Seminario 16: Clase 20, del 14 de Mayo de 1969

Es imposible no considerar como primera la incidencia del sujeto en la práctica analítica. Ella está sin cesar en el primer plano en el modo en el cual, de entenderla, piensa el psicoanalista, al menos si nos atenemos a lo que se enuncia en sus rendiciones de cuenta. Es desde el punto, definido por lo que se llama una identificación que el sujeto se encuentra tratando, por ejemplo, de manifestar tal intención. Se enunciará tal paradoja de sus conductas, por ejemplo, por el hecho que se vuelve sobre sí mismo, y, ¿desde que punto sino desde algún otro que él ha ocupado?. El se vuelve lo que fue en el lugar de ese alguien a quien él va a identificar su agresión primera. Brevemente, en todo instante, el sujeto se presenta provisto de una, por lo menos, singular autonomía, de una movilidad, sobre todo sin igual a otra, en tanto no hay casi ningún punto en el mundo de sus partenaires aunque ellos sean o no considerados como sus semejantes, que él no tienda a ocupar; al menos lo repito, al nivel de un pensamiento que tiende a dar cuenta de tal paradoja de sus comportamientos.

Digamos que el sujeto y aquí ningún lugar, al nivel de esta literatura satisface la legitimidad de ese término el sujeto, absolutamente no criticado, por otra parte, en tanto al término, él produce esos enunciados singulares que hasta van a hablar de la elección de la neurosis, como si en un momento estuviera yo no sé en qué punto privilegiado de este sujeto pulverizado, que había sido reservado al cambia-vía (aiguillage). Seguramente puede admitirse que en un primer tiempo de la búsqueda analítica no estuvimos, enteramente, en el tiempo donde, de alguna manera podía articularse de un modo lógico lo que él podía ser; en efecto, de lo que se presenta como enteramente determinante, en apariencia, al comienzo de una anamnesis, un cierto modo de reacciónar al trauma. Bastaría quizá, darse cuenta que en ese punto considerado como original, cambiante de vías de la anamnesia, es un punto que ha sido verdaderamente producido retroactivamente por la suma de la interpretaciones. Hablo de las interpretaciones no sólo que el psicoanalista se hace, como se dice, en su cabeza, o en el momento en que él escribe su observación, sino donde él ha intervenido en lo que lo liga al paciente y que está lejos; en ese registro de interrogación, de suspensión de lo que ello es en el sujeto, de poder de algún modo ser pura y simplemente descrito como una relación de potencia a potencia, hasta sumadas a todo lo que puede allí imaginarse de transferencia.

Es por ello que el retomar, al nivel del sujeto, la cuestión de la estructura en psicoanálisis, es siempre difícil. Es la que constituye el verdadero progreso, es la que seguramente no puede más que, sólo hacer progresar lo que se llama, impropiamente, la clínica. Espero que nadie se engañe allí y que si la última vez, han podido obtener algún placer en ver esclarecerse a ese discurso, el mío, al fin de una evocación de un caso, eso no es específicamente más que un caso que fue evocado y, que hace al carácter clínico de lo que enuncia el nivel de esta enseñanza.

Retomemos, pues, las cosas en el punto en que podemos formularlas, después de múltiples reanudaciones, de múltiples reanudaciones marcadas como se forman, a partir de una primera y muy simple definición. Esto es, a saber: que un significante es de allí que se parte, es de allí que se parte porque, después de todo, éste es el único elemento cuyo análisis nos da la certeza, y debo decir que ella lo pone en su pleno relieve, al cual da su peso esto es el significante, si uno define el significante: el significante es lo que representa un sujeto para otro significante. Aquí está la fórmula, la fórmula huevo si puedo decirlo, que nos permite situar, justamente, eso que puede ser un sujeto que de todos modos no sabríamos manejar según las fórmulas que son en apariencia las del buen sentido, del sentido común. A saber, que existe algo que constituye esta identidad, que diferencia aquel señor de su vecino; más que contentarnos con esto, de hecho, recubriendo todo enunciado, todo enunciado simplemente descriptivo de lo que efectivamente ocurre en la relación analítica como en un juego de marionetas; donde lo repito, el sujeto es tan móvil como la palabra misma, la palabra misma de quien muestra dichas marionetas; a saber que, cuando él habla en nombre de una que él tiene en su mano derecha, no puede al mismo tiempo hablar en nombre de la otra, pero que es tan capaz de pasar de la una a la otra con la rapidez que se le conoce. He ahí, pues, lo que ya ha sido suficientemente escrito aquí, par que yo no tenga que rehacer toda su construcción y el comentario; esa primera relación que, por otra parte, está expresada por todas las otras, de S1 a S2, de ese significante que representa al sujeto para un otro significante, y en el intento que hacemos de aproximar eso de lo que se trata en cuanto al otro de esos significantes. Intentemos ya lo hemos inscripto abrir el campo donde todo lo que es significante segundo, es decir el cuerpo, de eso al nivel del cual parte un significante que va a ser representante del sujeto, de inscribirlo en lugar del A, ese lugar que es el gran Otro y del cual, pienso, ustedes recordarán suficientemente que al inscribirse así, de lo que se trata, no podemos hacer al nivel de la inscripción misma de S2, más que repetir que, para todo lo que sigue, a saber, todo lo que puede escribirse a continuación, debemos volver a poner la marca del A como lugar de inscripción, es decir, en suma, ver horadarse lo que he llamado la última vez el enforma (enforme) de A. Este es un nombre nuevo del cual haremos uso: el enforma del A, a saber el a, que le agujerea. Detengámonos un momento sobre lo que yo considero como suficientemente adquirido por haber sido he recogido testimonio de ello  palpable a algunos que han encontrado alguna evidencia, entiendo de manejo clínico, en este enforma del A; fórmula destinada a mostrar lo que verdaderamente pertenece al a, a saber la estructura topológica del A mismo, de lo que hace que el A no esté completo, no sea identificable a un 1, en ningún caso a un todo, y para decirlo todo, que ese A se siente absolutamente representado como él es, al nivel de la paradoja del conjunto llamado de todos los conjuntos que no se contienen a sí mismos.
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Pienso que ya tienen ustedes el manejo suficiente de esta paradoja. Está bien claro que este conjunto de todos los conjuntos que no se contienen a sí mismos, una de dos: o el no se contiene a sí mismo, no siendo entonces, de aquellos que no se contienen a sí mismos; o él se contiene a sí mismo, y nos encontramos ante una segunda contradicción. Esto es totalmente simple de resolver: el conjunto de todos los conjuntos que no se contienen a sí mismo no puede, en efecto, como función, inscribirse más que bajo la siguiente forma, esto es, a saber, teniendo E por carácterística esa x en tanto que diferente de x. E’ ( x    x ) Pues es allí que el recubre nuestra dificultad con el gran Otro. Si el gran Otro presenta este carácter topológico que hace su enformado, esto es el a, y podemos ir a ver directamente lo que ello significa; lo que es verdad, es que es necesario plantear que, cualquiera sea el uso convencional que se haga de ello en la matemática, el significante no puede en ningún caso ser tenido como pudiendo designarse a sí mismo. S1 o S2 no son en sí mismos, cada uno, de ningún modo. No pueden ser el representante de ellos mismos sino al distinguirse de ellos mismos.

Esta alteridad del significante a sí mismo es, precisamente lo que designa el término del gran Otro, marcada con una A. Si inscribimos ese gran Otro, marcado con la A, si hacemos de él un significante, lo que él designa, es el significante como Otro. El primer Otro que sea, el primer encuentro en el campo del significante es Otro radicalmente, es decir otro que sí mismo. Es decir que él introduce al Otro como tal en su inscripción, como separado de esta inscripción misma. Ese A, en tanto que exterior a S2 quien lo inscribe es el enforma de A, es decir, la misma cosa que el a. Pues ese a lo sabemos, es el sujeto mismo en tanto que él no puede ser representado más que por un representante que es S1 en la ocasión. La alteridad primera es la del significante que no puede representar al sujeto más que bajo la forma de lo que hemos aprendido a cernir en la práctica analítica como una extrañeza particular.

Y ello que yo querría yo no diré hoy facilitar, en tanto, al fin, en un seminario que hice hace tiempo era el año 1961-62 sobre la identificación senté las bases. Son esas bases mismas que recuerdo simplemente resumidas y reunidas hoy, para hacerles percibir lo que no está a tomar como dado sino por la experiencia analítica a todo analista: ese a, seguramente, como esencial al sujeto y como marcado por esta extrañeza. Aquél sabe de que se tratan esos a, por otra parte los he enumerado suficiente desde hace tiempo para que se lo sepa bien: del seno al excremento, de la voz a la mirada. Lo que significa en su ambigüedad la palabra extrañeza, con esa nota afectiva y también su indicación de margen topológico; de lo que se trata es de hacer sentir a aquéllos no tienen que tomar esto como un dato de la experiencia. Yo no sé quien puede evocar su lugar razonando en el nivel de los mojones de lo que se considera como la experiencia práctica; por el contrario ella no es más práctica que la experiencia analíticas y ¡vayamos allí!. Lo que tendría de menos extraño, en apariencia, es que allí podría representar al sujeto; tómenlo en el inicio tan indeterminado como lo entiendan: lo que distingue a aquél que está aquí de aquél que está allí y, que no es más que su vecino, seguramente. Podemos aprehenderlo, tomar ello al inicio, de esto que sería por lo menos extraño, de un tipo de materialidad enteramente vulgar. Esto es lo que he hecho cuando hablaba de identificación. He designado la traza. La traza; eso quiere decir algo: la traza de una mano, la traza de un pie. Una impresión. Observen bien aquí, en ese nivel, que traza se distingue del significante diferentemente de lo que en nuestras definiciones ya hemos distinguido del signo. El signo, he dicho, es lo que representa algo para alguien. Aquí ninguna necesidad de alguien. Una traza es suficiente en sí misma. Y a partir de allí ¿podemos situar eso que se refiere a lo que he llamado, hace un momento la esencia del sujeto? Podemos plantear, de ahora en más, que eso deviene —la traza por metáfora, el signo si ustedes quieren, por metáfora también, esas palabras no están en su ligar en tanto acabo de descartarlas— lo que significa un sujeto en tanto que esta traza, ese signo, contrariamente a la traza natural, no tiene otro soporte que el enforma de A. ¿Qué quiere decir? La traza pasa al enforma de A de ciertos modos por los cuales ella es borrada. El sujeto; esos son los modos mismos por los cuales, como impresión, la traza se encuentra borrada.

Una buena palabra con la cual yo había delineado, ya, está distinción, intitulado lo que podía decirse de ello: «Las cuatro desapariciones del sujeto». El sujeto; es él quien hace desaparecer la traza, transformándola en mirada, mirada a ser atendida, hendidura, percibido. Es por allí que él aborda lo que se refiere al otro que ha dejado la traza. El ha pasado por allí. El está más allá. Un sujeto, seguramente, en tanto que tal; no es suficiente decir que él no deja traza. Lo que lo define, en tanto que tal; y lo que lo pone a consideración del mismo tiempo es que, en primer término eso por lo cual efectivamente se distingue, a la vista de todo organismo viviente, lo que se refiere al animal que habla, es que él puede borrarlas como tales, como siendo transas. Esto basta para que él pueda hacer de ello algo, otra cosa que trazas, por ejemplo, citas que se da él mismo. Cuando pulgarcito siembra guijarros blancos, estos son otra cosa que trazas. Sientan aquí la diferencia que se esboza. Ya la jauría, al perseguir algo, tiene una conducta, es el caso decirlo, pero conducta que se inscribe en el orden del olfato, del husmeo, como se dice. Y la cosa no es forzosamente extraña al animal humano mismo. Pero son otra cosa esta conducta y la escansión de una traza ubicada como tal sobre un soporte de voz.

Ustedes tocan aquí el límite. Al nivel de la jauría, este ladrido, ¿quién osará sostener que él recubre las trazas?. El es ya al menos, eso que se puede llamar esbozo de palabra, pero distinto; distinto es ese soporte de la voz, del dato de la voz. Allí donde hay lenguaje, allí, donde está ese soporte que carácteriza de un modo autónomo un cierto tipo de traza. Un ser que puede leer su traza. Eso basta para que él pueda reinscribirse en otra parte que allí de donde él la ha sacado. Esta reinscripción es allí el lazo que lo hace, desde entonces independiente de un Otro, cuya estructura no depende de él. Todo se abre a lo que es del registro del sujeto definido como «es quien borra sus trazas». El sujeto, en el límite y para hacer sentir la dimensión original de eso que se trata, lo llamaría aquél que reemplaza sus trazas por su firma. Y ustedes saben que una firma no es pedir mucho para constituir a alguien en sujeto; un iletrado, en la alcaldía, que no sepa escribir, basta que haga una cruz, símbolo de la barra barrada, de la traza borrada, la forma más clara de eso de lo que se trata. Cuando al inicio se deja un signo, y después de algo lo anula, eso basta como firma. Y que ella sea la misma para cualquiera a quien sea pedida, no cambia nada en el hecho que ésta será recibida para autenticar el acto en cuestión de la presencia verdadera de alguien que, jurídicamente es retenido por un sujeto, ni nada más ni nada menos, pero es de ello que lo que trato de definir al nivel, no ciertamente para hacer de él en absoluto, sino justamente para marcar sus lazos de dependencia. Pues la distinción está aquí en cómo el significante hace sus trazas borradas y cuál es su consecuencia. Es que esas trazas borradas no valen más que para el sistema de los otros, sean semejantes o las mismas que esas otras constituidas en sistema. Es sólo allí que comienza el alcance tipo del lenguaje. Esas otras trazas borradas son las únicas admitidas. ¿Admitidas para quién?. Y bien, allí retornamos sobre nuestros pasos: del mismo modo que al nivel de la definición del sujeto, en tanto que un significante lo representa para otro significante, ¿son las únicas admitidas para quién?. Respuestas: para las otras trazas. Un no-casado, como dice Bridoison en «El matrimonio», no cuenta. Es precisamente por lo cual no tienen tanto interés, pues, para él, Bridoison, que toma en serie las trazas, podría que eso contará. Es un no-casado. Desde entonces si sabemos que esas trazas, esas trazas que no son borradas más que por estar allí, en contraposición borradas, esas trazas que tienen otro soporte que, precisamente, el enforma de A. En tanto él está necesitado de hacer a un a, un a que funciona al nivel del sujeto, tenemos entonces que considerar aquellas al nivel de su substancia.

Esto es, precisamente, lo que hace el alcance de un elemento, por ejemplo, como una mirada en el erotismo, y que la cuestión se plantea porque ella es sensible, de la relación de lo que se inscribe al nivel de la mirada a la traza. Una mirada erótica ¿deja trazas allí donde viene a inscribirse, al nivel de otro, es decir algún otro?.

Es a ese nivel que se plantea la dimensión del pudor y que se inserta, ella lo demuestra aquí de un modo sensible: el pudor es una dimensión sólo propia al sujeto como tal. ¿Iremos, en breve, a ordenar en ese lugar, de un modo poco diferente de su letahía habitual, esta relación del significante en forma del A?. Ciertamente sí, aunque rápidamente para recordar que no es por azar si, al cabo de nuestra actualidad, la escritura se afirma como relación de la escritura a la mirada como objeto a. Allí está lo único que puede dar su estatuto correcto a una gramatología. La mirada; en toda la ambigüedad que he marcado ya hace un momento a propósito de la relación a la traza, el entrevisto y, para decirlo todo, el corte en lo visto, la cosa que abre más allá de lo visto. Seguramente el acento a poner sobre la escritura es esencial para la justa evaluación de lo que se refiere al lenguaje y, que la escritura sea la primera y deba ser considerada como tal a la vista de lo que es la palabra, es lo que después de todo puede ser considerada no sólo como lícito, sino hecho evidente, por la sola existencia de una escritura como la china, donde está claro que lo que es del orden de la aprehensión de la mirada no deja de tener relación a lo que se traduce de ello al nivel de la voz. A saber, que hay elementos fonéticos, pero que hay también muchos de ellos que no lo son. Siendo esto tanto más sorprendente porque desde el punto de vista de la estructura, de la estructura estricta de lo que pertenece a un lenguaje, ninguna lengua se sostiene de un modo más puro que esta lengua china donde cada elemento morfológico se reduce a un fonema.

Es entonces, precisamente allí, donde habría sido lo más simple si puede decírselo que la escritura no fuera más que la transcripción de lo que se enuncia en palabras. Es sorprendente ver que, todo lo contrario, la escritura lejos de ser transcripción, es otros sistema, un sistema al cual eventualmente se engancha lo que es recortado en otro soporte: el de la voz. Seguramente el término del corte es lo predestina esos soportes por otra parte definibles materialmente como mirada y voz, lo que los predestina a esta función de ser lo que, reemplazando a la traza, instituye esta suerte de conjunto donde una topología se construye como definiendo al Otro a su término. Ustedes lo ven. No se trata aquí más de consideraciones subestructurales, no del todo originales, seguramente, después de todo, esto no dice como ha comenzado este Otro. Dicho esto, ¿cómo se sostiene eso en cuanto está allí?, ¿de dónde se ha originado?. Esto es precisamente lo que, hasta el presente, se ha dejado entre paréntesis. Distinción marginal, pues continúo diciendo, lo que después de este 1 y este 2 concernientes a la mirada y la voz, lo que podría venir a continuación es un aporte tomado por ese sesgo. No es, inmediatamente ustedes lo ven, en la relación del sujeto al Otro en tanto que estructurado, que ocurre lo que se enuncia ahora como siendo la demanda.

Cosa singular entonces que, en el orden del objeto a, el seno y el deyecto parezcan venir al primer plano, al punto de casi de dejar en una cierta sombra los términos de la mirada y la voz, en el manejo de eso de lo cual se trata en la regresión analítica. Ven aquí que estamos forzados, al contrario, a suponerlos construidos sobre soportes, mirada y voz, lo que va a ser, seguramente, elemento en la demanda i, que si reencontramos aquí un objeto a, es en la medida en que es la ocasión de puntuar que lo que es demandado no es nunca más que un lugar, y que por nada que lugar (place) evoca ese enchapado (placage) que es la esencia de lo que definimos en el seno como análogo de la placenta; en la medida que él define la relación subjetiva fundada tal como conviene instituirla en las relaciones del niño y de la madre. El rol amboceptor del seno entre el niño y la madre es en realidad un rol prevalente. Es en tanto que objeto a, en tanto que está enchapado (plaqué) sobre una pared que el niño-sujeto se articula, que su mensaje es recibido de la madre y que le es respondido.

Lo que se demanda con sus significantes; he aquí cuál es el tercer término, y ustedes ven su lazo a este otro elemento a.

En fin, al articular las cosas por este sesgo, veremos, podremos palpar que aquello que se engendra, a saber: todo lo que es sentido, hablando propiamente, el significado; es en tanto efecto de caída de ese juego, que debe ser situado aquí. Lo que hay en el sentido, que no es sólo efecto, sino efecto rechazado, sino efecto que se lleva, y por otra parte, efecto que se acumula la cultura, para decirlo todo, participa de ese algo que se destila de una economía fundada sobre la estructura del objeto a, a saber que es precisamente como deyecto, como excremento de la relación subjetiva como tal, lo que hace la materia de los dicciónarios de lo que se dice ser el cúmulo de los sentidos que se han concretado en el curso de una cierta práctica registrable por haber devenido común alrededor de un significante es precisamente del registro del segundo objeto, como objeto a, del objeto anal, el cual es necesario, en esta perspectiva, inscribir aquí. Tales son las cuatro desapariciones (effacons) por las cuales se puede inscribir el sujeto; el sujeto que, en medio de esto es, seguramente, hablando con propiedad, inasible, al no poder más que ser representado por un representante.

Es en tanto que él se inscribe en el campo del Otro que él subsiste y es a esto que debemos atender, si queremos dar cuenta de un modo correcto de lo que es la apuesta en el psicoanálisis. La distancia se mide desde lo que se define como un sujeto a lo que se sostiene como una persona. La distancia se mide, es decir, que es necesario distinguirlos severamente. Toda especie de personalismo en psicoanálisis es propicio a todas las desviaciones, a todas las confusiones en la perspectiva psicoanalítica. Lo que se define, se marca en otros registros llamados morales, como siendo la persona, podemos situarlo en otro nivel que el del síntoma.

La persona comienza allí donde, seguramente, está anclado de un modo mucho más amplio, aquél que hace entrar en juego lo que, sin duda, se ubica en su origen, a saber: el goce. Es por ello que la experiencia analítica nos enseña a dibujar aquí de otro modo lo que fue hecho como el Atlas, si puede decirse, cartográfico, de lo que se refiere a los juegos que se refieren al sujeto. Es por eso que aquella tiene su importancia; es en eso que inaugura un método, que no pretende reconstruir un nuevo todo, sino seguramente, que desde ahora en más, trastorna los antiguos sistemas de proyección que constituyen un todo. Habría que puntuar, evidentemente aquí, al margen, toda suerte de indicaciones que son sugestiones, índex forzado, punto importante en esta significación del índex, en su descubrimiento en progresión; esto es seguramente, algo distinto que aquello en lo cual podemos distinguirlo, por ejemplo, en la lengua, al hacer de ella un distintivo de una suerte de significante índex, del cual propongo, a aquellos que pueden tener aquí inclinación a volver sobre lo que Freud ha enunciado al nivel de «psicología colectiva y análisis del Yo», a considerar que el jefe, el líder, el elemento jefe de la identificación tal como él lo enuncia, deviene tanto más claro en esta perspectiva en que allí se muestra la solución que hace posible eso por lo cual el sujeto se identifica estrictamente al a.

Dicho de otro modo, que él deviene lo que él es verdaderamente, es decir, un sujeto en tanto que él mismo está barrado.  Lo que hemos visto y que desde entonces debe ser considerado por nosotros como pudiendo siempre reproducirse, el pasaje de toda una masa a la función de la mirada unívoca si puedo decirlo es algo de lo cual sólo puede dar cuenta la percepción de las posibilidades ofrecidas en ese registro al significante privilegiado de ser el más sumario, de estar reducido a lo que Freud designa siendo pura y simplemente la marca, la función única del 1. Pues aquí, entonces, el sistema a que el pensamiento está enteramente sujeto y del cual, siéntanlo bien, no es cuestión en ningún caso que salga todo lo que pueda articularse, y especialmente como saber. La consecuencia sobre algo vivo que el lenguaje envuelve el sistema de los significantes es, precisamente que, a partir de él la imagen está siempre, más o menos, marcada por ser asumida en el sistema, y como significante. Esto es obligarla a la función del tipo y a eso que se llama el universal.

Cómo no está claro, cómo no es  común y, cómo no ha pasado aún alguna forma efectiva de renovación de las instituciones el hecho de sí las imagenes son tomadas en el juego significante, es algo que está allí para hacernos patente toda la experiencia analítica testimonia de ello que lo que allí se pierde es la función imaginaria, en tanto ella responde por el acuerdo del macho y la hembra. Si hay algo que el análisis nos demuestra es que es en razón de la captura del sujeto, no sólo que todo lo que es designable como macho por otra parte es ambigüo, hasta revocable en una más cercana crítica, que es también verdad para la otra parte y que esto está sancionado por el hecho de experiencia más precisa; que en el nivel del sujeto no hay más reconocimiento como tal del macho por la hembra ni de  la hembra por el macho. Todo eso que una exploración un poco profundizada nos demuestra de la historia de una pareja, es que las identificaciones han sido allí múltiples, recubriéndose y formando siempre, al final, un conjunto compuesto.

La ambigüedad que resta sobre todo lo que podría inscribirse al nivel del significante, lo que es propio de lo que lo distingue, lo sabemos, sin embargo, al nivel biológico, radicalmente, cuando digo radicalmente pongo, seguramente, al nivel de los mamíferos, los carácteres llamados sexuales secundarios y la distinción posible del sexo tisular en relación al sexo fanerogámico. Pero dejemos de lado lo que puede referirse a eso. Constatemos que lo que designa la experiencia psicoanalítica es, precisamente que a ese nivel, no hay acoplamiento significante; es en tanto que, en la teoría, si están hechas las oposiciones activo-pasivo, voyeur-visto, etc., ninguna oposición es promovida, nunca, como fundamental que designe el macho-hembra. Lo importante, y lo importante de alguna manera previo, por relación a la cuestión que se destaca de lo que le es propio en el sistema significante de la función llamada del falo, en la medida que es aquella que se encuentra, efectivamente, interviniendo, y de un modo del cual es bien seguro que ella no es, en ningún caso, más que una función tercera, que ella representa ya sea lo que se define en primer lugar como lo que falta, es decir, fundando el tipo de la castración como instituyendo el de la mujer, ya sea lo que, al contrario, del lado del macho indica de un modo que es tan problemático, lo que podría llamarse el enigma del goce absoluto.

De todos modos no se trata aquí de mojones correlativos, de mojones distintivos. Un sólo mojón domina todo el registro de lo que es propio a la relación de lo sexuado. Ese significante privilegiado, entiendo aquí puntuado ¿en qué se justifica que, en una larga construcción, que fue hecha en contacto con el análisis, articulada con lo que se ha escrito, de lo que ha quedado como testimonio de nuestra experiencia de las neurosis, halla podido calificarla de significante faltante?. La cuestión es de importancia, pues si seguramente para lo que es propio de la articulación de la función del sujeto, ustedes ven bien que, tan lejos como puede ser impulsada la articulación del saber, el sujeto muestra allí la falla. Decir que el falo es el significante faltante, al nivel donde he podido enunciarlo, en el punto de mi discurso donde he arriesgado eso, digamos, la primera avanzada, creo que algo que es contexto no estaba aún suficientemente articulado para que pueda decirse lo que yo preciso ahora.

Volvamos a partir y he allí que el interés de nuestra referencia de hoy, de nuestra partida de la traza, volvamos a partir de ese punto de apoyo y recordemos el proverbio árabe que en mis Escritos he citado en alguna parte hace ya bastante tiempo: «hay cuatro cosas no sé más cuales, debo decir que he olvidado la cuarta o que no busco acordarme de ella inmediatamente que no dejan traza, aquella que yo evocaba en ese giro el pie de la gacela sobre la roca, también el pez en el agua y lo que más nos interesa el hombre en la mujer». Eso, dice el proverbio, no deja traza.

Ello puede, en la ocasión, objetarse bajo la forma siguiente, de la cual se conoce la importancia en los fantasmas de los neuróticos: una pequeña enfermedad de tiempo en tiempo. Pero justamente eso es instructivo. El rol de las enfermedades venéreas no es de ningún modo un azar en la estructura.

No podemos partir de ninguna traza para fundar el significante de la relación sexual. Todo está reducido a ese significante: el falo, justamente que no está en el sistema del sujeto en tanto no es el sujeto quien lo representa, sino si puede decírselo el goce sexual, en tanto que fuera del sistema, es decir, absoluto; el goce sexual en la medida que tiene ese privilegio por relación a todos los otros, esto es, que algo, en el principio del placer del cual se sabe está constituida la barrera al goce, es que algo en el principio del placer le deja, al menos, acceso.

Confiesen que hasta bajo la pluma de Freud que se lea allí está el goce por excelencia y que es además verdadero, pero que se lo lea bajo la pluma de un sabio que merece tanto más ese título, que es nuestro Freud, esto tiene al menos, algo que puede hacernos soñar. Pero eso no está en el sistema del sujeto: no hay sujeto del goce sexual. Y estas distinciones no tienen otro interés más que el de mostrar y permitirnos precisar el sentido del falo como significante faltante. El es el significante fuera del sistema y para decirlo todo, aquél convencional para designar eso que pertenece al goce sexual, radicalmente forcluído. Si he hablado de forclusión, a justo título, para designar ciertos efectos de la relación simbólica, es necesario ver, es necesario designar el punto donde ella no es más visible. Y si yo agrego que todo lo que está reprimido en lo simbólico reaparece en lo real es precisamente en eso que el goce es enteramente real. Es que, en el sistema del sujeto él no está simbolizando en ninguna parte, ni es tampoco simbolizante.

Es precisamente por eso que es necesario, en el enunciado al nivel de los propósitos de Freud esta enormidad por la cual nadie parece inquietarse, que es un mito que no se asemeja estrictamente a ningún mito conocido de la mitología. Salvo que seguramente, algunas personas, el viejo Kroeber, Lévy Strauss, se dieron cuenta muy bien que eso no formaba parte de su universo y ellos lo dicen. Pero es exactamente como si no lo dijeran; todo el mundo continúa creyendo que el complejo de Edipo es un mito admisible. Lo es, en efecto, en un cierto sentido, pero observen que eso no quiere decir otra cosa que el lugar donde es necesario situar este goce, es allí, y como acabo de definirlo, como absoluto. El mito del padre primordial, es el que, en efecto confunde en su goce a todas las mujeres. La única forma del mito dice de ello bastante. Es decir que no se sabe de qué goce se trata, ¿es del suyo o del de todas las mujeres?. Con la única excepción de que el goce femenino ha permanecido como se los he hecho destacar siempre también, en el estado de enigma en la teoría analítica.

¿Qué quiere, entonces, decir, esta función fálica que parece, de no representar al sujeto, marcar, sin embargo, un punto de su determinación, como campo limitado de una relación con lo que se estructura como el Otro?. Esto debe de auscultarse de más cerca, volver desde esas perspectivas radicales de nuestra experiencia. Vamos inmediatamente a ver como se traducen las cosas. El desvío de donde resurge la eclosión de una neurosis, ¿qué es?. En la intrusión positiva de un goce auto-erótico, que está perfectamente tipificado en lo que se llaman las primeras sensaciones ligadas más o menos al onanismo que se llame así o como se quiera en el niño. Lo importante es que es en ese punto, para los casos que caen bajo nuestra jurisdicción, es decir de aquéllos que engendran una neurosis, es en ese punto preciso, en el momento mismo en que esta positivación del goce erótico se produce que, correlativamente se produce también la positivización del sujeto en tanto que dependencia, anaclitismo he enunciado la última vez del deseo del Otro.

Es allí que se designa el punto de entrada por donde se produce el drama de lo que es la estructura del sujeto. Toda la experiencia que merece ser articulada va a confirmar aquéllas fronteras, en aquéllas junturas el drama a estallar. Pienso haber marcado ya suficientemente la última vez, el peso que toma allí el objeto a, no sólo en tanto que el es presentificado, sino demostrando retroactivamente que es él quien ya antes constituía toda la estructura del sujeto.

Veremos en qué otra frontera estalla el drama. Pero, de ahora en más, podemos saber del retorno de estos efectos; que es gracias a la relación positiva, al goce llamado sexual pero sin que, en la medida que sea asegurada la conjunción sexuada, de algún modo, que algo se designa como esencial a la posición del sujeto: esto es el deseo de saber. El paso decisivo hecho por Freud, de la relación de la curiosidad sexual con todo el orden del saber, he allí el punto esencial del descubrimiento psicoanalítico. Y es de la juntura de lo que es propio del a, a saber eso donde el sujeto puede reencontrar su esencia real como falta en gozar esencialmente y nada más, algo representante de lo cual él va a designarse a continuación, el campo del Otro. Por otra parte, en tanto que allí se ordena el saber, es en el horizonte de ese dominio interdicto de su naturaleza que es el del goce, y con el cual la cuestión del goce sexual introduce ese mínimo de relaciones diplomáticas, de las cuales diré que son difíciles de sostener.

Es en la medida en que algo se produce lo que he llamado el drama que la significancia del Otro en tanto que estructurado y agujereado, es otra cosa que lo que podemos metafóricamente llamar el significante que lo agujerea, es decir: el falo. Es en tanto que es otro enunciado, que vemos lo que ocurre cuando es necesario que el joven sujeto responde a lo que se produce por la intrusión de la función sexual en su campo subjetivo. Me he apoyado mucho y aquellos que asistieron allí, aún los recuerdo en el pequeño Hans, en el pequeño Hans que es la observación ejemplar de una primera aproximación absolutamente desordenada, girando en redondel, hasta un cierto punto no dirigida, con sin embargo, la dirección imperialista de la referencia al padre, en primer lugar, que juega un rol del cual he marcado las carencias y que Freud no disimula; pero Freud mismo, como siendo él también la referencia última, la de un saber presumido absoluto, todo lo que he se puede dibujar en ese desorden, he tomado el cuidado como lo he dicho de retomarlo ampliamente para mostrar sus estratos. Pero uno de ellos no es otro que el de ese juego al cual se dedica el pequeño Hans, que es el de la confrontación de la gran jirafa y la pequeña jirafa.

He podido subrayar su importancia mostrando lo que revela en su fondo la fobia, a saber, la imposibilidad de hacer coexistir el hommell, a saber esta madre facilizada, que es la relación que expresa Hans en la gran jirafa con otra parte, cualquiera que sea, que sea su reducción. Si él dibuja la pequeña jirafa es precisamente para mostrar, no que esta es una imagen comparable a la otra, sino que ésta es una escritura sobre un papel y por eso él la runzelt, como se expresa en el texto, él la arruga y se sienta encima.

Lo importante no es aquí la función imaginaria o identificatoria de Hans, en ese complemento de su madre  que es, en el fondo, su gran rival: el falo. Es que él hace pasar ese falo a lo simbólico, porque es allí que él va a obtener su eficacia y cada uno sabe lo que es del orden de la eficacia de las fobias. Si hay algo que sirve en el vocabulario político, y no sin razón, a la juntura del poder y del saber, es el de lanzar en un punto al cual ya he hecho alusión hace un momento con el lenguaje aquel vocablo de tigre de papel. ¿Qué hay más tigre de papel que una fobia, en tanto que, muy a menudo, la fobia es una fobia que el niño tiene a tigres que tiene en su álbum, tigres realmente de papel?.

Solamente, si los políticos tienen todas las penas del mundo para persuadir a las multitudes de poner en su lugar los tigres de papel, aquí la función, o más exactamente la indicación a dar es exactamente inversa: dar toda su importancia al hecho que, para parecer algo, algo que no puede resolverse al nivel del sujeto, al nivel de la angustia intolerable, el sujeto no tiene otro recurso que fomentarse el miedo a un tigre de papel?  Es sin embargo, eso lo que es instructivo, porque de allí en más, seguramente, éste no es un sujeto del tipo del que los imaginan los psicoanalistas, a saber, que como él se expresa, es una facilidad de estilo. El hace todo eso en arreglo de lo mejor para él. El tigre de papel es, en un momento en que se trata de algo que es precisamente la persona del pequeño Hans, es enteramente un síntoma; en aquél momento, sólo el mundo, o al menos lo que es su fundamento, el «hommell» frente al cual él está completamente sólo, se transforma en tigre de papel. Existe el lazo más estrecho entre la estructura del sujeto y el hecho de la cuestión planteada así, que el hommell es ese algo repentinamente gesticulador, que da miedo y que se trate de un tigre de un animal más pequeño, de un gato, no tiene ninguna clase de importancia. Ningún analista se equivoca sobre su verdadera función. Si hemos sido llevados pues, al final, a ver la importancia de la falta en cuanto al objeto enteramente real que es el pene en todo lo que es determinación de eso que se puede llamar relación sexuada, es porque la vía nos ha sido abierta por el neurótico y el complejo de castración, en tanto que, efectivamente, él realiza en el campo del significante el lugar de una falta. Eso no es más que el resultado del discurso por el cual nos es necesario adornar las preguntas planteadas por el neurótico. No es sólo al termino de un psicoanálisis que es necesario que lo que está y permanece, verdaderamente, como dice el pequeño Hans, enraizado —angewachsen (sic)— y a Dios gracias, uno lo desea, al menos en la mayor parte, en estado de servir. Es necesario que al nivel de un cierto plano él haya sido runzelt —arrugado— para que se muestre bien que no se trata más que de un símbolo.

De donde, seguramente, eso de lo que ya he dicho que era un problema al final de la cura del pequeño Hans, si es necesario, seguramente, que él como todo neurótico, culmine al final en la fórmula: «Yo no tengo el pene a título de símbolo» para devenir un hombre, pues eso es el complejo de castración.

Pero es necesario observar que éste puede cortarse de dos modos: el «Yo no tengo el pene» que es precisamente lo que se quiere decir diciendo que el fin del análisis es la realización del complejo de castración. Esto, seguramente, rechazando a otra parte esta función que es, pura y simplemente la del pene cuando el funciona, es decir fuera del registro simbolizado. Pero eso puede cortarse también de otro modo, a saber: «Yo no tengo el pene a título de símbolo, no es el pene lo que me cualifica como significante de mi virilidad». Y ello, no se lo ha obtenido del pequeño Hans, pues esto es lo que ocurren a través de las mallas de la red. El pequeño Hans que no ha cesado, durante todo ese tiempo de jugar con los pequeños hilos su rol de aquél que lo tiene, conserva —eso de lo cual he hecho en su tiempo, verdaderamente, la reserva— conserva de las relaciones sexuales ese algo que pone en primer plano el pene como función imaginaria, es decir, que esto es lo que él define  como viril; es decir que por más heterosexual que él pueda manifestarse, esta, exactamente en el mismo punto en que están los homosexuales. Entiendo aquellos que se reconocen como tales, pues no se podría extender demasiado—en el campo de las apariencias de las relaciones normales, cuando se trata de las relaciones del sexo— el campo de lo que estructuralmente responde, propiamente, a la homosexualidad.

De allí la importancia del sondeo y del enunciado de esa juntura que, entre lo imaginario y lo simbólico, pone en su justo lugar la función, o más exactamente las vertientes de la función que definimos como complejo de castración. Como esto está más nutrido por la experiencia que nosotros tenemos de la juntura del Otro al goce, en las formas diversas de neurosis, es por lo cual continuaré después.