Los escritos de Jacques Lacan: Más allá del «principio de realidad» (Crítica del asociacionismo)

La revolución freudiana, como toda revolución, toma su sentido de sus coyunturas, es decir de la psicología reinante en su tiempo; ahora bien, todo juicio sobre esta última supone una exégesis de los documentos en que es afirmada. Fijamos el marco de este artículo pidiendo se nos conceda el crédito, al menos provisionalmente, de haber realizado ya este trabajo fundamental para desarrollar allí el momento de la crítica que no parece lo esencial. En efecto, si tenemos por legítimo hacer prevalecer el método histórico en el estudio mismo de los hechos del conocimiento, no tomaremos en ello pretexto para eludir la crítica intrínseca que plantea la cuestión de su valor: una crítica tal, fundada sobre el orden segundo que confiere a estos hechos en la historia la parte de reflexión que implican, sigue siendo inmanente a los datos reconocidos por el método, o sea, en nuestro caso, a las formas expresadas de la doctrina y de la técnica, en tanto requiere simplemente de cada una de las formas en cuestión ser lo que se da por ser. Veremos asi que a la psicología que se pretendía científica a fines del siglo XIX y que, tanto por su aparato de objetividad como por su profesión de materialismo, lo imponía incluso a sus adversarios, le faltaba simplemente ser positiva, lo que excluye por su base tanto la objetividad como el materialismo.

Puede mantenerse, en efecto, que esta psicología se funda sobre una concepción llamada asociacionista del psiquismo, no tanto porque la formule en doctrina, sino por cuanto recibe- y como datos del sentido común- una serie de postulados que determinan los problemas en su posición misma. Sin duda aparece de entrada que los marcos en que clasifica los fenómenos en sensaciones, percepciones, imágenes, creencias, operaciones lógicas, juicios, etc., son tomados en préstamo tal cual a la psicología escolástica, que a su vez los había recibido de siglos de elaboración filosófica. Es preciso entonces reconocer que estos marcos, lejos de haber sido forjados para una concepción objetiva de la realidad psíquica, no son sino los productos de una especie de erosión conceptual en la que se reinscriben las vicisitudes de un esfuerzo especifico que empuja al hombre a buscar para su propio conocimiento una garantía de verdad: garantía que, como se ve, es trascendente por su posición y lo sigue siendo en su forma, aún cuando la filosofía venga a negar su existencia. ¿Que idéntico relieve de trascendencia conservan los conceptos, reliquias de una investigación tal? Con esto definiríamos lo que el asociacionismo introduce de no positivo en la constitución misma del objeto de la psicología. Se comprenderá lo difícil que resulta desembrollarlo a este nivel, recordando que la psicología actual conserva muchos de estos conceptos y que la purificación de los principios es lo último que se acaba en cada ciencia.

Pero las peticiones de principio se expanden en esta economía general de los problemas que caracteriza en cada momento la detención de una teoría. Así considerado en su conjunto, gracia a la facilidad otorgada por el curso del tiempo, el asociacionismo  va a revelarnos sus implicaciones metafísicas bajo una luz deslumbrante: para oponerlo simplemente a una concepción que se define con mayor o menor juicio en los fundamentos teóricos de diversas escuelas contemporáneas con el nombre de función de lo real, digamos que la teoría asociacionista está dominada por la función de lo verdadero.

Esta teoría está fundada en dos conceptos: uno mecanicista, cual es el del engrama; otro falazmente tenido por dato de la experiencia, esto es, el de la vinculación asociativa del fenómeno mental. El primero es una fórmula de investigación, bastante flexible por lo demás, para designar el elemento psicofisico y que no introduce más que una hipótesis, aunque fundamental; la de la producción pasiva de este elemento, Es notable que la escuela haya añadido el postulado del carácter atomístico de este elemento, ya que es, en efecto, un postulado que ha limitado la visión de sus sostenedores hasta el extremo de hacerlos «pasar al lado» de los hechos experimentales en los que se manifiesta la actividad del sujeto en la organización de la forma, hechos por lo demás tan compatibles con una interpretación materialista que posteriormente sus inventores no han podido concebirlos de distinta manera.

El segundo de los conceptos, el de la vinculación asociativa, está fundada en la experiencia de las reacciones del viviente, pero se extiende a los fenómenos mentales, sin que se critiquen en modo alguno las peticiones de principios, tomadas, precisamente, de los datos psíquicos, en particular la que supone dada la forma mental de la similitud, no obstante ser tan delicada de analizar en sí misma. Así se ha introducido en el concepto explicativo el dato mismo del fenómeno que se pretende explicar. Se trata de verdaderas jugarretas conceptuales, cuya inocencia no excusa a su tosquedad y que, como lo ha destacado Janet, representan un verdadero vicio mental, propio de una escuela, que llega a ser la llave maestra utilizada en todos los giros de la teoría. Inútil decir que así se puede desconocer por completo la necesidad de una especie de análisis, de un análisis que exige, sin duda, sutileza, pero cuya ausencia torna caduca toda explicación en psicología, y que se llama análisis fenomenológico.

Consecuentemente, hay que preguntarse que significan tales carencias dentro del desarrollo de una disciplina que se propone como objetiva. ¿Se deben al materialismo, como se ha deslizado en cierta críticas? o, peor aún, ¿es imposible alcanzar en psicología la objetividad?

Se denunciará el vicio teórico del asociacionismo si se reconoce en su estructura la posición del problema del conocimiento desde el punto de vista filosófico. Efectivamente, la posición tradicional de este problema se encuentra, por habérsela heredado bajo la primera simulación de las formulas de Locke denominadas empiristas, en los dos conceptos fundamentales de la doctrina. Me refiero a la ambigüedad de una crítica que, amparada en la tesis de que «nihil erit in intellectu quod non prius fuerit in sensu»,  reduce la acción de lo real al punto de contacto de la mítica sensacion pura, es decir, a no ser más que el punto ciego del conocimiento, ya que en el nada se reconoce, y que impone con tanto mayor fuerza, explicitada o no en el «nisi intellectus ipse» —como la antinomia dialéctica de una tesis incompleta—, la primacía del espíritu puro, en tanto que, por el decreto esencial de la identificación, que reconoce al objeto a la vez que lo afirma, constituye el momento verdadero del conocimiento.

Es la fuente de esa concepción atomística del engrama de donde proceden los enceguecimientos de la doctrina respecto de la experiencia, mientras que la vinculación asociativa sirve de vehículo, debido a sus no criticadas implicaciones, a una teoría fundamentalmente idealista de los fenómenos del conocimiento.

Este último punto, claro está que paradójico con respecto a una doctrina cuyas pretensiones son las de un materialismo ingenuo, aparece con toda claridad no bien se intenta formular una exposición un poco sistemática de ella, o sea, una exposición sujeta a la coherencia propia de sus conceptos. La de Taine, que es la de un vulgarizador, aunque consecuente, resulta preciosa a este respecto. Se sigue en ella una construcción sobre los fenómenos del conocimiento que se fija el propósito de reducir las actividades superiores a complejos de reacciones elementales, y que se ve reducida, por su parte, a buscar en el control de las actividades superiores los criterios diferenciales de las reacciones elementales. Dirijámonos, para captar la paradoja en su plenitud, a la sorprendente definición que se da de la percepción como una «alucinación verdadera».

Tal es, pues, el dinamismo de conceptos tomados de una dialéctica trascendental que llevan a la psicología asociacionista en su afán de fundarse en ellos, a fracasar -y ello tanto más fatalmente cuanto que los recibe vaciados de la reflexión que implicaban- en su propósito de constituir su objeto en términos positivos: apenas, en efecto, los fenómenos se definen allí en función de su verdad, ya quedan sometidos en su concepción misma a una clasificación de valor. Jerarquía tal no sólo vicia, como hemos visto, el estudio objetivo de los fenómenos en lo que atañe a su alcance dentro del propio conocimiento, sino que además, al subordinar a su perspectiva todos los datos psíquicos, falsea el análisis de éstos y empobrece su sentido.

Es así como, asimilando el fenómeno de la alucinación al orden sensorial, la psicología asociacionista no hace más que reproducir el alcance absolutamente mítico conferido por la tradición filosófica a este fenómeno en la cuestión escolástica acerca del error de los sentidos: sin duda, la fascinación propia de este papel de escándalo teórico explica esos verdaderos desconocimientos en el análisis del fenómeno, que así posibilitan la perpetuación tenaz en más de un clínico, de una posición tan errónea de su problema.

Consideremos ahora los problemas de la imagen. Este fenómeno, indudablemente el más importante de la psicología por la riqueza de sus datos concretos, es importante también por la complejidad de su función, una complejidad a la que no es posible tratar de abarcar con un solo término, como no sea el de función de información. Las diversas acepciones de esta expresión, que apuntan, desde la vulgar hasta la arcaica, a la noción acerca de un acontecimiento, al sello de una impresión o a la organización mediante una idea, expresan bastante bien, en efecto, los papeles de la imagen como forma intuitiva del objeto, forma plástica del engrama y forma generadora del desarrollo. Este fenómeno extraordinario, cuyos problemas van de la fenomenología mental a la biología y cuya acción repercute desde las condiciones del espíritu hasta determinismos orgánicos de una profundidad acaso insospechada, se nos presenta en el asociacionismo reducido a su función de ilusión. A la imagen, que, de acuerdo con el espíritu del sistema, se la considera como una sensación debilitada en la medida en que da un testimonio menos seguro de la realidad, se la estima como el eco y la sombra de la sensación, identificada, de ahí, con su huella, con el engrama, La concepción, esencial para el asociacionismo  del espíritu como un «polípero de imágenes» ha sido criticada, sobre todo, como afirmadora de un mecanicismo puramente metafísico pero no se ha advertido menos que su absurdidad esencial reside en el empobrecimiento intelectualista que le impone a la imagen.

En rigor, un altísimo número de fenómenos psíquicos se consideran en las concepciones de esta escuela como si no significasen nada, lo cual parece excluirlos de los marcos de una psicología auténtica, de una psicología que sabe que cierta intencionalidad es fenomenológicamente inherente a su objeto. Para el asociacionismo, esto equivale a tenerlos por insignificantes, es decir, a arrojarlos sea a la nada del desconocimiento, o bien a la vanidad del «epifenómeno’.

Una concepción como esa distingue, por tanto, dos órdenes en los fenómenos psíquicos: por una parte, los que se insertan en algún nivel de las operaciones del conocimiento racional; por la otra, todos los demás: sentimientos, creencias, delirios, asentimientos, intuiciones, sueños. Los primeros necesitan del análisis asociacionista del psiquismo; los segundos deben explicarse por aIgún determinismo, extraño a su «apariencia» y denominado «orgánico» por el hecho de reducirlos, ora al sostén de un objeto físico, ora a la relación de un fin biológico.

Así, a los fenómenos psíquicos no se les reconoce realidad propia alguna: aquellos que no pertenecen a la realidad verdadera solo tienen una realidad ilusoria. La realidad verdadera está constituida por el sistema de las referencias válido para la ciencia ya establecida, o sea, de los mecanismos tangibles para las ciencias físicas, a lo cual se añaden motivaciones utilitarias para las ciencias naturales. El papel de la psicología no es otro que el de reducir a este sistema los fenómenos psíquicos y verificarlo gracias a la determinación, por él, de sus fenómenos mismos que constituyen su conocimiento. En la medida en que es función de esta verdad, no es una ciencia esta psicología.