Jung, C. G. : Los complejos y el inconsciente. Libro tercero: Los sueños. Las enseñanzas del sueño

Libro tercero: Los sueños

6. Las enseñanzas del sueño (18)
El sueño es una creación psíquica que, en contraste con los datos habituales
de la conciencia, se sitúa, por su aspecto, su naturaleza y su sentido, al
margen del desarrollo continuo de los hechos conscientes. No parece que sea,
en general, una parte integrante de la vida consciente del alma; vendría a ser
más bien un incidente vivido, casi exterior y que se produce, al parecer, por
azar. Las circunstancias especiales de su génesis motivan su situación de
excepción: el sueño no es fruto, como otros datos de la conciencia, de la
continuidad claramente lógica o puramente emocional de los acontecimientos
de la vida; no es sino el residuo de una curiosa actividad psíquica que se
ejerce durante el sueño. Este origen, por sí solo, aisla ya a los sueños de otros
contenidos de la conciencia; su tenor singular, que contrasta de forma patente
con el pensamiento consciente, los aisla aún mucho más .
Un observador atento, sin embargo, constatará sin dificultad que los sueños
no se sitúan totalmente al margen de la continuidad de la conciencia, puesto
que en cualquiera de ellos se pueden encontrar ciertos detalles que proceden
de impresiones, de pensamientos, de estados anímicos o de humores del o de
los días anteriores. Así, pues, reinaría una cierta continuidad, una
continuidad hacia atrás, con el pasado. Pero no pasará desapercibido
tampoco que los sueños además, poseen—si se me permite la expresión—una
continuidad hacia adelante, pues algunos ejercen en ocasiones notorios efectos
sobre la vida mental consciente de sujetos a los que nada permite calificar de
supersticiosos o de particularmente anormales. Estas secuelas ocasionales
consisten, la mayoría de las veces, en alteraciones más o menos netas del humor.
Es sin duda por esta agregación tan débil con los otros contenidos de la
conciencia por lo que el sueño es de un recuerdo tan fugaz. Numerosos
sueños escapan a la rememoración al despertar; otros no son reproductibles
sino con una fidelidad muy dudosa; y son relativamente muy pocos aquellos
de los que se puede afirmar que se han reproducido con claridad .
Estos saltos caprichosos en la reproducción se explican por la calidad de las
asociaciones y de las representaciones que brotan en el sueño. Al contrario
que el pensamiento lógico, característico de los procesos mentales
conscientes, la ligazón de las representaciones en el sueño es altamente fantástica;
el proceso asociativo del sueño crea relaciones y contactos que, por
regla general, son totalmente ajenos al sentido de lo real .
Esto es lo que hace que comúnmente se diga que el sueño es absurdo. Antes de
emitir semejante juicio, consideremos que el sueño, con sus pormenores y sus
detalles, forma para nosotros una entidad impenetrable; semejante juicio por
nuestra parte no es, pues, sino la proyección sobre el objeto de nuestra
incomprensión. A pesar de esto, el sueño puede poseer perfectamente su
propia significación .
Dejando aparte las tentativas, que tienen la máxima antigüedad, de conferir
al sueño (y sacar de él) un sentido profético, es el descubrimiento de Freud el
que, prácticamente, representa las primeras investigaciones emprendidas
para penetrar el sentido del sueño; a estas investigaciones no se le puede
negar el epíteto de científicas, puesto que su autor ha indicado una técnica
gracias a la cual él mismo y numerosos investigadores pretenden llegar al
resultado buscado: comprender el sentido del sueño, sentido que no es
idéntico a las alusiones significativas contenidas por fragmentos en el sueño
manifiesto .
No es cosa de someter aquí la psicología del sueño concebida por Freud a una
discusión crítica. Mi objeto es otro: quisiera describir brevemente las
adquisiciones más o menos ciertas—y probablemente duraderas—de la
psicología onírica .
Pregúntemenos, para empezar, qué es lo que nos autoriza a atribuir al sueño
una significación que se aparta de los residuos de sentido poco satisfactorios,
contenidos en el sueño manifiesto. Una justificación legítima reside en el
hecho de que Freud se ha visto llevado a concebir el sentido oculto del sueño
de una forma completamente empírica y no de forma deductiva .
La comparación de las fantasías oníricas y de las imaginaciones en estado de
vigilia en un mismo individuo nos proporciona otro argumento en favor de la
eventualidad de una significación oculta y no manifiesta. No es difícil ver, en
efecto, que estas imaginaciones en estado de vigilia poseen, más allá de un
sentido superficial y concreto, una significación psicológica profunda. Como
la brevedad de la exposición nos impide citar un ejemplo, destaquemos
simplemente que una buena ilustración de esto se encuentra en un género
muy antiguo y muy difundido del relato imaginativo, representado de forma
típica por las Fábulas de Esopo. Hay entre ellas, por ejemplo, un relato fantástico
de las acciones del león y del asno, fantasmagoría objetivamente
irrealizable; su sentido superficial y su acepción concreta son
abracadabrantes, pero su moralidad oculta es evidente para todo lector por
poco reflexivo que sea. Los niños—lo cual es característico—ponen su interés
en el sentido esotérico de la fábula y experimentan un vivo placer .
En cualquier caso, sin embargo, la aplicación concienzuda del procedimiento
técnico, gracias al cual se analiza el contenido manifiesto del sueño,
proporciona, con mucho, el mejor argumento en favor de la existencia de una
significación onírica oculta .
Esto nos lleva a un segundo punto capital, al procedimiento analítico mismo.
Como antes, no deseo ni criticar ni defender los descubrimientos y las
convicciones freudianos sino limitarme a lo que me parece definitivamente
establecido. Si consideramos que el sueño es una creación psíquica con el
mismo derecho que cualquier otro proceso mental, no tenemos, para
empezar, absolutamente ningún motivo para suponer que su naturaleza y su
destino obedezcan a leyes, y a fines totalmente diferentes de los de otras
operaciones psicológicas. De acuerdo con el principio principia explicandi
praeter necessitatem non sunt multiplicanda, debemos analizar el sueño como
haríamos con cualquier otro producto psíquico, mientras algún hecho
contradictorio no nos lleve a hacer algo mejor. Sabemos que todo proceso psíquico,
considerado desde el punto de vista causal, se presenta como la
resultante de los datos psíquicos que le han precedido. Sabemos, además, que
este mismo proceso, considerado bajo el aspecto de su finalidad y dentro del
episodio psicológico en curso, revela un sentido y un alcance que le son
propios. Es preciso aplicar al sueño esta doble forma de ver. Comprender el
sueño, psicológicamente hablando, exigirá, pues, primeramente, que
busquemos las reminiscencias vividas que lo componen. Así, para cada una
de las partes de la imagen onírica habrá que remontarse a los antecedentes .
Un ejemplo: una persona ha tenido el siguiente sueño: Se pasea por una calle
en la que hay un niño jugando y corriendo; aparece un coche y aplasta al niño.
Remontémonos a los antecedentes de los elementos de este sueño, gracias a
los recuerdos de quien lo ha soñado. La calle la reconoce como una por la que
pasó la víspera. El niño es el hijo de su hermano, al que visitó el día anterior.
El accidente le recuerda un accidente que sucedió realmente unos días antes
del que se enteró por los periódicos. Como se sabe, el juicio corriente se
detiene en una reducción de este tipo, tras lo cual se dice: «¡Ah, claro!… ¡De
ahí viene mi sueño!» .
Es evidente que, desde el punto de vista científico, semejante reducción es
totalmente insuficiente. El sujeto del sueño pasó, en la víspera por muchas
calles: ¿por qué su sueño eligió precisamente aquélla? Ha oído hablar de
numerosos accidentes: ¿por qué éste y no otro? Aclarar los antecedentes
constituye un primer paso pero es todavía insuficiente, pues sólo un
acoplamiento, una concordancia de varias causas puede darnos una
determinación verosímil de las imágenes del sueño. Por consiguiente, se debe
intentar reunir, agrupar, otros materiales; según este mismo principio de
rememoración, se utiliza «el método de las asociaciones libres»
(Einfallsmethode). Esta investigación, evidentemente, proporciona materiales
muy diversos y muy heterogéneos, cuyo único rasgo común parece ser la
relación asociativa con el contenido del sueño, relación sin la cual no habrían
sido evocados con ocasión de este sueño. Una cuestión técnica importante es
saber hasta dónde hay que llevar esta investigación de los materiales. Pues, al
fin y al cabo, cualquier punto de partida en el alma puede servir para la
evocación de toda la existencia anterior, lo que teóricamente llevaría a anotar
para cada sueño toda la historia pasada del individuo. No obstante, tenemos
que limitarnos al estudio de los materiales psíquicos absolutamente
indispensables para la comprensión del sueño. Su limitación es,
naturalmente, arbitraria, en la medida en que, como dice Kant, la comprensión
no es sino un conocimiento adecuado a nuestras intenciones. Si, por ejemplo,
buscamos las causas de la Revolución Francesa, podemos entregarnos a estudios
no sólo sobre la Edad Media francesa sino también sobre la historia
griega y romana, aunque estos últimos no sean indispensables para nuestro
propósito, puesto que podemos comprender igualmente bien la génesis de la
Revolución sin remontarnos al diluvio. Sólo buscaremos, pues, materiales
asociativos en la medida en que parecen necesarios para atribuir al sueño una
significación utilizable .
La reunión, en sí, de los materiales asociativos, exceptuando su limitación,
escapa al arbitrio del sabio. Una vez reunidos, los materiales deben ser
sometidos a una criba y a una elaboración, cuyo principio se encuentra en las
reconstrucciones históricas o científicas. Se trata, esencialmente, de un método
comparativo, cuyo curso, naturalmente, no tiene nada de automático; depende,
en buena parte, de la destreza y de los propósitos del investigador .
La explicación de un hecho psicológico exige que sea considerado desde un
doble punto de vista: desde el punto de vista de su causalidad y desde el
punto de vista de su finalidad. Hablo de finalidad intencionadamente para
evitar toda confusión con la noción de teleología. Con finalidad quiero
designar simplemente la «tensión psicológica inmanente hacia un objetivo
futuro, hacia una significación por venir». Todo hecho psicológico lleva en sí
una significación de este orden, incluso los fenómenos puramente reactivos,
como por ejemplo las reacciones emocionales. La cólera que inspira la injuria
sufrida incita a la venganza, y un duelo ostensible despierta la piedad de los
demás. Someter los materiales asociativos engendrados por el sueño a un
examen causal es reducir el contenido manifiesto del sueño a ciertas tendencias
e ideas fundamentales que, descritas por las asociaciones, son
naturalmente todas generales y elementales .
Por ejemplo, un joven enfermo sueña: Me hallo en un huerto y cojo una
manzana. Miro con precaución en torno mío para ver si alguien me ha visto .
Sus asociaciones son las siguientes: se acuerda de haber robado una vez,
siendo niño, varias peras en un huerto. El sentimiento de tener la conciencia
sucia, que es particularmente vivaz en el sueño, le recuerda una desventura
de la víspera. Se encontró por la calle a una muchacha conocida, que le era
indiferente, y cambió con ella unas palabras; en ese instante pasó un amigo
suyo y se apoderó de él una curiosa sensación de malestar, como si tuviera
algo que reprocharse. La manzana le recuerda la escena del paraíso terrestre
y el hecho de que él jamás ha comprendido por qué el probar el fruto
prohibido tuvo tan graves consecuencias para Adán y Eva. Siempre se había
irritado por aquella injusticia divina, dado que Dios había creado a los
hombres tal como son, con su intensa curiosidad y sus apetitos insaciables .
A la mente del que ha tenido el sueño acude, asimismo, el recuerdo de que su
padre le castigó a menudo de forma incomprensible por ciertas cosas, y con
una severidad muy especial un día en que fue sorprendido observando, a
escondidas, a unas niñas bañándose. Esto se asocia con la confesión de que
últimamente se ha embarcado en una aventura sentimental con una criada,
aventura que todavía no ha llegado a sus fines naturales. La víspera del
sueño ha tenido una cita con la criada .
El conjunto de estas asociaciones revela con toda evidencia la íntima relación
del sueño y de este acontecimiento de la víspera. La escena de la manzana, a
juzgar por los materiales asociativos que suscita, parece querer simbolizar
evidentemente una escena erótica. Por otra parte, una multitud de motivos
diversos incitan a pensar que esta cita de la víspera repercute en los sueños
del joven: en ellos coge la manzana paradisíaca que la realidad le ha negado
hasta entonces. Todas las demás asociaciones se refieren al otro hecho de la
víspera: esa curiosa sensación de haber obrado mal, de tener la conciencia
sucia, que se apoderó del joven mientras charlaba con una muchacha que le
era indiferente. Esta sensación se encuentra en la evocación del pecado
original y en la reaparición de las veleidades eróticas de su infancia, tan
severamente castigadas por su padre. Todas estas asociaciones convergen
hacia la culpabilidad .
Consideremos estos materiales desde el punto de vista determinista
inaugurado por Freud o, mejor, para expresarnos como Freud, «interpretemos» este sueño.
De la jornada anterior subsiste un deseo insatisfecho; este deseo, en el sueño,
es realizado en el símbolo de la manzana cogida. ¿Por qué la satisfacción del
deseo se envuelve en una imagen simbólica en lugar de realizarse en un
pensamiento sexual claro? Freud, por toda respuesta, llama la atención sobre
el sentimiento de falta, de culpabilidad, innegable en nuestro ejemplo, y dice:
es la moral impuesta al joven desde su infancia lo que, al esforzarse por
reprimir los deseos de esta clase, confiere a una aspiración completamente
natural un tono molesto e ignominioso. Por eso el pensamiento incómodo
reprimido no puede abrir- se paso sino de forma simbólica. Puesto que hay
incompatibilidad entre estos pensamientos y la conciencia moral, Freud
supone, postula, una instancia psíquica a la que llama censura y que velaría
para impedir que el deseo indecoroso penetrara sin ambages en la conciencia.
Aunque la forma de ver finalista—que yo opongo a la concepción
freudiana—, no significa, como lo subrayo expresamente, una negación de las
causas del sueño, no por ello deja de conducir a una interpretación
completamente diversa de sus materiales asociativos. Los hechos en sí, a
saber, las asociaciones, son los mismos, pero se les confronta con otra unidad
de medida. Planteamos el problema de una forma muy sencilla y nos preguntamos:
¿para qué sirve, qué sentido tiene el sueño, qué debe suscitar? Esta
pregunta no es arbitraria, puesto que se hace respecto a toda actividad
psíquica. Respecto a cada una y en toda circunstancia, podemos preguntar
«¿Por qué?» y «¿Con qué objeto?». Toda creación orgánica pone en marcha
un sistema complejo de funciones con objeto bien definido, y cada una de
estas funciones, a su vez, puede descomponerse en una serie de actos y de
hechos que concurren por su orientación al edificio común. Es claro que el
sueño añade al episodio erótico de la víspera materiales que subrayan, en
primer lugar, un sentimiento de culpabilidad inherente al acto sexual. Esta
asociación ha revelado, el día anterior, toda su eficacia durante el encuentro
con la muchacha que le era indiferente; también en este caso la sensación de
la conciencia sucia se superpuso espontánea e inopinadamente, como si este
encuentro implicara culpabilidad por parte del joven. Este episodio se mezcla
también con el sueño; se encuentra en éste amplificado por la asociación de
materiales correspondientes, y está representado, más o menos, bajo la forma
del pecado original, que nos valió las calamidades que todos sabemos .
Yo concluyo que el sujeto de este sueño lleva en sí una tendencia, una
inclinación inconsciente a ver una falta, algunos dirían un pecado, en todo lo
que afecta a la esfera y a las satisfacciones eróticas. Es característico que el sueño
se enseñoree del pecado original, cuyo castigo draconiano el joven, por otra
parte, no ha comprendido jamás. Esta relación muestra por qué el soñador no
ha pensado simplemente: «Lo que hago no está bien.» No parece saber—la
idea ni siquiera le pasa por la cabeza—que podría condenar sus iniciativas
eróticas a causa de su dudosa moralidad. En realidad, es este el caso.
Conscientemente, piensa que su conducta es, desde el punto de vista moral,
totalmente indiferente: todos sus amigos y conocidos hacen lo mismo;
además, él no realiza nada por lo que alguien pueda ofenderse .
¿Es absurdo este sueño o está cargado de sentido? Lo importante es saber si el
punto de vista inmemorial de la moral tradicional es absurdo o tiene un
alcance capital. No quiero perderme en los detalles de una discusión
filosófica sino simplemente observar que la humanidad ha obedecido, sin
duda, a poderosos móviles al inventar esta moral; si no fuera así, no se
comprendería verdaderamente por qué ha refrenado una de sus aspiraciones
más poderosas. Si apreciamos este estado de cosas en su justo valor, es
preciso que reconozcamos la profunda significación de un sueño que muestra
al joven la necesidad de considerar sus iniciativas eróticas desde el punto de
vista moral. Las poblaciones más primitivas tienen ya a menudo una
reglamentación sexual extraordinariamente severa. Esto prueba que
especialmente la moral sexual constituye, en el seno de las funciones
psíquicas superiores, un factor que no se debe subestimar. En nuestro caso, se
podría decir, pues, que el joven, ligero y como hipnotizado por el ejemplo de
sus amigos, se abandona a sus tentaciones eróticas; olvida que el hombre es
también un ser moralmente responsable que, habiéndose dado a sí mismo la
moral, quiera o no quiera tiene que agachar la cabeza bajo el yugo de su
propia creación. En este sueño podemos discernir «la función contrapeso» del
inconsciente: los pensamientos, inclinaciones y tendencias que la vida
consciente no valora suficientemente, entran en acción, como por alusión,
durante el sueño, estado en el que los procesos conscientes están casi
totalmente eliminados .
Cierto que nos podemos preguntar qué provecho obtiene con ello el sujeto
que sueña, dado que, seguramente, no será capaz de comprender su sueño .
Señalemos a modo de respuesta que la comprensión no es un fenómeno
puramente intelectual; la experiencia muestra que una infinidad de cosas,
intelectualmente hablando incomprendidas, pueden influir e incluso
convencer y orientar al hombre de forma decisiva. Recordemos tan sólo la
eficacia de los símbolos religiosos .
El ejemplo citado podría inducir a pensar que en cierto modo, la función
onírica constituye directamente una instancia «moralizadora». Evidentemente,
este ejemplo parece confirmarlo; pero si recordamos que los sueños
poseen, en cada caso específico, contenidos subliminales, no podrá tratarse ya
de una función «moral», en la acepción restringida del término. Así, los
sueños de personas intachables desde el punto de vista moral liberan
contenidos inmorales en el sentido corriente de la palabra. Es sintomático que
San Agustín se felicitara de no ser responsable de sus sueños ante Dios .
El inconsciente, es aquello que, incesantemente, deja de ser consciente; por
eso no es extraño que el sueño añada a la situación psíquica consciente del
presente todos los aspectos que serían esenciales en una actitud radicalmente
diferente. Es claro que esta función del sueño constituye una regulación
psíquica, un contrapeso absolutamente indispensable en toda actividad
ordenada. Reflexionar sobre un problema es considerarlo con vistas a su
solución, en todos sus aspectos y con todas las consecuencias que implica; en
cierto modo, este proceso mental se perpetúa automáticamente durante el
estado más o menos inconsciente del sueño; según nuestra experiencia actual,
parece que todos los puntos de vista subestimados o desconocidos en el
estado de vigilia—es decir, que eran relativamente inconscientes—se
presentan al espíritu del sujeto que sueña, aunque sólo sea por alusión .
El simbolismo de los sueños, tan discutido, será apreciado de forma muy
diferente según que se le considere desde el punto de vista causal o desde el
punto de vista final. El determinismo de Freud postula la existencia de una
necesidad, de un deseo reprimido que se expresa en el sueño. Este deseo es
siempre relativamente sencillo y elemental. Así, el joven de nuestro sueño
habría podido soñar también que tenía que abrir una puerta con una llave,
que volaba en avión, o que besaba a su madre, etc… Desde el punto de vista
freudiano, todo esto podría tener la misma significación. En esta vía, la
escuela freudiana ortodoxa ha llegado, por citar un ejemplo sorprendente, a
ver símbolos fálicos más o menos en todos los objetos largos que aparecen en
los sueños, y símbolos femeninos en todos los objetos redondos o huecos .
La concepción finalista restituye a las imágenes del sueño el valor que les es
propio. Si, por ejemplo, en lugar de la escena de la manzana nuestro joven
hubiera soñado que tenía que abrir una puerta con una llave, a este sueño
diferente habrían correspondido materiales asociativos esencialmente
diferentes; estos, a su vez, habrían completado la situación consciente de
modo diferente y la habrían situado en un ambiente y en un marco muy ajeno
a las circunstancias generales, precisa- das gracias a la escena de la manzana.
Vista desde este ángulo, la riqueza del sentido de los sueños se basa
precisamente en la diversidad de las expresiones simbólicas y no en su
reducción unívoca. El determinismo causal tiende, por su propia naturaleza,
hacia esta reducción unívoca, es decir, hacia una codificación de los símbolos
y de su sentido. El punto de vista finalista, en cambio, ve en las variaciones de
las imágenes oníricas el reflejo de situaciones psicológicas infinitamente
variadas. No concede a los símbolos una significación fija; para él, las
imágenes oníricas son importantes en sí mismas, pues es en sí mismas como
tienen la significación que les vale hasta su aparición en el curso de un sueño.
En nuestro ejemplo, el símbolo, visto bajo este ángulo, tiene casi el valor de
una parábola: no disimula, enseña. La escena de la manzana hace claramente
alusión a la falta personal, con la escena del paraíso como fondo .
Según el punto de vista adoptado, se concebirá, pues, como se ve, el sentido
del sueño de una u otra forma. La cuestión es saber cuál es la concepción
mejor y más verídica. Concebir el sentido del sueño, de una u otra forma, es,
para nosotros, los terapeutas, una necesidad de orden, ante todo, puramente
práctica y no teórica. Si queremos atender a nuestros enfermos, debemos
intentar, por móviles muy concretos, entrar en posesión de los medios que
nos han de permitir educarlos con eficacia: Como ha mostrado claramente
nuestro ejemplo, la búsqueda de asociaciones ha planteado una cuestión
encaminada a abrir los ojos al joven sobre cosas que su corazón ligero
descuidaba. Intentando vivir sin respetarlas, vive de forma incompleta y
extrema—de forma sin coordinar, podríamos decir—, y ello supone para la
vida psíquica consecuencias comparables a las que tiene para el cuerpo un
régimen incompleto y exclusivo. Para educar, para dirigir una personalidad
hacia su autonomía armoniosa, es preciso esforzarse por hacerle asimilar
todas las funciones que se mantienen embrionarias en su seno y que no han
alcanzado su desarrollo en la conciencia. A este efecto, y por motivos
terapéuticos, es preciso que tomemos en consideración los aspectos
inconscientes de las cosas que nos son ofrecidos por los materiales oníricos.
Se ve, pues, cuánto puede ayudar la concepción finalista a la educación práctica.
El espíritu científico contemporáneo es hijo de la causalidad; las
investigaciones de causas a efectos son su moneda corriente. Esta es la razón
por la que, cuando se trata de dar una explicación científica de la psicología
onírica, las ideas freudianas, del más puro determinismo, parecen tan
seductoras. No necesito ponerlas en duda, pues son forzosamente
incompletas, ya que el alma escapa a consideraciones causales que dejan en la
sombra todo lo que es en ella finalidad .
Sólo la colaboración de las concepciones causales y finales—colaboración que,
a causa de enormes dificultades, tanto teóricas como prácticas, está todavía
por realizar—, es susceptible de llevarnos a una comprensión mejor de la
naturaleza del sueño.
Pasemos a algunos problemas más particulares y, ante todo, a la cuestión de
la clasificación de los sueños. No sobrestimamos su significación práctica o
teórica. Cada año tengo que estudiar de mil quinientos a dos mil sueños, y
esta vasta experiencia me ha permitido constatar que hay realmente sueños
tipos. Pero no son muy frecuentes, y la apreciación finalista disminuye
mucho la importancia que, desde el punto de vista causal, tiene su
significación simbólica fija. La importancia primordial de los motivos típicos
de los sueños reside en que permiten comparaciones con los temas mitológicos.
Numerosos motivos mitológicos (19) se encuentran a menudo, con
una significación análoga, en los sueños de muchas personas. Los ejemplos
nos llevarían, desgraciadamente, demasiado lejos; por otra parte, ya he
publicado algunos (20). Los paralelismos entre los motivos oníricos tipos y los
temas mitológicos permiten suponer, como ya hizo Nietzsche, que el
pensamiento onírico es una forma filogenética anterior de nuestro
pensamiento. Ilustramos esto volviendo al sueño citado más arriba. Como
recordamos, la escena de la manzana simbolizaba en él, de forma típica, la
culpabilidad erótica. El pensamiento abstracto se habría expresado así: «Hago
mal al actuar de esta manera.» Es característico que el sueño no se exprese
jamás de esta forma abstracta y lógica, sino siempre con la ayuda de
parábolas y de alegorías. Esta particularidad caracteriza igualmente a las
lenguas primitivas; sus giros floridos siempre nos sorprenden. En los
monumentos de las literaturas antiguas—las parábolas de la Biblia, por ejemplo—
lo que hoy se expresa mediante la expresión abstracta, se decía entonces
con la imagen figurada. Incluso un espíritu tan filosófico como Platón no
teme definir ciertas ideas fundamentales mediante el rodeo de los símbolos .
Nuestro cuerpo conserva las huellas de su desarrollo filogenético; lo mismo
ocurre con el espíritu humano. Es, pues, posible ver en el lenguaje alegórico
de nuestros sueños un residuo arcaico .
El robo de la manzana de nuestro ejemplo es, además, uno de esos motivos
oníricos tipos que reaparecen con múltiples variaciones en numerosos
sueños. Es, al mismo tiempo, un tema mitológico muy conocido, que
encontramos no sólo en el relato bíblico sino también en innumerables mitos
y leyendas, procedentes de todas las épocas y de todas las latitudes.
Constituye una de esas imágenes universalmente humanas, susceptibles de
renacer, autóctonas, en cada uno de nosotros y en todo tiempo. La psicología
del sueño abre así la vía de una psicología comparativa general, de la que
podemos esperar una comprensión del desarrollo y de la estructura del alma
humana, análoga a la que nos ha aportado la anatomía comparativa para el
estudio del cuerpo humano .
El sueño nos comunica, pues, con un vocabulario simbólico—se decir, con la
ayuda de representaciones a base de imágenes y sensoriales— ideas, juicios,
concepciones, directrices, tendencias, etc., que, reprimidas o ignoradas, eran
inconscientes. El sueño, que deriva de la actividad del inconsciente, da una
representación de los contenidos que en él duermen; no de todos los contenidos que en
él hay, sino sólo de algunos de ellos que, por vía de asociación, se actualizan, se
cristalizan y se seleccionan, en correlación con el estado momentáneo de la conciencia.
Esta constatación es, desde el punto de vista práctico, de una gran
importancia. Si queremos interpretar un sueño correctamente, necesitamos
un conocimiento profundo de la situación consciente correspondiente; el
sueño nos revela su aspecto inconsciente y complementario, es decir, que
contiene los materiales constelados en el inconsciente, en nombre de la
situación consciente momentánea .
Si no se está al corriente de los datos conscientes, es imposible interpretar un
sueño de forma satisfactoria, a excepción, evidentemente, de los logros
debidos al azar. Ilustremos esto con un ejemplo: Un día, recibo a un señor en
consulta por primera vez. Me declara que siente una gran curiosidad por las
ciencias y que se interesa, asimismo, desde un punto de vista literario por las
cosas del psicoanálisis. Me dice que se encuentra muy bien, y que no me
consulta en calidad de enfermo sino por pura curiosidad psicológica; añade
que tiene una posición muy desahogada y que goza de mucho tiempo libre,
durante el cual se entrega a sus múltiples curiosidades. Desea conocerme
para que yo le inicie en los arcanos del análisis y de su teoría. Lamenta, por
otra parte, ser él—un hombre normal—quien se presente,, ya que tendrá poco
interés para mí, acostumbrado a habérmelas con «locos». Me había escrito
unos días antes para que le fijara una entrevista. En el curso de la conversación
pasamos a hablar rápidamente de los sueños, y yo le pregunto si no
ha tenido alguno la noche anterior. Me responde afirmativamente y me
cuenta el siguiente sueño: Estoy en una estancia de paredes desnudas, en la
que una persona, una especie de enfermera, me recibe; quiere obligarme a
que me siente en una mesa, sobre la que hay un tarro de kéfir, que debo
tomar. Yo deseo ir a ver al doctor Jung, pero la enfermera me responde que
estoy en un hospital y que el doctor Jung no tiene tiempo de recibirme .
El contenido manifiesto del sueño muestra ya que la consulta proyectada ha
arrastrado al inconsciente a tomar posición de una forma que todavía no
comprendemos. Las asociaciones son las siguientes: «Las paredes desnudas»:
—«Una especie de sala de espera helada, como en un edificio público; la
recepción de un hospital. Yo no he estado jamás en un hospital como
enfermo.» «La enfermera»: —«Era repulsiva y bizca. Me recuerda a una
echadora de cartas, que era al mismo tiempo quiromántica; la consultaba para
que me predijera el porvenir. Durante una enfermedad tuve a una diaconisa
como enfermera.» «El tarro de kéfir»: —«El kéfir me desagrada .
No lo puedo tragar. Mi mujer lo toma continuamente y yo le gasto bromas
por ello, pues tiene la manía de que hay que hacer todos los días algo por la
salud. Me recuerda que pasé una temporada en un sanatorio—tenía los
nervios agotados—y allí tenía que tomar kéfir.» Aquí le interrumpí y le
pregunté—¡pregunta muy indiscreta!—si su neurosis había desaparecido por
completo desde entonces. El intentó eludirla, pero al final tuvo que confesar
que seguía teniendo su neurosis y que, en realidad, su mujer le insistía desde
hacía tiempo para que viniera a consultarme. Sin embargo—prosiguió—, su
nerviosismo no es tal como para que necesite un tratamiento; él no es un
«chiflado», y yo sólo cuido a los desequilibrados. Lo que a él le interesa es
sólo conocer mis teorías psicológicas, etc .
Estos materiales revelan en qué sentido el consultante falsificaba la situación.
Le convenía presentarse ante mí como filósofo y psicólogo, y relegar la
existencia de su neurosis a un segundo plano. El sueño, sin embargo, se la
recuerda de un modo muy desagradable y le obliga a ser franco. Tiene que
beber esta copa hasta la hez. La echadora de cartas descubre su juego y le
revela lo que, en el fondo, espera de mí. Como se dice en el sueño, debe
primero someterse a un tratamiento antes de llegar hasta mí, es decir antes de
entablar conmigo una controversia teórica .
El sueño rectifica la situación. Le añade lo que todavía forma parte de ella y
mejora así la actitud general del paciente. He aquí por qué necesitamos del
análisis del sueño en nuestra terapéutica .
No quisiera, sin embargo, que este ejemplo diera la impresión de que todos
los sueños son de una sencillez tan grande o de un tipo análogo. Ciertamente,
a mi modo de ver todos los sueños tienen una relación complementaria con
los datos conscientes, pero está muy lejos de ocurrir que en todos esta función
compensadora aparezca tan claramente como en nuestro ejemplo. Aunque el
sueño contribuye al gobierno del individuo por sí mismo reuniendo
mecánicamente todo lo que ha reprimido, despreciado, ignorado, su alcance
compensador no es por ello a menudo menos confuso para nosotros, que no
disponemos sino de conocimientos muy imperfectos sobre la naturaleza y las
necesidades del alma humana. Pues existen compensaciones psíquicas muy
lejanas. Acordémonos, en estos casos, de que el hombre, en una cierta
medida, es un representante de la humanidad entera y de su historia. Lo que
fue posible en gran escala en la historia de la humanidad, puede presentarse,
en pequeño, en el individuo. Este, en ciertas circunstancias, siente las
necesidades que atenazaron a la humanidad. No hay, pues, motivo para
sorprendernos de que las compensaciones religiosas jueguen un papel tan
grande en los sueños. El que esto sea así, y en nuestra época acaso con una
agudeza particular, no es sino la consecuencia natural del realismo inmanente
de nuestra visión del mundo. La concepción del alcance compensador de los sueños
no es ni una intervención nueva ni el producto artificial de una interpretación
tendenciosa. Mostrémoslo gracias al ejemplo histórico de un sueño muy
conocido, que figura en el capítulo IV de las profecías de Daniel:
Nabucodonosor, en el apogeo de su poder, tuvo, según su propio relato, el
siguiente sueño (21):
«9. He aquí las visiones de mi espíritu mientras yo estaba en mi lecho .
10. Y he aquí que había en medio de la tierra un árbol cuya altura era enorme.
11. El árbol creció y se hizo corpulento, llegando su altura hasta el cielo y su
extensión a todos los confines de la tierra .
12. Su ramaje era hermoso, y sus frutos, abundantes; y había en él comida
para todos. Bajo él buscaban sombra las bestias del campo, en sus ramas
moraban los pájaros del cielo, y de él se alimentaba todo animal .
13. Veía yo esto en las visiones de mi mente sobre mi lecho, y he aquí que un
ángel y santo desciende del cielo .
14. Grita con brío y dice así: ¡Talad el árbol, desmochad sus ramas, despojad
su follaje y dispersad sus frutos! ¡Huyan los animales de debajo de él y los
pájaros de sus ramas!
15. Mas dejad en tierra el tocón con sus raíces, y [sea atado] con ligaduras de
hierro y de bronce entre el verde del campo, y con el rocío del cielo sea
bañado, y como las bestias comparta el herbaje de la tierra .
16. Su corazón de hombre séale mudado, y el corazón de bestia désele, y
transcurran sobre él siete años.» En la segunda parte del sueño el árbol se
personifica, de suerte que salta a la vista que el gran .
árbol es el rey que sueña. Por otra parte, Daniel interpreta el sueño de la
siguiente manera. Significa, sin malentendido posible, una tentativa de
compensación del delirio de grandeza que, según los textos, evolucionó hacia
una auténtica alienación mental. Esta concepción, que ve en los fenómenos
oníricos un proceso de compensación se corresponde, a mi parecer, con la
naturaleza de los hechos biológicos en general: las teorías freudianas tienen
una tendencia análoga cuando atribuyen al sueño un papel compensador
relativo al mantenimiento del estado durmiente. Como Freud ha demostrado,
son numerosos los sueños en los que se traslucen las modalidades según las
cuales ciertas excitaciones sensoriales, susceptibles de arrancar al durmiente
de su sueño, son desfiguradas y dirigidas, en su disfraz, a halagar la voluntad
de dormir y a afirmar la intención de no dejarse molestar. Asimismo, como
Freud ha demostrado también, hay otros sueños muy frecuentes, en los que
los estímulos perturbadores intrapsíquicos, como la aparición de
representaciones personales capaces de desencadenar reacciones afectivas
poderosas, son disfrazadas y envueltas en un contexto onírico que difumina
suficientemente la agudeza de las representaciones para impedir las
descargas afectivas excesivas .
Pero esto no debe impedirnos constatar que son precisamente los sueños los que
crean más molestias para el descanso; los hay incluso—y son más frecuentes de
lo que se piensa—con una estructura dramática que lleva, por así decirlo,
lógicamente a un paroxismo afectivo, paroxismo tan perfectamente realizado
en el sueño que el durmiente se encuentra forzosamente arrancado de su
descanso por las emociones desencadenadas. Freud explica estos sueños
diciendo que la censura no ha logrado reprimir la emoción penosa. Me parece
que esta explicación no corresponde a los hechos. Todo el mundo conoce esos
sueños que se apoderan con evidencia, e inoportunamente, de los acontecimientos
penosos y de las preocupaciones del estado de vigilia, para describir
con una minuciosa claridad sus aspectos más inoportunos. Sería injustificado,
a mi modo de ver, invocar aquí la protección del sueño y la inhibición de los
afectos como función del sueño. Encontrar confirmación de esta función en
tales sueños supone, nada menos, que una inversión radical de la realidad de
los hechos. Esto es cierto igualmente en los casos en que se condensan en las
imágenes manifiestas de un sueño desbordamientos imaginativos, sexuales y reprimidos.
He llegado a pensar, pues, que la concepción freudiana, que no distingue
esencialmente en los sueños más que la realización de deseos y la proteccción
del estado durmiente, es demasiado estrecha, aun cuando es preciso retener
la idea fundamental de la función biológica compensadora. Esta función sólo
subsidiariamente es compensadora en relación al estado durmiente. Su objeto
principal es la vida consciente. Los sueños se comportan como compensadores de la
situación consciente que les ha visto nacer. Protegen el descanso en la mayor
medida posible, es decir, automáticamente, en respuesta a la influencia y al
efecto de este estado; pero saben también interrumpirlo cuando su función lo
exige y cuando sus contenidos, que hacen de contrapeso, tienen una intensidad
suficiente para suspender su curso. Un elemento inconsciente
compensador se amplifica intensamente cuando tiene una importancia vital
para la orientación de la conciencia .
Desde 1906 he llamado la atención sobre las relaciones compensadoras que
hay entre el consciente y los complejos autónomos (22) y he subrayado al mismo
tiempo su oportunidad. Flournoy, simultánea e independientemente de mis
trabajos, hacía lo mismo (23). De estas observaciones se desprende la posibilidad
de impulsos inconscientes orientadas hacia un fin. Pero subrayamos que la
orientación final del inconsciente no tiene nada en común con las intenciones
conscientes concomitantes; por regla general, incluso, el contenido del
inconsciente contrasta con el estado consciente; es este el caso, en particular,
cuando el comportamiento consciente sigue una línea de conducta demasiado
exclusiva, que amenaza lacerar las necesidades vitales del sujeto. Cuanto más
es la actitud consciente de un extremismo exclusivo, alejándose así de las
posibilidades vitales óptimas, más hay que contar con la posible aparición de
sueños vivaces y penetrantes, de contenido ricamente contrastado, pero
juiciosamente compensador, como expresión de la autorregulación psicológica del
individuo. Así como el cuerpo reacciona de forma adecuada a una herida, a
una infección o a un modo de vida anormal, así también las funciones psíquicas
reaccionan a los trastornos perturbadores y peligrosos con medios de
defensa apropiados. El sueño, en mi opinión, forma parte de estas reacciones
oportunas, al introducir en la conciencia, gracias a un ensamblaje simbólico,
los materiales constelados en el inconsciente por los datos de la situación
consciente. En estos materiales inconscientes se encuentran todas las
asociaciones que su desaparición hacía subliminales, pero que, no obstante,
poseen la energía suficiente corno para manifestarse mientras se duerme.
Evidentemente, la oportunidad del sueño y de sus imágenes no salta a los
ojos a primera vista; el análisis del contenido manifiesto del sueño es
necesario para separar los elementos compensadores de su contenido latente.
La mayoría de las reacciones de defensa del cuerpo humano son también de
naturaleza oscura y, en cierto modo, indirecta; han sido precisos
conocimientos muy profundos e investigaciones precisas para poner en claro
su papel saludable. Recordemos la significación de la fiebre y de las
supuraciones en una herida infectada .
Siendo los fenómenos psíquicos compensadores casi siempre esencialmente
individuales, esta circunstancia aumenta mucho las dificultades con las que
se tropieza para poner en evidencia su naturaleza compensadora. Un
principiante, en particular, se perderá fácilmente. De acuerdo con la teoría de
las compensaciones, se esperará, por ejemplo, que un sujeto con una actitud
exageradamente pesimista frente a la vida tenga sueños serenos y optimistas.
Tal previsión sólo se realizará si la persona es sensible a esta clase de alientos.
Pero si su temperamento es rebelde a ellos, sus sueños, razonablemente,
serán más negros todavía que su conciencia. Aplicarán el principio similia
similibus curantur .
No es fácil, pues, descubrir las leyes que presiden la compensación onírica. La
compensación, en su esencia, está íntimamente ligada con toda la naturaleza
del individuo. Las compensaciones posibles son innumerables e inagotables,
aunque con la experiencia se acaba por ver cristalizarse ciertos, principios
fundamentales .
No pretendo en absoluto, al proponer la teoría de las compensaciones, que
ella sea la única que haga justicia al sueño o que dé cuenta completamente de
iodos los fenómenos de la vida onírica. El sueño es una aparición
extraordinariamente compleja, tan compleja e insondable como los fenómenos
de conciencia. Sería muy aventurado pretender explicar todos los
fenómenos conscientes gracias a una teoría que los reduce, sin distinción, a la
satisfacción de deseos o de instintos; es igualmente poco probable que los
fenómenos oníricos se plieguen a una explicación tan simplista. En el mismo
orden de ideas, no nos será tampoco posible limitarnos a una concepción de
los fenómenos oníricos que pone sólo de relieve su papel compensador y
secundario en relación con los contenidos conscientes. La opinión general, es
cierto, concede a la conciencia, por lo que se refiere a la existencia misma del
individuo, un alcance mucho más considerable que el que atribuye al
inconsciente. Pero esta opinión corriente deberá ser sometida sin duda a una
revisión, pues cuanto más se enriquece nuestra experiencia más se afirma la
certeza de que la función del inconsciente goza en la vida de la psique de una
importancia que todavía no hacemos sino entrever. Es precisamente la
experiencia analítica la que revela, de una forma más o menos probatoria, las
influencias del inconsciente sobre la vida consciente del alma, interferencias
cuya existencia y significación habían escapado hasta ahora. Según mi
convicción, nacida de una larga experiencia y de innumerables análisis, la
actividad general del espíritu y la productividad de la psique son probablemente
tanto fruto del inconsciente como del consciente. Si este punto de
vista es exacto, no es sólo la función inconsciente la que es compensadora y
relativa respecto a la conciencia, sino también la conciencia la que está
subordinada al contenido inconsciente momentáneamente constelado. Así, la
conciencia no tendría el privilegio exclusivo de la orientación activa hacia una
meta y una intención; el inconsciente, en determinadas circunstancias, sería
igualmente capaz de asumir una dirección orientada hacia un fin .
Si ello es así, el sueño, llegado el caso, puede revelar el valor de una idea
positiva directriz o de una representación dirigida, de un alcance vital
superior a los esbozos conscientes correspondientes. Esta posibilidad, que, a
mi modo de ver, es real, está acorde con el consensus gentium, puesto que la
superstición de todos los pueblos y de todas las épocas ve en el sueño un
oráculo revelador de verdades futuras. Dejando aparte la exageración y el
fanatismo de representaciones tan universalmente difundidas, éstas
contienen siempre una parcela de verdad. Maeder ha subrayado enérgicamente
la actividad prospectiva y final del sueño; tal actividad se presenta
bajo la forma de una función inconsciente, apropiada, que, de esbozo en
esbozo, prepara la solución de conflictos y problemas actuales y trata de
representarla mediante símbolos elegidos a tientas (24).
Distinguimos la función prospectiva del sueño de su función compensadora. Esta
última considera al inconsciente en su dependencia del consciente, al que
añade todo ese conjunto de elementos que, en el estado de vigilia, no han
llegado al umbral por causas de represión o, simplemente, porque no poseían
la energía necesaria para llegar por sí mismos hasta el consciente. Esta
compensación representa una autorregulación muy apropiada del organismo psíquico .
La función prospectiva, por el contrario, se presenta bajo forma de una
anticipación, que surge en el inconsciente, de la actividad consciente futura;
evoca un esbozo preparatorio, un boceto a grandes líneas, un proyecto de
plan de ejecución. Su contenido simbólico encierra, en ocasiones, la solución
de un conflicto. Maeder lo ha ilustrado de modo meridiano. La realidad de
los sueños prospectivos de esta naturaleza es innegable. Estaría injustificado
el calificarlos de proféticos, pues, en el fondo lo son en tan poca medida como
un pronóstico médico o meteorológico. No se trata más que de una
anticipación de las probabilidades, combinación precoz que puede, es cierto,
concordar en ocasiones con el curso real de los acontecimientos pero que
también puede concordar sólo en parte o no concordar en nada. Sólo si
hubiera concordancia hasta en los menores detalles se podría hablar de
profecías. Los pronósticos de la función prospectiva del sueño son a menudo
francamente superiores a las conjeturas conscientes; no hay que extrañarse de
ello, pues el sueño resulta de una mezcla de elementos subliminales, de una
conjunción de todas las sensaciones, de todos los sentimientos y de todos los
pensamientos que, a causa de su relieve difuso, han escapado a la conciencia.
Además, el sueño dispone también de huellas de recuerdos inconscientes que
ya no están en condiciones de influir de modo eficaz sobre la vida consciente.
El sueño está, pues, a menudo, desde el punto de vista del pronóstico, en una
situación mucho más favorable que el consciente .
La función prospectiva constituye, a mi modo de ver, un atributo esencial del
sueño; se acertará, sin embargo, no sobrestimándola, pues de otro modo,
fácilmente se caería en la tentación de ver en el sueño una especie de
psicobomba que, dotada de sabiduría superior, fuera capaz de dirigir a la
existencia por vías infalibles. Si, por un lado, se subestima el alcance
psicológico del sueño, por otro tanto mayor es el peligro, para cualquiera que
estudie los sueños y practique su interpretación, de sobrestimar la validez del
inconsciente para la vida real. En cualquier caso, la experiencia actual nos
autoriza a pensar que el inconsciente no está lejos de poseer una importancia
sensiblemente igual a la del consciente. Hay, sin duda alguna, actitudes
conscientes que el inconsciente supera, es decir, actitudes conscientes tan mal
adaptadas a la naturaleza de la individualidad total que el comportamiento
inconsciente simultáneamente constelado ofrece una expresión muy superior
de ellas. Pero esto no es corriente; muy a menudo, el sueño no ensancha la
vida consciente sino por la contribución de algunos fragmentos; en este caso,
la actitud consciente está, de una parte, adaptada en una cierta medida casi
suficiente a la realidad y, de otra, satisface, más o menos, la naturaleza
esencial del sujeto. No tomar, más o menos exclusivamente, en consideración
en este caso sino la perspectiva inconsciente proporcionada por el sueño,
despreciando la situación consciente, sería la torpeza máxima y tendría por
único resultado el descentrar y destruir la actividad consciente. Sólo en
presencia de un comportamiento consciente manifiestamente insuficiente y
deficiente tenemos derecho a atribuir al inconsciente una validez superior.
Semejante apreciación se apoya en criterios cuya investigación plantea un
problema delicado. Es manifiesto que no podremos jamás apreciar el valor de
una actitud consciente, situándonos únicamente en un punto de vista
colectivo. Ello exigirá mucho más un estudio profundo de la individualidad
en cuestión, y sólo gracias a un conocimiento amplio del carácter individual
podremos determinar en qué medida la actitud consciente es insuficiente. Si
pongo el acento sobre el conocimiento del carácter individual, ello no
significa en absoluto que haya que despreciar totalmente las exigencias desde
el punto de vista colectivo. Como es sabido, el individuo está condicionado
tanto por sus lazos colectivos como por su propia individualidad. Si la actitud
consciente es más o menos suficiente, el sueño tendrá una significación
puramente compensadora. Es este caso el que constituye, sin duda, la regla
para el hombre normal. Por estas razones, me parece que la teoría
compensadora proporciona una fórmula exacta en general y acorde con los
hechos; confiere al sueño una función compensadora de una gran
importancia para la autorregulación del organismo psíquico .
Cuando un individuo se aparta de la norma y su actitud consciente, tanto
objetiva como subjetiva, se va haciendo cada vez más inadaptada, la función
del inconsciente, por lo común puramente compensadora, gana en
importancia y adquiere rango de función prospectiva dirigente, susceptible
de imprimir a la actitud consciente un curso total- mente diferente,
claramente preferible al curso anterior, como Maeder ha demostrado en sus
obras ya citadas. En esta rúbrica deben figurar sueños del género del de
Nabucodonosor. Está claro que se encuentran en individuos que se han
quedado por debajo de su propio valor. Esta es la razón por la que a menudo
hay que considerar un sueño bajo el aspecto de su significación prospectiva .
Mencionemos ahora otro aspecto de la cuestión, que no hay que olvidar. Son
numerosas las personas cuya actitud consciente, adaptada al ambiente
exterior, cuadra mal con el carácter personal. Son individuos cuya actitud
consciente y cuyo esfuerzo de adaptación superan a los recursos individuales:
parecen mejores y más valiosos de lo que son. Este excedente de actividad
exterior no está jamás, evidentemente, alimentado sólo por las facultades
individuales; son, en gran parte, las reservas dinámicas de la sugestión
colectiva las que le mantienen. Tales personas se aferran a un nivel más elevado
que el que les corresponde por temperamento, gracias, por ejemplo, a la
eficacia de un ideal común, a la irradiación de una ventaja colectiva o al
apoyo ciego de la sociedad. Interiormente no están a la altura de su situación
exterior, y por eso, en tales casos, el inconsciente juega el papel negativo y
compensador de una función reductora. Es claro que una reducción o una
depreciación representa, en estas condiciones, una compensación al punto de
vista de la autorregulación del individuo, y que esta reducción puede tener
un carácter eminentemente prospectivo (véase el sueño de Nabucodonosor).
La palabra «prospectivo» evoca fácilmente en nosotros la imagen de algo
constructivo, preparatorio y sintético. Estos sueños reductores nos obligan a
separar netamente la noción prospectiva de estas evocaciones, pues de hecho
son todo menos preparatorios, constructivos o sintéticos; el sueño reductor,
en cambio, disgrega, desune y deprecia e incluso destruye y empequeñece.
Esto, evidentemente, no quiere decir que la asimilación de un factor de
reducción deba forzosamente dañar al individuo entero; al contrario, esta
asimilación tiene a menudo secuelas altamente saludables al atacar sólo a la
actitud y no a la personalidad total. Pero esta eficacia secundaria no modifica
en nada el carácter del sueño, reductor y retrógrado en su esencia, al que sería
mejor no calificar de «prospectivo». Hay que recomendar, pues, por motivos
de claridad, llamar a estos sueños sueños reductores, y a la función
correspondiente función reductora del inconsciente, aunque, en el fondo, se trate
siempre de la misma función de compensación. Habituémonos, pues, a
esperar del inconsciente una diversidad de aspectos comparable a la riqueza
matizada de la vida consciente. Aquél modifica sus apariencias y sus
funciones tanto como esta última, y esta es la razón, por otra parte, de que sea
tan delicado dar una idea viva de la naturaleza del inconsciente .
Las investigaciones de Freud fueron las primeras que iluminaron la función
reductora del inconsciente, si bien la interpretación freudiana, en general, se
limitaba esencialmente a los bajos fondos sexuales infantiles, personales y
reprimidos del individuo. Investigaciones ulteriores han llamado la atención
sobre los elemento, arcaicos, es decir, sobre las supervivencias funcionales,
filogenéticas, históricas y supraindividuales que duermen en el seno del
inconsciente. Hoy podemos afirmar, pues, con certeza, que la función reductora
del sueño actualiza materiales que están compuestos esencialmente
de deseos sexuales infantiles reprimidos (Freud), de voluntad de poder
infantil (Adler) y de un residuo de instintos, de pensamientos y de
sentimientos arcaicos y colectivos. La reproducción de tales elementos,
difíciles de extraer por falta de uso, es de una eficacia incomparable cuando
se trata de minar, una soberbia desproporcionada, de recordar a un individuo
la vanidad de la nada humana y de reducirle a su condicionamiento
fisiológico, histórico y filogenético. El espejismo de una grandeza y de una
importancia falaces se disipa al contacto revelador de un sueño reductivo;
éste analiza el comportamiento consciente con un sentido crítico despiadado,
sacando a la luz materiales abrumadores, caracterizados por un registro
perfecto de todas las pequeñeces y de todas las debilidades. Es en sí mismo
imposible calificar de prospectivo un sueño de esta naturaleza, puesto que
todo, hasta la última fibra, es en él retrospectivo y remite a un pasado que se
creía abolido desde hacía mucho tiempo. Esta circunstancia no impide,
evidentemente, al contenido onírico ni ser compensador en relación a los
hechos de conciencia ni poseer una orientación finalista, pues la tendencia
reductora puede tener que jugar, en ocasiones, un gran papel en la
adaptación del individuo. No por ello es menos cierto que el contenido
onírico tiene un carácter reductivo. Ocurre frecuentemente que los enfermos
mismos sienten espontáneamente la relación que existe entre el texto onírico
y la situación consciente; según los sentimientos que esta intuición les inspira,
verán en el sueño un contenido prospectivo, reductivo o compensador. Sin
embargo, esto no se produce en todos los casos y tenemos que subrayar
incluso que, en general, precisamente al comienzo de un tratamiento analítico
el enfermo tiene una tendencia insuperable: la de empeñarse en concebir los
resultados del estudio analítico de sus materiales a través de la forma de ver
patógena (falsa, por consiguiente) que él tenía hasta entonces .
Estos casos exigen un cierto apoyo por parte del médico, que encamina a su
enfermo hacia un estadio en que la comprensión exacta del sueño se hace posible .
Esta complicación confiere una importancia capital a la idea que el médico se
hace de la psicología consciente de su enfermo. No hay que imaginar que el
análisis de los sueños sea pura y simplemente la aplicación práctica de un
método del que se ha apropiado gente con habilidad; presupone, al contrario,
un conocimiento íntimo de las concepciones analíticas en su conjunto, una
penetración que no se puede pretender sino haciéndose analizar uno mismo.
El mayor error, en efecto, que puede cometer, llegado el caso, un analista, es
suponer en el analizado una psicología semejante a la suya. Esta proyección
puede verificarse una vez por azar, pero la mayoría de las veces se quedará
en pura proyección. Todo lo que es inconsciente es, por ello mismo,
proyectado; tal es la razón por la que el analista debe adquirir por lo menos
conciencia de los contenidos principales de su inconsciente, a fin de que no
vengan a alterar la claridad de su juicio proyecciones inconscientes. Quienquiera
que analice los sueños de otras personas no deberá jamás perder de
vista que no hay teoría simple de los fenómenos psíquicos, de su naturaleza,
de sus causas o de sus objetos. Nos hace falta, pues, un criterio general de
juicio. Sabemos que hay fenómenos conscientes e inconscientes, fenómenos
sexuales, intuitivos, intelectuales, morales, estéticos, religiosos, volitivos, etc.
Pero no sabemos nada seguro sobre su naturaleza. Sólo sabemos que el
estudio de la psique, a partir de un punto dado y desde un ángulo bien
definido, proporciona detalles preciosos, sí, pero que no concurren jamás en
una teoría que justifique el empleo de métodos deductivos. No disponemos
tampoco de teorías del inconsciente que, delimitando su contenido
cualitativo, permitieran al mismo tiempo interpretar las imágenes oníricas en
armonía con hechos bien establecidos. La hipótesis de la sexualidad y de sus
aspiraciones y la hipótesis de la voluntad de poder son formas de ver que
tienen su valor, pero a las que hay que reprochar el que no reflejen en modo
alguno la profundidad y la riqueza del alma humana. Si dispusiéramos de
una teoría de esta envergadura, podríamos limitarnos al aprendizaje, por así
decirlo, artesanal del método; entonces no se trataría ya sino de descifrar
ciertos signos que representan contenidos codificados correspondientes;
bastaría para ello saber de memoria las reglas semiológicas. La apreciación
exacta de la situación consciente sería tan superflua corno durante una
punción lumbar. Pero, por desgracia para los especialistas agobiados de
nuestra época, el alma, para empezar, se muestra refractaria a todo método
que trate de captarla en uno de sus aspectos con exclusión de todos los otros .
En la actualidad, pocas cosas sabemos de los contenidos del inconsciente: que
son subliminales y complementarios en relación al consciente y, por tanto,
esencialmente relativos. Por eso no se comprenderá un sueño sino en función
de la situación consciente.
Los sueños reductores, prospectivos, en resumen, compensadores, están lejos
de agotar la abundancia de significaciones posibles. Hay una clase de sueño a
la que se puede llamar simplemente sueño reactivo. Nos sentimos tentados de
incluir en esta rúbrica a todos los sueños que parecen no ser, en conjunto, más
que la reproducción de un episodio poderosamente afectivo de la vida
consciente. Pero el análisis de estos sueños revela rápidamente los motivos
profundos que han valido a estas experiencias una reproducción fiel como
sueño. De aquí se desprende, en efecto, que las peripecias vividas poseen,
además de los aspectos que se dan por descontado, un lado revelador y
simbólico que había escapado al sujeto y que entraña la reproducción onírica.
Estos sueños no están aquí, pues, en su sitio. Deben figurar sólo aquellos en
los que ciertos hechos objetivos han creado un traumatismo psíquico cuyos
aspectos, no puramente psíquicos, están caracterizados al mismo tiempo por
una lesión física del sistema nervioso. Estos casos de choques violentos
fueron muy numerosos a causa de la guerra; cuando se presentan cabe
esperar en ellos numerosos sueños reactivos puros, en los que el traumatismo
forma la componente más o menos determinante.
Para la actividad global del alma puede ser importante el hecho de que el
elemento traumático, poco a poco, gracias a una reactivación frecuente,
pierde su autonomía y recupera así su rango en la jerarquía psíquica; sería
erróneo, sin embargo, llamar compensador a semejante sueño, que, en el
fondo, no es sino la repetición del traumatismo. El sueño parece restituir un
elemento autónomo que se ha separado del resto de la psique, mas pronto se
ve que la asimilación consciente de éste no atenúa en nada la conmoción que
le ha engendrado. El sueño continúa sus «reproducciones» como antes; el
elemento traumático, hecho autónomo, prosigue su actividad por sí mismo
hasta la extinción del stimulus traumático. «Realizar» antes conscientemente
de qué se trata no sirve para nada .
En la práctica no es fácil decidir si un sueño es debido a un traumatismo o si
reproduce simbólicamente una situación traumatizante. El análisis puede
zanjar la cuestión: la interpretación exacta de la escena traumatizante
interrumpe inmediatamente su repetición, mientras que una reproducción
reactiva no se ve en absoluto afectada por ello.
Es evidente que encontramos los mismos sueños reactivos en el curso de
estados físicos patológicos, de dolores intensos, por ejemplo, que influyen
grandemente sobre el desarrollo del sueño. A mi modo de ver, las
excitaciones somáticas sólo excepcionalmente tienen un alcance
determinante. En general, están integradas en la expresión simbólica del
elemento inconsciente, fuente del sueño; dicho de otro modo, son utilizadas
como medios de expresión. No es raro que los sueños trasluzcan una
combinación simbólica, íntima y singular entre una enfermedad física
innegable y un problema psíquico determinado, pareciendo que el malestar
corporal es casi la expresión mímica de la situación psíquica. Cito esta
particularidad más por ser completo que por detenerme en este dominio rico
en enigmas. Me parece, sin embargo, que entre los trastornos físicos y
psíquicos hay ciertas correlaciones cuyo alcance, en general, se subestima;
alcance que, por otra parte, es exagerado desmesuradamente por ciertos
grupos que no quieren ver en el trastorno físico sino una expresión del
trastorno psíquico, como es el caso, por ejemplo, de los adeptos de la
Christian Science. Si hago aquí esta constatación es porque los sueños aportan
aclaraciones de un gran interés sobre la cuestión de la colaboración funcional
del cuerpo y el alma .
Nos guste o no, por otra parte, tenemos que conceder al fenómeno telepático el
rango de determinante posible del sueño. Hoy ya no se puede dudar de la
realidad general de este fenómeno. Es, evidentemente, muy sencillo negar su
existencia mediante el rechazo del examen de los materiales que lo
atestiguan; pero es ésta una actitud muy poco científica que no merece
ninguna consideración. Yo he tenido ocasión de constatar que los fenómenos
telepáticos ejercen igualmente una influencia sobre los sueños; desde los
tiempos más remotos así lo afirman nuestros antepasados. Ciertas personas
son, en este sentido, particularmente receptivas, y tienen con frecuencia
sueños de un carácter telepático marcado. De hecho, reconocer el fenómeno
telepático no significa en absoluto que se reconozca sin condición las concepciones
teóricas corrientes sobre la naturaleza de la acción a distancia. El
fenómeno existe sin duda alguna, pero su teoría me parece que debe ser
excepcionalmente complicada. En todo caso, es preciso tener en cuenta la
posibilidad de asociaciones concordantes, de desarrollos psíquicos paralelos
que, como se ha demostrado, juegan un gran papel, particularmente en el
seno de una misma familia, en la que se manifiestan, entre otros, por una
similitud o un parecido íntimo de formas de ser. Es preciso, además, tener en
cuenta las criptomnesias, factor que Flournoy, por su parte, ha puesto de
relieve (25) y que puede dar lugar, en ciertos casos, a los fenómenos más
sorprendentes y curiosos. Como los materiales subliminales se manifiestan en
el sueño, no tiene nada de extraño que la criptomnesia aparezca en él a veces
de forma predominante. Yo he tenido ocasión de analizar con bastante
frecuencia sueños telepáticos, de algunos de los cuales se desconocía la
significación telepática en el momento del análisis. Este daba materiales
subjetivos, al igual que en cualquier otro sueño, y por este hecho el sueño
tenía una significación en armonía con la situación momentánea del sujeto. El
análisis no sugería en modo alguno que el sueño fuera telepático. Hasta el
presente no he encontrado jamás un sueño cuyo contenido telepático
residiera con certeza en los materiales asociativos espigados en el curso del
análisis (es decir, en el contenido latente del sueño). Residía siempre en la
forma manifiesta del sueño .
La literatura de los sueños telepáticos no cita, en general, sino aquellos en
cuyo curso un acontecimiento particularmente afectivo se anticipa de forma
«telepática» en el tiempo o en el espacio; por consiguiente, sólo aquellos en
los que el acontecimiento posee, en cierto modo, un eco humano (por
ejemplo, un fallecimiento) que explica o, al menos, ayuda a comprender su
presentimiento o su percepción a distancia. Los sueños telepáticos que me ha
sido dado observar correspondían en su mayoría a este tipo. Un pequeño
número, en cambio, se singularizaban por un contenido manifiesto del sueño
en el que la constatación telepática se refería a cosas totalmente desprovistas
de interés; por ejemplo, al rostro de un personaje desconocido e indiferente, a
un conjunto de muebles en un lugar y en condiciones indiferentes, a la
llegada de una carta trivial, etc. Al constatar aquí la ausencia de interés,
quiero decir simplemente que ni por medio de los interrogatorios habituales
ni por el análisis descubrí elementos cuya importancia hubiera «justificado»
el fenómeno telepático. Ante estos casos nos sentimos todavía más inclinados
que en presencia de los casos citados más arriba a pensar en el pretendido
azar. Desgraciadamente, estos azares hipotéticos aparecen siempre como un
asylum ignorantiae, como una cobertura de nuestra ignorancia. A nadie se le
ocurrirá negar la existencia de azares infinitamente curiosos; pero el que el
cálculo de probabilidades haga prever su repetición es ya un dato de mal
presagio sobre la naturaleza de tales pretendidos azares. Ciertamente, yo no
defenderé jamás que las leyes que los rigen sean «supra-normales». Sólo digo
que éstas son inaccesibles para nuestro balbuciente saber. Así, los tan discutidos
contenidos telepáticos poseen un carácter de realidad que desafía todas
las previsiones del sentido común. Sin adoptar ninguna concepción teórica, a
propósito de estos fenómenos, creo que es conveniente, no obstante,
reconocer y destacar su realidad. Para las investigaciones oníricas, estas
consideraciones representan un enriquecimiento .
En oposición a la opinión freudiana, tan conocida, según la cual el sueño, en su
esencia, no es más que la realización de un deseo, yo pretendo, con mi amigo
y colaborador A. Maeder, que el sueño es una autorrepresentación, espontánea y
simbólica, de la situación actual del inconsciente. Nuestra concepción está
emparentada en esto con la de Silberer (26). Esta concordancia es tanto más
halagüeña cuanto que es el resultado de trabajos independientes entre sí .
Nuestra concepción se opone, a primera vista, a la fórmula freudiana por su
renuncia deliberada a expresar nada sobre el sentido del sueño. Tan sólo
aventura que el sueño es una representación simbólica de los contenidos
inconscientes. No discute la cuestión de saber si estos contenidos son o no
siempre deseos realizados. Investigaciones ulteriores, como Maeder ha
referido expresamente, nos han demostrado con toda claridad que el lenguaje
sexual de los sueños no podría ser sometido siempre al malentendido de una
acepción concreta; este lenguaje sexual es un lenguaje arcaico que,
naturalmente, está lleno de las analogías más inmediatas sin superponerse
por ello cada vez a una alusión sexual activa. Por ello es injustificado tomar el
lenguaje sexual del sueño en su acepción concreta, mientras que se decreta
que otros contenidos son simbólicos. En cuanto las expresiones sexuales del
lenguaje onírico se conciben como símbolos de cosas infinitamente más
complejas, se desprende inmediatamente una concepción más profunda de la
naturaleza del sueño. Maeder lo ha descrito magníficamente mediante un
ejemplo práctico ofrecido por Freud (27). Si nos obstinamos en ver en el
lenguaje sexual del sueño sólo su concretismo, forzosamente nos quedamos
en soluciones inmediatas, exteriores y concretas, o en la inacción
correspondiente integrada, ya sea de resignación oportuna o de pereza y de
abandono habituales. Pero en ello no se puede ver ni realización mental del
problema ni formación de una actitud respecto a ella. Por el contrario, el
abandono consecuente del malentendido concretista conduce
inmediatamente a ello. Este reside, como hemos visto, en una acepción literal
del lenguaje sexual inconsciente y en un paralelismo entre los personajes
oníricos y las personas reales. Tenemos una tendencia natural a suponer que
el mundo es como lo vemos; con igual ligereza, suponemos que los hombres
son tal como nos los figuramos, y ello careciendo de toda física que nos
demuestre el carácter adecuado de la representación y de la realidad. Aunque
la posibilidad de burdo error sea en este caso mucho más considerable que
para las percepciones de los sentidos, no por eso dejamos de proyectar, sin el
menor embarazo y ordinariamente con una irreflexión total, nuestra propia
psicología en los demás. Cada cual se crea así un conjunto de relaciones más
o menos imaginarias que se basan únicamente en las proyecciones de esta
clase. Entre los neuróticos son frecuentes los casos en que las proyecciones
fantásticas constituyen las únicas vías posibles de relaciones humanas. Un
individuo al que yo percibo esencialmente, gracias a mi proyección, es una
imago o un portador de imago o de símbolo. Todos los contenidos de nuestro
inconsciente están constantemente proyectados en nuestro contorno; y sólo
en la medida en que discernimos nuestras propias proyecciones, nuestras
imagines, en determinadas particularidades de los objetos, logramos diferenciarlas
de los atributos reales de éstos. Cuando no somos conscientes del
origen proyectivo de tal cualidad percibida en el objeto, no tenemos otro
recurso que creer sin averiguación en la pertenencia real respecto al objeto de
esa cualidad sorprendente. Todas nuestras relaciones humanas abundan de
semejantes proyecciones, y cualquiera que, en su esfera personal, desee
representarse claramente lo que queremos decir, no tiene más que pensar en
la psicología de la prensa en los beligerantes. Cum grano salis, siempre se ven
en el adversario las faltas propias inconfesadas. Las polémicas personales nos
proporcionan ejemplos sorprendentes de esto. Sólo quien posea un raro
grado de dominio de sí mismo puede dominar sus proyecciones. La
proyección de los contenidos inconscientes es un dato natural, normal. Ello
crea en el individuo relativamente primitivo esa fusión característica con el
objeto que Lévy-Bruhl ha designado con pertinencia por el término de identidad
o participación mística (28). Así, todo contemporáneo normal que no ha
adquirido conciencia de sí mismo más de lo acostumbrado está ligado a sus
circunstancias por todo un sistema de proyecciones inconscientes. El carácter
forzoso que marca estas relaciones, su aspecto «mágico» o «místicoimperativo
», se mantiene inconsciente mientras «todo va bien». Pero si
sobreviene una demencia paranoica, todas estas interdependencias inconscientes,
de origen proyectivo, aparecen bajo forma de otras tantas ideas
obsesivas paranoicas; se presentan adornadas, por regla general, con materiales
inconscientes, los cuales, señalémoslo, constituían ya durante el estado
normal el contenido de estas proyecciones. Así, mientras el impulso vital, la
libido, puede utilizar tales proyecciones como pasarelas agradables y útiles
que enlazan al individuo con el mundo, aquéllas representan facilidades
positivas para la vida. Pero en cuanto la libido elige otra vía y empieza a
apartarse de los lazos proyectivos anteriores, las proyecciones existentes
actúan entonces como obstáculos difícilmente superables, estorbando con
eficacia toda emancipación verdadera de los objetos que se han hecho
inactuales. Aparece entonces un fenómeno característico: el sujeto se esfuerza
por desvalorizar y rebajar como puede los objetos que antes adoraba, para
lograr así liberar su libido. Pero como la identidad precedente se basa en la
proyección de contenidos subjetivos, una separación plena y total no puede
tener lugar más que si el sujeto recupera la posesión de la imago excitada por
el objeto, con toda su significación. Esta vuelta al poseedor se produce
cuando éste toma conciencia del contenido inconsciente proyectado, es decir,
cuando reconoce conscientemente el «valor simbólico» del objeto en cuestión.
Las proyecciones de que acabamos de hablar son muy frecuentes; ello es
cierto, tan cierto como el desconocimiento sistemático de su naturaleza
proyectiva. No podemos sorprendernos, ante estos hechos, de que el sentido
común, ingenuo, suponga con toda buena fe y a primera vista que cuando se
sueña con el señor X esta imagen onírica del «señor X» sea idéntica al señor X
de la realidad. Esta idea preconcebida simplista es acorde con la falta general
de espíritu crítico; no se ve ninguna diferencia entre el objeto en sí y la
representación que de él se hace. Considerada con mirada mínimamente
crítica la imagen onírica—nadie lo negará—, sólo tiene una relación
totalmente exterior y muy tenue con el objeto al que parece designar. En
realidad, esta imagen es un complejo de factores psíquicos; complejo que se
ha formado enteramente—gracias, es cierto, a ciertas solicitaciones externas—
en el seno del individuo íntimo, y que, en consecuencia, se compone
sustancialmente de factores subjetivos, muy característicos para el propio
individuo, pero que, a menudo, no tienen absolutamente nada que ver con el
objeto real designado. Siempre comprendemos al prójimo como nos
comprendemos a nosotros mismos o, al menos, como tratamos de
comprendernos. Lo que no comprendemos en nosotros no lo comprendemos
en los demás, y a la inversa. Así, por razones múltiples, la imagen de los
demás que llevamos en nosotros es, en general, profundamente subjetiva.
Como es sabido, ni siquiera un conocimiento íntimo podría implicar una
apreciación del prójimo en su exacto valor .
Desde el momento en que alguien se aventura, como hizo la escuela
freudiana, a encontrar «impropios» y «simbólicos» ciertos contenidos manifiestos
del sueño, y a afirmar que el sueño, al evocar—y es cierto—un
campanario de iglesia, designa en realidad al falo, nosotros no tenemos que
dar más que un paso para decir, a nuestra vez, que el sueño habla a menudo
de «sexualidad» sin que por ello designe siempre a la sexualidad. Y al igual
que la escuela freudiana no vacila, con razón, en decir que el sueño habla de
Dios para designar al padre, así nosotros decimos que el sueño habla a
menudo del padre haciendo alusión, en el fondo, al sujeto mismo que sueña.
Nuestras imagines son las partes integrantes de nuestra alma; y cuando
nuestro sueño reproduce casualmente ciertas representaciones, éstas son ante
todo nuestras representaciones, a cuya elaboración ha contribuido la totalidad
de nuestro ser; son factores subjetivos los que, en el sueño, se agrupan de tal
o cual forma, expresando tal o cual sentido, no por motivos exteriores, sino
por los movimientos más tenues de nuestra alma. Toda esta génesis es
esencialmente subjetiva, y el sueño es ese teatro donde el que quien sueña es
a la vez el escenario, el actor, el apuntador, el director, el autor y el crítico.
Esta verdad tan simple forma la base de esa concepción de la significación
onírica que he designado con el término de interpretación en el plano del sujeto.
Dicha interpretación, como su nombre indica, ve en todas las figuras del
sueño rasgos personificados de la personalidad del sujeto que sueña. Esta
concepción no ha dejado de tropezar con ciertas resistencias. Los argumentos
de unos se apoyan en las premisas ingenuas de la mentalidad normal y
corriente, de la que acabamos de hablar; los de los otros provienen de la
cuestión de principio de saber qué es más importante, si el plano del sujeto o el
plano del objeto. En verdad, la verosimilitud teórica del «plano del sujeto» me
parece inatacable. El segundo problema, en cambio, es notablemente más
espinoso, pues la imagen de un objeto en mí está, a la vez, elaborada
subjetivamente y condicionada objetivamente. Por consiguiente, cuando
reproduzco su imagen en mí, ésta es sometida a un doble condicionamiento,
tanto subjetivo como objetivo. Para saber, en cada caso, cuál es el aspecto que
predomina y que hay que considerar principalmente —no puede tratarse más
que de una prevalencia, evidentemente—, es preciso investigar si es a su
significación subjetiva o a su significación objetiva a lo que la imagen debe el
haber sido reproducida .
Cuando sueño, por ejemplo, con una persona con la que en realidad estoy
íntima y vitalmente ligado, la interpretación en el plano del objeto es,
ciertamente, la más próxima. Cuando, por el contrario, sueño de forma
afectiva con una persona que, en realidad, me es tan lejana como indiferente,
es la interpretación en el plano del sujeto la que parece más a propósito. Es
posible, sin embargo—y este caso es incluso muy frecuente en la práctica—,
que la persona indiferente me haga inmediatamente pensar en otra persona
con la que estoy ligado por lazos afectivos intensos. Antes se habría pensado:
la persona indiferente ha sustituido a la otra con objeto de excluir la turbación
que ésta provoca. En este caso yo recomiendo seguir con prudencia la vía de
la naturaleza y decir: la reminiscencia manifiestamente afectiva ha cedido el
puesto en el sueño a este señor X, indiferente, lo que sugiere la interpretación
del sueño en el plano del sujeto. En efecto, la sustitución es una operación del
sueño que equivale de hecho a una represión de la reminiscencia desagradable;
pero si esta reminiscencia se deja apartar tan fácilmente, ello
quiere decir que no posee una importancia de primer orden. Su sustitución
rae muestra que ese afecto existe en mí, independientemente del objeto
respecto al que se ejercía, y que en este sentido puede ser despersonalizado.
Puedo, pues, situarme al margen de mi afecto y, de este modo, superarlo. El
disminuir la despersonalización afortunadamente producida en el sueño,
tratándola como una simple represión, sería volver a caer en la imbricación
afectiva. Es más juicioso estimar que la sustitución lograda de la persona
desagradable por la persona indiferente equivale a una despersonalización de
mi afecto. Por ello mismo el valor afectivo, es decir, la masa libidinal
correspondiente, se ha hecho impersonal; en otros términos, se ha liberado
del lazo personal que la ataba a su objeto, lo que me permite, a partir de este
momento, elevar al plano del sujete el conflicto real anterior y tratar de
comprender en qué medida no constituye sino un conflicto subjetivo que
depende únicamente de mí. Citemos, para mayor claridad, un breve ejemplo:
Hace tiempo tuve, con cierto señor A, un conflicto personal y penoso, en el
que llegué a convencerme cada vez más de que la culpa principal era suya.
En esta época tuve el siguiente sueño: Consulté a un abogado a propósito de
cierto asunto; con gran asombro mío me exige nada menos que cinco mil
francos por la consulta, lo que provoca en mí enérgicas protestas .
El abogado es una reminiscencia incolora y sin relieve de mi vida de
estudiante, cuyos años se caracterizaron por fuertes disputas y controversias.
La brusquedad del abogado me hace pensar con arrebato en la personalidad
de A y en el conflicto en curso. Yo puedo mantenerme en el plano del objeto y
decir: tras el abogado se esconde el señor A; por consiguiente, es el señor A
quien trata de explotarme y el culpable. Un estudiante sin recursos, por
aquella misma época, me había rogado que le prestara cinco mil francos. El
señor A está asimilado a un pobre estudiante necesitado y además
incompetente, puesto que comienza sus estudios. ¿Con qué derecho
semejante individuo se arrogaba pretensiones y emitía opiniones? El colmo
de mis deseos sería que mi adversario, despreciado «suavemente», fuera
«echado a un lado» y mi tranquilidad quedara salvaguardada. En realidad,
contra lo que se podía esperar, al final de este sueño me despertaba
bruscamente presa de una cólera violenta contra las pretensiones abusivas
del abogado. La realización de mi deseo, pues, me había tranquilizado bien poco .
Pasemos ahora al plano del sujeto. Digo entonces: tras el abogado se perfila
ciertamente todo ese desagradable asunto con A. Pero es curioso que mi
sueño vaya a buscar y destaque a esa descolorida figura de jurista, entrevista
durante mi vida de estudiante. Con el abogado asocio: disputas procesales,
ergotismo, terquedad en querer tener razón, en querer tener razón siempre; y
esto evoca recuerdos de mi vida de estudiante, durante la cual, terco y
empeñado, defendía a menudo mi tesis, con o sin razón, arguyendo con una
apariencia de derecho para conquistar por lo menos una apariencia de
superioridad. Todo esto, lo siento muy netamente, no ha dejado de jugar
cierto papel en mis diferencias con el señor A .
Así, pues, sería yo mismo, es decir, un elemento de mi yo todavía inadecuado
a mi realidad presenté, el que, tan discutidor como entonces, trata de
dominarme, de explotarme en beneficio suyo, de acaparar como mediante un
chantaje una masa ilegítima de libido. Si el litigio con el señor X se eterniza es
porque mi yo discutidor se niega a abandonar la partida antes de haber
obtenido una «justa satisfacción». El plano del sujeto nos ha empujado hacia
una concepción preñada de sentido, mientras que la interpretación sobre el
plano del objeto resultaba infructuosa, pues poco me importa la demostración
ilusoria de que los sueños realizan nuestros deseos .
Por luminosa que sea la interpretación en el plano subjetivo en un caso
semejante, puede no obstante carecer totalmente de valor en un conflicto
diferente en el que una relación de importancia vital está en juego. En estos
casos es preciso, evidentemente, referir el personaje onírico a la persona o al
objeto real. Los criterios a aplicar se desprenden, en cada caso específico, de
los datos conscientes, excepción hecha de los casos en que entra en juego un
transfert (transferencia). El transfert determina muy fácilmente los errores de
juicio que hacen aparecer al médico, de vez en cuando como un deus ex
machina, fuera del cual no hay ni salvación ni realidad. Tal es el médico para
su enfermo. El médico, en estos casos, debe decidir, con plena conciencia y
plena independencia, en qué medida representa él verdaderamente un
problema real para su paciente. En cuanto el plano del objeto se hace
monótono e infructuoso para la interpretación, hay que ver en la persona del
médico el símbolo de los contenidos inconscientes y proyectados del
paciente. Si el analista no se entrega a esta labor, está expuesto a una doble
eventualidad: a desvalorizar (y así destruir) el transfert refiriéndolo a deseos
infantiles, o, por el contrario, a tomar el transfert al pie de la letra y sacrificarse
a sus exigencias (a despecho, con frecuencia, de las resistencias inconscientes
del enfermo). Esta segunda posibilidad puede provocar graves daños en
ambas partes, siendo, en general, el médico la parte más gravemente
afectada. Si se llega, en cambio, a concebir, a efectos de interpretación, al
personaje del médico como a un elemento de la ecuación personal del
paciente, y si se consigue elevarle hasta el plano del sujeto, todos los
contenidos subjetivos proyectados durante el transfert pueden volver al
enfermo con su valor originario, mientras que en el plano del objeto su suerte
inevitable hubiera sido la de ser degradados .
Sin duda, el lector que no sea un especialista del análisis no apreciará
demasiado estas disgresiones sobre el plano del sujeto y el plano del objeto.
Pero cuanto más se profundiza en los problemas planteados por el sueño,
menos es posible separar los puntos de vista técnicos de la práctica y del
tratamiento. Pues para que se progrese en este campo ha sido preciso el cruel
e ineluctable apremio que para el médico emana siempre de un caso difícil y
que le fuerza sin descanso a perfeccionar sus medios de acción, a fin de poder
ser, incluso en estos casos, de una ayuda eficaz. Somos deudores de las
dificultades del tratamiento cotidiano de nuestros enfermos por habernos
visto empujados a concepciones que trastornan hasta sus fundamentos
nuestra mentalidad corriente. ¡Qué verdad de Pero Grullo es el hablar de la
subjetividad de una imago! Sin embargo, esta constatación tiene un algo
filosófico que suena mal en los oídos de ciertos empiristas. Ello se debe, como
hemos mostrado anteriormente, a la irreflexiva opinión que identifica sin
apelación la imago y su objeto. Toda perturbación introducida en un
presupuesto tan inmediato tiene el don de irritar. Por la misma razón, la idea
de un «plano del sujeto» despierta pocas simpatías, pues conmueve también
el postulado ingenuo de la identidad de los contenidos de la conciencia y de
los objetos correspondientes. Uno de los aspectos de nuestra mentalidad,
como muestran elocuentemente los acontecimientos en tiempos de guerra, se
revela en los juicios que emitimos sobre el adversario, juicios que están
marcados por el cuño de una ingenuidad a ultranza y que, al ser emitidos por
nosotros, transcriben y traicionan, por una especie de inversión, la medida de
nuestra propia incuria; en el fondo, se abruma simplemente al adversario con
todos los defectos que no nos atrevemos a confesarnos a nosotros mismos. La
viga siempre está en el ojo ajeno; es siempre el vecino al que se critica y al que
se condena; siempre es a él al que aspiramos a educar y mejorar. Es inútil dar
aquí ejemplos; la prensa abunda en ellos diariamente. No hace falta decir que
lo mismo que se produce en gran escala ocurre en cada uno. Nuestra
mentalidad es aún tan primitiva que no se ha liberado sino en unas pocas
funciones y en algunos dominios muy circunscritos de la identidad originaria
con el objeto. El primitivo une a un mínimo de conciencia de sí mismo un
máximo de compenetración con el objeto, que es susceptible de ejercer sobre
él su magia apremiante. Toda la magia y toda la religión primitiva se basan
en estas influencias e interferencias mágicas, que emanan del objeto y cuyo
origen hay que buscar en las proyecciones sobre contenidos inconscientes del
objeto. La conciencia de sí mismo se ha ido desprendiendo poco a poco, a lo
largo de milenios, de un estado de identidad originario; ha progresado
paralelamente a una diferenciación cada vez más marcada del sujeto y el
objeto. Esta diferenciación sugirió que ciertas propiedades, atribuidas en el
pasado por error al objeto, dependían en realidad del sujeto. Los romanos ya
habían dejado de creer que eran guacamayos o que pertenecían al tótem del
cocodrilo, pero seguían creyendo en la fuerza mágica del verbo. En este sentido
ha habido que esperar hasta el siglo xviii, el «siglo de las luces», para que
se diera el paso decisivo. Nadie ignora, por otra parte, que estamos muy lejos
aún de un dominio de nosotros mismos que se corresponda con nuestro saber
actual. Cuando la cólera ocasionada por una pequeñez se apodera de
nosotros, costaría mucho trabajo ver que el motivo de nuestra furia no estaba
por completo en tal cosa molesta o en tal individuo insoportable. Sin
embargo, atribuimos a estas cosas el poder de ponernos fuera de nosotros e
incluso de ocasionarnos insomnios y pesadez de estómago. Echamos pestes,
pues, sin miramientos ni reserva contra ese escollo, injuriando por ello a una
parte inconsciente de nosotros mismos, que se encuentra proyectada en el
elemento perturbador. Nuestra cólera ha podido tomar cuerpo sólo gracias a
esta proyección .
Son legión tales proyecciones. Unas son favorables, facilitando como un
puente entre dos orillas el paso de la libido; otras son desfavorables, sin que
lleguen a formar prácticamente, no obstante, obstáculos, pues las
proyecciones peyorativas están en general localizadas fuera del círculo de las
relaciones íntimas. El neurótico, sin embargo, es excepción: mantiene con su
ambiente, conscientemente o sin darse cuenta, relaciones de una intensidad
tal que no consigue impedir que las proyecciones nefastas aniden también en
los objetos más próximos, donde no dejan de suscitar conflictos. Esto le
fuerza a darse cuenta de sus proyecciones primitivas con una agudeza mucho
más intensa que la que tiene el hombre normal. El hombre normal, es cierto,
cultiva las mismas proyecciones, pero están mejor repartidas: el objeto de las
proyecciones peyorativas se encuentra situado a una distancia mayor. Lo
mismo ocurre, como es sabido, en el primitivo: extranjero, para él, es
sinónimo de enemigo y de malo. Entre nosotros, hasta el final de la Edad
Media, el «extranjero» (Fremde) y la «miseria» (Elend) eran términos idénticos.
Esta localización, esta distribución, une lo útil a lo agradable; por eso el
individuo normal no siente ninguna necesidad de hacer conscientes sus
proyecciones, aunque este estado, hecho de ilusiones, no esté desprovisto de
peligros. La psicología de la guerra ha acusado intensamente estos rasgos:
todo lo que nuestra propia nación hace está bien hecho; todo lo que hacen las
otras naciones está mal. El centro de todas las infamias se encuentra siempre
a una distancia de varios kilómetros detrás de las líneas enemigas. Esta
psicología primitiva es también la de cada uno en su caso particular; por ello
toda tentativa de elevar a la conciencia estas proyecciones, inconscientes
desde la eternidad, choca con una antipatía activa. Es cierto que nos
sentiríamos felices de mejorar nuestras relaciones con nuestros congéneres;
pero, evidentemente, sólo a condición de que cumplan nuestras previsiones,
es decir, que se comporten como portadores dóciles de nuestras proyecciones.
Sin embargo, si estas proyecciones se vuelven conscientes, nuevas
dificultades pueden venir a entorpecer las relaciones con los otros hombres;
pues esto significa la destrucción de esa pasarela de ilusiones por donde se
liberaban nuestras oleadas de amor y de odio, la destrucción de ese puente
hacia las quimeras, que creaba tan fácilmente salidas para nuestras temibles
virtudes reformadoras «de mejoramiento» y de «elevación» de los demás.
Estas dificultades de relación, crecientes, determinan a su vez, en el seno del
sujeto replegado sobre sí mismo, una acumulación de libido que encaminará
nuevas proyecciones negativas hacia la conciencia. El sujeto se encuentra a
partir de ese momento colocado al pie del cañón, frente a una pesada tarea.
¿No tendríamos que asumir nuestra parte en todas las bajezas y en todas las
bellaquerías de las que no vacilamos en creer capaz al prójimo, y a propósito
de las cuales, durante toda una vida nos hemos escandalizado? Este
procedimiento tiene algo de irritante. Nos damos cuenta e incluso estamos
íntimamente persuadidos de que si todos los hombres hicieran tal examen de
conciencia la vida tendría posibilidades de hacerse más o menos soportable,
lo que no impide que sintamos—seriamente—una aversión violenta a
someternos a él nosotros mismos. ¡Qué alivio, si los otros lo hicieran! Pero
sólo la idea de hacerlo personalmente es ya insoportable. El neurótico, sin
embargo, bajo el aguijón de su neurosis, está forzado a hacer este progreso; no ocurre
así en el hombre normal, cuyos trastornos psíquicos, por el contrario, se concretan de
modo vivo, en el plano social o político, bajo forma de manifestaciones psicológicas
colectivas, por ejemplo, bajo forma de guerra. La existencia real de un enemigo,
chivo expiatorio cargado con todos los pecados capitales, es un innegable
alivio para la conciencia. ¡Qué satisfacción atar abiertamente al pílori al autor
de trastornos! A partir de ese momento se puede ya proclamar en voz alta
quién es el responsable, lo que subraya el origen exterior del desastre y pone
la actitud personal al abrigo de toda sospecha. Representadas clara- mente las
penosas consecuencias personales de la concepción del plano del sujeto, se
nos impone una objeción: ¿es posible que todos estos rasgos fastidiosos,
vituperados en los demás, se encuentren en nosotros y sean nuestro propio
patrimonio? Si fuera así, los grandes moralistas, los educadores clarividentes
y los benefactores de la humanidad serían los que han salido peor en el
reparto; tal, por así decirlo, como el Cristo crucificado entre los dos ladrones.
Habría mucho que hablar sobre la medianería entre el Bien y el Mal, y, de
forma más general, sobre las relaciones íntimas que sueldan en una pareja
dos tendencias antitéticas y que hacen que los «extremos se toquen»; pero
esto nos llevaría demasiado lejos de nuestro tema .
Evidentemente, no hay que exagerar la interpretación en el plano del sujeto;
sólo tratamos de estimar las pertenencias de una forma un poco más crítica y
rigurosa. Lo que salta a la vista de una persona o de una cosa puede ser una
cualidad real, propia de la persona o inherente a la cosa. Pero cuanto más
subjetiva es la impresión más posibilidades tiene la cualidad percibida de
emanar de alguna proyección. Por otra parte, es preciso separar con cuidado
la cualidad real inherente al objeto—sin la cual la proyección de la que está
cargado sería muy improbable—de la significación que posee por el
investimiento libidinal electivo de esta cualidad. Ciertamente, no está
excluido que una cualidad psicológica se encuentre proyectada sobre un
objeto que no contenga la menor huella de aquélla (como, por ejemplo, la
proyección de virtudes mágicas sobre objetos inanimados). Sin embargo, esto
no ocurre con los rasgos de carácter y las modalidades de comportamiento
proyectados corrientemente. En estos casos es frecuente ver que el objeto
constituye, por cierta afinidad, una ocasión de elección para la proyección, la
cual, al mismo tiempo, está casi provocada. Tal es lo que ocurre, en particular,
cuando una cualidad psíquica se encuentra proyectada sobre una persona
que la posee ya a título inconsciente, estado en que posee una eficiencia
atractiva específica sobre el inconsciente de un sujeto en muchas
proyecciones. Toda proyección determina una contraproyección cada vez que
la cualidad proyectada por el sujeto escapa a la investigación y a la conciencia
de la persona-objeto que es su receptáculo. Así, un analista reacciona a un
transfert mediante un contratransfert, cuando el transfert inicial le nimba de
propiedades que—por muy médico que sea—, no por no serle conscientes,
son menos vivaces en él. El contratransfert tiene una significación tan precisa
como el transfert del enfermo: tiende al establecimiento de relaciones íntimas
indispensables para la realización de ciertos contenidos inconscientes. Pero, al
igual que el transfert, el contratransfert tiene algo de apremiante, de obsesivo;
es una sujeción que procede de la identificación «mística», es decir,
inconsciente, con el objeto. Lazos inconscientes de esta naturaleza suscitan
siempre repulsiones y resistencias que son conscientes si el sujeto, en su
forma de ser, desea disponer libremente de su libido y se niega a dejársela
sustraer por astucias o por presión, e inconscientes, por el contrario, si el
sujeto, más bien pasivo, se la deja arrebatar. Por eso el transfert y el
contratransfert crean relaciones anormales e insostenibles que tienden a su
autodestrucción .
Ocurre a veces que el objeto receptáculo de una proyección no presenta sino
una parcela de la cualidad proyectada. La significación de la proyección es
entonces puramente subjetiva e incumbe totalmente al sujeto, cuyo juicio
presta a un matiz mínimo del objeto un valor desproporcionado .
Pero, aun cuando la proyección concuerde con una cualidad realmente
inherente al objeto, no por ello el contenido proyectado deja de existir en el
sujeto, en el que forma una parte de la imago del objeto. Esta imago del objeto
es una magnitud psicológica que no se debe confundir con la percepción
sensorial del objeto; consiste en una imagen que existe al margen de todas las
percepciones y, no obstante, es alimentada por éstas. Su vitalidad
independiente, dotada de una autonomía relativa, se mantiene inconsciente
mientras coincide exactamente con la propia vida del objeto. Por eso la
vitalidad y la independencia de la imago escapan a la conciencia, que las
proyecta sin darse cuenta en el objeto, es decir, las confunde con la
independencia del objeto. Pero, por este hecho, naturalmente, el objeto se
encuentra dotado por el sujeto de una plusvalía exagerada, de una
existencialidad aplastante, que descansan en la proyección de la imago en el
objeto o, mejor, en su identidad postulada a priori; el objeto exterior se
encuentra de esta suerte con que pisa en la vida interior y participa en ella;
así, por vía inconsciente, un objeto exterior puede ejercer una acción psíquica
inmediata sobre el sujeto, pues su identidad con la imago le ha introducido en
cierto modo en el seno mismo de los resortes del organismo psíquico del
sujeto. De aquí el poder «mágico» que un objeto puede tener en relación con
los individuos. Los primitivos nos proporcionan ejemplos sorprendentes de
ello; tratan, por ejemplo, a sus hijos o a todas las cosas a las que atribuyen un
alma como si trataran a su propia alma. No se atreven a hacer nada que
pueda ultrajar al alma que habita en el niño o en el objeto. Esta es la razón por
la que los niños permanezcan hasta la pubertad lo más toscos posible .
He dicho más arriba que la existencia propia de la imago, animada e
independiente, pasa desapercibida y se mantiene inconsciente, porque se
encuentra identificada con el objeto e integrada en lo que nosotros creemos
que es su vitalidad propia. Si fuera así verdaderamente, la muerte del objeto
debería desencadenar curiosos efectos psicológicos, puesto que el objeto, a su
muerte, no se aniquila radicalmente sino que prosigue una vida inmaterial.
¿Y acaso no sabemos que ocurre así, en efecto? La imago inconsciente, libre
del lastre del objeto correspondiente, se presenta como el espíritu del difunto,
ejerciendo a partir de entonces sobre el sujeto efectos «sobrenaturales», que
nos vemos forzados a concebir como fenómenos psíquicos. Las proyecciones
inconscientes del sujeto han inoculado ciertos valores inconscientes de éste en
la imago del objeto y han contribuido a identificar imago y objeto. Tras el
aniquilamiento real del objeto, las proyecciones sobreviven. Estos fenómenos
juegan un papel de extraordinaria importancia en la vida de los pueblos
primitivos y en la de los pueblos civilizados, antiguos y modernos. Prueban
de modo evidente la existencia relativamente autónoma de imagines en el
inconsciente. Si éstas habitan en el inconsciente, ello se debe sin duda a que
nunca fueron distinguidas conscientemente de los objetos .
No hay progreso, no hay perfeccionamiento de las concepciones humanas que no sean
solidarios de un progreso de la conciencia individual: el hombre se ha visto al
margen de las cosas y, mediante la acción, se ha impuesto frente a la naturaleza.
El pensamiento psicológico, en su nueva orientación, deberá seguir
atrevidamente la misma vía: salta a los ojos que la identidad del objeto y de la
imago subjetiva confiere al objeto una importancia que no llega a serle propia,
sino que la detenta desde siempre. Pues la identidad es un hecho
absolutamente originario. No por ello deja de constituir para el sujeto un
estado de primitivismo, al que sus graves inconvenientes condenan a
desaparecer. La hipertrofia del valor del objeto representa, justamente, una de
las circunstancias particularmente susceptibles de estorbar el desarrollo del
sujeto. La fascinación por un objeto, de carácter casi «mágico», orienta
poderosamente la conciencia subjetiva en el sentido de este objeto y se
interpone ante toda tentativa de diferenciación individual, cuyo primer
término debería estar, evidentemente, en una confrontación de la imago y del
objeto. ¿Cómo puede preservarse la línea general de la diferenciación
individual cuando tantos factores extrínsecos intervienen de forma arbitraria
y «mágica» en la economía psíquica subjetiva? La contracción de las imagines,
que confieren a los objetos lo que su significación tiene de excesivo, restituye
al sujeto la masa de energía disociada, de la que tiene la máxima necesidad
para su propio desarrollo .
Proponer al hombre moderno que comprenda en el plano del sujeto sus
imagines oníricas, es, guardando todas las proporciones, como si se intentara
explicar a un primitivo, al tiempo que se hace un auto de fe con sus fetiches y
sus figuras ancestrales, que los «poderes curativos» son de esencia espiritual
y que, lejos de habitar en los objetos entregados a las llamas, duermen en el
alma humana. El primitivo sentirá una aversión legítima ante una concepción
tan herética; de forma similar, el hombre moderno siente un sobresalto,
formado de desazón y de temor inconfesado, ante la idea de zanjar a la ligera
la identidad, santificada desde siempre, de la imago y del objeto. Es preciso
confesar que semejante divorcio tendría para nuestra psicología
consecuencias incalculables: ¡no habría ya nadie a quien acusar, a quien hacer
responsable; no habría ya nadie a quien encauzar por el buen camino, a quien
hacer mejor; no habría ya nadie a quien castigar! Por el contrario, en todo,
habría que empezar por uno mismo, exigirse a uno mismo—y sólo a uno
mismo— lo que se exige a los demás. Tales cambios explican elocuentemente
por qué la concepción sobre el plano del sujeto de las imagines del sueño no es
de las que pueden dejar indiferente .
Además de estas dificultades de orden moral, hay otras de naturaleza
intelectual. Se me ha hecho ya la objeción de que esta concepción del plano
del sujeto representa un problema filosófico; la aplicación de su principio
conduce en seguida a los confines de las concepciones del mundo, donde, por
esta misma razón, no se podría invocar ya a la ciencia. No me parece que
haya por qué sorprenderse de ver a la psicología acercarse a la filosofía, pues
el acto del pensamiento, base de toda filosofía, ¿acaso no es una actividad
psíquica que, como tal, se relaciona directamente con la psicología? ¿No debe
la psicología abarcar el alma en su extensión total, lo que incluye la filosofía,
la teología y muchas otras cosas más? Frente a todas las filosofías
infinitamente diversas, frente a todas las religiones tan diversificadas, se
alzan, suprema instancia acaso de la verdad, o del error, los datos inmutables
del alma humana .
Nuestra psicología, que se preocupa ante todo de necesidades prácticas, se
preocupa muy poco de ver que algunos de los problemas que plantea chocan,
aquí o allá, con prejuicios muy arraigados .
Si la cuestión de las concepciones del mundo es un problema psicológico,
tendremos que abordarla, dependa o no la filosofía de la psicología. De forma
análoga, las cuestiones de las religiones constituyen para nosotros, en primer
lugar, una interrogante de orden psicológico. La psicología médica
contemporánea, en general, se aparta prudentemente de estos dominios; pero
esto es una deficiencia lamentable, que se acusa a sí misma por el hecho de
que los neuróticos psicógenos encuentran a menudo, en cualquier otro
campo, posibilidades curativas superiores a aquellas de las que dispone la
medicina clásica .
Las concepciones que sólo ven en los sueños satisfacciones de deseos
infantiles o astutos arreglos destinados por fin a satisfacer una voluntad de
dominio igualmente infantil, constituyen un marco demasiado estrecho para
mostrar la complexión del sueño. Este, como todas las mallas de la red
psíquica, se presenta como una resultante de toda la psique. Por eso debemos
estar preparados para encontrar en el sueño los múltiples factores que, desde
los primeros tiempos, han jugado un papel en la vida de la humanidad. La
vida humana, en su esencia, no se deja ni llevar ni reducir a tal o cual
tendencia fundamental; muy al contrario, se construye a partir de una
multitud de instintos, de necesidades, de exigencias y de condicionamientos
tanto físicos como psíquicos; el sueño, como corolario, escapará a todo
monismo. Por seductora que pueda ser, en su simplicidad, semejante
explicación, podemos estar seguros de que es errónea; pues ¿qué puede haber
de común entre una teoría simple de los instintos y el alma humana, cuyo
misterio sólo iguala su poder? Esto es válido también para la expresión del
alma: el sueño. Si queremos hacerle un mínimo de justicia, tenemos que
recurrir a instrumentos que sólo nos proporcionarán laboriosas
investigaciones en los diferentes sectores de las ciencias del espíritu y de las
civilizaciones. No son unos cuantos atrevimientos de cuerpo de guardia ni la
prueba de ciertas represiones lo que resolverá el problema del sueño. Se ha
reprochado a mis trabajos lo que su tendencia podía tener de «filosófico»
(incluso de «teológico»), insinuando que «yo utilizaba» el aspecto filosófico y
su poder explicativo, como mis adversarios ciertos hechos de las ciencias
naturales. La filosofía, la historia, la historia de las religiones, las ciencias
naturales, no me sirven sino para la representación de los encadenamientos y
de la fenomenología psíquicos. Sí, por ventura, yo empleo un concepto de
Dios o un concepto, igualmente metafísico, de Energía, es porque me veo
forzado a ello, pues ambos son magnitudes que preexisten en el alma desde
el comienzo. No me canso de repetir que ni la ley moral, ni la idea de Dios, ni
religión alguna le han llegado al hombre jamás del exterior, como caídas del
cielo; al contrario, el hombre, desde su origen, lleva todo esto en sí, y es por ello por
lo que, extrayéndolo de sí mismo, lo recrea siempre de nuevo. Es, pues, una
idea perfectamente inútil el pensar que basta combatir el oscurantismo para
disipar esos fantasmas. La idea de ley moral y la idea de Dios forman parte
de la sustancia primera e inexpugnable del alma humana. Por eso, toda psicología
sincera que no esté cegada por alguna soberbia intelectual debe aceptar
la discusión sobre ellas. Ni la ironía mordaz ni las vanas explicaciones
lograrán disiparlas. En física nos podemos pasar sin un concepto de Dios; en
psicología, en cambio, la noción de la divinidad es una magnitud inmutable
con la que hay que contar, al igual que con las de «afectos», «instintos», el
«concepto de Madre», etc. La confusión originaria de la ¿magro y de su objeto
ahoga toda diferenciación entre «Dios» y la «imago de Dios»; tal es la razón
por la que se me acusa de hacer teología y la causa por la que entienden
«Dios» cada vez que yo hablo del «concepto de Dios». La psicología como
ciencia no tiene por qué encargarse de la hipóstasis de la imago divina;
simplemente, debe contar, de acuerdo con los hechos, con la función
religiosa, con la imagen de Dios. La psicología, de forma análoga, opera con
la noción de instinto, sin atribuirse por ello la competencia de investigar lo
que este instinto es en sí o, incluso, si es algo en sí, etc. Todos sabemos a qué
hechos psicológicos corresponde el término de instinto, por indeterminada y
oscura que sea su naturaleza profunda. Del mismo modo, es claro que la
noción de Dios, por ejemplo, corresponde a cierto complejo de hechos
psicológicos y que representa, por tanto, una potencialidad dada con la que
hay que contar. Ello no impide que la cuestión de saber lo que es Dios en sí
quede fuera de toda psicología. Lamento tener que repetir estas evidencias .
En lo que precede, he formulado lo esencial de lo que tenía que decir como
consideraciones generales sobre la psicología onírica. Intencionadamente he
dejado a un lado los detalles que deben ser reservados para la casuística. La
discusión sobre estas generalidades nos ha hecho abordar vastos problemas
que no podemos abstenernos de citar cuando se trata de sueños. Habría
mucho que decir, evidentemente, sobre los objetivos del análisis onírico; pero
como éste constituye el instrumento del tratamiento analítico, no se podría
hacer con provecho más que en correlación con una descripción general del
tratamiento completo. No obstante, una descripción detallada del tratamiento
y de su naturaleza necesita todavía ciertos trabajos preparatorios capaces de
aclarar algunos aspectos particulares del problema. La cuestión del
tratamiento analítico es extremadamente compleja, a despecho de los autores
que, superándose en simplificaciones, parecen querer dar la impresión de que
nada es tan fácil como extirpar las «raíces» conocidas del mal. Guardémonos
de toda ligereza culpable. Yo preferiría que la discusión profunda de los
problemas capitales, que el análisis ha puesto a la luz del día, quedara
reservada a investigadores serios y escrupulosos. Por lo demás, ya va siendo
verdaderamente hora de que la psicología universitaria abra los ojos a la realidad
y se interese, a la vez que por las experiencias de laboratorio, por el
alma humana real. No deberían verse ya profesores que prohiben a sus
alumnos interesarse por el psicoanálisis o que utilicen sus nociones. No
deberían ya dirigir a nuestra psicología el reproche de que «utiliza de forma
poco científica experiencias tomadas de la vida diaria». Sé que la psicología
general podría obtener un gran provecho de un estudio serio de los
problemas oníricos, por poco que logre liberarse de ese prejuicio, totalmente
inconsiderado y profano, de que el sueño no es más que el eco de excitaciones somáticas.
La sobrestimación de la importancia somática es también en psiquiatría una
de las principales causas del estancamiento de la psicopatología, que no
prospera sino en la medida en que es directamente fecundada por el análisis.
El dogma: «las enfermedades mentales son enfermedades del cerebro» es una
supervivencia del materialismo que florecía hacia 1870. Se ha trasformado en
un prejuicio absolutamente injustificable que estorba todo progreso. Aunque
fuera cierto que todas las enfermedades mentales son enfermedades del
cerebro, ello no supondría ninguna contraindicación para el estudio científico
de su aspecto psíquico. Tal prejuicio, sin embargo, no deja de ser utilizado
para desacreditar y condenar de entrada todas las tentativas hechas en este
sentido. No obstante, la prueba de que todas las enfermedades mentales son
enfermedades del cerebro no se ha dado jamás ni se dará nunca, sin duda; pues
ello sería querer probar que si un individuo piensa u obra de tal o cual forma,
es porque tal o cual albúmina se ha disociado o transformado en tal o cual
tejido celular. Semejante hipótesis lleva directamente al evangelio
materialista: «El hombre es lo que come». Esta forma de pensar pretende
reducir la vida del espíritu a un funcionamiento de asimilación y
desasimilación en las células cerebrales, asimilación y desasimilación que son
representadas siempre necesariamente como síntesis o desintegraciones de
laboratorio; pues ¿cómo representárnoslas de otra forma, cómo representárnoslas
tal como la vida las crea, cuando no conocemos ni podemos seguir
con el pensamiento los procesos vitales? Y, sin embargo, es así como habría
que poder reconstruir la vida celular, si se desea asegurar la validez de la
concepción materialista. Pero, haciendo esto, se habría ya superado el
materialismo, puesto que la vida aparecería no como una función de la
materia sino como un proceso existente en sí y al que la fuerza y la materia
estarían subordinadas. La vida como función de la materia exigiría generatio
aequivoca. Sin duda habrá que esperar todavía mucho tiempo la prueba. Nada
nos autoriza, si no es el exclusivismo, la arbitrariedad y la falta de testimonio,
a concebir la vida de forma materialista. No tenemos el menor derecho a
reducir la psicología a un funcionamiento cerebral, sin contar con que toda
tentativa en este sentido está abocada al absurdo, como lo demuestran todas
las que ya fueron hechas. El fenómeno psíquico debe ser considerado en su
aspecto psíquico y no como proceso orgánico y celular. En la medida en que
nos arrastre la pasión contra los «fantasmas metafísicos», tan pronto como
alguien pretende explicar los procesos celulares de forma vitalista, en esa
medida crece la tendencia a acreditar la hipótesis física como científica,
aunque no deje de ser menos fantástica que la primera. Pero tiene la ventaja
de cuadrar con el prejuicio materialista; y es por ello por lo que cualquier
absurdo se consagra como científico, con tal de que permita pasar de lo psíquico
a lo físico. Esperemos que no estén lejanos los tiempos en los que
nuestros hombres de ciencia se desembaracen de este exceso de materialismo hueco y rancio.

Notas:
18- Publicado en Energetík der Seele, Rascher, Zurlch, 1928, con el titulo de La psicología del sueño, consideraciones generales.
19- Véase, en particular, los trabajos de Frobenius .
20- Véase Metamorfosis del alma y sus símbolos .
21- Véase ilustraciones en C. O. JUNG, La curación psicológica
22- Über die Psychologie der Dementia praecox (Marhold, Halle, 1907) .
23- Automatismo téléologique antisuicide», Archives de Psychologie, t. VII, Ginebra, 1908, pág. 113.
24- Véase MAEDER, «Sur le mouvement psycho-analytique», L’Année psychologique, t. XVIII,
París .
25- Des Indes à la planète Mars, Editions Atar, Ginebra, 1900, e ídem: «Nouvelles observatlons
sur un cas de somnambullsme avec glossolalie», Archives de Psychologie, t. I, 1901 .
26- Véanse los trabajos de SILBERER sobre «La Formation des symboles», Jahrbuch für
psychoanalytische und psychopathologische Forschungen, volúmenes III y IV, Franz Deuticke,
Leipzig y Viena, 1912 .
27- Jahrbuch für psychoanalytische Forschungen. obra citada, volumen V, 1913. pág. 675 .
28- LÉVY-BROHL, Les fonctions mentales dans les sociétés inférieures. Alcan. París, 1912 .

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