Diccionario de Psicología, letra D, Diferencia de los sexos

Diccionario de Psicología, letra D, Diferencia de los sexos

Alemán: Geschlechtsunterschied.

Francés: Diffiérence des sexes.

Inglés: Distinction between the sexes, Sexual difference.

En psicoanálisis, la elucidación de la cuestión de la diferencia de los sexos se desprende de la concepción Freudiana de la libido única (o monismo sexual), que permite definir a la vez la sexualidad masculina y la sexualidad femenina. Según Sigmund Freud, la existencia de una diferencia anatómica conduce a los representantes de uno y otro sexo a dos organizaciones psíquicas diferentes, a través del complejo de Edipo y la castración. Pero si bien esta diferencia existe, es pensada por Freud en el marco unificador de un monismo sexual: una sola libido de esencia masculina define la sexualidad en general (masculina y femenina). Este monismo, propio de la escuela llamada vienesa, ha sido criticado a partir de 1920 por los representantes de la escuela llamada inglesa: Ernest Jones o Melanie Klein. A la tesis de la libido única, de esencia fálica (o masculina), ellos han opuesto la de una diferencia de los sexos (o dualismo sexual) de tipo naturalista, pero sin preconizar por otra parte, ningún diferencialismo, cultural o político. En la historia intelectual del siglo XX, el primer libro coherente que tomó como objeto la sexualidad femenina a partir de la idea de diferencia, fue la obra de una mujer novelista y filósofa. Cuando Simone de Beauvoir (1908-1986) publicó El segundo sexo, en junio de 1949, anunció de entrada que la reivindación feminista había hecho su servicio militar. Para abordar con seriedad ese tema al día siguiente de una guerra que les había permitido obtener el derecho al voto a las mujeres de Francia, en adelante había que tomar una cierta distancia. Ella ignoraba que su libro, después de un largo rodeo por el continente norteamericano, iba a dar origen a una transformación de los ideales del feminismo y al mismo tiempo de los ideales del Freudismo. Lo ignoraba al punto de que en 1968 subió al tren en marcha de ese nuevo feminismo radical, basado en una concepción maximalista de la diferencia de los sexos, de la que ella había sido la gran inspiradora con ese libro inaugural. Por primera vez en un análisis erudito, se establecía un vínculo entre las diversas teorías de la sexualidad femenina derivadas de la reestructuración Freudiana y las luchas por la emancipación. Beauvoir estudiaba la sexualidad a la manera de un historiador, y tomaba partido por la escuela inglesa. No obstante, añadía a las tesis inglesas una reflexión política e ideológica a través de la cual instauraba una relación entre el sexo en el sentido anatómico y la situación sexuada de la mujer en las sociedades dominadas por el poder masculino y el orden patriarcal. Le reprochaba a Freud que hubiera calcado el destino femenino sobre el destino del hombre, apenas modificado. Contra él, ella afirmaba la existencia de un segundo sexo, diferente del primero por la anatomía y por las consecuencias sociales de esa anatomía. Pero, sobre la base del existencialismo sartreano, se distanciaba del prejuicio naturalista: «No se nace mujer, se llega a serlo», decía. La fórmula era sin duda alguna falsa, pero tenía el mérito de expresar enérgicamente la dialéctica del ser y la subjetividad que la fenomenología husserliana, y después la heideggeriana, habían sabido llevar a la incandescencia. Beauvoir aplicó a la elucidación del «misterio» de la sexualidad femenina una óptica que iba a ser la de los antipsiquiatras a propósito de la locura. A sus ojos, la cuestión femenina no era asunto de las mujeres sino de la sociedad de los hombres, la única responsable según ella del sometimiento a ideales masculinos. Al vincular la cuestión de la sexualidad con la de la emancipación, ella remitía la noción de identidad sexual femenina a un culturalismo, y no ya al naturalismo. Beauvoir hacía de la sexualidad femenina una «diferencia», del mismo modo que la escuela culturalista norteamericana desde Ruth Benedict (1887-1948) hasta Margaret Mead- sostenía el relativismo: a cada cultura le correspondía su tipo psicológico, a cada grupo su identidad, a cada minoría su pattern. Así como una sociedad no es mas que la suma de sus diversas comunidades: los niños, los judíos, los locos, las mujeres, los negros, etcétera. Pero, al mismo tiempo, ella tomaba en cuenta el debate sobre la dualidad naturaleza/cultura, tal como la había planteado en Francia Claude Lévi-Strauss en otro libro inaugural, Las estructuras elementales del parentesco, publicado en esa misma época, y sobre el cual Beauvoir había escrito un artículo elogioso. Aplicando el método estructural, Lévi-Strauss aportaba un esclarecimiento inédito a la cuestión de la una universalidad de la prohibición del incesto, que tanto había dividido a los etnólogos ingleses y norteamericanos desde la publicación por Freud de Tótem y tabú. En el contexto del gran debate sobre la relatividad de las culturas que se puso en marcha en la posguerra, el libro de Simone de Beauvoir fue tomado como emblema de una sexualización del feminismo, y contribuyó a la emergencia en los Estados Unidos de un feminismo sexista y diferencialista, que apelaba a las ideas de la autora francesa. Recordemos que en 1947 la Asociación Antropológica Americana sometió a consideración de la Comisión de Derechos del Hombre de las Naciones Unidas un proyecto de declaración que subrayaba el carácter relativo de los valores propios de cada cultura. En este pasaje al diferencialismo, las tesis de Jacques Lacan sobre la cuestión de la sexualidad femenina desempeñaron un papel considerable. En 1958, en el marco de la preparación de un congreso sobre la sexualidad femenina, que se reunió dos años más tarde en Amsterdam, Lacan elaboró «ideas directivas» basadas en la tesis Freudiana del monismo sexual, pero corregida por la escuela inglesa: la publicación de la obra de Simone de Beauvoir le había dado la oportunidad de retomar toda la cuestión. Si bien mantenía el carácter primigenio del falicismo y el monismo sexual, Lacan proponía a la vez introducir la idea de la relación precoz con la madre, bajo la categoría de un «deseo materno», como lo habían hecho antes que él Melanie Klein y Donald Woods Winnicott; proponía además liberar la terminología Freudiana de todo equívoco paternocentrista. De tal modo reexaminaba la doctrina clásica vienesa a la luz de sus revisiones sucesivas y de la propia tópica lacaniana de lo simbólico, lo imaginario y lo real. Hacía entonces del falo (que escribía Falo) el objeto central de la economía libidinal, pero se trataba de un falo desprendido de sus connivencias con el órgano peneano. En esta óptica, el falo es asimilado a un puro significante de la potencia vital, compartido en igualdad de condiciones por ambos sexos, y por lo tanto a una función simbólica. Si el falo no es el órgano de nadie, ninguna libido masculina domina la condición femenina. La potencia fálica no está ya articulada a la anatomía, sino al deseo que estructura la identidad sexual sin privilegiar un género en detrimento del otro. En la perspectiva lacaniana, la teoría Freudiana, por una parte, y las tesis inglesas por la otra, se traducen en una misma álgebra ternaria. En la relación primordial con la madre, el niño es «deseo del deseo materno». Puede identificarse con la madre, con el falo, con la madre como partadora del falo, o incluso presentarse él mismo como poseedor del falo. Con el Edipo se entra en un registro diferente: el padre interviene como quien priva al niño del objeto de su deseo, y a la madre de su objeto fálico. Finalmente, en un tercer tiempo, que corresponde a la declinación del Edipo, el padre se hace preferir a la madre, encarnando para el niño el significante fálico. El varón sale del Edipo por medio de la castración, aunque ésta no es real sino significada por el falo, mientras que la niña entra en el complejo por la misma vía, al renunciar a portar el falo, para recibirlo como significante. Entre 1968 y 1974, esta lectura lacaniana del falocentrismo Freudiano abrió en Francia el camino a las tesis diferencialistas expuestas por autores -mujeres en general, y psicoanalistas- que aspiraban a definir las características de una identidad femenina liberada de todo sustrato biológico o anatómico. A continuación de la refundición lacaniana, se asistió entonces a la emergencia de un feminismo psicoanalítico trances que, aunque basándose en el libro fundador de Simone de Beauvoir, intentaba impugnarlo radicalmente, o bien corregir su aspecto naturalista y existencialista con una nueva referencia a Freud. En 1965, Michéle Montrelay, miembro de la École Freudienne de Paris (EFP), a partir de la obra de Marguerite Duras, en particular de la novela Le ravissement de Lol y Stein, que Lacan había comentado, definió el goce femenino como una «escritura», como un continente negro, como una «sombra» o un «fernenino primario», reprimido por el psicoanálisis. De allí la necesidad de que el hombre y la mujer inscribieran el nombre de esa sombra como marca de la diferencia. Nueve años más tarde, Julia Kristeva, miembro del comité de la revista Tel Quel, impulsada por Philippe Sollers, publicó una obra, La Révolution du langage poétique, en la cual, retornando la idea de la «heterología» cara a Georges Bataille (1897-1962), opuso un «orden semiótico» al orden simbólico. Este orden semiótico se emparentaba con la noción de lo real elaborada por Lacan: irrupción de una pulsión, lugar de negatividad y goce, era de algún modo imposible de simbolizar, y remitía, también él, a lo femenino. El mismo año, invocando el trabajo de Jacques Derrida sobre la diferencia (o diferancia), Luce Irigaray, filósofa y psicoanalista, miembro de la EFP , retomó las tesis clásicas de la escuela inglesa en Spéculum de l’autrefemme, donde se enunció por primera vez un diferencialismo radical que iba a hacer fortuna en los Estados Unidos. Irigaray definía una escritura femenina, sexuada, capaz de subvertir el lenguaje opresor de los «rnachos». Asimilaba el falocentrismo Freudiano a un logocentrismo, y proponía hacer surgir una alteridad de lo femenino. A la tesis del falocentrismo Freudiano y lacaniano, ella opuso la idea de una posible «feminización» del conjunto de la sexualidad humana mediante la emergencia de un carácter arcaico, social y subjetivamente reprimido. Estas tesis, que amenazaban con reducir la teoría Freudiana a un puro culturalismo, se encuentran también en la obra célebre de Juliet Mitchell titulada Psychanalyse et Féminisme, publicada en 1974, que marcó el inicio de una relectura lacaniana del Freudismo en los Estados Unidos y en la literatura psicoanalítica en lengua inglesa. Opuesta a las diferentes corrientes de la Self Psychology , derivadas de Winnicott y de Heinz Kohut, que seguían apegadas a una concepción biologista, anatomista y naturalista de la diferencia de los sexos, Mitchell se basó implícitamente en la obra de Lacan (y en sus comentadores) para realizar una especie de «retorno a Freud». Se trataba de demostrar que Freud, lejos de adherir a los ideales del patriarcado, había proporcionado herramientas teóricas para desprenderse de él, y que Lacan, aunque seguía enfeudado al falocentrismo Freudiano, proporcionaba medios para salir de ese ámbito, con su crítica al biologismo. En Francia, a partir de 1980, excepción hecha de algunos trabajos especializados, el examen de la diferencia de los sexos dejó de interesar a la comunidad Freudiana. En los Estados Unidos, la implantación del lacanismo en los altos niveles de la enseñanza universitaria, a través de los French studies, dio origen a investigaciones específicas sobre la identidad femenina y la constitución de un posible «sujeto femenino» en Occidente. El culto de las minorías, tal como se ha desarrollado en los Estados Unidos en la década de 1990, se inspira en esta herencia, sea ella Freudiana, lacaniana u hostil al Freudismo. El derecho a la diferencia, mitificado, se convirtió en una voluntad de encierro. Las minorías, en otro tiempo víctimas del diferencialismo, se convirtieron en sus campeones, a fuerza de reivindicar cada una a su «raza», su «etnia», su «sexo». De allí ese feminismo radical que ha renunciado simultáneamente al universalismo de la Ilustración y a la concepción Freudiana de la sexualidad. Como antídoto, dio origen por otra parte a trabajos que intentan reflexionar sobre una nueva división entre el género, como identidad moral, política, cultural, y el sexo, como especificidad anatómica.