Seminario 4: Clase 4, La dialéctica de la frustración, 12 de Diciembre de 1956

La frustración es el verdadero centro de la relación madre-hijo. De vuelta al Fort-Da. La madre, de lo simbólico a lo real. El niño y la imagen fálica. La fobia de la inglesita.
seminario 4, clase 4
1)
Aquí tienen la tabla que hemos hecho y que permite articular con precisión el problema del objeto tal como se plantea en el análisis.

La falta de rigor en esta materia, la confusión que demuestran los analistas, han tenido como resultado un curioso deslizamiento

El análisis partió de una noción de las relaciones afectivas del hombre que llamaré escandalosa. Creo que ya he subrayado en diversas ocasiones que fue lo que al principio provocó tanto escándalo en el análisis. No es tanto que destacara el papel de la sexualidad y contribuyera a convertirla en un lugar común—en cualquier caso, a nadie se le ocurre ya ofenderse por eso. Sino precisamente que introducía, junto con esta noción, sus paradojas, es decir, que el abordaje del objeto sexual presenta una dificultad esencial de orden interno.

Es singular que desde  ahí nos hayamos deslizado hacia una noción armónica del objeto.

Para que puedan medir la distancia que hay entre esta noción y lo que el propio Freud articulaba con el mayor rigor, he elegido pare ustedes una cita de las más sionificativas sobre el objeto, no sobre la relación del objeto. Hasta la gente peor informada se da cuenta de que la obra de Freud contiene muchas cosas sobre el objeto—por ejemplo, la elección de objeto—, pero que la propia noción de relación de objeto no es en absoluto destacada, ni cultivada, ni ocupa el primer plano de la cuestión. He aquí, extraída de su artículo sobre Las pulsiones y sus destinos, la frase de FreudEl objeto de la pulsión es aquel a través del cual el instinto puede alcanzar su objetivo. Es lo más variable que tiene el instinto, no es nada que esté pegado a él desde el origen, sino algo que le está subordinado a consecuencia de su apropiación para su apaciguamiento. También puede decirse—de la posibilidad de su apaciguamiento. Se trata de su satisfacción en la medida en que, de acuerdo con el principio del placer, la meta de la tendencia es llegar a su propio apaciguamiento.

La noción de que no hay armonía preestablecida entre el objeto y la tendencia, está pues articulada. El objeto se vincula con ella literalmente por lo que son sus condiciones propias. En suma, se hace lo que se puede. Esto no es una doctrina, sino una cita. Pero una cita entre otras que van en la misma dirección. La cuestión ahora es articular la concepción del objeto que esta en juego aquí y, con este fin, ver por que rodeos nos lleva Freud pare hacernos concebir su instancia eficaz.

Ya hemos conseguido poner de relieve, gracias a diversos puntos articulados en Freud de distintas formas, que la noción del objeto es siempre la de un objeto vuelto a encontrar a partir de una Findung primitiva, de tal forma que el Wiederfindung, el reencuentro, nunca es satisfactorio. Además hemos visto, por otras carácterísticas, que el objeto es, por una parte, inadecuado y, por otra, que escape incluso a su aprehensión por un concepto. Y ahora nos vemos llevados a ajustar más las nociones fundamentales, y en particular a revisar la que se encuentra en el centro de la teoría analítica actual, la noción de frustración.

¿En qué medida ha sido necesaria esta noción? ¿En que medida conviene rectificarla? Por nuestra parte, hemos de criticarla para hacerla utilizable y, por decirlo todo, coherente con lo que constituye el fondo de la doctrina analítica, es decir, eso en lo que consiste fundamentalmente el pensamiento de Freud, en el cual la noción de frustración resulta marginal, como he subrayado muchas veces.

Les he recordado lo que se presentaba en los datos de partida—la castración, la frustración y la privación. Lo fecundo es marcar las diferencias entre estos tres términos.

¿Que hay de la castración?

La castración está esencialmente vinculada con un orden simbólico instituido, que supone una larga coherencia, de la que no puede aislarse al sujeto en ningún caso. Todas nuestras reflexiones anteriores ponen de manifiesto el vínculo de la castración con el orden simbólico, pero basta con esta simple observación—en Freud, de entrada, la castración estuvo relaciónada con la posición central atribuida al complejo de Edipo como elemento de articulación esencial de toda la evolución de la sexualidad. Si he escrito en la tabla deuda simbólica, es porque el complejo de Edipo contiene ya en sí mismo, como algo fundamental, la noción de la ley, noción imposible de eliminar. El hecho de que la castración esté en el plano de la deuda simbólica queda ya sobradamente justificado, me parece, por esta observación preciada, que se sostiene en todas nuestras reflexiones anteriores. De modo que prosigo.

¿Qué objeto es el que está en juego, o es puesto en juego, en la deuda simbólica instituida por la castración? Como se lo indiqué la ultima vez, se trata de un objeto imaginario, el falo. Al menos esto es lo que afirma Freud, y de ahí  partiré hoy para tratar de llevar un poco más lejos la dialéctica de la frustración.

Ahora, la frustración. Ocupa la posición central en esta tabla, lo cual en sí mismo tampoco tiene por que producir ningún desorden ni desequilibrio en vuestra concepción. Al acentuar la noción de frustración, no nos apartamos mucho de la noción que Freud puso en el centro del conflicto analítico, que es la de deseo. Lo importante es captar que quiere decir la frustración, como se introdujo, con que está relaciónada.

La noción de frustración, cuando se pone en primer plano en la teoría analítica, es remitida a la primera edad de la vida. Está vinculada con la investigación de los traumas, fijaciones, impresiones, provenientes de experiencias preedípicas. Esto no implica que sea exterior al Edipo—de alguna forma constituye su terreno preparatorio, su base y su fundamento. Modela la experiencia del sujeto y prepara ciertas inflexiones que decidirán la vertiente hacia la que el complejo habrá de inclinarse, de forma más o menos acentuada, en una dirección que podrá ser atípica o heterotípica.

¿Que forma de relación con el objeto es la que está en juego en la frustración? Introduce, manifiestamente, la cuestión de lo real. He aquí en efecto que con la noción de frustración se introduce en el condicionamiento, en el desarrollo del sujeto, toda una cohorte de nociones que suelen traducirse en un lenguaje de metáforas cuantitativas—se habla de satisfacción, de gratificación, de cierta cantidad de beneficios adaptados, adecuados, a cada una de las etapas del desarrollo del joven sujeto, cuya saturación más o menos completa o, por el contrario, su carencia se considera un elemento esencial. Se trata de condiciones reales, que supuestamente debemos localizar en los antecedentes del sujeto a través de la experiencia analítica.

Este interés por las condiciones reales, que salta a la vista en ciertas muestras de la literatura analítica actual, está ausente en las primeras observaciones analíticas en su conjunto, o al menos está articulado de otra forma en el plano conceptual. Esta advertencia nos abrirá los ojos para que podamos ver algunas pruebas, que no faltan. Basta con ir a los textos pare ver cual ha sido el paso que se ha dado en la investigación del niño guiada por el análisis, por el sólo hecho del desplazamiento del interés en la literatura analítica. Pueden apreciarlo fácilmente, al menos quienes estén lo bastante familiarizados con las tres nociones de la tabla como para reconocerlas sin dificultad.

La frustración se considera pues como un conjunto de impresiones reales, vividas por el sujeto en un período del desarrollo en el que su relación con el objeto real se centra habitualmente en la imago del seno materno, calificada de primordial, en relación con la cual se formarán en él las que he llamado primeras vertientes y se inscribirán sus primeras fijaciones, aquellas que permitieron describir los tipos de los diferentes estadios instintuales. Así han podido articularse las relaciones del estadio oral y del estadio anal con sus subdivisiones fálica, sádica, etc.— y mostrar como están todas ellas marcadas por un elemento de ambivalencia que hace que la propia posición del sujeto participe de la posición del otro, que el sujeto sea dos, que participe siempre de una situación dual imprescindible para una asunción general de su posición. En suma, nos encontramos ante la anatomía imaginaria del desarrollo del sujeto.

Limitándonos a esto, veamos a donde nos lleva. Estamos pues ante un sujeto que se encuentra en una posición de deseo con respecto al seno como objeto real. Llegamos así al quid de la cuestión—¿qué es esta relación, la más primitiva, del sujeto con el objeto real?

Los teóricos del análisis se encontraron metidos en una discusión llena de malentendidos. Como Freud había hablado del estadio del autoerotismo, unos mantuvieron esta noción interpretando este autoerotismo como la relación primitiva entre el niño y el objeto materno primordial. Otros objetaron que era difícil relaciónar, con una noción aparentemente fundada en el hecho de que el sujeto sólo se conoce a sí mismo, ciertos datos, obtenidos en la observación directa de las relaciones del niño con la madre, que parecen contradecir que en esa ocasión no haya relaciones eficaces del sujeto con un objeto. ¿Qué puede ser más exterior al sujeto que ese objeto, el primer alimento por excelencia que responde a su necesidad más acuciante?

Hay aquí un malentendido, surgido de una confusión, que ha impedido el avance en este debate y conduce a fórmulas tan diversas que no puedo enumerarlas enseguida antes de progresar en la conceptualización. Tan sólo les recordaré esa teoría de la que ya hemos hablado, la de Alice Balint.

Esta teoría pretende conciliar la noción de autoerotismo, tal como Freud la plantea, con lo que parece imponerse en la realidad del objeto al que se enfrenta el niño en un estadio primitivo de su desarrollo. Conduce a una concepción articulada y chocante que el señor y la señora Balint llaman el Primary Love. Según ellos, se trata de la única forma de amor en la que egoísmo y don son perfectamente compatibles, porque se establece una perfecta reciprocidad entre lo que el niño exige de la madre y lo que la madre exige del niño, una perfecta complementariedad de los dos polos de la necesidad.

Esta concepción es perfectamente contraria a toda experiencia clínica. En el sujeto encontramos siempre la evocación de la marca de todas las discordancias verdaderamente fundamentales que han podido producirse. Por otra parte, la teoría de este amor supuestamente primitivo, perfecto y complementario, contiene en su propio enunciado la marca de esta discordancia. Se trata de la observación, hecha por Alice Balint en Mother’s Love and Love of the Mother, de que cuando las relaciones son naturales, es decir, entre los salvajes, el niño se mantiene siempre en contacto con la madre. Por otra parte, como se sabe, es en el país de los sueños, en el Jardín de las Hespérides, donde la madre lleva siempre a su hijo a cuestas. De hecho, la noción de un amor tan estrictamente complementario y como destinado a encontrar por sí mismo su reciprocidad constituye una evasión, tan poco compatible con una teorización correcta, que los autores acaban confesando que se trata de una posición ideal, si no ideativa.

Sólo he tomado este ejemplo pare introducirnos en lo que será el elemento motor de nuestra crítica de la noción de frustración, la teoría kleiniana. Evidentemente, la representación fundamental que nos da la teoría kleiniana no es igual que la de la teoría del Primary Love, y por eso es divertido ver por que lado atacan ellos la reconstrucción teórica que proponen.

Ha llegado a mis manos cierto boletín, el de la Asociación de los psicoanalistas de Bélgica. En el sumario, hay autores que figuran en el volumen que mencioné en mi primera conferencia, centrado en una visión optimista, sin pudor y desde luego sin la menor crítica, de la relación de objeto. En este boletín más confidencial, se abordan las cosas con más matices, como si la falta de seguridad les diera algo de vergüenza y no la dejarán traslucir sino en lugares apartados donde, seguramente, cuando se da a conocer parece incluso más meritoria

Así, en este boletín se encuentra un artículo de los señores Pasche y Renard con la reproducción de la crítica que hicieron de las posiciones kleimanas en el congreso de Ginebra. Le reprochan a Melanie Klein una teoría del desarrollo que, según ellos, lo pone todo dentro del sujeto, como si estuviera preformado. Todo el Edipo con su desarrollo posible estaría ya incluido en lo instintivo, y los distintos elementos, ya articulados potencialmente, no tendrían más que ir surgiendo. Los autores proponen compararlo con la forma en que, para algunos, en la teoría del desarrollo biológico, el roble estaría ya contenido enteramente en la bellota. A un sujeto así, nada le vendría del exterior. Al principio habría las primitivas pulsiones agresivas—en efecto, la agresividad prevalece manifiestamente en Melanie Klein, si se entiende en esta perspectiva—, luego los contragolpes de estas pulsiones agresivas, experimentadas por el sujeto como provenientes del exterior, o sea del campo materno, y, a través suyo, la progresiva construcción de la totalidad de la madre, que, nos dicen, sólo puede ser concebida como un esquema preformado, a partir del cual se instaura la supuesta posición depresiva.

Sin tomar ahora todas estas críticas una tras otra, como haría falta para apreciarlas en su justo valor, quisiera tan sólo subrayar aquí la formulación a la que conducen paradójicamente en conjunto y que constituye el corazón del artículo.

Los autores parecen aquí fascinados por la cuestión de saber cómo se inscriben en el desarrollo las aportación exteriores. Creen leer en Melanie Klein que eso está ya dado desde el principio en una constelación interna, de forma que luego no sería extraño que la noción del objeto interno ocupara el primer plano y prevaleciera. Llegan así a la conclusión que según creen se puede extraer de la aportación kleiniana— que de hecho se trata de la noción de esquema preformado hereditario, y subrayan que resulta muy difícil representárselo. Así, dicen, el niño nace con instintos heredados frente a un mundo que no percibe, sino que lo recuerda, y luego no ha de partir ni de sí mismo ni de ninguna otra cosa, no ha de ir descubriendo mediante una serie de hallazgos insólitos, sino reconociendo.

A nadie se le escapa el carácter platónico de esta fórmula y muchos de ustedes la reconocerán. Este mundo que sólo debe ser recordado se instaura en función de cierta preparación imaginaria a la que el sujeto esta predispuesto. Esto lo formulan a modo de crítica, incluso de oposición. Pero vamos a comprobar, no sólo si esta crítica pudiera ir contra todo lo que escribió Freud, sino también si los autores se hallan más cerca de lo que creen de la posición que le reprochan a Melanie Klein. Porque son ellos, sin dude, quienes indican la existencia en el sujeto, en su herencia, en estado de esquemas preformados y dispuestos a aparecer en el momento oportuno, de todos los elementos que le permitirán coaptarse a una serie de etapas, llamadas ideales precisamente porque son los recuerdos del sujeto, y muy concretamente sus recuerdos filogenéticos, los que determinarán su tipo y su norma.

¿Fué esto lo que quiso decir Melanie Klein? Resulta estrictamente impensable sostenerlo. Precisamente, si hay algo que Melanie Klein quiso plantearnos—¿no es este acaso el sentido de la crítica de estos autores?—es que la situación primera es caótica, verdaderamente anárquica. Lo carácteristico del origen es el ruido y el furor de las pulsiones, y se trata tan sólo de saber cómo puede establecerse sobre esta base una especie de orden.

Que hay en la concepción kleiniana algo mítico, es indudable. Por supuesto, estos fantasmas sólo tienen un carácter retroactivo. Es en la construcción del sujeto donde los vemos proyectarse sobre el pasado, a partir de puntos que pueden ser muy precoces. Pero ¿por qué estos puntos pueden ser tan precoces? ¿Cómo puede tomar la señora Melanie Klein a un sujeto de la edad extremadamente avanzada de dos años y medio y, cual la pitonisa en su espejo mántico, es decir adivinatorio, leer retroactivamente en su pasado nada menos que la estructura edípica? Hay alguna razón para ello.

Sin duda se produce ahí  algún espejismo, y no se trata de seguirla cuando ella nos dice que el Edipo ya esta ahí, presente en las formas del pene, aunque sean formas fragmentadas, que se desplazan por entre los hermanos y las hermanas en esa especie de campo definido por el interior del cuerpo materno. Pero el hecho de que pueda revelarse esta articulación en determinada relación con el niño y se pueda articular muy precozmente, esto sí que nos plantea sin duda un interrogante fecundo.

Esta articulación teórica, puramente hipotética, sitúa en el origen un dato que, por muy satisfactorio que sea para nuestra idea de las armonías naturales, no es conforme con lo que nos enseña la experiencia.

Todo esto, me parece, les va indicando por que ángulo podemos introducir algo nuevo en la confusión que sigue habiendo con respecto a la relación primordial madre-hijo.

2)
Es un error no partir de la frustración, que es verdaderamente el centro cuando se trata de situar las relaciones primitivas del niño. Pero además hay que tener una noción justa de esta noción central. Se gana mucho con abordarla de la siguiente forma—hay desde el origen en la frustración dos vertientes, que vemos estrechamente enlazadas de principio a fin.

Por un parte, está el objeto real. No cabe duda de que un objeto puede empezar a ejercer su influencia en las relaciones del sujeto mucho antes de que haya sido percibido como objeto. El objeto es real, la relación directa. Sólo en función de una periodicidad en la que pueden aparecer agujeros y carencias, podrá establecerse cierta forma de relación del sujeto que no requiere en absoluto admitir, ni siquiera por su parte, distinción de un yo y un no yo. Así ocurre por ejemplo en la posición autoerótica tal como la entiende Freud, en la que no hay propiamente constitución del otro, ni puede plantearse la relación de ninguna forma concebible.

Por otra parte, está el agente. En efecto, al objeto sólo le corresponde alguna instancia, sólo opera, en relación con la falta. Y en esta relación fundamental que es la relación con la falta de objeto, corresponde introducir la noción del agente, que nos permitirá aportar una fórmula esencial pare el planteamiento general del problema. En este caso, el agente es la madre.

Para mostrárselo, me bastará con recordarles lo que ya hemos estudiado en estos últimos años, o sea lo que Freud articuló sobre la posición inicial del niño en los juegos de repetición, captados de forma fulgurante en su comportamiento.

La madre es algo distinto que el objeto primitivo. No aparece propiamente desde el inicio, sino, como Freud lo subrayó, a partir de esos primeros juegos, juegos que consisten en tomar un objeto perfectamente indiferente en sí mismo y sin ninguna clase de valor biológico. Para el caso, se trata de una pelota, pero también podría ser cualquier cosa que un niño de seis meses haga saltar por encima de la baranda de su cuna para recuperarlo a continuación. Este par presencia-ausencia, articulado de forma extremadamente precoz por el niño, connota la primera constitución del agente de la frustración, que en el origen es la madre. Podemos escribir como S(M) el símbolo de la frustración.

De la madre, nos dicen que en cierta etapa del desarrollo, la de la posición depresiva, introduce un elemento nuevo de totalidad opuesto al caos de objetos despedazados que carácterizan a la etapa precedente. Pues bien, este elemento nuevo, es con más razón la presencia-ausencia.

Esta no sólo se plantea objetivamente, sino que es articulada por el sujeto. Ya lo enunciamos en nuestros estudios del año pasado—la presencia-ausencia está, para el sujeto, articulada en el registro de la llamada. La llamada al objeto materno se produce propiamente cuando se halla ausente—y cuando está presente, es rechazado, en el mismo registro que la llamada, o sea mediante una vocalización.

Por supuesto, esta escansión de la llamada está muy lejos de darnos de golpe todo el orden simbólico, pero nos da un esbozo de él. Nos permite así aislar un elemento distinto que la relación de objeto real que, a continuación, ofrecerá precisamente al sujeto la posibilidad de establecer una relación con un objeto real, con su escansión y con las marcas o las huellas que deja. Esto ofrece al sujeto la posibilidad de conectar la relación real con una relación simbólica.

Antes de mostrárselo de forma más manifiesta, quiero únicamente destacar lo que supone el sólo hecho de que en la experiencia del niño se introduzca el par de opuestos presencia-ausencia. Esto que así se introduce es lo que tiende naturalmente a adormecerse en el momento de la frustración. El niño se situa pues entre la noción de un agente, que participa ya del orden de la simbolicidad, y el par de opuestos presencia-ausencia, la connotación más-menos, que nos da el primer elemento de un orden simbólico. Sin duda este elemento no basta por sí sólo para constituirlo, porque luego hace falta una secuencia, agrupada como tal, pero en la oposición del más y el menos, presencia y ausencia, está ya virtualmente el origen, el nacimiento, la posibilidad, la condición fundamental, de un orden simbólico.

La cuestión ahora es la siguiente—¿cómo concebir el momento de viraje en que la relación primordial con el objeto real se abre a una relación más compleja? ¿Cual es el momento decisivo en el cual la relación madre-hijo se abre a elementos que introducirán lo que hemos llamado una dialéctica? Creo que podemos formularlo de forma esquematica planteando la siguiente pregunta—¿que ocurre si el agente simbólico, el término esencial de la relación del niño con el objeto real, la madre en cuanto tal, no responde? ¿Si ya no responde a la llamada del sujeto?

Demos nosotros mismos la respuesta. Cae. Si antes estaba inscrita en la estructuración simbólica que hacía de ella un objeto presente-ausente en función de la llamada, ahora se convierte en real.

¿Por qué? Hasta entonces existía en la estructuración como agente, distinto del objeto real que es el objeto de satisfacción del niño. Cuando deja de responder, cuando de alguna manera responde a su arbitrio, se convierte en real, es decir se convierte en una potencia. Esto, advirtámoslo, es el esbozo de la estructuración de toda la realidad en lo sucesivo.

Correlativamente, se produce un vuelco en la posición del objeto. Mientras se trata de una relación real, el seno—tomémoslo como ejemplo—puede considerarse tan cautivador como se quiera. Por el contrario, en cuanto la madre se convierte en una potencia y como tal en real y de ella depende manifiestamente para el niño su acceso a los objetos ¿que ocurre? Estos objetos, que hasta entonces eran pura y simplemente objetos de satisfacción, se convierten por intervención de esa potencia en objetos de don. Y he aquí que entonces, ni más ni menos como la madre hasta ahora, pueden entrar en la connotación presencia-ausencia, como dependientes de ese objeto real que de ahora en adelante es la potencia materna. En suma, los objetos en el sentido en que nosotros lo entendemos aquí, que no es metafórico, los objetos que se pueden tomar, poseer—dejo de lado la pregunta, pregunta de observación, de saber. Si la noción de not-me, de no yo, se introduce por la imagen del otro o por lo que se puede poseer—, los objetos que el niño quiere conservar junto a él, ya no son tanto objetos de satisfacción, sino la marca del valor de esa potencia que puede no responder y que es la potencia de la madre.

En otros términos, la situación ha dado un vuelco—la madre se ha convertido en real y el objeto en simbólico. El objeto vale como testimonio del don proveniente de la potencia materna. El objeto tiene desde ese momento dos órdenes de propiedades de satisfacción, es por dos veces objeto posible de satisfacción—como antes, satisface una necesidad, pero también simboliza una potencia favorable.

Es muy importante recordarlo, si tenemos en cuenta que una de las nociones más incómodas de la teoría desde que se convirtió, según cierta fórmula, en psicoanálisis genético, es la noción de omnipotencia del pensamiento, la omnipotencia. Es fácil atribuírsela a todo lo que queda lejos de nosotros. Pero ¿es concebible que el niño tenga la noción de la omnipotencia? Tal vez sí en lo esencial , pero eso no quiere decir que la omnipotencia en cuestión sea precisamente la de él. Sería absurdo. Esta concepción conduce a callejones sin salida. Esa omnipotencia es la de la madre.

En este momento, que les estoy describiendo, de realización de la madre, es ella la que es omnipotente, no el niño. Es un momento decisivo, en el cual la madre pasa a la realidad a partir de una simbolización del todo arcaica. En este momento, la madre puede dar cualquier cosa. Es erróneo, completamente impensable, que el niño tenga la noción de que él es omnipotente. En su desarrollo nada nos lo indica, pero además, casi todo lo que nos interesa en este desarrollo y los accidentes de que está salpicado, nos enseñan que esta supuesta omnipotencia y los fracasos con los cuales supuestamente se enfrenta no cuentan para nada en este asunto. Lo que cuenta, como van a ver, son las carencias, las decepciones, que afectan a la omnipotencia materna.

Esta investigación puede parecerles algo teórica. Al menos ha tenido la ventaja de introducir distinciones esenciales y abrir vías que no son las que habitualmente se toman. Ahora verán a dónde nos conducen inmediatamente.

Así, el niño se encuentra en presencia de algo que ha realizado como potencia. Lo que hasta entonces se situaba en el plano de la primera connotación presencia-ausencia, pasa de pronto a un registro distinto y se convierte en algo que puede negarse y detenta todo aquello de lo que el sujeto puede tener necesidad. Y aunque no lo necesite, desde el momento en que eso depende de aquella potencia, se convierte en simbólico.

Ahora planteemos la cuestión desde un punto de partida muy distinto. Freud nos dice que en el mundo de los objetos hay uno con una función paradójicamente decisiva, el falo. Este objeto se define como imaginario, de ningún modo puede confundirse con el pene en su realidad, es propiamente su forma, su imagen erecta. Este falo tiene un papel tan decisivo, que tanto su nostalgia como su presencia, o su instancia en lo imaginario, resultan al parecer más importantes todavía para los miembros de la humanidad a quienes les falta su correlato real, o sea las mujeres, que para quienes pueden consolarse con tener de él alguna realidad, pero aún así toda su vida sexual esta subordinada al hecho de que imaginariamente asuman cabalmente su uso y, a fin de cuentas, lo asuman como lícito, como permitido—es decir los hombres.

Esto constituye para nosotros un hecho. Consideremos sobre esta base a nuestra madre y nuestro niño, que, según Michael y Alice Balint, forman una sola totalidad de necesidades, tal como los esposos Mortimer de Jean Cocteau tienen un sólo corazón. De todas formas, los mantendré en la pizarra como dos círculos exteriores.

Por su parte, Freud nos dice que entre las faltas de objeto esenciales de la mujer esta incluido el falo, y que esto esta íntimamente vinculado a su relación con el niño. Por una simple razón—si la mujer encuentra en el niño una satisfacción, es precisamente en la medida en que halla en él algo que calma, algo que satura, más o menos bien, su necesidad de falo. Si no tenemos esto en cuenta, no sólo desconocemos la enseñanza de Freud, sino también fenómenos que constantemente se manifiestan en la experiencia.

Tenemos pues a la madre y al niño en determinada relación dialéctica. El niño espera algo de la madre, también él recibe algo de ella. No podemos omitir este hecho. Digamos, de forma aproximada, a la manera de los Balint, que el niño puede creer que es amado por él mismo.

La cuestión entonces es la siguiente—¿que ocurre, si la imagen del falo para la madre no se reduce por completo a la imagen del niño, si hay diplopia, división del objeto deseado supuestamente primordial? Lejos de ser armónica, la relación de la madre con el niño es doble, con, por una parte, una necesidad de cierta saturación imaginaria y, por otra parte, lo que pueden ser en efecto las relaciones reales y eficientes con el niño, en un nivel primordial, instintivo, que en definitiva resulta ser mítico. Para la madre, siempre hay algo que permanece irreductible en todo esto. A fin de cuentas, si seguimos a Freud, diremos que el niño como real simboliza la imagen. Más precisamente—el niño como real ocupa para la madre la función simbólica de su necesidad imaginaria—están los tres términos.

Aquí podrán introducirse todas las variedades. Todo tipo de situaciones ya estructuradas existen entre el niño y la madre. En cuanto la madre se introduce en lo real como potencia, se le abre al niño la posibilidad de un objeto que, como objeto de don, es propiamente intermedio. La cuestión es saber en qué momento y cómo puede ser introducido el niño directamente en la estructura simbólico-imaginario-real, tal como se produce para la madre. Dicho de otra manera, ¿en qué momento puede entrar el niño—para asumirla de una forma, como veremos, más o menos simbolizada—en la situación imaginaria, real, de la relación con aquello que es para la madre el falo? ¿En qué momento puede el niño, en cierta medida, sentirse él mismo desposeído de algo que exige de su madre, al darse cuenta de que lo amado no es él sino cierta imagen?

Aquí hay algo que va más lejos. Esta imagen fálica, el niño la capta en él, y ahí  interviene lo que es propiamente la relación narcisista. Cuando el niño capta la diferencia de los sexos, ¿en qué medida se articulará esta experiencia con lo que está a su alcance en la presencia de la madre y en su acción? ¿Como se inscribe entonces el reconocimiento de este tercer término imaginario que es el falo para la madre? Más aún, la noción de que a la madre le falta ese falo, que ella misma es deseante, no sólo de algo distinto de él, sino simplemente deseante, es decir, que algo hace mella en su potencia, será para el sujeto lo más decisivo.

El otro día les anuncié la observación de una fobia en una niña y enseguida voy a indicarles en que consiste su interés.

Como esto sucede durante la guerra y quien lleva a cabo la observación es una alumna de Anna Freud, hay toda clase de condiciones favorables. La niña es observada minuciosamente y por una buena observadora, que no comprende nada, porque la teoría de la señorita Anna Freud es falsa. En consecuencia, no sale de su asombro ante los hechos, de ahí  la precisión de la observación—lo apunta todo día a día—y su fecundidad.

La niñita —tiene dos años y cinco meses—se ha dado cuenta de que los niños tienen un hacepipí como diría Juanito, y se pone a actuar en posición de rivalidad. Hace cualquier cosa con tal de hacer como los niños. Esta niña se encuentra separada de su madre, no sólo por la guerra, sino porque la madre perdió a su marido al empezar la guerra. Cuando va a ver a su hija—la presencia-ausencia es regular—se entrega cada vez a pequeños juegos de aproximación—va de puntillas, destila su llegada. En suma, se ve su función de madre simbólica.  Así que todo va muy bien, la niña tiene objetos reales que quiere cuando la madre no está y, cuando sí está, la madre desempeña su papel de madre simbólica. Así, cuando la niñita descubre que los niños tienen un hacepipi, quiere imitarles y también manipulárselo. Esto da lugar a un drama, pero sin consecuencias.

Si nos plantean esta observación, es a título de una fobia, y en efecto, una buena noche la niña se despierta presa del terror. Hay un perro que quiere morderla. Como no quiere quedarse en su cama, hay que ponerla en otra cama, y la fobia evoluciona durante algún tiempo.

La fobia, ¿aparece tras el descubrimiento de la ausencia del pene? ¿Por que planteamos esta pregunta? Porque este perro es manifiestamente un perro que muerde y que muerde en el sexo. Esto lo sabremos si analizamos a la niña, es decir si seguimos y entendemos lo que cuenta. La primera frase verdaderamente larga y articulada que pronuncia —hay algún retraso en su evolución—es para decir que el perro le muerde en una pierna al niño malo, y esto en pleno acting de su fobia.

Ven ustedes igualmente la relación que hay entre la simbolización y el objeto de la fobia. ¿por qué el perro?—luego hablaremos de eso. Pero lo que quiero mostrarles es que el objeto de la fobia aparece como agente que retira algo cuya ausencia había sido más o menos admitida en un principio.

¿Vamos acaso a hacer un cortocircuito diciendo que en la fobia se trata simplemente de un paso al registro de la ley?—es decir, de la intervención de un elemento que, como les decía hace un rato, posee una potencia, para justificar la ausencia de lo que está ausente, por el hecho de haber sido mordido, quitado.

El esquema que he tratado de articular hoy va sin duda en esta dirección. Es un salto que se da constantemente. El señor Jones nos lo dice de forma muy clara—después de todo, el superyó tal vez no sea para el niño más que una excuse imaginaria, mientras que las angustias son, ellas si, primordiales, primitivas. En otros términos, la cultura, con todas las prohibicion que supone, es algo caduco, y en ella viene a cobijarse y a hallar su descanso lo fundamental, es decir, las angustias en su estado todavía no constituido. En esta concepción hay algo cierto—este es el mecanismo de la fobia. Pero el mecanismo de la fobia es el mecanismo de la fobia, y extenderlo como lo hace el señor Pasche al final del artículo que mencioné, para llegar a decir que en el fondo explica el instinto de muerte, por ejemplo, o que las imagenes del sueño son sólo cierta forma que tiene el sujeto de vestir sus angustias, como quien dice personalizarlas, todo ello es volver a la misma idea, o sea al desconocimiento del orden simbólico, que sería tan sólo una especie de revestimiento y un pretexto que recubre algo más fundamental. ¿Será esto lo que yo quiero decirles cuando traigo aquí esta observación de una fobia?. No.

El interés de la observación está en la indicación precisa de las ausencias de la madre durante el mes que precede a la eclosión de la fobia. Sin duda, el tiempo que tarda la fobia en manifestarse es mucho más largo, pasan cuatro meses entre el descubrimiento por parte de la niña de su afalicismo y la eclosión de la fobia, pero en ese intervalo ha tenido que pasar algo. En primer lugar, la madre había dejado de acudir porque estuvo enferma y hubo que operarla. La madre no es ya la madre simbólica, ha faltado, pero no ocurre nada. Vuelve a venir, vuelve a jugar con su hija y todavía no pasa nada. Vuelve entonces apoyándose en un bastón, débil, ya no tiene ni la misma presencia ni la misma alegría, ni las mismas relaciones semanales de aproximación y alejamiento que hacen de ella un punto de amarre suficiente para la niña. Y es en este momento, por lo tanto en el tercer tiempo, muy distante, cuando surge la fobia.

Descubrimos así gracias a la observación que no ha bastado con el afalicismo, sino que se requería aún esta segunda ruptura en el ritmo alternado de las idas y venidas de la madre. La madre aparece primero como alguien que podría faltar, y su falta se inscribe en la reacción y en el comportamiento de la niña—la niña esta muy triste, hay que animarla, pero de todos modos no hay fobia. Luego la niña vuelve a ver a su madre bajo esa forma débil, con un bastón, enferma, cansada—al día siguiente surge el sueño del perro y la fobia se instala. No hay nada más significativo y paradójico en la observación, salvo otro punto que les comentaré.

Volveremos a hablar de esta fobia, de como la abordaron los terapeutas, de lo que creyeron entender. Sólo quiero indicarles la pregunta que se plantea si se consideran los antecedentes de la fobia. ¿Cuando se hace necesaria la fobia? En cuanto a la madre le falta el falo. ¿Que es lo que determina la fobia por lo tanto? ¿Que es lo que se equilibra con ella? ¿Por qué es suficiente? Abordaremos esto la próxima vez.

Hay otro punto no menos sorprendente. Tras la fobia, se acaba también la Blitz, la madre recupera a su hija y vuelve a casarse. La niña se encuentra con un nuevo padre y un nuevo hermano, el hijo del padrastro. Este hermano que ha adquirido de golpe y es mayor que ella, con una diferencia aproximada de cinco años, se dedica con ella a toda clase de juegos a la vez de adoración y violentos. Le pide que se desnude y se entrega manifiestamente a una actividad enteramente vinculada con el interés que le despierta por ser apeniana. Y la psicoterapeuta se sorprende—debía ser una buena ocasión para una recaída de su fobia.

En efecto, la teoría ambiental en la que se funda toda la terapéutica de Anna Freud indica que las discordancias se establecen en la medida de la mayor o menor información que el yo tiene de la realidad. La presencia del hombre-hermano, personaje no sólo fálico sino además portador del pene, que le hace tener presente su propia falta, ¿no debería constituir una ocasión para la recaída de la pequeña? Por el contrario, no hay el menor indicio de trastorno mental, nunca había estado tan bien.

Por otra parte, nos dicen por qué—es que ella es la preferida de su madre frente a ese chico. De todas formas, el padre está lo bastante presente como para introducir precisamente un nuevo elemento, del cual todavía no hemos hablado, pero que está vinculado de forma esencial con la función de la fobia, a saber un elemento simbólico, situado más allá de las relaciones con la madre, más allá de lo que pueda ser su potencia o su impotencia, y que desprende la propia noción de potencia de su implicación en la madre. En suma, sustituye a lo que entendemos que debía saturar la fobia, o sea el miedo al animal propiamente castrador, el cual se había mostrado como el elemento de articulación esencial, necesario, y había permitido a la niña atravesar la grave crisis en la que entró frente a la impotencia materna. La niña tiene ahora saturada su necesidad por la presencia materna, por la presencia del padre y, además, por su relación con el hermano.

Pero la terapeuta, ¿lo ve tan claro? Esta relación que convierte ya a la niña en la girl del hermano, esta preñada de toda clase de posibilidades patológicas. Podemos ver que, desde otro punto de vista, en ese momento toda ella se ha convertido en algo que vale más que el hermano. Seguramente se convertirá en esa girl-phallus de la que tanto se habla. Se trata de saber en que medida evitará quedar implicada en esta función imaginaria. Pero en lo inmediato, no tiene que colmar ninguna necesidad esencial mediante la articulación del fantasma fálico, porque el padre esta ahí  y con él basta. Basta para mantener entre los tres términos de la relación madre-niño-falo un margen suficiente, y así el sujeto no tiene que mantenerlo poniendo algo suyo, poniendo algo de su parte.

¿Cómo se mantiene esta distancia, por qué vía, con qué identificación, mediante qué artificio? Esto es lo que empezaremos a abordar la próxima vez comentando de nuevo esta observación. Y al mismo tiempo nos introduciremos así en lo más carácterístico de la relación de objeto preedípica, o sea el nacimiento del objeto como fetiche.