Escritos de Lacan: Kant con Sade

Que la obra de Sade se adelanta a Freud, aunque sea respecto del catálogo de las perversiones, es una tontería, que se repite en las letras, la culpa de la cual, como siempre, corresponde a los especialistas.

En cambio consideramos que el tocador sadiano se iguala a aquellos lugares de los que las escuelas de la filosofía antigua tomaron sus nombres: Academia, liceo, Stoa. Aquí como allá, se prepara la ciencia rectificando la posición de la ética. En esto, sí, se opera un despejamiento que debe caminar cien años en las profundidades del gusto para que Ia vía de Freud sea practicable. Cuenten otros sesenta más para que se diga por qué todo eso.

Si Freud pudo enunciar su principio del placer sin tener siquiera que señalar lo que lo distingue de su función en la ética tradicional, sin correr ya el riesgo de que fuese entendido, haciendo eco al prejuicio introvertido de dos milenios, para recordar la atracción que preordena a la criatura para su bien con la psicología que se inscribe en diversos mitos de benevolencia, no podemos por menos de rendir por ello homenaje a la subida insinuante a través del siglo XIX del tema de la «felicidad en eI mal».

Aquí Sade es el paso inaugural de una subversión de la cual, por picante que la cosa parezca ante la consideración de la frialdad del hombre, Kant es el punto de viraje, y nunca detectado, que sepamos, como tal.

La filosofía en el tocador viene ocho años después de la Crítica de la razón práctica. Si, después de haber visto que concuerda con ella, demostramos que la completa, diremos que da la verdad de la Crítica.

Con esto, los postulados en que ésta se acaba: la coartada de la inmortalidad adonde rechaza progreso, santidad y aun amor, todo lo que podría provenir de satisfactorio de la ley, la garantía que necesita de una voluntad para quien el sujeto al que se refiere la ley fuese inteligible, perdiendo incluso el chato apoyo de la función de utilidad en la que Kant los confinaba devuelven la obra a su diamante de subversión. Con lo cual se explica la increíble exaltación que recibe de ella todo lector no pretendido por la piedad académica. Efecto que en nada echará a perder el hecho de que se haya dado cuenta de él.

Que se esté bien en el mal, o, si se prefiere, que el eterno femenino no atraiga hacia arriba, podría decirse que este viraje se tomó sobre una observación filológica: concretamente que lo que se había admitido hasta entonces, que se está bien en el bien, reposa sobre una homonimia que la lengua alemana no admite: Man fühlt sich wohl im Guten. Es la manera en que Kant nos introduce a su Razón práctica.

El principio del placer es la ley del bien que es el wohl, digamos el bienestar. En la práctica, sometería al sujeto al mismo encadenamiento fenomenal que determina sus objetos. La objeción que aporta a ello Kant es, según su estilo de rigor, intrínseca. Ningún fenómeno puede arrogarse una relación constante con el placer. Ninguna ley pues de un bien tal puede enunciarse que definiese como voluntad al sujeto que la introduce en su práctica.

La búsqueda del bien sería pues un callejón sin salida, si no renaciese, das Gute, el bien que es el objeto de la ley moral. Nos es indicado por la experiencia que tenemos de oír dentro de nosotros mandatos, cuyo imperativo se presenta como categórico, dicho de otra manera incondicional.

Observemos que ese bien sólo se supone que es el Bien por proponerse, como acabamos de decir, contra y para con todo objeto que le pusiera su condición, por oponerse a cualquiera de los bienes inciertos que esos objetos puedan aportar, en una equivalencia de principio, por imponerse como superior por su valor universal. Así su peso no aparece sino por excluir, pulsión o sentimiento, todo aquello que puede padecer el sujeto en su interés por un objeto, lo que Kant por eso designa como «patológico».

Sería pues por inducción sobre ese efecto como se encontraría en él el Soberano Bien de los Antiguos, si Kant según su costumbre no precisara también que ese Bien no actúa como contrapeso, sino, si así puede decirse, como antipeso, es decir por la sustracción de peso que produce en el efecto de amor propio (Selbstsucht) que el sujeto siente como contentamiento (arrogantia) de sus placeres, por el hecho de que una mirada a ese Bien vuelve esos placeres menos respetables . Textual, tanto como sugerente.

Retengamos la paradoja de que sea en el momento en que ese sujeto no tiene ya frente a él ningún objeto cuando encuentra una ley, la cual no tiene otro fenómeno sino algo significante ya, que se obtiene de una voz en la conciencia, y que, al articularse como máxima, propone el orden de una razón puramente práctica o voluntad.

Para que esa máxima haga la ley, es preciso y suficiente que ante la prueba de tal razón pueda retenerse como universal por derecho lógico. lo cual, recordémoslo de ese derecho. no quiere decir que se imponga a todos, sino que valga para todos los casos o, mejor dicho, que no valga en ningún caso si no vale en todo caso.

Pero como esta prueba debe ser de razón, pura aunque práctica, no puede tener éxito más que para máximas de un tipo que presente un asidero analítico a su deducción.

Este tipo se ilustra por la fidelidad que se impone a la restitución de un depósito: pues la práctica del depósito reposa sobre las dos orejas que, para constituir al depositario, deben cerrarse a toda condición que pueda imponerse a esa fidelidad. Dicho de otra manera, no hay depósito sin depositario a la altura de su cargo.

Podrá sentirse la necesidad de un fundamento más sintético, incluso en este caso evidente. ilustremos a nuestra vez su defecto, aunque sea al precio de una irreverencia, con una máxima retocada del padre Ubu: «Viva Polonia, porque si no hubiera Polonia, no habría polacos.»

Que nadie por alguna lentitud, o incluso emotividad, dude aquí de nuestro apego a una libertad sin la cual los pueblos están en duelo. Pero su motivación aquí analítica, aun cuando irrefutable, se presta a que lo indefectible de ella se atempere con la observación de que los polacos se han recomendado siempre por una resistencia notable a los eclipses de Polonia, e incluso a la deploración que se seguía de ellos. .

Volvemos a encontrar lo que autoriza a Kant a expresar el pesar de que a la experiencia de la ley moral ninguna intuición ofrezca ningún objeto fenomenal.

Convendremos en que a todo lo largo de la Crítica ese objeto se hurta. Pero se le adivina por el rastro, que deja la implacable continuación que aporta Kant para demostrar su hurtamiento y cuya obra retira ese erotismo, sin duda inocente, pero perceptible, cuyo carácter bien fundado vamos a demostrar por la naturaleza del susodicho objeto.

Por eso rogamos que se detengan en este punto mismo de nuestras líneas, para retomarlas poco después, todos aquellos de nuestros lectores que están respecto de la Crítica en una relación todavía virgen, por no haberla leído. Que controlen en ella si tiene de veras el efecto que decimos, les prometemos con ello en todo caso ese placer que se comunica por la hazaña.

Los otros nos seguirán ahora a la Filosofía en el tocador, en su lectura por lo menos.

Panfleto muestra ser. pero dramático, donde una iluminación de escenario permite al diálogo como a los gestos proseguirse en los límites de lo imaginable: esa iluminación se apaga un momento para dejar lugar, panfleto en el panfleto, a un factum intitulado: «Franceses, un esfuerzo más si queréis ser republicanos. . .»

Lo que se enuncia allí es ordinariamente entendido, si no apreciado, como una mistificación. No se necesita estar alertado por el alcance reconocido al sueño en el sueño por señalar una relación más próxima a lo real, para ver en la irrisión aquí de la actualidad histórica una indicación de Ia misma especie. Es patente, y valdría más detenerse a mirar dos veces.

Digamos que el nervio del factum está dado en la máxima que propone su regla al goce, insólita en tomar su derecho a la moda de Kant, por plantearse como regla universal. Enunciemos la máxima:

«Tengo derecho a gozar de tu cuerpo, puede decirme quienquiera, y ese derecho lo ejerceré, sin que ningún límite me detenga en el capricho de las exacciones que me venga en gana saciar en él.»

Tal es la regla a la que se pretende someter la voluntad de todos, si una sociedad le da mínimamente efecto por su obligatoriedad.

Humor negro en el mejor de los casos, para todo ser razonable, si se distribuye la máxima en el consentimiento que se le supone.

Pero además de que, si hay algo a lo que nos ha avezado la deducción de la Crítica, es a distinguir lo racional de la suerte de razonable que no es sino un recurso confuso a lo patológico, sabemos ahora que el humor es el tránsfuga en lo cómico de la función misma del «superyó». lo cual, para animar con un avatar esa instancia psicoanalítica y arrancarla a ese retorno del oscurantismo en el que se afanan nuestros contemporáneos, puede asimismo realzar la prueba kantiana de la regla universal con el grano de sal que le falta.

Entonces ¿no nos vemos incitados a tomar más en serio lo que se nos presenta como no siéndolo del todo? No preguntaremos, es fácil adivinarlo, si es preciso ni si es suficiente que una sociedad sancione un derecho al goce permitiendo a todos autorizarse en él, para que desde ese momento la máxima se autorice en el imperativo de la ley moral.

Ninguna legalidad positiva puede decidir si esa máxima puede tomar el rango de regla universal, puesto que a la vez ese rango puede oponerla eventualmente a todas.

No es cuestión que se dirima con sólo imaginarla, y la extensión a todos del derecho que la máxima invoca no es el asunto aquí.

Solo se demostraría en el mejor de los casos una posibilidad de lo general, que no es lo universal, el cual toma las cosas como se fundan y no como se arreglan.

Y no podría omitirse esta ocasión de denunciar lo exorbitante del papel que se confiere al momento de la reciprocidad en unas estructuras, principalmente subjetivas, que repugnan a ello intrínsecamente.

La reciprocidad, relación reversible por establecerse sobre una línea simple uniendo a dos sujetos que, por su posición «recíproca», consideran esa relación como equivalente, difícilmente encuentra la manera de situarse como tiempo lógico de algún franqueamiento del sujeto en su relación con el significante, y mucho menos aun como etapa de ningún desarrollo, aceptable o no como psíquico (donde los sufridos hombros del niño se prestan siempre a los chapeados de intención pedagógica).

Sea como sea, es ya un punto que anotarle a nuestra máxima el que pueda servir de paradigma de un enunciado que excluye como tal la reciprocidad (la reciprocidad y no la carga de desquite) .

Todo juicio sobre el orden infame que entronizaría nuestra máxima es pues indiferente en la materia, que es reconocerle o negarle el carácter de una regla aceptable como universal en moral, la moral reconocida desde Kant como una práctica incondicional de la razón.

Hay que reconocerle evidentemente este carácter por la simple razón de que su sólo anuncio (su kerigma) tiene la virtud de instaurar a la vez tanto ese rechazo radical de lo patológico, de todo miramiento manifestado a un bien, a una pasión, incluso a una compasión, o sea el rechazo por el que Kant libera el campo de la ley moral, como la forma de esa ley que es también su única sustancia, por cuanto la voluntad sólo se obliga a ella desestimando con su práctica toda razón que no sea de su máxima misma.

Sin duda estos dos imperativos entre los que pueda tenderse, hasta la ruptura de la vida, la experiencia moral, nos son impuestos en la paradoja sadiana como al Otro, y no como a nosotros mismos.

Pero esto no es distancia sino a primera vista, pues de manera latente el imperativo moral no hace menos, puesto que es desde el Otro desde donde su mandato nos requiere.

Se vislumbra aquí cómo en toda desnudez se revela a qué nos introduciría la parodia dada más arriba de lo universal evidente del deber del depositario, a saber que la bipolaridad con que se instaura la ley moral no es otra cosa que esa escisión del sujeto que se opera por toda intervención del significante: concretamente del sujeto de la enunciación al sujeto del enunciado.

La ley moral no tiene otro principio. Y aun así es preciso que sea patente, so pena de prestarse a esa mistificación que el chiste del «Viva Polonia» hace sentir.

En lo cual la máxima sadiana es, por pronunciarse por la boca del Otro, más honesta que si apelara a la voz de dentro, puesto que desenmascara la escisión, escamoteada ordinariamente, del sujeto.

El sujeto de la enunciación se desprende en ella tan claramente como del «Viva Polonia», donde sólo se aísla lo que evoca siempre de fun su manifestación.

Baste referirse, para confirmar esta perspectiva, a la doctrina con que el propio Sade funda el reino de su principio. Es la de los derechos del hombre. Es porque ningún hombre puede ser de otro hombre la propiedad, ni de ninguna manera el patrimonio, por lo que no podría hacer de ello pretexto para suspender el derecho de todos a gozar de él cada uno a su capricho . Lo que sufrirá por ello de constricción no es tanto de violencia como de principio, toda vez que la dificultad para quien la hace sentencia no es tanto hacer que consienta en ello como pronunciarla en su lugar.

Es pues sin duda el Otro en cuanto libre, es la libertad del Otro lo que el discurso del derecho al goce pone como sujeto de su enunciación, y no de manera que difiera del Tú eres que se evoca desde el fondo matador de todo imperativo.

Pero no por ello es este discurso menos determinante para el sujeto del enunciado, al que suscita cada vez que dirige su equívoco contenido: puesto que el goce, al confesarse impúdicamente en su expresión misma, se hace polo en una pareja de la cual el Otro está en el hueco que ella horada ya en el lugar del Otro para alzar en él la cruz de la experiencia sadiana.

Suspendamos el decir su resorte para recordar que el dolor, que proyecta aquí su promesa de ignominia, no hace sino coincidir con la mención expresa que de él hace Kant entre las counotaciones de la experiencia moral. Lo que ese dolor vale para la experiencia sadiana se verá mejor de abordarlo par lo que tendría de desarmante el artificio de los estoicos para con él: el desprecio.

Imagínese una continuación de Epicteto en la experiencia sadiana: «Ves, la has roto», dice designando su pierna. Rebajar el goce a la miseria de tal efecto en el que tropieza su búsqueda, ¿no es convertirlo en asco?

En lo cual se muestra que el goce es aquello con que se modifica la experiencia sadiana. Pues no proyecta acaparar una voluntad sino a condición de haberla atravesado ya para instalarse en lo más íntimo del sujeto al que provoca más allá, por herir su pudor.

Pues el pudor es amboceptivo de las coyunturas del ser: entre dos, el impudor de uno basta para constituir la violación del pudor del otro. Canal capaz de justificar, si fuese necesario, lo que produjimos antes de la aserción, en el lugar del Otro, del sujeto.

Interroguemos a ese gozo precario por estar suspendido en el Otro de un eco al que sólo suscita a condición de abolirlo a medida que lo suscita, para aIcanzar lo intolerable. ¿No nos parece finalmente exaltarse únicamente ante sí mismo a la manera de otra, horrible libertad?

Así también vamos a ver descubrirse ese tercer término que, según Kant, estaría ausente de la experiencia moral. Es a saber: el objeto, que se ve obligado, para asegurarlo a la voluntad en el cumplimiento de la ley, a confinar en lo impensable de la Cosa-en-sí. Ese objeto ¿no lo tenemos aquí, habiendo descendido de su inaccesibilidad, en la experiencia sadiana, y develado como Ser-allí, Dasein, del agente del tormento?

No sin conservar la opacidad de lo trascendente. Pues ese objeto está extrañamente separado del sujeto. Observemos que el heraldo de la máxima no necesita ser aquí más que punto de emisión. Puede ser una voz en la radio, que recuerda el derecho promovido por el suplemento de esfuerzo que ante el llamado de Sade los franceses hubieran aceptado, y la máxima convertida para su República regenerada en Ley orgánica.

Tales fenómenos de la voz, concretamente los de la psicosis, tienen efectivamente este aspecto del objeto. Y el psicoanálisis no estaba lejos en su aurora de referir a ellos la voz de la conciencia.

Se ve lo que motiva a Kant a considerar ese objeto como hurtado a toda determinación de la estética trascendental, aun cuando no deja de aparecer en algún chichón del velo fenomenal, ya que no carece de lugar, ni de tiempo en la intuición, ni de modo que se sitúa en lo irreal, ni de efecto en Ia realidad: no es sólo que la fenomenología de Kant falle aquí, es que la voz incluso loca impone la idea del sujeto, y que no es preciso que el objeto de la ley no sugiera una malignidad del Dios real.

Sin duda el cristianismo educó a los hombres a ser poco quisquillosos del lado del goce de Dios, y en esto es en lo que Kant logra hacer pasar su voluntarismo de la Ley-por-la-Ley, el cual carga la mano, puede decirse, en la ataraxia de la experiencia estoica. Puede pensarse que Kant está aquí bajo la presión de lo que oye de demasiado cerca, no de Sade, sino de tal místico de su país, en el suspiro que ahoga lo que entrevé más allá de haber visto que su Dios es sin rostro: Grimmigkeit? Sade dice: Ser-supremo-en-maldad.

Pero ¡pfuit! Schwärmereien, negros enjambres, os mandamos lejos para volver a la función de la presencia en el fantasma sadiano.

Ese fantasma tiene una estructura que volverá a encontrarse más lejos y en la que el objeto no es más que uno de los términos en que puede extinguirse la búsqueda que figura. Cuando el goce se petrifica en él, se convierte en el fetiche negro en que se reconoce la forma claramente ofrecida en tal tiempo y lugar, y todavía en nuestros dias, para que se adore en ella al dios.

Es lo que sucede con el ejecutor en la experiencia sádica, cuando su presencia en el límite se resume en no ser ya sino su instrumento.

Pero que su goce se coagule en ella no la exime de la humildad de un acto con el que nada puede hacer para que no se presente como ser de carne y, hasta el hueso, siervo del placer.

Duplicación que no refleja, ni devuelve la recíproca (¿por qué no sería su mutualidad?) a la que se ha operado en el Otro de las dos alteridades del sujeto.

El deseo, que es el soporte de esa escisión del sujeto, se avendría sin duda a decirse voluntad de goce. Pero esa apelación no lo haría más digno de la voluntad que invoca en el Otro, manteniéndola hasta el extremo de su división respecto de su pathos; pues para eso, parte ya vencido, prometido a la impotencia.

Puesto que parte sometido al placer, cuya ley es hacerlo quedar siempre corto en sus miras. Homeostasis encontrada siempre demasiado pronto por el viviente en el umbral mas bajo de la tensión con que malvive. Siempre precoz la recaída del ala con que le es dado poder rubricar la reproducción de su forma. Ala sin embargo que tiene que elevarse aquí a la función de figurar el lazo del sexo con la muerte. Dejémosla reposar bajo su velo eleusiano.

El placer pues, rival allá de la voluntad que estimula, no es ya aquí sino cómplice desfalleciente. En el tiempo mismo del goce, estaría simplemente fuera de juego, si el fantasma no interviniese para sostenerlo con la discordia misma a la que sucumbe.

Para decirlo de otro modo, el fantasma hace al placer propio para el deseo. E insistamos en que deseo no es sujeto, por no ser en ninguna parte indicable en un significante de la demanda, cualquiera que ella sea, por no ser articulable en ella aun cuando está articulado en ella.

El asidero del placer en el fantasma es fácil de asir aquí.

La experiencia fisiológica demuestra que el dolor es de un ciclo más largo desde todo punto de vista que el placer, puesto que una estimulación lo provoca en el punto donde el placer termina. Por muy prolongado que se lo suponga, tiene sin embargo como el placer su término: es el desvanecimiento del sujeto.

Tal es el dato vital que va a aprovechar el fantasma para fijar en lo sensible de la experiencia sadiana el deseo que aparece en su agente.

El fantasma se define por la forma más general que recibe de un álgebra construída por nosotros para este efecto, o sea la fórmula (S/ ( a), donde el rombo (se lee «deseo de», que ha de leerse igual en sentido retrógrado, introduciendo una identidad que se funda en una no-reciprocidad absoluta. (Relación coextensiva a las formaciones del sujeto.)

Sea como sea, esta forma se muestra particularmente fácil de animar en el caso presente. Articula allí en efecto el placer al que se ha sustituido un instrumento (objeto a de la fórmula) con la suerte de división sostenida del sujeto a la que ordena Ia experiencia.

Lo cual sólo se obtiene a condición de que su agente aparente se coagule en la rigidez del objeto, en la mira en que su división de sujeto le sea entera desde el Otro devuelta.

Una estructura cuatripartita es desde el inconsciente siempre exigible en la construcción de una ordenación subjetiva. Cosa que satisfacen nuestros esquemas didácticos.

Modulemos el fantasma sadiano con uno nuevo de esos esquemas (Falta gráfico):

La línea de abajo satisface el orden del fantasma, en cuanto que éste soporta la utopía del deseo.

La línea sinuosa inscribe la cadena que permite un cálculo del sujeto. Está orientada, y su orientación constituye un orden donde la aparición del objeto a en el lugar de la causa se ilumina con lo universal de su relación con la categoría de la causualidad, lo cual, si se fuerza el umbral de la deducción trascendental de Kant, instauraría sobre el pivote de lo impuro una nueva Crítica de la Razón.

Que la la V que en ese lugar situado por encima parece imponer la voluntad que domina todo el asunto, pero cuya forma también evoca la reunión de lo que divide reteniéndolo junto con un vel, a saber dando a escoger lo que hará el S/ (S tachado) de la razón práctica, del S sujeto bruto del placer (sujeto «patológico») .

Es pues efectivamente la voluntad de Kant la que se encuentra en el lugar de esa voluntad que no puede llamarse de goce sino explicando que es el sujeto reconstituido de la enajenación al precio de no ser sino el instrumento del goce. Así Kant, puesto en interrogatorio «con Sade», es decir con Sade haciendo oficio, para nuestro pensamiento como en su sadismo, de instrumento, confiesa lo que cae bajo el sentido del «¿Qué quiere?» que en lo sucesivo no le falta a nadie.

Utilícese ahora ese gráfico bajo su forma sucinta, para encontrarse en la selva del fantasma, que Sade en su obra desarrolla en un plano de sistema.

Se verá que hay una estática del fantasma, por la cual el punto de afanisis, supuesto en S/, debe hacérsele en la imaginación retroceder infinitamente. De donde la poco creíble sobrevivencia con que Sade dota a las víctimas de los estragos y tribulaciones que les inflige en su fábula. El momento de su muerte sólo parece motivado en ellas por la necesidad de sustituir en una combinatoria que es la única que exige su multiplicidad. Unica (Justine) o múltiple, la víctima tiene la monotonía de la relación del sujeto con el significante, en la cual, si hemos de confiarnos a nuestro grafo, consiste. Por ser el objeto a del fantasma, que se sitúa en lo real, la tropa de los atormentadores (véase Juliette) puede tener más variedad.

La exigencia, en la figura de las víctimas, de una belleza siempre clasificada como incomparable (y por lo demás inalterable, cf. más arriba), es otro asunto, que podría despacharse con algunos postulados banales, pronto impugnados, sobre el atractivo sexual. Más bien habrá de verse en esto la mueca de lo que hemos demostrado, en la tragedia, de la función de la belleza: barrera extrema para prohibir el acceso a un horror fundamental. Piénsese en la Antígona de Sófocles y en el momento en que estalla en ella el Erwz anicate macan

Esta excursión no cesaría aquí si no introdujese lo que puede llamarse la discordancia de las dos muertes, introducida por la existencia de la condenación. El entre-dos-muertes del más acá es esencial para mostrarnos que no es otro sino aquel con que se sostiene el más allá.

Se ve bien en la paradoja que constituye en Sade su posición respecto del infierno. La idea del infierno, cien veces refutada por él y maldita como media de sujeción de la tiranía religiosa, regresa curiosamente a motivar los gestos de uno de sus héroes, sin embargo de los más avezados de la subversión libertina en su forma razonable, concretamente el repulsivo Saint-Fond . Las prácticas cuyo suplicio último impone a sus víctimas se fundan en la creencia de que puede devolver por ellas en el más allá el tormento eterno. Conducta respecto de la cual, por su recelo relativo a la mirada de sus cómplices, y creencia de la cual, por su azoro al explicarse sobre alla, el personaje subraya su autenticidad. Así lo escuchamos unas páginas más allá intentar hacerlas plausibles en su discurso por el mito de una atracción que tiende a reunir las «partículas del mal».

Esta incoherencia en Sade, desatendida por los sadistas, un poco hagiógrafos también ellos, se iluminaría si se señalara bajo su pluma el término formalmente expresado de la segunda muerte. La seguridad que espera de ella contra la espantosa rutina de la naturaleza (aquella que, si hemos de hacerle caso en otros lugares, el crimen tiene la función de romper) exigiría que llegase a un extremo donde se redobla el desvanecimiento del sujeto: con el cual simboliza en el voto de que los elementos descompuestos de nuestro cuerpo, para que no se reúnan de nuevo, sean aniquilados a su vez.

Que Freud sin embargo reconozca el dinamismo de ese voto  en ciertos casos de su práctica, que reduzca muy claramente, demasiado claramente acaso, su función a una analogía con, el principio de placer, ordenándola a una «pulsión» (demanda) «de muerte», esto es lo que rechazará el consentimiento especialmente de tal o cual que no ha podido ni siquiera aprender en la técnica que debe a Freud, como tampoco en sus lecciones, que el lenguaje tenga otro efecto que el utilitario, o de ceremonia cuando más. Freud le sirve en los congresos.

Sin duda, a los ojos de semejantes fantoches, los millones de hombres para quienes el dolor de existir es la evidencia original para las prácticas de salvación que fundan en su fe en Buda son subdesarrollados, o más bien, como para Buloz, director de la Revue des Deux Mondes, que se lo dijo claramente a Renan al rechazarle,  su artículo sobre el budismo, esto después de Burnouf, o sea en algún punto de los años 50 (del siglo pasado), para ellos no es «posible que haya gente tan tonta como eso».

¿No han escuchado pues, si creen tener mejor oído que los otros psiquiatras, ese dolor en estado puro modelar la canción de algunos enfermos a los que llaman melancólicos?

¿Ni recogido uno de esos sueños que dejan al soñador trastornado, por haber llegado, en la condición experimentada de un renacimiento inagotable, hasta el fondo del dolor de existir?

¿O para volver a poner en su lugar esos tormentos del infierno que nunca pudieron imaginarse más allá de aquello cuyo mantenimiento tradicional asegura a los hombres en este mundo, les conminaremos a pensar en nuestra vida cotidiana como si hubiese de ser eterna?

No hay que esperar nada, ni siquiera de la desesperación, contra una estupidez en suma sociológica, y de la que sólo nos ocupamos para que no se espere afuera demasiado, en lo que se refiere a Sade, de los círculos donde se tiene una experiencia más segura de las formas del sadismo.

Principalmente sobre lo que se divulga de equívoco alrededor de él en cuanto a la relación de reversión que uniría al sadismo con una idea del masoquismo respecto de la cual se imágen difícilmente fuera la mescolanza que sostiene. Más vale encontrar en esto el precio de una historieta, famosa, sobre la explotación del hombre por el hombre: definición del capitalismo ya se sabe. ¿Y el socialismo entonces? Es lo contrario.

Humor involuntario, es el tono del que toma su efecto cierta discusión del psicoanálisis. Fascina por ser además inadvertido.

Hay sin embargo doctrinarios que se esfuerzan por un aseo más cuidadoso. Nos espetan al charlatán existencialista, o más sobriamente al ready-made personalista. Lo cual resulta en que el sádico «niega la existencia del Otro». Es de todo a todo, hay que confesarlo, lo que acaba de aparecer en nuestro análisis.

Si lo seguimos, ¿no es más bien que el sadismo rechaza hacia el Otro el dolor de existir, pero sin ver que por ese sesgo se transmuta éI mismo en un «objeto eterno», si el señor Whitehead tiene a bien prestarnos ese término?

¿Pero por qué no habría de hacernos un bien común? ¿No es éste, redención, alma inmortal, el estatuto del cristiano? No tan aprisa, para no ir tampoco demasiado lejos.

Veamos más bien que Sade no es engañado por su fantasma, en la medida en que el rigor de su pensamiento pasa a la lógica de su vida.

Pues propongamos aquí una tarea a nuestros lectores.

La delegación que Sade hace a todos, en su República, del derecho al goce, no se traduce en nuestro grafo por ninguna reversión de simetría sobre ningún eje o centro cualquiera, sino solamente por un paso de rotación de un cuarto de círculo.

La voluntad de goce, no permite ya negar su naturaleza de pasar a la constricción moral ejercida implacablemente por la Presidenta de Montreuil sobre el sujeto respecto del cual se ve que su división no exige ser reunida en un solo cuerpo.

(Observemos que sólo el Primer Cónsul sella esta división con su efecto de enajenación administrativamente confirmado.)

Esta división aquí reúne como S al sujeto bruto que encarna el heroísmo propio de lo patológico bajo la especie de la fidelidad a Sade que van a atestiguar los que fueron primeramente complacientes con sus excesos, su mujer, su cuñada -su valet, ¿por qué no?-, otras devociones borradas de su historia.

En cuanto a Sade, el S/ (S tachado), se ve finalmente que como sujeto es en su desaparición donde rubrica, una vez que las cosas han llegado a su término. Sade desaparece sin que nada, increíblemente, menos aun que de Shakespeare, nos quede de su imagen, después de haber ordenado en su testamento que una espesura borrase hasta el rastro en la piedra de un nombre que sella su destino.

Mh junai no haber nacido, su maldición menos santa que la de Edipo no lo lleva junto a los Dioses, pero se eterniza:

a) en la obra cuya insumergible flotación nos muestra Jules Janin con un revés de su mano, haciéndola saludar a libros que la enmascaran, si hemos de creerle, en toda digna biblioteca, san Juan Crisóstomo o los Pensamientos [de Pascal].

Obra aburrida la de Sade, si hemos de escucharles, sí, como ladrones en feria, señor juez y señor académico, pero siempre suficiente para hacerles el uno por el otro, el uno y el otro, el uno en el otro, molestarse .

Es que un fantasma es efectivamente bien molesto puesto que no se sabe dónde ponerlo, por el hecho de que está allí, entero en su naturaleza de fantasma que no tiene otra realidad que de discurso y no espera nada de los poderes de uno, pero que le pide a uno, él, que se ponga en regla con los propios deseos.

Acérquese ahora el lector con reverencia a esas figuras ejemplares que, en el tocador sadiano, se disponen y se deshacen en un rito foráneo. «La postura se rompe.»

Pausa ceremonial, escansión sagrada.

Saluden en ellos los objetos de la ley, de quienes nada sabrán a falta de saber como encontrarse ustedes mismos en los deseos de los que son causa.

Il est bon d’être charitable
Mais avec qui? Voilà le point.

[Es bueno ser caritativo
¿Pero con quién? Tal es el quid.]

Un tal señor Verdoux lo resuelve todos los días metiendo mujeres en el horno hasta que el mismo pasa a la silla eléctrica. Pensaba que los suyos deseaban vivir confortablemente. Más esclarecido, el Buda se daba a devorar a aquellos que no conocían el camino. A pesar de ese eminente patronazgo que bien podría fundarse tan sólo en un rnalentendido (no es seguro que a la tigresa le gusta comer Buda), la abnegación del señor Vérdoux proviene de un error que merece severidad puesto que un poco de grano de Crítica, que no cuesta cara, se lo hubiera evitado. Nadie duda que la práctica de la Razón hubiera sido más económica a la vez que más legal, aunque los suyos hubiesen tenido que saltearla un poco.

«¿Pero qué son», dirán ustedes, «todas estas metáforas y para qué. . .?»

Las moléculas, monstruosas al reunirse aquí para un goce espintriano, nos despiertan a la existencia de otras más ordinarias que encontrar en la vida, cuyos equívocos acabamos de evocar. Más respetables de pronto que estas últimas, por aparecer más puras en sus valencias.

Deseos… los únicos aquí que las ligan, y exaltados por hacer manifiesto en ellas que el deseo es el deseo del Otro.

Si se nos ha leído hasta aquí, se sabe que el deseo más exactamente se sostiene gracias a un fantasma uno de cuyos pies por lo menos está en el Otro, y precisamente el que cuenta, incluso y sobre todo si le ocurre que cojea.

El objeto, ya lo hemos mostrado en la experiencia freudiana , el objeto del deseo allí donde se propone desnudo, no es sino la escoria de un fantasma dónde el sujeto no se repone de su síncope. Es un caso de necrofilia.

Titubea de manera complementaria al sujeto, en el caso general.

En eso es en lo que es tan inasible como lo es según Kant el objeto de la ley. Pero aquí asoma la sospecha que impone ese paralelismo. La ley moral, ¿no representa el deseo en el caso en que no es ya el sujeto, sino el objeto el que falta?

El sujeto, al quedar él solo en presencia, bajo la forma de la voz, adentro, sin pies ni cabeza según lo que dice las más de las veces, ¿no parece significarse suficientemente con ese tachado con que lo hace bastardo el significante S/ soltado del fantasma (S/ (a) del que deriva, en los dos sentidos de este término?

Si este símbolo devuelve su lugar al mandamiento de dentro que maravilla a Kant, nos abre los ojos para el encuentro que, de la ley al deseo, va más allá del escamoteo de su objeto, para la una como para el otro.

Es el encuentro donde juega el equívoco de la palabra libertad: sobre la cual, si la birla, el moralista nos muestra siempre más impudicia que imprudencia.

Escuchemos más bien al propio Kant ilustrarlo una vez más
. «Supongamos», nos dice, «que alguien pretenda no poder resistir a su pasión, cuando el objeto amado y la ocasión se presentan, ¿acaso si se hubiera alzado un patíbulo delante de la casa donde encuentra esa ocasión, para atarle a él inmediatamente después de que hubiera satisfecho su deseo, le sería todavía imposible resistir a él? No es difícil adivinar lo que contestaría. Pero si su príncipe le ordenara, bajo pena de muerte, hacer un falso testimonio contra un hombre honrado al que quisiera perder por medio de un pretexto especioso, ¿miraría como posible el vencer en semejante caso su amor a la vida, por grande que fuese? Si lo haría o no, es tal vez algo que no se atrevería a decidir, pero que le sería posible, es algo que concederá sin vacilar. Juzga pues que puede hacer algo porque tiene la conciencia de deber hacerlo, y reconoce así en sí mismo la libertad que, sin la ley moral, habría permanecido para siempre desconocida de él»

La primera respuesta que se supone aquí de un sujeto del que se nos advierte primero que en éI muchas cosas suceden en palabras nos hace pensar que no se nos da la letra de éstas, siendo así que todo consiste en eso. Es que, para redactarla, se prefiere recurrir a un personaje cuya vergüenza correríamos en todo caso el riesgo de ofender, pues en ninguno bebería de esa agua. Es a saber ese burgués ideal ante el cual en otro lugar, sin duda para dar un chasco a Fontenelle, el centenario demasiado galante, Kant declare quitarse el sombrero.

Eximiremos pues al golfo del testimonio bajo juramento. Pero podría suceder que un defensor de la pasión, y que fuese lo bastante ciego para mezclar con ella el pundonor, plantease un problema a Kant, obligándolo a comprobar que ninguna ocasión precipita a algunos con mayor seguridad hacia su meta que el verla ofrecerse a despecho, incluso con desprecio del patíbulo.

Pues el patíbulo no es la ley, ni puede ser aquí acarreado por ella. No hay más furgón que el de la policía, la cual bien puede ser el Estado, como dicen del lado de Hegel. Pero la ley es otra cosa, como es sabido desde Antígona.

Kant por lo demás no lo contradice con su apólogo: el patíbulo sólo se presenta en él para que se ate, junto con el sujeto, su amor a la vida.

Ahora bien, esto es lo que el deseo puede en la máxima: Et non propter vitam vivendi perdere causas pasar a ser en un ser moral, y precisamente porque es moral,pasar al rango de imperativo categórico, si está mínimamente entre la espada y la pared. Que es precisamente donde lo colocan aquí.

El deseo, lo que se llama el deseo, basta para hacer que la vida no tenga sentido si produce un cobarde. Y cuando la ley está verdaderamente ahí, el deseo no se sostiene, pero es por la razón de que la ley y el deseo reprimido son una sola y misma cosa, incluso esto es lo que Freud descubrió. Ganamos el punto a medio tiempo, profesor.

Pongamos nuestro éxito en el cuadro de la tropa, reina del juego como es sabido. Pues no hemos hecho intervenir ni a nuestro Caballo, cosa que sin embargo nos era fácil, puesto que sería Sade, que nos parece aquí bastante calificado -ni nuestro Alfil, ni nuestra Torre, los derechos del hombre, la libertad de pensamiento, tu cuerpo es tuyo, ni nuestra Reina, figura adecuada para designar las proezas del amor cortés.

Hubiera sido molestar a demasiada gente para un resultado menos seguro.

Pues si arguyo que Sade, por algunas travesuras, aceptó con conocimiento de causa (ver lo que hace de sus «salidas», lícitas o no) el riesgo de ser encerrado en la Bastilla durante la tercera parte de su vida, travesuras un poco aplicadas sin duda, pero tanto más demostrativas en cuanto a la recompensa, me echo encima a Pinel y su pineleria que vuelve. Locura moral, opine. En todo caso, bonito asunto. Y ya me veo llamado otra vez a la reverencia para con Pinel a quien debemos uno de los pasos más nobles de la humanidad. -Trece años de Charenton para Sade forman parte efectivamente de ese paso. -Pero no era su lugar. En eso consiste todo. Es ese paso mismo el que lo lleva allí. Pues en cuanto a su lugar, toda cosa pensante está de acuerdo en eso, estaba en otra parte. Pero hay esto: los que piensan bien piensan que estaba fuera, y los «bien-pensantes», desde Royer-Collard que lo reclamó en aquella época, lo veían en el presidio, incluso en la horca. En esto precisamente es en lo que Pinel es un momento del pensamiento. Quieras que no, acredita el abatimiento que a derecha y a izquierda el pensamiento hace sufrir a Ias libertades que la Revolución acaba de promulgar en su nombre.

Pues si consideramos los derechos del hombre bajo la óptica de la filosofía, vemos aparecer lo que por lo demás todo el mundo sabe ahora de su verdad. Se reducen a la libertad de desear en vano.

Buen pan como unas hostias, pero ocasión de reconocer en ello nuestra libertad espontánea de hace un rato, y de confirmar que es ciertamente la libertad de morir.

Pero también de atraernos el gruñido de los que la encuentran poco nutritiva. Numerosos en nuestra época. Renovación del conflicto de las necesidades y de los deseos, donde casualmente es la ley la que echa el resto.

Para la mala pasada que puede hacérsele al apólogo kantiano, el amor cortés ofrece una vía no menos tentadora, pero exige ser erudita. Ser erudito por posición es atraerse a los eruditos, y los eruditos en este terreno son la entrada de los payasos.

Ya Kant aquí por un pelo no nos hace perder la seriedad, por falta del menor sentido de lo cómico (prueba de ello lo que dice sobre ese tema en su lugar).

Pero alguien a quien le falta, pero lo que se dice faltarle, se habrá notado, es Sade. Este umbral le sería tal vez fatal y un prefacio no está hecho para desfavorecer.

Así, pasemos al segundo tiempo del apólogo de Kant. No el menos concluyente para sus fines. Pues supuesto que su ilota tenga la menor agilidad mental, le preguntará si será su deber casualmente dar un testimonio verdadero en caso de que fuese el medio con que el tirano pudiera satisfacer sus ganas.

¿Debería decir que el inocente es un judío por ejemplo, si lo es de veras, ante un tribunal, es cosa que se ha visto, que encuentra en eso materia de reprensión -o también que sea ateo, cuando precisamente pudiera darse que él mismo fuese un hombre como para entendérselas mejor sobre el alcance de la acusación que un consistorio que no quiere más que un expediente -y la desviación de «la línea», va a alegar su inocencia en un momento y en un lugar donde la regla del juego es la autocrítica -y que más? Después de todo, ¿un inocente es acaso del todo una blanca paloma, va a decir lo que sabe?

Puede erigirse en deber la máxima de llevar la contra al deseo del tirano, si el tirano es el que se arroga el poder de someter el deseo del Otro.

Así en las dos longitudes (y la mediación precaria) de las que Kant se hace palanca para mostrar que la ley pone en equilibrio no sólo el placer, sino dolor, felicidad y asimismo presión de la miseria, incluso amor a la vida, todo lo patológico, se manifiesta que el deseo puede no sólo tener el mismo éxito, sino obtenerlo con más derecho.

Pero si la ventaja que hemos dejado tomar a la Crítica por la alacridad de su argumentación debiera algo a nuestro deseo de saber adónde quería ir a parar, ¿no puede la ambigüedad de ese éxito invertir su movimiento hacia una revisión de las concesiones sorprendidas?

Tal por ejemplo la desgracia en que se hizo caer un poco apresuradamente a todos los objetos que podrían proponerse como bienes, por ser incapaces de lograr el acuerdo de las voluntades: simplemente por introducir la competencia. Así Milán que Carlos V y Francisco I supieron lo que les costó por ver en ella el mismo bien uno y otro.

Esto es claramente desconocer lo que sucede con el objeto del deseo.

Al que no podemos introducir aquí sino recordando lo que enseñamos sobre el deseo, que ha de formularse como deseo del Otro, por ser desde su origen deseo de su deseo. Lo cual hace concebible el acuerdo de los deseos, pero no sin peligro. Por la razón de que ordenándose en una cadena que se parece a la procesión de los ciegos de Brueghel, cada uno sin duda tiene la mano en la mano del que le precede, pero ninguno sabe adónde van todos juntos.

Pero de desandar el camino, todos tienen ciertamente la experiencia de una regla universal, pero para no saber más que eso.

¿La solución conforme a la Razón práctica sería que den vueltas en redondo?

Incluso ausente, la mirada es sin duda allí un objeto como para presentar a cada deseo su regla universal, materializando su causa, ligando a ella la división «entre centro y ausencia» del sujeto.

Atengámonos entonces a decir que una práctica como la del psicoanálisis, que reconoce en el deseo la verdad del sujeto, no puede desconocer lo que va a seguir, sin demostrar lo que ella reprime.

El desplacer se reconoce allí por experiencia que da su pretexto a la represión del deseo, al producirse en el camino de su satisfacción: pero asimismo que da la forma que toma esa satisfacción misma en el retorno de lo reprimido.

De modo semejante el placer redobla su aversión a reconocer la ley, por sostener el deseo de satisfacerla que es la defensa.

Si la felicidad es agrado sin ruptura del sujeto en su vida, como la define muy clásicamente la Crítica, está claro que se rehusa a quien no renuncie a la vía del deseo. Esta renunciación puede ser voluntaria, pero al precio de la verdad del hombre, lo cual queda bastante claro por la reprobación en que han caído ante el ideal común los epicúreos, y hasta los estoicos. Su ataraxia destituye su sabiduría. No se les tiene en cuenta para nada que rebajen el deseo; pues no sólo no se considera que la ley se alce por ello, sino que es por eso, sépase o no, por lo que se la siente derribada.

Sade, el imperfecto, continúa a Saint-Just donde es debido. Que la felicidad se haya convertido en un factor de la política es una proposición impropia. Siempre lo ha sido y volverá a traer el cetro y el incensario que se las arreglan muy bien con ella. Es libertad de desear la que es un factor nuevo, no por inspirar una revolución, siempre es por un deseo por lo que se lucha y se muere, sino por el hecho de que esa revolución quiere que su lucha sea por la libertad del deseo.

De ello resulta que quiere también que la ley sea libre, tan libre que la necesita viuda, la Viuda, por excelencia, la que manda al canasto la cabeza de uno por poco que cabecee en el asunto. Si la cabeza de Saint-Just hubiese seguido habitada por fantasmas de Organt, tal vez hubiera hecho de Termidor su triunfo.

El derecho al goce, si fuera reconocido, relegaría a una era desde ese momento caduca la dominación del principIo de placer. Al enunciarlo, Sade hace deslizarse para cada uno con una fractura imperceptible el eje antiguo de la ética: que no es otra cosa que el egoísmo de la felicidad.

Del cual no puede decirse que toda referencia a él esté exenta en Kant por la familiaridad misma con que le hace compañía, y más aun por los retoños suyos que capta uno en las exigencias con que arguye tanto por una retribución en el más allá como por un progreso aquí abajo.

Déjese entrever otra felicidad cuyo nombre dijimos primero, y el estatuto del deseo cambia, imponiendo que se le reexamine.

Pero aquí es donde debe juzgarse algo. ¿Hasta dónde nos lleva Sade en la experiencia de ese goce, o sólo de su verdad?

Pues esas pirámides humanas, fabulosas para demostrar el goce en su naturaleza de cascada, esas caídas de agua del deseo edificadas para que aquélla irise los jardines de éste de una voluptuosidad barroca, si más alto aún la hiciera brotar en el cielo, de más cerca nos atraería la pregunta de lo que está allí chorreando.

De los imprevisibles quanta con que tornasola el átomo amor-odio en la vecindad de la Cosa de donde el hombre emerge con un grito, lo que se experimenta, después de ciertos límites, no tiene nada que ver con aquello con que se sostiene el deseo en el fantasma que precisamente se constituye por esos límites.

Esos límites sabemos que en su vida Sade los rebasó.

Y esa depuración de su fantasma en su obra sin duda no nos lo habría dado de otro modo.

Tal vez causemos asombro al poner en tela de juicio lo que de esa experiencia real la obra traduciría también.

Si nos atenemos al tocador, por una vislumbre bastante vivaz de los sentimientos de una hija hacia su madre, queda que la maldad, tan justamente situada por Sade en su trascendencia, no nos enseña aquí nada muy nuevo sobre sus modulaciones de corazón.

Una obra que quiere ser malvada no podría permitirse ser una mala obra, y hay que decir que la filosofía se presta a este chiste por todo un lado de buena obra.

Hay mucho predicar ahí adentro.

Sin duda es un tratado de la educación de las muchachas y sometido en cuanto a tal a las leyes de un género. A pesar de la ventaja que saca de poner de manifiesto lo «sádico-anal» que oscurecía ese tema en su insistencia obsesiva en los dos siglos precedentes, sigue siendo un tratado de la educación. El sermón es en él aplastante para la víctima, fatuo por parte del institutor.

La información histórica, o mejor dicho erudita, es gris y hace añorar a un La Mothe le Vayer. la fisiología se compone de recetas de ama de cría. En lo relativo a la educación sexual, cree uno estar leyendo un opúscuIo mádico de nuestros dias sobre el tema, que ya es decir.

Más continuidad en el escándalo de reconocer en la impotencia en que se despliega comúnmente la intención educativa, aquella misma contra la que se esfuerza aquí el fantasma: de donde nace el obstáculo a todo balance válido de los efectos de la educación, puesto que no puede confesarse en él de la intención lo que produce los resultados.

Este rasgo hubiera podido ser precioso por los efectos loables de la impotencia sádica. Que Sade lo haya errado da qué pensar.

Su carencia se confirma por otra no menos notable: la obra no nos presenta nunca el éxito de una seducción en la que sin embargo se coronaría el fantasma: aquella por la cual la víctima, aunque fuese en su último espasmo, llegase a consentir en la intención de su atormentador, o aun se enrolase por su lado gracias al impulso de ese consentimiento.

En lo cual se demuestra desde otro ángulo que el deseo es el revés de la ley. En el fantasma sadiano, se ve cómo se sostienen. Para Sade, se está siempre del mismo lado: el bueno o el malo; ninguna injuria cambiará nada en esto. Es pues el triunfo de la virtud: esa paradoja no hace más que coincidir con la ridiculez propia del libro edificante, al que la Justina apunta demasiado para no abrazarlo.

Con la salvedad de la nariz que se mueve, situada al final del Diálogo de un sacerdote y de un moribundo, póstumo (confesarán ustedes que hay aquí un tema poco propicio a otras gracias que la gracia divina), se hace sentir a voces en la obra la ausencia de un rasgo de ingenio, y puede decirse, más ampliamente, de ese wit cuya exigencia había dicho Pope desde hacía casi un siglo.

Evidentemente esto se olvida por la invasión pedantesca que pesó sobre las letras francesas desde la W. W. ll [segunda guerra mundial].

Pero si se necesita mucho estómago para seguir a Sade cuando preconiza la calumnia, primer artículo de la moralidad que ha de instituirse en la república, preferiría uno que pusiera en ello la sal de un Renan. «Felicitémonos», escribe éste último, «de que Jesús no haya topado con ninguna ley que castigase el ultraje a una clase de ciudadanos. los fariseos hubieran sido inviolables»  y continúa: «Sus exquisitas burlas, sus mágicas, provocaciones herían siempre en el corazón. Esa túnica de Neso del ridículo que el judío, hijo de los fariseos, arrastra en harapos tras de sí desde hace dieciocho siglos, fue Jesús quien la tejió por un artificio divino. Obra maestra de alta burla, su rasgos se han inscrito con líneas de fuego en la carne del hipócrita y del falso devoto. Rasgos incomparables, rasgos dignos de un Hijo de Dios. Sólo un Dios sabe matar de esa manera. Sócrates y Moliére no hacen más que arañar la piel. Este lleva hasta el fondo de los huesos el fuego y la rabia.»

Pues estas observaciones toman su valor de la continuación que sabemos, queremos decir la vocación del Apóstol de la fila de los fariseos y el triunfo de las virtudes fariseas, universal. Lo cual se nos concederá que se presta un argumento más pertinente que la excusa más bien ramplona con que se contenta Sade en su apología de la calumnia: que el hombre honrado triunfará siempre de ella.

Esta perogrullada no estorba a la sombría belleza que irradia. de ese monumento de desafíos. Esta al darnos testimonio de la experiencia que buscamos detrás de la fabulación del fantasma. Experiencia trágica, por proyectar aquí su condición en una iluminación de más allá de todo temor y piedad.

Sideración y tinieblas, tal es, al revés que el rasgo de ingenio, la conjunción que en esas escenas nos fascina con su brillar de carbón.

Este carácter trágico es de la especie que se precisará más tarde en el siglo en más de una obra, novela erótica o drama religioso. lo llamaríamos lo trágico chocho, que hasta nosotros no se sabía, salvo en las bromas de colegial, que estuviese a un tiro de piedra de lo trágico noble. Para entendernos búsquese la referencia de la trilogía claudeliana del Padre humillado. (Para entendernos, sépase también que hemos demostrado en esta obra los rasgos de la más auténtica tragedia. Es Melpómene la que está en las últimas, con Clío, sin que se vea cuál enterrará a la otra.)

Nos encontramos por fin en posición de interrogar al Sade,
mi prójimo cuya invocación debemos a la extrema perspicacia de Pierre Klossowski.

Sin duda la discreción de este autor le hace cobijar su fórmula con una referencia a san Labro. No por ello nos sentimos más inclinados a darle el mismo cobijo.

Que el fantasma sadiano encuentre mejor cómo situarse en los defensores de la ética cristiana que en otra parte, es cosa que nuestros puntos de referencia de estructura hacen fácil de captar.

Pero que Sade por su parte se niegue a ser mi prójimo es cosa  que debe recordarse, no para negarle lo mismo a nuestra vez, sino para reconocer con ello el sentido de esa negativa.

Creemos que Sade no es bastante vecino de su propia maldad para encontrar en ella a su prójimo. Rasgo que comparte con muchos y con Freud notablemente. Pues tal es sin duda el único motivo de que unos seres, conocedores a veces, retrocedan ante el mandamiento cristiano.

En Sade, vemos el test de esto, crucial a nuestros ojos, en su rechazo de la pena de muerte, cuya historia bastaría para probar, si no la lógica, que es uno de los correlatos de la Caridad.

Sade se detuvo pues allí, en el punto en que se anuda el deseo a la ley.

Si algo en él se dejó, retener en la ley, por encontrar en ella la ocasión de que habla San Pablo, de ser desmesuradamente pecador, ¿quien le arrojaría la primera piedra? Pero no fue más lejos.

No es sólo que en él como en cada cual la carne sea débil, es que el espíritu es demasiado pronto para no ser engañado. La apología del crimen sólo le empuja a la confesión por un rodeo de la ley. El Ser supremo queda restaurado en el Maleficio.

Escúchenle alabarnos su técnica de poner en obra inmediatamente todo lo que se le pasa par la cabeza, pensando también, al sustituir el arrepentimiento por la reiteración, acabar con la ley dentro. No encuentra nada mejor para alentarnos a seguirlo que la promesa de que la naturaleza mágicamente, mujer como es, nos cederá cada vez más.

Haríamos mal en confiar en este típico sueño de poder.

Nos indica suficientemente en todo caso que ni siquiera se plantea que Sade, como lo sugiere P. Klossowski señalando a la vez que no lo cree, haya alcanzado esa especie de apatía que sería «haber regresado al seno de la naturaleza, al estado de vigilia, en este mundo», habitado por el lenguaje.

De lo que le falta aquí a Sade nos hemos prohibido decir palabra. Deberá sentírselo en la gradación de La filosofía en que sea la aguja curva, cara a los héroes de Buñuel, la que esté llamada finalmente a resolver en la hija un penisneid que se plantea un poco allí.

Sea como sea, se ve que no se ha ganado nada con remplazar aquí a Diótima por Domancé, persona a la que la vía ordinaria parece asustar más de lo que es conveniente y que, ¿lo ha visto Sade?, concluye el asunto con un Noli tangere matrem V…ada y cosida, la madre sigue estando prohibida. Queda confirmado nuestro veredicto sobre la sumisión de Sade a la ley.

De un tratado verdaderamente del deseo pues, poco hay aquí y aun de hecho nada.

Lo que de él se anuncia en ese sesgo tomado de un encuentro no es sino cuando mucho un tono de razón.
R. G. Septiembre de 1962.