El método de la interpretación de los sueños. Análisis de un sueño paradigmático. contin.1

El método de la interpretación de los sueños. Análisis de un sueño paradigmático

Análisis El vestíbulo -muchos invitados, a quienes nosotros recibimos. Ese verano habitamos en Bellevue, en una casa solitaria que se alzaba sobre una de las colinas próximas al Kahlenberg. Antiguamente se la había destinado a local de fiestas, de ahí que sus habitaciones fuesen inusualmente vastas, como vestíbulos. El sueño ocurrió hallándome en Bellevue, y pocos días antes del cumpleaños de mí mujer. La víspera ella me había expresado su esperanza de que para su cumpleaños viniesen a vernos muchos amigos, y entre ellos también Irma, como huéspedes nuestros. Mi sueño anticipa entonces esa situación: Es el cumpleaños de mi mujer, y muchas personas, Irma entre ellas, serán recibidas por nosotros como invitados (huéspedes) en el gran vestíbulo de Bellevue. Reprocho a Irma que no haya aceptado la solución; le digo: «Si todavía tienes dolores, es realmente por tu exclusiva culpa». Esto habría podido decírselo yo también despierto, o se lo dije. Por entonces tenía la opinión (que después reconocí incorrecta) de que mi tarea quedaba concluida al comunicar al enfermo el sentido oculto de sus síntomas; si él aceptaba después o no esa solución de la que dependía el éxito, ya no era responsabilidad mía. A este error, ahora felizmente superado, debo agradecerle que me haya hecho la vida más fácil en una época en que debía producir éxitos terapéuticos a pesar de mi inevitable ignorancia. – Ahora bien, en la frase que dirijo a Irma en el sueño, observo que sobre todo no quiero ser culpado de los dolores que ella todavía tiene. Si son culpa exclusiva de Irma, no pueden serlo entonces mía. ¿Deberá buscarse por este sendero la intención del sueño? Irma se queja de dolores en el cuello, en el vientre y el estómago, se siente oprimida. Dolores en el vientre eran parte del complejo sintomático de mi paciente, pero no eran muy agudos; más bien se quejaba de sensaciones de náusea y asco. Dolores en el cuello, en el vientre, opresión de la garganta, apenas tenían en ella algún papel. No atino a entender la razón por la cual me decidí en el sueño a esta selección de síntomas, ni puedo por el momento descubrirla. Ella se ve pálida y abotagada. Mi paciente tenía siempre la tez rosada. Sospecho que aquí la he remplazado por otra persona. Me aterra la idea de que en efecto he descuidado algo orgánico. No costará trabajo creerme si digo que es esa una angustia que nunca se extingue en especialistas que atienden casi exclusivamente a neuróticos y están habituados a atribuir a la histeria tantas manifestaciones que otros médicos tratan como orgánicas. Por lo demás me entra, y no sé de dónde, la insidiosa duda de que mi terror no es del todo sincero. Si los dolores de Irma tienen base orgánica, tampoco yo estoy obligado a curarlos. Es que mi cura sólo elimina dolores histéricos. Verdaderamente me ocurre como si deseara un error en el diagnóstico; entonces también perdería asidero el reproche de fracaso. La llevo hasta la ventana para mirar dentro de su garganta. Se muestra un poco renuente, como las mujeres que llevan dentadura postiza. Pienso entre mí que en modo alguno tiene necesidad de ello. Con Irma nunca tuve ocasión de inspeccionar su cavidad bucal. Lo ocurrido en el sueño me trae a la memoria el examen que algún tiempo atrás hube de practicar en una gobernanta que primero me había dado la impresión de una juvenil hermosura, pero que después, al abrir la boca, hizo ciertas maniobras para ocultar su dentadura postiza. Y con ese caso se anudan otros recuerdos de exámenes médicos y de pequeños secretos que ellos revelaron, para embarazo de médico y paciente. Que en modo alguno tiene necesidad de ello es en primer lugar, sin duda alguna, una galantería para Irma; pero tengo la sospecha de otro significado. En un análisis atento sentimos si hemos agotado o no los segundos pensamientos que son de esperar. El modo en que Irma estaba de pie junto a la ventana me hizo recordar de pronto otra vivencia. Irma tenla una amiga íntima a quien yo apreciaba mucho. Una tarde en que fui a su casa de visita la encontré junto a la ventana, en la situación que el sueño reproduce, y su médico, ese mismo doctor M., declaró que tenía una placa difteroide. Y la persona del doctor M. y la placa retornan en el discurrir del sueño. Ahora se me ocurre que en los últimos meses todo me llevó a suponer que también esta otra señora era histérica. La propia Irma me lo ha revelado. Ahora bien, ¿qué sé yo de su estado? Una sola cosa: que sufre ahogos histéricos como la Irma de mí sueño. Por eso en el sueño he sustituido a mi paciente por su amiga. Ahora recuerdo que muchas veces jugué con la conjetura de que esta señora también pudiera requerirme para que la liberase de sus síntomas. Pero después yo mismo lo juzgué improbable, pues ella es de naturaleza muy refractaria. Ella se muestra renuente, como se ve en el sueño. Otra explicación sería que en modo alguno lo necesita; y en realidad hasta ahora ha demostrado suficiente fortaleza para dominar su estado sin ayuda ajena. No obstante, restan unos pocos rasgos que no puedo atribuir ni a Irma ni a su amiga: pálida, abotagada, dentadura postiza. Los dientes postizos me llevaron a aquella gobernanta; ahora me siento inclinado a contentarme con dientes estropeados. Después se me ocurre otra persona a la que pueden convenir esos rasgos. Tampoco es mi paciente, ni quisiera yo que lo fuese, pues he notado que se siente embarazada ante mi y no la considero una enferma dócil. Por lo común ella está pálida, y una vez que tuvo una temporada particularmente buena se la vio abotagada. Entonces, he comparado a mi paciente Irma con otras dos personas que también se mostrarían renuentes al tratamiento. ¿Qué sentido puede tener que yo, en el sueño, la haya permutado por su amiga? Tal vez que me gustaría permutarla; o bien la otra despierta en mí simpatías más fuertes, o tengo más alta opinión de su inteligencia. Es que considero a Irma poco inteligente, porque no acepta mi solución. La otra sería más sabia, y por eso cedería antes. Después la boca se abre bien; ella me contaría más cosas que Irma. Lo que yo vi en la garganta: una mancha blanca y cornetes con escaras. La mancha blanca me recuerda la difteritis, y por ella a la amiga de Irma, pero también a la grave enfermedad que hace un par de años sufrió mi hija mayor y a todo el susto de aquella mala época. Las escaras en los cornetes evocan una preocupación por mi propia salud. Por entonces me administraba con frecuencia cocaína para reducir unas penosas inflamaciones nasales, y pocos días antes me había enterado de que una paciente que me imitó había contraído una extensa necrosis de la mucosa nasal. La recomendación de la cocaína que yo había hecho en 1885 me atrajo también muy serios reproches, Un caro amigo, ya muerto en 1895 [la fecha del sueño], apresuró su fin por el abuso de este recurso. Aprisa llamo al doctor M., quien repite el examen. Esto respondería simplemente a la posición que M. ocupaba entre nosotros. Pero el «aprisa» es bastante llamativo y. requiere una explicación particular. Me recuerda una triste vivencia médica. Cierta vez, debido a la continuada prescripción de un remedio que por entonces aún se consideraba inocuo (el sulfonal), había provocado una grave intoxicación a una enferma, y entonces acudí precipitadamente a mi colega, mayor que yo y más experimentado, para que me auxiliase. Que es ese realmente el caso que tengo en vista se refirma por una circunstancia accesoria. La enferma que sufrió la intoxicación llevaba el mismo nombre que mi hija mayor. Hasta ahora nunca había reparado en ello; ahora todo ocurre casi como una venganza del destino. Como si la sustitución de las personas debiera proseguirse en otro sentido; esta Mathilde por aquella Mathilde, ojo por ojo y diente por diente. Es como si yo buscara todas las ocasiones que pudieran atraerme el reproche de falta de probidad médica. El doctor M. está pálido, sin barba en el mentón, y cojea. Lo que en esto hay de cierto es que por su mala apariencia a menudo ponía en cuidados a sus amigos. Los otros dos caracteres tienen que pertenecer a otra persona. Se me ocurre mi hermano mayor, que vive en el extranjero; él lleva el mentón rasurado y, si mi recuerdo es fiel, el M. del sueño se le parecía en un todo. De él me llegó la noticia, días pasados, de que renqueaba a causa de un cuadro artrítico. Tiene que haber una razón que me llevara a confundir en el sueño a estas dos personas en una sola. Y en efecto, recuerdo que estaba yo disgustado con ambos por parecidos motivos. Ambos habían rechazado cierta propuesta que yo les había hecho últimamente. Mi amigo Otto está ahora de pie junto a la enferma, y m¡ amigo Leopold la examina y comprueba una matidez abajo a la izquierda. Mi amigo Leopold es también médico, y pariente de Otto. El destino ha querido que ellos, que ejercen la misma especialidad, se convirtiesen en competidores, y permanentemente se los compara. Los dos trabajaron durante años como asistentes míos, cuando yo dirigía un consultorio público para niños con enfermedades nerviosas. Escenas como la que el sueño reproduce eran allí cosa corriente. Mientras yo discutía con Otto sobre el diagnóstico de un caso, Leopold había examinado de nuevo al niño y nos aportaba un dato inesperado y decisivo. Por su carácter se diferenciaban exactamente como el inspector Brásig de su amigo Karl. El uno sobresalía por «ligero», y el otro era lento, ponderoso, pero sólido. Cuando en el sueño contrapongo a Otto con el circunspecto Leopold, manifiestamente es para exaltar a Leopold. Es una comparación semejante a la anterior entre Irma, la paciente indócil, y su amiga juzgada más inteligente. Ahora reparo también en uno de los deslizamientos que el enlace de pensamientos promueve en el sueño: de un niño enfermo a un instituto para niños enfermos. La matidez abajo a la izquierda me deja la impresión de que correspondería a cierto caso en que me asombró la solidez de Leopold. Además vislumbro algo como una afección metastásica, pero podría estar referida también a la paciente que quisiera tener en lugar de Irma. En efecto, por lo que yo puedo discernir, esta señora ha producido una imitación de tuberculosis. Una parte de la piel infiltrada en el hombro izquierdo. Como enseguida advierto, es mi propio reumatismo en el hombro, que por lo general experimento cuando permanezco levantado hasta altas horas de la noche. Las palabras mismas del sueño suenan ambiguas: lo que yo siento como él. En mi propio cuerpo, se entiende. Además, me sorprende la insólita expresión «una parte de la piel infiltrada». Estamos habituados a la frase «infiltración posterosuperior izquierda»; ella aludiría a los pulmones, y así, otra vez, a la tuberculosis. A pesar del vestido. Sin duda esta no es sino una intercalación. Desde luego, en el mencionado instituto examinábamos a los niños desvestidos; en algún aspecto ello está en oposición al modo en que hemos de examinar a nuestras pacientes adultas. De un destacado clínico solía contarse que nunca examinó a sus pacientes mujeres sino a través de los vestidos. Lo que sigue a esto me resulta oscuro; para ser franco, no me siento inclinado a penetrar más profundamente en este punto. El doctor M. dice: «Es una infección, pero no es nada. Sobrevendrá después una disentería y se eliminará el vene no». Al principio esto me mueve a risa, pero, como a todo lo demás, es preciso desmenuzarlo cuidadosamente. Considerado más de cerca, muestra un asomo de sentido. Lo que yo hallé en la paciente fue una difteritis local. De la época de la enfermedad de mi hija recuerdo la discusión acerca de la difteritis y la difteria. Esta última es la infección generalizada, que comienza con la difteritis local. Una tal infección generalizada comprueba Leopold con la matidez, que entonces hace pensar en un foco metastásico. Creo por cierto que justamente en la difteria no ocurren semejantes metástasis. Más bien me recuerdan una piemia. No es nada es un consuelo. Opino que se inserta del siguiente modo: El último fragmento del sueño aportó el contenido de que los dolores de la paciente se deben a una grave afección orgánica. Sospecho que también con esto no he querido sino desembarazarme de culpa. A la cura psíquica no puede imputársele responsabilidad por la persistencia de una afección difterítica. Ahora, me siento molesto por haber atribuido a Irma una enfermedad tan grave única y exclusivamente para descargarme yo. Parece harto cruel. Por eso echo mano del reaseguro del buen desenlace, y no me parece mal escogido que haya puesto el consuelo justamente en boca del doctor M. Pero aquí me sitúo por encima del sueño, cosa que requiere esclarecimiento. Ahora bien: ¿por qué es tan absurdo ese consuelo? Disentería. Es como una lejana representación teórica de que los materiales patógenos pudieran eliminarse por el intestino. ¿Quiero burlarme con esto de la asiduidad Con que el doctor M. recurre a explicaciones desatinadas y a extraños enlaces patológicos? Sobre la disentería se me ocurre algo más. Meses atrás había recibido en consulta a un joven que padecía de extraños trastornos intestinales y que otros colegas habían tratado como un caso de «anemia con desnutrición». Me di cuenta de que se trataba de una histeria, pero no quise ensayar en él mi psicoterapia y lo envié a dar un paseo por mar. Es el caso que hace pocos días me llegó una carta desesperada de él desde Egipto; allí sufrió un nuevo ataque que el médico diagnosticó como disentería. Tengo la sospecha de que el diagnóstico no es sino un error de un colega ignorante que se dejó engañar por la histeria; pero no pude evitarme el reproche de haber expuesto al enfermo a contraer, sobre su afección intestinal histérica, una afección orgánica. Por lo demás, «disentería» suena a «difteria», cuyo nombre no se menciona en el sueño. Sí, ha de ser que con la consoladora prognosis de la disentería que sobrevendrá, etc., pongo en ridículo al doctor M. Es que ahora me acuerdo de que él, años atrás, contó riendo algo enteramente parecido de un colega. Había sido llamado a consulta con este colega sobre un enfermo grave, y se vio obligado a prevenir al otro, que parecía muy confiado y alegre, de que él hallaba albúmina en la orina del paciente. Pero el colega no se dejó confundir, sino que respondió tan campante: « ¡No es nada, colega, el albúmina se eliminará ahora mismo!». Por eso no tengo ninguna duda de que este fragmento del sueño contiene un dardo contra los colegas ignorantes de la histeria. Como para confirmarlo, se me pasa ahora una idea por la cabeza: ¿Sabe acaso el doctor M. que las manifestaciones de su paciente, la amiga de Irma, que hacen temer una tuberculosis, también derivan de la histeria? ¿Ha reconocido esa histeria o «se embaló» en ella? Pero, ¿qué motivo puedo tener para tratar tan mal a este amigo? Es muy simple: el doctor M. está tan poco de acuerdo como Irma con la «solución» que propuse a esta. De modo que en este sueño ya me he vengado de dos personas, de Irma con las palabras «Si todavía tienes dolores, es realmente por tu exclusiva culpa», y del doctor M. con las palabras de absurda consolación que puse en su boca. Inmediatamente sabemos de dónde viene la infección. Este saber inmediato en el sueño es asombroso. Un instante antes nada sabíamos, puesto que la infección sólo fue comprobada por Leopold. Mi amigo Otto, en una ocasión en que ella se sentía mal, le dio una inyección. En la realidad, Otto había referido que en el breve lapso que estuvo en casa de la familia de Irma hubo de acudir a un hotel de la vecindad para dar allí una inyección a alguien que se había sentido mal repentinamente. Las inyecciones me recuerdan de nuevo a mi desdichado amigo que se envenenó con cocaína. Yo le había recomendado ese recurso sólo para aplicación interna [vale decir, oral] durante la cura de desmorfinización; pero él, acto seguido, se aplicó inyecciones de cocaína. Con un preparado de propilo, propileno … ácido propiónico, ¿Cómo di en esto? Esa misma velada, tras la cual yo redacté la historia clínica y después soñé, mi mujer abrió una botella de licor en la que se leía «ananás» y era obsequio de nuestro amigo Otto. Es que él tenía la costumbre de hacer regalos con cualquier motivo imaginable; ojalá que alguna vez una mujer lo cure de ello. Este licor despedía tal olor a aguardiente barato, amílico, que me negué a probarlo. Mi mujer opinó que se lo obsequiásemos al personal de servicio, pero yo, más precavido, se lo prohibí con la observación humanitaria de que tampoco ellos tenían por qué envenenarse, Ahora bien, ese olor a aguardiente (amilo … ) manifiestamente evocó en mí el recuerdo de toda la serie: propilo, metilo, etc., que brindó al sueño el preparado de propilo. Es verdad que con ello operé una sustitución, soñé con propilo después que olí amilo, pero tales sustituciones son quizá legítimas precisamente en la química orgánica. Trimetilamina. En el sueño veo la fórmula química de esta sustancia, lo que en todo caso atestigua un gran esfuerzo de mi memoria, y además la fórmula está impresa en caracteres gruesos, como si se quisiera destacar del contexto algo particularmente importante. ¿Adónde me lleva ahora la trimetilamina a que yo presté tanta atención? A una conversación con otro de mis amigos, que desde hace años sabe de todos mis trabajos en germen, como yo sé de los suyos(125). En ella me había comunicado ciertas ideas sobre una química sexual, y entre otras cosas me dijo que creía reconocer en la trimetilamina uno de los productos del metabolismo sexual. Esta sustancia me lleva entonces a la sexualidad, a ese factor a que atribuyo la máxima importancia para la génesis de las afecciones nerviosas que pretendo curar. Mi paciente Irma es una joven viuda; si me empeño en descargarme de culpas por mi fracaso terapéutico con ella, lo mejor que ha de ofrecérseme será invocar ese hecho, que sus amigos remediarían gustosos. Además, ¡cuán maravillosamente tramado un sueño así! La otra que en el sueño yo tengo por paciente en lugar de Irma es también una joven viuda. Sospecho la razón por la cual la fórmula de la trimetilamina ocupó en el sueño un lugar tan ostentoso. Es que muchas cosas harto importantes se reúnen en esta palabra: no sólo alude al todopoderoso factor de la sexualidad, sino a una persona cuya aprobación recuerdo contento cada vez que me siento aislado en mis opiniones. ¿Acaso este amigo que desempeña un papel tan importante en mi vida no ha de aparecer en otras partes de la trabazón de pensamientos del sueño? Por cierto que sí; es un notable conocedor de los efectos provocados por las afecciones de la nariz y de sus cavidades, y ha descubierto para la ciencia algunas portentosas relaciones entre los cornetes y los órganos sexuales femeninos (las tres formaciones rugosas en la garganta de Irma). He hecho que examinara a Irma para averiguar si sus dolores de estómago podían tener origen nasal. Pero él mismo sufre de supuraciones nasales que me dan cuidado, y a eso alude sin duda la piemia que vislumbré con ocasión de las metástasis del sueño. No se dan esas inyecciones tan a la ligera. Aquí fulmino directamente a mi amigo Otto con el reproche de ligereza. Creo haber pensado entre mí algo similar la tarde anterior, cuando él pareció mostrarme con la palabra y la mirada haber tomado partido contra mí. Era algo así: ¡Cuán a la ligera se deja influir! ¡Cuán livianamente da sus veredictos! Además, la frase que ahora comento me señala hacia mi amigo muerto, que tan prematuramente puso fin a sus días con las inyecciones de cocaína. Como dije, nunca fue mi intención prescribir inyecciones con ese remedio. Con el reproche que hago a Otto de tratar a la ligera esas sustancias químicas reparo en que toco de nuevo la historia de aquella desdichada Mathilde, por la cual ese mismo reproche se vuelve contra mí. Es manifiesto que reúno aquí ejemplos de mi proceder concienzudo, pero también de lo contrario. Es probable también que la jeringa no estuviera limpia. Otro reproche contra Otto, pero que viene de otra parte. Ayer me encontré por casualidad con el hijo de una dama de ochenta y dos años a quien debo administrar diariamente dos inyecciones de morfina. En este momento ella está en el campo, y me enteré de que sufre de una flebitis. Al punto di en pensar que se trata de una infiltración por jeringa sucia. Me precio de no haber ocasionado ni una sola infiltración en dos años; es que mi preocupación permanente es la limpieza de la jeringa. Soy muy concienzudo. De la flebitis vuelvo a mi mujer, que durante un embarazo sufrió de várices, y ahora surgen en mi recuerdo otras tres situaciones parecidas, con mi mujer, con Irma y con la Mathilde muerta, cuya identidad me da manifiestamente el derecho de sustituir una con otra estas tres personas en el sueño. He completado la interpretación del sueño. Mientras duró ese trabajo, pugné fatigosamente por defenderme de todas las ocurrencias a que no podía menos que dar lugar la comparación entre el contenido del sueño y los pensamientos oníricos ocultos tras él. Entretanto emergió el «sentido» del sueño. Reparé en un propósito realizado por el sueño y que tiene que haber sido el motivo de que yo soñara. El sueño cumple algunos deseos que me fueron instilados por los acontecimientos de la tarde anterior (el informe de Otto, la redacción de la historia clínica). El resultado del sueño, en efecto, es que no soy yo el culpable de que persistan los padecimientos de Irma, sino Otto; este, con su observación acerca de la incompleta curación de Irma, me ha irritado, y el sueño me venga de él devolviéndole ese reproche. El sueño me libera de responsabilidad por el estado de Irma atribuyéndolo a otros factores; produce toda una serie de razones. El sueño figura un cierto estado de cosas tal como yo desearía que fuese; su contenido es, entonces, un cumplimiento de deseo, y su motivo, un deseo. Todo eso es bien evidente. Pero también muchos detalles del sueño se vuelven comprensibles desde el punto de vista del cumplimiento de deseo. No sólo me vengo de Otto por haber tomado partido contra mí a la ligera atribuyéndole un acto médico hecho a la ligera (la inyección), sino también por el pésimo licor que hedía a aguardiente amílico, y en el sueño hallo una expresión que reúne esos dos reproches: la inyección de un preparado de propilo. Todavía no satisfecho con eso, prosigo mi venganza contraponiéndolo a su competidor, más confiable. Parece que quisiera decirle con ello: A él lo quiero más que a ti. Pero Otto no es el único a quien ha de fulminar el rayo de mi ira. También me vengo de la paciente indócil, permutándola por otra más inteligente y obediente. Tampoco al doctor M. lo dejo irse en paz después que me contradijo, sino que con clara alusión le expreso que, a mi juicio, aborda las cosas como un ignorante («Sobrevendrá una disentería, e tc.»). Y aun me parece que apelo contra él a otro, más sabio (mi amigo, el que me habló de la trimetilamina), así como he cambiado a Irma por su amiga y a Otto por Leopold. Aparto de mí a esas personas y las sustituyo por otras tres de mi elección, ¡y así quedo libre de los reproches que no quiero haber merecido! Lo infundado de tales reproches se me demuestra en el sueño con la más extrema prolijidad. Los dolores de Irma no pueden cargarse en mi cuenta, pues ella misma es la culpable por haberse negado a aceptar mi solución. Los padecimientos de Irma no me incumben porque son de naturaleza orgánica, y una cura psíquica no podría sanarlos. El padecimiento de Irma se explica a satisfacción por su viudez (¡trimetilamina!), que yo para nada puedo remediar. El padecimiento de Irma fue provocado por una inyección que Otto le puso imprudentemente con una sustancia inapropiada para ello, y que yo jamás le habría administrado. Ese padecimiento se debe a una inyección dada con una jeringa sucia, como la flebitis de mi anciana dama, mientras que yo con mis inyecciones nunca cometo semejante descuido. Advierto, desde luego, que estas explicaciones de la enfermedad de Irma, todas las cuales concurren a disculparme, no coinciden entre sí y aun se excluyen. Todo el alegato -no es otra cosa este sueño- recuerda vívidamente la defensa de aquel hombre a quien su vecino se le quejó porque le había devuelto averiado un caldero. Dijo que en primer lugar se lo había devuelto intacto, que en segundo lugar el caldero ya estaba agujereado cuando se lo pidió, y que en tercer lugar nunca le había pedido prestado un caldero. ¡Pero si no hace falta abundar tanto! Con que uno solo de esos alegatos se admita por valedero quedará disculpado nuestro hombre. (ver nota)(129) En el sueño operan todavía otros temas cuya relación con mi descargo por la enfermedad de Irma no es tan trasparente: La enfermedad de mi hija y la de una paciente de igual nombre, el perjuicio de la cocaína, la afección de mi paciente que viajó a Egipto, mi cuidado por la salud de mi mujer, de mi hermano, del doctor M., mis propios trastornos corporales, la preocupación por el amigo ausente que sufre de supuraciones nasales. Pero si abarco con la mirada todo eso, se reúne y articula como un único círculo de pensamientos; por ejemplo, con esta etiqueta: Preocupación por la salud -la propia y la ajena-, probidad médica. Tengo el recuerdo de la vaga sensación penosa que Otto me provocó con su informe acerca del estado de Irma. Tal vez desde aquel círculo de pensamientos que interviene en el sueño quise yo con posterioridad dar expresión a esa sensación fugitiva. Es como si me hubiera dicho: «No tomas con la seriedad suficiente tus deberes médicos, no eres concienzudo, no cumples lo que prometes». Y acto seguido quizá se puso a mi disposición aquel círculo de pensamientos para que yo pudiera aportar la prueba de cuán concienzudo soy y cuán a pecho me tomo la salud de mis allegados, amigos y pacientes. Dignos de notarse entre ese material de pensamientos son también algunos recuerdos penosos que más bien apoyan la inculpación atribuida a mi amigo Otto y no mi descargo. Ese material es, por así decir, neutral, pero de todos modos es bien reconocible el nexo entre esa tela más amplia en que descansa el sueño y el tema más restringido de este, del cual nació el deseo de no tener culpa por la enfermedad de Irma. No pretendo afirmar que he descubierto el sentido íntegro de este sueño, ni que su interpretación esté libre de lagunas. Todavía podría demorarme un buen tramo en este sueño, extraer de él nuevos esclarecimientos y elucidar nuevos enigmas que él nos lleva a proponernos. Y hasta conozco los lugares desde los cuales habrían de perseguirse las tramas de pensamientos; pero los miramientos que hemos de tener con cada uno de nuestros sueños hacen que detenga aquí el trabajo de interpretación. Quien esté pronto a reprocharme esa reserva no tiene más que probar él mismo que es más sincero que yo. Por el momento me conformo con el conocimiento que acabo de adquirir: Si se sigue el método de interpretación de los sueños aquí indicado, se hallará que el sueño tiene en realidad un sentido y en modo alguno es la expresión de una actividad cerebral fragmentada, como pretenden los autores. Después de un trabajo de interpretación completo el sueño se da a conocer como un cumplimiento de deseo.