Seminario 10: Clase 21, del 5 de Junio de 1963

Lo que les dije la vez pasada quedo significativamente cerrado por el silencio que respondió a mis palabras: parece ser que nadie conservo la sangre fría de rematar con un ligero aplauso. O me equivoco, o no es exagerado ver en ello el resultado de lo que expresamente anuncie al comenzar esa exposición, es decir, que no era posible abordar de frente la angustia de castración sin provocar algún eco de la misma. Después de todo, no es ésta una pretensión excesiva, ya que lo que les dije, en resumidas cuentas, puede calificarse de no muy alentador: se trata de la unión del hombre y la mujer, problema siempre presente y del cual hay motivos para que siga entrando, así lo espero, en las preocupaciones de los psicoanalistas.

Jones giró mucho tiempo alrededor de este problema, materializado, encarnado por lo que se supone está implicado por la perspectiva falocéntrica de la ignorancia primitiva, no sólo del hombre sino de la mujer misma, en lo relativo al lugar de la conjunción: la vagina. Y todos los rodeos, en parte fecundos aunque no acabados, re corridos por Jones, muestran muy bien sus miras en esta invocación del autor, el famoso «los creo hombre y mujer» por lo demás tan ambigüo. Porque al fin y al cabo —podemos decirlo— Jones no medito sobre aquel versículo 27 del libro I del Génesis, en el texto hebreo.

De todos modos, trataremos de dar el siguiente soporte a lo que dije la vez pasada, con mi esquemita fabricado utilizando los círculos eulerianos: el campo abierto por el hombre y la mujer en lo que se podría llamar, en sentido bíblico, su conocimiento del uno por el otro, no se recorta sino en el hecho de que la zona donde podrían efectivamente recubrirse, a la que sus deseos los llevan para alcanzarse, se califica por la falta de lo que constituiría su medio, el falo. Es lo que, para cada uno, cuando resulta alcanzado, justamente lo aliena del otro.
Seminario 10, clase 21
Del hombre, en su deseo de omnipotencia fálica, la mujer puede ser seguramente el símbolo, y precisamente en tanto que ella ya no es la mujer. En cuanto a la mujer, esta bien claro por todo lo que hemos descubierto y que hemos llamado penis-neid, que ella no puede tomar al falo sino por lo que este no es, es decir, ya sea a, el objeto, ya sea su demasiado pequeño φ [phi] , el de ella, que so lo le da una potencia aproximada a lo que ella imagina del goce del otro, que sin duda puede compartir por medio de una suerte de fantasma mental, pero aberrando de su propio goce.

En otros términos, ella no puede gozar de φ [phi]  sino porque este no está en su lugar, en el lugar de su goce, allí donde su goce puede realizarse. Les daré una pequeña ilustración, viva, muy lateral pero actual . En un auditorio como este, cuántas veces, nosotros los analistas, cuántas veces, hasta el punto de que se torna una constante de nuestra práctica, hemos visto que las mujeres quieren hacerse psicoanalizar como sus maridos, y a menudo por el mismo psicoanalista. Que quiere decir esto si no que lo que ambicionan es acceder al deseo supuestamente coronado de sus maridos, deseo que aspiran a compartir, el φ [phi]  la repositivización del φ que suponen se opera en el campo psicoanalítico.

Que el falo no se encuentre allí donde se lo espera, allí donde se lo exige, a saber, en el plano de la mediación genital, esto explica que la angustia sea la verdad de la sexualidad, es decir, lo que aparece cada vez que su flujo se retira y muestra la arena. La castración es el precio de esa estructura, se sustituye a esa verdad. Pero éste es un juego ilusorio: no hay castración, porque en el lugar donde tiene que producirse, no hay objeto para castrar. Para eso haría falta que el falo estuviese allí. Pues bien, sólo está allí para que no haya angustia.

El falo, allí donde es esperado como sexual, nunca aparece más que como falta, y tal es su vinculo con la angustia. Todo esto quiere decir que el falo es llamado a funcionar como instrumento de la potencia.

Ahora bien, cuando hablamos de potencia, cuando hablamos de ella de una manera que vacila, siempre es a la omnipotencia que nos referimos. Pero no se trata de esto; la omnipotencia es ya el deslizamiento, la evasión en relación con ese punto donde toda potencia desfallece; a la potencia no se le demanda que esté en todas partes, se le demanda que esté allí donde está presente, y justamente porque allí donde es esperada desfallece, comenzamos a fomentar la omnipotencia. Dicho de otro modo, el falo está presente, está presente en todo sitio donde no está en situación.

Porque ésta es la faz que nos permite penetrar esa ilusión de reivindicación engendrada por la castración, en cuanto cubre la angustia hecha presente por toda actualización del goce; se trata de la confusión del goce con los instrumentos de la potencia. La impotencia humana, con el progreso de las instituciones, pasa a ser mejor que el estado de miseria fundamental donde ella se constituye en profesión, digo profesión en todos los sentidos de la palabra, desde el sentido de profesión de fe, hasta el termino, la mira que hallamos en el ideal profesional.

Todo lo que se refugia tras la dignidad de cualquier profesión es siempre una falta central que es impotencia. La impotencia, por así decir, en su formula más general, es la que consagra al hombre a no poder gozar sino de su relación con el soporte de + φ, es decir, de una potencia engañosa. Si les recuerdo que esa estructura contenga lo que articulé la vez pasada, es para conducirlos a ciertos hechos notables que controlan la estructura así articulada; con respecto al famoso termino «homosexualidad», que en nuestra doctrina, en nuestra teoría, la freudiana, es puesto en el principio del cimiento social, observamos que Freud siempre señaló y nunca promovió duda alguna al respecto, que ella es privilegio del macho. Ese cimiento libidinal del vínculo social en cuanto no se produce sino en la comunidad de los machos, está ligado a la faz de fracaso sexual que, debido a la castración, le es específicamente impartida.

Por el contrario, la homosexualidad femenina tiene quizás una gran importancia cultural, pero ningún valor de función social, porque se dirige al campo propio de la competencia sexual, es decir, allí donde en apariencia ella tendría la posibilidad menor de triunfar, si justamente en ese campo quienes tienen la ventaja son quienes no tienen falo; es decir que la omnipotencia, la más grande vivacidad del deseo, se produce a nivel de ese amor que llaman uraniano, del que creo haber marcado su afinidad más radical con lo que llaman homosexualidad femenina.

Amor idealista, presentificación de la mediación esencial del falo como – φ [menos phi].. Este φ, por lo tanto, para los dos sexos, es lo que yo deseo y lo que no puedo tener sino en tanto que – φ [menos phi]. Este menos se presenta, en el campo de la conjunción sexual, como el medio universal, como ese menos (¿yo?), estimado Reboul, no hegeliano reciproco, sino en tanto que constituye el campo del Otro como falta; yo no accedo a el sino en la medida en que tomo ese mismo camino, en que me fijo al hecho de que ese «yo» (ie) me hace desaparecer, en que sólo me reencuentro en lo que Hegel por cierto percibió, pero que él justifica sin ese intervalo, en un a generalizado, en la idea del yo (moi) en cuanto éste se encuentra en todas partes, es decir que no está en ninguna. El soporte del deseo no está destinado a la unión sexual; porque generalizado, ya no me específica como hombre o mujer, sino como uno y otra. La función del campo que aquí se describe como el de la unión sexual plantea, para cada uno de los sexos, la alternativa: el otro es o el otro o el falo, en el sentido de la exclusión. Ese campo esta vacío. Pero si lo positivizo, el «o» cobra otro sentido que quiere decir que uno es substituible por el otro en todo momento.

Por eso no es casual que haya introducido el campo del ojo oculto detrás de todo el universo espacial, y que lo haya hecho con la referencia a esos seres-imagenes sobre cuyo encuentro se despliega cierto recorrido de salvación, en especial el recorrido budista, al introducir la que les designe como la Kuan Yin, o la Avalokitecvara, en su completa ambigüedad sexual. Cuanto más se presenta a la Avalokitecvara como macho, más aspectos femeninos cobra. Si gustan, otro día les presentaré imagenes de estatuas o de pinturas tibetanas; las hay en abundancia, y el rasgo que les señalo es en ellas absolutamente patente. Hoy se trata de comprender de qué modo puede encontrar su pasaje esa alternativa del deseo y el goce, diferencia que hay entre el pensamiento dialéctico y nuestra experiencia es que no creemos en la síntesis. Si hay un pasaje allí donde la antinomia se cierra, es porque ya estaba allí antes de la constitución de la antinomia.

Para que el objeto a, donde se encarna el callejón sin salida del acceso del deseo a la cosa, le dé paso, hay que volver a su comienzo; no hay nada que prepare ese paso antes de la captura del deseo en el espacio especular; no hay salida. Porque no omitimos que la posibilidad de ese mismo callejón sin salida está vinculado a un momento que anticipa y condiciona lo que viene a marcarse en el fracaso sexual del hombre. Es la puesta en juego de la tensión especular lo que erotiza tan precozmente y tan profundamente el campo del insight. En el antropoide se esboza el carácter conductor de ese campo y desde Kohler sabemos que no carece de inteligencia, por cuanto puede muchas cosas a condición de que, a aquello que tiene que alcanzar, lo vea.

Ayer aludí al hecho de que todo está aquí: no es que el primate sea más incapaz de hablar que nosotros, sino que no puede hacer entrar su palabra en ese campo operatorio. Pero esta no es la única diferencia. La diferencia, marcada por la circunstancia de que no hay estadio del espejo para el animal, es lo que ocurrió bajo el nombre de narcisismo, cierta sustracción ubicua de la libido, una inyección de la libido en el campo del insight, cuya forma da la visión especularizada. Pero esa forma nos esconde el fenómeno: la ocultación del ojo que, a aquel que somos, en lo sucesivo deberá mirarlo desde todas partes, bajo la universalidad del ver.

Sabemos que esto puede producirse, y se llama la Unhelmlich, pero hacen falta circunstancias muy particulares. Por lo general, lo que la forma especular tiene justamente de satisfactorio es ocultar la posibilidad de esa aparición. En otros términos, el ojo instituye la relación fundamental del deseable en cuanto siempre tiende a hacer desconocer, en la relación con el otro, que bajo ese deseable hay un deseante.

Reflexionemos sobre el alcance de esta fórmula, que considero la más general que puedo dar del surgimiento de lo Unhelmlich. Piensen que se encuentran ante el deseable más descansado, ante su forma más apaciguante, la estatua divina que no es sino divina. ¡Qué más unhelmlich que verla animarse, es decir, poder mostrarse deseante!

Pues bien, no sólo la hipótesis estructurante que planteamos en la génesis del a es que nace en otra parte y antes de esto, antes de esa captura que lo oculta, no se trata sólo de esa hipótesis, basada en nuestra praxis, que introduzco desde aquí: 1) o bien nuestra praxis es defectuosa, defectuosa en relación consigo misma, 2) o bien supone que nuestro campo, que es el campo del deseo surge de la relación S con A, que es aquélla donde no podemos reencontrar lo que constituye nuestra meta sino en la medida en que reproducimos sus términos. Si nuestra praxis es defectuosa en relación consigo misma, o ella supone esto, lo que engendra nuestra praxis, si lo prefieren, es ese universo simbolizado en último término por la famosa división que nos guía a través de los tres tiempos, donde S, sujeto todavía desconocido, tiene que constituirse en el Otro y donde el a aparece como resto de esa operación.

De paso les haré notar que la alternativa: o nuestra praxis es defectuosa, o ella supone esto, no es una alternativa exclusiva. Nuestra praxis puede permitirse ser en parte defectuosa en relación consigo misma, y que haya un residuo, ya que justamente éste es lo previsto.

Gran presunción, pues no corremos sino muy pocos riesgos al emprender una formalización que se impone como tan necesaria. Pero a la relación de S con A hay que situarla como algo que supera con mucho en su complejidad sin embargo tan simple, inaugural, lo que quienes nos legaron la definición del significante creen tener que plantear al principio del juego que organizan, a saber, la noción de comunicación. La comunicación como tal no es lo primitivo, ya que en el origen S no tiene nada que comunicar, por la razón de que todos los instrumentos de la comunicación están del otro lado, en el campo del Otro, y de que tiene que recibirlos de él. Como dije desde un comienzo, esto tiene por resultado y consecuencia que siempre, por principio, es del Otro que recibe su propio mensaje. La primera emergencia, la que se inscribe en este cuadro, no es más que un «¿quién soy?», in consciente ya que informulable, al que responde, antes de que se formule, un «tu eres», es decir que recibe primero su mensaje en forma invertida. Hoy agrego que lo recibe con una forma de entrada interrumpida: él oye primero un «tú eres» sin atributo; y, sin embargo, por interrumpido que sea ese mensaje y, por lo tanto, por in suficiente que también sea, nunca es informe a partir del hecho de que el lenguaje existe en lo real, que está en curso, en circulación, y que a su respecto, el S en su interrogación supuestamente primitiva, a su respecto muchas cosas en el lenguaje están desde ahora reguladas. Ahora bien, retomando la frase que pronuncié — no es sólo por hipótesis, una hipótesis que basé en nuestra praxis, identificándola con ella y hasta en sus límites, retomando esa frase diré que el hecho observable — y por que tan mal observado, ésa es la cuestión mayor que nos ofrece la experiencia— el hecho observable nos muestra el juego autónomo de la palabra tal como es supuesta en este esquema. Pienso que habrá aquí bastantes madres no afectadas de sordera para saber que un niño muy pequeño, a la edad en que la fase del espejo está lejos de haber clausurado su obra, que un niño muy pequeño, desde que posee algunas palabras, antes de dormirse, monologa.

El tiempo me impide leerles hoy una gran página. Al respecto les prometo alguna satisfacción para la vez que viene o la siguiente, porque seguramente no dejaré de hacerlo. La suerte hace que después de que mi amigo Roman Jakobson haya suplicado durante diez años a sus alumnos que pusieran un grabador en la guardería, esto sólo se haya hecho hace unos dos o tres años. Gracias a lo cual, por fin disponemos de la publicación de uno de esos monólogos primordiales. Lo repito, tendrán de esto alguna satisfacción, Si les hago esperar un poco, es porque en verdad resulta propicio para mostrar muchas otras cosas que aquellas que tengo que delinear hoy.

En cuanto a lo que tengo que delinear hoy, es preciso sin embargo evocar las referencias de existencia, y al respecto, el hecho de que sólo pueda hacerlo sin saber demasiado lo que puede responder a ello en vuestro cono cimiento, muestra hasta qué punto es nuestro destino tener que desplazarnos por un terreno donde, se piense lo que se piense y cualquiera que sea el gasto de cursos y conferencias que se haya hecho, vuestra educación no esté nada menos que asegurada.

De todos modos, algunos de los presentes recuerdan lo que Piaget llama «lenguaje egocéntrico» y al que no sé si podremos volver este año; pienso que saben de qué se trata, y que bajo una denominación tal vez defendible pero seguramente propicia para toda clase de malentendidos, existe por ejemplo la carácterística de que el lenguaje egocéntrico, es decir, esas especies de monólogos a los que el niño se entrega en alta voz mientras realiza con algunos camaradas una tarea común, y que con toda evidencia es un monólogo vuelto hacia sí mismo, no puede producirse sino justamente en esa cierta comunidad. Esto no significa objetar la calificación de egocéntrico, si se precisa el sentido de este término. Sea como fuere, en cuanto al egocentrismo, puede parecer sorprendente que el sujeto como enunciado esté tan a menudo elidido en él Si recuerdo esta referencia es quizás para incitarlos a retomar contacto y conocimiento con el fenómeno en los textos piagéticos útiles a todo fin para el futuro, pero también para señalarles que se plantea al menos un problema: el de situar, el de saber qué es ese monólogo hipnopompico y totalmente primitivo en relación con esa manifestación de un estadio muy ulterior.

Desde ahora les indico que en lo relativo a estos problemas de génesis y de desarrollo, el famoso esquema que tanto los cargoseó durante años recobrará su valor. Sea como fuere, el monólogo del niñito al que me refiero no se produce nunca si hay algún otro presente: un hermano menor, otro bebé en la habitación, bastan para que no se produzca.
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Muchos otros carácteres indican que sin duda alguna, en este nivel, sorprendentemente revelador de la precocidad de las tensiones denominadas primordiales en el inconsciente, tenemos algo en todo punto análogo a la función del sueño.

Todo transcurre en la otra escena, con el acento que he dado a este término. ¿No debemos ser guiados aquí por la puertita misma — nunca es sino una mala entrada por la cual introduzco a ustedes en el problema, a saber, en cuanto a la constitución del a como resto, que en todo caso a ese fenómeno, si sus condiciones son efectivamente las que yo digo, sólo lo tenemos en estado de resto, es decir, en la cinta del grabador? De otro modo tenemos a lo sumo el murmullo lejano, siempre pronto a interrumpirse ante nuestra aparición, ¿No nos incita esto a considerar que se nos ofrece ciertamente para comprender que para el sujeto que se está constituyendo, es también del lado de una voz desprendida de su soporte donde debemos buscar ese resto?

Presten atención: aquí no hay que andar demasiado rápido. Todo lo que el sujeto recibe del Otro del lenguaje, la experiencia ordinaria es que bajo forma vocal. Pero sabemos muy bien, por experiencias no tan raras, (aunque suelan mencionarse casos asombrosos, Hellen Keller) que hay otras vías que les para recibir el lenguaje: el lenguaje no es vocalización (cf. los sordos).

Sin embargo, creo que podemos avanzar en el sentido de que lo que vincula al lenguaje con una sonoridad es una relación más que accidental. E incluso tal vez cree remos estar avanzando por el buen camino si intentamos articular las cosas de cerca calificando a esa sonoridad, por ejemplo, de instrumental. Es un hecho que aquí la fisiología abre el camino. No lo sabemos todo sobre el funcionamiento de nuestro oído, pero sin embargo sabemos que el caracol es un resonador, resonador complejo, o compuesto, si lo prefieren; pero finalmente un resonador, aunque sea compuesto, se descompone en composición de resonadores elementales. Esto nos conduce a lo siguiente: lo propio de la resonancia es que en ella domina el aparato. Lo que resuena es el aparato. No resuena ante cualquier cosa, resuena, digamos para simplificar, ante su nota, ante su frecuencia propia. Esto nos lleva a cierta observación relativa a esa especie de resonador frente al que nos hallamos, concretamente, en la organización del aparato sensorial en cuestión, nuestra oreja: no se trata de un resonador cualquiera, sino de un resonador del tipo tubo. La longitud del recorrido interesado en cierto retorno que hace la vibración, traída siempre de la ventana redonda, y que pasa de la rampa timpánica a la rampa vestibular, parece claramente vinculada a la longitud del espacio recorrido en un conducto cerrado. Esto opera, pues, a la manera de un tubo, cual quiera que sea, flauta u órgano.

Evidentemente, la cosa es complicada: este aparato no se parece a ningún otro instrumento musical. Se trata de un tubo, por así decir, a teclas, en el sentido de que parece que es la celda puesta en posición de cuerda, pero que no funciona común a la cuerda, la que esta interesada en el punto de retorno de la onda que se encarga de connotar la resonancia.

Pido disculpas por este rodeo, más aún cuando seguramente no es en este sentido como encontraremos la última palabra de las cosas. La evocación esta destinada, sin embargo, a actualizar el hecho de que en la forma, la forma orgánica, hay algo que nos parece emparentado con esos datos primarios, topológicos, transespaciales, que nos hicieron interesarnos muy especialmente por la forma más elemental de la constitución creada y creadora de un vacío, la que encarnamos para ustedes apologéticamente en la cuestión de la vasija.

Una vasija también es un tubo, y puede resonar, Dijimos que diez vasijas totalmente similares no dejan en absoluto de imponerse como diferentes individualmente, pero puede plantearse la siguiente cuestión: cuando se pone a una en el lugar de la otra, el vacío que estuvo sucesivamente en el corazón de cada una de ellas ¿no es siempre el mismo?

Pues bien, hay una orden que impone el vacío, en el corazón del tubo, acústico, a todo lo que puede venir a resonar en él de esa realidad que se abre en un paso ulterior de nuestra marcha y que no es tan simple de definir, a saber, lo que llaman un soplo; para todos los soplos posibles, una flauta a nivel de determinada abertura, impone la misma vibración, Si no hay aquí ley queda indicado algo donde el a de que se trata funciona en una real función de mediación.

Y bien, no cedamos a la ilusión. Todo esto no posee más interés que el metafórico. Si la voz, en el sentido en que la entendemos, tiene importancia, no es por resonar en ningún vacío espacial, sino en la medida en que la formula, la más simple emisión en lo que lingüísticamente se llama función fálica (a la que creemos simple toma de contacto pero que es algo muy diferente), resuena en un vacío que es el vacío del Otro como tal, el ex-nihilo. La voz responde a lo que se dice, pero no puede responder de eso que se dice. En otras palabras: a incorporar la voz como la alteridad de lo que se dice.

Por eso, y no por otra cosa, desprendida de nosotros nuestra voz se nos presenta como un sonido ajeno. Es propio de la estructura del Otro constituir cierto vacío, el vacío, de su falta de garantía. La verdad entra en el mundo con el significante, y antes de todo control. Ella se prueba, se refleja solamente por sus ecos en lo real. Ahora bien, es en ese vacío que la voz en tanto que distinta de las sonoridades, voz no modulada pero articulada, resuena. La voz de que se trata es la voz en cuanto imperativa, en cuanto reclama obediencia o convicción, en cuanto se sitúa, no en relación con la música, sino en relación con la palabra.

A propósito del bien conocido desconocimiento de la voz grabada sería interesante observar la distancia que puede existir entre la experiencia del cantor y la del orador. A quienes quieran constituirse en benévolos investigadores al respecto, les propongo que lo hagan; no tengo tiempo de hacerlo yo mismo.

Aquí palpamos esa distinta forma de identificación que no pude encarar el año pasado, y que hace que la identificación de la voz nos dé al menos el primer modelo, y que en ciertos casos no hablemos de la misma identificación que en los otros, que hablemos de Einverleibung, de incorporación.

Los psicoanalistas de la buena generación se percataron de esto. Hay un señor Isakover que en el vigésimo año del International Journal hizo un artículo muy notable que además, en mi opinión, no tiene interés sino por la necesidad de dar una imagen verdaderamente llamativa de lo que tenía de distinto ese tipo de identificación. Porque verán ustedes que va a buscarlo en algo cuyos aspectos —que comprobarán— son singularmente más lejanos del fenómeno que (sigue un blanco en el texto). Con este fin, se interesa por un animalito llamado —si no recuerdo mal, porque no tuve tiempo de verificar este recuerdo— que se llama, creo, dafnia, y que sin ser para nada un camarón, figúrenselo como si se le pareciera sensiblemente. Sea como fuere, ese animal que vive en las aguas salinas tiene la curiosa costumbre, como diríamos en nuestro lenguaje, de taponarse la conchilla en un momento de sus metamorfosis con menudos granos de arena, y de introducirselos en un aparato reducido llamado esta toacústico, dicho de otro modo, en los utriculos; habiéndose introducido esas parcelas de arena en los utrículos — porque importa que se las meta desde afuera, pues en ningún caso las produce por si misma— el utrículo se cierra y de este modo tendrá en el interior los pequeños cascabeles necesarios para su equilibrio. La dafnia los trajo del exterior. Confiesen que la relación con la constitución del superyó es lejana; sin embargo, lo que me interesa es que el señor Isakover no haya creído tener que encontrar mejores comparaciones que esa operación, Sin embargo, espero que hayan oído despertarse en ustedes algunos ecos de fisiología; y saben que maliciosos experimentadores han sustituido los granos de arena por granos de chatarra, cosa de divertirse después con la dafnia (?) un amante.

Una voz, por lo tanto, no se asimila; pero se incongruencia, y esto es lo que puede darle una función al modelar nuestro vacío, Aquí reaparece mi instrumento del otro día, el shofar de la sinagoga. Lo cual da su sentido a la posibilidad de que por un instante ese shofar pueda ser bien musical —¿es incluso música esa quinta elemental, ese descarrío de quinta que presenta?—, que pueda ser sustituto de la palabra, al arrancar poderosamente nuestro oído a todas sus armonías acostumbradas. El shofar modela el lugar de nuestra angustia, pero, observémoslo, sólo después de que el deseo del Otro haya toma do forma de mandamiento. Por eso puede desempeñar su eminente función dando a la angustia su resolución, se llame culpabilidad o perdón, y que es justamente la introducción de un orden diferente. Que el deseo sea falta (manque) es aquí fundamental, diremos que esta es su «falta» (faute) principal, falta (faute) en el sentido de algo que no se presenta (qui fait defaut) (nota del traductor: Hemos traducido por «falta» los vocablos manque y faute, introduciendo con ello, pero por otra vía, la ambigüedad que expresa el texto, pues manque es «falta» con un sentido emparentado al de carencia, mientras que faute es «falta» en cuanto «transgresión», y también «culpa». La ambigüedad del original es aportada por el juego entre manque, faute y faire défaut.). Cambien el sentido de esa falta (faute) dándole un contenido en lo que constituye la articulación … ¿de qué? Dejémoslo en suspenso. Y aquí lo tenemos, explicando el nacimiento de la culpabilidad y de su relación con la angustia.

Para saber qué hacer con esto, es preciso que los lleve a un terreno que no es el de este año, pero al que es necesario asomarse un poco. Dije que no sabía que cosa en el shofar, digamos clamor de la culpabilidad, se articula del Otro, que cubre la angustia. Si nuestra fórmula es correcta, algo como el deseo del Otro debe estar aquí interesado.

Me concedo todavía tres minutos para introducir algo que prepara el camino por el que la próxima vez daremos el paso siguiente; y les digo que lo más favorablemente pronto a esclarecerse recíprocamente es aquí la noción del sacrificio. Muchos otros intentaron, como yo, abordar lo que está en juego en el sacrificio. Les diré brevemente — el tiempo nos apremia— que el sacrificio está destinado, no a la ofrenda ni al don, que se propagan en una dimensión muy diferente, sino a la captura del otro como tal en la red del deseo.

Sería ya perceptible a qué se reduce el sacrificio para nosotros en el plano de la ética. Es experiencia común que no vivamos nuestra vida, quienes quiera seamos, sin ofrecer constantemente a vaya a saber que divinidad desconocida el sacrificio de alguna pequeña mutilación que nos imponemos, valida o no, en el campo de nuestros deseos. Las subyacencias de la operación no son todas visibles. Es indudable que se trata de algo vinculado con a como polo de nuestro deseo. Pero la vez que viene tendré que mostrarles que hace falta algo más —espero tener aquí para esa cita una gran asamblea de obsesivos— , y especialmente que ese a es algo ya consagrado, lo que no se puede concebir sino retomando en su forma original aquello de que se trata en lo relativo al sacrificio.

En cuanto a nosotros, sin duda hemos perdido a nuestros dioses en el gran tumulto civilizador; pero un período bastante prolongado en el origen de todos los pueblos muestra que disputamos con ellos como con personas de lo real, no con dioses omnipotentes sino con dioses potentes allí donde estuviesen. Todo el problema era saber si esos dioses deseaban algo. El sacrificio consistía en hacer como si desearan como deseamos nosotros; por lo tanto, a tiene la misma estructura. Esto no quiere decir que ellos vayan a embucharse lo que se les sacrifica, ni tampoco que esto les pueda servir para algo; pero lo importante es que lo desean, y diré más, que no les angustia.

Porque hay otra cosa que hasta ahora nadie, creo, ha resuelto de manera satisfactoria: las víctimas siempre debían ser inmaculadas. Pues bien, recuerdan lo que les dije acerca de la mancha a nivel del campo especular: con la mancha aparece, se prepara la posibilidad de resurgencia, en el campo del deseo, de lo oculto que hay detrás, en este caso ese ojo aya relación con dicho campo debe ser necesariamente elidida para que el deseo pueda quedar allá con esa posibilidad ubicua, y hasta vagabunda, que en todos los casos le permite escurrirse de la angustia. Es esencial domesticar a los dioses en la trampa del deseo, y no despertar la angustia.

El tiempo me obliga a terminar. Verán que, por lírica que les pueda parecer esta última excursión, ella nos servirá de guía en realidades mucho más cotidianas, en nuestra experiencia.—