Estudio Preliminar a Freud en Buenos Aires 1910-1939 (Capítulo II)

Estudio Preliminar a Freud en Buenos Aires 1910-1939
Hugo Vezzetti
 
II
Hasta aquí, entonces, salvo esa ocasional incursión de Luis Merzbacher, las ideas del psicoanálisis han desembarcado en Buenos Aires traídas por autores y viajeros foráneos, bajo una modalidad de divulgación que oscilaba entre una aceptación atenuada y diluida y el franco cuestionamiento crítico. De cualquier manera, distintos testimonios coinciden en destacar la importancia que la corriente freudiana ha alcanzado en el continente europeo desde los años veinte y en señalar el contraste con su escasa presencia en el medio porteño. El nombre de Freud viene asociado menos al campo de problemas de la psiquiatría que como protagonista de un movimiento intelectual con vastas repercusiones en la cultura de su tiempo. Y el fenómeno, mayormente, viene de París, no sólo porque se lo lee en francés, sino porque es la circunstancia de su difusión en ese país –connotada por la aureola de una moda frívola entre gente de letras– la que parece presionar en el sentido de su inclusión y consideración entre nosotros.   
Justamente, es la “moda” europea, es decir, el impacto cultural de la obra de Freud lo que tiene en la mira el joven Aníbal Ponce en “La divertida estética de Freud” (A. Ponce, 1923 a). En la medida en que concibe al psicoanálisis como un movimiento superficial y transitorio puede ocuparse de él con ligereza, en un estilo que está a tono con la frivolidad que atribuye al fenómeno, y que no es habitual en su producción intelectual. Sólo conoce la versión francesa de la Introducción al psicoanálisis, y es evidente que está bajo la influencia de la actitud general de resistencia y menosprecio que había caracterizado la recepción de Freud en París. Ponce compara la difusión del psicoanálisis a la del tango o el shimmy, y con ello parece coincidir –en términos chistosos– con la tendencia bastante generalizada a recurrir a las analogías para dar cuenta de la difusión cultural de esas nuevas ideas. Sólo que, como se verá, otros intentos de explicación buscaban equivalencias propiamente intelectuales al comparar la vigencia de Freud con el impacto de figuras como Nietzsche, Spengler o Bergson.
Ponce tiene 25 años, hace apenas tres que conoció a José Ingenieros y se encuentra bajo el impacto del maestro no sólo en cuanto a los parámetros que deben definir una empresa científica, sino también en la caracterización de las corrientes intelectuales que deben ser enfrentadas en la lucha cultural.7 ¿Hasta qué punto el estilo satírico que era tan propio de Ingenieros no señala la marca profunda de su influencia? En todo caso hubo una atribución del artículo a Ingenieros en Nosotros en 1939.8 Reeditado entonces, se consignaba que el texto, firmado por Luis Campos Aguirre, “pasó poco menos que inadvertido en la fecha de su publicación y está hoy enteramente olvidado”, y se atribuía su autoría a Ingenieros. No cabe duda de que el artículo es de Ponce, quien usaba el seudónimo Luis Campos Aguirre o L. C. A. habitualmente en la Revista de Filosofía. Si embargo, ese notable acto fallido de los directores de Nosotros, que conocían bien la obra de Ingenieros y la de Ponce, al mostrar que esa atribución resultaba creíble (y aparentemente no fue rectificada) viene más bien a revelar el peso y la presencia de las ideas del maestro sobre el discípulo.   
Pertrechado en el paradigma del cientificismo naturalista, Ponce sostiene su ataque en la convicción de que el psicoanálisis forma parte de la reacción espiritualista y anticientífica, es decir, impulsado por un diagnóstico que es a la vez filosófico y político: el “renacimiento evidente del misticismo colectivo ha despertado la curiosidad del grueso del público por todo aquello que, en el psiquismo humano, conserva los prestigios seductores del misterio”. Si su diagnóstico combina las miradas del psicólogo y el crítico de la cultura, en el primer sentido su posición es muy clara: es la biología la que debe proporcionar el fundamento de la psicología. En realidad, en este período de la obra de Ponce es la psicoterapia misma la que aparece cuestionada en su real eficacia a partir de una toma de posición que ve lo determinante en “las alteraciones simpáticas, endócrinas y viscerales” (A. Ponce, 1923c). Pero, al mismo tiempo, una verdadera militancia materialista lo lleva a encarar los términos de un imaginario combate ideológico, de modo bastante simplificado, como una lucha entre la ciencia y la religión, representadas respectivamente por la “jeringa hipodérmica” o el “Evangelio”. Afirmado en una posición intelectual algo envejecida, el joven Ponce se coloca frente a los nuevos problemas de un modo que parece seguir, anticipadamente, el consejo por demás elocuente por el cual recomendaba –¡en 1928!– tener siempre sobre el escritorio un busto de Voltaire sobre un libro de Taine (A. Ponce, 1928). Ni siquiera la psicología de Janet se salva del cuestionamiento fundado en la sacralidad del paradigma naturalista y cuando asiste a sus clases no disimula su desencanto: “el que ha ido a escucharle buscando la observación rigurosa, el lenguaje y el método de las ciencias naturales, se retira pensando que acaba de oír tal vez al último profesor de una psicología que concluye” (A. Ponce, 1927).
No es extraño, entonces, que para Ponce el psicoanálisis forme parte globalmente de la reacción metafísica y que busque en él analogías con una cosmovisión religiosa. Y el registro satírico de la “Divertida estética” viene a ser un modo de descalificar la posibilidad de asumir frente al psicoanálisis una tarea seria de estudio y, eventualmente, polémica. Freud vendría a ser, afirma Ponce, “la más alta figura del humorismo contemporáneo”, y con ello justifica el tono del escrito que le dedica. Pero, al mismo tiempo, la forma en que enumera la amplitud de disciplinas que la obra de Freud abarca (“psicología, higiene, terapéutica, pedagogía, clave de los sueños, sociología, charadas, ciencia de los mitos y de las religiones”) deja traslucir la preocupación dominante por las repercusiones de una corriente de pensamiento a la que toma como síntoma de la crisis cultural e ideológica de esos tiempos que el autor querría “de socialismo y de extensión universitaria”. Para denunciar ese desorden en el mundo acumula calificativos sobre el psicoanálisis: “opereta de la psicología”, “epopeya científico-burlesca”, “pedantismo científico de un sabio disciplinado a la alemana”, “monumento de la literatura cómica”.
En todo caso, en el elogio que va a dedicar a la obra del psiquiatra y psicoanalista A. Hesnard sobre el inconsciente (A. Ponce, 1923 b) puede leerse aquello que Ponce querría ver escrito en lugar de la novedad freudiana. En efecto, al resaltar la sobresaliente formación biológica del autor que comenta (y que contrasta, como se verá, con las extravagancias de Madame Sokolnicka) señala cómo ha sabido encontrar el inconsciente donde se debe, a saber, “en la oscura sensibilidad de la vida orgánica y en las ricas manifestaciones de la actividad sensorial”, en “los hechos de la motricidad” y las “deformaciones afectivas”.
Años más tarde, en sus trabajos más maduros sobre la psicología infantil y de la adolescencia, Ponce volverá sobre el psicoanálisis con opiniones más equilibradas, que no excluyen una prudente valoración positiva. De cualquier manera, esa boutade juvenil denuncia, antes que nada, el “malestar” y el desconcierto frente al empuje innovador de esa corriente de ideas que por sus conceptos y su estilo de difusión intelectual chocaba abiertamente con la tradición positivista. Y quizá, la forma reiterada en que insiste con que se trata de una moda opera como una suerte de denegación de lo que para muchos empezaba a ser evidente, esto es, que la figura de Freud y sus efectos eran ya parte central del panorama intelectual de la primera posguerra, algo que, por otra parte, va a ser afirmado explícitamente en Buenos Aires en pocos años, y quedará consagrado con ocasión de la muerte del creador del psicoanálisis. Pero, en todo caso, esa lectura brutal que adscribía el psicoanálisis a un espacio inasimilable para el clima de ideas hegemónico en el campo intelectual porteño se equivocaba menos, en cierto sentido, que los intentos de asimilación de Freud al dispositivo psiquiátrico mediante la operación ramplona de una yuxtaposición de referencias carentes de todo sustento conceptual.
Algunos años más tarde Ponce va a ocuparse de Madame Sokolnicka y el psicoanálisis francés (A. Ponce, 1929), escribiendo desde París, esa ciudad por la que sentía una fascinación sólo comparable a la que le provocaba Buenos Aires.9 ¿No puede decirse que, en verdad, tenía a Buenos Aires en la mira, aunque hablara de París? En efecto, por un desplazamiento exorcizaba el riesgo de esa desviación en la capital francesa anticipándose a la casi inexistente presencia del psicoanálisis en el espacio cultural porteño. Como sea, el artículo tiene el tono ligero propio de una nota periodística destinada a un público mundano, para dar cuenta de las novedades producidas en los ambientes literarios parisinos. Por otra parte, es la ocasión de reafirmar una tesis central, que ya es casi un lugar común, acerca de la colocación torcida del psicoanálisis respecto del dispositivo científico médico. Según la versión de Ponce, en la difusión del psicoanálisis en Francia se combinaban la tenacidad –y la fortuna– de una aventurera mundana y su capacidad para atraer a sectores de los círculos literarios, con el olfato comercial del editor Payot, quien encaró la edición de Freud mediante los oficios de un traductor que ni era psicoanalista ni dominaba del todo bien el alemán y el francés. En todo caso, es fácil advertir que Madame Sokolnicka es objeto de un desplazamiento respecto de la figura de Freud y, en parte, viene a ser tratada de modo análogo a aquella primera versión ridiculizada del creador del psicoanálisis.
Por otra parte, la caricatura que construye de esa “apóstol” femenino del psicoanálisis (“En otro siglo o en otro medio hubiera fundado una secta religiosa, una sociedad teosófica, un comité para explorar el más allá”) viene a confirmar lo que Ponce ya creía saber: la afinidad de las corrientes freudianas con un movimiento religioso. Finalmente, entre los efectos perturbadores del psicoanálisis no es el menor esa disposición a saltearse el círculo reducido de los especialistas para dirigirse directamente a un público letrado que es concebido como voluble y mundano. En todo caso, ese juicio condensa una valoración dominante, más bien negativa, del encuentro posible entre psicoanálisis y literatura, y puede ser correlacionado con la circunstancia de que en Buenos Aires, a diferencia de París, Freud no ocupa casi ningún papel en el movimiento de las vanguardias literarias en esos años.
También la revista Nosotros da cuenta por entonces (J. A. García Martínez, 1924) de esa significación cultural del psicoanálisis que se impone sobre una consideración más atenta a la obra, y lo hace, como en el artículo de Ponce, curioseando la escena parisina. La publicación inaugura una serie más bien escasa de referencias a Freud con una nota breve sobre la novedad del fenómeno psicoanalítico, dernier cri de algunos círculos intelectuales en la capital francesa. Con todo, el registro es menos frívolo que el de Ponce y tiende a expresar más abiertamente su preocupación y su disgusto por esa “descomunal batalla” que estaría librándose en torno del psicoanálisis. Freud habría superado la popularidad que Nietzsche alcanzó a principios del siglo y despierta más interés que Spengler o Einstein. En la principal revista porteña de cultura –como en las de medicina– es a partir de los avatares de la obra de Freud en París que el campo intelectual local toma alguna noticia de su existencia y se esfuerza por esbozar un juicio. Si esto, por una parte, está en relación con un modo de organización y legitimación de autores y temáticas en el medio intelectual de Buenos Aires –que hizo del cosmopolitismo y la traducción del francés uno de sus rasgos esenciales–, a la vez corresponde a una toma de posición y un modo de difusión del psicoanálisis en el seno del público “ilustrado” más tradicional.
       La circunstancia de que dos revistas de habla francesa (Le Disque Vert y Mercure de France) se hayan ocupado casi simultáneamente de Freud parece justificar la atención dispensada por Nosotros, con el propósito explícito e “imparcial” de hacer conocer las conclusiones de esas publicaciones. Y sin embargo, como al descuido se deja caer la propia opinión “ponciana”: las ideas de Freud son “una abracadabrante humorada”. En general, destaca las críticas y las reservas y, lo que resulta curioso tratándose de una revista de cultura y literatura, ve en la relación del psicoanálisis con el mundo de la literatura, particularmente la novela, un signo central de su extravío y descalificación, incapaz siquiera de formular alguna interrogación acerca de las razones que podían impulsar ese encuentro en el nuevo panorama de las letras. Finalmente, el artículo elige dejar la última palabra a los alienistas franceses, quienes no ahorran calificativos en su juicio antifreudiano: “tejido de tonterías”, “obscenidades y errores”, “escolástica de la pornografía”, “cochinadas científicas”.
El socialista Enrique Mouchet, profesor de psicología en Buenos Aires, se propuso realizar una crítica seria y equilibrada de las ideas de Freud, desde una posición distanciada respecto de la humorada de Ponce. Durante 1925 había dictado un curso sobre el tema en la Facultad de Filosofía y Letras, con un éxito de público que por su número y su composición ponía en evidencia el interés que despertaba ese tópico entre el público culto porteño.10 Un resumen de ese curso fue publicado en la revista Humanidades, de La Plata (E. Mouchet, 1926) que él mismo dirigía, y tuvo alguna repercusión, ya que fue citado por Blondel en sus charlas en Buenos Aires y –de acuerdo con A. Foradori– también por George Dumas.
Mouchet busca una posición intermedia entre los dos “partidos” que disputan en torno al psicoanálisis: por un lado, los que ven en Freud un “genio creador” y un “apóstol”; por otro, los que niegan todo valor a sus teorías y, aun más, las consideran “peligrosas e inmorales”. Después de citar extensamente el artículo de Ponce, define su propia posición: “Para mí, en cambio, Freud no es ni un genio ni un apóstol, ni tampoco un humorista ni un depravado. Es un hombre de mucho talento que ha consagrado toda su vida a elaborar y perfeccionar su sistema ideológico, y creo, por lo tanto, que sus ideas deben ser estudiadas y merecen ser conocidas y aun tratadas desde la cátedra universitaria, a pesar de que no las aceptemos”. En todo caso, su posición académica no es ajena a esta colocación intermedia, a partir de la cual busca enumerar los puntos vulnerables tanto como los méritos del psicoanálisis, de un modo que puede ser considerado como una recopilación de los argumentos más difundidos.
Las objeciones pueden agruparse en cuatro ítems: 1º) falta de rigor científico: no hay control posible por parte de los especialistas y “hay que aceptar la doctrina como se acepta una religión”; 2º) es la obra de un artista más que de un hombre de ciencia, definido este último como el que “somete sus afirmaciones a la comprobación de los hechos”; 3º) representa una verdadera reacción contra la psicología científica, es decir, la que está basada en la observación de los hechos y, con frecuencia, en la experimentación; más aun, “sus principios, más que representar nuevas conquistas para la ciencia psicológica, pretenden destruir la psicología” y “reemplazarla totalmente como única doctrina psicológica de valor”; 4º) su éxito proviene de que “los espiritualistas y teólogos ven en ella una tabla de salvación para su ideología, comprometida seriamente por las corrientes positivistas, evolucionistas y experimentalistas”; por su método y sus principios, argumenta Mouchet, el psicoanálisis es un retorno al escolasticismo, ya que define “entidades metafísicas” –por ejemplo, la censura– de modo análogo a las viejas facultades del alma.
Seguidamente, y puesto a enumerar los aspectos favorables de la doctrina freudiana, Mouchet destaca –de modo poco congruente con su crítica anterior– los servicios prestados a la psicología en esos momentos de crisis y decaimiento de las expectativas depositadas en los procedimientos experimentales. Si la psicología ha vuelto a ser “una ciencia de actualidad”, sería debido al impulso de la corriente freudiana, que ha reanimado el interés y, lo que es más importante para la óptica del autor, lo ha extendido al campo de la medicina. Otra contribución que rescata del psicoanálisis es haber dado al problema sexual su debida importancia, en particular a sus manifestaciones en la infancia, con lo cual se separa claramente de las críticas conocidas al “pansexualismo freudiano”.
Finalmente, su pronóstico acerca del desenvolvimiento futuro del psicoanálisis es negativo, por razones que, básicamente, insisten en que sólo en el cauce de la medicina puede encontrar un lugar legítimo. La “excesiva expansión de la doctrina será la causa originaria de su descrédito y de su ruina”, anticipaba Mouchet, en una profesión de fe científico-natural que parecía desconocer las razones y las consecuencias de esa crisis del paradigma positivista que, sin embargo, había sido capaz de señalar con relación a la psicología.

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