Blanchot y la filosofía: Kafka o la ambigüedad

La pasión de la pregunta. Blanchot y la filosofía

Sergio Espinosa Proa
Maestría en Filosofía e Historia de las Ideas
Universidad Autónoma de Zacatecas

Kafka o la ambigüedad
Estas indicaciones preliminares resultarán, sin duda, demasiado sumarias. Tendrán que ser observadas pacientemente en el juego que Blanchot les provee. En su meditación sobre Kafka, por ejemplo, el crítico descubre esa ambigüedad del lenguaje que desemboca indefectiblemente en una de las obras más inquietantes, sombrías y complejas que alguna vez se haya producido. “Toda la obra de Kafka está en pos de una afirmación que quisiera conquistar mediante la negación, afirmación que, desde que se perfila, se sustrae, parece mentira y así se excluye de la afirmación, haciendo de nuevo posible la afirmación” (26).
Kafka se percató muy tempranamente del vínculo que enlaza a la escritura con la muerte. “Sólo se puede escribir”, dice Blanchot a propósito de un pasaje del Diario de Kafka, “si se permanece dueño de sí mismo ante la muerte, si con ella se han establecido relaciones de soberanía” (27). Es por ello que, en el mundo de Kafka, la muerte de Dios no quita a éste nada de su poder: al contrario, la trascendencia muerta es invencible. En sus relatos, la muerte de Dios no representa liberación alguna, sino la imposibilidad misma de la muerte.
Remite a la asfixiante supervivencia: “No existe el fin, no hay posibilidad de terminar con el día, con el sentido de las cosas, con la esperanza; es la verdad de la que el hombre de Occidente ha hecho un símbolo de felicidad, que ha tratado de hacer soportable desprendiendo de ella la vertiente feliz, la de la inmortalidad, la de una supervivencia que compensaría a la vida. Pero esa supervivencia es nuestra propia vida” (28). El espanto, la esperanza y el consuelo forman, en Kafka, un solo bloque.
La lección es nítida: el horror no consiste en carecer de esperanza, sino en no alcanzar a despojarse suficientemente de ella.
La exigencia del escritor tiene que ver, por otra parte, con la cuestión de las fronteras. La soledad y el lenguaje se encuentran, abismándose una en el otro, en la violencia de la obra; como resultado, la escritura tiene el valor de un extremo, de un verdadero límite de lo experimentable. El arte es la proximidad máxima de lo humano a eso que sería el vacío de lo inhumano. Exposición al relámpago, la literatura no puede quedarse con la luz sino solamente con su reflejo en un rostro que, aterrado, retrocede. Extraña luz que se hurta a la visión. “El lenguaje es real”, señala crípticamente Blanchot, “porque puede proyectarse hacia un no lenguaje que es y no realiza” (29). Kafka se sabe real solamente en la irrealidad literaria: pero nunca se encuentra.
El lenguaje es, por ello, infinita —interminable— impugnación e inquietud. No hay en él ninguna “buena voluntad”. El lenguaje no interrumpe la violencia — es uno de sus modos más potentes. “La crueldad del lenguaje proviene de evocar incesantemente su muerte sin lograr morir nunca” (30). Es la desesperación de lo incesante. Violencia que tampoco coincide con la mera destrucción. Si hay un compromiso de la literatura, es el desprenderse; su respuesta es, a tal respecto, la irresponsabilidad. No hay un “antes” de la literatura que se corresponda con el mundo de los valores. El antes es un sordo e incesante rumor, un afuera que pone en entredicho existencias y principios. La violencia de la literatura consiste en la exigencia de condenar el bien. La escritura consiste en la exigencia de escribir sabiendo que ello es imposible, pues escribir es nombrar el silencio, escribir impidiéndose escribir.
Afirmar la imposibilidad de afirmar.
La literatura —el arte, la poesía— es por ello un templo edificado sirviéndose de piedras grabadas
con inscripciones sacrílegas: “El arte es así el lugar de la inquietud y de la complacencia”, resume Blanchot, “el de la insatisfacción y la seguridad. Tiene un nombre: destrucción de sí mismo, disgregación infinita, y también otro: dicha y eternidad” (31). No hay escritura sin transgresión. No hay arte dentro de la ley. El arte, enseña Kafka, nos salva de todo lo que (moralmente, laboralmente) nos ofrece la salvación. Pero si nos salva es por su profunda nulidad: “Una defensa de la nada”, escribe Kafka en su diario, “una garantía de la nada, un hálito de alegría prestado a la nada” (32). Una salvación que se reduce a la conciencia de la desdicha y nunca a su compensación. La literatura, ese error esencial sin el cual no es posible vivir — porque tampoco sería posible morir.
La experiencia estética no expresa las angustias o las fantasías de una subjetividad que existiría antes y con independencia de dicha expresión. La escritura de Kafka muestra hasta dónde el arte se vincula no con “otro mundo”, sino con el afuera del mundo, la profundidad “de ese exterior sin intimidad y sin reposo” con el cual ni siquiera existe la posibilidad de relación (33). El arte no nos cura de ello — sólo nos hace inocultable el desamparo. Un extraño nexo se trenza entonces entre el arte y la religión; “el arte no es religión”, observa Blanchot, “ni siquiera conduce a la religión, pero, en el tiempo del desamparo que es el nuestro, este tiempo en el que faltan los dioses, tiempo de la ausencia y del exilio, el arte se justifica, por ser la intimidad de ese desamparo, por ser esfuerzo para poner de manifiesto, mediante la imagen, el error de lo imaginario y, en última instancia, la verdad inaprehensible, olvidada, que se esconde detrás de ese error” (34).
¿Hay alternativa para el artista, para el cuerpo errante de quien escribe? Kafka sabía que, en cuanto hombre entre los hombres, sólo hay una opción: o bien la Tierra Prometida o bien el exilio. Blanchot sabe que, en cuanto escritor, ni siquiera hay un mundo: pues para éste “sólo existe el exterior, el susurro del exterior eterno” (35). El arte no “salva” sino porque es ese descensus que impide la completa iluminación: “Cuanto más se afirma el mundo como el porvenir”, nos advierte en El espacio literario, “y la plena luz de la verdad en que todo tendrá valor, en que todo tendrá sentido, en que todo se realizará bajo el dominio del hombre y para su uso, más parece que el arte debe descender hacia ese punto en que todavía nada tiene sentido, más importa que mantenga el movimiento, la inseguridad y la desgracia de lo que escapa a toda captación y a todo fin” (36). Siempre será la luz aquello que —en principio— impida mirar.

Continúa en ¨La otra muerte¨

Notas:
26- M. Blanchot, “La lectura de Kafka”, en De Kafka a Kafka, o. c., p. 89
27- M. Blanchot, “La muerte contenta”, en Ibíd., p. 173
28- “La lectura de Kafka”, loc. cit.., p. 90
29- M. Blanchot, “Kafka y la literatura”, en loc. cit.., p. 110
30- Ibíd., p. 115
31- Ibíd., p. 121
32- M. Blanchot, “Kafka y la exigencia de obra”, loc. cit., p. 151
33- Ibíd., p. 155
34- Ibíd., p. 170

35- Ibíd., p. 171
36- M. Blanchot, L’espace littéraire, Gallimard, 1955, p. 260