítica del hombre individual nos enseña con particularísimo énfasis que, en cada quien, dios tiene por modelo al padre; que su vínculo personal con dios depende de su relación con su padre vivo sigue las oscilaciones y mudanzas de esta última; y que dios en el fondo no es más que un padre enaltecido. En este punto, el psicoanálisis, como en el caso del totemismo, aconseja dar crédito al creyente, que llama padre a dios, como llamaba antepasado al tótem. Si el psicoanálisis merece ser tenido de alguna manera en cuenta, y sin perjuicio de todos los otros orígenes y significados de dios sobre los cuales es incapaz de arrojar luz alguna, el aporte del padre a la idea de dios por fuerza tiene que ser muy importante. Pero entonces, en la situación del sacrificio primitivo, el padre estaría subrogado dos veces: una como dios y otra como animal totémico sacrificial; así, con todos los reparos que nos impone la escasa diversidad de las soluciones psicoanalíticas, debemos preguntar si ello es posible y qué sentido podría tener.

Sabemos que existen múltiples vínculos entre dios y el animal sagrado (tótem, animal sacrificial): 1) por lo común, a cada dios le estaba consagrado un animal, con alguna frecuencia varios; 2) en ciertos sacrificios particularmente sagrados, los «místicos», se ofrendaba al dios el propio animal a él consagrado (Robertson Smith, 1894 [pág. 2901); 3) el dios era venerado a menudo en la figura de un animal o, vistas las cosas de otro modo, animales eran venerados como dioses mucho después de trascurrida la época del totemismo, y 4) en los mitos el dios suele mudarse en un animal, a menudo en el consagrado a él. Esto nos sugiere el supuesto de que el dios sería el animal totémico, se habría desarrollado desde este en un estadio posterior del sentir religioso. Ahora bien, la reflexión de que el tótem mismo no es otra cosa que un sustituto del padre nos dispensa de todo ulterior examen. Así, aquel bien pudo ser la primera forma del sustituto del padre, y el dios una forma posterior en la que el padre recuperaba su figura humana. Semejante creación nueva, brotada de la raíz de toda formación religiosa -la añoranza del padre-, acaso fue posible cuando a través del tiempo el vínculo con el padre, y quizá también con el animal, cambió esencialmente.

Tales alteraciones se coligen con facilidad, aun si se prescinde del comienzo de una enajenación psíquica respecto del animal, y de la descomposición del totemismo por obra de la domesticación. (Véase AE, 13, pág. 139.) En la situación creada por el parricidio estaba contenido un factor que en el curso del tiempo debió de producir un extraordinario aumento en la añoranza del padre. Los hermanos se habían coligado para el parricidio, animado cada uno de ellos por el deseo de devenir el igual del padre; y habían dado expresión a este deseo en el banquete totémico mediante la incorporación de partes de su sustituto. Pero ese deseo tuvo que permanecer incumplido a consecuencia de la presión que los lazos del clan fraterno ejercían sobre sus miembros individuales. Nadie podía obtener ya, ni tenía derecho a hacerlo, aquella perfección de poder del padre, que, empero, todos querían alcanzar. Así, en el curso de largas épocas pudo ceder el encono contra el padre, que había esforzado a realizar la hazaña, y crecer la añoranza por él; y pudo nacer un ideal cuyo contenido era la plenitud de poder y la ilimitación del padre primordial antaño combatido, así como el apronte a sometérsele. A consecuencia de decisivas alteraciones culturales, ya no pudo sostenerse la originaria igualdad democrática entre los individuos miembros del linaje; debido a esto se mostró cierta proclividad, apuntalada en la veneración por individuos que se habían destacado entre los demás, a reanimar el antiguo ideal del padre en la creación de dioses. Que un hombre devenga dios y que un dios muera, algo que hoy nos parece una indignante propuesta, en modo alguno era chocante aun para la capacidad de representación de la Antigüedad clásica . El enaltecimiento del padre otrora asesinado a la condición de un dios de quien entonces el linaje derivó su origen fue, empero, un intento de expiación mucho más serio que antes el contrato con el tótem.

Yo no sé indicar dónde se sitúan en este desarrollo las grandes divinidades maternas que quizá precedieron universalmente a los dioses paternos. Lo que sí parece seguro es que el cambio en la relación con el padre no se limitaba al ámbito religioso, sino que de una manera consecuente rebasaba hacia el otro aspecto de la vida humana influido por el parricidio, la organización social. Al introducirse las divinidades paternas, la sociedad sin padre {vaterlose} se trasmudó poco a poco en la sociedad de régimen patriarcal. La familia fue una restauración de la antigua horda primordial y además devolvió a los padres un gran fragmento de sus anteriores derechos. Ahora había de nuevo padres, pero las conquistas sociales del clan fraterno no fueron resignadas, y la distancia fáctica entre los nuevos padres de familia y el irrestricto padre primordial de la horda fue lo bastante grande para asegurar la perduración de la necesidad religiosa y la conservación de la insaciada añoranza del padre.

Por tanto, en la escena sacrificial ante el dios del linaje el padre está contenido efectivamente dos veces, como dios y como animal del sacrificio totémico. Pero en el intento de comprender esta situación nos pondremos en guardia frente a unas interpretaciones que en superficial concepción querrán traducirla como una alegoría y olvidar así la estratificación histórica {historisch} . La presencia doble del padre corresponde a los dos significados de la escena, que se relevan uno al otro en el tiempo. La actitud ambivalente hacia el padre ha hallado aquí expresión plástica, lo mismo que el triunfo de las mociones de sentimiento tiernas del hijo sobre sus mociones hostiles. La escena del avasallamiento del padre, de su máxima degradación, se ha ‘convertido aquí en el material de una figuración de su triunfo supremo. El significado que el sacrificio ha adquirido en términos universales reside justamente en que ofrece al padre el desagravio por la infamia perpetrada en él, en la misma acción que continúa el recuerdo de esa fechoría.

En un desarrollo ulterior, el animal pierde su sacralidad, y el sacrificio, su nexo con la solemnidad totémica: pasa a ser una simple ofrenda a la divinidad, un autodespojo en beneficio de dios. Y dios mismo se ha elevado ahora tan alto sobre los hombres que sólo se puede tratar con él por mediación del sacerdote. De manera simultánea, el régimen social conoce los reyes similares a dioses que trasfieren al Estado el sistema patriarcal. Tenemos que decir que la venganza del padre abatido y restaurado se ha vuelto dura: el imperio de la autoridad ha alcanzado su punto máximo. Los hijos sometidos aprovecharon la nueva situación para descargar todavía más su conciencia de culpa. El sacrificio, tal como ahora es, cae por entero fuera de su responsabilidad. El propio dios lo ha ordenado e instituido. A esta fase pertenecen los mitos en que el dios mata al animal que le está consagrado, y que en verdad es él mismo. Esta es la suprema desmentida de la gran fechoría con la cual empezaron la sociedad y la conciencia de culpa. Es inequívoco un segundo significado de esta última figuración del sacrificio. Expresa la satisfacción por haber abandonado el anterior sustituto del padre en favor de la representación de dios, más alta. La traducción alegórica superficial de la escena coincide aquí aproximadamente con su interpretación psicoanalítica. Aquella reza: se figura que dios supera la parte animal de su ser .

No obstante, sería erróneo creer que en esas épocas de renovada autoridad del padre enmudecieron por completo las mociones hostiles que corresponden al complejo paterno. Al contrario, desde las primeras fases en el imperio de las dos nuevas formaciones sustitutivas del padre -los dioses y los reyes-, tomamos conocimiento de las más enérgicas exteriorizaciones de aquella ambivalencia que sigue siendo característica de la religión.

Frazer, en su gran obra The Golden Bough [1911a, 2, cap. XVIII], ha expresado la conjetura de que los primeros reyes de los linajes latinos fueron extranjeros; desempeñaban el papel de una divinidad y en este papel eran ajusticiados solemnemente un determinado día festivo. El sacrificio anual (variante: autosacrificio) de un dios parece haber sido un rasgo esencial de las religiones semitas. El ceremonial de los sacrificios humanos en los diversos lugares de la tierra habitada deja subsistir pocas dudas de que esos hombres hallaron su fin como representantes {Repräsentant} de la divinidad; y este uso sacrificial se puede perseguir aún en épocas tardías, sustituido el hombre vivo por una imitación inanimada (muñeco). El sacrificio teantrópico del dios, que por desgracia no puedo examinar con la misma profundidad que al del animal, arroja viva luz retrospectiva sobre el sentido de las formas más antiguas del sacrificio. [Robertson Smith, 1894, págs. 410-1.] Ese sacrificio confiesa, con sinceridad casi insuperable, que el objeto de la acción sacrificial fue siempre el mismo: eso que ahora es venerado como dios, a saber, el padre. La pregunta por el nexo entre sacrificio animal y humano halla entonces una solución sencilla. El originario sacrificio del animal era ya un sustituto del sacrificio humano, del parricidio solemne; y cuando el sustituto del padre recobró su figura humana, el sacrificio del animal pudo también mudarse en sacrificio del hombre.

Así, el recuerdo de aquella primera gran hazaña sacrificial había podido demostrarse indestructible, a pesar de todos los empeños por olvidarla; y precisamente cuanto más quería uno distanciarse de los motivos que llevaron a ella se veía obligado a traer a la luz su repetición no desfigurada, en la forma del sacrificio divino. En este lugar no necesito señalar los desarrollos del pensar religioso que este retorno posibilitó en la forma de racionalizaciones. Robertson Smith, quien es por cierto ajeno a nuestra reconducción del sacrificio a aquel gran suceso de la historia primordial humana, indica que las ceremonias de la fiesta con la cual los antiguos semitas celebraban la muerte de una divinidad eran explicitadas como «commemoration of a mythical tragedy», y que en ellas el planto no tenía el carácter de una participación espontánea, sino de algo compulsivo, algo impuesto por el miedo a la cólera divina . Creemos discernir que esa explicitación acertaba y que los sentimientos de los celebrantes hallaban buen esclarecimiento en la situación subyacente.

Admitamos ahora como un hecho que tampoco en el ulterior desarrollo de las religiones se extinguieron nunca los dos factores pulsionantes, la conciencia de culpa del hijo varón y su desafío. Cada intento de solucionar el problema religioso, cada variedad de la reconciliación entre esos dos poderes anímicos en pugna, caduca poco a poco, probablemente bajo el influjo combinado de eventos históricos, alteraciones culturales y cambios psíquicos internos.

Con nitidez cada vez mayor resalta el afán del hijo por ponerse en el lugar del padre-dios. Al introducirse la agricultura, se eleva la significación del hijo dentro de la familia patriarcal. Se permite novedosas exteriorizaciones de su libido incestuosa, que halla una satisfacción simbólica en el laboreo de la Madre Tierra. Nacen las figuras divinas de Atis, Adonis, Tamuz, etc., espíritus de la vegetación y al mismo tiempo divinidades juveniles que gozan de los favores amorosos de las divinidades maternas y realizan el incesto con la madre en desafío al padre. Empero, la conciencia de culpa, no calmada por estas creaciones, se expresa en los mitos que deparan a estos juveniles amantes de las diosas-madre una vida breve y, como castigo, la pérdida de su virilidad o la cólera del padre-dios en la forma de animal. Adonis es muerto por el jabalí, el animal sagrado de Afrodita; Atis, el amado de Cibeles, muere por castración. El planto, y el júbilo por el renacimiento de estos dioses, han pasado al ritual de otra divinidad-hijo que estaba destinada a un éxito duradero.

Cuando el cristianismo empezó a introducirse en el mundo antiguo, tropezó con la competencia de la religión mitraísta, y durante un tiempo fue dudoso cuál de esas divinidades prevalecería. A pesar del halo de luz que rodea la figura del joven dios persa, ella ha permanecido oscura para nosotros. Acaso sea lícito inferir, de las figuraciones que lo muestran dando muerte a un toro, que Mitra representaba a aquel hijo que consumó él solo al sacrificio del padre y así redimió a los hermanos de la compartida culpa que a todos los oprimía tras aquella hazaña. Existía otro camino para calmar esa conciencia de culpa, y Cristo fue el primero en emprenderlo. Murió y sacrificó su propia vida, y así redimió a la banda de hermanos del pecado original.

La doctrina del pecado original es de origen órfico; se la recibía en los misterios, y desde ahí penetró en las escuelas filosóficas de la Antigüedad griega. (Reinach, 1905-12, 2, págs. 75 y sigs.) Los hombres eran los descendientes de unos titanes que habían dado muerte y despedazado al joven Dionisos-Zagreus; sobre ellos pesaba la carga de este crimen. En un fragmento de Anaximandro se dice que la unidad del mundo ha sido destruida por un crimen de los tiempos primordiales  y que todo cuanto de ahí surgió tiene que soportar la pena por ello. Si bien la hazaña de los titanes, por sus rasgos de amotinamiento, asesinato y desgarramiento, nos recuerda con bastante nitidez al sacrificio del animal, descrito por San Nilus (lo mismo hallamos en muchos mitos de la Antigüedad, por ejemplo la muerte del propio Orfeo), aquí la situación se nos complica por la modificación de que el parricidio se consuma en un dios joven.

En el mito cristiano, el pecado original del hombre es indudablemente un pecado contra Dios Padre. Y bien, si Cristo redime a los hombres de la carga del pecado original sacrificando su propia vida, nos constriñe a inferir que aquel pecado fue un asesinato. Según la Ley del Talión, de profunda raigambre en el sentir humano, un asesinato sólo puede ser expiado por el sacrificio de otra vida; el autosacrificio remite a una culpa de sangre . Y si ese sacrificio de la propia vida produce la reconciliación con Dios Padre, el crimen así expiado no puede haber sido otro que el parricidio.

Así, en la doctrina cristiana la humanidad se confiesa con el menor fingimiento la hazaña culposa del tiempo primordial; y lo hace porque en la muerte sacrificial de un hijo ha hallado la más generosa expiación de aquella. La reconciliación con el padre es ahora tanto más radical porque de manera simultánea a ese sacrificio se produce la total renuncia a la mujer, por cuya causa uno se había sublevado contra el padre. Pero en este punto la fatalidad psicológica de la ambivalencia reclama sus derechos. En el acto mismo de ofrecer al padre la mayor expiación posible, el hijo alcanza también la meta de sus deseos en contra del padre. El mismo deviene dios junto al padre, en verdad en lugar de él. La religión del hijo releva a la religión del padre. Como signo de esta sustitución, el antiguo banquete totémico es reanimado como comunión; en ella, la banda de hermanos consume ahora la carne y la sangre del hijo, ya no las del padre, se santifica por ese consumo, y se identifica con aquel. Nuestra mirada persigue a lo largo de las épocas la identidad del banquete totémico con el sacrificio del animal, el sacrificio humano teantrópico y la eucaristía cristiana, y en todas esas ceremonias solemnes discierne el efecto continuado de aquel crimen que tanto agobió a los hombres y del cual, empero, no podían menos que estar tan orgullosos. Ahora bien, la comunión cristiana es en el fondo una nueva eliminación del padre, una repetición del crimen que debía expiarse. Notamos hasta qué punto es acertada la afirmación de Frazer cuando dice que «the Christian communion has absorbed within itself a sacrament which is doubtless far older than Christianity».

7

Un proceso como la eliminación del padre primordial por la banda de hermanos no podía menos que dejar huellas imperecederas en la historia de la humanidad y procurarse expresión en formaciones sustitutivas tanto más numerosas cuanto menos estaba destinado a ser recordado él mismo .

Resisto la tentación de rastrear esas huellas en la mitología, donde no son difíciles de encontrar, y me dirijo a otro campo siguiendo un indicio que nos proporciona Reinach en un sugerente ensayo sobre la muerte de Orfeo.

En la historia del arte griego existe una situación que muestra llamativas semejanzas, y no menos profundas diferencias, con la escena del banquete totémico discernida por Robertson Smith. Es la situación de la tragedia griega más antigua. Una banda de personas, todas las cuales reciben el mismo nombre y se visten igual, rodean a una persona sola, de cuyos dichos y actos están todos pendientes: son el coro y el figurante del héroe, originariamente único. Posteriores desarrollos aportaron un segundo y un tercer actor para figurar unos contrapuntos y unas escisiones del héroe, pero el carácter de este último, así como su relación con el coro, permanecieron inmutables. El héroe de la tragedia debía padecer; este es, todavía hoy, el contenido esencial de una tragedia. Había cargado con la llamada «culpa trágica», no siempre de fácil fundamentación; a menudo no es una culpa en el sentido de la vida civil. Casi siempre consistía en la sublevación contra una autoridad divina o humana, y el coro acompañaba al héroe con sus sentimientos de simpatía, procuraba disuadirlo, alertarlo, moderarlo, y cuando él, por su osada empresa, había hallado el castigo que se juzgaba merecido, lo lamentaba.

Ahora bien, ¿por qué es preciso que el héroe de la tragedia padezca, y qué significa su «culpa trágica»? Zanjemos la discusión mediante una rápida respuesta. Tiene que padecer porque él es el padre primordial, el héroe de aquella gran tragedia de los tiempos primordiales que halla aquí una repetición tendenciosa; y la culpa trágica es la que él debe asumir para descargar al coro de su propia culpa. La escena que se desarrolla en el teatro procede de la escena histórica en virtud de una adecuada desfiguración; se diría: al servicio de una refinada hipocresía. En aquella antigua y efectiva realidad, fueron justamente los miembros del coro quienes causaron el padecimiento del héroe; en cambio, aquí ellos agotan su papel en la simpatía y en el lamento, y el héroe mismo es culpable de su padecer. El crimen que sobre él se descarga, la arrogancia y la revuelta contra una gran autoridad, es justamente el que en la realidad efectiva pesa sobre los miembros del coro, la banda de hermanos. Así el héroe trágico -todavía contra su voluntad- es convertido en el redentor del coro.

Si en especial en la tragedia griega los padecimientos del chivo divino, Dionisos, y el lamento del séquito de chivos que con él se identificaba constituían el contenido de la representación, fácilmente se entiende que el drama, que ya se había extinguido, volviera a reavivarse en la Edad Media en torno de la Pasión de Cristo.

Así, para concluir esta indagación que hemos realizado en apretadísima síntesis, querría enunciar este resultado: que en el complejo de Edipo se conjugan los comienzos de religión, eticidad, sociedad y arte, y ello en plena armonía con la comprobación del psicoanálisis de que este complejo constituye el núcleo de todas las neurosis, hasta donde hoy ha podido penetrarlas nuestro entendimiento. Se me aparece como una gran sorpresa que también estos problemas de la vida anímica de los pueblos consientan una resolución a partir de un único punto concreto, como es el de la relación con el padre. Y hasta quizá se pueda incluir otro problema psicológico dentro de esta trama. Hemos tenido hartas veces oportunidad de pesquisar en la raíz de importantes formaciones culturales la ambivalencia de sentimientos en el sentido genuino, vale decir, la coincidencia de amor y odio en el mismo objeto. No sabemos nada sobre el origen de esta ambivalencia. Se puede adoptar el supuesto de que es un fenómeno fundamental de nuestra vida de sentimientos. Pero también otra posibilidad me parece digna de consideración: que ella, ajena en su origen a la vida de los sentimientos, fuera adquirida por la humanidad en el complejo paterno, justamente ahí donde la exploración psicoanalítica del individuo pesquisa hoy su más intensa plasmación .

Antes de terminar, debo dejar sitio a la observación de que el alto grado de convergencia hacía una trabazón comprensiva que hemos alcanzado en los presentes desarrollos no puede enceguecernos respecto de las incertidumbres de nuestras premisas y las dificultades de nuestros resultados. Sólo trataré todavía dos de estas últimas, que acaso no han pasado inadvertidas a muchos lectores.

En primer lugar, a nadie puede escapársele que por doquier hemos hecho el supuesto de una psique de masas en que los procesos anímicos se consuman como en la vida anímica de un individuo. Sobre todo, suponemos que la con. ciencia de culpa por un acto persistió a lo largo de muchos siglos y permanecía eficaz en generaciones que nada podían saber acerca de aquel acto. Hacemos que un proceso de sentimiento, tal como pudo nacer en generaciones de hijos varones que eran maltratados por su padre, se continúe en generaciones nuevas sustraídas de ese trato justamente por la eliminación del padre. Parecen, en verdad, unos muy serios reparos, y acaso resultara preferible cualquier otra explicación que pudiera evitar esas premisas.

Sin embargo, una reflexión ulterior muestra: que no debemos asumir solos la responsabilidad por esa osadía. Sin el supuesto de una psique de masas, de una continuidad en la vida de sentimientos de los seres humanos que permita superar las interrupciones de los actos anímicos producidas por la muerte de los individuos, la psicología de los pueblos no podría existir. Si los procesos psíquicos no se continuaran de una generación a la siguiente, si cada quien debiera adquirir de nuevo toda su postura frente a la vida, no existiría en este ámbito ningún progreso ni desarrollo alguno. En este punto surgen dos nuevas cuestiones: conocer el grado de continuidad psíquica que se puede suponer en la serie de las generaciones, y los medios y caminos de que se vale una generación para trasferir a la que le sigue sus estados psíquicos. No afirmaré que estos problemas estén muy dilucidados, ni que la comunicación directa y la tradición -lo primero en que uno piensa- resulten suficientes. En general, la psicología de los pueblos se cuida poco de averiguar la manera en que la continuidad de la disposición se establece en la vida anímica de las generaciones que se relevan una a la otra. Una parte de la tarea parece estar a cargo de la herencia de predisposiciones psíquicas, que, empero, necesitan de ciertos enviones en la vida individual para despertar a una acción eficaz. Acaso sea este el sentido de las palabras del poeta:

«Lo que has heredado de tus padres adquiérelo para poseerlo».
                                           
El problema cobraría un aspecto todavía más difícil si pudiéramos admitir que existen mociones anímicas capaces de ser sofocadas a punto tal que no dejasen tras de sí fenómeno residual alguno. Pero no hay tal cosa. La sofocación más intensa necesariamente dejará espacio a unas mociones sustitutivas desfiguradas y a unas reacciones que de ellas se siguen. Nos es lícito entonces suponer que ninguna generación es capaz de ocultar a la que le sigue sus procesos anímicos de mayor sustantividad. El psicoanálisis nos ha enseñado, en efecto, que cada hombre posee en su actividad mental inconciente un aparato que le permite interpretar las reacciones de otros hombres, vale decir, enderezar las desfiguraciones que el otro ha emprendido en la expresión de sus mociones de sentimiento. Por ese camino del entendimiento inconciente, todas las costumbres, ceremonias y estatutos que había dejado como secuela la originaria relación con el padre primordial permitieron tal vez que las generaciones posteriores recibieran aquella herencia de los sentimientos.

Otro reparo podría elevarse justamente desde el modo de pensar analítico.

Hemos concebido los primeros preceptos morales y restricciones éticas de la sociedad primitiva como una reacción frente a una hazaña que dio a sus autores el concepto del crimen. Ellos se arrepintieron de esa hazaña y decidieron que nunca más debía repetirse y que su ejecución no podía aportar ganancia alguna. Pues bien; esta creadora conciencia de culpa no se ha extinguido todavía en nosotros. La hallamos en los neuróticos, operante de una manera asocial para producir nuevos preceptos morales, continuadas limitaciones, a modo de expiación de fechorías cometidas y a modo de prevención de otras por cometerse . Pero si averiguamos en esos neuróticos los actos que han provocado semejantes reacciones, sufrimos una desilusión. No hallamos hechos, sino sólo impulsos, mociones de sentimiento que pedían el mal, pero fueron coartados en su ejecución. En la base de la conciencia de culpa de los neuróticos no hay más que realidades objetivas psíquicas, no fácticas. La neurosis se caracteriza por el hecho de situar la realidad psíquica más alto que la fáctica, de reaccionar frente a unos pensamientos con igual seriedad con que lo hacen las personas normales sólo frente a realidades efectivas.

¿No puede haber ocurrido algo semejante entre los primitivos? Tenemos fundamentos para atribuirles una extraordinaria sobrestimación de sus actos psíquicos, como un fenómeno parcial de su organización narcisista . Según eso, los meros impulsos de hostilidad hacia el padre, la existencia de la fantasía de deseo de darle muerte y devorarlo, pudieron haber bastado para producir aquella reacción moral que creó al totemismo y al tabú. Así escaparíamos a la necesidad de reconducir el comienzo de nuestro patrimonio cultural, del que con justicia estamos tan orgullosos, a un crimen cruel que afrenta nuestros sentimientos. Y el enlace causal, que abarca desde los inicios hasta el presente, no sufriría menoscabo alguno, pues la realidad psíquica habría poseído sustantividad bastante para ser la portadora de todas esas consecuencias. En contra de esto se objetará que en efecto ha ocurrido una alteración de la sociedad desde la forma de la horda paterna basta la del clan de hermanos. He ahí un argumento poderoso, pero no terminante aún. La alteración pudo alcanzarse de una manera menos violenta y, sin embargo, conservarse la condición para que sobreviniera la reacción moral. Mientras se hizo sentir la presión del padre primordial, los sentimientos hostiles hacia él estaban justificados, y el arrepentimiento por ellos debió de aguardar otro momento temporal. Tampoco es concluyente una segunda objeción, a saber, que todo cuanto deriva de la relación ambivalente con el padre, el tabú y el precepto del sacrificio, lleva en sí el carácter de la máxima seriedad y de la realidad más plena. También el ceremonial y las inhibiciones de los neuróticos obsesivos muestran ese carácter y sin embargo se reconducen sólo a una realidad psíquica, a un designio y no a ejecuciones. Nosotros, desde este mundo positivo lleno de valores materiales, tenemos que guardarnos de introducir en el mundo del primitivo y del neurótico, de riqueza sólo interior, el menosprecio por lo meramente pensado y deseado.

Estamos aquí frente a una decisión que en verdad no nos resulta fácil. Empecemos, no obstante, confesando que el distingo que acaso parezca fundamental a los demás no atañe, a nuestro juicio, a lo esencial del asunto. Si, para los primitivos, deseos e impulsos poseen el pleno valor de hechos, es deber nuestro plegarnos comprensivamente a esa concepción en vez de corregirla siguiendo nuestros criterios. Pero, además, consideremos mejor el modelo de la neurosis, que nos ha puesto en esta duda. No es correcto que los neuróticos obsesivos que hoy se encuentran bajo la presión de una hipermoral se protejan sólo de la realidad psíquica de unas tentaciones y se castiguen por unos impulsos meramente sentidos. Hay en ello también un fragmento de realidad histórica; en su infancia esos hombres tuvieron esos mismos malos impulsos, y en la medida en que se los permitió la impotencia del niño, traspusieron esos impulsos en acciones. Cada uno de estos hiperbuenos tuvo en la niñez su época mala, una fase perversa como precursora y premisa de la fase posterior hipermoral. Entonces, la analogía de los primitivos con los neuróticos se establece de una manera mucho más radical si suponemos que también en los primeros la realidad psíquica, acerca de cuya configuración no hay duda alguna, coincidió al comienzo con la realidad fáctica: que los primitivos hicieron realmente aquello que según todos los testimonios tenían el propósito de hacer.

Por otra parte, no debemos dejarnos influir demasiado por la analogía con los neuróticos en nuestro juicio sobre los primitivos. Hay que tomar en cuenta también las diferencias. Es cierto que ni en los salvajes ni en los neuróticos están presentes las nítidas separaciones que nosotros trazamos entre pensar y obrar. Pero el neurótico está sobre todo inhibido en su actuar, el pensamiento es para él el sustituto pleno de la acción. El primitivo no está inhibido, el pensamiento se traspone sin más en acción; para él la acción es, por así decir, más bien un sustituto del pensamiento; y por eso yo opino, aun sin pronunciarme acerca de la certeza última de la decisión, que en el caso que ahora examinamos uno tiene derecho a suponer: «En el comienzo fue la acción».

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