LA EDAD DE ORO DEL DIBUJO

Entre los cinco y siete años, la mayoría de los niños de nuestra sociedad logran una notable expresividad en sus dibujos. Habiendo aprendido ya a dominar los procedimientos básicos del dibujo y a producir semejanzas aceptables, continúan ahora realizando trabajos que son vividos, organizados y casi invariablemente agradables. Se tiene la impresión de que el niño se está expresando directamente a través de su dibujo que cada línea, forma y diseño transmiten los sentimientos interiores, así como los temas explícitos, contenidos en su intento por comprender el mundo. También se da a esta edad, quizá por primera vez y a veces por última, una transacción fácil y natural entre distintos medios. El niño canta mientras dibuja, baila mientras canta, relata historias al tiempo que juega en la bañera o en el jardín. En lugar de permitir que cada forma artística progrese con relativa independencia de las demás, los chicos pasan con desenvoltura, y hasta con entusiasmo, de una forma a otra, las combinan o las oponen entre sí. Comienza así una etapa de sinestesia, un período en el cual, más que en ningún otro, el niño efectúa fáciles traducciones entre distintos sistemas sensoriales, en que los colores pueden evocar sonidos y los sonidos pueden evocar colores, en que los movimientos de la mano sugieren estrofas poéticas y los versos incitan a la danza o al canto. Este estallido de actividad artística en el umbral de la etapa escolar constituye a mi entender el hecho (y el enigma) central del desarrollo artístico. Se puede hablar, sin exageración, de un florecimiento de las aptitudes durante este período. ¿Pero debemos por esto concluir que el niño de cinco, seis o siete años es un pequeño artista? Muchos han respondido afirmativamente a esta pregunta, por encontrar en el arte infantil los antecedentes esenciales de la posterior maestría artística. Partiendo de los criterios educativos de Rousseau, algunos profesores de arte, como Herbert Read, han visto en los años de la infancia un período de oro del desarrollo artístico, una etapa que puede desvanecerse con rapidez y que los docentes y los padres tienen la responsabilidad de alentar. Pero existe otro punto de vista menos romántico, del que participarían muchos psicólogos influidos por Piaget. Según esta perspectiva, las obras infantiles, por atractivas que resulten a un público experimentado, pueden representar algo muy diferente para el niño. Es posible que el niño se limite a concentrarse en el proceso de producir componentes -sean éstos las líneas de un dibujo o las notas de una tonada— sin tener mayor interés por el producto resultante. Quizás esas formas que tanto nos complacen no sean más que afortunados accidentes. En efecto, puede ser que los chicos no tengan ninguna opción al respecto sino que se sientan compelidos a producir lo que producen, en cuyo caso sería erróneo atribuir significación artística a sus productos finales. Para resolver estos puntos, que son centrales a todo análisis del arte infantil, debemos examinar primero algunos dibujos realizados por niños de dotes normales, pertenecientes al grupo de edad mencionado y demostrar cuáles son su espíritu y su vitalidad particulares. Como casi todos los varones (y muchas niñas) que pasan la mañana del sábado ante la pantalla del televisor, mi hijo Gerardo se convirtió en fanático admirador de los superheroes poco antes de ingresar en la escuela primaria. Tras haber visto un episodio especialmente emocionante de «Batman», realizó su primer intento de dibujar a uno de sus héroes. Anteriormente, su repertorio se había limitado a las figuras humanas con forma de estaca o de renacuajo. Ahora, contando apenas cuatro años y medio de edad, Gerardo dibujó a Batman con un cuerpo pentagonal, dos piernas salientes, una ancha capa asomándose a cada lado y la familiar cabeza de orejas puntiagudas. En los días siguientes mostró una verdadera obsesión por dibujar a Batman. Diariamente, al volver de la escuela, se apresuraba a emprender nuevos esfuerzos —con colores o en blanco y negro, con lápices o marcadores, en una hoja grande de papel o en una servilleta- para dibujar bien a Batman. Para el segundo día, copiando una figura impresa, había conseguido mejorar la forma de la capa e intentado reproducir los flecos del borde interior; la había separado del cuerpo del héroe, y también había procurado captar el emblema distintivo que Batman lleva en el pecho, asi como sus botas y pantalones (véase la figura 1). Dos días más tarde produjo todo un elenco de superhéroes, cada uno con su emblema, vestimenta y tocado característicos. Ahora Gerardo tenía el suficiente dominio de las formas como para poder dibujar cada figura con un número relativamente pequeño de trazos reconocibles; a la manera del dibujante comercial, había encontrado una fórmula, una especie de notación, un modo de retratar a los superhéroes que los hacía fácilmente reconocibles. La emoción y la aventura estaban sugeridas por los colores brillantes de sus trajes y, en un caso, por el dinámico contomo lineal con que había dibujado estos trajes. Pero la mayor parte de las veces, Gerardo se contentaba con alinear a sus héroes, uno al lado del otro, como en una fila de sospechosos a la espera de ser reconocidos en un cuartel policial. La obsesión con Batman se prolongó por varios meses. Y entonces apareció la fantasía espacial, La guerra de las galaxias, que atrapó la imaginación de los niños de todo el mundo, incluído Gerardo. En este caso, la tarea de realizar dibujos alusivos implicaba un reto mayor, pues La guerra de las galaxias incluía muchos personajes que no eran seres humanos, y ni siquiera humanoides. Aun antes de ver la película, Gerardo trató de dibujar —y dominar— algunos de los personajes. Más tarde, mientras dibujaba un cohete espacial en explosión, efectuó un primer intento de incluir una nave espacial de La guerra de las galaxias. A la siguiente semana, creó su primera composición enteramente referida a este tema. Debajo del título, retrató la «nave de los buenos», el robot Artoo Detoo, la nave espacial, el héroe Luke Skywalker, y como para equilibar las fuerzas del bien, también dibujó al villano Darth Vader y a la «nave de los malos». Ya había alcanzado el suficiente dominio de la iconografía de los personajes como para hacer que cada uno de ellos resultara reconocible. Habiendo captado los rasgos básicos de todos los personajes, en un mes Gerardo estaba preparado para enfrentar el siguiente desafio: representar escenas de acción con varios protagonistas. Algunas de esas escenas eran tomadas directamente de la película, de la que Gerardo había oído hablar muchísimo pero aún no había visto, y otras eran invenciones Ubres, producto de su imaginación, o bien una mezcla entre personajes de La guerra de las galaxias y otros héroes de la televisión. Gerardo se dedicó luego a tratar de crear una escena organizada. Su primer intento, reminiscente de las anteriores formaciones en fila, mostraba a Darth Vader estrangulando a un rebelde, con el compactador de basura a su derecha y a un soldado y Artoo Detoo a la izquierda. Por encima de ellos flotaba una nave de los buenos, así corno el ubicuo logotipo de La guerra de las galaxias. Más lograda estuvo la escena final: una batalla para hacer explotar la estrella de la muerte, que era la base de Darth Vader. Aquí, la estrella de la muerte está rodeada por una serie de explosiones circulares negras, por un grupo de naves de los buenos y otro de naves de los malos, cada uno de ellos albergando su propia explosión. Aunque el producto final todavía es estático, se ha hecho un claro intento de captar el conflicto de La guerra de las galaxias dentro de un único marco. Hay otra ilustración que también merece consideración. En un trocito de papel de borrador, Gerardo dibujó elementos bélicos de La guerra de las galaxias. Según él mismo explicó, «una nave le está disparando a un cohete. Del otro lado hay una explosión de sangre; eso es por la guerra». En este pequeño episodio podemos vislumbrar indicios de algo que más tarde llegará a ser la norma de la expresión simbólica de Gerardo y de otros niños. La línea argumental verbal está comenzando a predominar: los dibujos funcionan cada vez más como apuntes para complementar el relato, antes que como representaciones gráficas, certeras o bien caprichosas, de una escena que se ha visto a través del «ojo de la mente». ¿Qué es, exactamente, lo que sucede en estos dibujos? Algunas veces parecen cumplir más que nada una función informativa: aparentemente, Gerardo sólo se proponía mostrar a alguien qué aspecto tenía determinada cosa o cómo había sucedido. Pero con mucho mayor frecuencia, el dibujo parecía ser en sí mismo una importante expresión, un acto esencial para el bienestar psicológico del niño. Describiendo este acto, quizá podamos llegar a entender por qué los niños de esta edad dibujan tanto, y de una forma tan apasionada, intensa y expresiva. Hemos examinado a Gerardo a una edad en la que, como tantos otros chicos, se interesaba por cuestiones relativas a la acción, el poder y la violencia. No hace falta referirse aquí a complejos edípicos o impulsos agresivos masculinos, aunque por cierto se podría hacerlo. A un nivel descriptivo, esos temas eran tan sólo los que le llamaban la atención, así como algunos meses más tarde habría de intrigarlo el proceso de hornear bizcochos. Gerardo no contaba con el vocabulario necesario para discurrir sobre los temas psicológicos del poder y el conflicto; tampoco, por cierto, demostraba inclinación por hablar sobre sus dibujos. Estos no eran temas de conversación para las veladas familiares. Pero sin duda eran muy importantes para él, como lo revelaba la atracción que sentía por los libros, revistas o programas de televisión que los inspiraban. Los dibujos que hacía Gerardo sobre La guerra de las galaxias reflejaban el objeto general de su entusiasmo. Pero la gran mayoría de sus trabajos también tenía como motivos destacados la violencia, la mutilación y la lucha. A los cuatro, cinco o seis años de edad, los chicos ya han dado el primer paso en su proceso de comprender las conductas y sentimientos que se manifiestan, se discuten y son motivo de preocupación en su mundo. Algunos de estos temas les resultan muy perturbadores y les provocan temores que pueden llegar casi a incapacitarlos. En consecuencia, para el niño es muy importante tratar de encontrarles el sentido a su modo, a efectos de estar en paz, si eso es posible, con las poderosas fuerzas que se mueven en su medio. Las actividades que realice para procurarse «sosiego» y para «entender», se referirán sobre todo a aquellos personajes y fuerzas que ya le hayan causado una profunda impresión, que se estén volviendo cada vez más familiares y que lentamente vayan revelando sus significados. Con frecuencia, se trata de personajes que están más allá de la realidad y cuyos rasgos y cualidades aparecen inequívocamente sobrecargados. En vista del interés de los chicos como Gerardo por esos personajes fantásticos, ya sean los héroes de mitos o cuentos de hadas tradicionales o bien los navegantes espaciales del mañana, cabe preguntarse en qué grado tienen fuerza de realidad para el niño. Si se le pregunta directamente, la mayoría de los niños admitirá que no cree que La guerra de las galaxias haya sucedido de veras, y que los personajes que dibuja son «de mentira» o «no reales». Pero su comportamiento señala, con igual claridad, que los personajes tienen una poderosa fuerza: los relatos tienden a provocar temores reales, similares a los que le inspiran los ladrones, los castigos de los padres o la posibilidad de que un fantasma habite su casa. No se trata de que el niño espere que los héroes galácticos vayan a entrar en su casa una tarde cualquiera para sentarse a la mesa familiar; de hecho, si tal cosa llegara a ocurrir se sentiría tan atónito como sus padres. Se trata, en cambio, de que el niño no sabe con certeza cuáles aspectos de La guerra de las galaxias pueden ocurrir en el mundo real y cuáles son puramente fantásticos, y por eso no cuenta con criterios seguros para determinar si debe sentirse divertido o asustado, De modo similar, aunque el chico no viva en el constante temor de que el villano Darth Vader irrumpa algún día en su habitación, sabe que existen otros villanos o rufianes (o padres) que pueden tiranizarlo, y conoce el terror y la ansiedad auténticos. Debido a que los relatos de aventuras le recuerdan esas situaciones, algunas veces le provocan temor, tanto como cautivan su atención y su interés. Y es a través del dibujo, a mi entender, que el niño hace su primer esfuerzo por adquirir cierto control de sus sentimientos respecto de estos poderosos temas. Así como los extraños personajes de La guerra de las galaxias Llegaron a ser figuras dominantes en la vida de Gerardo, su hermana Catalina desarrolló un interés que es común a muchas niñas: se consagró por entero al mundo de los caballos. En este caso, la fuente de inspiración no eran los medios masivos de comunicación, aunque Cati tenía muchos Libros sobre caballos, sino sobre todo sus propias experiencias: primero sus visitas a algunas estancias y poco después sus intentos de cabalgar. En un principio, cuando tenía seis años, Cati hacía dibujos de caballos aislados, que eran sencillos tanto en lo gráfico como en lo temático. Partían de un esquema rectangular simple con apéndices (primero dos y más tarde cuatro) a manera de patas. En realidad, estos caballos eran poco más que formas de renacuajo alargados. Muy pronto se hizo evidente, sin embargo, que el caballo era algo más que uno de los tantos motivos del creciente arsenal gráfico de Cati. La niña ponía especial cuidado en la elaboración de su forma, y comenzó a integrar sus dibujos de caballos con relatos, poemas y juegos escenificados, que fueron asumiendo un lugar cada vez más importante en sus fantasías diarias. Poco después de regresar de un paseo a una estancia, Cati dibujó uno de sus caballos simples y esquemáticos, al que agregó un poema que la ayudamos a transcribir (figura 6). En su conmovedora simplicidad, tanto de palabra como de forma, el verso capta un sentimiento que le era muy caro: El caballo es un animal salvaje El caballo debe ser libre Hay que dejarlo tal como fue creado. Dos meses más tarde dibujó a dos de los caballos en los que había andado el verano anterior (figura 7). El esquema del cuerpo todavía era elemental, pero esta vez cada caballo se componía de un contorno único, con forma de ameba, y en lugar de estar rígidamente afirmados en el suelo, se los mostraba dirigiéndose hacia una niñita —presumiblemente Cati—, la cual, según podemos suponer, los esperaba ansiosamente bajo un manzano. Otros dibujos de este período revelan que Cati también estaba ensayando bosquejos de trajes de equitación, y que a veces incluía figuras de caballos en otras composiciones simples, como por ejemplo en diseños florales. Ya en ese período temprano se hizo evidente que la óptica de Cati era prácticamente opuesta, en su carácter, a la de Gerardo. La niña transmitía su visión de una existencia pastoral en la que se podía amar a los caballos, una preferencia por los ambientes pacíficos, sin actividades frenéticas, un tiempo para la contemplación y la exteriorización de los más profundos sentimientos de amor y ternura. Sin embargo, en sus dibujos también se observan muchos de los motivos y formas que caracterizaban la relación de Gerardo con La guerra de las galaxias: emociones profundas; un incipiente sentido de la composición, en que los diversos elementos del dibujo se unen para dar lugar a un efecto expresivo global; una forma de emplear el color por la que las tonalidades reales de los objetos se sacrifican ya sea en aras de una mayor expresividad emocional o para cubrir el lienzo de combinaciones agradables. A pesar de estos indicios convergentes de su interés por los caballos, me tomó por sorpresa un notable trabajo que realizó Cati poco antes de cumplir siete años: un relato ilustrado de una aventura que había vivido el verano anterior (véanse las figuras 8 y 9 ). El Librillo que hizo Cati cuenta la historia en siete dibujos, un diseño abstracto y nueve páginas de narración. Nos entera de que Cati y sus amigas habían ido a andar a caballo, cuando «de pronto, el caballo de una chica se salió por un segundo de la senda y pisó un nido de avispas. Las avispas picaron a todos los caballos.» Los caballos se asustaron y arrojaron al suelo a las niñas; a Cati y a una amiga las encontró la madre; el dueño del establo sintió un gran alivio pues ninguna de las niñas resultó herida; y Cati recordaba con placer la refrescante recompensa recibida al final de esa jomada: una gaseosa. En este relato, Cati simplificó deliberadamente las diversas formas a fin de poder transmitir una considerable cantidad de información, tanto con palabras como con dibujos. Pronto adquirió la destreza necesaria para concentrarse más en los aspectos puramente visuales del caballo. Una de las ilustraciones mostraba los cuerpos de los caballos mejor delineados, con las patas flexionadas, así como el intento de representar a un animal dominando físicamente a otro. Cuando Cati había cumplido siete años, se empezó a producir un sutil cambio en sus dibujos. Las figuras de los caballos se hicieron más estilizadas. Por lo general aparecían de perfil, mirando hacia la derecha, y en posición de caminar o saltar grácilmente. Las crines y las colas se veían prolijamente recortadas y los animales exhibían rasgos cuidadosamente ubicados: cada cabello y cada extremidad parecían estar en su preciso lugar. A veces figuraban en una escena con un jinete; otras veces estaban solos, y aun otras aparecían dentro de una composición organizada, rodeados de flores coloreadas con esmero y bajo un sol de numerosos rayos multicolores (véase la figura 10). Otro de sus dibujos, realizado a los ocho años, era un serio intento de lograr una versión convincente de algunos rasgos particulares del caballo: la cabeza, las facciones y el cuello (véase figura 11). Pero así como se puede advertir un incremento en la precisión y, si se quiere, en el realismo figurativo, también se nota una menor originalidad creativa. Las escenas dramatizadas dan paso a composiciones bucólicas; el espíritu aventurero de los retratos cede su lugar a una composición elegante pero esencialmente estática, que se vuelve del todo previsible. La misma Cati se quejaba de que sus dibujos no eran tan buenos como dos años antes y, al menos en ciertos aspectos, yo estaba de acuerdo con ella. Como lo expresó una vez: «Antes yo dibujaba mucho mejor. Mis dibujos eran más interesantes, aunque la perspectiva ahora me sale tres mil veces mejor.» La edad de la expresividad artística, o por lo menos su florecimiento original, parecía haber llegado a su fin. Hemos observado, pues, algunos ejemplos representativos del arte infantil: obras que, debo insistir, no son de ningún modo excepcionales en niños de la edad considerada. No hay dudas de que los trabajos tienen cierta fuerza y encanto, pero debemos volver ahora a nuestro interrogante original y evaluar la medida en que se los puede caracterizar como arte. Ciertamente, el empeño que ponen los chicos para hacer los dibujos, su propio placer al producirlos, y la fascinación que sus trabajos a veces ejercen sobre otros, hacen difícil descartarlos sin más trámite. Sin duda, los dibujos no son tan sólo accidentes afortunados. Pero antes de poder darles el rótulo de arte, necesitamos contar con algunas definiciones prácticas de esta palabra. Un criterio, muy favorecido en la literatura psicológica, se basa en el grado de realismo de la obra. Pero la historia del arte en el siglo XX refuta tan tajantemente este punto de vista que resulta difícil seguir tomándolo en cuenta, excepto, quizá, para ciertos fines experimentales limitados. Un segundo criterio también presenta inconvenientes: el criterio de la excelencia. No sólo es sumamente difícil encontrar pautas para juzgar este aspecto que cuenten con un auténtico consenso a lo largo de un período significativo, sino que también es muy posible que una obra que se considera excelente haya sido creada por casualidad (por ejemplo, las marcas que hizo por azar un chimpancé y que resultaron semejantes a una obra abstracta de gran calidad). Otros criterios estéticos menos quiméricos y endebles son los que propone Nelson Goodman. Este autor parte de la observación de que las obras de arte son símbolos que funcionan de ciertas clases de modos, como por ejemplo, llamando la atención sobre su propia construcción o expresando ciertos estados de ánimo identificables. Goodman sugiere que el status artístico de una obra depende de la medida en que exhibe aquellas propiedades de los símbolos que se consideran estéticas. Pese a las apariencias, esta definición no constituye un círculo vicioso, pues Goodman ha especificado qué entiende por estético. Como vimos en ensayos anteriores, Goodman destaca dos criterios. El primero es la expresividad de los símbolos en un dibujo. Si el niño emplea los materiales de un medio de manera de hacer un dibujo vivaz, triste, iracundo o potente, esto es una seña) de que puede elaborar una obra de arte. El segundo criterio es la plenitud, o el uso total de las potencialidades del medio. Si el chico puede usar el material de modo de explotar varias de sus características en forma significativa, nuevamente estará probando su capacidad de utilizar símbolos de una manera artística. Por ejemplo, si el grosor, la forma, el sombreado y la uniformidad de la línea intervienen en el efecto que logra la obra, el niño estará demostrando su dominio de la plenitud. Si bien estas definiciones constituyen un punto de partida útil, cualquier evaluación individual de estas cualidades seguirá siendo altamente subjetiva. No obstante, un método prometedor de determinar si un dibujo exhibe esas propiedades estéticas se puede encontrar en un ingenioso estudio que realizó Thomas Carothers, quien trabajó conmigo hace algunos años, cuando estaba en Harvard. Como se mencionó en el ensayo 9, «El niño como artista», Carothers mostró a un conjunto de niños algunos pares de dibujos que eran idénticos entre sí excepto por el tipo de calidad artística que exhibían. Su finalidad era determinar si los niños podrían advertir las propiedades de expresividad y plenitud, y si serían capaces de explotar estos «síntomas de lo estético» en sus propios dibujos. Carothers encontró, en sus estudios, una secuencia de conducta notoriamente regular. Los escolares de primer grado mostraron poca o ninguna sensibilidad artística en todos los tests. Los de cuarto grado manifestaron cierta sensibilidad, sobre todo en los tests de múltiples opciones, que les brindaban la oportunidad de seleccionar los elementos correctos. Los de sexto grado exhibieron un nutrido cúmulo de síntomas estéticos. En consecuencia, cuando se los evalúa por medio de este conjunto relativamente conservador de instrumentos, los chicos muestran que sólo gradualmente adquieren la capacidad de producir símbolos que puedan considerarse «obras de arte». La tesis de que la percepción estética de los niños aumenta con la edad fue secundada también por Diana Korzenik, quien se desempeña como educadora en la Universidad de Arte de Massachusetts. Esta autora argumentó, en un trabajo que realizó sobre el tema, que para que se pueda considerar que el niño tiene control de sus aptitudes, debe poseer cierta percepción de cómo ven otros una obra determinada. Pidió a algunos niños que dibujaran un motivo específico de manera que otro chico, que estaba en una habitación aislada y al que se le permitiría ver únicamente el dibujo, pudiera reconocer el motivo representado (por ejemplo, una figura saltando). Al chico que hacía el dibujo se le dejaba escuchar las conjeturas que hacía el observador aislado y luego corregir su dibujo para hacerlo más reconocible. Si probaba ser capaz de alterar su dibujo de modo que pudiera ser identificado, esta flexibilidad sería indicio de la «disolución del egocentrismo», que es un componente decisivo en el repertorio de todo artista. También en este caso, los sujetos más pequeños (de aproximadamente cinco años de edad) mostraron una gran indiferencia a las reacciones ajenas. Rara vez alteraban sus dibujos entre una prueba y otra, en la despreocupada confianza de que éstos «hablarían por sí solos». Confundían intenciones con resultados, y culpaban al otro chico cuando no podía adivinar el motivo representado. A los siete u ocho años, en cambio, los sujetos se tornaban muy sensibles a las demandas del otro niño, se esforzaban por hacer dibujos reconocibles y, lo que es más importante, modificaban cada versión hasta que el observador podía adivinar qué era lo que habían tratado de retratar. No obstante, los resultados experimentales arrojan dudas sobre el supuesto de que el niño pequeño es un artista, al menos en el sentido que damos al término «artista» cuando lo aplicamos a un adulto. No cabe duda de que los artistas valorados en nuestra cultura saben dibujar con expresividad y plenitud, que tienen conciencia de cómo verán otros las cosas y que efectúan constantes ajustes para poder captar la visión de los demás. En efecto, algunas obras de Klee, Picasso (véase la figura 12) o Miró pueden parecer ingenuas, pero no constituyen, en ningún sentido inmediato, copias de las creaciones infantiles. Lo que hacen estos notables pintores del siglo XX, según yo lo veo, es reducir su trabajo artístico a las formas más simples que sea posible — líneas, triángulos, acotaciones—, y explorar los numerosos modos en que se pueden combinar estas formas para lograr determinados efectos expresivos. Si sus obras contienen una expresión en particular —como la de calma, o la de alegría—, ello se debe a que fue justamente eso lo que el pintor buscó expresar, y no a que dicha propiedad aparezca en forma recurrente en los dibujos infantiles. Si insisten en emplear un sólo grosor en sus trazos, es porque quieren plasmar esa uniformidad. Los niños de cinco o seis años, si bien dominan el vocabulario básico que les permite representar al mundo, pueden o no tener la intención de aplicarlo a una obra determinada; sucede que a estos chicos no les importa demasiado fracasar en su empeño. Dicho de otro modo, quizá procuren alcanzar estas metas y sus intentos se vean sistemáticamente frustrados. Al tratar de lograr una simetría exacta, consiguen en cambio dar una sensación de equilibrio. Al intentar colocar el número indicado de objetos en una hoja y dar a cada uno sus propios límites y bases, logran una composición armónica. Y al esforzarse por llegar al realismo, producen desviaciones encantadoras y reconocibles de alguna versión fotográfica. Estas desviaciones, según nuestra óptica, producen una especie de regocijante aproximación, un acierto a medias, una suerte de «primer proyecto» de formas artísticas superiores. No podemos olvidar que los artistas adultos logran estos resultados por medios muy diferentes. Quizá dejen a un lado, a propósito, todas las formas intrincadas que están en condiciones de producir, y la variedad de estados de ánimo que pueden transmitir, a efectos de captar de un modo consciente y deliberado las formas y sensibilidades que suelen asociarse a los niños. Parte de lo que admiramos en las obras de ese tipo es justamente su fresca simplicidad. Pero en esta misma opción de elementos, el artista está haciendo una propuesta mucho más compleja, en la que pone a prueba la posibilidad de ser inocente pese a la propia madurez y el empleo de una inmensa capacidad al servicio de la sencillez. Es posible que yo haya sido injusto para con el niño. Los chicos conocen una diversidad de estados de ánimo, y en general son capaces de lograr más expresividad y plenitud de lo que he sugerido. Por otra parte —y en esto radica la lección que nos brindan los dibujos de Cati y de Gerardo—, el medio artístico les proporciona una vía especial, y hasta única, de abordar temas importantes y complejos que no se prestan al análisis verbal a edad temprana. Es demasiado simplista afirmar, como Malraux, que «las dotes (del niño) lo controlan; él no controla sus dotes». En realidad, puede ser esta cualidad paradójica y ambigua la que, más que ninguna otra cosa, transmite la fuerza y la fascinación propias de los dibujos del niño pequeño. Si el niño tuviera la misma conciencia de las potencialidades del medio y de la gama de alternativas que tiene el artista adulto, entonces él mismo seria ese adulto: ya habría dejado atrás el mundo especial de la niñez.