Escritos de Lacan: La ciencia y la verdad

El estatuto del sujeto en el psicoanálisis, ¿diremos que lo hemos fundado el año pasado? Llegamos al final a establecer una estructura que da cuenta del estado de escisión, de Spaltung en que el psicoanalista lo detecta en su praxis.

Esta escisión la detecta de manera en cierto modo cotidiana. La admite en la base, puesto que ya el solo reconocimiento del inconsciente basta para motivarla, y puesto que también lo sumerge, si puedo decirlo así, con su constante manifestación.

Pero para que sepa lo que sucede con su praxis, o tan sólo para que la dirija conforme con lo que le es accesible, no basta con que esta división sea para él un hecho empírico, ni siquiera que el hecho empírico se haya formado en paradoja. Se necesita cierta reducción, a veces de realización larga, pero siempre decisiva en el nacimiento de una ciencia; reducción que constituye propiamente su objeto. Es lo que la epistemología se propone definir en cada caso como en todos, sin haberse mostrado, a nuestros ojos por lo menos, a la altura de su tarea.

Pues no sé que haya dado cuenta plenamente por este medio de esa mutación decisiva que por la vía de la física funda la ciencia en el sentido moderno, sentido que se pone como absoluto. Esta posición de la ciencia se justifica por un cambio de estilo radical en el tempo de su progreso, de la forma galopante de su inmixión en nuestro mundo, de las reacciones en cadena que caracterizan lo que podemos llamar las expansiones de su energética. Para todo eso nos parece ser radical una modificación en nuestra posición de sujeto, en el doble sentido de que es allí inaugural y de que la ciencia la refuerza más y más.

Koyré es aquí nuestro guía y es sabido que se le conoce todavía mal.

Así pues, no he dada ahora el paso que se refiere a la vocación de ciencia del psicoanálisis. Pero pudo observarse que tomé como hilo conductor el año pasado cierto momento del sujeto que considero como un correlato esencial de la ciencia: un momento históricamente definido del que tal vez nos queda por saber si es estrictamente repetible en la experiencia, aquel que Descartes inaugura y que se llama el cogito.

Este correlato, como momento, es el desfiladero de un rechazo de todo saber, pero por ello pretende fundar para el sujeto cierta atadura en el ser, que para nosotros constituye el sujeto de Ia ciencia, en su definición, término que debe tomarse en el sentido de puerta estrecha.

Ese hilo no nos guió en vano, puesto que nos llevó a formular al final del año nuestra división experimentada del sujeto, como división entre el salir y la verdad, acompañándola de un modelo topológico, la banda de Moebius que da a entender que no es de una distinción de origen de donde debe provenir la división en que esos dos términos vienen a converger.

Quien confíe en cuanto a Freud en la técnica de lectura que he tenido que imponer cuando se trataba simplemente de volver a colocar cada uno de sus términos en su sincronía, sabrá remontar desde la Ichspaltung sobre la cual la muerte abate su mano, hasta los artículos sobre el fetichismo (de 1927) y sobre la pérdida de la realidad (de 1924), para comprobar en ellos que el retoque doctrinal llamado de la segunda tópica no introduce bajo los términos del Ich, del überich, incluso del Es ninguna certificación de aparatos, sino una vuelta a la experiencia según una dialéctica que se define del mejor modo como lo que el estructuralismo ahora permite elaborar lógicamente: a saber el sujeto, y el sujeto tomado en una división constituyente.

Después de lo cual el principio de realidad pierde la discordancia que lo marcaría en Freud si debiese, por una yuxtaposición de textos, dividirse entre una noción de la realidad que incluye a la realidad psíquica y otra que hace de ella el correlato del sistema percepción conciencia.

Debe ser leído tal como él se designa de hecho: a saber la línea de experiencia que el sujeto de la ciencia sanciona.

Y basta pensar en ello para que inmediatamente tomen su campo esas reflexiones que suelen vedarse por demasiado evidentes.

Por ejemplo: que es impensable que el psicoanálisis como práctica, que el inconsciente, el de Freud, como descubrimiento, hubiesen tenido lugar antes del nacimiento, en el siglo que ha sido llamado el siglo del genio, el XVII, de la ciencia, tomando esto en el sentido absoluto indicado hace un momento, sentido que no borra sin duda lo que se ha instituido bajo este mismo nombre anteriormente, pero que más que encontrar allí su arcaísmo, tira del hilo hacia sí de una manera que muestra mejor su diferencia respecto de cualquier otro.

Una cosa es segura: si el sujeto esta efectivamente allí, en el nudo de la diferencia, toda referencia humanista se hace superflua, puesto que es a ella a la que le cierra el camino.

No apuntamos, al decir esto del psicoanálisis y del descubrimiento de Freud, a ese accidente de que sea porque sus pacientes vinieron a él en nombre de la ciencia y del prestigio que confiere a fines del siglo XIX a sus servidores, incluso de grado inferior, por lo que Freud logró fundar el psicoanálisis, descubriendo el inconsciente.

Decimos, contrariamente a lo que suele bordarse sobre una pretendida ruptura de Freud con el cientifismo de su tiempo, que es ese cientifismo mismo, si se tiene a bien designarlo en su fidelidad a los ideales de un Brücke, a su vez transmitidos del pacto al que un Helmholtz y un Du Bois-Reymond se habían consagrado de hacer entrar a la fisiología y a las funciones del pensamiento consideradas como incluidas en ella en los términos matemáticamente determinados de la termodinámica ligada a su casi acabamiento en su tiempo, el que condujo a Freud, como sus escritos nos lo demuestran, a abrir la vía que lleva para siempre su nombre.

Decimos que esa vía no se desprendió nunca de los ideales de ese cientifismo, ya que así lo llaman, y que la marca de él que la señala no es contingente sino que sigue siendole esencial .

Que es por esa marca por la que conserve su crédito, a pesar de las desviaciones a las que se ha prestado, y esto en la medida en que Freud se opuso a esas desviaciones, siempre con una seguridad sin vacilaciones y un rigor inflexible.

Prueba de ello su ruptura con su adepto más prestigioso, Jung concretamente, apenas se deslizó hacia algo cuya función no puede definirse sino como la de intentar restaurar en ella un sujeto dotado de profundidades -este último término en plural-, lo cual quiere decir un sujeto compuesto de una relación con el saber, relación llamada arquetípica, que no se redujese a la que le permite la ciencia moderna con exclusión de cualquier otra, la cual no es nada más que la relación que definimos el año pasado como puntual y desvaneciente, esa relación con el saber que de su momento históricamente inaugural ha conservado el nombre de cogito.

A ese origen indudable, patente en todo el trabajo de Freud, a la lección que nos deja como jefe de escuela, se debe el que el marxismo no tenga alcance -y no sé de ningún marxista que haya mostrado en ello alguna insistencia- para poner en entredicho su pensamiento en nombre de sus lazos históricos.

Quiero decir concretamente: con la sociedad de la doble monarquía, por los límites judaizantes en los que Freud queda confinado en sus aversiones espirituales; con el orden capitalista que condiciona su agnosticismo político (¿quién de ustedes nos escribirá un ensayo, digno de Lamennais, sobre la indiferencia en materia de política?); añadiré: con la ética burguesa, por la cual la dignidad de su vida viene a inspirarnos un respeto que llena la función de inhibir el que su obra haya realizado, si no es en el malentendido y la confusión, el punto de concurrencia de los únicos hombres de la verdad que nos quedan, el agitador revolucionario, el escritor que con su estilo marca a la lengua, yo sé en quién estoy pensando, ese pensamiento que renueva al ser y cuyo precursor tenemos.

Se siente la prisa que tengo de emerger de tantas precauciones ,tomadas para remitir a los psicoanalistas a sus certidumbres menos discutibles.

Tengo sin embargo que volver sobre ello aún, aunque fuese a costa de algunas prolijidades.

Decir que el sujeto sobre el que operamos en psicoanálisis no puede ser sino el sujeto de la ciencia puede parecer paradoja. Es allí sin embargo donde debe tomarse un deslinde a falta del cual todo se mezcla y empieza una deshonestidad que en otros sitios llaman objetiva: pero es falta de audacia y falta de haber detectado el objeto que se raja. De nuestra posición de sujeto somos siempre responsables. Llamen a eso terrorismo donde quieran. Tengo derecho a sonreír, pues no será en un medio donde la doctrina es abiertamente materia de compromisos, donde temeré ofuscar a nadie formulando que el error de buena fe es entre todos el más imperdonable.

La posición de psicoanalista no deja escapatoria, puesto que excluye la ternura del «alma bella». Si también es paradoja decir esto, también es acaso la misma.

Sea como sea establezco que toda tentativa, o incluso tentación en que la teoría corriente no cesa de reincidir, de encarnar más allá el sujeto, es errancia, siempre fecunda en error, y como tal equivocada. Así encarnarlo en el hombre, el cual regresa con ello al niño.

Pues ese hombre será allí el primitivo, lo cual falseará todo lo del progreso primario, del mismo modo que el niño desempeñará el papel de subdesarrollado, lo cual enmascarará la verdad de lo que sucede, durante la infancia, de original. En una palabra, lo que Claude Levi-Strauss ha denunciado como ilusión arcaica es inevitable en el psicoanálisis si no se mantiene uno firme en teoría sobre el principio que hemos enunciado hace un momento: que en él un solo sujeto es recibido como tal, el que puede hacerlo científico.

Es mostrar suficientemente que no consideramos que el psicoanálisis demuestre aquí ningún privilegio.

No hay ciencia del hombre, cosa que debe entenderse en eI mismo tono que no hay pequeñas economías. No hay ciencia deI hombre, porque el hombre de la ciencia no existe, sino únicamente su sujeto.

Es bien conocida mi repugnancia de siempre por la apelación de ciencias humanas, que me parece ser el llamado mismo de la servidumbre.

Es también que el término es falso, dejando de lado a la psicología que ha descubierto los medios de sobrevivirse en los servicios que ofrece a la tecnocracia; o incluso, como concluye con un humor verdaderamente swiftiano un artículo sensacional de Canguilhem: en una resbalada de tobogán desde el panteón a la prefectura de policía. Así, es en el nivel de la selección del creador en la ciencia, del reclutamiento de la investigación y de su mantenimiento, donde la psicología encontrará su fracaso.

En cuanto a todas las otras ciencias de esta clase, se verá fácilmente que no forman una antropología. Examínese a Levy-Bruhl o a Piaget. Sus conceptos, mentalidad llamada prelógica, pensamiento o discurso pretendidamente egocéntrico, no tienen, referencia sino a la mentalidad supuesta, al pensamiento presumido, al discurso efectivo del sujeto de la ciencia, no decimos del hombre de la ciencia. De manera que demasiados saben que los límites, mentales ciertamente, la debilidad de pensamiento, presumible, el discurso efectivo, un poco lioso del hombre de ciencia (lo cual sigue siendo diferente) viene a lastrar estas construcciones, no desprovistas sin duda de objetividad, pero que no interesan a la ciencia sino en la medida en que no aportan nada sobre el mago por ejemplo y poco sobre la magia, aunque algo sobre sus rastros, y aun esos rastros son del uno o del otro puesto que no es Lévy-Bruhl quien los ha trazado -mientras que el balance en el otro caso es más severo: no nos aporta nada sobre el niño, poco sobre su desarrollo, puesto que falta lo esencial, y de la lógica que demuestra, quiero decir el niño de Piaget, en su respuesta a unos enunciados cuya serie constituye la prueba, nada distinto de la que presidió a su enunciación para fines de prueba, es decir la del hombre de ciencia, donde el lógico, no lo niego, ocasionalmente conserve su precio.

En ciencias mucho más válidas, incluso si su título debe revisarse, comprobamos que el prohibirse la ilusión arcaica que podemos generalizar en el término de psicologización del sujeto, no traba en modo alguno su fecundidad.

EjempIo de ello es la teoría de los juegos, mejor llamada estrategia, donde se aprovecha el carácter enteramente calculable de un sujeto estrictamente reducido a la fórmula de una matriz de combinaciones significantes.

El caso de la lingüística es más sutil, puesto que debe integrar la diferencia del enunciado y la enunciación, lo cual es ciertamente la incidencia esta vez del sujeto que habla, en cuanto tal (y no del sujeto de la ciencia). Por eso se va a centrar sobre otra cosa, a saber la batería del significante, cuya prevalencia sobre esos efectos de significación se trata de asegurar. Es también efectivamente por ese lado por donde aparecen las antinomias, que se dosificarán según el extremismo de la posición adoptada en la selección del objeto. Lo que puede decirse es que se va muy lejos en la elaboración de los efectos del lenguaje, puesto que puede construirse en ella una poética que no debe nada a la referencia al espíritu del poeta, como tampoco a su encarnación.

Es por el lado de la lógica por donde aparecen los índices de retracción diversos de la teoría con relación al sujeto de la ciencia. Son diferentes para el léxico, para el morfema sintáctico y para la sintaxis de la frase.

De donde las diferencias teóricas entre un Jakobson, un Hjemslev y un Chomsky.

Es la lógica la que llena aquí el oficio de ombligo del sujeto, y la lógica en cuanto que no es en modo alguno lógica ligada a las contingencias de una gramática.

Es preciso literalmente que la formalización de la gramática dé un rodeo en torno a esa lógica para establecerse con éxito, pero el movimiento de ese rodeo está inscrito en ese establecimiento.

Indicaremos más tarde cómo se sitúa la lógica moderna (3er. ejemplo). Es innegablemente la consecuencia estrictamente determinada de una tentativaa de suturar al sujeto de la ciencia, y el último teorema de Gödel muestra que fracasa, lo cual quiere decir que el sujeto en cuestión sigue siendo el correlato de la ciencia, pero un correlato antinómico puesto que la ciencia se muestra definida por el no-éxito del esfuerzo para suturarlo.

Aquí debe captarse la marca que no debe dejarse escapar del estructuralismo. Introduce en toda «ciencia humana» entre comillas, a la que conquista, un modo muy especial del sujeto, aquél para el que no encontramos un índice si no es topológico, digamos el signo generador de la banda de Moebius que llamamos el ocho interior.

El sujeto está, si puede decirse, en exclusión interna de su objeto.

La pertenencia que la obra de Claude Lévi-Strauss manifiesta a semejante estructuralismo sólo se pondrá aquí en el haber de nuestra tesis contentándonos por ahora con su periferia. Sin embargo está claro que el autor hace valer tanto mejor el alcance de la clasificación natural que el salvaje introduce en el mundo, especialmente por un conocimiento de la fauna y de la flora que, como subraya él, nos sobrepasa, cuanto que puede argüir sobre cierta recuperación, que se anuncia en la química, de una física de las cualidades de sabor y olor, dicho de otra manera de una correlación de los valores perceptivos con una arquitectura de moléculas a la que hemos llegado por la vía del análisis combinatorio, dicho de otra manera por la matemática del significante, como en toda ciencia hasta ahora.

El saber pues está aquí ciertamente separado del sujeto según la línea correcta, que no plantea ninguna hipótesis sobre la insuficiencia de su desarrollo, la cual por lo demás sería bien difícil demostrar.

Hay más: cuando Claude Levi-Strauss, después de haber extraído la combinatoria latente en las estructuras elementales del parentesco, nos da testimonio de que tal informador, para utilizar el término de los etnólogos, es perfectamente capaz de trazar él mismo su grafo levistraussiano, ¿qué nos dice, sino que extrae allí también al sujeto de la combinatoria en cuestión, aquel que en su grafo no tiene más existencia que la denotación ego?

Al demostrar el poder del aparato que constituye el mitema para analizar las transformaciones mitógenas, que en esta etapa parecen instituirse en una sincronía que se simplifica por su reversibilidad, Claude Levi-Strauss no pretende entregarnos la naturaleza del mitante. Sabe aquí tan sólo que su informador, si bien es capaz de escribir lo crudo y lo cocido, salvo por el genio que pone su marca, a la vez no puede hacerlo sin dejar en el guardarropa, es decir en el Museo del Hombre, a la vez cierto número de instrumentos operatorios, dicho de otra manera rituales, que consagran su existencia de sujeto en cuanto mitante y sin que con ese depósito se rechace fuera del campo de la estructura lo que en otra gramática se llamaría su asentimiento. (A la grammaire de l’assentiment [«La gramática   del asentimiento»] de Newman, no le falta fuerza, aunque haya sido forjada para fines execrables, y tal vez tendré que mencionarlo de nuevo.)

El objeto de la mitogenia no está pues ligado a ningún desarrollo, ni tampoco detención, del sujeto responsable. No es con ese sujeto con el que se relaciona, sino con el sujeto de la ciencia. Y su diagrama se hará tanto más correctamente cuanto más cercano esté el informante a reducir su presencia a la del sujeto de la ciencia.

Creo únicamente que Claude Lévi-Strauss hará reservas sobre la introducción, en la recopilación de los documentos, de un interrogatorio inspirado en el psicoanálisis, de una recolección seguida de los sueños por ejemplo, con todo lo que va a alimentar de relación transferencial. ¿Por qué, si le afirmo que nuestra praxis, lejos de alterar al sujeto de la ciencia del que únicamente puede y quiere saber, no aporta de derecho ninguna intervención que no tienda a que se realice de manera satisfactoria, precisamente en el campo que le interesa?

¿Quiere decir pues que un sujeto no saturado, pero calculable, constituiría el objeto que subsume, según las formas de la epistemología clásica, el cuerpo de las ciencias que llamaríamos conjeturales, cosa que yo mismo he opuesto al término de ciencias humanas?

Me parece tanto menos indicado cuanto que ese sujeto forma parte de la coyuntura que hace a la ciencia en su conjunto.

La oposición de las ciencias exactas a las ciencias conjeturaIes no puede sostenerse ya desde el momento en que la conjetura es susceptible de un cálculo exacto (probabilidad) y en que la  exactitud no se funda sino en un formalismo que separa axiomas y leyes de agrupación de los símbolos.

No podríamos sin embargo contentarnos con comprobar que un formalismo tiene más o menos éxito, cuando se trata en último término de motivar su apresto que no ha surgido por milagro, sino que se renueva según crisis tan eficaces, desde que parece haberse encontrado en ellas cierto hilo recto.

Repitamos que hay algo en el estatuto del objeto de la ciencia que no nos parece elucidado desde que la ciencia nació.

Y recordemos que, aunque ciertamente plantear ahora la cuestión del objeto del psicoanálisis es volver sobre la cuestión que hemos introducido desde nuestra llegada a esta tribuna, de la posición del psicoanálisis dentro o fuera de la ciencia, hemos indicado también que esa cuestión no podría resolverse sin que sin duda se modifique en ella la cuestión del objeto en la ciencia como tal.

El objeto del psicoanálisis (anuncio mi color y ustedes lo ven venir con él), no es otro sino lo que he adelantado ya de la función que desempeña en él el objeto a. ¿El saber sobre el objeto a sería entonces la ciencia del psicoanálisis?

Es muy precisamente la fórmula que se trata de evitar, puesto que ese objeto a debe insertarse, ya lo sabemos, en la división del sujeto por donde se estructura muy especialmente, de eso es de donde hemos partido hoy, el campo psicoanalítico.

Por eso era importante promover primero, y como un hecho que debe distinguirse de la cuestión de saber si el psicoanálisis es una ciencia (si su campo es científico), ese hecho precisamente de que su praxis no implica otro sujeto sino el de la ciencia.

Hay que reducir hasta ese grado lo que me permitirán ustedes inducir por una imagen como Ia apertura del sujeto en el psicoanálisis, para captar lo que recibe en él de la verdad.

Este movimiento, ya se habrá adivinado, implica una sinuosidad que tiene algo de domesticación. Este objeto a no está tranquilo, ¿o habrá que decir más bien: pudiera ser que no les dejase tranquilos? y menos que a nadie a aquellos que tienen más que ver con él: Los psicoanalistas, que serían entonces aquellos a quienes de una manera electiva trataría de apuntar por mi discurso. Es verdad. El punto donde les he dado cita hoy, por ser aquel donde los dejé el año pasado: el de la división del sujeto entre verdad y saber, es para ellos un punto familiar. Es aquel adonde los convida Freud bajo el llamado del: Wo Es war, soll Ich warden que vuelvo a traducir, una vez más, acentuándolo aquí: allí donde ello era, allí como sujeto debo advenir yo.

Ahora bien, de este punto les muestro la extrañeza tomándoIo al revés, lo cual consiste aquí más bien en volverlos a traer a su frente. ¿Cómo lo que estaba esperándome desde siempre de un ser oscuro vendría a totalizarse con un trazo que no se traza sino dividiéndolo más netamente de lo que puedo saber de él?

No es sólo en la teoría donde se plantea la cuestión de la doble inscripción, para haber provocado la perplejidad en que mis alumnus Laplanche y Leclaire habrían podido leer, en su propia escisión en la manera de abordar el problema, su solución. No es en todo caso de tipo gestaltista, ni debe buscarse en el plato donde la cabeza de Napoleón se inscribe en el árbol. Está simplemente en el hecho de que la inscripción no muerde el mismo lado del pergamino, viniendo de la plancha de imprimir de la verdad o de la del saber.

Que esas inscripciones se mezclen debía resolverse simplemente en la topología: una superficie en que el derecho y el revés están en estado de unirse por todas partes estaba al alcance de la mano.

Sin embargo es mucho más allá que en un esquema intuitivo, es por estrechar, si así puede decirse, al analista en su ser. por lo que esta topología puede captarlo.

Por eso si la desplaza en otra parte, no puede ser sino en una fragmentación de rompecabezas que necesita en todo caso ser reducido a esa base.

Por lo cual no es vano repetir que en la prueba de escribir: pienso: «luego soy», con comillas alrededor de la segunda cláusula, se lee que el pensamiento no funda el ser sino anudándose en la palabra donde toda operación toca a la esencia del lenguaje.

Si cogito sum nos es dada en algún sitio por Heidegger para sus fines, hay que observar que algebriza la frase, y nosotros tenemos derecho a poner de relieve su resto: cogito ergo, donde aparece que nada se habla sino apoyándose en la causa.

Ahora bien, esa causa es lo que recubre el soll Ich, el debo de la fórmula freudiana, que, de invertirse su sentido, hace brotar la paradoja de un imperativo que me insta a asumir mi propia causalidad.

No soy sin embargo causa de mí, y esto no por ser la criatura. Lo mismo sucede con el Creador. Les remito sobre este punto a Agustin y a su De Trinitate, en eI prólogo.

La causa de sí spinoziana puede tomar el nombre de Dios. Es Otra Cosa. Pero dejemos esto a esas dos palabras, que no pondremos en juego sino añadiendo que es también Cosa otra que el Todo, y que ese Dios, no por ser así otro es el Dios del panteísmo.

Hay que captar en ese ego que Descartes acentúa con la superfluidad de su función en algunos de sus textos en latín (tema de exégesis que dejo aquí a los especialistas), el punto en que sigue siendo lo que pretende ser: dependiente del dios de la religión. Curiosa caída del ergo, el ego es solidario de ese Dios. Singularmente Descartes sigue el movimiento de preservarlo del Dios engañoso, en lo cual es a su compañero al que preserva hasta el punto de arrastrarlo al privilegio exorbitante de no garantizar las verdades eternas sino siendo su creador.

Esta comunidad de suerte entre el ego y Dios, aquí señalada, es la misma que profiere de manera desgarradora el contemporáneo de Descartes, Angelus Silesius en sus adjuraciones místicas, y que les impone la forma del dístico.

Seria provechoso recordar, entre los que me siguen, el apoyo que tomé en esas jaculatorias, las del Peregrino querubínico, tomándolas en el rastro mismo de la introducción al narcisismo que perseguía entonces según mi modo, el año de mi comentario sobre el Presidente Schreber.

Es que puede cojearse en esa juntura, es el paso de la belleza, pero hay que cojear justo.

Y en primer lugar, decirse que los dos lados no se sobreimponen.

Por eso me permitiré abandonarlo un momento, para voIver a partir de una audacia que fue la mía, y que no repetiré sino recordándola. Pues sería repetirla dos veces, bis repetita podría llamársela en el sentido justo en que este término no quiere decir la simple repetición.

Se trata de «La Cosa freudiana», discurso cuyo texto es el de un discurso segundo, por ser,de la vez en que lo había repetido. Pronunciado la primera vez (ojalá que esta insistencia les haga sentir, en su trivialidad, eI contrapié temporal que engendra la repetición), lo fue para una Viena donde mi biógrafo situará mi primer encuentro con lo que no hay más remedio que llamar  el fondo mas bajo del mundo psicoanalítico. Especialmente con un personaje cuyo nivel de cultura y de responsabilidad respondía al que se exige de un guardaespaldas , pero poco me importaba, yo hablaba en el aire. Había querido simplemente que fuese allí donde para el centenario del nacimiento de Freud mi voz se hiciese escuchar en homenaje. Esto no para marcar el sitio de un lugar desertado, sino ese otro que rodeo ahora a mi discurso.

Que la vía abierta por Freud no tenga otro sentido que el que yo reanudo: el inconsciente es lenguaje, lo que ahora es admitido, lo era ya para mí, como es sabido. Así, en un movimiento que jugaba tal vez a hacerse eco del desafío de Saint-Just alzando al cielo por engastarla con un público de asamblea la confesión de no ser nada más que lo que va al polvo, dijo, «y que os habla», me vino la inspiración de que, viendo en la vía de Freud animarse extrañamente una figura alegórica y estremecerse con una piel nueva la desnudez con que se reviste la que sale del pozo, iba a prestarle voz.

«Yo, la verdad, hablo…» y la prosopopeya continúa. Piensen en la cosa innombrable que, de poder pronunciar estas palabras, iría al ser del lenguaje, para escucharlas como deben ser pronunciadas, en el horror.

Pero en esta revelación cada uno pone lo que puede poner. Pongamos en su crédito el dramatismo ensordecido, aunque no por ello menos irrisorio, del tempo sobre el que se termina ese texto que encontrarán ustedes en el número 1 de 1956 de L’evoIution Psychiatrique, bajo el título: La Chose freudienne.

No creo que sea ,a ese horror experimentado al que haya debido la acogida más bien fría que dio mi auditorio a la emisión repetida de ese discurso, la cual reproduce ese texto. Si tuvo a bien darse cuenta de su valor a sus ojos oblativo, su sordera se mostró en ello particular.

No es que la cosa (la Cosa que se encuentra en el título) le haya chocado a ese auditorio, no tanto como a algunos de mis compañeros de barra, en esa época, quiero decir de barra en una balsa donde gracias a ello pasé pacientemente diez años de concubinato, para la pitanza narcisista de nuestros compañeros de naufragio, con la comprensión jaspersiana y el personalismo de pacotilla, con todas las dificultades del mundo para ahorrarnos a todos el ser pintados con la brea del alma-a-alma liberal. La cosa, no es bonita esa palabra, me dijeron textualmente, ¿no irá a estropearnos sencillamente esa ventura de la crema y nata de la unidad de la psicología, donde por supuesto nadie piensa en cosificar?, ¡vaya!, ¿a quién confiarse? Creíamos que estaba usted en la vanguardia del progreso, camarada.

No se ve uno como es, y mucho menos abordándose bajo las máscaras filosóficas.

Pero dejemos eso. Para medir el malentendido allí donde importa, en el nivel de mi auditorio de entonces, tomaré una expresión que salió a luz más o menos en aquel momento, y que podría encontrarse conmovedora por el entusiasmo que supone: «¿Por qué, expresó alguno, y ese  tema sigue repitiéndose, por qué no dice lo verdadero sobre lo verdadero?»

Esto prueba hasta qué punto eran vanos conjuntamente mi apólogo y su prosopopeya.

Prestar mi voz para sostener estas palabras intolerables: «Yo, la verdad, hablo…» va más allá de la alegoría. Quiere decir sencillamente todo lo que hay que decir de la verdad, de la única, a saber que no hay metalenguaje (afirmación hecha para situar a todo el lógico positivismo), que ningún lenguaje podría decir lo verdadero sobre lo verdadero, puesto que la verdad se funda por el hecho de que habla, y puesto que no tiene otro medio para hacerlo.

Es por eso incluso por lo que el inconsciente, que dice lo verdadero sobre lo verdadero, está estructurado como un lenguaje, y por lo que yo, cuando enseño eso, digo lo verdadero sobre Freud que supo dejar, bajo el nombre de inconsciente, a la verdad hablar.

Esta falta de lo verdadero sobre lo verdadero, que necesita todas las caídas que constituye el metalenguaje en lo que tiene de engañoso, y de lógico, es propiamente el lugar del Uverdrängung, de la represión originaria que atrae a ella todas las demás, sin contar otros efectos de retórica, para reconocer los cuales no disponemos sino del sujeto de la ciencia.

Por eso en efecto para habérnoslas con ello empleamos otros medios. Pero es crucial aquí que esos medios no puedan ensanchar a ese sujeto. Su beneficio toca sin duda a lo que le está escondido. Pero para cubrir ese punto vivo no hay de verdadero sobre lo verdadero más que nombres propios; eI de Freud o bien el mío, o si no babosadas de ama de cría con las que se rebaja un testimonio ya imborrable: a saber una verdad de la que la suerte de todos es rechazar su horror, si es que no aplastarlo cuando es irrechazable, es decir cuando se es psicoanalista, bajo esa rueda de molino, cuya metáfora he utilizado ocasionalmente, para recordar con otra boca que las piedras, cuando es preciso, saben gritar también.

Tal vez con ello se me juzgará justificado en no haber encontrado conmovedora la pregunta que me concernía, «¿Por qué no dice…?», proveniente de alguien cuya ingenuidad se hacía dudosa por el puesto doméstico en las oficinas de una agencia de verdad, y haber preferido en consecuencia prescindir de los servicios a que se dedicaba en la mía, la cual no necesita de chantres que sueñen en ella con sacristías…

¿Habrá que decir que tenemos que conocer otros saberes que el de la ciencia cuando tenemos que tratar de la pulsión epistemológica?

¿Y volver una vez más sobre aquello de lo que se trata, que es admitir que tenemos que renunciar en el psicoanálisis a que a cada verdad responda su saber? Esto es el punto de ruptura por donde dependemos del advenimiento de la ciencia. No tenemos ya para hacerlos converger sino ese sujeto de la ciencia.

Por lo menos nos lo permite, y entro más allá, en su cómo: dejando a mi Cosa discutir sola con el nóumeno, lo cual me parece despachado pronto: puesto que una verdad que habla tiene poco en común con un nóumeno que, tan lejos como pueda recordar la memoria de cualquier razón pura, la cierra.

Este recordatorio no carece de pertinencia, puesto que el medium que va a servirnos en este punto, ustedes me han visto traerlo hace un momento. Es la causa: la causa no categoría de la lógica, sino causando todo el efecto. La verdad como causa, ¿ustedes, psicoanalistas, se negarán a asumir su cuestión, cuando es de allí de donde se levantó su carrera? Si hay practicantes para quienes la verdad como tal se supone que actúa, ¿no son precisamente ustedes?

No lo duden: en todo caso, es porque ese punto está velado en la ciencia por lo que conservan ustedes ese lugar asombrosamente preservado en lo que hace las veces de esperanza en esa conciencia vagabunda al acompañar, colectivo, a las revoluciones del pensamiento.

Que Lenin haya escrito: «La teoría de Marx es todopoderosa porque es verdadera», es dejar vacía la enormidad de la cuestión  que abre su palabra: ¿por qué, suponiendo muda a la verdad del materialismo bajo sus dos rostros que no son más que uno dialéctico e histórico, por qué hacer su teoría acrecentaría su poder? Contestar por la conciencia proletaria y por la acción del político marxista no nos parece suficiente.

Por lo menos se anuncia allí la separación de poderes entre la verdad como causa y el saber puesto en ejercicio.

Una ciencia económica inspirada en el Capital no conduce necesariamente a utilizarla como poder de revolución, y la historia parece exigir otros recursos aparte de una dialéctica predicativa. Aparte de ese punto singular que no desarrollaré aquí, y que es que la ciencia, si se mira con cuidado, no tiene memoria. Olvida las peripecias de las que ha nacido, cuando está constituida, dicho de otra manera una dimensión de la verdad que el psicoanálisis pone aquí altamente en ejercicio.

Tengo que precisar sin embargo. Es sabido que la teoría física o matemática, después de cada crisis que se resuelve en la forma para la cual el término de: teoría generalizada no podría en modo alguno considerarse que quiere decir: paso a lo general, conserve a menudo en su rango lo que generaliza, en su estructura precedente. No es esto lo que decimos. Es el drama, el drama subjetivo que cuesta cada una de sus crisis. Este drama es el drama del sabio. Tiene sus víctimas, de las que nada indica que su destino se inscriba en eI mito del Edipo. Digamos que la cuestión no está muy estudiada. J. R. Mayer, Cantor, no voy a establecer una lista de honor de esos dramas que llegan a veces hasta la Iocura donde aIgunos nombres de vivos aparecerían pronto: donde considero que el drama de lo que sucede en el psicoanálisis es ejemplar. Y establezco que no podría aquí incIuirse a sí mismo en el Edipo, so pena de ponerlo en entredicho.

Ya ven ustedes el programa que se dibuja aquí. No faIta poco para que quede cubierto. Incluso lo veo más bien bloqueado.

Me adelanto en él con prudencia, y por hoy les ruego que se reconozcan en las luces reflejadas de semejante manera de abordarlo.

Es decir que vamos a llevarlas a otros campos que el psicoanaIítico para reivindicar la verdad.

Magia y religión, Las dos posiciones de ese orden que se distinguen de la ciencia, hasta el punto de que ha podido situárseIas con relación a la ciencia, como falsa o disminuida ciencia para la magia, como rebasando sus límites, o incluso en conflicto de verdad con la ciencia para la segunda: hay que decirlo, para  el sujeto de la ciencia, una y otra no son sino sombras, pero no para el sujeto sufriente con el que tenemos que vérnoslas.

Se irá a decir aquí: «Ya estamos. ¿Qué es ese sujeto sufriente sino aquel del que sacamos nuestros privilegios, y que derecho le dan sobre éI sus intelectualizaciones?»

Partiré para contestar de algo que encuentro en un filósofo coronado recientemente con todos los honores facultativos. Escribe: «La verdad del dolor es el dolor mismo.» Sobre esta expresión, que abandono por hoy al dominio que explora, volveré para decir cómo la fenomenología se presenta como pretexto de la contra-verdad y el estatuto de ésta.

No me apodero de ella sino para hacerles una pregunta a ustedes los analistas: ¿lo que hacen ustedes, tiene si o no el sentido de afirmar que la verdad del sufrimiento neurótico es tener la verdad como causa?

Yo propongo:

Sobre la magia, parto de este punto de vista que no deja nebulosidades sobre mi obediencia científica, sino que se contenta con una definición estructuralista. Supone el significante respondiendo como tal al significante. El significante en la naturaleza es llamado por el significante del encantamiento. Es movilizado metafóricamente. La Cosa en cuanto que habla, responde a nuestras reprensiones.

Por eso ese orden de clasificación natural que invoqué de los estudios de Claude Levi-Strauss deja en su definición estructural entrever el puente de correspondencias por el que la operación eficaz es concebible, bajo el mismo modo en que ella ha sido concebida.

Sin embargo es ésta una reducción que desatiende al sujeto.

Todo el mundo sabe que para ello es esencial poner en estado al sujeto, el sujeto chamanizante. Observemos que el chamán, digamos de carne y hueso, forma parte de la naturaleza, y que el sujeto correlativo de la operación tiene que recortarse en ese sostén corporal. Es ese modo de recorte el que queda excluído del sujeto de la ciencia. Sólo sus correlativos estructurales en la operación le son situables, pero exactamente.

Es efectivamente bajo el modo de significante como aparece lo que ha de movilizarse en la naturaleza: trueno y lluvia, meteoros y milagros.

Todo ha de ordenarse aquí según las relaciones antinómicas en que se estructura el lenguaje.

El efecto de la demanda entonces ha de interrogarse allí por nosotros en la idea de comprobar si se puede encontrar la relación definida por nuestro grafo con el deseo.

Sólo por esa vía, que se describirá más allá, de un enfoque que no recurra groseramente a la analogía, puede el psicoanalista calificarse con una competencia para decir lo suyo sobre la magia.

La observación de que es siempre magia sexual tiene su precio aquí, pero no basta para autorizarlo.

Concluyo con dos puntos que merecen su atención: la magia es la verdad como causa bajo su aspecto de causa eficiente.

El saber se caracteriza en ella no sólo por quedar velado para el sujeto de la ciencia, sino por disimularse como tal, tanto en la tradición operatoria como en su acto. Es una condición de la magia.

En lo que voy a decir sobre la religión sólo se trata de indicar el mismo enfoque estructural; y así, sumariamente, es en la oposición de trazos de estructura donde este esbozo toma su fundamento.

¿Puede esperarse que la religión tome en la ciencia un estatuto un poco más franco? Pues desde hace algún tiempo existen extraños filósofos que dan de sus relaciones la definición más blanda, en el fondo que las consideran como desplegándose en el mismo mundo, donde la religión por consiguiente tiene la posición envolvente.

En cuanto a nosotros, sobre este punto delicado, en el que algunos pensarían en advertirnos de la neutralidad analítica, hacemos prevalecer el principio de que ser amigo de todo el mundo no basta para preservar el lugar desde donde debe operarse.

En la religión, la puesta en juego precedente, la de la verdad como causa, por el sujeto, el sujeto religioso se entiende, queda tomada en una operación completamente diferente. El análisis a partir del sujeto de la ciencia conduce necesariamente a hacer aparecer en ella los mecanismos que conocemos de la neurosis obsesiva. Freud los percibió en una fulgurancia de la que toman un alcance que rebasa toda crítica tradicional. Pretender calibrar en ella la religión no podía ser inadecuado.

Si no puede partirse de observaciones como ésta: que la función que desempeña en ella la revelación se traduce como una denegación de la verdad como causa, a saber que deniega lo que funda el sujeto para considerarse en ella como parte interesada, entonces hay pocos probabilidades de dar a lo que llaman historia de las religiones unos límites cualesquiera, es decir algún rigor.

Digamos que el religioso le deja a Dios el cargo de la causa, pero que con ello corta su propio acceso a la verdad. Así, se ve arrastrado a remitir a Dios la causa de su deseo, lo cual es propiamente el objeto del sacrificio. Su demanda está sometida al deseo supuesto de un Dios al que entonces hay que seducir. El juego del amor entra por ahí.

El religioso instala aquí la verdad en un estatuto de culpabiIidad. Resulta de ello una desconfianza para con el saber, tanto más sensible en los Padres de la Iglesia cuanto más dominantes se muestran en materia de razón.

La verdad es remitida allí a unos fines que llaman escatológicos, es decir que no aparece sino como causa final; en el sentido de que es trasladada a un juicio de fin del mundo.

De donde el relente oscurantista que invade todo uso científico de la finalidad.

He señalado de pasada cuánto tenemos que aprender sobre la estructura de la relación del sujeto con la verdad como causa en la literatura de los Padres, incluso en las primeras decisiones conciliares. El racionalismo que organiza el pensamiento teológico no es en modo alguno, como se lo imagina la chatura, asunto de fantasía.

Si hay fantasía, es en el más riguroso sentido de institución de una realidad que cubre la verdad.

No nos parece en absoluto inaccesible a un tratamiento científico el que la verdad cristiana haya tenido que pasar por lo insostenible de la formulación de un Dios Trino y Uno. El poder eclesial aprovecha aquí muy bien cierto descorazonamiento del pensamiento.

Antes de acentuar los callejones sin salida de semejante misterio, es la necesidad de su articulación la que es saludable para el pensamiento y con la que debe medirse.

Las cuestiones deben tomarse en el nivel en que el dogma se estrella contra las herejías; la cuestión del Filioque me parece poder tratarse en términos topológicos.

La aprehensión estructural debe ser primera y es la única que permite una apreciación exacta de la función de las imágenes. El De Trinitate tiene aquí todos los caracteres de una obra de teoría y puede tomarse por nosotros como un modelo.

Si asi no fuese, aconsejaría a mis alumnos ir a exponerse al encuentro con una tapicería del siglo XVI que verá imponerse a su mirada a la entrada de la exposición del Mobiliario Nacional donde los espera, desplegada todavía para uno o dos meses.

Las Tres Personas representadas en una identidad de forma absoluta conversando entre ellas con una desenvoltura perfecta en las riberas frescas de la Creación, son simplemente angustiantes.

Y lo que oculta una máquina tan bien hecha, cuando le sucede que se enfrenta a la pareja de Adán y Eva en la flor de su pecado es por cierto de una naturaleza como para ser propuesta en ejercicio a una imaginación de la relación humana que no rebasa ordinariamente la dualidad.

Pero que mis oyentes se armen antes con Agustín…

Así parezco no haber definido sino características de religiones de la tradición judía. Sin duda están hechas para demostrar su interés, y no me consuelo de haber tenido que renunciar a enlazar con el estudio de la Biblia la función del Nombre-del-Padre .

Queda el hecho de que la clave es la de una definición de la relación del sujeto con la verdad.

Creo poder decir que es en la medida en que Claude Levi-Strauss concibe al budismo como una religión del sujeto generalizado, es decir que implica una diafragmatización de la verdad como causa, indefinidamente variable, en la que le hace a esa utopía el halago de verla concordar con el reino universal del marxismo en la sociedad.

Tal vez es esto hacer demasiado poco caso de las exigencias del sujeto de la ciencia, y confiar demasiado en la emergencia en la teoría de una doctrina de la trascendencia de la materia.

El ecumenismo no nos parece encontrar sus oportunidades sino fundándose en el llamado a los pobres de espíritu.

En lo que se refiere a la ciencia, no puedo decir hay lo que me parece ser la estructura de sus relaciones con la verdad como causa, puesto que nuestro progreso este año debe contribuir a ello.

Lo abordaré por la observación extraña de que la fecundidad prodigiosa de nuestra ciencia debe interrogarse en su relación con ese aspecto en el que se sostendría la ciencia: que de la verdad como causa no querría-saber-nada.

Se reconoce aquí la fórmula que doy de la Verwerfung o preclusión, la cual vendría a unirse aquí en una serie cerrada a la Verdrängung, represión, a la Verneinung, negación [dénegation], cuya función en la magia y la religión reconocieron ustedes a la pasada.

Sin duda lo que hemos dicho de las relaciones de la Verwerfung con la psicosis, especialmente como Verwerfung del Nombre-del-Padre, viene aquí aparentemente a oponerse a esa tentativa de detectación estructural.

Sin embargo, si se percibe que una paranoia lograda aparecería igualmente como la clausura de la ciencia, si fuese el psicoanálisis el que estuviese llamado a representar esa función; si por otra parte se reconoce que el psicoanálisis es esencialmente lo que reintroduce en la consideración científica el Nombre-del-Padre, vuelve a encontrarse aquí el mismo callejón sin salida aparente, pero se tiene la impresión de que de este callejón sin  salida mismo se progresa, y que puede verse desanudarse en algún sitio el quiasmo que parece obstaculizarlo.

Tal vez el punto actual en que se encuentra el drama del nacimiento del psicoanálisis, y la astucia que en él se esconde de burlarse de la astucia consciente de los autores, deben tomarse aquí en consideración, pues no fui yo quien introdujo la fórmula de la paranoia lograda.

Sin duda tendré que indicar que la incidencia de la verdad como causa en la ciencia debe reconocerse bajo el aspecto de la causa formal.

Pero será para esclarecer con ello que el psicoanálisis en cambio acentúa su aspecto de causa material. Así debe calificarse su originalidad en la ciencia.

Esta causa material es propiamente la forma de incidencia del significante que yo defino en ella.

Por el psicoanálisis, el significante se define como actuando en primer lugar como separado de su significación. Este es el trazo de carácter literal que especifica el significante copulatorio, el falo, cuando surgiendo fuera de los límites de la maduración biológica del sujeto, se imprime efectivamente, sin poder ser el signo para representar al sexo existente del compañero, es decir su signo biológico; recuérdense nuestras fórmulas que diferencian el significante y el signo.

Es manifestar suficientemente, de pasada, que en el psicoanálisis la historia es una dimensión distinta de la del desarrollo, y que es aberración tratar de reducirla a ella. La historia no se prosigue sino a contratiempo del desarrollo. Punto del que la historia como ciencia puede tal vez sacar provecho, si quiere escapar a la amenaza siempre presente de una concepción providencial de su curso.

En una palabra, volveremos a encontrar aquí al sujeto del significante tal como lo articulamos el año pasado. Transportado por el significante en su relación con el otro significante, debe distinguírsele severamente tanto del individuo biológico como de toda evolución psicológica subsumible como sujeto de la comprensión.

Es, en términos mínimos, la función que atribuyo al lenguaje en la teoría. Me parece compatible con un materialismo histórico que deja ahí un vacío. Tal vez la teoría del objeto a encontrará también allí su lugar.

Esa teoría del objeto a es necesaria, ya lo veremos, para una integración correcta de la función, para con el saber y el sujeto, de la verdad como causa.

Han podido reconocer ustedes de pasada en los cuatro modos de su refracción que acaban de ser establecidos aquí, el mismo número y una analogía de reparo nominal, que pueden encontrarse también en la física de AristóteIes.

No por casualidad, puesto que esa física no deja de estar marcada por su logicismo que conserva todavía el saber y la sapiencia de un gramatismo original.