K. Horney. La personalidad neurótica de nuestro tiempo: El abandono de la competencia

Así, la situación de conflicto que en forma persistente aqueja al neurótica
se origina en su deseo frenético y compulsivo de ser el primero en toda
competición, y a la vez, de su igualmente notable impulso a coartarse a
sí mismo apenas se inicia bien o efectúa algún progreso. Si en
determinada ocasión resulta ganancioso en algo, está condenado a
fracasar en la oportunidad siguiente; una buena lección es seguida por
otra mala; una favorable impresión despertada en los demás, por un
desaire en el próximo encuentro. Esto se repite de continuo, haciéndole
sentirse preso en una lucha sin esperanzas contra obstáculos
insuperables. De esta suerte, vemos que el neurótico, como Penélope,
cada noche deshace lo que teje durante el día.
Así, las inhibiciones son susceptibles de afectar cada etapa de su acción:
el neurótico puede reprimir en forma tan absoluta sus ambiciones, que ni
siquiera ose emprender una tarea; acaso intente hacer algo, pero es
incapaz de concentrarse o llevarlo a término; si bien puede realizar
excelentes obras, huye ante el más ligero indicio de éxito; finalmente,
alcanzará notables triunfos, mas no le será dado apreciarlos o, cuando
menos, disfrutarlos como tales.
Entre las múltiples maneras de abandonar la competencia, quizá la más
importante sea la que el propio neurótico crea en su imaginación, al
establecer tal inferioridad frente al real o supuesto competidor, que toda
pretensión de triunfo le parece absurda, siendo por lo tanto
inmediatamente eliminada de la conciencia. Dicha relación de
inferioridad la establece erigiendo a los demás sobre un pedestal
inalcanzable para él o colocándose tan por debajo de ellos que cualquier
pensamiento o tentativa de competición le resulta ridícula e imposible.
Este último proceso es el que consideraremos aquí, calificándolo de
«empequeñecimiento». Es posible que el empequeñecimiento sea una
medida táctica consciente, realizada por mera conveniencia. Si el
discípulo de un gran pintor ha cumplido un trabajo excelente, pero teme
la actitud malevolente de su maestro; podrá empequeñecerlo a fin de
aplacar su envidia. En cambio, el neurótico sólo tiene una vaga noción
de su tendencia a subestimarse. Si ha realizado un buen trabajo, creerá
con toda seriedad que los otros lo harían mejor, o que obtuvo éxito por
mera casualidad y, probablemente, no sabrá repetirlo. Asimismo, a fin de
desvalorizar todo su cometido, tal vez se aferre a cualquier detalle, como
el dé haber trabajado con excesiva lentitud. Un hombre de ciencia puede
arribar a la creencia de que ignora cuestiones de su especialidad, al
punto que sus amigos habrán de recordarle que él mismo ha escrito
sobre el asunto. Al planteársele una pregunta carente de sentido o de
respuesta, se inclinará a reaccionar con un sentimiento de propia estupidez;
si lee un libro con el cual disiente, no tenderá a elaborar una
crítica, sino a suponerse harto necio para comprender al autor. Y de este
modo llega a albergar el convencimiento de que ha sabido mantener una
actitud crítica y objetiva frente a sí.
Tales personas no sólo experimentan sus sentimientos de inferioridad a
causa de su valor aparente, sino que también insisten en su vigencia
objetiva. A pesar de quejarse de los sufrimientos que les causan, no
aceptan prueba alguna que los refute. Por ejemplo, si se les considera
como trabajadores muy competentes, sostienen con tenacidad que se
exagera su mérito o que han conseguido engañar a los demás. La
muchacha antes mencionada, que desplegó en la escuela una enorme
ambición a raíz de la experiencia humillante con su hermano, siendo en
toda ocasión la primera de su clase y juzgada por todos como una
brillante alumna, estaba, sin embargo, persuadida de su profunda
estulticia. Aunque una mirada al espejo o la atención despertada en los
hombres bastarían para persuadir a una mujer de sus atractivos. seguirá
aferrándose con firme convicción a la creencia de que no posee el menor
don físico. Otra persona puede estar plenamente segura, hasta los
cuarenta años, de ser muy joven para imponer sus opiniones o
iniciativas, y después de esa edad recurrir a la excusa de ser ya
demasiado vieja. Así, un estudioso no terminaba de asombrarse ante el
respeto que se le prodigaba, insistiendo íntimamente en que no era más
que mediocre e insignificante. Todos los cumplidos que se reciben se
conceptúan vacías lisonjas o se atribuyen a motivos interesados, y hasta
son susceptibles de desencadenar una reacción de rabia y hostilidad en el sujeto.
Observaciones de esta índole, posibles de repetirse casi ilimitadamente,
demuestran que los sentimientos de inferioridad -quizá los más comunes
entre los males de nuestra época- cumplen una función muy importante,
a causa de lo cual son sostenidos y defendidos por el sujeto. Su
importancia reside en que al disminuirse mentalmente a sí mismo,
colocándose por debajo de los demás, el neurótico reprime sus
ambiciones, consiguiendo aplacar la angustia que trae aparejado su afán de competición (43).
De paso, es menester advertir que los sentimientos de inferioridad
también pueden debilitar objetivamente la posición del sujeto, pues el
empequeñecimiento de sí mismo reduce la autoconfianza. En cierta
magnitud, esta última constituye un prerrequisito de todo éxito, aunque
se traduzca en actos tan diferentes como modificar la receta de una
ensalada, vender alguna mercadería, defender una opinión o impresionar
bien a un pariente de influencia.
Una persona con fuertes tendencias a empequeñecerse acaso tenga
sueños en los que sus rivales aparezcan engrandecidos y ella se
encuentra en desventaja. Siendo indudable que inconscientemente
quiere triunfar de sus antagonistas, tales sueños parecen contradecir la
tesis freudiana según la cual los sueños son realizaciones de deseos,
pero no debe interpretarse con estrechez este concepto de Freud. Si la
satisfacción de deseos viene acompañada de excesiva angustia, el
aplacarla se convierte en algo más trascendente que el propio cumplimiento
de aquéllos. Por consiguiente, si una persona temerosa de su
ambición sueña que es derrotada, esto no significa un deseo de fracasar,
sino la preferencia de éste como mal menor. Una enferma nuestra debía
pronunciar una conferencia en cierto período de su tratamiento en que
luchaba con desesperación por derrotarnos. Produjo entonces un sueño
en el cual, mientras nosotros dábamos una brillante conferencia, ella
estaba sentada entre el público, mirándonos humildemente. En otra
ocasión, un maestro ambicioso soñó que su alumno era el maestro y que
él mismo no sabía sus lecciones.
La medida en que el autodesprecio sirve para reprimir las ambiciones
queda asimismo demostrada por el hecho de que las capacidades que
se desestiman son, justamente, aquellas en que el individuo desea con
más vehemencia sobresalir. Si su ambición es de carácter intelectual, su
instrumento es la inteligencia, y por consiguiente debe ser rebajada. Si
es erótica, el aspecto exterior y el encanto son los recursos que se
emplean, y en este caso son éstas las cualidades que han de
menoscabarse. Dicha relación es tan constante que, si se considera el
foco de la tendencia al rebajamiento, es posible colegir dónde radican las
ambiciones más intensas.
Hasta aquí los sentimientos de inferioridad no guardan relación alguna
con una inferioridad real; sólo los examinamos como productos de la
tendencia a abandonar toda competición. ¿Acaso carecen de toda
conexión con defectos existentes o con la comprensión de faltas reales?
En verdad, esos sentimientos resultan de inadecuaciones tanto
concretas como imaginadas, es decir, representan combinaciones entre
tendencias al rebajamiento determinadas por, la angustia, y el
reconocimiento de defectos existentes. Según repetidas veces hemos
señalado, aunque logremos mantener ciertos impulsos apartados de la
conciencia, no es posible engañarse demasiado. Por eso un neurótico
del tipo que venimos considerando sabrá, en lo más recóndito de su ser,
que posee tendencias antisociales que, necesita ocultar; que sus
actitudes están lejos de ser genuinas; que sus pretendidos sentimientos
son muy distintos de las corrientes subterráneas que le animan. El
registro de todas estas discrepancias constituye una importante causa de
sus sentimientos de inferioridad, aunque jamás alcance a reconocer
claramente el origen de aquéllas, porque reside en sus impulsos
reprimidos. Ignorando este origen, se propone a sí mismo razones que
expliquen su sentimiento de inferioridad, aunque raramente serán las
legítimas, sino meras racionalizaciones.
Además, existe otro motivo que le hace sentir que sus sentimientos de
inferioridad son expresión directa de un defecto real. Sus ambiciones le
han impelido a elaborar ideas fantásticas acerca de su valor e
importancia. Como no puede evitar el parangón entre sus cometidos
efectivos y su noción de ser un genio o un individuo humano perfecto,
necesariamente sus actos y posibilidades concretas deben parecer inferiores.
Resultado último de todas aquellas tendencias a abandonar la
competición es que el neurótico incurre en positivos fracasos o, en el
mejor de los casos, no rinde todo cuanto le sería hacedero dadas sus
oportunidades y sus dotes. Otros, que empezaron junto con él, pronto lo
superan, hacen mejor carrera y obtienen mayores éxitos. Este quedarse
atrás no afecta sólo el triunfo exterior, pues al aumentar en edad se
convence más y más de la discrepancia entre sus capacidades y sus
logros, experimentando agudamente que sus dotes de cualquier
naturaleza son malgastadas, que se halla estancado en el
desenvolvimiento de su personalidad, que no madura al correr de los
años (44). Así, ante tal comprensión, reacciona con un vago malestar , que
ya no es masoquista, sino real y justificado.
Por otra parte, como ya lo destacamos, la divergencia entre la capacidad
potencial y las realizaciones puede obedecer a circunstancias exteriores.
En cambio, el desacuerdo que existe en el neurótico es un rasgo
característico permanente e invariable de la neurosis misma, y responde
enteramente a conflictos interiores. Los fracasos efectivos del neurótico y
su directa consecuencia, la creciente discordancia entre su aptitud y sus
cumplimientos, por fuerza exacerbarán cada vez más sus preexistentes
sentimientos de inferioridad. De esta manera, no sólo cree ser inferior,
sino que ciertamente resulta inferior a lo que podría ser. El efecto de este
proceso tiene mayor importancia en cuanto proporciona base real a los
sentimientos de inferioridad.
Entretanto, la otra discrepancia que hemos apuntado -la que media entre
las elevadas ambiciones y una realidad en proporción magra- se torna
insoportable hasta el grado de exigir imperiosamente remedio,
ofreciéndosele al sujeto la fantasía como el recurso más inmediato. Por
ello el neurótico va sustituyendo en forma progresiva sus objetivos
alcanzables por ideas de grandeza. Es evidente el valor que éstas tienen
para él: encubren sus intolerables sentimientos de no ser nada, le
permiten sentirse importante sin intervenir en la menor competición y sin
afrontar, por lo tanto, los riesgos del fracaso o del éxito; le consienten
erigir una ficción de grandeza que trasciende con amplitud cualquier
objetivo realizable. El peligro de estas fantasías radica, precisamente, en
que vienen a ser algo, así como callejones sin salida, pues para el
neurótico estos últimos son harto más ventajosos que las rutas derechas y abiertas.
Deben distinguirse tales ideas neuróticas de grandeza de las que poseen
el sujeto normal y el psicótico. En ocasiones, hasta una persona normal
se considerará maravillosa, adjudicará magnitud excesiva a lo que hace
o se embarcará en fantasías en torno a lo que podría hacer. Pero
semejantes fantasías o ideas no pasan de ser decorativas, y el propio
sujeto no las toma muy en serio. En cuanto al psicótico con ideas de
grandeza, constituye el extremo opuesto. Está persuadido de ser un
genio, emperador del Japón, Napoleón o Jesucristo, y rechazará toda
prueba concreta que pueda rebatir su fantasía, mostrándose totalmente
incapaz de comprender nada que le recuerde que es en verdad un pobre
portero, un enfermo asilado o una víctima del menosprecio y el ridículo.
Si llega a percatarse de la oposición entre sus fantasías y la realidad, se
decide en favor de sus ideas exuberantes y creerá que los demás están
equivocados o que deliberadamente lo rebajan con el propósito de herirlo.
El neurótico se encuentra en algún lugar situado entre estos dos
extremos. Si llega a percatarse de su exagerada autoestima, la reacción
consciente hacia este hecho se parece más bien a la del individuo sano.
Si en sueños aparece como un rey, se inclinará a juzgarlo ridículo; mas,
aunque conscientemente descarte por irreales sus fantasías de
grandeza, guardan para él un valor de realidad emocional análogo al que
tienen para el psicótico. En ambos casos, tal valorización de la fantasía
obedece a una misma causa: que las fantasías cumplen importante
función, pues, no obstante ser tenues y endebles, significan los pilares
en que reposa la autoestima, y, por consiguiente, el sujeto se ve obligado a asirse a ellas.
El peligro que envuelve esta función se manifiesta cuando algún
cóntratiempo exterior llega a afectar el autoaprecio. Al vacilar los
cimientos de éste, el individuo cae, y no puede ya recobrarse de su
derrumbe. Así, una joven que se sabía amada se dio cuenta de que su
novio titubeaba en casarse. En una conversación éste le expresó que se
sentía demasiado joven e inexperto para contraer matrimonio, que le
vendría bien conocer a otras mujeres antes de ligarse definitivamente. La
joven no pudo reponerse de este golpe; se tornó deprimida, comenzó a
sentirse insegura en su trabajo, desarrolló un enorme temor al fracaso,
con el consiguiente deseo de abandonarlo todo, desde las relaciones
sociales hasta su labor. Ese miedo era tan poderoso que aun ciertos
hechos alentadores, como la ulterior decisión de su novio de casarse
realmente con ella, y el ofrecimiento de un empleo mejor, donde se
apreciaba en alto grado sus capacidades, no bastaron para devolverle la seguridad perdida.
En contraste con el psicótico, el neurótico no puede menos que registrar
con dolorosa escrupulosidad los millares de pequeños incidentes dé la
vida real que no se ajustan a sus ilusiones conscientes. En
consecuencia, su autovaloración oscila entre el sentimiento de completa
inutilidad y el de preeminencia, y puede desplazarse en cualquier
instante de un polo a otro. A la vez que se siente más persuadido que
nunca de sus excepcionales valores, puede asombrarse de que alguien
lo tome en serio; o bien, al tiempo que se percibe desgraciado y
abandonado del todo, quizá se enfurezca porque a alguno se le ocurre
creer que está necesitado de ayuda. Es dable comparar su sensibilidad
con la de una persona que experimenta fuertes dolores en todo el cuerpo
y se estremece al menor contacto. Fácilmente se siente herido,
despreciado, abandonado y afrentado, reaccionando con vengativo
resentimiento, de magnitud proporcional a tales ofensas.
Vemos de nuevo intervenir aquí un «círculo vicioso», pues si bien las
ideas de grandeza cumplen decididamente la función de reconfortar al
sujeto y de brindarle cierto apoyo, aunque sólo dé un modo imaginario,
por otra parte, además de reforzar la tendencia a abandonar las
competiciones, engendran también, a través de la sensibilidad, mayor
rabia y con ello mayor angustia. Desde luego, todo ello corresponde al
cuadro de las neurosis graves, pero con menor intensidad asimismo se
observa en casos más leves, donde tales mecanismos son susceptibles
de pasar inadvertidos incluso para el sujeto mismo. En cambio, una
suerte de círculo feliz puede iniciarse en cuanto el neurótico adquiere la
capacidad de realizar algún trabajo constructivo. Gracias a éste aumenta
su autoconfianza, disminuyendo en consecuencia la necesidad de
recurrir a sus ideas de grandeza.
La falta de éxito en el neurótico, su atraso frente a los otros en cualquier
aspecto, ya concierna a la carrera profesional, al matrimonio, la fortuna o
la felicidad, lo convierte en una víctima de la envidia, vigorizando así la
actitud celosa alimentada por otras fuentes. Diversos factores son
susceptibles de conducirlo a reprimir tal actitud, como, por ejemplo, la
nobleza inherente a su carácter, la profunda convicción de que no tiene
derecho a exigir nada de nadie, o la mera ignorancia de que lleva una
existencia desgraciada. Pero cuanto más reprima esta envidia, en tanto
mayor grado la proyecta sobre los otros, dando lugar, en ocasiones, al
temor casi paranoide de que éstos le celan cuanto posee o logra. Esta
angustia acaso sea tan aguda que el sujeto se sienta positivamente
incómodo si algo bueno le sucede, si consigue un nuevo empleo, elogio
para sus obras, fortuna en los negocios o felicidad en las relaciones
amorosas. De ahí que pueda acentuar en alta medida sus tendencias a
abstenerse de poseer o de alcanzar algo.
Excluyendo todos los detalles, es posible bosquejar con los siguientes
rasgos el «círculo vicioso» que se desarrolla a partir del afán neurótico
de poderío, fama y fortuna: angustia, hostilidad, disminución del
autoaprecio, afán de poderío y de valores análogos; refuerzo de la
hostilidad y de la angustia; tendencia a abandonar toda competición (con
impulsos concomitantes hacia el automenosprecio); fracasos y
discrepancias entre las capacidades y las realizadores; exaltación de los
sentimientos de superioridad’ (con celosa envidia); exaltación de las
ideas de grandeza (con recelo de la envidia ajena); exaltación de la
sensibilidad (con tendencia renovada a abandonar la competición);
exaltación de la hostilidad y de la angustia, con lo cual el ciclo se inicia nuevamente.
No obstante, a fin de comprender cabalmente el papel que la envidia
desempeña en la neurosis, debemos examinarla desde un punto de
vista. más amplio. Siéntalo conscientemente o no, el neurótico no sólo es
una persona por cierto muy desgraciada, sino que tampoco ve,
posibilidad alguna de escapar a su miseria. Lo que el observador exterior
describe como círculo vicioso surgido de sus intentos por recuperar la
seguridad perdida, el propio neurótico lo percibe como una desesperada
situación de hallarse preso en una red. Según lo pintara un enfermo
nuestro, el neurótico se siente cautivo en un sótano con muchas puertas,
pero cualquiera que abra sólo le lleva a nuevas tinieblas; y, sin embargo,
constantemente sabe que los demás se pasean afuera, a plena luz del
sol. No creemos que nadie alcance a penetrar en el significado de una
neurosis grave si no reconoce la agobiante desesperanza que ella
entraña. Algunos neuróticos expresan su desaliento en términos que no
dejan lugar a dudas, mas en otros se encuentra profundamente
encubierto por la resignación o por un optimismo ostentoso. Puede
resultar difícil advertir que tras todas esas vanas exigencias y
hostilidades hay un ser humano que sufre, que se siente por siempre
apartado de todo lo que hace deseable la vida, sabiendo que, aun si
consiguiera cuanto desea, jamás le sería posible gozarlo. Una vez que
se haya llegado a conocer en su cabal magnitud esta desesperanza, no
será arduo comprender la agresividad e inclusive la maldad del
neurótico, a primera vista desmesuradas e inexplicables de acuerdo con
la situación en que se encuentra. Una persona tan aislada de toda
perspectiva de felicidad debería ser un verdadero ángel para no abrigar
odio contra un mundo del cual está irremediablemente excluida.
Retornando al problema de la envidia, señalaremos que esta desesperanza
poco a poco desarrollada es, justamente, el manantial que
nutre sin cesar aquélla. No se trata de una envidia de algo en especial,
sino más bien de lo que Nietzsche ha descrito como Lebensneid, o sea
una muy general envidia frente a todos los que se sienten más seguros,
más afianzados, más felices, más rectos y más confiados en sí mismos.
En el momento en que tal sentimiento de desaliento llega a desplegarse
en una persona, ésta procurará darse una explicación ya se halle
próximo o muy ajeno a su conciencia. En dicho sentimiento no logra ver,
como lo hace el analista, el resultado de un proceso inexorable; antes
bien, lo considera causado por los otros o por él trismo. Muchas veces
invocará ambas fuentes, aunque regularmente predomina una. Cuando
inculpa a los demás, produce una actitud acusadora que puede dirigirse
contra el destino en general, las circunstancias ambientales o ciertas
personas, parientes, maestros, cónyuges, médicos. Conforme lo hemos
señalado en más de una oportunidad, las exigencias neuróticas hacia el
prójimo deben en gran parte comprenderse desde tal punto de vista.
Sucede corrió si el pensamiento del neurótico fuese, aproximadamente,
éste: Dado que todos vosotros sois responsables de ni¡ sufrimiento,
vuestro deberes ayudarme y tengo el derecho de esperar que lo hagáis.
En la medida que busque la fuente de todos sus males en sí mismo,
sentirá que merece su desgracia.
De lo que venimos diciendo acerca de la tendencia del neurótico a culpar
a los demás, podría sacarse una conclusión errónea, interpretando
nuestras palabras como si las acusaciones de aquél fuesen
injustificadas. En verdad, tiene buenas y definidas razones para incriminar
al mundo, pues, en su infancia sobre todo, se le ha hecho objeto
de un trato desleal. Pero en sus imputaciones también existen evidentes
elementos neuróticos, va que aquéllas suelen reemplazar todo esfuerzo
constructivo hacia fines positivos, y son por lo general ciegas e
indiscriminadas. De ahí que pueda enderezarlas contra personas que,
por ejemplo, desean ayudarle, y al par sentirse totalmente incapaz de
abrigar y expresar recriminaciones contra quienes lo han perjudicado realmente.

Notas:
43- D. H. Lawrence ofrece una descripción muy gráfica de tal reacción: «Esta extraña sensación de estar siempre ante la inminencia de algo cruel y malvado, dispuesto a dominarla; este sentimiento del poderío malévolo de la masa que la acecha, a ella, que era la excepcional (subrayado por nosotros), constituía una de las más profundas influencias de su vida. Dondequiera se hallara, en la escuela, entre amigos, en la calle, en el tren, instintivamente se disminuía, se hacía más pequeña, simulaba ser menos de lo que en realidad era, por temor de que se descubriese su oculta intimidad, su yo secreto; que la golpease y la atacase el bruto resentimiento de lo vulgar, del yo común».
44- C. G. Jung ha planteado con claridad el problema de las personas próximas a los cuarenta que ven concluso su desarrollo; pero, no habiendo tomado en cuenta los factores que conducen a tal estado, no pudo encontrarle solución satisfactoria.

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