D. Winnicott: El niño en el grupo familiar

El niño en el grupo familiar

(Conferencia pronunciada en el Congreso de la Asociación de Jardines de Infantes sobre «Adelantos en la educación primaria»; realizado en el New College, Oxford, 26 de julio de 1966) Mucho se ha escrito últimamente sobre el niño y la familia, hasta el punto de que es difícil hallar el modo de referirse al tema con pretensiones de originalidad. La opinión general es que todo ha sido dicho ya, y casi podría afirmarse que el título de esta charla, a fuerza de ser usado, carece de significación. Hay, sin embargo, una novedad, aunque limitada, que resulta del cambio de énfasis en las directivas: la atención debe centrarse en la familia y no en el individuo. Hay una especie de plan destinado a modificar el método de trabajo social: debe tenerse en cuenta a la familia y concebirse al niño como parte de ella. En mi opinión esto no representa ningún cambio, puesto que al niño se lo ha estudiado siempre en relación con la familia o con la ausencia de una familia. Sea como fuere, podemos tratar de servirnos de cualquier cosa que alivie la monotonía. Examinando la contribución del psicoanálisis, puede afirmarse que el énfasis que los analistas han puesto en el tratamiento de un niño no ha sido equilibrado. El psicoanálisis ha pasado por una larga fase en la que veía en el tratamiento de un niño un fenómeno aislado. Era inevitable que así fuera. Pero en los círculos psicoanalíticos se ha producido un cambio, originado simplemente en los procesos de desarrollo de las ideas. De cualquier modo, la reciente modificación de las directivas no tiene como destinatario al psicoanálisis sino al trabajo social en general, el que, a mi juicio, siempre que se ha ocupado de un niño lo ha hecho en el marco de su familia. En la actualidad existe el riesgo de que al poner excesivo énfasis en el hecho de que las dificultades humanas deben manejarse en función de la familia y otros grupos, en realidad se esté eludiendo el estudio del individuo, sea éste un bebé, un niño, un adolescente o un adulto. En algún momento, en la tarea que se realiza en cada caso, el trabajador social debe tratar con un individuo al margen de su grupo: es entonces cuando se presentan las mayores dificultades y también cuando son mayores las posibilidades de producir un cambio. Comenzaré por lo tanto con un ruego: piensen en el niño individual, en su proceso evolutivo, su sufrimiento, su necesidad de ayuda y su capacidad de beneficiarse con ella, claro está que sin olvidar la importancia de la familia, de los varios grupos escolares y de todos los demás grupos que conducen al que conocemos por el nombre de sociedad. En todo trabajo con un caso debe decidirse quién es el enfermo. A veces, aunque se atribuye esa condición al niño, es otra persona la que causa y mantiene el trastorno, o incluso es un factor social lo que constituye el problema. Se trata de casos especiales, y los trabajadores sociales están al tanto de esta posibilidad. Pero ello no debería hacer olvidar el hecho de que casi siempre cuando un niño presenta síntomas es porque sufre, y la mejor manera de aliviar su sufrimiento es mediante el trabajo realizado con el niño mismo. Esto es así sobre todo en los innumerables casos que existen en la comunidad pero que no llegan a las clínicas de orientación infantil, las que, por supuesto, tienden a ocuparse de los casos menos corrientes, más complejos. En otras palabras, si miran a su alrededor, a los niños que conocen de su familia y de su medio social, verán que aun cuando muchos de ellos podrían beneficiarse con una pequeña ayuda, nunca se los lleva a una clínica. Esos son los niños a quienes mejor se podría ayudar y que necesitan atención individual. Los niños tratados en las clínicas no son representativos de los que necesitan ayuda en la comunidad. Lo digo confiadamente ante este auditorio porque se compone de maestros, y la mayoría de los niños a quienes ustedes enseñan no son casos clínicos: son niños corrientes, muy semejantes a los que pertenecen al grupo social del que ustedes forman parte. No hay prácticamente ningún niño que no haya necesitado ayuda alguna vez por un problema personal o de quien se pueda afirmar que nunca la necesitará. En la escuela ustedes reaccionan a menudo ante estos problemas pasándolos por alto o aplicando medidas disciplinarias cuidadosamente graduadas, enseñando al niño una habilidad o brindándole la oportunidad de seguir sus impulsos creativos. Y cabe admitir que, en general, un maestro debe tener de la psicología una perspectiva diferente de la del trabajador social y de la del psiquiatra de niños. Comprenderán que es inevitable que haya cierta superposición y que algunos de los niños .que asisten a la escuela deberían estar concurriendo a una clínica, así como algunos de los niños de la clínica deberían estar tratando de superar sus dificultades con ayuda de sus tíos o tías, de sus maestros y de toda otra clase de provisión social generalizada. El grupo en relación con el individuo Para aprovechar la oportunidad que ustedes me han brindado, les recordaré con cierto detalle de qué modo la familia es un grupo cuya estructura está relacionada con la de la personalidad individual. La familia es el primer agrupamiento, y es de todos el que más cerca está de ser un agrupamiento dentro de la personalidad individual. El primer agrupamiento es simplemente una duplicación de la estructura individual. Cuando decimos que la familia es el primer agrupamiento, lo hacemos teniendo en cuenta el crecimiento del individuo, lo cual se justifica porque el vínculo entre el simple paso del tiempo y la vida humana es más débil que el que deriva del hecho de que toda persona comienza en un momento dado y, gracias a un proceso de crecimiento, convierte un espacio de tiempo en algo personal. El niño comienza a separarse de la madre, y ésta, antes de ser percibida objetivamente, es lo que podríamos llamar un objeto subjetivo. El niño experimenta una brusca sacudida cuando, después de haber usado a la madre como objeto subjetivo -es decir, como un aspecto del self-, comienza a usarla como objeto distinto del self, inmune al control omnipotente. La madre, a su vez, cumple una tarea muy importante al adaptarse a las necesidades del niño, con lo que logra suavizar un tanto esa terrible sacudida, que corresponde al encuentro con el principio de realidad. Hay una duplicación de la figura materna. En algunas culturas se realiza un esfuerzo deliberado para impedir que la madre sea alguna vez una persona única, a fin de proteger al niño del shock que acompaña a la pérdida. En nuestra cultura tendemos a considerar normal que el niño experimente plenamente el shock cuando la madre se convierte en una persona externa adaptativa, pero debemos admitir que se producen algunas bajas. En los casos en que todo sale bien se tiene una experiencia muy rica, y éste es el principal argumento a favor de nuestro sistema. El estudio antropológico de estas cuestiones proporciona un material fascinante al investigador que observa los resultados de la temprana y deliberada escisión de la figura materna impuesta por la sociedad. El padre entra en escena de dos modos. En cierta medida, es una de las personas que duplican a la figura materna. Con el correr del tiempo se ha producido en Gran Bretaña un cambio de orientación, y hoy en día el padre se vuelve real para su bebé en el rol de duplicado de la madre con más frecuencia que hace algunas décadas. Lo cual interfiere con su otra función, que es la de entrar en la vida del niño como un aspecto de la madre; un aspecto duro, estricto e implacable, intransigente e indestructible que, en circunstancias favorables, se convierte en un ser humano, en alguien a quien se puede temer, odiar, amar y respetar. Se forma así un grupo, de modo que pueden adscribirse a dos conjuntos. El primer conjunto corresponde simplemente a la extensión de la estructura de personalidad del niño y depende de los procesos de crecimiento. El segundo depende de la madre y de su actitud hacia ese niño, de las otras personas que estén disponibles como figuras maternas, de la actitud de la madre hacia las madres sustitutas, de la actitud social en el lugar, y del equilibrio entre los dos aspectos ya mencionados de la figura paterna. Naturalmente, las características del padre determinan en alto grado el modo como el niño lo usa o no lo usa en la formación de la familia. En ambos casos, por supuesto, el padre puede estar ausente u ocupar un lugar muy visible, y estos detalles establecen una enorme diferencia en cuanto a lo que la palabra «familia» significa para ese niño en particular. Dicho sea de paso, conozco a una niña que dio el nombre de «Familia» a su objeto transicional. Creo que en este caso hubo un reconocimiento precoz de la desarmonía entre los padres, y a una edad increíblemente temprana la niña trató de remediar la deficiencia que percibía llamando Familia a su muñeca. Es el único caso que conozco en que haya ocurrido algo semejante, y en la actualidad, treinta años más tarde, esa persona está luchando aún contra su incapacidad de aceptar el distanciamiento entre sus padres. Lo que he hecho hasta ahora es poner de relieve que cuando hablamos simplemente de un niño y su familia estamos pasando por alto las difíciles etapas durante las cuales ese niño adquirió una familia. No se trata simplemente de que haya un padre y una madre, y de que lleguen otros niños, y de que haya un hogar con padres e hijos y tíos y primos. Eso es sólo lo que diría un observador. Para los cinco hijos de una familia hay cinco familias. No se requiere ser psicoanalista para darse cuenta de que esas cinco familias no se parecen necesariamente, y con seguridad no son idénticas. El principio de realidad Después de haber introducido la idea de una familia juntamente con el concepto del objeto subjetivo que se convierte en objeto percibido objetivamente, desearía proseguir el estudio de esta área. En el desarrollo de los seres humanos se produce, precisamente entre estos dos tipos de relación, un cambio de magnitud asombrosa. Personalmente he tratado de contribuir valiéndome de la observación de objetos y fenómenos transicionales, es decir, de todo lo que emplea el niño individual cuando pasa por esta fase en la que su capacidad de percibir objetivamente es limitada y la principal experiencia en lo que se refiere a las relaciones objetales debe seguir siendo la de relacionarse con objetos subjetivos. (Entre paréntesis, no corresponde emplear aquí la expresión «objeto interno»; el objeto que podemos ver es externo y subjetivamente percibido, o sea que se origina en los impulsos creativos y la mente del niño. La cuestión se complica cuando el niño, poseyendo ya un interior, toma objetos percibidos externamente y los instala como imágenes internas. Pero la etapa a la que me estoy refiriendo es anterior, y en ella ese lenguaje no tiene sentido.) Una dificultad que se presenta en este tipo de descripción es que en esta etapa, cuando el niño pequeño se relaciona con lo que he llamado un objeto subjetivo, indudablemente hay, al mismo tiempo, percepción objetiva. En otras palabras, el niño no podría inventar el aspecto preciso de la oreja izquierda de su madre. Y sin embargo, debemos decir que la oreja izquierda de la madre con la que está jugando el niño es un objeto subjetivo; el niño tendió la mano y creó esa oreja particular que estaba allí para ser descubierta. Esto mismo es lo que tiene de estimulante el telón de un teatro. Cuando se levanta, cada uno de nosotros crea la obra que se representa, y posteriormente podemos incluso descubrir que la coincidencia parcial de lo que cada uno ha creado proporciona material para una discusión sobre la obra representada. No sabría cómo proseguir sin afirmar que hay aquí, en algún punto, un elemento de engaño que es inherente al desarrollo de la capacidad de relacionarse con objetos. Estoy leyendo este trabajo a un público que yo he creado. Pero debo admitir que al redactarlo también pensé en el público que está realmente aquí en este momento. Quiero creer que ambos coinciden en cierta medida, pero nada garantiza que puedan relacionarse entre sí. Al escribir este trabajo tuve que jugar y moverme en el ámbito que llamo transicional, en el que simulé que mi público eran ustedes tal como son aquí y ahora. Esta fase que estoy analizando y a la que a veces me he referido con la expresión «fenómenos transicionales» es importante en el desarrollo de todo niño. Se requiere cierto tiempo en un «ambiente previsible normal» para que el niño pueda recibir ayuda de alguien capaz de adaptarse de un modo extremadamente sensible mientras él va adquiriendo la capacidad de utilizar la fantasía, de valerse de la realidad interior y los sueños y de manipular juguetes. Al jugar, el niño ingresa en esta área intermedia de lo que he llamado engaño, aunque deseo aclarar que este aspecto particular del engaño es saludable. El niño usa una posición intermedia entre él y la madre o el padre, quienquiera que sea, en la cual todo lo que sucede simboliza la unión o la no separación de estas dos cosas separadas. Este concepto es realmente muy difícil y creo que sería importante para la filosofía si pudiera ser entendido. Y quizás incorporaría también una vez más la religión a la experiencia de quienes han dejado de creer en milagros. Lo importante es que el niño disponga de un lapso para utilizar la experiencia de relaciones estables a fin de desarrollar áreas intermedias en las que los fenómenos transicionales o lúdicos puedan quedar establecidos para ese niño en particular, de modo tal que en lo sucesivo tenga la posibilidad de disfrutar de todo lo que ha de derivarse del uso del símbolo, puesto que el símbolo de unión proporciona a la experiencia humana un campo más amplio que la unión misma. Excursiones y regresos Como ya he mencionado, en el desarrollo saludable el niño necesita tiempo para explotar plenamente esta fase; cabe añadir que también debe ser capaz de experimentar las diversas clases de relación objetal en el mismo día, o incluso en el mismo momento. Por ejemplo, viendo a un niño pequeño que disfruta de su relación con una tía, un perro o una mariposa, advertimos que no sólo está percibiendo cosas objetivamente, sino también disfrutando de la riqueza que le aportan sus descubrimientos. Esto no significa, sin embargo, que esté preparado para vivir en un mundo descubierto. En cualquier momento volverá a fusionarse con la cuna, la madre o los olores familiares y se encontrará nuevamente instalado en un ambiente subjetivo. Lo que intento decir es que son sobre todo las pautas familiares las que le proporcionan esas reliquias del pasado, de modo que cuando el niño descubre el mundo, se produce siempre el viaje de regreso apropiado. Si se trata de su propia familia, el viaje de regreso no es causa de tensión para nadie, porque toda familia se mantiene orientada hacia sí misma y hacia quienes son parte de ella. Aunque estas cuestiones no necesitan ser ilustradas con ejemplos, les relataré un episodio tomado de un análisis. Una paciente resume los traumas acumulados en su niñez refiriendo un suceso; al hacerlo pone de manifiesto, con sus propias palabras, la importancia del factor tiempo. «Yo tenía unos dos años. La familia estaba en la playa. Me alejé de mi madre y comencé a hacer descubrimientos. Encontré conchillas. Pasaba de una a otra, y había muchísimas. De pronto sentí miedo. Lo que ocurrió-ahora lo comprendo-es que en mi interés por descubrir el mundo me había olvidado de mi madre. Esto implicaba -ahora lo percibo claramente la idea de que mi madre se había olvidado de mí. Por lo tanto di la vuelta y corrí hacia ella, quizá sólo unos pocos metros. Mi madre me levantó y comenzó un proceso de restablecimiento de mi relación con ella. Probablemente no mostré interés en mi madre porque necesitaba tiempo para reponerme y perder el miedo. Entonces, de pronto, mi madre me puso de nuevo en el suelo.» Esta paciente re-actuaba el episodio, y gracias al trabajo realizado en el análisis pudo agregar: «Ahora sé lo que ocurrió. He estado esperando toda mi vida, hasta este momento, poder pasar a la etapa siguiente, porque si mi madre no me hubiera puesto en el suelo yo le habría echado los brazos al cuello y me habría deshecho en lágrimas de alegría y felicidad. Tal como ocurrieron las cosas, nunca volví a encontrar a mi madre». Como se comprenderá, al relatar este episodio la paciente se estaba refiriendo a un modelo de situación basado en recuerdos superpuestos de situaciones similares. Lo importante del ejemplo es que muestra los delicados procesos a través de los cuales se desarrolla-cuando todo marcha bien- la confianza del niño en el viaje de regreso. A este tema se refiere Richard Church en los tres tomos de su autobiografía, especialmente en el último. Observando a un niño de dos años se comprueba fácilmente que las excursiones y regresos de escaso riesgo coexisten con otras que son importantes porque, si llegan a fracasar, alteran su vida por completo. Distintos miembros de la familia representan papeles diferentes, y los niños usan cada uno de ellos para ampliar sus experiencias hasta cubrir un vasto campo en lo referente a las características de las excursiones y regresos. De este modo, suele ocurrir que el comportamiento de un niño en la escuela difiera mucho del que observa en su casa. Lo más común es que en la escuela se muestre entusiasmado al descubrir cosas nuevas, aspectos de la realidad que percibe por primera vez, mientras que en la casa es conservador, retraído, dependiente, asustadizo, protegido de las crisis por la adaptación sensible de la madre o de otro familiar. Puede ser a la inversa, pero es quizá menos normal y probablemente surjan dificultades si en la escuela el niño tiene plena confianza en una persona determinada, o en el ambiente, y en el hogar es irritable, de genio vivo y prematuramente independiente. Esto puede ocurrir si en la familia queda relegado, como por ejemplo cuando el segundo hijo pasa a ser el del medio de un grupo de tres, con lo que sale perdiendo en todo sentido hasta que alguien advierte que su temperamento ha cambiado y que, aunque la suya sea una buena familia, se ha convertido en un niño deprivado. Lealtad y deslealtad Quisiera referirme a otro aspecto de la relación entre la familia y el desarrollo del individuo. De entre los muchos aspectos de esa relación, sin duda polifacética, desearía referirme a los conflictos de lealtades, que son inherentes al desarrollo infantil. En términos sencillos, el problema puede enunciarse así: hay mucha diferencia entre un niño que se alejó de su madre, llegó junto a su padre y volvió al punto de partida, y un niño que nunca pasó por esa experiencia. En un lenguaje más complejo, puede decirse que en las etapas más tempranas el niño no está en condiciones de contener el conflicto dentro del self. Contener conflictos es la tarea del asistente social, y sabemos cuán grande es la tensión a que están sometidos los adultos cuando se ocupan de casos individuales y durante cierto tiempo contienen los conflictos propios de esos casos. El asistente social da más importancia a esa contención que a cualquier acción específica relacionada con los miembros del grupo que incluye al caso. El niño inmaduro necesita una situación en la que no se exija lealtad, y es en la familia donde podemos esperar que se tolere lo que, de no ser simplemente una parte del proceso de crecimiento, podría tomarse por deslealtad. El niño establece una relación con el padre, y esa relación condiciona la actitud que desarrolla hacia la madre. No sólo puede ver objetivamente a la madre desde la posición del padre, sino que también entabla con éste una relación amorosa que implica odio y temor a la madre. Volver a la madre desde esta posición es peligroso. Pero se produce un fortalecimiento gradual y el niño vuelve a la madre, y desde esta posición ve al padre objetivamente y sus sentimientos incluyen odio y temor. Esta experiencia de ir y venir se repite en la vida cotidiana del niño en el hogar. No siempre involucra al padre y a la madre; la experiencia puede consistir en ir de la madre a la niñera y viceversa, o puede tratarse de una tía, una abuela o una hermana mayor. El niño puede encontrar gradualmente todas esas posibilidades, experimentarlas y adaptarse a los temores que le provocan. También puede llegar a disfrutar de los estímulos que esos conflictos proporcionan, siempre y cuando se los pueda contener. En el seno de la familia los niños introducen en sus juegos todas las tensiones propias de la experimentación con deslealtades, incluso las tensiones y celos que perciben en las personas adultas que los rodean. En cierto sentido, es un buen modo de describir la vida familiar en términos teóricos. Quizás el enorme interés que muestran los niños por jugar al papá y la mamá se deban a que este juego les permite ampliar en forma gradual el campo de la experimentación con deslealtades. A veces es posible percibir lo importantes que son estos juegos, por ejemplo cuando un nuevo hijo se suma tardíamente a la familia y no puede usar los juegos de sus hermanos, juegos dotados de una complejidad que para los hermanos mayores tienen una historia. Puede participar mecánicamente en ellos y sentirse eliminado o aniquilado por su participación, que no es creativa, porque lo que necesitaría es comenzar de nuevo y llegar, partiendo de los rudimentos, a la complejidad de las lealtades opuestas. Sé que los sentimientos involucrados en estos juegos tienen rasgos positivos y libidinales, pero el contenido que despierta entusiasmo en los niños se halla estrechamente vinculado con las lealtades opuestas. De este modo, constituyen una preparación perfecta para la vida. Como veremos, la escuela puede brindar un gran alivio al niño que vive con su familia. Para los niños pequeños, que pasan la mayor parte del tiempo jugando, los juegos que practican en la escuela no son básicos y pronto se convierten en juegos que desarrollan habilidades. Está también la cuestión de la disciplina que debe reinar en los grupos, todo lo cual lleva a una simplificación que es muy agradable para unos y muy molesta para otros. Una simplificación demasiado temprana, como la que impone la escuela al juego de la familia de los niños que viven con sus familias, debe considerarse un empobrecimiento, al menos para los niños que pueden tolerar el juego de la familia y cuyas familias pueden afrontar el hecho de que lo practiquen. En cambio, al hijo único o al niño solitario los beneficia ingresar tempranamente en un grupo de juegos, donde al menos en cierta medida, el juego puede incluir relaciones interpersonales y lealtades opuestas que resultan creativas para el niño. Estas son las razones por las que una decisión del gobierno respecto de la edad en que los niños deben comenzar a ir a la escuela nunca será satisfactoria. En cuestiones tan delicadas como ésta, una recomendación apropiada sólo puede darse después de sopesar en cada caso individual todos los factores pertinentes, lo que equivale a decir que cada vecindario debe contar con toda clase de provisiones. En caso de duda, tendremos presente que es en su hogar donde el niño puede lograr las experiencias más ricas, pero siempre debemos tratar de identificar al niño que por una u otra razón no puede ser creativo en el juego imaginativo si no pasa algunas horas por día alejado de su familia. La educación primaria corresponde al ámbito en que al niño más bien le agrada que, a través del aprendizaje, de la adopción de lealtades específicas y de la aceptación de reglas y normas junto con el uniforme escolar, se lo exima de tener que resolver las complejidades de la vida. A veces esta situación persiste en la adolescencia, pero es insatisfactorio que los niños permitan que ello ocurra, por muy conveniente que les parezca a los maestros. Lo que debemos esperar es que en la adolescencia reaparezcan en cada muchacho y en cada chica la experimentación y las lealtades opuestas que surgieron creativamente en el juego de la familia, aunque en esta ocasión el estímulo no provendrá sólo de los temores emergentes sino también de las nuevas e intensas experiencias libidinales que la pubertad habrá desatado. La familia tiene un enorme valor para el adolescente, sobre todo cuando, pese a ser sano, se siente atemorizado la mayor parte del tiempo, a causa de que el amor intenso suscita automáticamente un odio intenso. En los casos en que el marco familiar subsiste, el adolescente puede representar el papel de padre o madre, que era lo esencial del juego imaginativo practicado en el hogar en la etapa de dos a cinco años. A menudo se piensa en la familia como en una estructura mantenida por los padres, un marco en el que los hijos pueden vivir y crecer. Se piensa en ella como en un lugar en el que los niños descubren sentimientos de amor y odio y encuentran simpatía y tolerancia (y también exasperación, que a menudo provocan). Pero en mi opinión -y a esto me he estado refiriendo- se subestima la importancia que tiene el encuentro de los niños con la deslealtad. La familia orienta hacia agrupaciones diversas, que se amplían cada vez más hasta alcanzar el tamaño de la sociedad local y de la sociedad global. La realidad del mundo del que los niños llegarán a formar parte como adultos se caracteriza porque en ella toda lealtad incluye algo opuesto que podría llamarse deslealtad. El niño que ha tenido la oportunidad de comprobarlo durante su crecimiento se encuentra en inmejorables condiciones para ocupar un lugar en ese mundo. Por último, si retrocedemos en el tiempo advertimos que esas deslealtades, como he dado en llamarlas, son un rasgo esencial de la vida que se origina en el hecho de que ser uno mismo implica ser desleal para con todo lo que no es uno mismo. Las palabras más agresivas y peligrosas en todos los idiomas son las que forman la frase yo soy. Pero debe admitirse que sólo quienes han alcanzado la etapa en la que es posible hacer tal afirmación están verdaderamente capacitados para desempeñarse como miembros adultos de la sociedad.