Diccionario de Psicología, letra A, Autismo infantil

Diccionario de Psicología, letra A Autismo infantil

El autismo en el terreno psiquiátrico.

En la década de 1940, en los Estados Unidos, un psiquiatra de origen austríaco llamado Leo Kanner creó una nueva entidad nosográfica aplicable a ciertos niños que se distinguían por «su extremo repliegue desde el inicio de la vida». Esa entidad nosográfica era el autismo infantil precoz, conocido también como «autismo de Kanner». Pero antes de que se operara esta anexión, el término autismo ya tenía anclaje en la historia de la psiquiatría europea. Estaba sobre todo ligado a la sintomatología extremadamente amplia que Bleuler había establecido desde 1911 a fin de unificar, a través de la esquizofrenia, el campo de las psicosis, hasta entonces compartimentado en nosografías rígidas y estancas. El autismo explicaba los efectos de ese otro concepto igualmente laxo de «disociación psíquica» (el espíritu fragmentado de la esquizofrenia), que se traducían por la preeminencia de lo emocional sobre la percepción de la realidad. En el periplo esquizofrénico, el autismo así definido por Bleuler representaría el fin del recorrido, al mismo tiempo que su conclusión lógica: «Los esquizofrénicos más gravemente afectados, los que ya no tienen contacto con el mundo exterior, viven en un mundo propio, se han encerrado con sus deseos y sus anhelos (que consideran realizados) o sólo se preocupan de los avatares de sus ideas de persecución; sus contactos con el mundo exterior están cortados al máximo. A la evasión de la realidad acompañada por el predominio absoluto o relativo de la vida interior, nosotros la llamamos autismo.» Ahora bien, al insistir en la especificidad del autismo infantil precoz, la preocupación de Kanner era hacer de él un síndrome clínico por derecho propio, al que tanto su modo de aparición como las perspectivas de su evolución distinguían radicalmente de la esquizofrenia. En 1943, en su artículo princeps titula o «autistic disturbances of affective contact», Kanner precisaba: «No hay aquí, como en la esquizofrenia adulta o infantil, un comienzo a partir de una relación inicial presente; no es un repliegue de la participación anterior en la existencia. Desde el principio hay una extrema soledad autística que, siempre que resulta posible, desdeña, ignora, excluye todo lo que viene del exterior». En virtud de una inversión total de la perspectiva, el autismo, hasta entonces efecto secundario, se encontraba promovido al rango de causa primitiva, y era lo que obstaculizaba el ingreso del niño autista en la realidad humana. Pero, ¿cómo abordar eso, esa cosa a la vez enigma de la génesis del símbolo y del sujeto humano? Pregunta de algún modo camaleónica, que toma el color del terreno donde se posa. Así, al llamar autistas a esos niños rebeldes a todas las formas habituales de comunicación (niños a los que se llamaba salvajes y que, según ciertos mitos, tenían una filiación animal), Kanner los reintegraba en el orden humano, por el sesgo del discurso psiquiátrico tradicional, donde se trata principalmente de descripciones y referencias clínicas, tan precisas y objetivas como sea posible. En el interior de ese campo escópico se organizaba entonces el marco de una observación ideal, pues el objeto no ofrecía resistencia, todas sus funciones subjetivas estaban aniquiladas. Pero, ¿revelaba su enigma? Confrontado al daño más severo del ejercicio de la palabra, y al mismo tiempo interrogado sobre la causa primitiva del ser hablante, Kanner, desde su lugar de psiquiatra, debía recurrir a la noción de norma, es decir, de una regla que funcionaría como modelo e implicaría la regulación espontánea de las relaciones interpersonales. «Lo excepcional, lo patognomónico, el desorden fundamental -afirmaba en su primer artículo- es la incapacidad de los niños para establecer relaciones normales con las personas y reaccionar normalmente a las situaciones desde el principio mismo de la vida.» Si bien el recurso a la normalidad va de suyo y permite calificar de fundamental el desorden que se advierte de este lado del umbral que esa normalidad supone, no puede en cambio sino ocultar interrogantes constitutivos de la realidad humana, tales como qué es hablar, qué es un cuerpo, qué son un padre y una madre. Procediendo por medio de una cuadrícula nosográfica que hacía del autismo infantil precoz un síndrome rigurosamente calcado sobre el modelo médico, Kanner agrupó un conjunto de síntomas cuyo carácter innato era el rasgo patognomónico. Su artículo princeps concluía de este modo: «Podemos suponer que estos niños han venido al mundo con una incapacidad innata para constituir biológicamente el contacto afectivo habitual con la gente, así como otros niños vienen al mundo con discapacidades físicas o intelectuales innatas». Tal suposición presentaba de entrada una evidente ambigüedad, puesto que el acento en el aspecto relacional y afectivo parecía validar un enfoque de tipo psicoanalítico, mientras que la hipótesis de una causalidad biológica debía encontrar su punto de apoyo en una etiología organicista que aún falta demostrar, y continúa alimentando las más vivas polémicas acerca del cuidado y del tratamiento de los niños autistas. El propio Kanner, entre 1943 y 1972, sin modificar sensiblemente las bases clínicas que servían de cimiento a su síndrome, habría de oscilar entre diferentes orientaciones. Atraído en algún momento por una perspectiva psicoanalítica centrada en la relación madre-hijo (con referencia a los trabajos de Margaret Mahler), a continuación se inclinó hacia una explicación funcional y conductista cuyo modelo se basaba en los reflejos condicionados. Después sus tesis se fueron haciendo cada vez más afirmativas en cuanto a la causalidad orgánica del autismo infantil precoz, y tomó posición de modo violento contra las conclusiones de Bruno Bettelheim. Cerrado desde entonces a toda investigación psicoanalítica, Kanner confió a los biólogos del futuro la tarea de fodar la explicación final de su descubrimiento.

Lo que está en juego en la etiología.

El hecho de que el sello del organicismo haya estado desde el principio en aposición a la sintomatología del autismo infantil precoz no podía sino influir en su enfoque, cargándolo con el inevitable debate en torno de lo innato y lo adquirido, que se basa, como toda disputa, en un malentendido recíproco. Pero esta especie de pizarra mágica que es el autismo (por la maleabilidad total de su objeto desprovisto de toda subjetivación), ¿no autoriza cualquier proyección? ¿Lo innato o lo adquirido? ¿La herencia o la educación? ¿El cuerpo o la cabeza? La necesidad de excluir implicada en la forma misma de estos enunciados, que se funda en la escisión de lo somático y lo psíquico, obliga a los adversarios al enfrentamiento, con tanta más violencia cuanto que han reducido el campo de su debate a las dimensiones de un vaso de agua. El marco más estrecho de esta polémica fue indudablemente el establecido por el conductismo, según el ultracorto esquema etológico de estímulo-respuesta. Retornando el mito del niño-lobo, la escuela conductista norteamericana hizo del autista una especie de víctima del reflejo condicionado. Si se habían encontrado algunos niños sin lenguaje, vagando como animales, era porque se habían perdido y habían sido recogidos por animales salvajes cuyo comportamiento imitaron, sin conservar de lo humano más que su forma corporal. Lo absurdo de esta tesis había sido subrayado en 1955 por Bettelheim, que al mismo tiempo cuestionaba la hipótesis de Kanner sobre la primacía de lo innato, y encaraba sobre todo el autismo como una reacción de defensa ante una situación extrema que implicaba para el niño una amenaza de destrucción. No obstante, lejos de haber caído en desuso, el conductismo tiene prolongaciones actuales en ciertas teorías que encaran al autista, no como a un enfermo mental, sino como a un discapacitado que conviene someter a una educación especializada a partir del puro y simple condicionamiento. Esta clínica sin sujeto «utiliza la capacidad del autista al servicio de sus propias necesidades», según lo anuncia el Programa Teacch (Treatment and Education of Autistic and Related Communication Handicapped Children), puesto a punto en la década del 80 por el neurolingüista holandés Theo Peeters. Se trata en efecto de una utilización muy pragmática de los síntomas, a los cuales la envoltura de plomo de la discapacidad les quita su valor dialéctico, humanizante. Toda la ambigüedad de un programa de ese tipo se basa en la distancia entre la meta manifiesta de obtener de los autistas una socialización máxima, y el extraño medio escogido para llegar a ese fin meritorio. Pues la proyección sobre el plano de la función etológica de la necesidad no se opera sino al precio de una ocultación total de la cuestión del sujeto humano, cuya especificidad es ser ineludiblemente víctima del lenguaje.

Abordajes psicoanalíticos del autismo. ¿Retorno a Freud?

Tratar sobre el autismo desde una perspectiva propiamente psicoanalítica plantea el problema de la metodología y lo vincula de entrada al de la ética. Abordar tal entidad clínica sin eludir la cuestión del sujeto -el del inconsciente y el lenguaje- supone evitar el escollo del conductismo tanto como el del formalismo psiquiátrico tradicional. Y, en este caso preciso en que el sujeto se revela particularmente inhallable, esta exigencia ética -por paradójica que parezca- alcanza su máximo rigor. La clínica psicoanalítica no podría ser el lugar de un saber «muerto», fosilizado en una doctrina, puesto que su objetivo es hacer aparecer un sujeto cuyas manifestaciones «vivas» escandirán el ritmo de la cura. En psicoanálisis, la clínica es inseparable de la consideración de la transferencia, aunque ésta sea notable por su inexistencia. Siempre se trata, sean cuales fueren las diferencias de escuela, de una clínica bajo transferencia o, más exactamente, subjetivada por la transferencia. Por empezar, se puede sostener que el abordaje psicoanalítico del autismo acaba de alguna manera con la pureza nosográfica del síndrome de Kanner en su acepción médica, al desorganizar el ordenamiento de conjunto de los síntomas. Se va a operar un descentramiento, en el que el acento se desplaza de lo innato, en tanto que factor inextricablemente ligado a lo biológico, a los trastornos del lenguaje, ya no formalizados por la objetividad descriptiva que implica el repliegue del observador, sino actualizados en la relación transferencial. Surge aquí la más desconcertante de las paradojas. En efecto: ¿cómo mantener el principio del análisis Freudiano y tener en cuenta sólo lo que pasa por la palabra del analizante, cuando se trata de autismo, en el que la palabra, precisamente, falta? En otros términos, ¿de qué manera el psicoanálisis puede aplicarse al autista, cuya imposibilidad de acceder a la demanda es en lo que se refiere a las condiciones que hacen posible la cura, el signo patognomónico? Pues para el infante autista, el lenguaje no ha «tomado cuerpo», como se dice de una planta que ha «echado raíces»; sólo existe, en el mejor de los casos, en estado de ecolalia directa o diferida, sin la menor implicación subjetiva. De modo que la confrontación práctica y teórica del autismo implica, por una parte, una puesta a prueba de la teoría clásica concebida para la cura de los neuróticos y, por otra, la necesidad de una epistemología de lo simbólico y de la causación del sujeto. En consecuencia, el abordaje psicoanalítico del autismo varía considerablemente en función de las escuelas y de las corrientes de pensamiento que las atraviesan. No obstante, estos diferentes enfoques tienen por lo general en común el intento de restablecer la significación primera del autismo en su vínculo con lo sexual (el autoerotismo), por medio de un trayecto inverso que vuelve a desplegar en su etimología el término condensado por Bleuler. Pues el autismo, en tanto que noción psiquiátrica amputada de la referencia al Eros Freudiano, está totalmente construido sobre el rechazo de un descubrimiento fundamental: el de la sexualidad infantil. Si bien es una condición mínima para reubicar el autismo en el campo psicoanalítico, el retomo al concepto Freudiano de autoerotismo no deja de ser problemático, puesto que se trata de un dato que se modificó a lo largo del trayecto de Freud, siendo reexaminado en cada una de sus etapas. Así, lejos de ser homogéneas, esas referencias dan lugar a desarrollos muy contradictorios, según el punto de doctrina que les sirve de anclaje. En 1905, en los Tres ensayos de teoría sexual, Freud emplea el término autoerotismo con relación a la pulsión y su objeto. Su hipótesis es la de un tiempo en el que «la pulsión no es dirigida hacia otras personas-, ella se satisface en el cuerpo propio». Así se trazará una vía para abordar el autismo infantil con referencia a esa autarquía pulsional. Para autores como Margaret Maliler y Frances Tustin, una detención del desarrollo en el estadio supuesto original, en el que la libido funcionaría alimentando el circuito cerrado de la autosensualidad, basta para explicar el solipsismo autista y su supuesta autosuficiencia. El autismo patológico no sería en consecuencia más que un avatar del autismo normal, ligado a esa fase inicial del desarrollo. Con su manera minuciosa, Abraham ya había intentado ubicar el autoerotismo en el primer cajón de una doctrina de estadios, cajón rotulado «anobjetal»; en ese estadio lactante no experimentaría todavía ningún interés por el mundo exterior. Pero, lejos de prestarse a la comodidad de ese ordenamiento, el concepto de autoerotismo, tal como se inscribe en la dinámica Freudiana, sirve más bien para denunciar las vicisitudes de la relación de la pulsión con su objeto. En primer lugar, en razón de la escisión que se establece entre el objeto sexual y el objeto de la necesidad -el primero sólo se apoya en el segundo para separarse mejor, como lo demuestra el ejemplo paradigmático del chupeteo-, la pulsión sexual está destinada a perder su objeto, Y el autoerotismo sólo se inscribe secundariamente a esa pérdida. En 1914, «Introducción del narcisismo» marca una nueva etapa, en la que Freud va a redefinir el autoerotismo refiriéndolo, no sólo a la pulsión y a su objeto, sino también al yo como instancia unificadora: «Es necesario admitir que en el individuo no existe desde el comienzo una unidad comparable al yo; el yo tiene que ser desarrollado. Pero las pulsiones autoeróticas existen desde el origen; algo, una nueva acción psíquica, debe por lo tanto agregarse al autoerotismo para constituir el narcisismo.» Esta idea de atravesar un umbral para llegar al narcisismo es igualmente fundamental en la teoría lacaniana, pues ese paso más constituye precisamente el de la relación con el Otro y su deseo. En ese mismo texto de 1914 se reintroduce, en oposición a Jung y su concepción monopolar de una libido «que sirve para todo», la dualidad pulsional que Freud necesita para subtender la noción del conflicto psíquico del que da testimonio la experiencia clínica. La bipolaridad establecida por Freud en 1914 explica la existencia de dos libidos (libido del yo, libido de objeto) que implican respectivamente una elección de objeto de tipo narcisista y una elección por apuntalamiento (anaclítica), mientras que la de 1920 se basará en el antagonismo irreductible entre Eros y Tánatos (pulsión de vida, pulsión de muerte) y desembocará en una restructuración total de su metapsicología.

Fundamentos de las principales divergencias doctrinarias.

Por lo tanto, cuando se examina el conjunto de esos cambios conceptuales, no parece bien fundado apoyarse en los primeros tanteos de Freud en tomo a la noción de narcisismo primario para pensar, como foco del autismo, un momento en el que la inexistencia del objeto sería la causa en el niño de pecho de esa indiferencia ante el mundo exterior. Por otra parte, una observación mínima permite comprobar que los gritos y llantos, tanto como las miradas o sonrisas, expresiones que engloban además la mayor parte de los gestos, se dirigen al Otro y, por este mismo hecho, toman el sentido de llamados. Es más bien su ausencia lo que causa extrañeza y constituye el elemento diagnóstico del autismo. Curiosamente, la mayor parte de los autores poskleinianos sitúan en continuidad con la teoría kleiniana, su referencia a un estadio de autismo normal basado en el autoerotismo, cuando en realidad no hay nada en la teoría kleiniana que pueda servirle de base. En efecto, si bien para Melanie Klein existe una psicosis normal debida al pasaje obligado por una posición esquizo-paranoide, el narcisismo es siempre secundario respecto de la interiorización del objeto. Por lo tanto, hay desde el nacimiento un yo capaz de establecer relaciones objetales, lo que le permite a la pionera del psicoanálisis de niños hacer retroceder lo más lejos posible las fronteras de lo analizable, proyectando el mito edípico a una época cada vez más temprana, hasta los primeros meses de la vida. Aunque contradice la hipótesis Freudiana del narcisismo primario, esta tesis, verdadero resorte de la dinámica kleiniana, integra no obstante la dualidad pulsional cara a Freud. La relación con el objeto, omnipresente en Melanie Klein, concierne ante todo al cuerpo de la madre, receptáculo mítico de todo lo que hay en el mundo para conquistar y poseer. En esta versión de un Edipo precoz dominado por un superyó tanto más feroz cuanto que coincide con el sadismo del sujeto, el objeto materno, en tanto no puede perderse, está destinado a ser destruido y después reparado. Así, en 1930, para Melanie Klein se trata de conducir la cura de Dick (primer niño autista tratado por el psicoanálisis, aunque en esa época se lo diagnosticó como esquizofrénico) dándole objetos para destruir, a fin de instaurar lo que ella llama entonces «la apropiación sádica de los contenidos del cuerpo materno». Pero, para su sorpresa, Dick está totalmente y, según Melanie Klein, anormalmente desprovisto de sadismo. Parece paralizado al borde de un ataque imposible, de este lado de la dialéctica continente-contenido que Klein necesita para conceptualizar su trabajo. Así, comienza por reubicar al propio niño como objeto en la madre («Dick está dentro de lo oscuro de mamá»), lo que pone en marcha la dialéctica adentro-afuera y, a través de ella, un primer esbozo de simbolización. Ésta es una perspectiva concordante con la teoría kleiniana, que no concibe ninguna falta en el Otro materno. Esta noción de falta, defecto o pérdida atinente al Otro materno es crucial en la medida en que sirve como línea de demarcación entre los principales abordajes psicoanalíticos del autismo. Mientras que la escuela lacaniana encara la pérdida inherente al funcionamiento de los objetos con relación a la lógica del significante, la mayoría de los autores anglosajones, orientados por la hipótesis de una fase preverbal y anobjetal del desarrollo, no pueden inscribir esa pérdida sino con referencia a la relación madre-infante, concebida como una especie de unidad biológica. En consecuencia, el autismo patológico se atribuye a la ruptura prematura de un «envolvimiento abrumador», que es fusión imaginaria con la madre para Frances Tustin, simbiosis natural entre madre e infante en Margaret Mahler, consensualidad según Donald Meltzer, y relación de mutualidad en Bruno Bettelheim (si bien este último no comparte en modo alguno la tesis de un autismo normal). En esta perspectiva dual, el acento se ubica por lo general del lado de la defensa que emplearía el infante autista contra una separación concebida no como una operación lógica, sino como un proceso ligado al desarrollo. Se trata de un momento de ese desarrollo que, en el autismo, aparece prematuramente con relación a lo normal. El elemento problemático de una concepción tal, centrada en la defensa, consiste en la asimilación del sujeto de lo inconsciente al sujeto de la voluntad, que entonces podría regir a su modo todo un universo de sensaciones. Donald Meltzer es sin duda uno de los autores que han llevado lo más lejos posible la explicación del síntoma basada en la defensa. Ya Melanie Klein había hecho desaparecer el campo estructural de la neurosis al reducir los síntomas neuróticos a simples defensas contra una posición paranoide subyacente. Por su parte, Meltzer piensa que el modo de salida de ese desmantelamiento del self que es el autismo -desmantelamiento que él distingue del proceso kleiniano de escisión- es un estado obsesivo caracterizado por la compulsividad, al que nada separa de la obsesión neurótica. Tampoco Tustin vacila en comprometerse en esta vía de nivelamiento de la neurosis y la psicosis, haciendo del autismo el núcleo oculto de ciertas manifestaciones neuróticas. Lacan se desprende con la mayor firmeza de todos estos intentos que pueden calificarse de reduccionistas. La dualidad constantemente mantenida por Freud desemboca en él en la distinción de dos estructuras, la del goce y la del deseo, que ponen en juego tres registros rigurosamente heterogéneos (real- simbólicoimaginario) cuya identificación instaura una clínica diferencial entre neurosis, psicosis y perversión. Estas categorías permiten entonces explorar el desarreglo del lenguaje que actúa en el autismo, sin recurrir a la psicogénesis ni a su inevitable soporte biologista. En consecuencia, el nacimiento del sujeto dejaría de estar ligado a una fase del desarrollo en el que la palabra, gracias a un maternaje suficientemente bueno, sucedería naturalmente a la sensación, para remitir a un tiempo lógico marcado por la ruptura y consagrado a la repetición. Desde esta perspectiva, el padre no tiene nada que ver con ese coadyuvante de la madre -fuerza complementaria más o menos útil para el niño en su abordaje de la realidad- al que lo han reducido las concepciones anglosajonas, sino que representa una función simbólica que limita el goce al falo y permite su localización fuera del cuerpo. Así, en el caso de la forclusión, cuando se salta el primer dique que constituye el Nombre del-Padre, o cuando ese dique no llega a establecerse, como ocurre en el autismo, la realidad no puede mantenerse ni construirse. Se instaura en consecuencia un régimen dominado por el goce del Otro materno, que invade el cuerpo del sujeto destruyendo sus límites. Al caracterizar al autista como «un personaje más bien verboso», pero también como «el que no llega a escuchar lo que uno tiene para decirle en tanto que uno se ocupa de ello», Lacan insiste en su relación particular con el lenguaje y con el Otro. Sin demanda, el autista es sin voz: por ello se trata para él de captar la del Otro, en ese fenómeno que se denomina ecolalia, y que signa la disyunción del cuerpo y la palabra. Pues en ausencia de la mediación del registro imaginario, el cuerpo del autista está montado sobre el significante constituido enteramente en su vertiente superyoica, cuyo carácter persecutorio ha subrayado Lacan, junto con Melanie Klein. Además de la dificultad de ser confrontado al cambio radical del registro en el que opera su función, el psicoanalista, cuando se trata de la cura de un niño autista, se encuentra entonces ante la siguiente paradoja: hablar supone tener un cuerpo, y un cuerpo, en su relieve imaginario, sólo se obtiene hablando.

La teoría puesta a prueba en la clínica

¿Qué puede decirse en la actualidad acerca de la eficacia del tratamiento psicoanalítico del autismo? En este terreno, con la creación y el desarrollo de la Escuela Ortogénica de Chicago en la década de 1950, Bettelheim se sitúa de entrada en un lugar privilegiado, y sus opiniones sobre la materia van a conferirle rápidamente una gran popularidad. Ya hemos subrayado que él mismo no se refiere a una fase de autismo normal, pero encara el autismo desde un punto de vista psicogenético, como la detención total del desarrollo de la personalidad en un nivel a la vez preverbal y prelógico, que se manifiesta ante todo por el bloqueo de toda actividad del lactante en lo que él llama «relación de mutualidad madre-infante». Su originalidad consiste en comparar la experiencia autística con la vivida en los campos de concentración nazis por individuos expuestos permanentemente a una amenaza de destrucción. En La fortaleza vacía, Bettelheim dice: «Lo que era para el prisionero la realidad exterior es para el niño autista su realidad interior. Proponemos por lo tanto que el autismo infantil es un estado mental que se desarrolló como reacción al sentimiento de vivir en una situación extrema y enteramente sin esperanza». A partir de esta hipótesis, Bettelheim va a construir un universo terapéutico total -un lugar donde renacer-, opuesto punto por punto a esos lugares de destrucción de la persona o la personalidad que son los campos de la muerte, los hospitales psiquiátricos o las familias de los niños autistas. Se apunta, por el recurso a la regresión, a que el niño abandone sus síntomas como defensas justificadas por su historia, mediante el montaje de una experiencia emocional correctiva, que se considera que conduce a la restauración de la relación con la realidad. El interés de una empresa como la de Bettelheim consiste en que indiscutiblemente revolucionó el abordaje institucional y clínico del autismo. En cuanto a este último punto, parece que existe un desfasaje: la clínica está de algún modo más avanzada que la teoría. Sin embargo, sean cuales fueren las escuelas, allí están los resultados, como lo atestiguan los testimonios de numerosos analistas, incluso aunque éstos se encuentren la mayoría de las veces en la posición ambigua que ilustra muy bien una frase tomada del teatro de Jean Cocteau: «Éstos son misterios que nos superan; finjamos que nosotros mismos los hemos organizado». Pero las sorpresas de la clínica, ¿no constituyen esa corriente de fuerzas vivas que constantemente irriga el campo del psicoanálisis para asegurar su renovación, o más bien para reactualizar su experiencia princeps? Sería absurdo creer que los conceptos son operacionales de una vez y para siempre. La hipótesis conceptual, si preexiste a la experiencia clínica, se encuentra sometida a prueba caso por caso. A veces se imponen ciertos reajustes. Así, la cura del Hombre de los lobos incitó a Freud a establecer una distinción entre represión y rechazo (rejet), preparando el terreno para el concepto lacaniano de forclusión, que transformará el abordaje de la psicosis. Por su lado, con la cura de Dick, Melanie Klein debe rever su teoría del simbolismo, cuyo motor había sido hasta entonces el sadismo, para aproximarse a lo que se convertiría en el concepto de identificación proyectiva. No obstante, el abordaje clínico del autismo impondrá a los kleinianos de segunda y tercera generación una serie de modificaciones que girarán en torno a tres ejes: -Una revisión de la cuestión del buen objeto primordial que provendría de la herencia filogenética. Para aprehender el autismo, Meltzer se apoyará en los trabajos de Esther Bick, que, en 1965, hará preceder la posición esquizoparanoide y su mecanismo dominante, la identificación proyectiva, por un estadio en el que se constituye una «piel psíquica», signado por una nueva forma de identificación: la identificación adhesiva. Se tratará de ir más allá de la dialéctica kleiniana de continente-contenido, para captar la cuestión del cuerpo como superficie. -El ensayo realizado por Wilfred Bion para elaborar una teoría psicoanalítica del pensamiento que vincule el lenguaje y la actividad pulsional. -Una nueva discusión de la posición del analista en la transferencia como sujeto que manifiesta su saber sobre el deseo (Wilfred Bion-Marion Milner-Masud Khan). También para abordar el autismo Meltzer y Tustin abandonarán la teoría de las pulsiones, buscando para lo inconsciente un fundamento neuropsicológico; así creían «continuar» a Melanie Klein, cuando en realidad lograron embotar los filos de su teoría, para retroceder a perspectivas psicopedagógicas. En lo que concierne a los lacanianos, la enseñanza de Lacan ha abierto numerosas pistas cuya exploración sólo ha comenzado. Son particularmente fecundas:

– Por una parte, la distinción entre la noción de cuerpo pulsional en relación significante con el Otro, y la de organismo, que la excede y que, cuando fracasa toda incorporación significante, representa la economía centrífuga de un goce que desborda el cuerpo propio y borra sus límites.

– Por otro lado, la noción de suplencia, en el sentido de construcción cuya meta sería canalizar y hacer funcionar el goce fuera-cuerpo, e incorporar finalmente el órgano del lenguaje, una vez depurado de ese goce sobrante de origen superyoico. En cuanto a la tarea del psicoanalista, consiste en primer lugar en restaurar el lugar del sujeto, antes oculto o negado, lo cual sólo puede hacerse empezando por reconstruir las huellas en el lugar de su desaparición. Indisociable de la ética, la experiencia clínica coincide aquí con el objetivo de la cura: la construcción del cuerpo pulsional en relación con el Otro. En este caso se trata de encontrar el camino del Otro, no ya de ese Otro superyoico, mortífero, que devasta sin freno el cuerpo del autista y al que la cura viene a interponerle una barrera, sino el camino del Otro del deseo, cuya apertura le incumbe al analista. Apostar a la sola fuerza de su deseo, y sostener esa apuesta lo más lejos que pueda, es, ni más ni menos, aquello que el analista emprende.