Diccionario de psicología, letra P, Palabra

Palabra
Hablar supone la elevación de la voz ante el cuerpo de un Otro en un espacio suficientemente
restringido como para que él nos oiga y (esto es lo preferible) pueda respondernos. En
consecuencia, la palabra implica un agujero de silencio en el cual cada locutor espera en vano el
vocablo justo que correspondería a su deseo. A tal título, la palabra subtiende el deseo y la
castración, puesto que se necesita un otro cuerpo para asegurar el corte del que el sujeto se
desprende y se vuelve a tomar. En el campo específico de la palabra, tiempo, trabajo y
traducción constituyen el modo de producción del acto analítico que se basa en las leyes del
lenguaje como estructuras fundamentales, y en el discurso como proceso contemporáneo de la
sesión.
La palabra, con su doble posibilidad de narrar (recordar) y enunciar (producir efectos de
sentido), marcará para Freud el descubrimiento del psicoanálisis, en cuanto la posición del
analista que escucha consistiría en hacer advenir un saber no sabido del sujeto: Emmy von N., el
12 de mayo de 1889, en Estudios sobre la histeria (1895), abre como sigue la vía de la función
de la palabra en psicoanálisis: « … ella me dijo entonces, con tono muy brusco, que no era
necesario que le preguntara siempre de dónde provenía esto o aquello, sino que la dejara contar
lo que ella tenía que decir». Sólo en la palabra se hace posible advenir como sujeto, y este
advenimiento asegura la ética del psicoanálisis. Si los seres utilizaran constantemente el término
justo, no habría palabra, sólo habría lengua, impresa en los diccionarios, en depósito.
De hecho, hablar supone un detrás de palabras disponibles y comunes a los seres hablantes (la
lengua), en el que la palabra reposa y se funda. Ahora bien, esta lengua es la que
necesariamente hemos oído; proviene del Otro, y a cada sujeto le corresponde tomar en ella
apoyo y lugar, a fin de conjugar su propio ser y su propio cuerpo. Hablar constituye un acto
singular en un tiempo dado, en el que la palabra se despliega hasta detenerse; ella supone la
captación del Otro, y espera encontrar en él un retorno que completaría su falta en ser. En el
manejo del lenguaje se desarrolla el acto analítico del que surge un sujeto cuyo «inconsciente
está estructurado como un lenguaje»; el término «como» indica «una estructura por la cual hay
efecto de lenguajes, lenguajes varios, que abren al uso del uno entre otros que da a mi como su
alcance muy preciso, el del como un lenguaje, tal que, por él, se distingue del inconsciente el
sentido común. Los lenguajes caen bajo el golpe del no todo, puesto que la estructura no tiene
otro sentido» (Lacan, «l’Étourdit», en Scilicet, nº 4).
Si el discurso presupone al analista como presencia, la palabra, por su lado, presupone como
presencia su escucha. Se aguarda la interpretación: la enunciación ofrece un decir abierto al
campo de la verdad (de estructura); la palabra se distingue así del lenguaje, pues cubre el
campo de la verdad singular, mientras que el lenguaje cubrirá el de la ley (Lacan, «Observación
sobre el informe de Daniel Lagache», en Escritos). La posición particular de la palabra consistirá
en producir un efecto de sentido; esta función de producción articula en consecuencia la
palabra con el deseo, que es «el único sentido», puesto que, dice Lacan, «el lenguaje está en el
lugar del sentido, el bi-dubout del sentido, es el sentido sin sentido, a saber, el sentido sexual»
(Les non-dupes errent, 1973-1974, sesión del 20 de noviembre de 1973, inédito). La palabra
traduce la imposibilidad del goce planteada por el Nombre-del-Padre como metáfora, y sostenida
por la identificación a la imagen y al rasgo unario; la constitución del yo, el yo ideal, el ideal del
yo, como forma con respecto a lo que está ya en el otro, planteará al deseo como deseo del otro
en el plano imaginario, y como deseo del Otro en el plano simbólico. En otras palabras, por
mediación, el hombrecito anticipa en un primer movimiento su propia imagen, para reproyectarse
en un segundo movimiento sobre un objeto exterior, investido por ello libidinalmente y constituido
como objeto del deseo, que nunca ningún significante podrá designar.
La función de la palabra se sitúa en el trabajo singular sobre la estructura construida entre esos
dos polos, el otro imaginario y la constitución del objeto del deseo; desde un significante de la
falta (el rasgo unario) tiende al objeto supuesto completarla (el objeto del deseo). Todo el trabajo
de la palabra consistirá en acosar a ese imposible objeto del deseo -ese objeto imposible que
articula la pulsión con el goce- por medio de todo tipo de lenguas, entre ellas la del sueño, la del
fantasma… Al mismo tiempo, la palabra separa al sujeto del Otro, y una de las consecuencias de
esto puede ser el síntoma, pero también la sublimación. En efecto, si este goce fuera realizable,
el sujeto se confundiría con el otro: no habría allí nada en absoluto. En este sentido hay que
entender que la palabra es un acto y también una producción de deseo, pues articula al sujeto
con su estructura, que sostiene a la vez las leyes del lenguaje y del saber de la lengua del
inconsciente. La técnica analítica posibilita que el Es freudiano esté a la altura del sujeto, es decir
que en el análisis se trata de reintegrar el saber «en el movimiento de dirigirse al espejo vacío del
analista»: en el interior de cuatro lugares abiertos en el discurso (el que habla, el que recibe la
palabra, el efecto producido, la verdad como tal), la palabra producirá el objeto a causa del
deseo. La palabra es entonces a la vez eje del síntoma y de su remoción, eje del analizante y el
analista, eje del cuerpo y el pensamiento, de la vida y de la pulsión de muerte. Puesto que la
determinación de la ley simbólica señala que «los asuntos del inconsciente se limitan al deseo
sexual» (Lacan, «Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis», en Escritos),
«el analista conducirá al sujeto a captarse como objeto». A través de la transferencia,
«reintegración imaginaria de su historia», se tratará de «desprender la palabra del lenguaje»,
pues «la función del lenguaje no es informar, sino evocar. Lo que busco en la palabra es la
respuesta del otro. Lo que me constituye como sujeto, es mi pregunta. Para hacerme conocer
por el otro, no profiero nada que no sea en vista de lo que será. Para encontrarlo, lo llamo con un
nombre que él tiene que asumir o rechazar para responderme. Me identifico en el lenguaje, pero
sólo para perderme allí como objeto. Lo que se realiza en mi historia no es el pretérito definido de
lo que fue, puesto que ya no es, ni tampoco el perfecto de lo que ha sido en lo que soy, sino el
futuro anterior de lo que yo habré sido para eso que soy, en curso de devenir». En
consecuencia, la palabra compromete al sujeto, «es ella la que instaura la mentira en la realidad.
Y es precisamente porque introduce lo que no es que puede introducir lo que es. Antes de la
palabra, nada es ni no es. Todo está ya allí sin duda, pero sólo por la palabra hay cosas que son
y cosas que no. Es con la dimensión de la palabra como se ahueca la verdad en lo real. Sin la
palabra, no hay verdadero ni falso. Con ella se introduce la verdad, y la mentira también, incluso
otros registros» (Lacan, Los escritos técnicos de Freud, Seminario 1953-1954). De modo que,
paradojalmente, la palabra verdadera se opone así al discurso verdadero: sus verdades se
distinguen por el hecho de que la primera constituye el reconocimiento por los sujetos de sus
seres en cuanto están allí interesados [interessés], mientras que la segunda está constituida por
el conocimiento de lo real, en tanto que es apuntado por el sujeto en los objetos» (Lacan,
«Variantes de la cura tipo» en Escritos). En otros términos, la palabra tiende a realizar «el
acuerdo sobre el objeto»: la palabra verdadera hace acto para el sujeto. Concierne al ser en
tanto que ser, es también ser un cuerpo sexuado, y sólo el significante puede articular lenguaje
y cuerpo. El significante fálico ocupa ese lugar de la falta de simbolización de la relación sexual;
a la imposibilidad de una relación que cesaría de escribirse viene a suplirla la palabra como
imposibilidad de un lenguaje de cuerpo: «En la medida en que la confesión del ser no llega a su
término, la palabra se apoya totalmente en la vertiente donde ella se engancha al otro… Se
engancha al otro porque lo que es empujado hacia la palabra no ha accedido a ella. La llegada
detenida de la palabra, por cuanto algo quizá la haga fundamentalmente imposible, allí está el
punto pivote donde, en el análisis, la palabra bascula totalmente sobre su primer rostro y se
reduce a su función de relación con el otro. Si la palabra funciona entonces como mediación, lo
hace por no estar acabada como revelación» (Lacan, Los escritos técnicos de Freud).
Lo simbólico está entonces entero en la palabra como efecto de un sujeto. Freud habrá
planteado que ella liga [lie] y lee [lit] otros textos; si la enunciación marca el pasaje de lo real
como imposible a lo simbólico, al elaborar un no-posible [pas-possible] como acto del sujeto,
perfila que la palabra [moti apunta a una meta porque yerra. No hay sentido originario, y aún
menos, ontológico. La formulación de la pregunta es otra; en lugar de formularse como «¿qué
quiere decir eso?», se formula como «¿qué se quiere decir al decir eso?». El lenguaje toma su
sentido del Otro; el sujeto «ha hecho letra a sus expensas». Hablar tiene por sentido que algo del
lenguaje venga como retorno del defecto de simbolización instaurado por las leyes mismas que
lo hacen funcionar, y es sólo a tal título que el sujeto es llevado a veces a reapropiarse de su
propio verbo.